Madrid, sábado, 22 de octubre de 2011
María solía hacer punto mientras leía. Los personajes de las novelas policíacas que devoraba contemplaban su quehacer, silenciosos, desde la distancia que iba de sus rodillas a sus ojos. Para Lucía, en cambio, eran auténticos interlocutores. Compañeros de aventuras más corpóreos y verdaderos que muchos de sus conocidos.
«Es lo que diferencia a la mujer práctica que era ella de una romántica incurable, como yo», pensó, esa mañana, evocando con ternura la imagen de su madre sujetando a duras penas con el codo una de sus agujas de tejer, mientras pasaba la página.
Lucía había sufrido tormento con Cipriano Salcedo, el hereje de Delibes, por negarse a abjurar de sus convicciones sin más argumento que la razón de la fuerza. Conocía en persona el terror que habita en las profundidades del mal y encarna Nyarlathotep, el dios primordial, perverso, viscosamente maligno, creado por Lovecraft en la mitología de Cthulhu. Se sentía representada por Guillermo de Baskerville cuando este abogaba por la causa de los fraticelli, enfrentados a la poderosa Orden de los Dominicos en el sombrío medievo prodigiosamente descrito por Umberto Eco.
Todas esas criaturas vivirían eternamente en ella.
De niña, había descubierto el amor a la vez que la Bella Durmiente, dándole la forma de un Príncipe Azul con el que más tarde degustó algunas perdices, antes de que la fantasía fuese perdiendo su color hasta desvanecerse en una infinita variedad de grises. Entonces Azul se convirtió en el conde Vronsky que retrata la segunda parte de Anna Karenina y el mundo de sus sueños empezó a resquebrajarse.
Los libros acudieron prestos al rescate, como habían hecho siempre, sirviendo de aliados y coartada al mismo tiempo. Constituían la cara y la cruz de una existencia construida, en buena medida, sobre sólidos cimientos imaginarios. Su capacidad para fabular era tan prodigiosa que a menudo la llevaba a inventarse a las personas, moldeándolas a la medida de sus necesidades. Una equivocación grave que acabaría costándole cara.
Cuando la soledad tomó la forma de un rostro irreconocible sentado en el mismo sofá, mirando en silencio la pantalla del televisor común, compartiendo una cama de matrimonio súbitamente partida en dos por un muro inexpugnable de frialdad, la lectura se convirtió en una alfombra mágica capaz de sacarla de esa cárcel para transportarla a territorios soleados donde todo era posible y estaba, además, permitido.
¿Cómo no iba a entregarse en cuerpo y alma a sus libros? Ellos nunca le fallaban.
Las horas volaban en el trabajo, entre historias inéditas y manuscritos poblados de seres misteriosos por descubrir, mientras parecían detenerse en casa. La realidad fue retrocediendo paulatinamente ante la ficción, muchísimo más grata. La voz muda de la tinta resonó con estruendo, durante largo tiempo, en el universo callado de un hogar al que ya únicamente Laura ponía campanillas de plata.
Los libros fueron ocupando mes a mes, lustro a lustro, las estanterías de un corazón que las despedidas iban vaciando.
Luego la soledad se hizo más soportable al tomar conciencia de sí misma y convertirse en conquista de un espacio propio; al desprenderse del ensañamiento añadido que producen las expectativas frustradas; al asumir Lucía que solos nacemos y morimos y solos también estamos condenados a vivir, hasta que logramos vencer esa sensación aprendiendo a ser de verdad lo que siempre seremos en esencia.
Entonces, poco a poco, esos amigos de papel dejaron de ser trinchera y adquirieron una dimensión mucho más confortable. Tan confortable como para constituir una alternativa consciente, meditada, divertida y, precisamente por ello, peligrosa.
Esconderse en la trama de un relato ya no fue a partir de ese momento una necesidad, impuesta por una circunstancia amarga, sino un placer renovado saboreado con deleite. Cualquier experiencia ajena resultaba más interesante que las propias. Cualquier tiempo pasado, mejor. Cualquier evasión literaria, preferible a la mejor de las relaciones humanas y, sobre todo, menos arriesgada.
Su hija tenía razón, toda la razón del mundo al reprocharle falta de ambición en la búsqueda de la felicidad. Hacía mucho tiempo que se había rendido ante la vida sin apenas darse cuenta de ello ni mucho menos sentir pesar.
