III

SEGUÍA SIN HABER NADIE cuando regresó a la oficina de la Brigada de Homicidios, pero habían dejado una nota ridícula en la máquina de escribir. Decía que el coronel Du Plessis tenía un compromiso importante y que se podía contactar con él en el 21111 de Trekkersburg sólo si fuera absolutamente necesario. Aquel era el número de la casa del Brigadier, quien, por supuesto, celebraba un braaivleis[1] para festejar el compromiso de su hija con algún arquitecto rubio. Normalmente, esto habría provocado un sonoro enfado por parte de Kramer… Vaya momento más oportuno para atiborrarse de salchichas a la brasa mientras mantenía un ojo en su aspiración principal. Pero, dadas las circunstancias, no podría haber deseado nada mejor. El que algo fuera o no «absolutamente necesario» era completamente cuestión de opinión. Podría llevar adelante la investigación sin interferencias al menos hasta la mañana. También era agradable encontrar que los otros estaban aún fuera, pues eso significaba que no habría presiones para que delegara el trabajo en otros. El caso era todo suyo… y de Zondi, cuando aquel jodido cafre se molestara en aparecer.

Llamó al oficial de guardia.

—Habla Kramer. Acabo de regresar de la funeraria de Abbot. Se trata definitivamente de un asesinato. Mujer blanca, de nombre Le Roux. Apuñalada. Sospechoso, ladrón bantú.

El silencio del oficial de guardia era alto como un bostezo. Bien, sin mentir había hecho que pareciera suficientemente común; después de todo, docenas de blancos sorprendían a ladrones para ser fatalmente sorprendidos a su vez.

—Pero mantén a la prensa al margen, ¿quieres, Janie?

El capitán Janie Koekemoor le tranquilizó al respecto diciéndole que les daría el esquinazo.

Perfecto. Colgó el teléfono.

¿Por dónde empezar? Ya había un buen número de personas a quienes ver: Farthing, el doctor Matthews, el agente del Trinity, y los ocupantes del 223A de Barnato Street. Se encargaría de que Ma Abbot hiciera su declaración a la policía local en vez de volver a llamarla; era lo menos que podía hacer.

Como la velocidad era el factor esencial, la mejor opción parecía el grupo del 223A. Para empezar, era muy probable que fueran los caseros de la señorita Le Roux, y eso le ahorraría tener que averiguarlo. Kramer conocía las propiedades de aquella zona de Trekkersburg. Desde el Acta que impedía que la mayor parte de los bantúes pasaran la noche en la ciudad, muchas casas de criados habían sido convertidas con gastos considerables en pisos de soltero. Esto significaba que el 223A probablemente tendría una llave a mano, y quería examinar la escena del crimen lo antes posible.

Kramer se entretuvo solamente en garabatear una nota ofensiva para Zondi. Luego bajó al depósito de coches. Había una nueva hornada de coches usados embargados y escogió un Crhysler negro con tres antenas sin cable, neumáticos blancos y asientos de piel de leopardo.

La casa del 223A era exactamente lo que había estado esperando: un bungalow blanco que llevaba su tejado mohoso como una gorra bajada sobre dos porches. Estaba edificada sólo a unos pocos metros del pavimento, con la intención de dejar espacio suficiente detrás para un edificio de tamaño grande.

Un examen más detallado reveló muchos signos de negligencia, especialmente en la pintura, e inusuales alarmas anti-ladrones sobre cada apertura, incluyendo la puerta, que estaba cerrada. Una fortaleza para blancos ancianos demasiado nerviosos para tener un mozo que hiciera los trabajos pesados… gente que no admitiría fácilmente a un extraño después de oscurecer. Bien, lo importante era no entrar de rondón sino dar un buen aviso y dejar que el encanto tipo Valentino hiciera el resto.

Así que Kramer llamó a la aldaba con la cordialidad de un cura. Funcionó. En menos de un minuto se oyó el correr de una cadena, dos cerrojos chasquearon y la puerta se abrió lo suficiente para que un loro de mujer asomara el pico. El olor a agua de lavanda habría mareado a una abeja.

—¿Sí? —preguntó.

Unos dedos gastados por el trabajo empezaron a retorcer su collar como si pretendiera estrangularse al menor signo de peligro. Pero claro, pertenecía a una generación que creía en la existencia de un destino peor que la muerte.

