II

EN LA HABITACIÓN de al lado, un sospechoso gritaba. No de manera continua, sino a intervalos regulares que dificultaban la concentración.

Para colmo, la máquina de escribir se atascaba constantemente. No iba a terminar el informe a tiempo; el coronel Du Plessis había estipulado las cuatro y ya eran las 3.55 y aún le faltaba como mínimo una página.

—Puedes metértelo donde te quepa, coronel de las narices —declaró en voz alta el teniente Tromp Kramer. Se encontraba solo en la oficina de la Brigada de Homicidios.

Finalmente, se dejó llevar por la justa cólera. Simplemente, no tenía sentido arriesgarse a una hernia afanándose en los hechos mundanos que habían conducido al súbito asesinato de la mujer bantú Gertrude Khumalo. No tenía sentido en absoluto.

Su asesino, un bantú llamado Johannes Nkosi, se había resistido a la detención poco antes del amanecer y ahora se encontraba en la unidad de cuidados intensivos del Hospital Peacevale. Los médicos decían que sus posibilidades de llegar al juicio eran mínimas… lo que era una manera de expresarlo. Muy bien, habría una investigación.

Pero una investigación no era nada comparado con un juicio. Nadie se interesaría más que en una breve declaración de los testigos. Ni habría ningún problema por parte de las familias relacionadas. Los parientes de Gertrude estaban más que satisfechos con la manera en que se habían desarrollado las cosas.

Los habitantes de las chabolas siempre agradecían un poco de justicia brusca administrada en este mundo, y que dejaran las amabilidades para el siguiente. En cuanto a los parientes de Nkosi, nadie había oído hablar de ellos.

Estaba claro que se trataba de un montón de papeleo completamente innecesario que podía evitarse de archivar el asunto. Y el coronel, maldito bastardo, lo sabía perfectamente. A él no le habían mandado llamar a las cuatro de la mañana.

Aún peor, ni siquiera se molestaría en echar un vistazo al informe cuando lo tuviera: cuando se ha leído un asesinato bantú, ya se han leído todos, observó inevitablemente. Todo lo que quería el coronel eran los detalles sórdidos agrupados en un sumario de hermosos papeles limpios que podría manchar delicadamente con su tampón. Después, añadiría afectadamente el trabajo a su gráfica de Crímenes Resueltos y volvería a hacerle la pelota al Brigadier: otro triunfo de la ley y el orden reducido a un simple trampolín para ascender. El plazo de entrega de las cuatro era bastante arbitrario, una cruda manifestación de incipiente megalomanía.

Pasó un minuto de la hora y el teléfono sonó.

Oh, Jesús, el coronel. La voz de la oficina alfombrada de arriba era presuntuosa. Kramer apartó el auricular de su oreja y pasó un dedo por el muslo de la muchacha de su calendario. Era deliciosamente moreno.

Los chirriantes graznidos se interrumpieron bruscamente.

Kramer respondió con tristeza bien ensayada:

—Lo siento, señor. Lo tendrá a primera hora de mañana. ¿Eh?

Algo había alterado al coronel, pero estaba claro que no tenía nada que ver con el informe. Kramer agarró un bolígrafo y consiguió apuntar tres nombres antes de que la comunicación se cortara. Maldición, debería de haberle pedido que repitiera. No tenía ni la más mínima idea de qué sucedía.

No obstante, había apuntado los nombres. Aunque no conocía a Theresa Le Roux de Eve van der Genesis, la vieja canción de Abbot y Strydom era demasiado familiar. Aquello era más que una buena indicación de por dónde empezar una investigación y a qué hora.

Llamó al policía de servicio, fichó su salida y se marchó del edificio a pie. La casa de Georgie se encontraba justo a la vuelta de la esquina, tras el museo.

Cuando Kramer entraba en Ladysmith Street, vio un taxi aparcar ante la funeraria. Casi inmediatamente una gran bola de carne rematada con pelo rojo se abalanzó hacia él, seguida por un tipo con aspecto de botones envejecido que arrastraba dos maletas.

A continuación, Georgie salió a la calle cautelosamente, frotándose las manos, como si esperara que fueran a dispararle desde una terraza.

Kramer se unió a la cola del autobús y esperó a que la mujer se marchara mirando por encima del periódico de la tarde.

