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Madrid, lunes, 24 de octubre de 2011

Habían pasado cuarenta y ocho años, diez meses y veintisiete días desde la fecha en que fue anunciada su inminente destrucción por el fuego, pero el viejo cuaderno de música permanecía intacto, con su etiqueta identificativa firmemente pegada en el interior de la portada y sus pentagramas convertidos en renglones repletos de escritura redonda, pulcra, ligeramente inclinada hacia la izquierda.

Kennedy y Kruschev estaban muertos, al igual que María y Fernando, por más que los primeros viviesen eternamente en la Historia y los segundos, en los corazones de quienes les habían amado.

La Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas no era más que un recuerdo sombrío del pasado, de cuya existencia oían hablar en la escuela los menores de veinte años como sus padres habían aprendido la del Imperio austrohúngaro, sin la menor emoción. La que rivalizara con Estados Unidos por el título de superpotencia del siglo XX había saltado hecha pedazos. En su lugar, el mapa mostraba una multitud de países de nombres difíciles de pronunciar, que capitaneaba la gran Rusia, antaño imperial, lanzada a una batalla contra el tiempo a fin de mantener el control.

El comunismo parecía definitivamente vencido por la fuerza de la razón, encarnada en la democracia, si bien, tal como había pronosticado en Estocolmo el diplomático mexicano, permanecía férreamente enquistado en su bastión cubano. Fidel Castro, último superviviente de cuantos habían protagonizado la crisis de los misiles relatada en ese diario, se aferraba al poder pese a su avanzada edad, utilizando como espantajo y coartada ante su pueblo sometido la amenaza norteamericana. El fantasma de un deseo de agresión inexistente y la sombra de un supuesto bloqueo impuesto en aquel lejano 1962, que ni entonces ni después había sido otra cosa que un embargo comercial limitado.

La guerra ya no era fría sino sucia y traicionera, aunque llevara el apellido de «santa». Las armas atómicas permanecían a buen recaudo en sus silos, una vez frenada la escalada de esos años de locura y reducido drásticamente el número de cabezas nucleares.

Los conflictos que ensangrentaban el mundo en ese arranque del tercer milenio estaban localizados en lugares alejados del Occidente próspero, lo que no impedía que sobre este pendiera una espada de Damocles tan fiera y aterradora como la que había mantenido en vilo a buena parte del planeta durante aquella semana atroz en la que la paz pendió de un hilo: la del terrorismo islámico, empeñado en golpear sin piedad a los «infieles», asesinando a civiles inocentes sin aviso previo ni escapatoria posible. La siniestra yihad, librada desde las sombras por sicarios convencidos de ganarse de ese modo el cielo, cuya brutalidad había sembrado de muerte Nueva York, Londres, Madrid, Casablanca y un largo etcétera de ciudades mártires.

Había transcurrido casi medio siglo desde que María pusiera el punto final a su relato y decidiera darlo en pasto a las llamas.

¿Por qué no quemó el diario?

Lucía había pasado buena parte del domingo haciéndose esa pregunta y cavilando distintas respuestas, sin dar con una que resultara ser completamente satisfactoria. Claro que a esas alturas de la peculiar relación entablada tardíamente con una madre desconocida, que regresaba del pasado convertida en un personaje muy distinto al que recordaba su hija, todo debía ser contemplado bajo una luz diferente. Cualquier interpretación basada en criterios antiguos había de ser revisada y corregida desde la cruz a la raya.

La explicación más sencilla, la primera que había acudido a su cabeza nada más terminar de leer, era que María hubiese dejado el cuaderno guardado en cualquier cajón y simplemente se hubiera olvidado de él, arrastrada por la vida frenética que ella misma narraba en esas páginas. Llegado el momento de hacer una nueva mudanza, alguien del servicio se habría topado con un objeto difícil de clasificar y lo habría introducido en el baúl que tuviera más a mano, donde el diario permanecería a salvo de miradas curiosas hasta el día en que Lucía lo encontró, al cabo de un largo sueño silencioso.

Habría sido una hipótesis plausible si María no hubiera sido una persona obsesivamente ordenada y si ese cuaderno de música no hubiese contenido sus confesiones más íntimas; el testimonio en carne viva del miedo, la angustia, los celos, el amor abrasador y también el amor tierno que habían inundado su alma en un momento crucial de su existencia. Miedo, angustia, celos, fuego y ternura desgarrada que ella había preferido ocultar a las personas que más amaba, con el propósito de protegerlas.

El mero olvido, el despiste a secas no podía en modo alguno dar satisfacción al enorme signo de interrogación que Lucía había visto dibujarse ante sus ojos esa tarde nostálgica de domingo, al contemplar fijamente el objeto que tenía en las manos como si quisiera traspasarlo con la mirada y así penetrar su misterio.

¿Por qué no lo quemó?

La pregunta no había dejado de taladrarle la mente.

María había sido una mujer pudorosa hasta límites que hacían reír a su amiga Paola y provocaban agrias discusiones con sus hijas adolescentes cada vez que iban de compras. Ni en lo físico ni mucho menos en lo espiritual había mostrado nunca más de lo estrictamente indispensable con arreglo a sus cánones de elegancia sobria y discreción. No había lucido jamás un escote exagerado como tampoco se le habría ocurrido exhibir sus emociones íntimas. Lo previsible, por tanto, habría sido que cumpliera su palabra y destruyera la prueba de cargo que le atribuía, sin margen para la duda, un corazón mucho mayor y más vulnerable de lo que ella misma habría reconocido en caso de ser preguntada. Ese diario la retrataba en su faceta más humana, la más alejada de la frivolidad que envolvía su día a día, la que ella se resistía con uñas y dientes a enseñar.

¿Por qué lo salvó del fuego entonces?

A medida que Lucía se devanaba los sesos revolviéndose en su butaca, en busca de una buena razón susceptible de convencerla, había ido abriéndose paso una hipótesis audaz aunque no descabellada. ¿Y si María había buscado, consciente o inconscientemente, que Fernando hallara su diario y lo leyera?

Esas páginas, trazadas con lágrimas de sangre, constituían una declaración de amor en toda regla, plasmado en hechos tangibles. De amor generoso hasta la abnegación, dispuesto a perdonar lo imperdonable, determinado a perseverar en el empeño de hacer feliz al ser amado, a pesar de todos los pesares.

¿Querría ella confesárselo a Fernando sin palabras?