—Policía —anunció Kramer, muy educadamente. Mostró su tarjeta de identidad. La mujer la cogió por entre la cadena y cerró la puerta.

Oh, sí, la vida estaba hecha de esperar entre esperas. Kramer miró a su alrededor. El porche estaba vacío, a excepción de dos sillas. Una estaba hecha de bejuco, y era grande y con líneas hermosas, y estaba cubierta de enormes cojines con dibujos de flores. La otra debía de haber estado alguna vez junto a una mesa victoriana. Dolía sólo mirarla con su espalda imposiblemente erguida. La peculiar yuxtaposición de las dos sillas sugería algo. Se encontraban, en realidad, lo suficientemente cerca como para quitar la respiración. En la silla de bejuco se podía encontrar una viuda afligida con dinero suficiente para pagar a una acompañante que se sentara a su lado. Fue una reflexión valiosa, y Kramer la usó desvergonzadamente cuando la puerta volvió a abrirse.

—¿Sí?

—Ah, señora. Supongo que debe de ser usted la propietaria.

—Oh, no, señor, ésa es la señora Bezuidenhout. Yo soy la señorita Henry —y sonrió afectadamente porque era muy hermoso saber que aún tenía aspecto señorial a pesar de lo que le había sucedido a sus manos.

Kramer continuó sonriendo respetuosamente.

—Entonces me gustaría hablar con ella, si no le importa —dijo.

—Por supuesto, señor.

Las defensas de la señorita Henry habían caído, y segundos después los cerrojos de la puerta se abrieron. Kramer entró.

—Por aquí, señor.

La señorita Henry le guió a un salón que se encontraba inmediatamente a la derecha. Bloqueaba su visión del fondo de la habitación, y todo lo que pudo ver fue un gato persa que parecía estar comparando parches de pelo caído con la alfombra persa en la que estaba echado… ambos tenían una especie de eczema.

—Aquí está el policía, querida —dijo la señorita Henry, haciéndose a un lado.

Frente a Kramer se encontraba el presidente Paul Kruger sin barba. Tardó un instante en darse cuenta de que se había dejado los pechos a cambio.

—Si tiene que ver con los impuestos de mi criada cafre, no quiero saberlo —ladró el presidente.

El parecido era increíble, incluso en la manera en que la señora Bezuidenhout se inclinaba sobre el bastón con punta de plata. Sería un bombazo en el próximo desfile de los padres de la República, eso seguro. Sólo hacía falta ponerle una faja y cambiar el vestido negro por una camisa y un chaqué.

—Tengo noventa y dos años, si es eso lo que está mirando.

—No, me recuerda usted a alguien, señora.

—Entonces no crea que podrá convencerme con tonterías sentimentales. No soy su puñetera madre, gracias a Dios.

—¡Oh, querida! —suplicó la señorita Henry, dirigiendo una mirada de disculpa a Kramer—. Es un joven muy amable.

—¡Henry! ¡Métete en tus asuntos!

—Señora, me gustaría preguntarle…

—Siéntese y no fume.

Al menos, no le iba a poner el gato encima. Eran bichos desagradables que producían enfermedades en la piel. Se sentó.

—Ha venido por lo de Trixie.

—¿Quién?

—Trixie, Theresa, llámela como quiera. Yo lo hacía. No fui al funeral, no creo en ellos.

Y Kramer quería sacar el tema a colación amablemente…

—¿Por qué dice eso, señora?

—Es obvio. Lo dije desde el principio. Algo raro en la forma de morirse.

—Sí que lo dijiste desde el principio, querida.

—¿Pero por qué, señora?

—Porque sé quién fue responsable.

¿Eh?

—Sí, ese viejo estúpido del doctor Matthews. No le dejaría acercarse ni a un buey enfermo.

Kramer parpadeó. Un fullero no habría caído en una cosa así. Y aquí lo tenía: no hay nada más rencoroso que una hipocondríaca ignorada. Tenía que actuar rápido… cambiar de táctica.

—La señorita Le Roux fue asesinada.

La señorita Henry hizo un intento pasable de pedir las sales. Empezaba a recordar la manera en que debe de comportarse una dama, pero principalmente gracias a lo que había leído en novelas escritas antes de su época.

—Vegetariana —rezongó la señora Bezuidenhout—. Ya sabe… es parte de su religión, Dios nos ayude. ¿Es cierto lo que ha dicho? ¿Asesinada?

—Sí.

