IV

—ASÍ QUE YA VES —añadió Kramer—, hay cosas que no encajan en este asunto. Ve y échale un vistazo tú mismo.

Antes de que Zondi se uniera al cuerpo, había pasado un año como criado. Esto le había dado un ojo especial para los detalles de las casas de los blancos, fresco y perceptivo como el de un antropólogo que crea una montaña de algo que los nativos mismos nunca han observado.

Kramer había descubierto en más de una ocasión que aquello era valiosísimo.

Empezaron por la cocina; una habitación anodina que apenas era lo bastante grande y que presumiblemente había sido un trastero anteriormente.

Había una colección de facturas sujetas por una chincheta.

—Ordenaba las cosas por teléfono, jefe. Alimentos, productos de limpieza y ropas de John Orr. Pero principalmente comida.

—No pagaba con cheques, sino en metálico —le dijo Kramer—. Guardaba su dinero en la caja postal, unos doscientos rands.

Zondi levantó la tapa del cubo de la basura. Comprensiblemente, Rebecca se había olvidado de cumplir con su trabajo en la excitación, por lo que estaba aún lleno. Zondi alzó una ceja, y Kramer le sonrió.

—Tienes una buena esperanza —dijo—. Eso es trabajo cafre.

La sonrisa fue correspondida.

—Además, ahí encima está la cáscara del huevo. Ahora no me digas que alguien va a esconder algo ahí dentro sin romper las piezas.

Zondi empezó a hurgar en la basura con el mango de un plumero.

—¿Bien?

—Hay un montón de jabón en polvo en el alféizar de la ventana, jefe. Cuando las mujeres tiran los paquetes, nunca los aplastan como hacen los hombres para que haya más espacio. Los meten con todo el aire dentro.

—¿Y no puedes palpar ninguno?

—No.

—Vamos, Zondi, lo que hay no es nuevo del todo, y lo sabes.

—Pero debe de estar aquí dentro, jefe.

Zondi cogió el par de guantes de goma que colgaban del fregadero y se los calzó. Entonces extendió un periódico en el suelo y empezó a vaciar el cubo.

La señorita Le Roux, ciertamente, era una joven de hábitos regulares. Los niveles de la rutina diaria aparecieron en orden inverso: cena, té, almuerzo, té, limpieza de la casa, desayuno, té… aparecieron sin variación, aunque eran más difíciles de identificar a medida que Zondi profundizaba.

—Nadie ha rebuscado aquí dentro, eso seguro —recalcó Kramer, vagamente irritado.

—Exacto, jefe.

Zondi se meció sobre sus talones y sacó un paquete arrugado cubierto con hojas de té.

—Aplastado —dijo Kramer.

—Doblado —corrigió Zondi, escogiendo una página limpia del periódico para depositarlo sobre ella. El cartón estaba resbaladizo y tuvo que intentarlo dos veces antes de conseguir abrirlo. De su interior surgió una cinta, estropeada por el fuego.

—Jesús.

—Del lunes pasado, creo —dijo Zondi—. Después de la cena de la señorita.

Kramer vació el interior de su bolsa y metió la cinta dentro. Al hacerlo, algunos pedacitos cayeron al suelo. Los recogió. Todo estaba hecho trizas. Selló la bolsa con cinta adhesiva que encontró en el cajón de la mesa.

—El sargento Prinsloo puede venir y tomar algunas fotos de esto —dijo Zondi con satisfacción, señalando el revoltijo que había creado y quitándose los guantes—. Ahora es trabajo de hombres blancos.

Por el momento, Kramer estaba totalmente entretenido con el hallazgo. Lo llevó al comedor y lo colocó sobre el mantel. Lo observó desde tres ángulos distintos. Decidió que sabría qué contenía antes de que terminara la noche. Al demonio con los canales oficiales.

Un fuerte siseo se produjo a sus espaldas. Zondi estaba en el umbral, rociándose con un spray ambientador.

—¿Hemos terminado con la cocina, jefe? —preguntó inocentemente.

Olía de modo punzante y saludable, como un burdel sueco.

—Voy a llamar por teléfono —dijo Kramer, dirigiéndose al dormitorio—. Mientras tanto, echa un vistazo a lo que hay sobre el piano.

Zondi obedeció. Encontró todos los contenidos del escritorio, más otros efectos agrupados, dispuestos ordenadamente junto a la tapa del piano… pero no en las categorías normales de «personal» y «negocios». Pues, como Kramer repetía incansablemente durante las reuniones, no había nada remotamente personal entre todo para iniciar un montón aparte. Ni una carta, una postal, ni siquiera una foto.