Lucía había conocido lo suficiente a su madre como para saber que difícilmente se habría atrevido a decir a su marido a la cara las cosas tan hermosas que habían quedado recogidas en esos pentagramas, convertidos en custodios de una caligrafía tan recta como la conciencia de quien la trazaba. Tampoco a sus hijos. Un extraño sentido del recato le impedía expresarse de otro modo que mediante gestos en ese terreno pantanoso que eran para ella los sentimientos. ¿Y si en el último momento, justo antes de encender la chimenea, se le había ocurrido dejar el cuaderno al alcance de su esposo, como el náufrago que arroja al mar su mensaje en una botella?

La madre que ella recordaba, la que contaba anécdotas de familia y tejía chaquetas de punto, era demasiado transparente y previsible para recurrir a ese tipo de ardid. La mujer que se desnudaba en el diario, en cambio, sí parecía capaz de emplear una estratagema semejante. Con tal de reconquistar al hombre que amaba tanto como a su propia vida, habría hecho eso y más, demostrando así al padre de sus hijos la pasión que habitaba en ella.

Lástima que él hubiese permanecido ciego a lo que tenía ante los ojos.

Lucía había dedicado un buen rato esa tarde a maldecir al destino por mostrarse tan cruel con su madre primero y con su padre después. Tratando de imaginar el dolor, la decepción, la humillación que se habrían ido abriendo paso en el corazón de María al ver que transcurrían los días y Fernando no se daba por enterado de su declaración de amor. La resignación con la que habría terminado por recoger el diario de dondequiera que estuviese, bien a la vista de su marido, y enterrarlo en un sepulcro oscuro, a fin de olvidar su existencia y las razones que lo habían alumbrado.

En aquel momento, cuando María había lanzado ese grito silencioso, Fernando debía de estar distraído, absorto en sus asuntos, deslumbrado por su propio resplandor, hasta el punto de ignorar algo tan llamativo como un cuaderno de música dejado sobre una mesa de bridge. Después, llegado el tiempo en el que él habría dado todo lo que poseía e incluso su propia alma con tal de saberse perdonado, el diario yacía, dormido, en el fondo de un baúl azul, bajo capas de glamour demodé impregnado de olor a naftalina.

¿Por qué no quemó María su relato?

Lucía había acabado por rendirse a la evidencia de que jamás obtendría una respuesta definitiva a esa pregunta. Lo más que podría alcanzar sería una aproximación a las motivaciones que habían movido a su madre a actuar como lo hizo, tomando como punto de partida de su reflexión la convicción, compartida por ambas, de que las cosas siempre suceden por una razón. Y algo en su interior le susurraba que la conclusión a la que había llegado no se alejaba demasiado de la realidad.

Fuera cual fuese la causa de que ese viejo cuaderno hubiese atravesado el tiempo, intacto, hasta llegar a sus manos, la consecuencia era que Lucía había recuperado en él la voz de la mujer cuya ausencia había estado atormentándola desde esa noche espantosa de 1988 en que el terror se la había arrebatado. Tal vez no fuese ella la destinataria original de las palabras contenidas en él. Seguramente hubieran sido escritas con el propósito de que otra persona las leyera. Lo cierto era, empero, que el diario había caído finalmente en su poder, y eso encerraba también alguna clase de significado.

El destino le devolvía de ese modo una parte de lo que le había quitado. Una parte pequeña, infinitamente menor de la arrancada, aunque suficiente para demostrar algo que Lucía se empeñaba en creer, apelando a la voluntad y también a la razón práctica: que la vida nunca pierde su capacidad para sorprendernos. Un motivo de peso como para no arrojar la toalla ante ella.

No era una conclusión demasiado trascendente. Tampoco desentrañaba por completo el enigma al que se había enfrentado la editora desde que, a media tarde del día anterior, había terminado de leer el diario y conocido que la intención inicial de su madre había sido destruirlo. Pero era algo. Al menos tenía la intuición de que su hallazgo no había sido fortuito y la certeza de que una fuerza muy superior a la mera casualidad había guiado sus pasos.

De un modo imposible de explicar, tenía la extraña sensación de que todo lo ocurrido desde el instante en que María había puesto el punto final a su narración y aquel en que ella había descubierto el cuaderno en un rincón del trastero poseía un sentido definido y estaba regido por un hilo conductor. Sabía que el instinto no la engañaba, sino antes al contrario la conducía en la dirección correcta.

La noche del domingo al lunes se hizo eterna en ausencia de sueño. Llevaba muchas horas dando vueltas a la idea que había empezado a tomar forma en su mente un par de días atrás, y lo que en un primer momento no pasaba de ser un pensamiento difuso fue adquiriendo perfiles concretos, hasta aproximarse a la definición de proyecto, en toda la complejidad del término.

Saber con exactitud lo que tenía que hacer proporcionó a Lucía una profunda sensación de alivio.

Ese domingo, ciertamente atípico, estuvo marcado también por la partida de Laura hacia el futuro que la aguardaba en Panamá: trabajo, oportunidades, reconocimiento, un sueldo digno… Alicientes indispensables para cualquier persona decidida a abrirse camino, que su propio país le negaba.

A primera hora de la mañana Lucía la había acercado en coche al aeropuerto, con tiempo para tomar un café antes de pasar el control de pasaportes.

—¿Lo llevas todo? —A la madre le costaba no ver a su niña pequeña en la mujer hecha y derecha que estaba a punto de embarcar.

—Lo llevo todo, mamá. ¿Cuándo dejarás de preocuparte por mí?

—Nunca, supongo.

—Ahora soy yo la que está preocupada por ti. —La expresión de Laura reflejaba esa inquietud con una intensidad conmovedora.

—Pues no deberías, porque voy a estar fenomenal. Parece mentira que todavía no me conozcas.

—¿De verdad vas a estar bien? —Laura había invertido los papeles y adoptado el papel de madre protectora con sentimiento de culpa. Un papel que Lucía había llegado a bordar a fuerza de interpretarlo en el pasado y que, precisamente por eso, deseaba ahorrar a su hija a toda costa.

—¡Mucho mejor de lo que piensas!

