I

PARA TRATARSE de un empresario de pompas fúnebres, George Henry Abbot era un hombre triste. Dejaba que su trabajo le abrumara. Dejaba que le mantuviera en vela por las noches. Cometía errores.

Pero el negocio marchaba bien. Tener un nombre que encabezaba alfabéticamente la lista de directores de funerarias en las Páginas Amarillas ayudaba, igual que tener un número de teléfono como el 70077. Cinco dígitos… No se trataba de una gran ciudad, ni siquiera en los estándares sudafricanos, pero era a la vez lo suficientemente populosa y letal para dejar al señor Abbot y sus competidores poco tiempo de entretenerse con el periódico de la mañana.

Se levantó inmediatamente después de desayunar y abrió la puerta de la cámara frigorífica. La noche anterior Farthing, su joven ayudante, había preparado el trabajo de la mañana y le había dejado los dos de la derecha. Con un suspiro, el señor Abbot se inclinó y tiró del cajón inferior. Este se deslizó silenciosamente antes de detenerse con un ligero golpecito que hizo temblar los dedos de los pies.

Al verlos, el señor Abbot sintió un extraño y agradable cosquilleo en la boca del estómago. Los dedos de los pies le decían muchas cosas. Estos eran muy limpios y sugerían inteligencia, más que los pulgares. Y eran muy femeninos.

Usando la camilla de altura ajustable Pollock, trasladó el contenido del cajón a la plancha de autopsias. Dos diestros tirones removieron la sábana y con un tercero la dobló sobre su brazo.

Esta vez, la sensación golpeó con más fuerza el estómago del señor Abbot. La muchacha se encontraba en la flor de la vida. Y, si tal cosa existiera, también en la flor de la muerte.

La sorprendente belleza del cadáver no le molestó. Al contrario, siempre había sostenido que sus colegas eran unos hipócritas cuando declaraban que los sujetos de su trabajo no les afectaban.

Pero él tenía razón, malditos fueran los otros. Mírala. Como había dicho el poeta: lo que es bello es alegre eternamente. La figura era perfecta, y los huesos se conservarían en buen estado todavía durante muchos años. El ombligo, un hoyuelo exquisito, era especialmente hermoso.

Los ojos del señor Abbot no sintieron el frío de la tensa piel blanca. Sus dedos se regocijaron en la cascada de vello azabache. Los dedos de las manos, igual que los de los pies, tenían una forma exquisita y estaban bien cuidados. No había ni una marca o un defecto en ninguna parte.

Había dejado la cara para el final. Gracias a Dios, un rostro joven. Había tenido sus sorpresas. Una mordaza cerraba la boca y mostraba su buen humor. Sobre ella, una nariz petulante y cejas alertas y sin depilar.

Los ojos tenían que ser azules, porque los cabellos eran rubios, auténtico rubio platino.

Sí, lo eran.

Hermosísima. Pasaron los minutos.

El remordimiento lo cogió desprevenido y se encontró pensando en su esposa. La señora Priscilla Abbot, viuda del antiguo propietario, que le había permitido poner su nombre en el exterior esperando que aquello los animara a vivir felices por siempre jamás.

Así habría sido si hubiera existido un cuerpo como este para suavizar las amargas arrugas de su mente después de una llamada en la noche. Un cuerpo turgente y ansioso de vida, con muslos apretados incluso en reposo. No una forma obesa con el pelo de color zanahoria que nunca se agitaba, nunca murmuraba un solo sonido mientras él la penetraba tímidamente, y tenía unos pies tan fríos que su contacto provocaba un reflejo espinal que le despertaba asustado.

¡Georgie!; Ella llenaba el marco de la puerta.

Con tres torpes sacudidas, consiguió cubrir a la muchacha. Entonces se volvió, tosiendo.

—Esa debe ser la de la autopsia; —dijo la señora Abbot.

Tos.

—Pues entonces que el doctor Strydom haga sus preparativos de una vez por todas y ten lista a la otra para las tres. Acabo de hablar con el crematorio y dicen que tienen una tarde muy apretada. No podemos llegar tarde otra vez.

Tos.

—Es un trabajo para el Trinity… ¡Date prisa! —la señora Abbot se dio media vuelta y regresó junto al hombre que esperaba en la oficina principal.

Su esposo se apresuró con el segundo cadáver.

LAS TRES EN PUNTO y todo salía bien. Como una seda, observó Farthing.

El señor Abbot frunció el ceño, en parte porque siempre se sentía molesto cuando no había tropiezos que confirmaran el importante papel que jugaba a la hora de hacer los arreglos. Escrupulosamente, empezó a revisar el procedimiento.

Para empezar, era un funeral Arabella, todo incluido por 128 rands… ó 64 libras esterlinas si se trabajaba con una de las antiguas familias que aún llamaban «hogar» al Reino Unido y hasta tenían fotos de la Reina. La Reina Victoria, frecuentemente. Cómo divagaba su mente. Podía detenerla con un hecho familiar.

Arabella era un nombre en código utilizado para ahorrar a los parientes el dolor añadido de mencionar el dinero. Deambulaban libremente por la sala de exposiciones y elegían tras mirar las tarjetas colocadas en pequeños atriles con las brillantes indicaciones: Arabella, Doris, Daphne, Carson. La señora Abbot había elegido los nombres. El coste se anunciaba de forma discretamente pequeña, pero en rojo.