Lo que había apenas llamaba la atención: dos libros de facturas, uno lleno y el otro recién comenzado; un libro de cuentas para el tema de los impuestos; un cuaderno conteniendo los nombres de los alumnos, las facturas de más de un año selladas como «pagadas», y un resguardo de una reparación de un reloj. La colección, sin embargo, proporcionaba la primera respuesta del día, explicando dónde habían ido todas las flores… o al menos muchas de ellas. La señorita Le Roux no llevaba alumnos particulares en sentido ordinario, sino que parecía que tenía algún tipo de acuerdo con la escuela de niñas Saint Evelyn, que se encontraba un par de esquinas más abajo. Era un internado y el trimestre había terminado hacía quince días.

Kramer regresó, satisfecho consigo mismo.

—Tengo un amigo que le echará un vistazo a la cinta esta noche —dijo—. ¿Has encontrado algún rastro de los alumnos adultos?

—Nada, jefe. Tal vez no quería pagar impuestos por ellos.

—Podría ser.

A Kramer se le había ocurrido la idea más de una vez, aunque seguía pareciéndole fuera del tema. Los archivos eran meticulosos y la señorita Le Roux claramente no conocía nada de tácticas menos arriesgadas como inflar una cuenta de gastos.

Zondi empezó a apagar las luces. Tenía razón: era hora de irse. Cada minuto que pasaba era valiosísimo hasta que saltara la noticia de la investigación. Kramer metió los papeles en una caja de música, recogió la cinta y salió al pequeño porche. Atinó a divisar a alguien que se apartaba de la ventana de la cocina de la señora Bezuidenhout.

La noche era salvaje.

Visto desde el aire, Trekkersburg era una mancha verdigris en el fondo de una sartén. Ahora, por encima del borde de las planas montañas del oeste, provenía un viento caliente y pegajoso que agitaba las hojas muertas en las aceras e infundía a todas las cosas vivas con su extraña agitación. El viento no venía a menudo, pero cuando lo hacía sucedían cosas.

Kramer se sintió complacido. Se deleitó con el viento, y se preguntó por qué no lo había advertido antes. Cada ráfaga le hacía sentirse más impaciente mientras Zondi se encargaba de la puerta delantera, asegurándose de que la llave estaba echada. Así que se puso en marcha y recorrió el senderito y cruzó la verja. Se encontró en un callejón usado antiguamente por el carro de la basura, en una parte muy antigua de la ciudad. La iluminación era pobre, pero lo recorrió rápidamente y ya tenía el motor en marcha cuando Zondi le alcanzó. Entonces arrancó como si los asientos de piel de leopardo hubieran rugido.

KRAMER DEJÓ A ZONDI delante del ayuntamiento y se dirigió al número 49 de Arcadia Avenue, donde —según la guía de teléfonos— el doctor J. P. Matthews tenía su casa y su clínica. Eran más de las once, pero el tipo era médico y esto era una llamada de emergencia. El experto en cintas era un aficionado, lector de pruebas de la Gaceta, y no estaría en casa hasta la una.

Zondi tenía instrucciones de buscar a Shoe Shoe. Tenía que llevarlo en su carretilla hasta la esquina de De Wet Street y el Paseo, y esperar allí hasta que los recogieran.

Sólo cuatro años antes, Shoe Shoe era un hampón incipiente con un negocio de protección nocturna en las afueras de Trekkersburg, en el poblado bantú de Peacehaven. Todos los viernes desplegaba a veinte hombres en la estación de autobuses para escoltar a los trabajadores a casa por un rand por cabeza. No era una gran suma, pero una buena noche —particularmente después de que algún idiota rechazara el permiso y fuera brutalmente reprimido—, los ingresos dejaron de ser ignorados.

Entonces decidió alocadamente trasladarse a Kwela Village, pensando que sus únicos competidores serían unos pocos jóvenes duros que lo dejarían en paz después de tener suficiente para beber e ir de putas. Nunca había oído que hubiera ningún problema allí. El porqué se hizo aterradoramente claro.

El primer viernes por la noche, sus exploradores regresaron con un informe sorprendente: la estación de autobuses de Kwela ya estaba siendo trabajada por otras manos y tan sutilmente que los pasajeros se quedaban sin blanca antes de que llegaran a las sombras. Nadie había podido detectar cómo se hacía.

Cuando Shoe Shoe recibió la noticia tan tranquilo, se sintieron asustados y nerviosos. Normalmente reaccionaba a cualquier contratiempo con un estallido de furia. Pero estos tipos eran nuevos, y no le conocían lo bastante para darse cuenta de que había escogido los sitios tras un cuidadoso estudio de lo que llamaba Gran Momento.