Habría hablado a Laura de Julián y de la posibilidad de ir a visitarle, si hubiese estado segura de que esa era su intención. Pero no lo estaba. Y tampoco era él la causa de que ella fuese a estar bien. La luz que alumbraba su espíritu, sin más interrupción que algún chubasco esporádico, procedía de su interior, de la sensación de estar en paz consigo misma. La había descubierto al escrutar sus sentimientos después de romper con Santiago y no hallar rastro alguno de inseguridad o reproche hacia sí misma. Había crecido en intensidad a medida que se reconciliaba con el fantasma de su madre y lo colocaba en la alacena de los dulces, como decía el doctor Cabezas, sacándolo para siempre del cajón de los cuchillos. Parecía suficiente para llevarla a hacer lo que se disponía a llevar a cabo, dando la espalda a su refugio habitual.

—Te llamaré en cuanto llegue —prometió Laura, relajando el gesto de inquietud que desdibujaba hasta entonces su sonrisa.

—Y yo te iré contando cosas.

—En esto de trasladarse no de vacaciones sino con la casa a cuestas tienes más experiencia tú que yo…

—Pues sí, no cabe duda. ¿Y sabes qué te digo? Que vas a aprender y a disfrutar mucho. Ya era hora de que salieras del cascarón. ¡Vas a crecer!

—¿Qué aprendiste tú?

Había auténtica curiosidad en la pregunta. Un deseo de conocer que iba mucho más allá de lo que pudiera parecer en una interpretación superficial. Laura no daba puntada sin hilo; aquella era una manera muy suya de averiguar, como quien no quiere la cosa, qué era lo que debía buscar, en caso de que esa sabiduría de la que hablaba su madre no fuera a su encuentro de manera espontánea.

¿Qué había aprendido Lucía? La cuestión se las traía. Por eso dio un sorbo largo al café antes de responder, proporcionándose así tiempo para pensar. Habría podido impartir a su hija una clase magistral sobre la materia, hablando de idiomas, adaptación a distintos ambientes, don de gentes y un largo etcétera de herramientas sociales incluidas en el bagaje acumulado a lo largo de su vida itinerante. En más de una ocasión había mantenido sesudas conversaciones con gentes diversas en torno a esa misma cuestión, pintando el elenco de colores claros o bien ensombreciéndolo según su estado de ánimo. Lo cierto era que la lección aprendida podía resumirse en una frase.

—A sobrevivir en todos los mares.

—Te conformas con poco —le espetó Laura, decepcionada por la respuesta.

—¡¿Te parece poco?!

Mientras lo decía, se levantó y fue a abrazar a su hija, que parecía empezar a nublarse al mirar el reloj y comprobar que era hora de dirigirse a la puerta de embarque. Lucía había de ser fuerte por las dos, de modo que rebuscó en su interior hasta encontrar una sonrisa, antes de añadir:

—No es fácil romper amarras, eso es verdad; siempre hay afectos que se quedan atrás y costumbres de las que es preciso despedirse. Pero sin que te des cuenta la maleta va llenándose de nombres, rostros, amigos y lugares con los que habías soñado. Ya lo descubrirás por ti misma. ¡Me das mucha envidia!

—¿Cuándo vendrás a verme?

—Antes de lo que imaginas.

Las lágrimas, inevitables, esperaron a que ella se perdiera entre la multitud, después de lanzar un último beso con las dos manos desde el otro lado de la cinta de seguridad. Era una pena dulce, de la que resbala por las mejillas sin arañar. Un llanto compatible con la felicidad, reflejo de emociones coloridas, como el arco iris que surge de la mezcla entre lluvia y sol.

De regreso a la ciudad, al volante del Seat León que parecía renquear más que a la ida, Lucía se puso a pensar, sin proponérselo, en lo que escribía su madre en su cuaderno sobre esa sensación perversa y al mismo tiempo inevitable, ese recelo tan irracional como tangible contra el que ella misma estaba librando una dura batalla en ese preciso instante. El miedo.

Decía María algo así como que el miedo, su feroz adversario en el combate, nos achica y paraliza; nos impide avanzar a la vez que saca lo peor de nosotros. Era verdad. De ahí la necesidad de plantarle cara y no darle cuartel.

En su diario María relataba un hecho del que su hija podía dar fe: el empeño que tanto ella como su marido, sobre todo este último, habían puesto en conseguir que sus hijos fueran valientes y se enfrentaran a la vida libres de cualquier temor susceptible de amargársela. Era un objetivo que estos habían alcanzado plenamente, al menos en lo que a Lucía se refería, hasta el día en que Laura vino al mundo. Desde entonces en adelante, el terror de que a su hija pudiera sucederle algo malo se había convertido en una pesadilla, hasta el extremo de hacerle ver bajo un prisma completamente distinto, y amenazador, acciones tan habituales como subirse a un avión o ponerse en carretera.

De madre a madre no le había costado lo más mínimo entender lo que quería expresar la suya al confesar que habría hecho cualquier cosa por proteger a sus hijas del peligro, incluso a costa de cortarles las alas. Esa era una tentación compartida, que las dos, en todo caso, habían logrado vencer en mayor o menor medida.

Lucía sólo se había descubierto vulnerable al tomar conciencia de la enorme responsabilidad que significaba la irrupción de Laura en su existencia. Esa niña no había traído bajo el brazo un pan, sino un manual de prudencia, cualidad que brillaba por su ausencia hasta entonces en el ir y venir de su madre. Claro que el miedo, el verdadero pavor, había llegado más tarde, al mirar cara a cara a la muerte y captar el significado último de la palabra «adiós», dirigida a la sangre que le dio la vida.

Poco después del duelo por María la parca había vuelto a rondar por su hogar, en forma de enfermedad, trayendo consigo su escolta de horror y sufrimiento. Acaso por efecto de la pena percibida en su entorno, interiorizada y somatizada, o tal vez por puro azar, Laura había padecido unas fiebres de origen desconocido, que la habían sumido en un estado de extrema debilidad. La gravedad de su dolencia había requerido su ingreso en la UVI pediátrica del hospital Ramón y Cajal, donde un equipo de sanitarios, a los que la familia de la niña jamás podría agradecer suficientemente sus desvelos, se había dejado la piel a fin de sacarla adelante y lo había conseguido al cabo de un par de semanas. Antes, no obstante, Lucía había vuelto a notar el filo helado de la guadaña en el cuello, a sentir el dolor lacerante que llena el pecho hasta privar de aire los pulmones, a preguntarse, inútilmente, por qué Laura y no ella.

María había criado hijos valientes, no cabía duda. Dondequiera que estuviera, podría enorgullecerse de ese logro. Si Lucía había sido capaz de mantenerse en pie también en aquella ocasión, sobreponiéndose al miedo que paraliza y saca lo peor de nosotros, era gracias al valor que corría por sus venas. Y al amor. Ese amor tejido puntada a puntada que nos alienta a mirar al frente manteniendo la cabeza alta.

