V

POR SEGUNDA VEZ, Kramer se despertó sorprendido y agitándose. Sintió un rodillazo en la ingle.

—¡Eh, ten cuidado con lo que haces! —gritó alguien.

Se quitó las sábanas de la cara. Un complacido chiquillo de cinco años se arrastraba sobre él a cuatro patas.

—Buenos días, tío Trompie —dijo el niño, sonriendo alrededor de su madre, que estaba de pie junto al armario.

—Casi le has arrancado la cabeza al pobre Piet —reprendió la viuda Fourie.

—No me importa, mami —dijo Piet generosamente.

El ruido atrajo a sus hermanos, quienes entraron en la habitación para arrojarse encima del tío Trompie. Todos eran mayores y mucho más delgados, pero Kramer había aceptado todo el jaleo con mucha mejor disposición que su madre.

—¿Qué es todo esto? —demandó ella—. Marchaos de aquí y dejad a vuestra madre vestirse en paz. Me marcho para el trabajo dentro de un minuto y voy a llegar tarde.

—¿Cuánto tiempo es un minuto, tío Trompie? —preguntó Marie, la mayor, quien lo sabía de todas formas.

—¡Fuera! —gritó la viuda.

—Espera —dijo Kramer, sentándose y buscando sus cigarrillos. Los había comprado en una máquina y tenía unas cuantas monedas sueltas dentro del envoltorio de celofán. Las añadió a lo que tenía en el bolsillo.

—¿Sí? —Marie avanzó ansiosamente.

—Si puedes decirme cuánto tiempo es un minuto, entonces todos podréis tomar un refresco en la tienda del griego, que debe estar abierta ya.

—¡Sesenta!

—¡Segundos! Acertado a la primera… ahora marchaos todos de aquí y no volváis hasta que estéis eructando.

La casa se quedó vacía como una trampa de galgos.

—Los maleducas, Trompie.

—Soy un maleducado yo también.

Sin darse cuenta, la viuda se había acercado demasiado en busca de sus medias. Una mano era todo lo que Kramer necesitaba para agarrarle la muñeca y aplicarle una llave que la arrojó encima suya.

—¡Eh! Maldito policía, ¿crees que puedes hacer lo que se te antoje?

—¿Entonces no te gusta?

Ella se echó a reír y le besuqueó.

—He llegado tarde dos veces por tu culpa.

—Te llevaré.

—Eres un encanto —dijo ella mientras se colocaba debajo.

LA LUJURIA ERA ALGO MARAVILLOSO, decidió Kramer mientras contemplaba el fascinante ritual de ver a una mujer esplendorosa volviéndose a poner la ropa. Se trataba de pura lujuria, nada de la basura permisiva que el gobierno prohibía en los kioscos. Una vez había visto un ejemplar de Playboy en las oficinas de la Brigada Antivicio y aquello le hizo pensar en perros orinando en las farolas para excitar a otros perros a quienes nunca conocerían. Basura repugnante y degradante. Pero la auténtica lujuria…

—¿No es hora de que empieces a pensar en levantarte?

—Ajá.

—El hecho de que estés enfadado con el coronel no significa que yo tenga que llegar tarde al trabajo, después de todo. Marie tendrá que encargarse de darle el desayuno a los niños.

—Ajá.

—Vamos, Trompie, hay una cuchilla que utilizo para depilarme las piernas en el cuarto de baño.

Con un gruñido, Kramer se levantó de la cama y se dirigió al baño. La viuda le tiró los calzoncillos y se alegró al oír el ruido de los grifos funcionando. Se colocó el sujetador y buscó otra vez las medias.

—¿Has visto mis medias de nylon? —preguntó.

Kramer apareció en la puerta, frotándose la barbilla con una pastilla de jabón de lavar en un intento final de conseguir buena espuma. Tenía los calzoncillos sobre el hombro.

—¿De qué color son?

—Rosa —respondió ella, colocándose apresuradamente la camisa. Nunca tendría tiempo de cambiarse en el vestuario de Woolsworth’s.

—Rosa —repitió Kramer—. No es un color normal para unas medias.

—Lo que sabrás tú. Todas las llevamos en la sección de camisas… El mostrador es tan alto que los clientes no pueden verlas.