Las mudas súplicas de Georgie no sirvieron de nada. Sin mirarle siquiera, Ma Abbot subió al taxi. Este se estremeció y luego se puso en marcha. Los neumáticos emitieron un gemido de desdén.

Alguien se había portado mal otra vez. Y en esta ocasión la vieja bruja no iba a compartir la desgracia. Sin embargo, había que reconocer que su lealtad hasta el momento había sido notable, incluso durante aquel escándalo con la Hermana Constance: En aquel caso, Georgie se había olvidado de cerrarle los ojos y había presentado a la monja en la capilla con un guiño lascivo hacia los que la lloraban.

El autobús se marchó, y Kramer se quedó solo en la acera. Georgie se había esfumado. No tenía tiempo de seguir jugando… tendría que aprovechar sus inclinaciones en busca de pistas.

La oficina principal estaba vacía, a excepción de una cliente de edad avanzada que se entretenía con un catálogo de lápidas ornadas. Por su aspecto, no tenía tiempo que perder.

Kramer se dirigió al extremo del mostrador y dio un golpecito al timbre de llamada. Tras las cortinas, se produjo un eco de respuesta. Luego nada. Tal vez Georgie tenía un gato… aunque Dios sabía qué era lo que comían los ratones en un sitio como este.

Volvió a llamar al timbre, dos veces.

Ahora que lo pensaba, un modelo de lujo satinado sería un tocador cojonudo. Tal vez se metían allí por la noche para dormir e invitar a sus amiguitas. Hmm, un entierro prematuro era un riesgo. Sin duda aquello tenía algo que ver con que los amigos de los difuntos que cargaban con los ataúdes de camino a la última morada lo hicieran con la oreja pegada a la madera: evaluaban los frenéticos sonidos de arañazos en el interior.

Pero haría falta un gato de buen tamaño para abrir un agujero por donde mirar en las cortinas a dos metros por encima de su dobladillo. Y para hacer que las tablas del suelo crujieran con tanta fuerza. Kramer encontró todo esto instructivo y tranquilizador. Definitivamente, se acercaba alguien.

Una impresión que quedó confirmada casi de inmediato con la llegada del sargento Fanie Prinsloo, quien hacía las veces de fotógrafo oficial durante la semana.

—He venido a sacar mis fotos —dijo alegremente, dejando caer la enorme bolsa de material fotográfico en el mostrador.

Prinsloo nunca podía resistir traer consigo hasta la última pieza del equipo; normalmente trabajaba en Huellas y tenía que satisfacer sus tendencias artísticas los fines de semana con una cámara de aficionado.

Kramer le saludó cautelosamente.

—¿Qué pasa, teniente? —preguntó Prinsloo después de una pausa.

—Inténtelo —sugirió Kramer, empujando el timbre.

Prinsloo estaba claramente sorprendido por tantas ceremonias. Pero sonrió y lo aplastó con un puño enorme. Siguió sin suceder nada.

Kramer suspiró y Prinsloo confundió el alivio con la agitación. No es que el sargento fuera estúpido: simplemente era nuevo en el Departamento y todavía conocía poco a los hombres de la Brigada de Homicidios… algo que Kramer pretendía explotar. Su táctica era invertir la ley no escrita número 178/a que dictamina que es prerrogativa de un oficial fingir ignorancia para establecer la eficiencia de sus subordinados.

—Muy bien, sargento. ¿Cuáles son sus órdenes? —desafió Kramer.

«Órdenes» era un término bastante fuerte para emplearlo en el contexto de una asignación de rutina, pero Prinsloo reconoció el ritual y respondió con mucha propiedad:

—Me dijeron que me presentara ante usted aquí y que tomara cuantas fotos parecieran necesarias.

—¿De?

—Una muchacha o algo así.

—¿Nombre?

—Esto… Le Roux o algo por el estilo, señor.

—¿Theresa Le Roux? —preguntó Kramer, introduciendo el grado necesario de desconcierto.

Como era de suponer, en un intento de aplacarle, el resto de la información surgió atropelladamente.

—Verá, señor, yo estaba en el cuarto oscuro cuando el jefe empezó a gritar al otro lado de la puerta que me apresurara en venir aquí porque venía usted de camino y el doctor Strydom había practicado una autopsia a un cadáver equivocado porque Abbot se había confundido y se trata de un asesinato.

Kramer permaneció en silencio… lo que le costó cierto esfuerzo.