«¡Se acabó!», se dijo Lucía a sí misma. El futuro pertenece a los valientes. Ya va siendo hora de salir del cascarón.
El teléfono sonó cuando estaba terminando de recoger las tazas de café del desayuno, a las diez y media de un sábado otoñal, lluvioso.
Era su jefa.
—¡Niña! —El tono jovial y cálido de siempre invitaba a la sonrisa—. ¿Te encuentras mejor? ¿Estás ya buena?
—No fue nada —respondió Lucía con idéntica cordialidad—. Una mala noche y un poco de fiebre. El lunes estoy de vuelta en mi despacho, como nueva.
—Tengo que darte una noticia que no te va a gustar —anunció Paca, evidentemente incómoda ante el penoso deber que se disponía a cumplir.
—Tú dirás.
—Mejor nos tomamos algo y te lo cuento en persona. También voy a plantearte una oferta que compensará el disgusto.
Lucía sospechaba por dónde irían los tiros. Tal como le había dado a entender desde el primer día, Paca le comunicaría de manera oficial que Universal no tenía intención de publicar el libro de memorias que proponía Antonio Hernández y, probablemente, le endulzaría la medicina con algún caramelo goloso: un proyecto de best seller, un viaje destinado a fichar a algún autor interesante, quién sabía si un ascenso.
Nada de todo eso la tentaba en principio, aunque tampoco iba a cerrarse en banda. Una puede pelear hasta donde llegan las fuerzas, sin perder de vista el hecho de que hay que saber perder.
—Ahora no puedo verte —declinó la oferta, con toda la sequedad que era capaz de mostrar ante su jefa—. He quedado con alguien esta mañana.
—Venga, no te enfades. Verás cómo lo que te digo te convence.
—Tal vez. El lunes hablamos.
—¡De eso nada! Yo no me paso todo el fin de semana calentándome la cabeza contigo. ¿Tienes plan para comer?
—De momento, no. —Laura almorzaba con sus amigas, antes de regresar a terminar el equipaje y arreglarse para salir a darse un homenaje junto a su madre en su restaurante favorito de Madrid.
—Pues ya lo tienes. ¿Dónde vas a estar a eso de las dos? Si quieres te recojo y vamos juntas a algún sitio.
—Luego te llamo y te lo digo.
Es difícil dar un «no» por respuesta a quien no está dispuesta a aceptarlo, máxime cuando esa persona es alguien a quien aprecias de verdad. Por eso lo que vino a continuación fue dicho con un tono de retranca, que Paca reconocería:
—Pero no te hagas ilusiones. No pienso contribuir a tranquilizar tu conciencia.
¿Fue a raíz de esa llamada cuando en su mente empezó a cobrar forma un pensamiento difuso, que sólo con el paso de las horas iría definiéndose hasta adquirir el rango de idea? Lucía habría jurado más tarde que sí, aunque en ese instante no fue consciente de ello. Y eso que se trataba de una idea magnífica.
Entre una cosa y otra se le había hecho tarde, como era costumbre en ella. Debía ducharse a todo correr si quería llegar puntual a su cita con ese periodista rescatado de un pasado reacio a cicatrizar, con quien todavía no sabía bien de qué iba a hablar. De hecho, empezaba a arrepentirse de haber concertado ese encuentro, aunque ya era tarde para cancelarlo. Después de haberle evitado durante media vida para terminar yendo en su busca, lo menos que podía hacer era presentarse en el lugar acordado y dar la cara. Sólo cabía esperar que la conversación fuese surgiendo por sí misma.
El tráfico en Madrid era fluido, como ocurría habitualmente durante el fin de semana. Sin colegios ni oficinas, los atascos desaparecían como por arte de magia, otorgando a la ciudad un aspecto grandioso que parecía ampliar el tamaño de las calles y lograba que Lucía se reconciliase con ella. Era entonces cuando descubría el encanto de una capital abierta a todos, así fuesen naturales del lugar o foráneos de visita: hospitalaria, respetuosa, amable, repleta de historia y rincones hermosos por descubrir, además de rica en locales de ocio que hacían imposible el aburrimiento.
Madrid era decididamente un buen sitio para vivir, en el que, por fortuna, llovía poco.
Apenas tardó diez minutos en llegar a la plaza de Colón, presidida por una gigantesca bandera cuyos colores rojo y gualda ondeaban al viento mesetario. Sin proponérselo, le vino a la cabeza lo que relataba su madre en el diario sobre la enseña que coronaba el tejado de la Embajada de España en Estocolmo y le pareció rescatar esa imagen de lo más profundo de su memoria, aunque era probable que se tratara de un recuerdo inducido y, por ende, falso. Uno entre muchos, seguramente, habida cuenta de su tendencia un tanto enfermiza a recrearse en el tránsito por el pasado.