Y este era Gran Momento. Aquello excitaba tremendamente a Shoe Shoe, haciéndole repetir Gran Momento con cada frase. También le hizo adquirir la determinación de descubrir el sistema y aplicarlo a Peacehaven, donde un proyecto de alumbrado amenazaba con acabar con sus métodos actuales.

Así que envió a sus hombres la semana siguiente. Era arriesgado, pero merecía la pena. De todas formas, tenían instrucciones estrictas de no hacer más que mirar. Gran Momento estaría demasiado ocupado para darse cuenta.

Otra vez se equivocó. Gran Momento decidió dar un escarmiento… y extender sus operaciones a Peacehaven. Lo que significaba que cuando Shoe Shoe abrió ansiosamente su puerta a medianoche, lo hizo para encontrarse con Gran Momento y mala suerte.

Sucedió con mucha rapidez. Le sujetaron contra su diván medio ajado y le arrancaron la camisa de Palm Beach. Una cerilla ardió brevemente. El primer picotazo del radio se produjo cerca de su coxis… sólo afectó a sus piernas; un castigo menor. Entonces el punto empezó a subir. También sus brazos. Aún más alto. La espina dorsal fue pinchada.

Fue una herida limpia y sanó en tres días. El neurólogo del hospital de Peacehaven encontró esta evidencia del procedimiento esterilizador aún más preocupante que el impresionante despliegue de conocimientos anatómicos. Se lo mencionó al doctor Strydom, quien se encogió de hombros y dijo que no había nada que el hospital pudiera hacer, era bastante ridículo admitir tales casos cuando había tantos pacientes que algunos tenían que dormir bajo las camas ocupadas por los casos más serios.

Así que, al cuarto día, Shoe Shoe fue dado de alta antes del desayuno. Dos porteros lo sacaron y lo colocaron sobre el césped a unos pocos metros de la puerta. Allí se quedó sentado, con una pequeña venda visible a través de su camisa rota, hasta que a las once de la mañana el sol calentó tanto que le hizo gritar pidiendo ayuda.

Ésta llegó en la forma de Gershwin Mkize, quien apareció siguiendo un buen soplo. Gershwin dirigía el circo de mendigos de Trekkersburg, que se situaba estratégicamente por toda la ciudad, y siempre buscaba nuevas atracciones para exhibir. Este no necesitaba ninguna mejora.

La pensión estatal proporcionaba media hogaza de pan al día. Gershwin podía ofrecer dos hogazas, un poco de carne, una botella de cerveza y un techo… más la compañía de otros desgraciados que, entre ellos, podían ayudarle en cuestiones íntimas como alimentación, vestuario, movimiento y limpieza.

Shoe Shoe aceptó sin decir palabra, y rara vez volvió a hablar. Un agente bantú, recién salido de la academia de policía, hizo algunas preguntas sin éxito. Shoe Shoe le dio una descripción general y luego se cerró en banda. Los superiores del agente criticaron las faltas de ortografía de su informe y dejaron el asunto tal como estaba. Después de todo, con aquel crimen, la sociedad había Salido beneficiada.

Ahora, Kramer quería que Shoe Shoe rompiera su silencio. No le agradaba la idea de darle una paliza a un hombre que ya tenía cuatro partes del cuerpo muertas, pero estaba dispuesto a llegar más allá de la coacción, cansándole. Sabía que el límite era difuso. Pero también sabía que Shoe Shoe tendría que haber visto a sus asaltantes, y por tanto mantendría un interés particular en cualquier cosa relativa a los radios de bicicleta.

Kramer entró en Arcadia Avenue y redujo la velocidad. A mitad de camino, los faros de su coche iluminaron una placa de bronce y paró el motor para aparcar al borde del seto. Al bajar, se dio cuenta de que había media docena de automóviles aparcados ante la casa de enfrente. Sus propietarios, sin duda, celebraban sus bodas de oro. Así era aquel tipo de vecindario.

Recorrió el sendero con cuatro zancadas y llamó al timbre.

El doctor Matthews se encontraba en el vestíbulo, haciendo equilibrios sobre una pierna. Extendiendo la otra como contrapeso, había podido seguir sosteniendo el teléfono mientras usaba la mano libre para agarrar el pomo de la puerta. Sonrió débilmente. Una sonrisa a cambio habría sido un acto de caridad.

—Policía —dijo Kramer, y entró en la consulta, cerrando la gruesa puerta tras él.