¡Cuánto había llovido desde entonces!

La niña de antaño, convertida en mujer, volaba hacia su futuro sin otra carga que sus sueños y dos maletas de gran tamaño repletas de ropa y zapatos. Ni el miedo ni tampoco el dolor formaban parte de su equipaje. Aún tardaría en llegar el tiempo de la prudencia. La vida, convertida en rueda, terminaba de cerrar un círculo a fin de seguir avanzando.

Era casi mediodía.

Al llegar a su piso, Lucía puso a hervir agua con la intención de hacerse unos espaguetis, algo rápido al alcance de sus escasos recursos culinarios. Luego fue en busca de la agenda en la que anotaba las tareas pendientes. Su memoria era excelente en lo concerniente al pasado lejano, pero se quedaba en nada cuando se trataba del futuro inmediato. De ahí que apuntara: «Buscar compañía de transportes y almacenaje. Quedar cuanto antes para ir a recoger contenido trastero Ferraz. Bultos a guardamuebles de la empresa. Baúl azul a casa. (Ya le haré hueco en algún sitio.)».

Antes de sentarse a almorzar, marcó el número de teléfono móvil que le había proporcionado Antonio Hernández al despedirse de ella, aprovechando el hecho de que él, impaciente por conocer el veredicto de la editora, había insistido en que le llamara cualquier día de la semana, a cualquier hora. Quería citarle en su despacho al día siguiente, sin más tardanza, a fin de explicarle las razones que impedían a Universal atender su petición.

En condiciones normales recurría al correo electrónico para desestimar la propuesta de un autor, utilizando un modelo de carta tipo, fríamente cortés y distante. En ese caso, con carácter excepcional, se sentía en la obligación de hablar personalmente con el coronel, exponerle sin tapujos los motivos por los que la editorial no editaría su libro y, en la medida en que Paca hubiera cumplido su promesa de mover algunos contactos, brindarle un par de alternativas. Si alguien se merecía más consideración por su parte que la meramente exigible en términos profesionales, ese alguien era él: un hombre de honor, ansioso por contar su historia, a quien sabía que iba a dar un disgusto.

«De alguna manera lo haremos, Antonio —se dijo a sí misma—. Te lo prometo».

Elena, la vieja amiga que le había recomendado al doctor Raúl Cabezas y escuchado las cuitas de Lucía en los peores momentos, era comercial en la editorial. Una de las mejores, no sólo de Universal sino de todo el ramo, probablemente porque le entusiasmaba su trabajo. En varias ocasiones sus jefes le habían propuesto ascender a la comodidad de un despacho, en vano. A ella le gustaba patear la calle, encontrarse con los libreros, escucharles, planear con ellos las ferias del libro y las firmas de autores. Lo suyo era la brega diaria con la realidad del mercado.

Vivía en guerra permanente con el tabaco, del que algunos meses atrás parecía haberse separado definitivamente, y con las comisiones cobradas por sus ventas, a las que se refería explicando que ella trabajaba «a la pieza» y que cada vez era más difícil lograr cerrar un pedido que mereciera la pena.

Lucía la había querido desde el primer café que se había tomado con ella al poco de entrar a trabajar en la empresa. La consideraba una amiga leal además de fiable. Una de esas a las que puedes llamar a cualquier hora y para lo que sea, sabiendo que responderá, aunque pasen meses enteros sin cruzar más de dos whatsapps.

Esa tarde de domingo las dos amigas estaban sentadas en la barra de un bar desierto, atacando un gin-tonic. Lucía le había enviado un mensaje proponiéndole invitarla a una copa a cambio de pedirle consejo y Elena había escogido el sitio, demostrando con la elección que su especialidad distaba de ser la vida de crápula, al menos en los últimos tiempos.

Como si hubiera leído el pensamiento a su compañera, empezó la conversación justificándose:

—Esto estaba más animado cuando se podía fumar.

El local parecía, en efecto, no haber sido renovado desde su inauguración, ni en el mobiliario ni en la decoración ni tampoco en el servicio: un camarero vestido con pantalones y camisa negros, entrado en años y carnes, que languidecía junto a la caja registradora después de haberles preparado las bebidas, incluyendo una ración de ginebra más generosa de lo habitual, acaso como premio por ser ellas sus únicas clientas.

Las paredes lucían un recubrimiento de madera, espejo de glorias pasadas. La barra, barnizada para resistir cualquier roce, estaba bordeada por un ribete de cuero verde capitoné, a juego con el remate de la barandilla primorosamente torneada que delimitaba la zona de las mesas, desierta. Una moqueta oscurecida por las manchas cubría el suelo, salpicado aquí y allá de palomitas caídas. De no haber sido su vieja colega la que la había llevado a ese lugar, Lucía habría sospechado que el tipo de citas que se concertaban allí no eran precisamente de negocios… o sí, según se mirara. El ambiente, más que retro, olía a rancio. Claro que ellas no habían ido en busca de diversión sino de calma para poder hablar, y de aquello el bar estaba sobrado.

Lo único que rompía el silencio era una música suave, como de gramola de los años setenta, muy en sintonía con el entorno. Nada susceptible de tapar la voz de Elena, por más que la tuviera rota de tanto fumar.

Hasta entonces la charla había discurrido por cauces intrascendentes, en espera de que Lucía se decidiera a plantear la cuestión que le quemaba en los labios. De hecho, era la comercial quien estaba quejándose amargamente de la situación económica, entre trago y trago de un combinado tan cargado que rascaba en la garganta como lija.

—Pretenden que bajemos los precios. ¿Te lo puedes creer? Ahora resulta que veintidós euros por un libro es mucho dinero. ¡Mucho dinero! Y de ahí tenemos que vivir autores, editores, imprenta, red comercial, libreros… ¿Cuánto has pagado por las copas?

—He dado un billete de veinte y no me ha traído vueltas.

—Pues ahí lo tienes. Y un libro, en cambio, les parece caro. No me digas que tiene un pase…

Lucía se había quedado de pronto muda, haciendo el gesto característico de quien agudiza el oído con una leve inclinación de cabeza hacia el mismo lado que señala el dedo índice. Elena captó el mensaje y calló también, aunque apenas comprendiera alguna palabra suelta de la canción que sonaba en ese instante ni se explicara por qué merecía semejante atención por parte de su colega.

Con te dovrò combattere

non ti si può pigliare come sei.