—¿Cómo?

—No me encuentro en disposición de revelarlo. —Kramer también empezaba a actuar como un policía.

—Bueno, pues entonces Matthews fue un idiota por no darse cuenta. Firmó el certificado.

Aquella parecía ser su última palabra.

—Agradecería cualquier ayuda que pudieran ofrecerme.

—Por supuesto —susurró la señorita Henry, reviviendo rápida y graciosamente—. Queremos ayudarle, ¿verdad, querida?

La señora Bezuidenhout frunció el ceño, pero parecía interesada.

—Entonces cuéntenme todo lo que sepan sobre la señorita Le Roux… todo lo que recuerden.

Fue como sobrepasar la reserva profesional de dos eminentes conductistas y hacer que se extendieran libremente con su tema favorito. Parecía que no había nada que no supieran sobre los hábitos alimenticios de la señorita Le Roux, sobre sus hábitos a la hora de dormir, sus hábitos a la hora de lavar y —como dijo la señorita Henry— sobre los hábitos de sus hábitos. Entre ellas deberían de haber pasado meses de observación, usando aparentemente su cocina como escondite con su vista al piso.

Al final, sin embargo, cuando señalaron las últimas trivialidades, no fue mucho. El problema era que se trataba principalmente de una cuestión de pegar la nariz contra el cristal. Igual que con el conductismo animal, la falta de comunicación real había conducido a algunos hallazgos superficiales.

La señorita Le Roux se había mostrado muy reservada durante los dos años que había pasado como inquilina ideal. Lo que era tal vez un poco extraño en una chica joven, pero las personas verdaderamente artísticas —contrariamente a esa basura de la universidad— eran frecuentemente del tipo tranquilo. Eso era lo que tenían que respetar los demás. El problema era que no había suficiente respeto en el mundo.

Sólo conversaban cuando la señorita Le Roux aparecía puntualmente el primero de cada mes para pagar su alquiler. Siempre entregaba el dinero en un hermoso sobre rosa, rehusaba entrar en la casa y charlaba de nimiedades mientras preparaban su recibo. De vez en cuando preguntaba ansiosamente si sus alumnos no estarían haciendo demasiado ruido; un reciente boom de los órganos electrónicos importados de Japón la había animado a dar clases nocturnas de solfeo a algunos adultos. No, por supuesto que no, querida, estamos un poco sordas. Y eso era todo.

Así que no tenían ni idea de dónde venía ni a dónde iba en las raras ocasiones en que salía, pero sí tenían la impresión de que había alguna tragedia oculta en su pasado.

Todo esto no le llevaba a ninguna parte.

—Esperen un momento, señoras —interrumpió Kramer—, ciñámonos exclusivamente a los hechos, ¿quieren? Dicen que la señorita Le Roux atendió a un anuncio en la Gaceta para alquilar este piso. Y que no tenía referencias, pero que la aceptaron porque parecía una muchacha agradable.

—Cierto —gruñó la señora Bezuidenhout, molesta por la interrupción.

—Muy bien, así que se levantaba a las ocho. Se encargaba de todas las tareas de la casa. Sus primeros alumnos llegaban después del colegio, de modo que si salía lo hacía por la mañana. Daba clases hasta las seis y media y ocasionalmente después de la cena, que era a las siete. Apagaba las luces a las once. Dicen que nunca venía a verla ningún amigo, ¿pero cómo pueden estar seguras de que las personas que venían a verla por la noche eran siempre alumnos?

—Porque para empezar, no eran de su tipo. Todos cuarentones, engolados, del tipo de gente que compra juguetes tontos y luego no saben cómo hacerlos funcionar. Además, siempre traían consigo sus instrumentos enfundados, ¿lo ve?

La señorita Henry carraspeó, pidiendo permiso para hablar. Kramer asintió, animándola.

—Por supuesto, también los oíamos —dijo—. Podíamos oírlos ejecutando sus escalas y equivocándose. Los mismos errores una y otra vez.

—Presume de tener oído para la música —rezongó la señora Bezuidenhout—. Está más sorda que yo.

—¿Reconocieron a alguno?

—Ya le hemos dicho que la señorita Le Roux tenía su propia entrada por el callejón. Nunca veíamos más que un atisbo cuando abría la puerta, y desde atrás.

No importaba, la señorita Le Roux debería tener recibos para la declaración de impuestos. Ya los revisaría más tarde. Entonces se le ocurrió algo.