Torció a la izquierda por el paseo de la Castellana y enseguida alcanzó su destino, contando con el viento a favor de los semáforos en verde. Dejó el viejo Seat León en el parking del edificio centenario que albergaba el ABC de Serrano y tomó el ascensor hasta la primera planta. Allí se encontraba la cafetería en la que había acordado encontrarse con José Alberto Santos.
El centro comercial estaba a reventar de gente, comprando en las tiendas que jalonaban las diversas galerías, paseando con sus niños al abrigo del frío o tomando el aperitivo. Lucía tuvo en más de un momento la sensación de hallarse en un lugar distinto del que había visto la última vez que había estado allí, porque la naturaleza de los comercios cambiaba con mucha frecuencia y donde hasta ayer vendían zapatos ahora despachaban ropa interior o bombones. Era complejo orientarse.
Mientras caminaba a paso lento, con cierto recelo ante lo que la esperaba, pensó en lo admirable que resultaba ser el espíritu aventurero de quienes se arriesgaban a invertir tiempo, dinero y esfuerzo en unos negocios tan volátiles como lo eran a todas luces aquellos. La audacia necesaria para embarcarse en semejante aventura debía de ser notable y no estaba, desde luego, suficientemente reconocida.
España seguía siendo un país cicatero con los emprendedores, como lo había sido en los últimos trescientos años. Eso comentaba a menudo su padre, desde su atalaya de viajero y observador incansable. A Lucía le habría gustado decirle que seguía cargado de razón.
La editora no tenía modo de poner cara a su cita a ciegas, puesto que nunca se había encontrado personalmente con él. Pese a ello, nada más verle supo que el hombre sentado en un taburete de la barra, evidentemente incómodo, era Santos.
Tal vez fuese su uniforme de periodista a la antigua usanza: pantalones de franela gris y chaqueta de tweed, camisa Oxford azul, sin corbata, zapatos con cordones de ante marrón oscuro, gabardina apoyada en el asiento contiguo, bajo una cartera de piel. Acaso su cabello rubio veteado de hebras blancas, demasiado largo para la moda, o su barba gris, perfectamente cuidada, que recordaba a las de algunos profesores que había tenido ella en la universidad. Probablemente le delataran sus ojos inquietos, agazapados tras unas gafas de montura de pasta incapaces de ocultar esa peculiar forma de lanzar miradas impacientes, racheadas, repletas de curiosidad.
Se trataba de él sin duda.
Venciendo la timidez natural en ella, que a fuerza de voluntad había aprendido a domeñar, se acercó al caballero tratando de aparentar mucha más seguridad de la que en realidad sentía.
—¿José Alberto Santos? —preguntó antes de tenderle la mano.
—¿Lucía Hevia-Soto?
Se había puesto en pie, con gesto galante.
—La misma…
—¡Al fin la conozco!
La forma en que lo dijo dejaba meridianamente claro que la satisfacción era sincera.
—Es extraordinario…
Lucía miraba directamente al interior de la persona que tenía ante sí, fascinada por el timbre de su voz; esa voz que llevaba tatuada en el alma y que habría reconocido en medio del mismísimo infierno.
—¿Extraordinario?
—Extraordinario, sí —explicó ella, sentándose a su lado—. Que nos hayamos encontrado después de tantos años; que le localizara cuando ayer llamé a la redacción de ABC, sin la menor esperanza de que siguiera usted allí; que el mundo sea tan pequeño…
Pidieron una caña cada uno, mientras buscaban el modo de empezar a trenzar esa charla, tanto tiempo aplazada. Durante unos minutos, que a Lucía se le hicieron interminables, se lanzaron ojeadas de soslayo, sin que ninguno de los dos diera con la frase adecuada para romper el hielo.
Finalmente fue él quien se decidió a arrancar.
—No la cité aquí por casualidad, ¿sabe?
—Llámame Lucía y tutéame, por favor. Esto no es una entrevista.
—Tienes razón. ¡A buenas horas iba a serlo! Sin embargo, no te oculto que me quito una antigua espina con este encuentro.
—Ibas a explicarme por qué me citaste aquí, aunque supongo que lo sospecho.