I tuoi difetti son talmente tanti

che nemmeno tu li sai.

Sei peggio di un bambino capriccioso,

la vuoi sempre vinta tu.

Sei l’uomo più egoista e prepotente

che abbia conosciuto mai.

[3]

A guisa de explicación, Lucía dijo escuetamente:

—Esta era la canción favorita de mi madre.

Ma c’è di buono che al momento giusto

tu sai diventare un altro.

In un attimo tu sei grande, grande, grande,

e le mie pene non me le ricordo più.

[4]

—¿Quién la canta? —inquirió Elena, no tanto por verdadero interés como para romper la tensión creada, que le resultaba incómoda.

—Mina. ¿La recuerdas?

—Ni me suena.

—Una italiana pura pasión y fuerza. Mi madre tenía varios de sus discos y los escuchaba a menudo.

La expresión escéptica de la vendedora denotaba claramente que sus gustos musicales no coincidían en lo más mínimo con los de María. Ella juzgaba el sonido, los acordes. ¿Cómo habría podido entender el significado de esa partitura, si le faltaban las claves? Lucía, en cambio, empezaba a atisbar por qué, cada vez que sonaba esa melodía, su madre se ponía a canturrearla en el italiano macarrónico aprendido de Paola, cuya amistad había cultivado con cartas y llamadas esporádicas de teléfono hasta el último día de su vida.

Paola tampoco era fruto de la casualidad. El cariño con el que se hablaba de ella en el diario era idéntico al que mostraba María al relatar a sus hijos viejas anécdotas compartidas con esa mujer singular. Paola era el reverso de la moneda, la botella medio llena, la tentación asumida y gozada. Esa italiana menuda, enemiga de vergüenzas, era la demostración viviente de que bajo la coraza de moralidad que Lucía siempre había visto en su madre habitaba un alma alegre y en el fondo aventurera. De ella debía de haber aprendido María bastante más que los rudimentos de una preciosa lengua.

En la penumbra del pub, Lucía enfocaba toda su atención en traducir cada palabra de la letra que desgranaba Mina con voz ardiente, sorprendiéndose al constatar hasta qué punto cobraban un nuevo sentido esos versos a la luz de los sentimientos que el diario había puesto al desnudo.

Io vedo tutte quante le mie amiche

son tranquille più di me.

Non devono discutere ogni cosa

come tu fai fare a me.

Ricevono regali e rose rosse

per il loro compleanno.

Dicon sempre di sì

non hanno mai problemi e son convinte

che la vita è tutta lì.

[5]

—Ahora que lo pienso, me parece haber oído este tema cantado en inglés por Pavarotti y Céline Dion. —Elena había quebrado la magia, ajena a las emociones de su amiga.

—Sí —contestó esta de mal grado, pugnando por seguir escuchando—. Una versión mediocre del original, que alcanzó mayor fama por el nombre de los cantantes. Lo mejor viene ahora, ya verás.

Invece no, invece no

la vita è quella che tu dai a me,

in guerra tutti i giorni sono viva,

sono come piace a té.

Ti odio e poi ti amo

poi ti amo, poi ti odio

e poi ti amo.

Non lasciarmi mai più.

Sei grande, grande, grande,

come te sei grande solamente tu.

[6]

Las últimas notas de la canción se perdieron en un punteo de guitarra eléctrica, mientras Lucía sonreía de manera inconsciente al comprobar cómo la última pieza del puzle encajaba a la perfección. ¿Cuántas veces, siendo ya mayor, había visto a su madre poner ese LP en el tocadiscos y llevar directamente la aguja hasta el corte correspondiente a Grande, Grande, Grande?

A Lucía la canción le recordaba a su padre, que aparecía retratado en una parte de la letra con precisión fotográfica. Ahora estaba en condiciones de ponerse en la piel de su madre y captar en toda su profundidad el significado de un estribillo que María repetía con tanta vehemencia como Mina, y seguramente más corazón: «Te odio, luego te amo luego te amo, luego te odio, luego te amo, no vuelvas a dejarme nunca más, eres grande, grande, grande, no hay nadie que te iguale en grandeza».

Elena debió de sentirse en la obligación de reiniciar la conversación restando solemnidad al momento, porque rompió el hielo con un comentario que Lucía ya le había oído en alguna otra ocasión y solía ser objeto de la misma polémica.

—¡Quién viviera como nuestras madres!

—¿Tú crees?

—No tengo la menor duda. Al menos la mía nunca conoció el estrés que me acompaña a mí de la mañana a la noche. Tampoco madrugó lo que yo madrugo.

—Yo no estoy muy segura de que fueran más felices que nosotras.

—No sé si serían más felices, pero desde luego vivían más tranquilas.

Lucía sabía que aquello no era cierto. Lo había descubierto hacía poco en las páginas de un viejo cuaderno de música.

Durante años había estado convencida de que su generación había sido infinitamente más afortunada que la anterior, al gozar de una libertad y una independencia que ella consideraba irrenunciables. En los últimos tiempos, sin embargo, la certeza había dejado paso a la duda, en esa como en tantas otras cuestiones. La arrogancia, al igual que la juventud, es una enfermedad que se cura por sí sola. Últimamente su pensamiento abrigaba muchos más interrogantes que dogmas.

En todo caso aquella tarde no era la más adecuada para perderse en vericuetos filosóficos. Parecía mejor idea aprovechar la percha que le tendía Elena y abordar el asunto que la había llevado hasta allí, en busca de consejo.

—Nuestras madres se marcaron probablemente metas más fáciles de alcanzar. Nosotras hemos querido volar más alto, decidir nuestro propio destino, lo que implica incertidumbre y esfuerzo. A ti y a mí no nos basta con «un buen pasar», me parece; aspiramos a lo mejor. Y a mayor ambición, mayores decepciones…

—Lo cual nos lleva a… —zanjó la comercial, haciendo gala de su espíritu resolutivo.

—Julián, el músico del que te he hablado.

—¿Qué pasa con él?

—Esas mañas de trovador tienen que esconder algo.

—¿Un corazón de caballero tal vez?

—No, es demasiado perfecto, como si hubiera estudiado al detalle lo que hay que decir a una mujer para conquistarla, y siguiera el guión a rajatabla. Me temo que ese hombre es el prototipo del perfecto seductor. Un espécimen peligroso en cuyo camino he tenido la desgracia de cruzarme.

—La gente no siempre es lo que parece, ¿sabes?