—Eso es todo lo que dijo, señor. Más el nombre. Pero…

—No tiene de qué preocuparse, sargento —le tranquilizó Kramer—. Me gusta comprobar que los nuevos saben dónde pisan.

Así que de eso se trataba. Asesinato. Y por una vez parecía que iba en serio.

Prinsloo tuvo el tiempo justo de coger sus instrumentos antes de que Kramer desapareciera a través de las cortinas. Tras ellas se hallaba la capilla, que apestaba a agua rancia, y luego un pasillo adornado con tributos florales esperando ser distribuidos. Después de avanzar con cuidado, llegaron a una puerta en la que se leía Depósito y la abrieron.

El doctor Strydom se encontraba solo. Se volvió bruscamente ante el sonido de la puerta al cerrarse sobre sus goznes y se acercó rápidamente.

—Ah, teniente, me alegro de verle.

—Doctor.

—Recibió mi mensaje, ¿no?

—Más o menos.

—Ah.

—¿Qué ha pasado aquí?

El doctor Strydom miró en derredor para ver si había alguien detrás de Kramer.

—¿No ha visto al señor Abbot? Qué extraño. Creí que estaba ahí afuera. Este pequeño asunto es bastante delicado.

—¿Ah, sí?

El doctor inspiró profundamente.

—En pocas palabras, teniente, me temo que ha habido una pequeña confusión. Dos cadáveres, ambos femeninos, y el que yo tenía que atender fue incinerado esta tarde.

Prinsloo chasqueó la lengua como una lavandera nativa buscando manchas de orín.

—¿Y eso dónde nos lleva? —inquirió Kramer fríamente. No se había movido desde que entró.

El doctor Strydom hizo una pausa para escoger las palabras.

—Usted mismo podría decirlo… si no se crea demasiado alboroto.

Ahora Kramer se convenció de que el forense del distrito había tenido que ver en el pequeño asunto, como él mismo lo había llamado. Georgie no lo había hecho solo. No obstante, ya se encargaría de aquello más tarde cuando la cooperación y confianza del viejo decrépito no fuera tan esenciales. Se encogió de hombros, negligentemente.

—Ajá. ¿Quién acabó en el horno?

—Me tomé la libertad de comprobarlo mientras venía usted de camino —replicó el doctor Strydom—. Una pobre anciana que encontraron bajo unos matorrales cerca del Arroyo Mason donde deambulan los vagabundos. Simple rutina. ¿La edad? ¿La bebida? Probablemente ambas cosas. Cuestión de firmar su certificado. Me han dicho que en sus tiempos fue una buena fulana.

Kramer volvió la mirada hacia la mesa.

—¿Y esta? ¿Otra fulana?

—Lo dudo mucho —respondió el doctor Strydom, tirando de sus guantes de goma.

—¿Pero está seguro de que se trata de asesinato?

—¡Oh, sí! ¿Por qué no lo ve usted mismo? —Su tono se volvió curiosamente alegre, como la charla de un mago aficionado—. Amigos, estoy a punto de dejarles boquiabiertos.

Por tanto, los dos detectives le siguieron. Mientras lo hacía, Kramer se dio cuenta de por qué el único sitio donde odiaba ver a un fiambre era en la morgue. El problema estaba en que la altura de la mesa no te daba oportunidad de ajustarte a la visión por grados al ir aproximándote. Tenías que estar encima antes de saber de qué iba todo.

Donde el señor Abbot había visto por última vez a su Ofelia, Kramer veía ahora los despojos de una muñeca a tamaño natural. O eso parecía. Para abrir un cadáver se utilizan cuchillos grandes, rara vez escalpelos. Este en concreto había vuelto a ser unido por un grueso hilo negro en cuyos pespuntes se notaba la mano de cirujano del doctor Strydom. También era un remiendo de brillantes colores: el sol actuaba como una gigantesca lámpara tras las vidrieras. Cuando el doctor Strydom encendió la luz, aumentó la ilusión llenando los matices de color pastel, que resultaban más adecuados para la forma, y haciendo que la cabeza y los hombros brillaran como porcelana fina. Kramer advirtió que habían empleado un pincelito muy fino para pintar aquellas largas pestañas.

Y se concentró un rato en la cabeza. Una cosa estaba clara: nunca la había visto antes. Aquella era una cara de las que no se olvidan. Se inclinó para examinar las raíces del pelo.

