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Estocolmo, domingo, 28 de octubre de 1962

Acabo de apagar mi último cigarrillo. Un trato es un trato. Prometí que dejaría de fumar durante un año si la guerra pasaba de largo y Dios ha cumplido su parte. Ahora me toca a mí honrar la palabra dada.

Han sido dos días de infarto. Cuarenta y ocho horas durante las cuales hemos pasado del terror a la euforia y vuelta al desánimo, prácticamente sin transición. Un espanto que afortunadamente llega a su fin.

Ayer sábado las cosas empezaron bien. Yo me había levantado tarde y tenía puesta la radio, en francés, por ver si informaban de alguna noticia esperanzadora. Fernando estaba en la Embajada, dado que los sábados son los días de más trabajo allí. Tuve que esperar por tanto a que viniera a comer a casa, a eso de las dos, para comentar con él lo que, desde mi punto de vista, constituía un avance sustancial hacia el final de la pesadilla en la que hemos estado viviendo estos días: Kruschev accedía a retirar los misiles de Cuba, bajo la supervisión de las Naciones Unidas, siempre que Estados Unidos hiciese lo propio con los que tenía desplegados en Turquía.

El arreglo, contenido en una carta enviada por el presidente soviético al norteamericano, cuyo contenido literal había sido emitido por Radio Moscú, iba en línea con lo que la víspera me había contado a mí Paola citando a George; es decir, con las ofertas y contraofertas que se hacían, más o menos bajo cuerda, los mensajeros de uno y otro bando. A mi modo de ver, parecía equilibrado y justo. Perfecto en aras de salvar esa paz que, según sus propias declaraciones, constituye la principal preocupación de los mandatarios en pugna.

Tan contenta me puse al dar por supuesto que el conflicto entraba en vías de solución, que mandé a Jacinta preparar un postre especial, esas natillas con isla flotante de merengue que tanto nos gustan a todos, y meter en el frigidaire una botella de champán a fin de celebrar juntos la buena nueva. En cuanto vi la cara que traía él comprendí, no obstante, que probablemente me hubiese precipitado en mi alegría.

Fue innecesario que yo dijese nada. Fernando adivinó lo que estaba pensando y se adelantó a la pregunta.

—No lancemos las campanas al vuelo antes de tiempo. Esta oferta es sencillamente inaceptable.

—¿Por qué? Parece un acuerdo impecable, en el que ambos ceden un poco en el empeño de entenderse. ¿Dónde está el problema?

—Los problemas son varios, María. —Nos habíamos sentado a la mesa con Mercedes, que asistía atentamente a la conversación mostrando su buena educación al abstenerse de interrumpir a los mayores—. Para empezar, Turquía es un miembro de la OTAN, un aliado de Estados Unidos a quien Washington no puede dejar desprotegido de la noche a la mañana, retirando esos misiles de manera unilateral, como parte de un acuerdo suscrito con la Unión Soviética al margen de la Alianza.

—¿Tan importantes son esos malditos cohetes? —El disgusto me había quitado el apetito y amargado el humor—. Al que algo quiere, algo le cuesta…

—En realidad no son tan importantes, no. —Fernando se había servido una porción generosa de lubina al horno y empezaba a dar buena cuenta de ella, con esa lentitud calculada que caracteriza la forma de comer de los gourmets que saborean cada bocado—. Desde el punto de vista militar, se trata de equipamiento obsoleto que pronto será sustituido por submarinos Polaris dotados de armamento nuclear. Esa no es por tanto la cuestión sustancial.

—Entonces ¿de qué estamos hablando?

—De diplomacia, María. Estamos hablando de política. Kennedy no quiere dar a los miembros de la OTAN la impresión de que los utiliza como moneda de cambio a su conveniencia, no debe transmitir una imagen de debilidad y mucho menos puede permitirse el lujo de aparecer ante los ojos del mundo como el perdedor de este pulso mantenido con Kruschev.

—¿Perdedor por qué? —No conseguía entender unas supuestas razones carentes, a mi juicio, de sentido.

—Porque quedaría en una posición peor de la que tenía antes de empezar la crisis. Con su órdago, Moscú habría logrado forzar la mano de Washington y obligar a la Casa Blanca a retroceder de manera sustancial en el tablero internacional, sin otra concesión que regresar a la casilla que ocupaban los rusos al arrancar la partida. Es muy sencillo.

—¿Y qué va a pasar ahora?

Yo ya daba por hecho que no habría champán ni celebración, aunque esa noche habíamos quedado con nuestros amigos Consuelo y Manuel en ir a escuchar al músico cubano a quien habíamos conocido en su casa. Su actuación estaba programada para las ocho, en el cabaret Tyrol. En vista de la evolución de los acontecimientos y del análisis sombrío que hacía de ellos Fernando, empezaba a plantearme si no sería mejor cancelar los planes, por si acaso sucedía algo grave en las horas siguientes. Claro que él, a diferencia de mí, no parecía excesivamente angustiado.

—Es pronto para saberlo. Probablemente en este mismo momento esté reunido el gabinete de crisis en la Casa Blanca, estudiando las distintas opciones. Habrá quien presione al presidente para que desestime la oferta en su totalidad y lance un ataque devastador contra la isla y otros, los miembros más prudentes del gabinete, seguramente encabezados por McNamara, estarán proponiendo opciones más conservadoras.

Mercedes, que hasta entonces se había mantenido en silencio, demostrando un dominio de los cubiertos de pescado muy notable considerando su corta edad, miró a su padre con los ojos muy abiertos y le preguntó a tumba abierta:

—Entonces ¿al final va a haber guerra?

La estábamos asustando. Era evidente que la niña entendía sólo una parte de lo que decíamos, pero captaba lo suficiente para alcanzar sus propias conclusiones. Y no eran precisamente conclusiones tranquilizadoras.

Iba a intervenir yo procurando quitar importancia a la gravedad de la situación, cuando se me adelantó Fernando, que suele dirigirse a los tres mayores como si fuesen adultos.

—Todavía pueden pasar muchas cosas, Mercedes, aunque lo más probable es que no. Las personas de las que estamos hablando encontrarán la manera de salir de este atolladero, ya lo verás.

—¿Cómo saldrías tú? —replicó la niña, con esa curiosidad insaciable y en ocasiones implacable que caracteriza su forma de ser.

—¡Vaya preguntita! Supongo que intentaría ganar tiempo para seguir negociando discretamente en busca de un acuerdo susceptible de permitirnos a los dos, rusos y estadounidenses, evitar llegar a las manos sin por ello perder la cara.