—¿Vino alguien la noche anterior a su…?

—La verdad es que no venía nadie desde hacía semanas —contestó la señorita Henry.

—Ah. —Obviamente los órganos electrónicos habían seguido el camino de todos los aparatos que amenazaban con deleitar a los amigos en diez lecciones fáciles—. Pero ella estaba en casa, ¿no?

—Sí.

—¿Pueden decirme qué pasó ese día?

—Llama a Rebecca —ordenó la señora Bezuidenhout, de una manera un poco retórica, porque ella misma alzó su bastón y golpeó una escupidera de latón.

Por el pasillo se oyó el rumor de unas zapatillas dos tallas demasiado grandes y una mujer zulú mayor, vestida con un uniforme de criada, entró en la habitación. Instintivamente, dio un paso atrás al ver a Kramer.

—Sí, es un policía, vieja descastada —dijo la señora Bezuidenhout—. Quiere hacerte algunas preguntas sobre la pequeña señorita.

El temor de la criada se duplicó.

—Rebecca no hizo nada en ese sitio, jefe —dijo ansiosamente—. Lo jura por Dios, mí no hacer nada malo en ese sitio.

Kramer la saludó cortésmente en zulú:

—Cuéntanos simplemente qué sucedió.

Rebecca lo contó, usando las dos lenguas oficiales, la suya propia, el cafre de cocina, y un par de enormes ojos marrones.

Todos los lunes por la mañana subía muy temprano a la casita y, usando su llave maestra, sacaba la basura. El lunes anterior, encontró la colada todavía en el fregadero, y un plato en la cocina al rojo vivo. La pequeña señorita siempre había sido muy limpia y en particular con respecto a desconectar las cosas, así que sospechó inmediatamente que algo iba mal. La llamó un par de veces y subió de puntillas al dormitorio para ver si en verdad la pequeña señorita estaba en casa. Estaba. Muerta.

—Vino gimiendo como si el diablo la persiguiera —interrumpió la señora Bezuidenhout—. Por supuesto, no la creí. Hice que Henry me acompañara. Allí estaba, completamente inmóvil y en paz, pero fría como una piedra.

—¿Y cómo estaba la habitación?

—Oh, muy limpia y ordenada —dijo la señorita Henry—. Arropada con las sábanas hasta la barbilla y todo, pobrecilla.

Eso acababa con las convulsiones.

—Veneno —dijo la señora Bezuidenhout.

Kramer no vio ninguna necesidad de contradecirla. En cambio, preguntó cómo supieron a quién llamar si la señorita Le Roux era tan retraída. La pregunta pareció dejar cortada a la señora Bezuidenhout, lo que era sorprendente en un aspecto, pero no en otro.

—Bueno, verá —explicó la señorita Henry, elevando la voz con mucho tacto—, antiguamente el doctor Matthews venía a ver a la señora Bezuidenhout. Fue al principio de venir la señorita Le Roux. Preguntó el nombre de un… buen médico de cabecera, que no fuera muy caro, y le dijimos que el doctor Matthews.

—Tendría que haberse buscado otro cuando yo me deshice de él —dijo la señora Bezuidenhout a la defensiva—. No conocía su oficio.

Lo que en parte era cierto, según se había demostrado, aunque con sus noventa y dos años la señora Bezuidenhout tenía esa clase de salud que se mantiene con dosis auto-administradas de medicina patentada totalmente inefectiva.

—¿Estaban ustedes en el piso cuando llegó?

—¡Oh, sí!

No se lo habrían perdido por nada del mundo.

—Fue chocante —suspiró la señorita Henry—. Apenas miró a la pobrecita. Dijo que tenía problemas cardíacos y que era de esperar. Firmó el certificado de defunción allí mismo, en la mesilla de noche.

—¿Y después?

—Nos preguntó si sabíamos con quién ponernos en contacto —continuó diciendo la señorita Henry—. Yo le dije… ¿recuerdas, querida?, le dije que el nombre de su abogado estaba en la agenda. Fui y la cogí y el doctor Matthews llamó desde el piso. El abogado tardó un poco y después le dijo al doctor que Trixie tenía una especie de seguro para su funeral y le dio el nombre del enterrador.

—Los buitres llegaron en un dos por tres —murmuró la señora Bezuidenhout—. Pero tuvieron que esperar.

—¿Oh?