Inmediatamente, el silencio y el hedor del éter le golpearon. Otro hombre cuya profesión demandaba aislamiento a los ruidos… y otra indicación para que dejara de respirar por la nariz. Se acercó a ver si había alguna ventana abierta tras las largas cortinas. Ninguna. No habían sido tocadas en cincuenta años si el resto de la habitación era un lugar de paso. Advirtió el mobiliario Victoriano, los cojines de cuero, los adornos, los instrumentos dispuestos en lo que parecían cajas de museo. Al otro lado de la calle vio movimientos en la parte trasera de uno de los coches… ah, la generación más joven sucumbía al viento salvaje.

Y Kramer se volvió para mirar al sofá, medio perdido en un rincón. Así que aquí era donde la señorita Le Roux había sentido que era adecuado desnudarse y tenderse. Asqueroso. Horrible. Toda la habitación era asquerosa. Desde luego, no era el lugar adecuado para que te dijeran que te quedaban tres meses de vida si te tomabas las cosas con calma. Para eso, hacía falta uno de aquellos rascacielos irreales con hermosas recepcionistas que te sonreían compasivamente mientras te dirigías al hueco del ascensor. Esta habitación, como mucho, era un lugar donde sólo se mostraban afecciones de la zona anal. Lo cual, de todas formas, parecía ser el nivel del doctor Matthews, así que tal vez estaba esperando demasiado.

El médico entró en la habitación sin aviso, moviéndose rápidamente para ser un gordo tan delicadamente cebado. Su parecido con la foto de su madre, que tenía en la mesa, era notable… a excepción del bigote hacia arriba.

—¿Qué le trae aquí, oficial? —preguntó—. No me lo diga… He metido la pata, igual que el doctor Strydom, pero él se lleva la gloria. Es un tipo afortunado.

Se detuvo y frunció el ceño.

—De hecho, se comportó con bastante rudeza conmigo. Le conté el historial de la muchacha. Le dije que era angina de pecho congénita. Ni se inmutó. Estuvo muy rudo cuando le dije que no tenía sus preciosos archivos, pero uno tiene que confiar en sus pacientes, ¿no?

—Y en los médicos —observó Kramer, ignorando la mano tendida.

—Bien —dijo el doctor Matthews—. ¿Puedo colgar su abrigo?

—No llevo abrigo —replicó Kramer.

—Por supuesto, me he puesto en contacto con el colegio médico —continuó Matthews, impertérrito—. Hablaba con el secretario hace un momento. Dijo que extraoficialmente tendía a estar de acuerdo en que yo había llegado a una conclusión razonable dadas las circunstancias. No se pueden ordenar autopsias por cada persona que aparece muerta.

—Pero ella sólo tenía veintidós años.

—¡Por el amor de Dios, hombre, sufría irregularidades cardíacas desde los nueve años!

—Eso he oído —replicó Kramer, dispuesto a emplear su propia jerga—. Ahora entrégueme ese informe que tiene en la mano. Quiero echarle un vistazo por mi cuenta.

El doctor Matthews lo hizo con un movimiento levemente insolente y luego recorrió la habitación emitiendo murmullos pesados y complacientes. Por fin se detuvo tras su mesa, donde se palpó los bolsillos y sacó un estetoscopio, autoscopio, oftalmoscopio y una espátula de acero inoxidable. Era como el conductor de un globo que suelta lastre en un esfuerzo de ganar altura. Se desplomó en la silla giratoria, sus ropas produjeron enormes pliegues fofos.

Kramer cerró el informe y le miró. Entonces cogió el oftalmoscopio, lo conectó y lanzó un diminuto rayo por la habitación hasta que se detuvo en mitad de la frente rosada del médico.

—¿La examinó a conciencia? —preguntó suavemente.

—Naturalmente. Docenas de veces, como ha visto… cada centímetro cuadrado.

—¿Con esto?

El punto de luz cayó sobre el ojo derecho del doctor Matthews. Este alzó una mano protectora, enrojecido por la furia.

—Eh, oiga —ladró—, deje de jugar con lo que no comprende. ¿Quién demonios se cree que es?

—El teniente Kramer, de la Brigada de Homicidios, y tengo motivos para creer que está mintiendo, doctor Matthews. Esto es un oftalmoscopio, un instrumento utilizado para examinar el ojo humano, y, sin embargo, en su informe confundió el color de ojos de la señorita Le Roux.

—¿Qué demonios quiere decir?

—Aquí dice que eran azules.

—Correcto, era rubia.

—¿Ah, sí? Los vi en el depósito esta tarde. Eran marrones.

—¿Marrones?