Elena era una ciclotímica de libro, capaz de hundirse en un pozo de amargura o levantar el ánimo más tenebroso, empezando por el suyo, sin solución de continuidad. Ese domingo la suerte había querido que mostrase su cara optimista, por más que Lucía la interpretara al revés.

—¿Me lo preguntas en serio? ¡Lo sé de sobra! Ya se me han convertido dos príncipes en rana. ¿Por qué te crees que me pongo en guardia?

—Pues a lo mejor esta vez la rana se vuelve príncipe, mira tú por dónde. Y si no, que te quiten lo bailao. Hasta donde llegue la historia, llegó.

—Lo pagaré.

—¿Hay algo gratis en esta vida?

—Sigo pensando que oculta algo, lo que no termino de atisbar es de qué se trata y por qué yo. No le encuentro sentido.

—Puede ser que le gustes.

—Puede ser, pero eso no explicaría tanto empeño, tanto despliegue de medios. Es peligroso, ¿sabes?

—Puede que en el fondo sea un tímido y trate de tapar su inseguridad de ese modo, puede que sea un psicópata descuartizador de mujeres, tipo Jack el Destripador, y esté tratando de atraerte a su trampa, o puede que realmente sea el hombre ideal. ¿Por qué no le das una oportunidad?

Lucía hizo caso omiso del símil, sin descartar que fuese acertado, al menos como metáfora.

—Porque no quiero volver a enamorarme ahora que he encontrado algo muy parecido a la paz.

—¿De qué paz me estás hablando? —El tono era de reproche firme aunque carente de acritud—. ¿De la que consiste en encerrarte en tu sótano de nostalgia para no tener que enfrentarte al futuro? Ahí no vas a encontrar nunca luz. Todos los sótanos son oscuros.

—Y abrigados.

—Pero vamos a ver… —La copa de balón que Elena tenía en las manos ya sólo contenía hielo y limón. El resto se había ido trasvasando poco a poco a la boca, hasta soltar los últimos nudos que retenían su lengua—. ¿Me quieres decir qué arriesgas? Yo tengo un marido viendo el fútbol en casa al que en muchas ocasiones no puedo soportar, pero que me hace compañía y con el que comparto la vida. Supongo que le quiero, para bien y para mal. ¿Qué tienes tú? ¿Quién te frena?

Lucía acusó el golpe. Habría sacado las garras si hubiese percibido mala intención en las palabras de su amiga, aunque, conociéndola, sabía que únicamente trataba de empujarla a ignorar sus recelos y atreverse a vivir hasta el final esa aventura, por temeraria que le pareciera. Antes de darse por vencida, no obstante, intentó una última maniobra defensiva, más dirigida a convencerse a sí misma que a rebatir esas palabras.

—Me arriesgo a estrellarme otra vez. Me frenan la cordura y el deber, a partes iguales. Son dos contra uno.

—¿Quién es el uno?

—El deseo.

—Yo que tú lo escucharía. Total, el deber no conduce a nada más que a pagar los platos rotos de otros y la cordura, todos acabamos perdiéndola pronto o tarde, más o menos coincidiendo con el control de los esfínteres.

—¡Estás borracha! —dijo Lucía riendo.

—¿Tú crees? Si es así, ya sabes que los borrachos y los niños siempre dicen la verdad.

—¿Qué verdad es esa?

—Que puestos a morir, mejor hacerlo estrellada que convertida en estatua de sal. Es más rápido.

Querido Julián:

¿O debería decir Mario? Ni el propio Benedetti recitaría su poema mejor que tú.

«No hasta dos ni hasta diez sino contar conmigo».

Me gustaría tanto creerte… Eres un grandísimo intérprete, de eso no hay duda.

¡Cuánto habría gozado contigo contemplando el sol de primavera que describías en tu carta! Acabo de enterarme por casualidad, fíjate qué sorpresa, de que fui concebida en la ciudad de Cuzco, a la sombra de esos picos nevados que peinan el amanecer. A juzgar por la pasión que debieron de poner mis padres en el envite para producir a alguien como yo (esto es broma, es que he tenido ocasión de leer el relato de esa noche y conocer el modo ardiente en que fui encargada a la cigüeña), se ve que los volcanes de esas montañas provocan terremotos no solamente en la tierra, sino también en las gentes. ¡Todo un prodigio!

Ya sé que Chile y Perú distan mucho de ser lo que se dice naciones hermanas, pero supongo que las diferencias políticas no llegarán hasta la cordillera. Sea como fuere, he decidido ir a contemplarla con mis propios ojos.

Siempre he querido ver de cerca una ballena, caminar por un glaciar y lucir en la oreja el pendiente reservado a los valientes que se atreven a desafiar las aguas del cabo de Hornos. Esto último no es cierto, pero podría serlo. La verdad es que aparte de los Andes, incluso antes que los Andes, lo que más curiosidad me inspira de cuantas maravillas describías en tu correo es esa composición coral para bocas y piel que lleva mi nombre. Dices que está destinada a ser interpretada a dos voces y, dado que por mis venas corre sangre vasca y asturiana, el reto me ha calado hondo. Ya habrás oído decir que lo nuestro es cantar, especialmente si se trata de sinfonías corales.

¡No se te ocurra ensayar sin mí! Y no apagues el teléfono, por si acaso.

«Es una lástima que no estés conmigo cuando miro el reloj y son las cuatro…».

Ahora son más de las diez y aún te extraño,

Una española de México

Aquel lunes por la mañana Lucía se adelantó al reloj. Quería estar segura de llegar al despacho antes que su cita, por lo que a eso de las ocho y cuarto estaba entrando por la puerta, consciente de que el día no sería semejante a cualquier otro.

Antonio Hernández llegó a las nueve en punto, se despojó del gabán, saludó a su anfitriona con un enérgico apretón de manos y tomó asiento en la misma butaca que la vez anterior. Pese a sus esfuerzos por disimular la ansiedad, sus ojos inquietos anhelaban una respuesta que Lucía no intentó aplazar.

—Antonio, no sabe cuánto lo siento…

Él no quiso oír más. Debía de haber recibido más de una negativa anteriormente, porque su actitud denotaba una total falta de interés por las excusas que, a buen seguro, acompañarían a esa disculpa hueca. Sin decir palabra, se levantó, haciendo gala de una sorprendente agilidad, y regresó sobre sus pasos, en dirección al pasillo.

—¡Coronel! —lo llamó la editora.