—Sí, está teñido —dijo el doctor Strydom—. Ojos marrones, ya ve. Un defecto muy común entre las jóvenes hermosas, no sólo entre las fulanas.

Kramer hizo un crudo gesto con el pulgar.

—Bueno, haciendo una suposición burda, diría que perdió la virginidad hace aproximadamente un año —rió el doctor Strydom—. Pero hoy día eso no tiene mucha importancia. Se nota que…

—¿Algún hijo?

—No, nunca.

—¿Enfermedades?

—Ninguna.

—Entonces es muy posible que no se acostara más que con un individuo fijo.

—Exacto.

—Eso nos da algo para empezar. ¿Cree que lo ha hecho recientemente?

—Posiblemente no en las doce horas anteriores al óbito. Aunque eso depende del método anticonceptivo utilizado.

Kramer sonrió con sorna al notar que el médico utilizaba jerga clínica. El viejo puñetero se comportaba más naturalmente.

—Bien, doctor, ¿qué hay del modus operandi?

—¿Por qué no trata de adivinarlo?

—¿Después de lo que usted le ha hecho? Parece una de las atrocidades del Mau Mau. ¿Qué dice el certificado de defunción?

—Paro cardíaco.

—¿Y qué fue?

—El radio de una bicicleta.

Las palabras le apuñalaron. Cristo, esto era algo fuerte. Bantúes asesinando a bantúes no era nada. Blancos asesinando a blancos no era mucho mejor, sólo había que estrechar el cerco hasta dar con el culpable. Pero se mezclaban bantúes y blancos e instantáneamente se conseguían titulares de diez centímetros de grosor. Aún había que ver cuánto crecerían cuando se supiera que habían empleado una extraña arma bantú.

Kramer hizo un gesto impaciente al forense para que pusiera el cadáver de costado.

—¿Sabe que está buscando el teniente? —le preguntó el doctor Strydom a Prinsloo.

—Las marcas de los pinchazos en la espina dorsal —susurró Prinsloo—, donde metieron el radio para paralizarla… como le pasó a Shoe Shoe.

El doctor Strydom sonrió presuntuosamente.

—Está muerta, no paralizada, hombre. Lo que ha pasado aquí tiene el mismo estilo, pero la intención es bastante diferente. Piensa un momento. Cuando los muchachos locales utilizan el radio, esterilizan primero la punta con una cerilla. ¿Por qué? Para que no haya infección. Así la víctima vivirá para lamentar sus errores todo el tiempo que sea posible. Lo mismo que le pasó a Shoe Shoe, como acaba de decir.

»Aquí, sin embargo, lo han utilizado como vi hacerlo hace treinta años en el Rand, en las proximidades de Johanesburgo. No muy a menudo, le advierto, y es un truco tan inteligente que probablemente se nos pasaron por alto docenas. Especialidad de las bandas bantúes. Mire…

El doctor Strydom separó el brazo izquierdo del cadáver y lo colocó en el ángulo adecuado al borde de la plancha. Señaló.

—Díganme lo que ven.

Kramer se detuvo. Era un sobaco. Un sobaco pequeño y peludo. La muchacha no se lo había depilado. Poco común, pero sin significado.

—Ahora mire de nuevo —urgió el doctor Strydom, separando los vellos con un retractor.

—¿La picadura de una pulga?

—Todo es bastante simple si se tiene estómago para hacerlo —explicó el médico—. Se coge el radio, bien afilado con una piedra, y se introduce por aquí en el tercer espacio intercostal. El blanco es la aorta donde sale del corazón.

—Y dice que es simple —rezongó Prinsloo.

—Oh, pero si lo es. Sólo hace falta apuntar al hombro contrario. La arteria es bastante gruesa, así que se sabe cuando se ha alcanzado. Un experto puede hacerlo a la primera vez, un novato puede necesitar unos cuantos intentos… como si tratara de trinchar los spaghetti en el plato.

Prinsloo dio un paso atrás. Grande y barrigudo, parecía el tipo de hombre al que le gusta comer.

—¿Y luego? —Kramer estaba preocupado.

—La presión en esa aorta es fantástica —continuó diciendo el doctor Strydom—. He visto la sangre alcanzar el techo con un aneurisma que reventó durante una operación. Pero cuando se retira una cosa tan delgada como un radio de bicicleta, se sella, ¿saben? Todas esas fibras, músculos, pulmones, tejidos, se cierran. Basta envolver un pañuelo o un trapo en torno al radio en el sobaco y eso se encarga de la hemorragia.