—¡Ya estamos con la maldita cara! —salté yo, furiosa—. ¿Qué son las apariencias en comparación con la paz?

—Las apariencias en política lo son todo, María. —Fernando estaba empezando a perder la poca paciencia que tiene—. Creo habértelo explicado ya más de una vez. Si Kennedy da su brazo a torcer y aparece como el perdedor de este envite, habrá conseguido pan para hoy y hambre para mañana. La paz que resulte de un arreglo así no podrá durar.

—¡Pero habremos salvado el trance!

—Te equivocas. Sólo estaremos seguros si el mundo entero juzga que aquí no ha habido ni vencedores ni vencidos. En caso contrario, el que se sienta más fuerte podría caer en la tentación de volver a probar suerte pegándole a su rival otro mordisco en un lugar más doloroso… Sobre todo si quien percibe esa sensación de superioridad es Kruschev.

—Si es por eso, también los soviéticos podrían considerar que retirar los misiles de Cuba es una derrota…

—Precisamente por lo que apuntas, porque Kruschev es consciente de ese riesgo y no está dispuesto a correrlo, es por lo que exige, en contrapartida a su gesto, la eliminación de los cohetes desplegados en Turquía. Do ut des.

—¿Qué significa eso? —inquirió Mercedes, que no se perdía una sílaba de lo que se estaba hablando.

—Significa que yo te doy una cosa a ti y tú me das una a mí —aclaró su padre, con una sonrisa cómplice—. Por ejemplo, si yo te doy una corona en concepto de paga, ¿qué recibiré a cambio?

Daba así por terminada la conversación. Supongo que estaría cansado del tema y no querría alarmar más a nuestra hija, que debe de estar pasando por dentro mucho más de lo que exterioriza. Yo tampoco insistí. Era consciente de que poco más se podía añadir a lo dicho.

La botella de Moët Chandon se quedaría enfriando, en espera de mejor ocasión.

Habíamos previsto telefonear a los chicos en Madrid esa tarde, aunque tuve que contener el deseo de oír sus voces hasta después de que Fernando se despertara de la siesta. Esa media hora en la butaca, sin un vuelo de pájaro que le moleste, es para él sagrada. Ya podría hundirse el universo, que nadie le privaría de ese sueño ni nos libraría a los demás de su cólera si llegáramos a interrumpirlo.

Fernando es, ya lo he dicho, un hombre de principios firmes y hábitos arraigados, además de un sibarita.

Serían por tanto más o menos las cuatro cuando sonó el teléfono, media hora después de que se despertara él solo, sin mediar ruido alguno, gracias a Dios y también al cuidado extremo que ponemos todos en que así sea.

La voz característica de la operadora anunció, en francés:

Madrid à l’appareil.

¡Cómo me gusta esa frase!

Miguel e Ignacio hablaron primero con su padre y después conmigo, sospecho que extrañados ante semejante abundancia de llamadas por nuestra parte. Las conferencias internacionales son muy caras y se limitan, generalmente, a las ocasiones especiales. En lo que va de semana era la segunda vez que les requería el conserje del internado para atender el teléfono, y ellos empezaban a tener la mosca detrás de la oreja, aunque no dijeran nada al respecto. Les conozco de sobra.

¿Qué clase de cábalas se estarán haciendo? ¿Cuánto les habrán contado en el colegio de lo que está sucediendo mientras ellos siguen con sus clases de matemáticas y gimnasia? Probablemente poco o nada. Claro que no son tontos. Si algo temen, no obstante, se cuidaron mucho de confesárnoslo y se mostraron, en cambio, contentos e impacientes por venir en Navidad. Será la primera vez que se suban ellos dos solos a un avión, al cuidado de las azafatas, y no ven la hora de que llegue la fecha señalada para el viaje.

¡No van a presumir nada ante sus compañeros de haber vivido esa experiencia, seguramente única entre todos ellos!

Ayer estaban expectantes, también, porque al cabo de un rato iba a ir a buscarles su abuelo para llevarles al cine a ver una película de vaqueros. Un largometraje americano, titulado Gerónimo, que recrea la vida de un indio apache, según me explicó Ignacio con su elocuencia habitual. Y pensar que tiene sólo siete años… ¡Si se expresa mejor que un sacamuelas! Este niño va a llegar lejos.

Me ha llenado de ternura saber que mi padre se ha desplazado a Madrid, donde debe seguir mientras escribo, con el fin de pasar estas horas difíciles junto a sus nietos. No me había dicho que tuviera intención de hacerlo, ni siquiera mencionaba esa posibilidad en su última carta, en la que me daba cuenta de la marcha del negocio además de comentar lo mucho que extraña a mamá.

¡Cómo no iba a extrañarla! Iban juntos a todas partes, lo compartían absolutamente todo, formaban uno de esos matrimonios que sirven de inspiración.

Lo he pensado mucho en estos días y no me imagino a papá teniendo una aventura. Me resulta inconcebible, por mucho que haya señores perfectamente respetables de San Sebastián liados con una querida oficial a la que por supuesto no dan carta de naturaleza en sociedad, aunque sea vox pópuli su existencia. No, papá no es de esos. Mamá nunca dio a entender que dudara de su esposo y, si lo hubiese hecho, yo lo habría sabido. Las mujeres tenemos un instinto especial para captar esas cosas, no se me habría escapado. Lo habría leído en sus ojos, que se cerraron en paz, sin reproches ni resentimientos, llenos de amor hacia él.

Papá, el bueno de papá, estaría preocupado por la evolución de los acontecimientos y optó por tomar el coche cama hasta Madrid, con el propósito de estar cerca de mis hijos en caso de necesidad. No hizo falta que se lo pidiera. Dejaría el martes o el miércoles la empresa en manos de Pachi, quien por otra parte es el que carga con la mayor parte del trabajo, y se trasladaría a la capital. Haría de tripas corazón con tal de proteger a sus nietos, por mucho que le cueste alejarse de ese mar que contempla al pasear cada tarde por la Concha, así luzca el sol o caigan chuzos de punta.

Ahora se habrá instalado en un hotel cercano a la plaza de España y allí se quedará, estoy segura, hasta que pase el peligro, ejerciendo de abuelo que malcría a dos chiquillos internos y alejados de sus padres. Ayer por la tarde los invitaría al cine y hoy a comer un buen cocido a Lhardy, antes de ir juntos al fútbol. Porque se los habrá llevado a ver jugar al Real Madrid, apuesto dos contra uno. Como buen donostiarra, él es de la Real Sociedad, pero podrán más en su sentimiento la sonrisa de Miguel e Ignacio y mi tranquilidad.