Y entonces se le ocurrió la idea. Kramer dejó caer el jabón y los calzoncillos al suelo al atravesar rápidamente la habitación. La viuda le miró, irritada.

—Vamos —dijo Kramer—. Desabróchate los botones.

—¡Quítame las manos de encima, las tienes mojadas! —protestó ella—. ¿Te has vuelto loco, Trompie?

—¡Desabróchatelos!

Ella parecía asustada, cosa que Kramer lamentó, pero el asunto era demasiado importante para perder el tiempo con palabras.

—Así debe ser como te ven —dijo ella en voz baja mientras sus dedos desabrochaban la larga fila de botones blancos del sencillo uniforme azul—. Por favor, no vuelvas a hacer ese gesto con la boca.

Kramer no la oía. Examinaba atentamente su ropa interior mientras asomaba longitudinalmente por la abertura. El sujetador era de un color rojo brillante, ribeteado con un encaje negro bordado. El corsé era escarlata con un atrevido dibujo carmesí oscuro. Las bragas eran un extraño par verde póster, muy altas en la cadera y bordadas en las zonas más substanciales con rosas amarillas.

La viuda Fourie permanecía estirada, como si esperara dar un respingo cuando la tocase.

—Tranquilízate —murmuró Kramer, encontrando una sonrisa—. Sólo quería echar un vistazo.

—¿Ah, sí?

Ella empezó a abrocharse. Su expresión era sombría, y obviamente estaba molesta.

—Creo que tenemos que hablar en el coche.

—Dime: ¿por qué usas esas cosas? Es muy importante.

Ahora ella quedó completamente fuera de juego.

—¿Qué quieres decir?

—¿Por qué los adornos de fantasía? ¿Por qué no simplemente el blanco ordinario que se ve en los escaparates?

—No lo sé. Supongo que es porque tengo que llevar este uniforme durante todo el día.

—Continúa.

Kramer recogió las medias del suelo, justo a los pies de la mujer, y se las tendió.

—Oh, gracias. Bueno, todas las empleadas de Woolsworth’s llevan las mismas y son de un azul horrible. Ordinarias.

—¿Sí?

Ach, dedúcelo tú mismo, hombre.

—Dímelo tú.

—Si llevas la ropa interior que te gusta, aunque nadie pueda verlas, te sientes diferente. Eso es: me las pongo porque me siento más como la persona que realmente soy.

Bingo.

La media izquierda se había torcido. Kramer le tendió el brazo mientras ella caminaba a saltitos hasta sentarse en la cama, donde la ajustó.

—¿Qué me dirías entonces de una chavala de veintidós años que es su propio jefe, que puede hacer lo que quiere, pero que usa ropa ordinaria y lleva un arco iris debajo?

—Pensaría que hay algo que la obliga.

—¿Qué la obliga?

—Por supuesto. ¿Qué mujer quiere dar una falsa impresión de sí misma?

—Cierto.

Adulada ahora por la intensa atención que Kramer prestaba a cada una de sus palabras, la viuda Fourie añadió:

—Lo que digo, y se lo he dicho al encargado un buen montón de veces, es que un poco de color no puede hacer daño a nadie.

No obstante, parecía que la señorita Le Roux temía que sí. Y mucho. Y como así había sido, era algo más en lo que pensar. Pero no ahora.

—Me afeitaré en la oficina —dijo Kramer, cogiendo sus ropas. Se vistió antes de que la viuda encontrara su otro zapato. Lo sacó de debajo de la cama, le ayudó a ponérselo, y añadió—: Muy bien, Cenicienta, la carroza de calabaza nos espera abajo.

Ella empezó a reírse afectuosamente mientras llegaban al pasillo a la izquierda.

—Eres un verdadero cabrito, Trompie Kramer —dijo la viuda Fourie—. Pero vuelve pronto, ¿eh? Los niños te aprecian.

—Pobrecitos bastardos. —Kramer se echó a reír… y esquivó.

LA MANERA en que la señora Perkins le miró cuando abrió la puerta hizo que Kramer se sintiera incómodo. Igual le pasaba con el jabón seco, que hacía que notara como una especie de rigor mortis localizado.