Kramer se enderezó, se palpó los bolsillos en busca de cigarrillos y cogió uno que el forense del distrito le ofreció.

—No está mal, no está nada mal, doctor.

El doctor Strydom fingió modestia:

—Por supuesto, he comprobado toda la sangre suelta en las cavidades. La verdad es que no se le puede reprochar nada a Matthews.

—¿Quién es ese?

—Su médico, un interno en Morninghill. Los signos visibles eran idénticos a ciertos tipos de fallos cardíacos. Al parecer, ella tenía antecedentes médicos.

Aquello era un traspiés. Kramer sabía por experiencia que los certificados de defunción nunca mencionaban antecedentes médicos. Eso quería decir que el forense ya se había puesto en contacto con Matthews. Lástima, ahora tendría que comprobar todas sus excusas, pero así era la comunidad médica, más unida que la Mafia y normalmente igual de mortífera. No obstante, también dejaría pasar aquello por alto. Quería hacer una o dos preguntas.

—¿Cuánto tiempo pudo tardar en morir?

—Diez minutos, quince como máximo. Aunque si el shock fue grande, diría que murió inmediatamente.

—Ajá. ¿Gritó?

—Pudo hacerlo. Pero sólo haría falta una almohada para silenciarla. No hay magulladuras faciales. De todas formas, sin sangre en el cerebro duraría muy poco.

—¿Y este hematoma del brazo?

—No puedo asegurar nada. Es fácil que se lo produjera en medio de las convulsiones.

Esta asociación de acción violenta con la violentamente inactiva señorita Le Roux tenía la sutil obscenidad del asiento caliente de un retrete. Kramer decidió que ya había visto bastante.

—Es toda suya, sargento. Cuando haya acabado las de su álbum privado, me gustaría un juego de seis de la cabeza y los hombros, que no parezcan demasiado sombrías.

El doctor Strydom le acompañó a la salida.

—¿Dónde está Abbot? —preguntó Kramer en el pasillo.

—Aquí, oficial —respondió desde la capilla una vocecita tímida. Aunque Ma Abbot se había ido y Farthing se encontraba fuera recogiendo un cadáver, insistió en que le entrevistara en la sala de exposiciones, que tenía una puerta corredera a prueba de sonidos.

En este punto, el doctor Strydom se marchó, pues recordó súbitamente su cita diaria en la prisión central. Los condenados a recibir una paliza estarían ya alineados esperándole. Tenía que certificar que podían resistir el castigo, ver que los riñones estaban adecuadamente protegidos, y echar un ojo a las reacciones. Normalmente se abusaba de las nalgas, pero no era prudente hacerlo demasiado.

—Muy bien, pero quiero el informe del laboratorio esta noche —dijo Kramer, dándose la vuelta bruscamente. Dejó que Abbot se sentara frente a la puerta mientras él escogía el sillón tras la gran mesa del despacho. Pero no se sentó.

Esto dejó al señor Abbot medio encogido mientras se sentaba en el sofá de enfrente.

Kramer sonrió.

El señor Abbot trató de imitarlo.

Entonces se enderezó con un saltito y se dirigió a uno de los ataúdes en exposición.

—Qué error más tonto —dijo.

—Una maravilla —comentó Kramer.

—Arabella —corrigió el señor Abbot, señalando la tarjeta del atril.

Kramer se acercó a inspeccionarla. Entonces se inclinó para leer la placa plateada.

—Falso… ficticio, quiero decir —explicó el señor Abbot.

—Ajá.

Kramer se preocupó por el reflejo de su cara en la tapa pulida. Desde luego, era una experiencia saludable ver qué aspecto tendría algún día. Aunque, pensándolo mejor, la muerte no tendría mucho que hacer para mejorar aquellas mejillas hundidas, los ojos profundos y los dientes prominentes. Era un rostro duro, un rostro feo, un rostro que te ahorraba muchos problemas. Kramer le hizo un guiño.

Entonces regresó al sillón y se sentó. Esta vez, el señor Abbot se comprometió apoyándose en el brazo del sofá.

—Una maravilla —repitió Kramer con intensidad—. El coronel Du Plessis no sabe qué hacer con usted… tirarle los trastos a la cabeza o concederle una medalla.

El señor Abbot se revolvió, incómodo.

—Lo siento muchísimo —susurró.