Si no fuera por la familia, esta vida nuestra de aquí para allá sería todavía más dura. Si no fuera por la familia, no creo que yo aguantara. Pero ahí estaba mi padre, viudo, a punto de cumplir setenta años, echando sobre sus espaldas la responsabilidad de mis dos hijos.

¡Bendito sea!

Tener la certeza de que ellos están en las mejores manos me había devuelto en cierta medida el sosiego y, con él, las ganas de salir a escuchar ritmos cubanos. La cita con nuestros amigos era temprano, a las siete y media en la puerta del cabaret, ya que la cena espectáculo empezaba a las ocho, siguiendo el horario sueco. Estaba a punto de empezar a arreglarme, ante la atenta mirada de Mercedes y de Lucía, cuando Fernando encendió de nuevo la radio para escuchar el boletín de las seis.

En mala hora.

El locutor daba lectura, en ese preciso momento, a un comunicado de respuesta hecho público por la Casa Blanca apenas dos horas después de que se recibiera en Washington la carta de Kruschev.

Decía así:

«La condición previa a la toma en consideración de las propuestas formuladas es que los trabajos que se llevan a cabo en las bases militares de Cuba han de cesar de inmediato. Las armas ofensivas desplegadas en la isla deben ser inutilizadas y tiene que cesar por completo el envío de nuevo armamento. Todo esto debe efectuarse en el marco de una verificación internacional eficaz».

—Kennedy no se ha tragado el anzuelo —comentó Fernando, lacónico.

—¿Y ahora qué? —inquirí yo, de nuevo con el alma en vilo.

—Volvemos a donde estábamos, aunque sospecho que este cruce de declaraciones esconde algo que no nos desvelan. Lo normal es que ambas partes estén negociando bajo cuerda, porque lo que parece evidente es que ninguno de los dos desea una guerra. Si estuviesen buscando la manera de provocarla ya la habrían encontrado.

—¿Estás seguro? —Lo que acababa de oír sonaba terriblemente duro para tratarse de un mero gesto.

—No puedo estarlo. No dispongo de información. El instinto y la experiencia me dicen, no obstante, que ni Kennedy ni Kruschev se comportan como quien desea un pretexto para declarar la guerra, sino, antes al contrario, como hombres de Estado responsables, ansiosos por hallar la forma de resolver un problema gravísimo.

—¡Ojalá la encuentren!

Al oírle, me había venido a la cabeza el texto del discurso pronunciado por el líder soviético ante los miembros de su gobierno, del que me había hablado Paola unos días atrás. Ese en el que Kruschev decía algo así como que las armas nucleares se desplegaban, en el bien entendido de que nunca serían utilizadas, porque en caso de hacerlo desencadenarían una guerra que nadie podría ganar.

—Ojalá —ha repetido Fernando—. Todo consiste en que den con la fórmula que les brinde una satisfacción aceptable a cada uno de ellos y que, a su vez, ellos puedan vender como un éxito a sus respectivos entornos. Ya veremos…

Nada podíamos hacer nosotros por ayudarles en esa empresa, de manera que lo mejor era tratar de distanciarse de la preocupación. El plan, además, resultaba francamente apetecible. Confieso que me inspiraba una enorme curiosidad ver el modo en que el público local recibía a una orquesta de música caribeña encabezada por un pianista mulato, en esta ciudad tan laboriosa y poco dada a los excesos, que a las nueve o diez, como muy tarde, apaga la luz y se acuesta.

La noche era especialmente fría, incluso para los parámetros de Estocolmo. Al salir, poco después de las siete, el termómetro de la puerta marcaba tres grados, y eso que estamos en octubre. Fernando sacó el coche del garaje enfundado en su abrigo de pelo de camello, con guantes de cuero y bufanda de cachemir, mientras yo le esperaba en la calle, con mi vestido de noche escotado, tiritando bajo una estola de visón.

Al menos no llovía, era un consuelo.

Antes de arrancar anduvimos hurgando en el dial de la radio del coche hasta sintonizar algo comprensible, que resultó ser la BBC. Aunque yo no entienda inglés, Fernando se comprometió a traducir cualquier noticia relevante que oyera durante el trayecto, y no hizo falta esperar mucho. Todavía no habíamos llegado al puente cuando comprendí, viendo el gesto con el que escuchaba, que habían dicho algo importante. Algo que no parecía bueno.

Lo único que yo alcanzaba a captar, en una lengua que me resulta totalmente indescifrable, era un nombre: Anderson. La locutora lo repitió tres o cuatro veces antes de que me atreviera a preguntar:

—¿Qué ocurre?

—¡Déjame escuchar! —Su tono era brusco—. Cuando acaben de dar la noticia te lo explico.

El tiempo que transcurrió a partir de ese momento se me hizo eterno. ¿Habría sucedido lo peor? ¿Se habrían desatado las hostilidades? Me dije a mí misma que no, porque en tal caso nos habríamos dado la vuelta para regresar a casa, y lo cierto era que Fernando seguía conduciendo, muy despacio, en dirección a Djurgården.

Fuera lo que fuese, empero, se trataba de algo malo.

Finalmente, tras la sintonía que marcaba el final del boletín, mi marido apagó el receptor antes de empezar a darme cuenta de lo sucedido.

—Los rusos o los cubanos, ese extremo no está claro, han derribado un avión de reconocimiento estadounidense sobre Cuba, matando al piloto.

Inmediatamente deduje que ese pobre hombre se llamaba Anderson. Las consecuencias del derribo eran de tal gravedad que justificaban la honda preocupación dibujada en el rostro de Fernando. Debía de estar a punto de sucumbir al pesimismo natural en él, al que con tanto ahínco se había resistido hasta entonces, porque a continuación añadió:

—Tal vez estuviera yo equivocado al pensar que tanto Kennedy como Kruschev estaban intentando por todos los medios evitar llegar a las manos.

—¿Crees que ha sido ese el pretexto que buscaban?

—Tiene todo el aspecto de ser una provocación, un motivo redondo para justificar una declaración de guerra. Lo que no llego a entender es quién ha dado esa orden, después de tantos vuelos de reconocimiento norteamericanos llevados a término sobre la isla sin que se produjeran incidentes.

—¿No podría tratarse de un error?

—Podría ser, sí. —Se ha quedado pensando unos instantes—. Claro que también podría indicar que Kruschev ha perdido el control de sus fuerzas armadas y alguien en La Habana se ha encargado de ordenar una acción que debe merecer, necesariamente, una respuesta contundente por parte de Washington.

—Me estás asustando.