—Correcto —remedó Kramer.

No dijeron nada durante largo rato.

—Tengo una pequeña teoría —murmuró Kramer por fin—: nunca le hizo usted a la señorita Le Roux un buen reconocimiento de arriba a abajo. Por sus notas, parece que concentró su atención en una zona bastante desconectada con las irregularidades cardíacas… y las ópticas.

El doctor Matthews alzó la cabeza bruscamente.

—¿Por qué hizo usted eso, doctor Matthews? Su colega el doctor Strydom está bastante seguro de que nunca sufrió ninguna enfermedad de ese tipo.

—No podía hacer mucho por su corazón —resopló el doctor Matthews—. Sólo darle píldoras y preparados para que durmiera y descansara adecuadamente.

—¿Sí? Continúe, hombre.

—¿No queda claro en el informe que esa estúpida zorra era una neurótica? —explotó el doctor Matthews—. Véalo, cuente cuántas veces ve el test de Wassermann. Durante una temporada, apareció demandando que le hiciera uno todas las malditas semanas. Prácticamente insistía en que tenía gonorrea.

Aquello destruía una hermosa ilusión. Kramer se detuvo un momento para lamentar su pérdida. Había algo tan refrescantemente saludable en la anterior imagen de la señorita Le Roux, tanto física como espiritualmente… Odiando un poco al doctor Matthews, continuó con su ataque.

—¿Dice que era una neurótica?

—Sí.

—¿Y, sin embargo, le aplicó usted esas pruebas cada vez?

—Así es.

—Ya veo. ¿Cuánto saca con un test de Wassermann… diez, doce rands? Una buena forma de ganar dinero extra.

—Teniente, tenga cuidado con lo que está insinuando. Si supiera algo sobre la práctica de la medicina, sabría que animar a los paciente es tan importante como tratarlos. Tendría que haber visto a esa muchacha cada vez que le informaba de un resultado negativo: era como si le diera un corazón nuevo.

Kramer no pudo evitarlo.

—Y eso le hacía sentirse como Christian Barnard, ¿no? —rezongó—. Lástima que no sea tan bueno con los trasplantes.

—No tiene ninguna gracia.

—Lo siento —dijo Kramer, casi en serio—. Volvamos a la gonorrea. ¿Le dio alguna razón para su…?

—¿Ansiedad? No. Era del tipo que paga siempre y cree que tiene derecho a usarnos como mecánicos de garaje.

—¿Pero no sentía usted curiosidad?

—No es extraño que los enfermos crónicos puedan encontrar algún efecto secundario de su dolor principal en otras partes de su anatomía. Además, era una muchacha muy nerviosa. Esquivaba las preguntas. No me llamó la atención, he visto casos similares antes.

—¿De veras?

—Se sorprendería si supiera lo comunes que son, teniente, especialmente en las muchachas que van a casarse. Hay algo que las hace sospechar que sus futuros maridos están echando sus últimas canas al aire y se obsesionan con que puedan resultar perjudicadas. Después de todo, dicen, las muchachas de buena familia no se acuestan con los prometidos de otras muchachas.

—Pues sí que saben mucho.

—Ya, pero así son las cosas. La señorita Le Roux simplemente parecía menos habladora que el resto.

Súbitamente, Kramer se sintió razonablemente bien dispuesto hacia el doctor Matthews. Le ofreció un Lucky Strike, lo cambió por uno sin aplastar por la punta y le suministró la cerilla. La verdad era que tenían muchas cosas en común. Los dos trataban con la perversa especie del homo sapiens y los dos tenían que deducir a partir de la evidencia.

—¿Cree que fuera a casarse?

—Bueno, no me pareció que fuera una descocada, pero…

—Sí, lo sé, ¿pero qué hay de su corazón? ¿Tenía una larga vida por delante?

—Eso no puede decirlo nadie. Podría suceder en cualquier momento… como yo pensé que sucedió, ya ve. Y también podría haber vivido un montón de años.

—Así que no la advirtió… quiero decir por si decidía cambiar sus planes de boda.

—No era necesario, ella ya lo sabía.

—De ahí su afiliación al Trinity.

—Supongo.

Encajaba, pero como las primeras piezas azules de un rompecabezas que fuera medio cielo.

—Debemos encontrar al tipo con el que tenía relaciones íntimas —murmuró Kramer.

—¿Hay alguien por quien empezar?

—Joder, no. No apareció nadie en el funeral, ni envió flores.

El doctor Matthews se levantó, con una sonrisita.

—La verdad es que estoy terriblemente avergonzado por todo esto, teniente.