—Ahórreselo —replicó Kramer—. Sólo me interesa Le Roux.

—¿Pero qué hay de la señorita Bowen?

—Que decida un tribunal, si el asunto llega tan lejos. No era gran cosa. Tal vez tenga usted suerte.

—Gracias a Dios.

El señor Abbot se deslizó hasta ocupar uno de los mullidos cojines.

—Compréndame, teniente —suplicó—. Farthing se encargó de retirar los dos cuerpos, así que no tuve ninguna relación personal. Creo que miré las etiquetas, pero teníamos prisa. Nunca se me ocurrió pensar que ella estuviera en los libros del Trinity.

—¿Por qué no?

—¿A su edad? Casi sería morboso.

—¿Por qué?

—Tendría que ver los clientes del Trinity, teniente. Se dedican a los ancianos y a los pobres. Ella era joven, y por los dedos de sus pies se veía que tenía dinero.

¿Cómo dice?

—Sé que puede parecer falta de modestia, pero he de decir que soy una especie de experto en la materia. Sólo la longitud de las uñas dicen muchas cosas. En el caso de la muchacha, los dedos de los pies no estaban apretujados por zapatos que no habían sido hechos exactamente a su medida. Ya sabe, la mayoría de los zapatos no siguen todas las tallas, y se miden sólo por su longitud.

—Venga, hombre, ¿de qué está hablando?

—Bueno, debo admitir que al principio me sorprendió, pero luego me di cuenta: o bien le fabricaban los zapatos a mano, o —y esto es lo más probable—, podía permitirse comprar la marca Clark’s u otro tipo caro que vienen también servidos según anchuras. Es lo más importante, la anchura. Obviamente, fuera lo que fuera, tenía dinero.

Kramer no estaba de humor para escuchar una conferencia del doctor Watson, pero consiguió parecer impresionado.

—Debe de haber pasado bastante tiempo con el cadáver.

—Oh, sí.

—¿Sólo con los dedos de los pies?

—Bueno… también la inspección de rutina para buscar anillos, joyas…

—¿Sí?

—No encontré nada.

—¿Y no se dio cuenta de que la etiqueta anunciaba que era un Trinity?

—No.

—Ya veo —dijo Kramer—. Así que se pasa la mayor parte del tiempo con los dedos de los pies. Es curioso, porque me da la impresión de que tuvo que ser toda una belleza antes de que su amigo le metiera los cuchillos.

El señor Abbot se agitó, nervioso.

—De hecho, diría que en todo esto hay más de lo que me está contando —añadió Kramer, y su voz sonó siniestra.

Observó con satisfacción cómo el señor Abbot se ponía blanco. Le gustaba más con aquel tono. Iba mejor con el mobiliario. Le aseguraba que no habría más parloteo inútil.

—¿Cómo es que el doctor Strydom no comprobó el cadáver? ¿Es frecuente que se dedique a despedazar a sus clientes por accidente?

—¿Le ha preguntado eso?

—No, no exactamente.

—Bien, porque la culpa es mía —declaró valerosamente el señor Abbot—. Todo lo que le dije por teléfono esta mañana era que había una mujer blanca y que la tendría preparada y esperando como de costumbre.

—Pero tenía impresos que rellenar, ¿no?

—Normalmente nos encargamos de los nombres y el papeleo después… juntos, como si dijéramos.

—¿Ajá?

—Verá, venimos aquí y le suministro los datos mientras…

—¿Sí?

—Tomamos un par de copas.

Pobre cretino, por la forma en que redujo la voz a un susurro ante aquella horrible revelación uno podría pensar que Ma Abbot tenía micrófonos ocultos en la habitación. Kramer probó con el cajón que tenía la llave puesta y acertó a la primera.

Se sirvió un trago largo para sí y otro, en un vaso sospechosamente fragante, para el señor Abbot. Era un brandy medicinal barato, sin duda un regalo a cambio de algún negocio. Bebieron lentamente y en silencio.

Pero sólo durante un minuto.

—Empecemos por el principio —dijo Kramer—. Farthing se encargó de recoger los fiambres.

—Los cadáveres, teniente. A la anciana en la morgue estatal —el sargento Van Rensburg estaba hasta el cuello después del descarrilamiento—, y a la muchacha en su casa.

—Continúe.

—Luego tuvo la mañana libre. Yo tenía bastante prisa, así que…

—¡Sí, sí! —interrumpió Kramer.