—Es para estarlo. Desde que comenzó esta crisis nunca habíamos estado tan al borde del desastre. Lo lógico sería, de hecho, que la respuesta de la aviación estadounidense se hubiese materializado ya, destruyendo la base de misiles desde la que ha sido lanzado el cohete que ha impactado en el U2.

—¿Era nuclear? —he inquirido, aterrorizada.

—No, se trataba de un arma convencional, afortunadamente. Ahora sólo queda esperar a ver…

Esa expresión, «esperar a ver», era idéntica a la empleada por Paola. Según ella, una actitud muy propia de las naciones democráticas, que a mí, en medio de esa tensión, se me antojaba imposible.

—¿Tendremos que esperar mucho?

—No lo creo. Si la Casa Blanca no ha reaccionado todavía será porque está calculando los riesgos o acaso haciendo averiguaciones sobre quién está al mando en Moscú. Dependiendo de las respuestas que obtenga, Kennedy tomará una decisión terriblemente dramática. Si te digo la verdad, no me gustaría estar en su pellejo.

—Estás dándole vueltas en tu cabeza a algo que no me dices. —Conozco tan bien a mi marido que sé cuándo algo le atormenta.

—Bueno, supongo que entre las consideraciones que estará haciendo ahora mismo el presidente norteamericano, ocuparán un lugar importante las consecuencias que tendría para Europa una ofensiva militar en Cuba.

—¿A qué te refieres exactamente?

—A que si Estados Unidos consiguiera derrotar a los soviéticos en Cuba y echar abajo el régimen de Fidel Castro, lo cual es mucho suponer, las tropas del Ejército Rojo tomarían represalias en nuestro continente, tan seguro como que me llamo Fernando. Tal vez únicamente en Berlín, tal vez en toda Alemania, Italia e incluso aquí. Es imposible saberlo con certeza.

Instintivamente me santigüe y empecé a rezar un padrenuestro en voz baja, como hago cuando iniciamos un viaje largo en coche, invocando Su protección. Fernando se perdió en pensamientos seguramente sombríos. Apenas habían transcurrido unas horas desde que la carta de Kruschev nos había llenado de esperanza y ya estábamos otra vez asomados a lo más profundo del abismo, exactamente igual que cuando empecé a escribir este diario.

Lo dicho, ayer fue un día de infarto.

Nunca habíamos estado en Gröna Lund, y eso que el parque de atracciones más antiguo de Suecia se encuentra a dos pasos de la Embajada de España. Tanto es así que la célebre montaña rusa que le da fama casi parece al alcance de la mano desde las ventanas orientadas al sur. Habíamos oído hablar de ese lugar, por supuesto, pero los rigores del clima nórdico hacen que permanezca cerrado una gran parte del año y centre su actividad en los meses de verano, que es cuando los niños y yo estamos en San Sebastián.

Un simple vistazo al recinto me indicó que no me había perdido gran cosa. Salvo por las luces de neón que decoraban el local al que nos dirigíamos, presidido por una espiral luminosa a guisa de estandarte festivo, el conjunto del parque estaba casi a oscuras y en silencio, sin movimiento ni actividad. Me pareció desangelado, incluso triste; la antítesis de lo que entendemos nosotros por una feria. Claro que ni la hora ni tampoco el ánimo acompañaban.

Me he propuesto regresar en cuanto llegue el buen tiempo, con Mercedes y Lucía, para sacarme la espina de ayer. No quiero llevarme ese recuerdo de Estocolmo. Esta ciudad no lo merece. Y además descubrí, con grata sorpresa, que los suecos se pirran por los ritmos caribeños.

El tranvía, que tiene una parada justo enfrente de la entrada principal a las instalaciones, iba cargado hasta los topes de personas, en su mayoría jóvenes, atraídas por la reputación del grupo al que acababa de sumarse nuestro amigo Bebo Valdés en calidad de arreglista y pianista: los Lecuona Cuban Boys, una orquesta integrada por once grandes profesionales de la música cubana, según pude comprobar en cuanto empezaron a tocar. Una banda cuyo repertorio trajo a mi memoria con increíble nitidez las noches perfumadas de La Habana.

Consuelo, asidua visitante del club, me dijo en tono cómplice nada más sentarnos:

—Los músicos, como verás, son hombres muy atractivos, lo que explica que entre el público abunden las damas y que estas, a su vez, sirvan de reclamo para un gran número de muchachos que vienen a ver si logran conquistar a una soltera guapa.

—¡Nunca lo hubiera creído! —exclamé, haciendo gala de mis prejuicios.

—Pues ahí tienes —señaló ella el comedor, repleto hasta los topes de juventud, la mayoría desemparejada—, la cadena completa de la seducción. Lo bueno gusta a todo el mundo.

Era cierto. Aunque el Tyrol no es precisamente Tropicana, el dueño del cabaret era consciente del fervor que despertaba en su clientela ese tipo de ritmos y ofrecía con los Lecuona Cuban Boys una puesta en escena muy digna, para entusiasmo de un público entregado, aparentemente ajeno a la amenaza de los misiles soviéticos y al feroz combate sordo que libraban a esa misma hora las dos superpotencias mundiales.

Habíamos llegado con el tiempo justo, como siempre, y nos encontramos con la desagradable sorpresa de una cola de gente aguardando su turno para entrar. Una cola sueca, es decir, perfectamente formada, disciplinada y paciente. Nosotros teníamos mesa reservada, por lo que Manuel y Fernando hicieron ademán de saltarse la espera, ante la mirada atónita de los congregados, para quienes semejante conducta resulta inimaginable. Sólo los latinos afrentamos de tal modo el espíritu cívico. Los nórdicos no conciben la falta de urbanidad inherente a nuestra cultura.

Consuelo, cuya influencia sobre su esposo es superior a la mía, paró los pies a Manuel rogándole que no le hiciera pasar esa vergüenza. Yo me sumé a su petición con la mirada, y entre las dos conseguimos aplacar las prisas de nuestros maridos, que accedieron a esperar su turno, protegiéndonos de la lluvia bajo sendos paraguas negros.

La velada no empezaba bien.

Una vez dentro, eso sí, nos instalaron en una de las mejores mesas del salón, situada en primera fila, mirando al centro del escenario. Teníamos una vista inmejorable del espectáculo, que ya había empezado, con puntualidad escandinava, cuando por fin pudimos sentarnos, exactamente a las ocho y diez.

Cenamos bastante callados, en parte por falta de ganas de hablar y en parte porque la música era excelente, al igual que la escenografía. En medio de un decorado de motivos tropicales, los once integrantes de la banda, a los que se había sumado Bebo, aparecían riendo y moviéndose como sólo los caribeños saben hacerlo, elegantemente vestidos con pantalones de paño oscuro y guayaberas de lino bordadas, que a los suecos les llamaban la atención por no haber visto nunca esa prenda. ¡No me extraña! En Estocolmo serviría de muy poco, habida cuenta del clima.