—Sí, es bastante obvio. —Santos fue a sacar un cigarrillo, en un movimiento instintivo, e inmediatamente volvió a guardar la cajetilla en el bolsillo de su chaqueta, recordando que estaba prohibido fumar en locales cerrados. A guisa de disculpa comentó—: La costumbre, ya sabes…
—Continúa con lo que ibas a decirme, por favor.
—Exactamente aquí —marcó el lugar con los índices de ambas manos—, aunque una planta más arriba, estaba yo esa noche horrible de diciembre del 88, cuando te hice una llamada telefónica que desearía no haber tenido que hacer jamás. Mi mesa estaba nada más entrar a la redacción, de espaldas al vestíbulo.
—Viendo lo que es esto ahora cuesta creerlo —repuso Lucía, pugnando por concentrarse en los recuerdos del periodista en lugar de volver a los suyos—. Nadie diría que no es un centro comercial semejante a cualquier otro de los muchos que hay en Madrid.
—Hace veintitrés años aquí mismo hacíamos todo el periódico —Santos parecía encajar muy bien en esa imagen de periodista clásico que Lucía asociaba con el diario centenario—; desde las reuniones de redacción hasta la carga de los camiones que se llevaban las primeras ediciones a provincias. Más o menos a la altura del parking estaban las rotativas y los talleres, donde se componían las páginas manualmente antes de mandarlas a imprimir. Había que bajar hasta allí por unas escaleras de película de miedo o en un ascensor de principios de siglo que ni siquiera tenía puertas. Aquí, a ras de la calle Serrano, estaba el portón de entrada, custodiado por una legión de ordenanzas…
—El negocio editorial ha variado bastante desde entonces —le cortó sutilmente ella, a quien las catacumbas de ese oficio tan plagado de rufianes no interesaban demasiado.
Santos, sin embargo, no se dio por aludido y continuó con su recorrido por los vericuetos de un pasado que evidentemente añoraba, a juzgar por su forma de evocarlo.
—No sé si te habrás fijado en la escalinata que hay a la derecha de la puerta que da a Serrano. Ahora está clausurada. En aquellos días esos peldaños, cubiertos de gruesa moqueta, daban acceso a la redacción, previo paso por la sala que había acogido a las primeras plumas del periódico, agrupadas en torno a una única mesa…
—José Alberto —cortó por segunda vez Lucía, armándose de valor—. Tú cubriste el atentado en el que murieron mi madre y otras doscientas sesenta y nueve personas más. Tienes que tener más información de la que se ha publicado.
—No creas. Todo lo que se sabía se contó, en su mayor parte esa misma noche y los dos o tres días siguientes. Después, como sabrás tan bien como yo, llegaron las sanciones, las detenciones… Todo está publicado. No hay más, al menos que yo sepa.
—¿Por qué derribaron precisamente ese avión? —insistió Lucía, trasladando a su interlocutor las preguntas que ella misma se había repetido en vano a lo largo de todo ese tiempo—. Y sobre todo, ¿podría haberse evitado esa tragedia de algún modo? Sé que nada de lo que me contestes podrá cambiar lo sucedido, pero te ruego que me digas la verdad.
—¿Venganza? ¿Alarde de poder? ¿Barbarie pura y dura? Ojalá pudiera darte una respuesta convincente. —Había auténtica compasión en sus ojos miopes—. Yo también me he devanado los sesos tratando de hallar porqués a las informaciones que cubro habitualmente y he llegado a la conclusión de que se trata de un empeño vano. El terrorismo nunca tiene causas lógicas, se fundamenta en el odio y se nutre de irracionalidad. No hay nada que entender. Lo único que podemos hacer es combatirlo, cada cual en la medida de sus posibilidades.
—No sé si me dejas como estaba o me quitas un peso de encima. En todo caso tenía que preguntarte. —Dio un largo sorbo a la cerveza—. En cuanto a lo de combatir, te lo dejo a ti. Yo sólo espero que mi hija llegue a vivir algún día en un mundo libre de esta lacra. Mi familia ya ha pagado un tributo suficientemente alto. Todo lo que ansío es poner punto y aparte a este capítulo.
El periodista se percató en ese instante de que había metido la pata y trató de dar marcha atrás.
—¡Haces muy bien! Lo cierto es que tampoco merece la pena implicarse más de lo imprescindible. Nuestra sociedad es tremendamente ingrata. Fíjate, sin ir más lejos, las críticas que están recibiendo estos días las asociaciones de víctimas de ETA por no querer aceptar la negociación del gobierno con la banda.