—Lo que pasó fue que nos marchamos hacia el crematorio antes de que llegara el doctor Strydom.

—¿Pero y los formularios?

—La señora Abbot siempre se encarga de eso.

—¿Quién los tenía?

—Farthing. Verá, eso fue. La señorita… esto… ella estaba cubierta con una sábana y el Trinity no paga una placa con el nombre. Era un Arabella ordinario. Farthing sólo vio un ataúd.

—¿Las dos mujeres eran del mismo tamaño aproximado?

—Sí.

—¿Había un sacerdote en el crematorio? ¿No dijo el nombre?

—Tuve que salir para aparcar el coche funerario, porque esperaban otro inmediatamente después.

—¿Y ese tal Farthing?

—Todavía está en las oficinas del crematorio, firmando el libro.

—¿Así que no supo hasta que llegó aquí que había cometido un error?

—No.

La ambigüedad ejerció su única virtud y Kramer no captó la sutileza. El señor Abbot terminó su vaso de un trago.

—Muy bien, de modo que no estuvo allí al principio. ¿Estuvo presente en algún momento?

—Durante toda la última parte.

—Ah. ¿Puede describir entonces a alguno de los asistentes al funeral? ¿Alguien que le llamara la atención como…?

—No había nadie.

Kramer soltó su vaso. No esperaba esto. Según la evidencia médica, tendría que haber habido al menos una persona. Un hombre abatido preguntándose qué iba a hacer a continuación.

—Le aseguro que se anunció en los periódicos locales como requiere el contrato con el Trinity —continuó Abbot apresuradamente—, pero no apareció ni un alma. Y ésa es otra razón por la que no esperaba que nada saliera mal: la gente mayor, especialmente los acogidos al Trinity, normalmente no tienen a nadie. Por eso se afilian.

Ahora llegó el momento que Kramer había estado tratando de evitar.

—¿Tiene a mano los papeles de la señorita Le Roux? —preguntó.

El señor Abbot señaló un clasificador junto al teléfono que anunciaba Archivos Trinity. Kramer empezó a hojearlo despacio.

—Comprendo lo que quiere decir —murmuró—. La mitad de estos vejestorios tienen un pie y medio en la tumba.

Por fin, llegó a la entrada que estaba buscando y encontró que no revelaba nada más que el nombre, el número de la póliza, la fecha y forma de proceder, y el código. Apuntó esto último y luego desdobló un documento adjunto a la página.

Parecía el visto bueno oficial de la Sociedad de Defunciones Trinity, y había unos pocos detalles sobre una masa pequeña de gastos.

Nombre: Le Roux, Theresa

Fecha de nacimiento: 12 diciembre, 1948

Raza: Blanca

Dirección: 223B Barnato Street, Trekkersburg

Estado civil: Soltera

Ocupación: Profesora de música

Parientes próximos: Ninguno

Instrucciones: Obrar según sea conveniente

Bien, aquello resolvía algo. ¿O no? Incluso los huérfanos tenían a menudo a alguien que los llorase. ¿Y la gente que vivía en el 223A? Y… lo más significativo de todo: ¿qué pasaba con los alumnos? La muerte de un maestro cargaba a los padres con un problema que disimularían rápidamente bajo una montaña de coronas. Naturalmente, estaba el factor tiempo; la esquela en la prensa sólo había aparecido un día… el día del funeral.

—¿No hubo flores? —preguntó Kramer.

—Ninguna —replicó el señor Abbot, deteniéndose un momento para pensar visiblemente mientras volvía a llenar su vaso.