Ach, no se preocupe doctor… Estoy seguro de que no pedirán su cabeza cuando acabe con este asunto.

—No estoy tan seguro. Verá, no cumplimenté lo del color de ojos hasta que oí que había saltado la liebre. Es curioso, habría jurado…

—No son más que formalidades. Pero me llevaré el informe, ¿de acuerdo?

—Por supuesto, déjeme que le acompañe a la salida.

Kramer se detuvo en la puerta para advertirle al doctor Matthews que probablemente enviaría a un hombre por la mañana para tomarle una declaración oficial. Mientras hablaban, todos los coches de la calle se pusieron en marcha simultáneamente y se marcharon.

—Todas las buenas fiestas tienen su fin —dijo Kramer.

—¿Qué fiesta? —preguntó el doctor Matthews.

Pero ya era hora de poner a trabajar a Bob Perkins en la cinta, así que Kramer se encaminó calle abajo.

LA SEÑORA PERKINS CONDUJO A KRAMER a la sala de estar y pidió disculpas porque Bob todavía no había terminado de bañarse. Siempre se bañaba después del trabajo porque la tinta de las pruebas que corregía le dejaba todo perdido.

Kramer sabía que la señora Perkins era la esposa de Bob, pero nunca había llegado a acostumbrarse a la idea. Le trataba como la pálida pero orgullosa madre de un niño prodigio nacido bajo circunstancias misteriosas. Incluso se parecían. Si los dos no hubieran tenido alrededor de treinta años, podría imaginarse perfectamente cómo ella le educaba con trajecitos de marinero y montones de pañuelos limpios.

—Por favor, póngase cómodo, señor —dijo ella, sin darse cuenta de la incomodidad que causaba su presencia—. Iba a prepararle su taza de chocolate… ¿Quiere usted un poco?

—¿Podría tomar café, por favor?

—¿Le parece buena idea? Mi Bob me contaba el otro día los horribles productos químicos que contiene. Entiende mucho de lo que pasa en el cerebro, ¿sabe?

—Solo, por favor, si no es mucho problema.

—Por supuesto que no, volveré en un dos por tres.

La señora Perkins salió, un puñado mimoso de batas de noche con una cabeza de pelo rizado del color de un osito de peluche.

Kramer se acercó a la estantería. Bob Perkins debería saber algo sobre el cerebro y había leído aquellos títulos: Deje que la hipnosis trabaje por usted, Hipnosis amateur, Hipnosis y terapia curativa, La hipnosis a través de los tiempos, Hipnosis. Perdió la pista. Los libros estaban esparcidos sobre otros libros similarmente amontonados que prometían, entre otras cosas, enseñar Cómo ganar un millón y cómo Ser maestro de uno mismo en siete días. Dos de los estantes estaban llenos de revistas de radio y electrónica. Aquello era reconfortante.

Bob entró empujando la bandeja de bebidas y estuvo a punto de ser derribado por la señora Perkins, que le adelantó rápidamente para despejar la mesa, que estaba cubierta de cables y circuitos.

—Ah, teniente —sonrió Bob—, me alegro de verte de nuevo.

—Bobby, tienes que hablarle sobre el café —dijo primorosamente la señora Perkins—. A mí no me hace caso.

—En otra ocasión. Creo que nuestro amigo tiene otras cosas en mente esta noche.

—Cierto —coincidió Kramer.

—Bien, no voy a quedarme, así que pueden empezar inmediatamente —dijo la señora Perkins—. Tendría que darle a Bobby su bienvenida, pero esto es todo lo que puedo hacer a esta hora de la noche.

Kramer se mordió con fuerza el labio inferior.

—Buenas noches, querida —dijo Bob, abrazándola y hundiendo la barbilla entre sus pechos.

Kramer continuó moviendo su café hasta que ella se marchó de la habitación.

Bob no se había dado cuenta de que Kramer nunca lo tomaba con azúcar.

—Antes de que empecemos, teniente —dijo—, quiero que oigas algo especial. No, no tocaré tu cinta hasta que lo escuches.

Así que Kramer se sentó y le observó operar los controles de una gran consola que había apoyada contra una pared. El volumen subió y oyó la voz de Bob diciendo «¿Cuál es su opinión sobre la música pop, señor Sinatra?». La respuesta, inequívocamente, pertenecía al cantante. La grabación duró ocho minutos. Al final, Kramer comprendió que no se trataba de una parodia, aunque el contraste de acentos era de lo más chocante.

Bob se rió, complacido.

—A que te tiene intrigado, ¿eh?