Lucía era muy consciente del problema. En poco más de una hora había quedado en reunirse con su jefa y estaba segura de que escucharía de sus labios toda una batería de argumentos razonables destinados a justificar los motivos que hacían poco recomendable la publicación de las memorias de un coronel de la Guardia Civil retirado que había dedicado su vida entera a combatir a la organización terrorista vasca. Hasta podía imaginarse algunas de esas razones: imprudencia, presiones políticas difícilmente soportables en un momento de alta vulnerabilidad para el negocio editorial, inoportunidad, falta de demanda, escaso interés, riesgo comercial y un largo etcétera. Paca le diría que Universal estaba obligada a velar por sus intereses empresariales y ella no tendría elementos suficientes para rebatir una afirmación así. Pero ¿los periodistas? ¿Podían aceptar esa mordaza los autoproclamados garantes de la libertad de expresión?
—Deberíais ser más contundentes en la denuncia de estas cosas. —De pronto el hombre que tenía ante sí se convertía en chivo expiatorio de todos los agravios padecidos—. ¡Perdona, eh! Supongo que es más fácil decirlo que hacerlo, aunque sigo pensando que deberíais hablar más claro.
—¿Denunciar qué?
—El abandono social y moral de las víctimas. Los intentos de silenciarnos y escondernos en un desván, pasados los primeros días después de nuestra desgracia, como si fuéramos testigos incómodos de acontecimientos que vale más olvidar. Hablo por mí y por muchos otros.
—Hacemos lo que podemos —se defendió Santos—. Bien sabes tú cuánto te he perseguido para recoger tu testimonio.
—No me refiero a eso.
—Entonces ¿a qué?
—Hablo de amparo, de reconocimiento, incluso de afecto, por qué no. Imagino que es algo imposible de explicar a quien no comparte la misma experiencia. Es algo personal e intransferible, supongo. Siento el desahogo y te agradezco que hayas venido.
—Lucía, te comprendo mejor de lo que crees. ¿Cómo no voy a hacerlo? Sé hasta qué punto se pervierte la realidad, en ocasiones hasta el extremo de invertir los papeles.
—¡Exacto! —Al fin sentía que se hacía entender—. Los verdugos, ensalzados; las víctimas, ignoradas. El mundo al revés.
—Hace unos días ayudé a un compañero con una información que ponía de manifiesto la hipocresía y rapacidad de unos presuntos mediadores internacionales, encabezados por el exsecretario general de la ONU, Kofi Annan, que han venido a España a «interceder a favor de la paz», según ellos, o sea, a poner en el mismo plano a los asesinos y a sus víctimas, a cambio de retribuciones que oscilan entre treinta y cinco mil y ciento cincuenta mil dólares.
—Eso es repugnante —se indignó ella—. A eso me refiero. Deberíais poner mayor énfasis en la denuncia de esas infamias.
—Ya lo intentamos, te lo aseguro, a pesar de que el mero hecho de contarlo, y no digamos criticarlo, te granjea la antipatía de los partidos políticos, del universo donde se mueve el dinero, por lo general muy cobarde, y de la enorme cantidad de gente que sólo aspira a ver zanjado este problema como sea.
El tono de Santos era triste. Destilaba en cada palabra la amargura de ver truncadas muchas esperanzas, unida a la inquietud por un futuro más que incierto para quienes, como él, creían que el periodismo no era un trabajo cualquiera, sino la traducción a los hechos de un compromiso ético.
—Unos lo intentan más que otros —repuso Lucía, un tanto cáustica—. No recuerdo que los periódicos hayan hecho muchas referencias a los muertos en el atentado del vuelo 103 de Pan Am, cada vez que algún gobernante nuestro ha ido a visitar a Gadafi a Libia o él ha venido aquí, con su jaima, su guardia de vírgenes y el resto de la obscena parafernalia que arrastraba.
—Es verdad. La memoria es corta cuando interesa olvidar, y aquí se ha olvidado muy rápidamente.
—Aquí y en todas partes, empezando por vosotros, los informadores.
La cafetería se había llenado de gente que empujaba sin demasiadas contemplaciones a fin de hacerse un hueco en la barra. Varios niños correteaban entre las mesas, dando gritos, evidentemente faltos de educación y control por parte de sus padres. El ruido era infernal.