—Mi Bob ha estado levantado toda la noche —reprochó ella—. No tenía ni idea.

—Lo siento, pero me encargaré de que le recompensen adecuadamente.

—No es eso. Es su salud. No es muy fuerte, ya sabe. Tiene asma.

Lógico. Aquello también explicaba los libros de yoga.

—Lo siento —repitió Kramer—. Pero era el único hombre que podía hacer el trabajo.

—¿Oh?

—Sí, su Bob es un tipo muy listo —confesó, entrando en la casa y dirigiéndose pasillo abajo hasta la habitación de trabajo.

—¿Teniente?

—¿Sí?

—Esto… ¿ha desayunado usted?

—Bueno…

—Pobrecillo, tampoco ha pegado ojo. Le traeré un huevo pasado por agua y algunas tostadas.

La culpa no era la emoción favorita de Kramer.

Y se sintió muy mal cuando abrió la puerta de la habitación y encontró a Bob sentado en el suelo en la posición del loto.

Pero el hombretón se puso en pie en un instante.

—Lo tengo todo preparado, teniente —dijo alegremente—. Disculpa que no me ponga los calcetines.

—Buen chico. ¿Algo interesante?

—Muy, muy peculiar. Pensé que lo tenía, pero luego no. Déjame mostrártelo. Verás que he colocado con cuidado cinta limpia de la longitud exacta de cada pieza quemada. Con esto se puede reproducir aunque haya silencios en medio.

—Sí, lo entiendo.

—Entonces la pondré.

Tardó un poco más en rebobinar que la vez anterior, y luego el altavoz empezó a emitir sonidos. Música de piano. Unas cuantas notas. Silencio. Más música. Silencio. La tonada cambió, pero continuó siendo muy básica, material de principiantes. Silencio.

Las interrupciones continuas pusieron nervioso a Kramer.

—¿Cuántos numeritos más como este hay?

—Es así de principio a fin.

—¿Cuánto dura?

—Una hora.

—Eh, alguien debe de haber sido muy listo.

—¿Qué conclusión sacas?

—No puedo concentrarme con todas esas interrupciones, hombre. Lo siento.

—Ni yo… por eso lo reproduje todo en esta otra cinta, saltándome las interrupciones. Sigue siendo un poco malsonante, pero es más fácil de seguir.

La cinta ya estaba puesta en posición en un segundo aparato. Bob lo conectó.

Kramer escuchó durante los primeros noventa segundos y luego tuvo bastante.

—Vale, gracias, Bob —dijo.

—Creo que deberías escuchar un poco más, teniente.

—No, ya he oído lo que quería. ¿Es doble?

—Sí, unos pocos villancicos e interminables Mangas Verdes.

—Normal, ¿no? La señorita Le Roux era profesora de música y estos a veces graban a sus alumnos para que puedan detectar sus propios errores. Había cinco en ese trocito.

—Y la manera en que el ritmo continúa es prácticamente el mismo, sea cual sea la tonada.

Un aficionado poco habilidoso haciendo tachín-tachán, tachín-tachán.

—Exactamente.

—Bueno, estoy de acuerdo contigo hasta ahí, teniente… pero sólo hasta ahí.

—¿Por qué?

—Porque eso es lo que pensaba hasta que dejé correr la cinta un poco.

Kramer conectó el aparato él mismo.

—¿Y?

—Sssh, ahí viene uno.

La música se detuvo súbitamente. Silencio. Un silencio prolongado igual que el producido por las secciones quemadas. Y luego otra vez música, desde el mismo punto.

—Estábamos mezclando nuestros silencios —sonrió Bob felizmente—. Ese silencio estaba grabado.

Kramer frunció el ceño.

—¿Y qué? Has oído la nota equivocada… pararon y empezaron de nuevo. Es lo que pasaría normalmente durante una lección de música.

—¿Entonces por qué no escuchamos las voces? ¿No es lógico que la maestra dijera algo en esa pausa? No puede haber sido tan largo para que el alumno vuelva atrás sólo una digitación.

Cierto. Súbitamente, algo empezó a tomar forma en un rincón de la mente de Kramer, pero por el momento no pudo comprender qué era.