Muy, muy extraño. Durante un único instante, Kramer sintió un respeto intenso y casi afectivo hacia la persona que había preparado este asesinato. Por una vez, un asesino había conseguido hacer un buen trabajo. La mayoría ni siquiera se preocupaba de dar a sus hechos un pensamiento constructivo. Nkosi era un buen ejemplo. Con ellos era cuestión de auto-control deplorable seguido por una acción instantánea con el arma que tuvieran más a mano. Nkosi había agarrado un cuchillo de cocina, había apuñalado a Gertrude treinta y dos veces delante de los vecinos y luego se quedó allí plantado, limpiándose en el fondillo de los pantalones las manos manchadas de sangre mientras llegaba la policía. Algunos lo intentaban un poco más. Normalmente eran blancos o negros sofisticados que habían recibido escolarización en alguna misión. En cualquier caso, Kramer estaba seguro de que era cuestión de leer. Los bienhechores, que siempre se encargaban de suministrar libros a las misiones, parecían tener siempre una cantidad ilimitada de novelas de segunda mano de Agatha Christie. Este tipo de asesinos sentía una responsabilidad social de adoptar el papel principal en un intrincado juego de habilidad… algunos lo llamaban infortunio. Tenían cuidado con las coartadas y las huellas dactilares. Tenían respuestas para todo. En el análisis final, sin embargo, se las veían contra la policía… al descubierto u observando desde un puñado de engaños. Sabían que el mismo acto de ocultar su conexión con el asesinato los había incriminado. Se veían involucrados en una batalla de inteligencias. Aunque consiguieran propiciar una situación de «persona desaparecida», nunca sabían cuándo podía saltar la liebre si un perro desenterraba un hueso detectable pero olvidado. El crimen perfecto, sin embargo, no tenía nada que ver con esto. Quien lo cometía no hacía ningún intento por disociarse de su acción… simplemente porque estaba completamente convencido de que su acción nunca sería reconocida como tal. Dejaba pistas sin preocuparse porque nadie las buscaría nunca. No pensaba en la policía, como no pensaba en el nombre de una persona desconocida en las esquelas de la Gaceta. Su curso era el de la Naturaleza. Un pedante podría insistir que siempre quedaba algún elemento de riesgo: un marido al copular con su esposa no podía estar seguro de que el resultado no sería un mongólico. Sin embargo, en ambos casos, las probabilidades eran lo que importaba. Y las probabilidades de tener un hijo mongólico serían considerablemente superiores a las de un médico que dudase de su propia opinión en la autopsia de un conocido caso cardíaco… y astronómicamente superiores que las de un enterrador profesional que cambiara los cadáveres en el calor de una pasión inenarrable. Sin embargo, la batalla había empezado.

—Bien, Georgie, he de reconocer que esta vez sí que ha sacado un conejo del sombrero —recalcó Kramer, amable por acción de la adrenalina.

—Gracias —murmuró el señor Abbot. Iba ya por su tercer vaso y se sentía muchísimo más feliz.

Las glándulas de Kramer, en realidad, empezaban a causar un desastre con sus secreciones. Era como ser golpeado por el amor; se sentía más liviano que el aire, ansioso y dispuesto para la acción. Todo lo que quería era ponerse en marcha y detener a su hombre. Qué asco. Era una condición de la que no se fiaba en absoluto. Así que decidió sentarse, charlar un rato, reflexionar un poco, y ser amable con Georgie, quien para ser un gilipollas angloparlante no era mala persona.

—Verá —dijo—, para el bastardo que lo hizo tuvo que ser cuestión de todo o nada. Puede apostar hasta su último centavo a que tenía mucho en juego. ¿Y qué es lo que elige? El arma definitiva… un puñetero radio de bici. Sólo que las cosas han salido mal y es como mear a contraviento. Cualquiera puede disparar una pistola, o apuñalar con un cuchillo, pero muy pocos pueden manejar un radio. Eso estrecha el cerco.

—Eso diría yo.

—Otra cosa: ¿qué tenía que ver una chica blanca con los trucos de los gángsteres cafres? Ahí tiene una buena pregunta.

—Sí que lo es, maravillosa.

—Tenga cuidado con lo que bebe, Georgie.

—No tema, viejo amigo. Ma se ha ido a casa a empinar el codo. Es aún peor. Sólo sigue con vida porque no quiere que yo le ponga la mano encima.

Kramer se echó a reír.

—¿Sabe lo que le digo? Cuando lo atrape, tráigame a ese hijo de perra —ofreció el señor Abbot—. Yo se lo prepararé.

Su mirada era aterradora.

—Ni hablar —replicó Kramer, levantándose—. Este es todo mío. Ni sabrá qué le ha golpeado.

El señor Abbot alzó el vaso para brindar por el sentimiento.

—Encárguese de que no se entere de lo que ha pasado hoy —advirtió Kramer en voz baja—. Esto nos da una buena ventaja, siempre y cuando lo mantengamos en secreto. ¿Comprendido?

—Absolutamente, viejo amigo.

La compañía del señor Abbot se había vuelto súbitamente tediosa. Además, Kramer ya no se sentía deseoso de marcharse. Así que se fue.