En esas condiciones resultaba cada vez más complicado mantener una conversación seria, como la que les ocupaba, pese a lo cual Santos no dejó pasar el lance sin salir en defensa de su gremio. Últimamente no dejaba de escuchar críticas de ese tipo y empezaba a estar un poco harto.
—Verás, Lucía —adujo, lo más serenamente que pudo—, a menudo se nos acusa a los periodistas como si fuésemos nosotros quienes decidimos qué informaciones publicar y cuáles no, qué espacio asignarles y cómo tratarlas. En realidad, eso no es así. Los redactores, muy a nuestro pesar, no somos los propietarios de la información; nos limitamos a recogerla y elaborarla lo mejor que sabemos. Son otros quienes deciden, en última instancia, qué interesa y qué no.
—¿Los directores? Me da lo mismo. Siguen siendo profesionales obligados a honrar esa sacrosanta libertad que no se les cae de la boca.
—Tampoco los directores, lamentablemente, a pesar de que la mayoría hace lo que puede para eludir las presiones del poder político, las grandes empresas, los anunciantes… Es muy complicado, y más en tiempos de crisis, cuando a falta de harina, todo es mohína y despidos en las empresas de comunicación. Sólo te pido que lo tengas en cuenta y no nos juzgues con demasiada severidad.
—Sí, supongo que tienes razón. Aun así…
—¿Has oído hablar de Indro Montanelli? —La cara de Santos se había iluminado con esa luz inequívoca que surge de las entrañas cuando evocamos el rostro de una persona querida.
—¡Claro! Disfruté mucho leyendo sus historias de los griegos y los romanos.
—Además de escritor, fue un gran periodista. En mi opinión, el más grande de los contemporáneos. Hace muchos años tuve ocasión de entrevistarlo, cuando acababa de cerrar un periódico fundado después de que el magnate Silvio Berlusconi, editor y propietario del diario que dirigía hasta entonces, tratara de imponerle la línea editorial. Estaba lógicamente dolido por ese fracaso, aunque no se arrepentía de haberlo intentado. Me dijo dos cosas imposibles de olvidar.
—¿A saber? —Si no hubiera mostrado interés, Santos se habría sentido ofendido.
—Una, que la calidad no tiene mercado en el tiempo que nos ha tocado vivir. Dos, que la independencia siempre es posible, si uno está dispuesto a pagar el precio correspondiente. Un precio cada vez más alto, no sólo en términos económicos, sino a nivel profesional y personal.
Lucía supo, nada más oír esas palabras, que les daría más de una vuelta en la cabeza antes de que acabara el día. Eran dos frases lapidarias, de esas que inducen necesariamente a la reflexión. Dos sentencias susceptibles de ser aplicadas a su propia actividad y a su vida. Claro que antes tendría que empezar por definir lo que entendía por «calidad». ¡Casi nada!
Miró el reloj. Eran las dos y cinco, hora de llamar a Paca y concretar el restaurante en el que se encontrarían, dado que se había hecho tarde para pedirle que fuera a buscarla. Sacó el monedero con la intención de pagar, pero Santos se le adelantó con un gesto de la mano que significaba «¡alto ahí!».
—Por favor, déjame esto a mí. Es lo mínimo que puedo hacer.
—¿Por qué? —Lucía no sentía que ese hombre le debiera nada. Antes al contrario, era ella quien se había mostrado esquiva con él durante mucho tiempo, ignorando sin más sus llamadas.
—Porque me tocó ser el mensajero de una noticia que probablemente haya sido la peor de tu vida. Porque si esa llamada ha tenido un profundo impacto en mi existencia, si ha dejado una huella imborrable en mi memoria, apenas acierto a imaginarme la herida que debió de causarte a ti.
—Era tu trabajo.
—Aun así, quisiera pedirte perdón.
—No tienes por qué. No fue culpa tuya. El mensajero nunca es el causante de la noticia.
Santos escuchó esas últimas palabras como quien recibe una absolución, un alivio inmediato para una conciencia atormentada. Era plenamente consciente de su inocencia y no se cansaba de defender por tierra, mar y aire el argumento expuesto por Lucía con total naturalidad, pese a lo cual oírselo decir a ella lo había liberado de una carga.
Razón y corazón no caminan necesariamente de la mano.
—Una cosa más —añadió él, armándose de valor—. Ojalá puedas cerrar esa página y dejarla definitivamente atrás. Ya sé que no soy nadie para decírtelo y me estoy metiendo donde no me llaman, pero me siento de algún modo responsable y por eso me tomo esa libertad.