Llamaron a la puerta y Bob se puso en pie de un salto para dejar entrar a su esposa con una bandeja con el desayuno. El huevo llevaba un pasamontañas.

—Muchísimas gracias —dijo Kramer, apoyando la bandeja en sus rodillas—. Es muy amable de su parte.

—¿Le ha servido mi Bob de ayuda entonces?

—Usted lo ha dicho —replicó Kramer, con la yema entera en la boca.

—La verdad es que no, querida. Todo lo que he hecho ha sido proporcionar un problema al teniente al que aún no le ve pies ni cabeza.

Kramer empezó con las tostadas y la señora Perkins le miró con morbosa fascinación; no comía, sino que volvía a llenarse de energía como un robot voraz. El tazón de café solo podría haber sido media pinta de aceite multigrado por la forma en que lo tragó.

—Bromas aparte —dijo Bob, deseando distraer a su esposa—, ¿te ayuda esto en algo?

Kramer se limpió los labios con la servilleta de papel tan providencialmente servida, reprimió un eructo y se puso en pie.

—Sí, y te estoy muy agradecido —dijo—. No he tenido tiempo para pensarlo, pero estoy seguro de que servirá de mucho. Te enviaré un cheque en cuanto vea al jefe a las diez.

—Ya casi es esa hora —comentó la señora Perkins.

—¡Dios! —exclamó Perkins—. Bob, tengo que irme.

EL CORONEL Du Plessis se rascaba la espalda con la ventana cuando Kramer entró sin llamar.

—Buenos días, teniente —dijo sin darse la vuelta—. Estoy esperando un informe escrito. Lo tiene por escrito, supongo.

—Al demonio con eso, no me interesan los informes impresos.

El coronel Du Plessis se sentó en su silla, bajo el enorme retrato del presidente. Se colocó la mano en la barriga y observó a Kramer por el rabillo del ojo.

Ach, no sea tan desagradable, ¿quiere? Esta mañana mi estómago se encuentra en un estado lamentable.

Era una vieja, y sin error. Tenía la cara, la estatura y la voz de una vieja. Cuando te tendía una orden del día, uno esperaba encontrar té flojo y tortitas haciendo equilibrio. Sin embargo, tenía fama de ser uno de los hombres más duros y desagradables del cuerpo. Esto se debía en gran parte a una furia impredecible tan sorprendente como ver que tu abuela te ataca con su aguja de hacer ganchillo.

Además, también usaba las estratagemas propias de una vieja.

—El Brigadier se alegró mucho al enterarse de que le había puesto a cargo de este caso.

—¿A cargo? No me haga reír. No decidí hacer público este asunto sólo para que su nombre apareciera en el periódico.

El coronel chasqueó la lengua.

—Déjeme terminar, ¿quiere? El Brigadier me dijo: «Es uno de nuestros mejores hombres, Japie, encárguese de que tenga toda la ayuda que necesite». De hecho, me pidió que me encargara de dar una nota a la prensa… ya que sabía que se enfrentaba usted al problema de la falta de parientes.

—Mierda.

Aquello tendría que haber colmado el vaso. Aquello tendría que haber hecho saltar al bastardo por encima de su escritorio. Kramer había esperado mucho tiempo para poder provocar una acusación de golpear a un compañero agente; ahora que tenía la excusa perfecta, no sucedió nada. Como decían, el cabrón era impredecible.

—Por favor, siéntese, teniente. Bien. Acabo de hablar con su sargento bantú. Me ha contado muchas cosas, todas muy interesantes. Y un poco preocupantes también.

De modo que eso era. Ahora sabía más que lo que el doctor Strydom había conseguido farfullar por teléfono. Y si Zondi había hecho bien su trabajo, al coronel se le caían los pantalones nada más pensar en lo que haría el Brigadier si se llegaba a enterar de lo seriamente que el artículo de la Gaceta había afectado a la investigación. Estaba claro que el Brigadier no había dicho nada sobre la prensa… odiaba a los periodistas.

—¿Está preocupado, coronel? —preguntó Kramer inocentemente.

—Dígame, teniente, ¿cómo es que una muchacha blanca, maestra, acaba mezclada con cafres que usan el radio? No logro ver cómo pudo suceder una cosa así.