Y entonces explicó que lo que había hecho era grabar un programa de la Voz de América, transcribir las preguntas del entrevistador y luego substituirlas por su propia voz usando otra grabadora y la cinta original.

—No está mal, ¿verdad? —concluyó Bob—. A mi esposa le pone la carne de gallina.

Kramer concedió que también a él se le habría puesto la carne de gallina si el café no hubiera estado tan caliente… que era como lo prefería, así que por favor nada de leche.

—Muy bien, ¿qué es lo que me has traído?

—Esta cinta… ábrela y verás el problema.

A Kramer le gustó la manera en que Bob manejaba la caja, depositándola sobre la mesa antes de abrir la tapa. A pesar de sus tristes truquitos, no era ningún tonto.

—Ah, alguien ha intentado quemarla.

—Eso parece.

—Hay una sección quemada hasta el carrete. Me temo que al rebobinar se perderá mucho.

—Eso es. Cualquier información que puedas ofrecerme será más que bienvenida.

—Haré lo que pueda. Mañana tengo el día libre, así que empezaré ahora mismo.

—Eso dijiste por teléfono. ¿Cuándo me paso por aquí?

—Digamos que a eso de las nueve.

—Muy bien.

Kramer se levantó para marcharse antes de que el otro le hiciera más preguntas, pero no fue lo suficientemente rápido.

—¿De dónde la has sacado?

—De un cubo de basura.

—Eso me figuraba. Tendré que limpiarla antes de empezar. ¿Pero tienes alguna idea de a quién pertenecía?

—Es un efecto personal… el único existente, o eso es lo que espero.

—No me dices gran cosa, ¿eh?

—No. Hay buenos motivos.

—Pero apuesto a que sé de donde la has sacado de todas formas.

Ach, ni en un millón de años.

Kramer llegó hasta la puerta antes de que la siguiente frase le golpeara como una bala del 45.

—La conseguiste en casa de esa tal Le Roux.

—¿Cómo demonios sabes eso?

—Aparece en primera página desde la primera edición —tartamudeó Bob, sacudiéndose. Sacó un ejemplar de la Gaceta del bolsillo de su chaqueta, que colgaba de una silla.

Kramer lo agarró. Algún bastardo iba a pagar por esto. Iba a meterle el periódico por la nariz y por cualquier otro orificio. Sus ojos recorrieron los titulares:

LA MUERTE MISTERIOSA DE UNA MUCHACHA MISTERIOSA

La policía de Trekkersburg informó hoy que una profesora de música había sido encontrada muerta en su apartamento, y que se descarta que pueda tratarse de un asesinato.

Se trata de la señorita Theresa Le Roux, de 24 años, que vivía sola en el 223B de Barnato Street.

El coronel Japie Du Plessis, Jefe de la División de Investigación Criminal, informó a la Gaceta anoche que las circunstancias que rodean la muerte de la señorita Le Roux son preocupantes. Sin embargo, no sabrá qué acción tomar hasta que no se obtengan los resultados finales de la autopsia.

Mientras tanto, un veterano oficial de policía ha iniciado las investigaciones preliminares en un intento de localizar a cualquier persona que pueda informar sobre la desaparecida. Por el momento, no se tienen noticias de la existencia de ningún pariente.

El coronel Du Plessis pidió asimismo a la opinión pública que colaborara en el caso si tenían alguna información, por pequeña que fuera.

«Déjennos decidir a nosotros si es o no importante», añadió.

El coronel Du Plessis recalcó que toda información sobre el tema sería tratada con prontitud y se refirió al alto promedio de casos resueltos por la división en el pasado.

Eso era todo. Pero fue suficiente para hacer que Kramer soltara una retahíla de amenazas obscenas que ponían en peligro al universo entero.

—¿Cómo demonios se ha enterado la prensa de esto? —demandó finalmente, sacudiendo a Bob por el brazo.

—No soy el director —replicó—, pero me parece recordar haber visto algo en los ecos de sociedad que puede servir de ayuda… mira en las páginas cuatro y cinco.

Kramer se dirigió a ellas. Cristo, tendría que haberlo adivinado: en la parte superior de la página cuatro había una foto tomada en el braaivleis del Brigadier e, inmediatamente detrás del viejo toro, alzando una lata de cerveza, se encontraba la figura sonriente del coronel Du Plessis. Vaya momento ideal para aprovechar la oportunidad: llamaba al periodista en el justo momento en que destellaba el flash.

—Bob, tienes razón, hombre… este es el caso. Pensaba que tenía buena ventaja sobre los asesinos, pero ahora debo de saber qué hay en la cinta antes de las seis.