El timbre grave del periodista había adquirido un matiz cálido. Su expresión subrayaba la sinceridad del deseo que acababa de formular, con mayor elocuencia que cualquier calificativo. Estaba hablando con el alma, sin perseguir otra finalidad que la de transmitir a esa mujer lo que tantas veces se había dicho a sí mismo.
Lucía se sintió conmovida por esa demostración de humildad, por esa forma de actuar tan inesperada, viniendo del representante de una profesión que nunca le había inspirado demasiado respeto y que con el correr de los años parecía encanallarse más y más. Pensó, con agrado, que a partir de ese momento ya no asociaría la voz de José Alberto Santos al desgarro causado por ese «siento ser yo quien se lo diga», sino a la mirada limpia de un profesional honrado.
Un superviviente, a fin de cuentas, exactamente igual que ella.
—Me alegro de haberte conocido —dijo a guisa de despedida, levantándose del taburete—. Si alguna vez necesitas algo de mí, tienes mi número.
—Lo mismo te digo yo. —Él no sabía si darle la mano o un abrazo, así que se quedó quieto—. Hasta entonces, trataré de seguir tu consejo.
Lucía arqueó las cejas en señal de interrogación.
—¿Qué consejo?
—Ser valiente.
El almuerzo con Paca transcurrió en una atmósfera cordial, al calor de una pizza, bañada con cerveza, seguida de un tiramisú. A pesar de alguna tirantez inicial, al confirmar su jefa punto por punto los temores de la editora, hasta esgrimir prácticamente entero el argumentario previsto, el postre hizo honor a su nombre y levantó el ánimo de ambas, poco dadas por naturaleza al rencor.
La decisión final sobre el destino de las memorias de Antonio Hernández no estaba en manos de ninguna de las dos, luego carecía de sentido enfadarse. Aparte de que hacerlo con Francisca Tejedor, Paca para los amigos, resultaba sencillamente imposible. Era preferible tomarse el rechazo con humor, aunque fuese negro.
—Te vas a quedar sin saber lo que es un laguntzaile —dijo Lucía, evocando esa larga entrevista mantenida con el coronel—, y por qué los confidentes son a la Guardia Civil lo que el estiércol al campo.
—¿A saber?
—Basura necesaria para aflorar y cosechar frutos. Una metáfora que podría aplicarse a varios otros colectivos, por cierto. Te aseguro que vamos a dejar pasar una oportunidad de oro.
—Créeme que lo siento —respondió su jefa haciendo un gesto de impotencia—. Es probable que en una editorial más pequeña y especializada sea más factible sacar adelante el proyecto. Hablaré con un par de contactos y se los facilitaremos a tu autor. Nosotros somos demasiado grandes.
—Jefa, sabes tan bien como yo que se lo debemos.
Paca percibió perfectamente que aquello no era una petición al uso ni siquiera un argumento profesional, sino una reivindicación personal surgida de las llagas abiertas de esa colaboradora a la que le unía una amistad entrañable.
—Os lo debemos, tienes razón.
—¿Le ayudarás entonces?
—Haré lo que pueda, aunque no te prometo nada. ¿Qué te voy a contar a ti que tú no sepas sobre los gustos cambiantes de los lectores?
Lucía conocía de memoria el orden de las principales listas de libros más vendidos y recibía mensualmente el informe Nielsen, donde estaban cuantificadas las ventas de los títulos disponibles en el mercado, con precisión milimétrica.
—No me lo digas, que te hago la lista en un minuto: sexo, a ser posible con un toque de perversión; novela negra, en cierto declive; grandes sagas históricas, siempre que estén firmadas por autores reconocidos; autoayuda, en todas sus manifestaciones; escándalos de corrupción política; ensayos demagógicos de coyuntura…
—Y buena literatura —completó el elenco Paca—. La buena literatura es imperecedera.
—¿Tú crees? —inquirió Lucía, recordando la cita de Montanelli sobre la calidad y el mercado.
—Estoy segura de ello. —A pesar de que su responsabilidad era el área de no ficción, Paca conocía bien los secretos del mundo editorial en el que se había movido como pez en el agua desde que se había licenciado en la universidad—. Si la piratería no termina de matarnos, cosa que todavía está por ver, siempre habrá hueco en nuestra programación para una novela que merezca la pena. Lo que me lleva derechita a la cuestión que quería plantearte.