El repertorio incluía desde conga hasta rumba o mambo, el ritmo más de moda ahora mismo, pasando por boleros y guaracha. De haber tenido yo el corazón más dispuesto a la alegría, aquello habría sido una verdadera fiesta comparable a las de Tropicana, por mucho frío que hiciera fuera. La verdad es que tanto el coreógrafo del espectáculo como los Lecuona Cuban Boys lo ponían todo de su parte por recrear en Estocolmo el ambiente de los cabarets de su isla natal… Y casi lo conseguían.

En el momento álgido, cuando ya en las mesas había corrido generosamente la cerveza, que es lo que suelen beber por estos pagos, se apagaron las luces de modo que sólo quedara iluminado el interior de las maracas, provistas de pequeñas bombillas, que todos los músicos comenzaron a tocar al unísono. El efecto fue formidable y el aplauso, ensordecedor.

Lo malo es que yo llevaba el hielo metido en el cuerpo.

Serían cerca de las doce cuando vino un camarero a tomar nota de las bebidas largas que deseaban los señores. A partir de la media noche está prohibido servir alcohol, por lo que es costumbre acumular en la mesa copas a título preventivo, para asegurarse de que nadie se queda seco. En condiciones normales habríamos hecho una buena provisión de tres o cuatro por barba. Siempre que vamos a bailar al Diplomatic o al Nalen es lo que solemos pedir, sabiendo que acabaremos consumiéndolas. Ayer nos limitamos a un whisky cada uno.

No estaba el horno para bollos.

La actuación tocaba ya prácticamente a su fin, cuando el pianista atacó los primeros acordes de un bolero mexicano que siempre ha sido mi favorito. Inmediatamente le siguieron los demás integrantes de la orquesta, incluido el cantante.

Reloj no marques las horas

porque voy a enloquecer

ella se irá para siempre

cuando amanezca otra vez…

—Qué bien traída está esta pieza —comentó Consuelo, con su sagacidad acostumbrada—. Creo que hoy todos querríamos que se detuviera el reloj antes de que alguien cometa un error fatal.

—Yo lo que quiero es bailarla contigo —le respondió su marido, que la miraba como si en su boca se hallara la fuente de la sabiduría y en sus ojos la de la belleza.

Nadie bailaba en el Tyrol ni había un lugar específico para hacerlo, lo que no constituyó ningún obstáculo para que Manuel se levantara y sacara a bailar a su mujer allí mismo, en el reducido espacio que quedaba libre entre las mesas y el escenario.

Se produjo un murmullo a nuestro alrededor, sospecho que de envidia por parte de quienes habrían deseado hacer lo mismo aunque no tuviesen el valor de atraer sobre sí tantas miradas. Fernando apuntó, aparentemente ajeno al revuelo:

—Nadie ha cantado El Reloj como Lucho Gatica…

Yo no contesté, aunque él debió de intuir lo que le estaba pidiendo a gritos, o tal vez no quisiera ser menos que su compadre. Sea como fuere, lo cierto es que siguió los pasos de Manuel y me ofreció galantemente su mano izquierda para ayudarme a levantarme, a la vez que pasaba la derecha alrededor de mi cintura y me estrechaba fuerte entre sus brazos, como si quisiera que nos fundiéramos en un mismo ser. Con fuego en la cintura.

Mientras, el solista cantaba:

No más nos queda esta noche

para vivir nuestro amor

y su tictac me recuerda

mi irremediable dolor…

No sé si Fernando pensaba en Inger o en mí al escuchar esa letra, aunque a juzgar por el modo en que me abrazaba habría jurado que era yo la mujer más próxima a su corazón. Claro que ella estaba allí también, no tengo duda. Estaba presente en el desgarro con el que él marcaba los pasos de una danza que no ejecutan los pies, sino la piel y el alma entregadas a la pareja. Estaba allí, entre él y yo.

Ella ha logrado ocupar el exiguo espacio que queda libre entre su pecho y el mío, a pesar de lo íntimamente juntos que respiran al bailar. Tal vez evocara Fernando el rostro de esa mujer sin dejar de acariciar mi mejilla con la suya. Quiero pensar, no obstante, que era yo la destinataria de sus palabras cuando recitaba en mi oído los versos escritos por Roberto Cantoral:

Reloj detén tu camino

porque mi vida se apaga

ella es la estrella que alumbra mi ser

yo sin su amor no soy nada.

Detén el tiempo en tus manos

haz esta noche perpetua

para que nunca se vaya de mí

para que nunca amanezca.

Yo sé que Fernando me ama. Lo sé. Y él sabe que pronto o tarde tendrá que decir adiós a esa otra que le ha trastornado el juicio. Tal vez incluso lo haya hecho ya. Ni él se irá de mi lado ni yo le abandonaré. Ambos haremos lo que debemos, por nuestros hijos y por nosotros mismos, por los votos que pronunciamos en su día con vocación de eternidad.

Él volverá a ser mío. Yo secaré mis lágrimas y olvidaré lo sucedido. Como dice ese bolero, que ayer nos valió el aplauso de un público tan sorprendido como entregado a nuestra audacia: «Yo sin su amor no soy nada…».

Él sin el mío, tampoco.

Esta mañana hemos ido a misa de once, como siempre, a nuestra parroquia de la Anunciación. Se notaba que el ambiente estaba tenso como cuerda de violín, porque hasta el padre Bartolomé, habitualmente tan charlatán, se ha limitado a recordar en su homilía que el papa Juan XXIII ha lanzado un nuevo llamamiento a las naciones para que encuentren el camino de la paz, invitándonos a todos a rezar con él por esa causa.

A la salida nos hemos parado a saludar a unos cuantos diplomáticos hispanoamericanos que acuden a la misma iglesia, cuyas noticias no resultaban precisamente tranquilizadoras. Venezuela, al parecer, ha hecho una movilización general, Estados Unidos llama a filas a otros catorce mil hombres de la reserva… Pequeños e inquietantes pasos en la dirección contraria a la que acababa de indicar el sacerdote. Jalones en la senda de una guerra atroz que yo intentaba desesperadamente apartar de mis pensamientos.

El domingo había amanecido claro, con ese sol distante y pálido que dibuja sombras largas en las horas centrales del día. Si regresábamos a casa íbamos a estar presos de la radio, buscando información de emisora en emisora, lo que amenazaba con volvernos locos. Era mejor distraerse y hacer un regalo a las niñas, que esta semana apenas nos han visto juntos.