—Ni los zulúes tampoco. El doctor Strydom dice que sólo ha visto hacerlo una sola vez en el Rand.

—Y Zondi dice que estuvo viviendo en Barnato Street durante dos años.

Entonces Kramer tuvo una inspiración:

—¿Quién dice que tuviera que mezclarse con cafres? Esos asesinas no siempre pertenecen a bandas… algunos trabajan por libre. Todo lo que hace falta es un contacto y la cantidad de dinero adecuada.

No era una idea especialmente inspirada… simplemente un pensamiento reprimido que salía a la superficie. Por qué su cerebro lo había anulado hasta ahora era obvio: le revolvía el estómago.

—Santo Cielo —susurró el coronel—. ¿Quiere decir que un blanco pudo preparar esto?

—Solo estoy suponiendo, pero tiene sentido.

—Santo Cielo.

Permanecieron sentados en silencio. Kramer siguió dándole vueltas a la idea. Era fea, repugnante, y no existían precedentes de que un asesino blanco contratara a un negro para hacer el trabajo sucio. Pero tenía una lógica curiosa.

—Tendría que costar una fortuna —dijo el coronel por fin—. Si el asesino vino del Rand, tendría que haberle conseguido un pase falsificado o de otro modo le habrían detenido por vagabundo.

Típicamente, había elegido el punto menos importante.

—El dinero no es nada. Tal vez se mudó aquí por su cuenta y se puso a trabajar como criado en alguna casa. Tal vez las cosas se le pusieron feas en el Rand. Será mejor que enviemos un télex a Johannesburgo y preguntemos si tienen alguna pista.

—Me encargaré de eso.

—El problema es el contacto. Un cafre no pensaría en hacer este trabajo para un blanco a menos que confiara completamente en él y le conociera mejor que a su propio hermano. ¿Pero cómo? ¿Dónde se reunirían? Alguien los habría visto juntos… la Brigada Especial siempre está alerta.

—Tal vez puedan ayudarnos.

—No, no estamos tratando con imbéciles.

—¿Y un intermediario? ¿Un negro que prepare el trato de modo independiente?

—Lo mismo se le puede aplicar a él. Podría ser una trampa y sería un accesorio. ¿En quién podría confiar?

—¿Y ese tipo con el que dice Zondi que se iba a casar?

—Oh, él. Es nuestra mejor alternativa hasta el momento… si es que existe.

—¿Qué quiere decir?

—Hasta ahora no es más que una teoría médica, pero la investigaré.

—¿Y Shoe Shoe?

—Otra teoría, pero parece que está más allá de sus posibilidades. Será mejor que me acerque a la Plaza del Mercado y recoja a Zondi.

Kramer se levantó y el coronel le acompañó hasta la puerta.

—De modo que ha encontrado otra excusa para emplear a su amigo bantú, ¿eh? —dijo en la puerta.

—¡Es un caso tanto de bantúes como de blancos! —replicó Kramer.

—Tranquilo, hombre, tranquilo. Sólo estoy señalando que esta confianza de la que habla puede crearse en ciertas condiciones… propiamente controlada, por supuesto.

No tendría que haber especificado su observación, porque ahora Kramer no se puso a la defensiva, sino que se enfureció.

—Mire, si no le gusta la manera en que trabajo, entonces vayamos a discutirlo con el Brigadier.

Muy bien hecho, un rodillazo fantasma en el escroto del viejo cabrito.

—Por favor, teniente, no hay necesidad de hacer eso. Los dos sabemos que ustedes… esto… funcionan mejor como equipo. No me ha entendido.

—¿Entonces mi trabajo está bien?

—Sí, sí, por supuesto.

—¿Y estoy a cargo de este caso?

—Completamente a cargo.

—Bien, pues entonces no quiero más artículos en la Gaceta, ¿comprendido?

—¿Les digo que fue una falsa alarma?

—Dígales que si publican algo querrá ver al director.

—Bien, muy buena idea.

—Además, no voy a escribir ningún informe sobre este caso hasta que esté terminado y solucionado.

—Adelante, muchacho, llévelo como quiera. Tengo mucho interés en su éxito.

—Apuesto a que sí —dijo Kramer, cerrando la puerta tras él.