—El certificado de defunción tiene que ser verificado por otro médico para efectuar una cremación —le explicó amablemente la señorita Henry—. Creo que es una medida muy inteligente, ¿no le parece?

—¡Ja! No cuando se trata del amigo del doctor Matthews. Si me pregunta mi opinión, son tal para cual —rezongó la señora Bezuidenhout.

—¿De quién se trata?

—Del doctor Campbell. Un viejo marica.

—¡Compórtate, querida!

—Lo es. Ni siquiera se molestó en entrar en el dormitorio. Se quedó en la puerta quejándose porque había pasado toda la noche despierto.

Kramer había pasado por alto el hecho de que una segunda opinión tenía que ser obligatoria, pero eso era un tema menor y, sin duda, Strydom también lo había pensado. Ninguno de los médicos parecía remotamente capaz de tomar parte en un acto inteligente de destrucción.

—¿Qué pasa con el apartamento? —le preguntó a la señora Bezuidenhout.

—Su abogado ha prometido encargarse y está pagado hasta final de mes, ¿así que por qué voy a preocuparme?

—¿Intacto?

—No voy a hacer su trabajo por él, hijito.

Kramer se puso en pie.

—Es necesario que le eche un vistazo.

—¿Ahora?

—Sí, y probablemente tengamos que molestarles de nuevo por la mañana. Huellas, fotografías…

—Bien, si tiene que hacerlo, hágalo. Pero encárguense de utilizar la puerta lateral. Soy demasiado vieja para este tipo de conmociones.

Algo feo ensombreció sus brillantes ojos durante un instante. Era extraño que hubiera tardado tanto.

—¿Corremos… la señorita Henry y yo algún peligro después de lo que ha pasado?

—No, señora. No lo creemos.

—Oh.

Casi un deje de decepción. Tal vez un hijo menos formidable había pensado que las alarmas anti-robo eran aconsejables.

—Se trata de un asesinato, ¿verdad? —dijo la señorita Henry—. Estas cosas suelen ser muy personales.

—Ciertamente —coincidió Kramer, y luego les advirtió que no dijeran ni una palabra al respecto. Ellas se unieron a la conspiración haciendo importantes movimientos de cabeza.

KRAMER QUERÍA ECHAR UN SEGUNDO VISTAZO a la ropa interior de la señorita Le Roux. Pero la presencia de la señorita Henry le intimidaba. En realidad, estaba empezando a ponerle nervioso. Desde el momento en que abrió la puerta del piso, la vegetariana confesa desarrolló un sorprendente gusto por la sangre. Kramer empezó a gruñir evasivamente mientras ella trataba de sonsacarle detalles del doble asesinato del Hotel Royal. Y estaba cansado de que le preguntara si creía en Jesús. Llegó el momento de que empleara su truco de Testigo de Jehová.

—¡Oh, Cristo! —dijo, mirando su reloj—. Será mejor que empiece a mover el culo o llegaré tarde a la misa.

La señorita Henry se perdió en la noche.

Y Kramer abrió el armario. Había nueve vestidos colgados, todos modestos y bastante formales. Había también un impermeable con un severo corte militar y un abrigo gastado que había sido retocado. Nada que chocara con la imagen que las ancianas le habían revelado. Entonces abrió uno de los cajones. Era una amplia colección de lo que las revistas femeninas llamaban «ropa interior romántica», aunque se abstenían de especificar en qué circunstancias lo serían. Los colores eran fuertes y los encajes un ingrediente principal en vez de un adorno. Volvió a repasarlas de nuevo con la amarga sensación de que se había perdido algo que las revistas para hombres llamaban «exótico». Algunas se acercaban bastante, pero eso era todo. Aquello le preocupó. Le molestó porque no podía reconciliar el sorprendente contraste entre la Theresa Le Roux interior y la exterior.

Maldición. Ahora que lo pensaba, nada tenía sentido. Cerró el armario, salió al salón en busca de cigarrillos y regresó para tenderse en el colchón sin hacer. El techo, bajo, era blanco y sin resquebrajaduras, proporcionando una superficie perfecta sobre la que transcribir una confusión de notas mentales.