—¿Qué os parece si nos vamos a comer smörgåsbord a ese restaurante que tanto nos gusta?

Era una propuesta arriesgada, sabiendo lo poco que le agradan a Fernando esas improvisaciones, aunque sabía que contaría con el respaldo entusiasta de Mercedes y de Lucía, como así ha sido. La pequeña ha resultado decisiva en la tarea de convencer a su padre, incapaz de negarle un capricho. Así que ha bastado un puchero de ella para que el «no» inicial se convirtiera en un «vamos», y acabáramos enfilando la carretera hacia Solna, el barrio situado al norte de Estocolmo y al este de nuestra isla, Bromma, donde se encuentra ubicado el restaurante Ulriksdals Wärdshus, rodeado de jardines y árboles vestidos con las galas del otoño.

Como era previsible, el local estaba a reventar de parroquianos, pese a lo cual el maître, que nos conoce, ha conseguido acomodarnos en una mesa que acababa de quedar libre. Por las amplias cristaleras del comedor entraba una luz amarillenta similar a la de las velas, que contrastaba con el blanco inmaculado de toda la carpintería y el mobiliario interior. Un blanco empeñado en iluminar tanta tristeza.

Nada más tomar posesión de la mesa y dejar sobre ella nuestras cosas nos hemos acercado al bufet, en busca de las delicias que componen esos entremeses típicos suecos: platos dulces y salados, pescado ahumado, fiambres diversos, múltiples variedades de pan, mantequilla salada, encurtidos, tartas de manzana y ruibarbo… Alimentos ajenos a nuestra dieta habitual, que precisamente por ello gustan tanto a las niñas. Los adultos, en cambio, no teníamos mucho apetito.

Durante el almuerzo hemos hablado de todo y de nada. Yo he sugerido a Lucía que aprovechara la ocasión para preguntar a su padre por ese barco, el Vasa, que vimos el otro día anclado en un muelle recién rescatado del mar, lo que ha dado pie a Fernando para tejer sobre la marcha una historia de piratas y naufragios que nos ha tenido en vilo durante un buen rato. Después he prometido a mis hijas comprar o confeccionar, si es que soy capaz de hacerlo, sendas coronas a las que puedan acoplarse siete velas, a fin de que puedan participar en las romerías de críos que recorren el barrio el día de Santa Lucía, el próximo 13 de diciembre.

Este año la pequeña tendrá edad suficiente para celebrar su santo y la mayor estará feliz de acompañarla en su procesión cantora por las calles, junto al resto de los chiquillos. La verdad es que se trata de una fiesta preciosa, con la que los suecos celebran que los días pronto empezarán a alargarse. ¡Falta hace que así sea!

Hemos terminado de almorzar poco antes de las dos y ya era prácticamente de noche.

De regreso a Bromma Fernando ha conectado la radio del coche, aunque no han contado nada relevante. La noticia que nos ha devuelto el color y la esperanza ha llegado un poco más tarde, a eso de las tres y media, cuando ya estábamos en casa, pegados al receptor del salón. El locutor francés ha interrumpido el programa cultural que estaba en antena para dar cuenta de lo que escupían los teletipos en ese mismo instante: «Kruschev acepta retirar sus misiles de Cuba».

Sin pensármelo dos veces me he abrazado a Fernando, sintiendo cómo se me desbordaba el llanto. Toda la angustia contenida, todo el sufrimiento acumulado desde el lunes han brotado de golpe, diluyendo el terror en lágrimas de alegría.

No soy llorona, nunca lo he sido; antes al contrario, estoy acostumbrada a tragarme los dolores del cuerpo igual que los del alma, sin exhibirlos impúdicamente ni importunar con ellos a nadie. Pese a todo, hoy he sido incapaz de contenerme. He llorado mi miedo y mi pena en brazos de mi marido, ante la mirada sorprendida de nuestras hijas. Me he vaciado. La tensión de esta semana ha podido más que la vergüenza.

Tampoco ha durado mucho el desahogo. Ni está en mi naturaleza ese tipo de conducta ni quería perderme el resto de la noticia. Pasada la reacción inicial, he aceptado el pañuelo que me tendía Fernando, esbozando una sonrisa que él no habrá relacionado con una mancha de rímel cuyo perfil se difumina, y he regresado a mi butaca.

El conductor del programa de libros había dado paso a los servicios informativos, y estos estaban ampliando el flash anterior en un boletín especial, destinado a dar cuenta de la carta enviada por el líder soviético al presidente norteamericano en respuesta a la que habíamos conocido esta misma mañana. Aquella en la que Kennedy rechazaba la propuesta rusa de cambiar los misiles de Cuba por los de Turquía.

«He recibido su mensaje del 27 de los corrientes —decía la misiva radiada por la emisora oficial de la URSS—. Quiero expresarle mi satisfacción y agradecerle el sentido de la proporción que muestra en él. A fin de proceder lo más rápidamente posible a la liquidación de un conflicto peligroso que amenaza la causa de la paz, y de tranquilizar al pueblo norteamericano, el gobierno soviético, además de ratificar las instrucciones dadas con anterioridad a fin de paralizar los trabajos destinados a la construcción de nuevas bases de misiles en Cuba, ha cursado las órdenes necesarias para que las armas que usted denomina ofensivas sean desmanteladas y traídas de regreso a la URSS».

—Ahora sí, se acabó —ha sentenciado Fernando, tan aliviado como yo.

—¿Seguro?

—¡Seguro! En lenguaje diplomático el texto de esta carta es equivalente a una rendición en toda regla. Si Kennedy es inteligente, y lo es, no tratará de humillar innecesariamente a Kruschev, con el fin de no debilitar aún más su posición dentro del Politburó del Partido Comunista. Pero lo cierto es que le ha vencido.

—¿Y no decías que eso no era bueno, que podría envalentonar a Kennedy?

—Peor hubiese sido que el derrotado fuese él. De todas las soluciones que imaginaba para esta crisis, esta es sin lugar a dudas la mejor.

—¡Demos gracias a Dios entonces! —Yo estoy segura de que Su mediación ha sido determinante. Fernando, en cambio, otorga todo el mérito a la Casa Blanca.

—Esta batalla marcará una época, María. Las fuerzas de la democracia, bajo el liderazgo de Estados Unidos, derrotaron al comunismo en Berlín y ahora han vuelto a hacerlo en Cuba. Ojalá pueda España incorporarse pronto a ese ejército, y estemos nosotros aquí para verlo…

—¿Tú crees que ahora caerá Fidel Castro? —Me había venido a la cabeza el músico exiliado a quien me costaba imaginar siendo feliz en un lugar tan distinto a su tierra natal como Estocolmo.