—Estoy retirado —replicó Hernández, sin dirigirle una mirada.

—Eso no le priva del rango, ¿verdad? A juzgar por lo poco que sé de usted, se lo ha ganado.

El guardia civil se detuvo en seco. Así como el «no sabe cuánto lo siento» le había sonado a muletilla propia de quien quiere quitarse a alguien de encima, ese comentario referido a su trayectoria parecía sincero. Dedicar unos minutos de atención a la persona que lo formulaba no podría hacerle daño.

—Está claro que no van a publicar mi libro —dijo, todavía en pie, pugnando por ocultar hasta qué punto estaba herido su orgullo—. No necesita decir más.

—Quiero que sepa que lo hemos intentado. —Lucía se había levantado y le invitaba mediante gestos a que tomara asiento de nuevo en la butaca—. Tanto Francisca Tejedor, mi jefa, como yo misma hemos hecho todo lo que estaba en nuestras manos, sin éxito.

—Con eso quedan ambas liberadas del compromiso.

—No ha sido por compromiso. El proyecto merecía la pena. Estoy convencida de que la editorial se equivoca y así se lo he hecho saber a mis superiores.

—¿Por qué se toma tantas molestias en justificarse? —En las otras puertas a las que había llamado nadie había envuelto el «no» con tanto papel de seda.

—Ni son justificaciones ni es molestia. Le estoy diciendo la verdad porque me importa.

—Si usted lo dice…

—Lo digo —le lanzó una mirada desafiante— y usted sabe que no miento.

Efectivamente, Antonio Hernández estaba acostumbrado a medir el grado de sinceridad de las personas con un margen de error minúsculo. Había realizado tantos interrogatorios a lo largo de su carrera que era capaz de detectar un embuste únicamente afinando el oído a fin de captar una leve inflexión en la voz, o bien observando un temblor en los párpados, una dilatación casi imperceptible de la pupila… La mujer con la que estaba hablando no presentaba ninguno de esos síntomas. Al menos no en esa ocasión.

Durante la primera conversación mantenida con ella sí se había quedado con la impresión de que le ocultaba algo, aunque se había guardado mucho de preguntar. Fuera lo que fuese, no era asunto suyo. Además, sabía de sobra que no se obtiene una confesión presionando, sino a base de paciencia y de haber delimitado claramente el campo de lo que se está buscando. En el caso de esa editora, ningún secreto que pudiera ocultar le incumbía a él en modo alguno. Por eso se limitó a constatar, lacónico:

—La verdad no le importa a nadie. No interesa. No conviene.

—Comprendo que piense así. —El tono era más conciliador—. Yo misma dije algo muy parecido cuando me comunicaron la decisión que acabo de transmitirle. No obstante, interese o no, acabará saliendo a la luz de un modo u otro, eso es seguro.

—Yo tengo mis dudas. La mayoría de la gente vive perfectamente cómoda instalada en sus prejuicios o su ignorancia. No quiere que se le incordie agitándole una conciencia que prefiere sestear a gusto.

—La mayoría de la gente no escribe con su sangre la historia común. Ese privilegio está reservado a los héroes.

—Cómo se nota que se dedica usted a los libros —bromeó el coronel—. ¡Me está liando con halagos!

Lucía no estaba dispuesta a recurrir a su propia experiencia como argumento en apoyo de su tesis. La muerte de su madre en el atentado terrorista de Lockerbie era algo demasiado sagrado para compartirlo con un desconocido, una cicatriz de las que no se enseñan al primero que pasa. Sin embargo, ya que había fracasado en el empeño de editar su libro, pretendía hacer lo posible por aliviar la carga de ese hombre que, como ella, sabía lo que es soportar el peso de una soledad feroz. Deseaba hallar la manera de animarle a sentirse comprendido, a no perder la esperanza.

—Lo que le digo, coronel, es que incluso cuando falla la ley de los hombres entra en acción una forma más elevada de justicia que acaba poniendo a todo el mundo en su lugar. Sólo es cuestión de paciencia.

—Hasta entonces —él debió de interpretar que ella se refería a Dios— me habría gustado dejar constancia de lo que hicimos, de lo que sufrimos y de lo que bregamos. Sigo pensando que se lo debemos a quienes fueron quedándose por el camino.

—¿Y no cree que les debemos el compromiso de seguir viviendo?

Lucía buscaba el modo de transmitir al militar las conclusiones que ella misma había alcanzado a raíz de la muerte brutal de Gadafi, lo cual resultaba a todas luces imposible sin desvelar la información que deseaba mantener oculta. Pese a ello, insistió:

—Me refiero a gozar de la vida que ellos no pudieron gozar, a superar el pasado y salir de la cárcel de rencor en la que corremos el riesgo de encerrarnos nosotros solos.

—Lo que yo creo es que nuestro deber consiste en seguir luchando —rebatió él, apretando los puños.

—Yo le ayudaré con esas memorias, Antonio, se lo prometo. Al margen de quién lo edite, y le garantizo que encontraremos editor, ese libro verá la luz. Prométame usted que lo escribirá sin resentimiento.

El veterano hijo de la Guardia Civil le lanzó una mirada gélida, cargada a partes iguales de ofensa e incredulidad.

—Nunca he abrigado tal propósito. ¿Por quién me toma? Honrar a los compañeros caídos significa rememorar su trabajo, su sacrificio, su coraje. Los asesinos no me interesan lo más mínimo, ni siquiera para escupirles mi desprecio. Lo que era preciso hacer con ellos ya está hecho, al menos por nuestra parte. Lo que hagan otros ahora es cosa suya.

—¡Bien dicho, coronel! —Ese picoleto de cuerpo y espíritu macizos, aparentemente inquebrantables, le caía cada vez mejor—. Acaba de venirme a la cabeza una cita de Albert Camus que podría servir de encabezamiento a nuestro libro: «De los resistentes es la última palabra». ¿Qué le parece?

—Se la compro.

Lucía se despidió de Antonio Hernández con más calor del que ambos habían puesto en el saludo, y el compromiso de seguir en contacto.

Había otra gestión inaplazable que ella debía realizar esa misma mañana, antes de ver vacilar su determinación.

Paca estaba prácticamente tumbada en su silla ergonómica, con las piernas cruzadas apoyadas sobre una papelera. Las gafas de leer, de pasta roja, cortaban por la mitad su nariz, confiriéndole ese aspecto cómico que ella cultivaba sin proponérselo. Parecía enfrascada en la lectura de un manuscrito encuadernado de forma casera, aunque levantó la vista y sonrió en cuanto oyó la voz de Lucía.