SHOE SHOE SEGUÍA SIN APARECER.

Zondi completó su novena vuelta al ayuntamiento y se detuvo en la entrada principal. Los otros mendigos merodeaban como de costumbre, pero los ignoró. Haría sus preguntas en lo más alto.

Así que cruzó De Wet Street y entró en los jardines del juzgado, donde la visión de un Dodge amarillo acercándose a una verja lateral le hizo apresurarse hacia un puesto de observación bajo las ventanas del Tribunal A. Pero nadie salió del sedán, ya que aún no era la una. Había tiempo para fumar un Texan.

A la una, el sol había pasado su cenit y entonces empezó la auténtica tarde. A medida que la sombra del ayuntamiento empezó a cubrir la acera, los cojos y lisiados abandonaron la puerta y tomaron posiciones más frescas. La lanza de sombra arrojada por el reloj de la torre cambió de lado y avanzó hacia el otro flanco.

A las cinco alcanzaría la Oficina de Correos y la gente saldría, cubriría las aceras y finalmente se marcharía. Pero ahora mismo no había nadie. El calor era terrible.

Y el Dodge amarillo recorrió lentamente el Paseo, dejando a Gershwin Mkize cruzar perezosamente el ancho sendero de grava. El césped tostado a ambos lados estaba tan seco que los saltamontes levantaban bocanadas de polvo cuando aterrizaban y echaban a volar. Su movimiento incesante contrastaba poderosamente con las formas inmóviles de los mensajeros oficiales bantúes que yacían tendidos durante el descanso con pan de ayer y periódicos de ayer. Pero encontraba eco en la curiosa manera de andar de Gershwin. Kramer había dicho en una ocasión que era resultado de acostarse con una mujer sucia. Ciertamente, parecía un tipo que podía hacer de todo, con sus labios finos, su piel de color caramelo y el pelo liso.

Gershwin se detuvo y se apoyó contra una palmera que se alzaba sobre un pequeño montículo y le permitía ver por encima del tráfico. El amo del circo había venido a hacer su inspección diaria.

Zondi se quedó donde estaba, a unos cinco metros bajo Gershwin, y sonrió con satisfacción. Siempre era aconsejable acercarse por detrás a un hombre como Gershwin, fuera cual fuera el motivo. Si era odio, entonces, con sus guardaespaldas esperando con el Dodge en la Plaza del Mercado, los amigos podían cruzar apuestas. Si sólo querías hacer unas pocas preguntas, entonces los hombres de su clase no tenían zona más sensible que la espalda… un leve contacto allí los desarmaba y los volvía locuaces.

Gershwin empezó a mostrar signos de irritación. Jugueteó con la uña del pulgar en la corteza de la palmera, separando las fibras, y sus zapatos de dos tonos batieron el suelo impacientes. Luego sacó el pañuelo amarillo. Lo usó sobre su cara como una polvera antes de aplicárselo a la nariz. Resopló.

Y volvió a resoplar, esta vez de sorpresa. Zondi le había tirado la colilla del Texan de modo que golpeó la mancha de sudor de la camisa amarilla entre los omóplatos. Antes de que pudiera darse la vuelta, Zondi le habló al oído.

—¿Qué problema hay? ¿Se está tragando Brazos Cortados los peniques otra vez?

—Ah, sargento detective Mickey Zondi —dijo Gershwin sin mirar siquiera—. Brazos Cortados ser ahora buen chico, pasarse poco tiempo en los lavabos.

»Me preocupa ese tipo nuevo de la cabina. No parecer muy demasiado feliz.

Gershwin se enorgullecía de hablar mal inglés en vez de zulú, su lengua nativa.

—¿Por qué no? —El tono de Zondi era ligero, burlón—. ¿Su primera semana en la gran ciudad? Apuesto a que cuando le hablaste sobre el tema, la cera se le hizo miel en los oídos. Mira, tú mismo no eres inútil después de todo. Tus hermanos no pueden venir a buscar trabajo porque no tienen pases, pero a la policía no le importará si no tienes uno… dejan tranquilos a los tipos como tú. Todo lo que tienes que hacer es enseñarles las piernas a los europeos y te darán dinero para que puedas enviárselo a tu madre a casa… y a tus hermanos también.