—Eso es mucho decir. Kennedy se ha comprometido a no invadir la isla y no lo hará. Es un hombre de palabra. Si los cubanos se libran del yugo, será por sus propios medios. No creo que Washington vuelva a correr un riesgo como el de estos días, sin otra finalidad que cambiar el régimen de La Habana. Sería una apuesta muy peligrosa. Tendrán que acostumbrarse a vivir con ese grano en el culo, del mismo modo que el barbudo tendrá que aceptar la idea de que se ha quedado solo.

Fernando quería dormir un rato, igual que Lucía. Mercedes se había ido a su habitación a hacer los deberes. Yo he aprovechado para llamar a Paola, desde el teléfono de nuestro dormitorio. Me sentía en la obligación de compartir con ella la felicidad de saber que ya no hay nada que temer y asegurarle, además, que su secreto estaba a salvo; que hiciera lo que hiciera con George, no sería yo quien la juzgara ni mucho menos la delatara.

Esperaba encontrar a mi amiga eufórica, como lo estoy yo, pero parecía más bien apagada. Me ha costado un buen rato averiguar el porqué de ese estado de ánimo. Ni ella me lo ha confesado de entrada ni yo le he formulado las preguntas correctas. Supongo que cuando se tienen tantas preocupaciones propias como las que tengo yo, es fácil que se te escapen las ajenas.

—María… —A su voz le faltaban las burbujas habituales—. ¡Qué sorpresa, no esperaba esta llamada en domenica!

—¿Cómo no iba a llamarte? —La mía, en cambio, reía—. Con todo lo que hemos hablado estos días… ¡Te habrás enterado de las buenas noticias!

Lo so, lo so. —He oído a través del receptor el ruido del mechero encendiendo un cigarrillo—. Parece que al final pronto verás a tus chicos. No ha sido para tanto después de todo…

—¡Estoy tan contenta! —En ese momento ya sabía yo que iba a tener que cumplir mi promesa de dejar el tabaco durante un año, aunque me ha dado envidia y la he imitado—. Fernando cree que esto es el final y que Kennedy ha ganado. ¿Qué dice Guido?

—Está satisfecho, naturalmente.

—¿Y George? —Me sorprendían esas respuestas lacónicas, tan impropias de ella, aunque no sospechaba el motivo que escondían.

—Poca cosa.

—¿No has podido hablar con él?

Se ha hecho un silencio espeso al otro lado de la línea. Yo oía con claridad su respiración al inhalar el humo del cigarrillo que se estaba fumando, por lo que sabía que la llamada no se había cortado. Sorprendida, he insistido.

—Paola, ¿sigues ahí?

—George se va —ha disparado, al cabo de unos segundos, en un tono gélido que no he sabido interpretar.

—¿Adónde?

—Se marcha de Estocolmo, lo requieren en Langley para un ascenso.

Debería haber sido capaz de reaccionar con mayor nobleza y captar la tristeza que escondía su modo de decírmelo, porque era evidente, ahora lo veo, que trataba de aparentar mucha más indiferencia de la que en realidad sentía. No he sabido estar a la altura de la comprensión que ella esperaba de mí, e incluso de la que me ha brindado siempre desde que nos conocemos. Tampoco ha sido mala intención, esa es la verdad. He dicho lo que me ha brotado espontáneamente de dentro:

—¡Estará contento!, ¿no?

—Sí lo está, sí. Está radiante de felicidad. Figurati! Felicissimo lui, felicissima io.

—¿Cuándo te lo ha dicho? —Yo seguía sin detectar el sarcasmo que encerraban sus palabras.

—Esta mañana. Habíamos quedado en vernos aprovechando que Guido tenía un partido de golf, y me ha recibido con esa gran noticia. Él se va, yo me quedo. Así son los amantes: vienen, van… sin compromiso ni ataduras. Es el precio que se paga por una pasión prohibida. La gozas el tiempo que dura y se acabó; no esperas que te haga compañía.

—Mejor así, ¿no? —Supongo que de haber estado frente a frente sus ojos me habrían fulminado, porque su respuesta no se ha hecho esperar.

—¿Qué es lo que te parece mejor exactamente? —Había una mezcla de incomprensión y desafío en su tono—. ¿Ahora que ya no necesitas información te alegras de que me libre de él?

—¡No! —Era evidente que me había explicado fatal—. Lo que quiero decir es que estabas empezando a enamorarte de ese hombre y entrando en un terreno peligroso para tu matrimonio y tu familia.

—En Italia, María, existe el divorcio…

—¿Quieres decir que te habrías planteado seguirle? —Me costaba imaginar siquiera esa posibilidad descabellada.

Chi lo sa? —Había un deje melancólico en esa expresión tan suya—. En todo caso no hará falta que me lo plantee.

—¡No puedes estar hablando en serio!

—¿Y por qué no? —Su enfado ha traspasado claramente el auricular—. ¿Porque se trata de un espía, porque ha sido mi amante, porque es más joven que yo, porque me hace feliz y me colma?

—Porque tienes un marido y unos hijos a los que no puedes abandonar por un capricho. —Era tan evidente a mis ojos la explicación, que me costaba tener que expresarla en voz alta.

—¿Tú crees que la felicidad es un capricho? Io non lo credo. Yo no renuncio a soñar. Y cuando mis hijos sean lo suficientemente mayores para no necesitarme, ten por seguro que cumpliré mis sueños. Yo no me resigno.

—¿Te ha pedido él que le acompañes?

—No, ya te lo he dicho. Supongo que no encajo en sus planes. Según él, su trabajo es incompatible con una mujer como yo. Dice respetarme demasiado para ponerme en semejante tesitura.

—Pues eso demuestra que es un hombre de honor, Paola. Hoy tal vez no puedas verlo, pero mañana se lo agradecerás.

La estaba hiriendo con mis palabras, empezaba a darme cuenta de ello, aunque me resultaba imposible darle alas en un proyecto que desde mi punto de vista no tiene ni pies ni cabeza, además de ser una inmoralidad. Habría sido igual que proporcionarle la cuerda para que se ahorcara. ¿Cómo iba a animarla a romper todas las amarras de su vida sin otro propósito que lanzarse a una aventura completamente disparatada?

—Tú y yo nunca veremos ciertas cosas del mismo modo, María. No estoy segura de cuál de las dos acierta y cuál se equivoca. Tampoco sé cuál vivirá más años. Pero ten por seguro que yo le sacaré más jugo al tiempo que pase en este mundo. Cada minuto mío será una hora de las tuyas. Caeré desde más alto, eso es innegable, pero al menos habré volado.

