La mujer del diplomático no podría haber sido escrita sin el concurso de los amigos que me han ayudado a tejer la historia de María, Fernando, Lucía y los restantes personajes que transitan por estas páginas. Han sido su memoria y experiencia, unidas a las mías, las que han dado forma al relato y sus protagonistas. Sin su ayuda generosa, sin la existencia de muchos de ellos, que aparecen en la novela bajo identidades o nombres ficticios, esta obra no habría visto la luz. En el momento de poner punto y aparte a dos años largos de trabajo, les doy las gracias de corazón.
A Chencho Arias, veterano diplomático y viejo amigo, cuya agenda resultó ser para mí tan valiosa como su dominio del método de cifrado ORNU.
A Javier Jiménez Ugarte y Mercedes, su adorable esposa, embajadores de España en Estocolmo, que me abrieron las puertas de su hogar.
A Javier Villacieros, embajador de España, magnífico conocedor de los pormenores de la crisis de los misiles y de la cancillería de nuestra legación en Suecia en la época descrita en la novela. Él vio pasar los «monumentos rubios» que yo describo.
A Federico Ayala Sorensen, responsable de Documentación y Archivo en la Casa de ABC que nos acoge a ambos y desempeña el papel de puente entre las dos orillas de esta historia, por darme acceso al impagable archivo documental que atesora este periódico centenario.
A Félix Hernando, general del benemérito Cuerpo de la Guardia Civil, curtido en mil batallas contra ETA que hoy parece más oportuno olvidar, aunque algunos nos empeñemos en mantenerlas vivas en la memoria.
A Moshé Bulkovshtein (en la ficción, Doliévich), que me mostró lo que pocos tienen la oportunidad de atisbar entre los pliegues de los servicios secretos.
A Eric Frattini, compañero y amigo, por compartir conmigo sus libros y a su gente.
A David Trías y Alberto Marcos, mis pacientes editores en Plaza y Janés, por su consejo siempre sabio, su aliento incesante y sobre todo su confianza en mí.
¡Va por ustedes!