Ah, no es que hubiese habido nadie para elegir en este caso. O ninguna preferencia. El Arabella, un compromiso entre Doris (pobre municipal) y Daphne (gentilmente modesto), era el material estándar para los miembros de la Sociedad de Defunciones Trinity.

No es que esto fuera un entierro, pero tenía razón al pensarlo así. Veinte centavos adicionales en la póliza semanal aseguraban la cremación para la anciana solitaria con aquel tatuaje extraordinario que pocos hombres habrían visto. O muchos de ellos, Dios la perdonara.

El señor Abbot tiritó, descartando su siguiente pensamiento.

Simultáneamente una luz roja brilló en la consola del cubículo oculto del superintendente del crematorio. Su índice derecho, tieso como un bastón, cayó sobre el botón marcado Final de órgano. El derecho activó la cinta transportadora.

El Arabella de las tres de la tarde, Ref. N.° A44/TBS inició su pomposa salida hacia la portilla. En el último segundo un mando automático separó las cortinas de terciopelo y desapareció. Entonces la puerta del horno chasqueó débilmente. Se acabó.

—Tenía la misma edad que yo —murmuró Farthing mientras la música se detenía.

Añadió algo que el señor Abbot no llegó a entender mientras Quédate conmigo se rebobinaba a todo volumen hasta el final de la cinta.

Pero lo que dijo fue más que suficiente.

El reverendo Wilfred Cooke, curiosamente humillado por tener que dirigir una capilla vacía a excepción del Todopoderoso, bajó del altar y se secó la palma rosada antes de extenderla para recoger el cheque.

Farthing esperaba en la oficina del superintendente para entregarlo. Luego tenía que ver algunas lápidas para el Jardín de los Recuerdos. Maxwell & Flynn tendrían que venir dentro de media hora para una despedida afectuosa y le llevarían de regreso a la ciudad.

Pues el señor Abbot se había marchado súbitamente. El coche fúnebre llegó a alcanzar los ciento veinte kilómetros por hora, en Jacaranda Avenue.

DESDE LA CALLE, el local de Abbot & Marcus S.A. parecía tener poco que recomendar aparte de una anticuada discreción. Pero tras la fea fachada de ladrillo rojo con sus ventanas azules opacas y letras doradas otoñales, tras la oficina crema y marrón y la sala de exposiciones, había un depósito de cadáveres que muy pocas empresas privadas podían igualar.

Para Franklin Marcus, el primer empresario de pompas fúnebres en llegar a lo que entonces era una ciudad fronteriza, había sido la culminación de un sueño. Después de algunas discusiones iniciales con el carpintero, que lamentaba perder un lucrativo negocio lateral, se había asegurado un contrato militar en la víspera de la primera Guerra Zulú y prosperó rápidamente. Tras invertir sus beneficios, el señor Marcus consiguió dos mesas de operaciones y alicató hasta la mitad las paredes de su nuevo depósito. A continuación añadió una cámara frigorífica que —como decía frecuentemente— era lo bastante grande para albergar un ejército.

En sus primeros tiempos, el señor Abbot había continuado con la tradición de Marcus introduciendo una apropiada luz sin sombras y tres armarios de instrumentos para practicar autopsias. Aunque las hostilidades con los nativos habían cesado, el depósito de cadáveres estatal, bastante inadecuado, utilizaba frecuentemente sus instalaciones.

Aún más, el Estado consideraba también pertinente que el señor Abbot asistiera a los ritos después de la autopsia, y eso significaba una buena cifra, más la comisión. Abbot siempre se había sentido muy contento con aquel acuerdo.

Hasta que Farthing murmuró.

El señor Abbot aparcó el coche funerario junto al Pontiac del forense del distrito. Maldito fuera… ¿es que nunca llegaba tarde a ningún sitio? La mayoría de los médicos se retrasaban a menudo por llamadas de emergencia, pero no el doctor Christiaan Strydom. Sus pacientes guardaban cola en los momentos estipulados para que les suministraran sus inyecciones de rigor o esperaban, tranquilos y sin prisas, eternamente si fuera necesario.

Se dirigió al depósito, apretando los dientes con el brusco chirrido de la grava, pues aquello traicionaba la indigna velocidad de su aproximación.

Allí dentro se encontraba la muchacha que le había alegrado el día; el dulce enigma que se abría tan dulcemente y cuyos secretos nunca conocería.

Y allí dentro estaba Strydom, leyendo en ella como en un libro; la cavidad torácica abierta desde el esternón, los órganos extraídos y colocados pulcramente en fila como notas a pie de página. Hurgaba en ella tan indiferente al olor como un anticuario que investiga en ajados manuscritos en busca de algo significativo en la misma vieja historia.

Sólo que era el libro equivocado.

Abbot atravesó una de las hojas de la puerta doble con sus paneles de cristal coloreado, la cerró con cuidado a sus espaldas y se acercó a la plancha. El forense del distrito continuó cumplimentando su informe sin dirigirle más que un saludo con la cabeza. Eran viejos amigos.

El señor Abbot miró los dedos de los pies. La etiqueta, claramente, había estado allí todo el tiempo, pues el hilo adjunto estaba marcado profundamente. Aún peor, no había manchas u otros deterioros para oscurecer los detalles que Farthing, con su cursiva infantil, había anotado. El número de referencia era indudablemente A44/TBS. Su nombre no era Elizabeth Bowen, sino Theresa Le Roux.

Tosió.

Tomándolo como una interpelación, el doctor Strydom murmuró:

—Algún bastardo va a tener que pagar por esto, te lo juro.

El señor Abbot se atragantó.