—Es posible… Ahora lo importante es que le olvides cuanto antes y pases una página que es mucho mejor dejar atrás.

—Por cierto —ha ignorado mis palabras, recuperando el tono suficiente que adopta cuando quiere defenderse de algo que la incomoda—; tu Fernando se equivoca.

Había acentuado en exceso el adjetivo posesivo, lo que ha hecho que me diera un vuelco el corazón.

—¡No me digas que la pesadilla sigue!

—No, la amenaza ha pasado, pero no porque Kennedy haya derrotado a Kruschev. Al menos, no es eso lo que dice George. Los rumores apuntan a que se ha producido un acuerdo secreto que llevará a los norteamericanos a retirar sus misiles de Turquía de aquí a unos meses, de manera discreta.

Me he sentido mucho mejor volviendo a un terreno que nos produce inquietud y no sufrimiento. Resulta más sencillo transitar por la jungla de los juegos de poder que hacerlo a través de la selva del engaño, que te obliga a sortear toda clase de emociones encontradas.

Mañana llamaré de nuevo a Paola y me disculparé con ella por no haber sabido comprenderla y arroparla. Trataré de consolarla, igual que ha hecho ella conmigo a lo largo de estos días, sin por ello darle la razón. Le propondré que nos vayamos de compras o a comer, recurriré a mis viejas anécdotas familiares a ver si consigo hacerla reír…

Mañana será otro día. Hoy me han faltado reflejos.

—Si te soy sincera —he respondido—, me da exactamente lo mismo quién haya ganado o perdido. Lo que me importa es que no haya guerra.

—Hay gente muy enfadada en Washington por esa razón.

—¿Enfadada porque se haya evitado una confrontación nuclear?

—Enfadada porque las guerras esconden un gran negocio. Ciertos tiburones habían olido la sangre y ya empezaban a relamerse. Este desenlace pacífico ha frustrado sus planes, cosa que no olvidarán fácilmente. George está convencido de que se lo harán pagar a Kennedy más pronto que tarde.

Fernando se acababa de despertar y me estaba llamando. Era hora de colgar.

—Paola —he zanjado la charla un tanto precipitadamente—. Tengo que dejarte ya. Mañana seguimos hablando. ¡Anímate!, ¿de acuerdo? Te aseguro que lo ocurrido con George es lo mejor que podía pasar.

—Y yo te digo que no. —Aquello ya no era amargura sino determinación—. Lo mejor, María, hoy y siempre, es obedecer al corazón.

La televisión muestra imágenes de La Habana, donde una marea de manifestantes se concentra en la plaza de la Revolución en apoyo a Fidel Castro, quien hace un rato ha hecho público un comunicado que muestra su profundo malestar por el modo en que se han resuelto las cosas. Me ha hablado de él Fernando, después de encender nuevamente la radio.

—Pareciera que el exalumno de los jesuitas del Colegio Belén habría preferido el estallido de una guerra.

—¿Por qué lo dices?

—Porque a juzgar por sus palabras estaba furioso. Se ve que Moscú no ha tenido a bien informarle del paso que se disponía a dar, lo cual ha debido de herir de lo lindo su orgullo. Ha difundido una declaración en la que asegura que las garantías de no agresión a Cuba ofrecidas por Kennedy no serán tenidas en cuenta en tanto en cuanto no cese la presión económica a la que está sometida la isla, cesen las violaciones de su espacio aéreo y sea evacuada la base de Guantánamo.

—¿Puede esa declaración frustrar el acuerdo alcanzado entre Kennedy y Kruschev?

—Ni lo más mínimo. Castro no ha sido en esta crisis más que el convidado de piedra, el administrador del campo en el que se jugaba el partido.

Los telespectadores suecos no deben de entender una palabra de lo que cantan ahora mismo, con su guasa característica, los cubanos indignados que salen en las noticias. De hecho, a la presentadora no debe de resultarle fácil lograr que su audiencia lo comprenda. Para nosotros, en cambio, está clarísimo: «Nikita, Nikita, lo que se da no se quita…».

He vuelto a la mesita de bridge que me sirve de escritorio.

Mercedes me acaba de preguntar qué estoy haciendo y le he contestado que las cuentas, sin mentir del todo. Ella habrá interpretado que voy a anotar los gastos realizados a lo largo de la semana a fin de calcular el dinero que nos queda para llegar a fin de mes, aunque eso lo haré en otro momento. Ahora tengo que terminar lo que empecé hace una semana, que no ha sido sino dar cuenta de unos acontecimientos terribles. Del miedo, el ansia y la angustia que nos han atenazado el alma a lo largo de estos días de vértigo.

Lucía se ha puesto a jugar en la alfombra, a mi lado, con su muñeca favorita. A la pobre no le queda mucha vida. Cada vez que mi hija la viste y la desviste le arranca una pierna o un brazo, para luego pedir a su hermana que arregle el desaguisado. Será un buen regalo de Navidad. Otra muñeca, esta vez de goma blanda, con las articulaciones sólidas, a prueba de mamás tan brutas como esta pequeña mía.

Fernando descansa en la butaca que hay junto a la lámpara de pie, leyendo, enfundado en su bata de seda. Le siento infinitamente lejos de aquí, perdido en ese libro que le atrapa, y al mismo tiempo sé que nunca se irá de mi lado. Nos queda mucho mundo por recorrer juntos, incontables baúles que hacer y deshacer, encuentros, despedidas, recepciones, traslados. Tenemos que librar aún tantas batallas él y yo, labrar tantas reconciliaciones…

Vendrán a nuestro encuentro días de boda y días de luto. Compartiremos unos y otros igual que compartimos silencios. Me basta verlo ahí sentado para saber que es mi luz tanto como mi condena. En los años que nos quedan por vivir voy a llorar, eso es seguro, pero al menos estaré viva. No hará mella en mí el aburrimiento.

Pocas manifestaciones de fuerza hay más hermosas que una galerna en el Cantábrico. Nada he visto en la naturaleza con semejante poder de atracción. Enciende los sentidos, te obliga a estar alerta, sobrecoge por su belleza y simultáneamente intimida.

Así es él a mis ojos.

Las ventanas del vecindario se van llenando de estrellas cuyo brillo sonríe a la noche. Tengo la agradable sensación de que hoy echaremos el cerrojo. ¿Por qué no? Todo lo que hemos pasado ha de tener un sentido. Las cosas siempre suceden por algo.

Es tiempo de poner punto final a este diario. Ya ha cumplido su cometido. Mañana a primera hora enciendo la chimenea y lo quemo.