—Te traigo un regalo de despedida —anunció esta, tratando de dar un aire alegre a sus palabras.

—¿Me voy a algún sitio?

—No, la que se va soy yo.

La silla volvió instantáneamente a su posición natural, al igual que los labios. Cualquier traza de humor se había desvanecido de su rostro. De repente era Francisca, responsable del área de no ficción de Universal, superiora directa de una editora valiosa que sin previo aviso abandonaba el barco. Con gesto desconcertado y cierto enfado en la voz, preguntó:

—¿Has tenido algún problema con Álvaro y ese manuscrito que iba a pasarte?

—No, ninguno —respondió Lucía, sorprendentemente serena, tendiéndole un sobre de tamaño folio color marrón, acolchado, que a juzgar por su volumen parecía contener una cantidad de papel considerable—. De hecho, ni siquiera le he visto. Prefiero confiarte esto a ti, lo vas a entender mejor.

—¿Confiarme qué? Anteayer me dijiste que te había convencido, que ibas a aceptar la propuesta de editar la obra de la que te hablé. ¿Qué ha ocurrido desde entonces? Esto no es propio de ti…

La editora se había sentado frente a su jefa y la miraba a los ojos, tratando de transmitirle también por ese cauce lo que se disponía a explicarle.

—Paca, escúchame, por favor. El sábado me hablaste de un manuscrito como hacía mucho que no leíais en la editorial, emotivo, original, susceptible de cautivar a los lectores.

—Así es. Y no exageré en absoluto, te lo aseguro.

—Te creo, tranquila. Sólo digo que lo que traigo aquí reúne los mismos requisitos, al menos para mí.

Paca recogió el paquete y lo dejó sobre la mesa, sin abrirlo. Se la notaba molesta e intrigada a la vez, intentando entender qué sentido tenía ese cambio brusco de rumbo por parte de la mujer con la que llevaba más de veinte años trabajando.

—Dime la verdad. ¿Qué ha ocurrido en los dos últimos días para que me vengas con estas?

—Necesito vacaciones, jefa.

—¡Estamos en octubre! No tocan.

—Yo quiero un otoño cálido, Paca. Me hace falta y voy a ir a buscarlo allá donde tengo una posibilidad de encontrarlo, por remota que sea.

—¿Es ese músico chileno? —Paca era demasiado lista para dejarse engañar por eufemismos—. ¿No puedes esperar al puente de la Constitución o, mejor, a Navidad?

—No es él, o al menos no es sólo él. Es que en esta ocasión no tengo intención de esconderme.

—¿De quién?

—De la vida.

—¡Niña! ¿Estás bien?

—Mejor de lo que recordaba desde hace mucho tiempo. No me marcho para siempre. Un mes o dos, tal vez tres… Un permiso sin sueldo. ¿Querrás aprobarlo?

Francisca Tejedor habría podido negarse, aduciendo las reglas del mercado laboral, especialmente en tiempos de crisis. Paca apenas necesitó una mirada para saber que Lucía se iría con permiso o sin él. Y no estaba dispuesta a perderla.

—Digamos que lo apruebo… ¿Qué me das tú a cambio?

—Una novela.

En lugar de contestar, Paca enarcó las cejas. Luego, como si hubiera comprendido sin necesidad de explicación, rasgó con la ayuda de un abrecartas la parte superior del sobre que su amiga había dejado sobre su escritorio y extrajo de él una carpetilla de plástico transparente. Contenía una especie de facsímil, un montón de folios cubiertos de pulcra escritura a mano trazada sobre pentagramas.

—¿Adivinas lo que es? —inquirió Lucía, pese a estar segura de que su jefa a esas alturas de la conversación ya había hilado los hechos y extraído las deducciones correspondientes.

—Creo que sí.

—Tú fuiste quien me dio la idea —le aclaró su colaboradora—. Querías una historia, ¿no? Ahí tienes una que merece ser contada.

—No sé qué decir. —La profesional habría encontrado palabras que al ser humano se le escapaban.

—Pues no digas nada y lee.

—¿Estás segura?

Ambas sabían que Paca se refería a la decisión de hacer público lo que no había sido escrito con esa intención sino con la de custodiar secretos íntimos. Lucía era consciente de lo que suponía. ¿Cómo no iba a serlo? Había meditado a fondo los pros y contras de dar ese paso. Lo había calibrado desde todos los ángulos imaginables, hasta alcanzar la convicción que expuso ante su jefa.

—No se me ocurre mejor homenaje a la autora de ese manuscrito, ya lo verás por ti misma.

—Si tú lo dices…

—Es el relato de una semana que hizo estremecerse al mundo de terror, Paca, pero sobre todo el testimonio de una mujer generosa que supo conservar y compartir su risa. Hoy en día no abundan las personas como mi madre, inmunes a la amargura.

—¿Por qué no te quedas y lo vemos? Si vamos a editarlo, tú eres la más indicada para llevar a cabo la tarea.

—La tarea está hecha, te lo aseguro. Todo está ahí, en esas páginas. Ella remó bien, como dicen en Asturias, hasta alcanzar su orilla. Yo todavía tengo que navegar un trecho.

Paca asintió en silencio, apoyando la mano derecha sobre el manuscrito fotocopiado para indicar que tomaba buena nota de cuanto acababa de escuchar. Luego puso en pie su gigantesca humanidad y se fundió con su colaboradora en un abrazo maternal de los que únicamente ella era capaz de dar. Un abrazo cuya fuerza habría desarmado a un ejército o derretido un glaciar.

Desde la puerta, a punto de salir, Lucía se dio la vuelta como si hubiera olvidado decir algo importante.

—Durante años la juzgué, ¿sabes? Desde mis principios y mi experiencia, cargando la sentencia de prejuicios. ¡Qué estupidez!

Aquello era una confesión desgarrada. Lucía había alcanzado sus propias conclusiones y encontrado en ellas su camino de expiación, que estaba decidida a seguir hasta el final.

No esperaba que su jefa fuese capaz de comprender el significado último de lo que acababa de decir, por lo que añadió:

—Su tiempo fue el de las certezas. El mío, el de la libertad. A ninguna de las dos nos fue dado elegir y las dos pagamos con creces el tributo debido a la vida.

—Lucía…

—Te dejo su diario, Paca, yo me llevo lo mejor. Voy a bailar un rato más, como siempre hizo ella.