—¿Las seis?

—¿No es a esa hora cuando empiezan los repartos de la Gaceta?

—Los repartos sí, pero no olvides que la primera edición sale de la prensa a las diez.

—¿Y? Esa va para las zonas agrícolas, ¿no?

—También servimos unas pocas docenas a la gente que sale del cine… y en la estación. Algunas personas no pueden resistir un periódico matutino la noche anterior.

—Jesús.

Era todo lo que le quedaba por decir a Kramer. A las diez todavía se encontraba perdiendo el tiempo en la casa. De hecho, no se había marchado hasta las once pasadas, porque había mirado el reloj justo después de ver a la señorita Henry retirarse de la luz. Un escalofrío le corrió por la espalda: todo lo que había visto era una silueta… el efecto habría sido el mismo si el observador se encontraba dentro o fuera de la casa. Y otra cosa… aquellos seis coches aparcados delante de la casa del doctor Matthews en Arcadia Avenue. Si había que montar una vigilancia en lo que de otro modo habría sido una calle desierta, donde todos los residentes guardaban sus coches en el garaje por la noche, sería una buena ocurrencia invitar a los amigos y celebrar una fiesta. Zondi podía encontrarse en peligro. Tenía que moverse con rapidez.

Bob le acompañó hasta la puerta, prometiéndole que haría todo lo que pudiera, pero enfatizando que las nueve era la hora en que podía esperar resultados.

—Bien —dijo Kramer—. El asunto está ahora tan jodido que ya no importa demasiado. Muchas gracias, amigo.

LA ESQUINA de de Wet Street y el Paseo estaba desierta. Zondi debería de llevar esperando más de una hora: las dos visitas habían retrasado a Kramer más de lo previsto.

Aparcó el coche y permaneció sentado. Necesitaba pensar con cuidado antes de hacer su próximo movimiento. Sería una temeridad que un blanco, aunque estuviera armado, intentara seguir los pasos de Zondi. Por otro lado, se rebelaba contra la idea de pedir ayuda. Su mente reaccionó al dilema quedándose en blanco.

Estaba contemplando la estatua de la Reina Victoria, que presumiblemente había sobrevivido a la era republicana porque era increíblemente grande, cuando algo se agitó en el regazo de la Gran Madre Blanca. Vio una delgada mano marrón buscar un sombrero de ala corta que colgaba del cetro. Momentos después, Zondi se bajó de la estatua y cruzó la calle.

—Shoe Shoe no aparece —dijo—. Su carretilla está en la parte trasera del ayuntamiento, pero nadie sabe dónde está él.

—¿Has preguntado bien?

—Oh, sí, jefe. —Zondi se lamió los nudillos.

El viento había desaparecido. Hacía mucho frío y era muy temprano.

—Sube, te llevaré a casa.

—¿Cómo es eso? Podemos ir a Peacehaven, jefe.

—Esta noche no… Ya te explicaré por qué. Sube.

Mientras Kramer conducía hasta Kwela Village, informó a Zondi de lo sucedido. Si aquella era la actitud del coronel, entonces no podía esperar que perdieran otra noche de sueño.

Zondi vivía con su esposa y tres hijos en una casa de hormigón de dos habitaciones que cubría un área de cuatro mesas de ping-pong y tenía un suelo de tierra prensada. Siempre tenía que guiar a Kramer, ya que había otros varios cientos de casas idénticas en el pueblo. Lo único que distinguía su casa era un corto sendero flanqueado con latas de leche condensada puestas boca abajo y demasiado oxidadas para reflejar los faros del coche.

—Busca a Gershwin Mkize por la mañana —le instruyó Kramer después de parar el coche—. Tiene que saber dónde va su mercancía. Tal vez Shoe Shoe está enfermo. Tengo que ver al coronel y a Perkins, luego iré a Market Square si no estás en la oficina a las diez.

—Muy bien, jefe, nos veremos.

Kramer esperó con las luces del coche apuntando hacia la puerta para que Zondi no se hiciera un lío con las llaves, y luego bajó la colina en dirección a la ciudad.

Tipo afortunado… la esposa de Zondi era una buena mujer con una pelvis ancha y atractiva. Kramer empezó a preguntarse si no era ya hora de que también él tuviera suerte; le agradaba la idea de una mujer leal y le gustaban los niños. Pero, no, era un hombre de principios. No era justo aceptar una responsabilidad así con su trabajo… nunca se sabía cuándo acabarías sonriéndole a Strydom con el estómago. De todas formas, tenía una viuda con cuatro hijos a quien le encantaría una visita sorpresa.