Pero sus ojos se cansaron rápidamente del resplandor y se dirigieron a la reproducción de La Catedral de Salisbury, de Constable, que colgaba de la pared al pie de la cama. Sus cualidades como cuadro muy vendido eran obvias: una escena descansada y hermosa con un toque del viejo sentido espiritual. Sin embargo, sólo dos noches antes, el cristal que lo cubría había reflejado a un asesino descargando su golpe. Oh, Jesús, este caso agotaba la mente y la suya llevaba exhausta desde antes del atardecer.

Se quedó dormido casi inmediatamente.

LA CARA QUE TENÍA ENCIMA ERA NEGRA. Su puño derecho se disparó hacia arriba, falló, volvió a caer. Alguien se rió. Conocía esa risa: la había oído donde jugaban los niños, donde lloraban las mujeres, donde morían los hombres, siempre la misma grave diversión apartada. Kramer cerró los ojos sin molestarse en enfocarlos y se sintió curiosamente contento.

El sargento de detectives bantú Mickey Zondi estaba sentado tranquilamente en la mesilla de noche. Entonces abrió el gran sobre manila que había traído consigo y esparció su contenido: un juego de fotografías y dos informes de laboratorio. Había acudido a la escuela de una misión en el País Zulú y se había adaptado a progresar sin libros de texto. Leía rápido, una sola vez y recordaba. Estudió las fotos en último lugar, consciente de que Kramer le miraba con ojos entreabiertos.

La risa de Zondi era algo curioso… el sonido era tan grande que nunca parecía proceder de él. Pero encajaba. La primera vez que había visto a Zondi fue en la puerta del juzgado un lunes por la mañana, cuando estaba tan abarrotado de mujeres y familias preocupadas que había que abrirse paso a la fuerza. Entonces la multitud se separó súbitamente por propia voluntad y de ella surgió una versión negra de Frank Sinatra con andares chulescos incluidos. El sombrero de ala corta, las hombreras cuadradas y el traje ribeteado de hilos brillantes eran todos ideas de segunda mano de una tienda de segunda mano. Los andares eran puro Chicago, aunque a ningún negro se le permitía ver una película de gángsters. No, era un original, aunque alguien, en algún otro lugar, lo hubiera ideado todo antes. Zondi caminaba de aquella manera porque pensaba de aquella manera. Y si esto era una fantasía, la realidad sólo estaba una capa más abajo: la Walther PPK en su sobaquera, los cuchillos de quince centímetros sujetos al pantalón por las presillas elásticas a cada lado.

—Puñetero bastardo negro —gruñó Kramer.

Zondi ofreció una sonrisa ladeada y continuó con su escrutinio ilegal de la imagen de la señorita Le Roux. Incluso muerta, una mujer tenía leyes que la protegían de la lujuria primitiva.

—¿Quieres meterme en problemas, eh?

Zondi le ignoró. Las fotografías eran nítidas y bien reveladas, pero la iluminación era demasiado oblicua y la mujer muerta pareció haber terminado con un montón de curvas en los lugares equivocados. Sin embargo, Zondi asintió, mostrando su aprobación, antes de volver a meter las fotos en el sobre.

—Buena mujer —dijo—. Podría haber dado muchos hijos.

—¿No sabes pensar más que en eso? —preguntó Kramer, y los dos se echaron a reír. Zondi era un salido incorregible.

Los informes del laboratorio eran largos, laboriosos y aburridos. Contrariamente a la creencia popular, no se podía decir mucho sobre un cadáver que pudiera ayudar al proceso ordinario de investigación. El hecho de que la sangre de la señorita Le Roux perteneciera a un tipo poco común parecía completamente irrelevante ahora que se había echado a perder. Además, el técnico implicado era nuevo, recién salido de los reinos de la ciencia pura y, por tanto, dado a ser escrupulosamente vago en el aspecto de las variables. Así que Kramer lo ignoró todo, excepto el análisis de los contenidos del estómago.

—La digestión se detuvo aproximadamente después de cuatro horas —citó Zondi, advirtiendo dónde Kramer había detenido el dedo en el margen.

—Ajá. Lo que hace que el momento de la muerte se sitúe entre las once y medianoche.

—Huevos duros… ¿has visto alguna cáscara, jefe?

—Hay una en la cocina. Menos mal que no se los tomó hervidos, o no habría habido ningún indicio. Es interesante por los rastros de píldoras.

—¿Las del corazón?

—No, las de dormir. Tenían descartada a esa muñeca… y su médico también. Bastardos.

Zondi demandó la historia completa y Kramer la contó, incluido el detalle de las bragas de colores.