—Cierto —coincidió Gershwin, muy amistoso.

Zondi empezó a hablar en zulú:

—Pero ahora lo sabe. Quiere que sus hermanos se lo lleven. Pero no tienen pases.

—Más tarde conseguirá más para sus familias —dijo Gershwin, aferrándose al inglés—. Le digo que este tomar mucho petróleo que encontrar, se queda en las montañas. Mucho, mucho petróleo… mucho dinero.

—Toma un Texan.

Gershwin cogió un cigarrillo del paquete y lo dejó caer en su ansiedad por sacar un encendedor de gas.

—Demonios, no, toma otro —dijo Zondi, otra vez en inglés, agarrándole por el hombro cuando se agachaba a recogerlo. Gershwin asintió. Entonces, al advertir un rápido movimiento, aplastó con el talón el cigarrillo caído. Un pilluelo negro, que se ganaba la vida fabricando cigarrillos con las colillas, volvió a retirarse al porche del juzgado.

Zondi encendió a Gershwin su cigarrillo con una cerilla. Eso era por el muchacho.

—¿Pero los negocios van bien, no, Gershwin? Veo que hay otros dos nuevos aparte del muchacho.

Gershwin se tomó su tiempo para exhalar el humo a la cara de Zondi. No parpadeó.

—Así, así, señor Zondi.

—¿Cuántos son?

—Diez, tal vez doce.

—¿Y Shoe Shoe sigue siendo el número uno?

Ante la afirmación del estatus de Shoe Shoe se produjo una ligera vacilación.

—Pero lleva casi un mes sin vivir en su casa de Trichaard Avenue.

Esa era la forma, adelante, tranquilo.

—Ese Shoe Shoe ser tonto. Le digo que es el mejor sitio, pero gustarle dormir en el mercado.

—¿Quién cuida entonces de él?

—Le pago a los muchachos.

—¿Con su dinero?

—No lo pongo de mi bolsillo porque él ser tipo raro, señor Zondi.

—Ese muchacho de allí, ¿es el que le ayuda?

—Cualquier muchacho servir. Mi conductor los encuentra.

—¿Entonces Shoe Shoe dice que no vuelve a Trichaard Street a pasar la noche?

—Eso es.

—¿Por qué? Lleva allí cuatro años, ¿verdad?

La uña de Gershwin volvió a rascar la corteza de la palmera. Estaba haciendo un buen agujero en ella.

—Eso es —dijo, muy aburrido.

—Y de repente anoche deja también el mercado. Sin su carretilla.

—¡Ah, ahora yo conocer sus problemas, señor Zondi! Pero nadie robar a Shoe Shoe. Policía no importar.

Gershwin sonreía de oreja a oreja.

—¿No?

—El temer hechizo de otros, ellos celosos. El coger taxi a las montañas para buscar médico brujo.

—¿Cuándo?

—El sábado antes de ayer.

—¿Solo?

—Shoe Shoe ahorrar mucho dinero… no tener familia, ya sabe… ¿pero por qué pagar por dos?

—¿Sabes qué taxi?

—Taxi piñata más barato.

Quería decir pirata… y sabía que ninguna pregunta en aquella dirección tendría éxito.

—Hay un buen montón de médicos brujo en Brandsma Street, Gershwin.

—Los que tener tienda no ser buenos; ser iguales que doctores blancos. Shoe Shoe irse y adiós.

La sonrisa de Gershwin se fijó entre sus dientes. Lo que decía no era en modo alguno absurdo, y encajaba a la perfección. Si algo podía hacer a un zulú (incluso a un minusválido como Shoe Shoe) dirigirse a la selva, era el temor de ser víctima de una maldición. Ese tipo de hechizos sólo podía ser resuelto en lugares secretos.

Parecía que Gershwin tenía una buena mano. Así que Zondi hizo de comodín. Tiró sus Texan al suelo y llamó al recoge-colillas. Entonces se marchó rápidamente. Se dio la vuelta en una ocasión para gozar del conflicto en la cara de Gershwin, que finalmente perdió su compostura. La patada llegó un segundo demasiado tarde… el muchacho y el premio gordo habían desaparecido ya en el aire caliente.