—No me digas que el gobierno va a sacar por fin una ley eficaz y seria que ponga coto a las descargas ilegales de libros, o que has decidido montarte una web pirata con el propósito de redondear tus ingresos. Si es así, a lo mejor me asocio contigo y nos hacemos de oro.
—Ni una cosa ni la otra. Mucho mejor todavía. Me ha dicho Álvaro, el jefe del departamento de ficción, que acaba de llegarle un manuscrito como hacía mucho que no leía. Algo nuevo y original, que introduce una forma inédita de interacción con el lector y puede suponer un bombazo a nivel internacional. Una joya en bruto de un escritor novel, que requiere mucha labor de lija y posterior pulido. ¿Te gustaría editarlo?
Lucía se quedó callada. Ya había previsto que Pepa le ofrecería un premio de consolación, y estaba preparada para rechazarlo. Pero lo que acababa de oír no hacía sino avivar una luz que se había encendido en su mente hacía un rato, hasta convertirla en un reclamo irresistible. Un auténtico faro, comparable al de Alejandría, que indicaba el camino a seguir a partir de ese momento.
No todos los días tenía una la oportunidad de trabajar con material realmente bueno. Contar una historia, construir un relato, explorar emociones, dibujar personajes, enamorar al lector página a página, ayudando a un escritor a ordenar su creación, era lo que mejor hacía ella. Acometer esa empresa con el apoyo entusiasmado de sus superiores suponía sin duda un aliciente añadido. Una forma inmejorable de combatir la tristeza inherente a la marcha de su hija o los coletazos que pudiera propinar, todavía, la rabia derivada del engaño de Santiago.
La perspectiva resultaba tentadora. Sonaba francamente bien.
Ese libro podría convertirse, además, en una inversión rentable para Universal, muy necesitada de aciertos que equilibraran su cuenta de resultados, duramente castigada por la crisis y el robo impune de propiedad intelectual a través de internet.
Decididamente, sonaba de lujo.
—Dime que te he convencido —la urgió su jefa, que había estado observando con atención los leves cambios de expresión que traducían en el rostro de Lucía todas esas consideraciones silenciosas.
—Me has convencido.
—¡Dame un abrazo! —La estrujó con todas sus fuerzas—. ¿Le digo entonces a Álvaro que lo harás, que le cedo a mi mejor editora, por supuesto con billete de ida y vuelta?
—Dile que el lunes hablaré con él —respondió la abrazada, recuperando poco a poco el aliento, mientras abría la caja cerrada que acababa de traerle un camarero con la cuenta y comprobaba el importe de la factura—. Vamos a sorprendernos mutuamente, te lo aseguro.
Ese sábado estaba resultando más intenso que cualquier jornada laborable. Lucía solía trabajar en fin de semana, entre otras cosas porque su trabajo era al mismo tiempo la principal de sus aficiones, aunque esa noche tenía un plan más apetecible aún. Esa noche Laura y ella iban a cenar mano a mano, y tal vez se dejase convencer después para ir juntas a dar una vuelta por el barrio y tomar algo en alguno de los locales que abundaban por allí.
Llegó a casa pasadas las seis, sintiendo la mente en plena ebullición. Se acomodó en su butaca, después de quitarse los zapatos, calculando si le daría tiempo o no a retomar la lectura del diario, que parecía llamarla desde el escritorio. Dado lo avanzado de la tarde descartó la idea, con cierto pesar, diciéndose a sí misma que los placeres aplazados se disfrutan el doble. Tiempo habría para sumergirse en esas páginas, sin prisas.
La visión del portátil abierto, sobre la mesita del salón, le recordó la existencia de un correo por abrir. Un mensaje procedente de Santiago de Chile, firmado por alguien a quien todavía no sabía bien dónde ubicar en el fichero imaginario que se afanaba en vano por ordenar el caótico universo de sus afectos. ¿Amor, amante, amigo, aventura, atracción fatal? Todos empezaban por «a» pero entrañaban relaciones opuestas.
Julián estaba pendiente de clasificación.
¿Cómo era eso que María había escrito en su cuaderno? Lo que le había respondido a Paola cuando esta le insistía para que engañara a Fernando… «No me reconocería».
En eso Lucía siempre había sido muy parecida a su madre. La idea de traicionar a un ser querido le resultaba insoportable. Y, pese a ello, no sólo se reconocía en la mujer que había compartido con Julián una pasión sensual completamente ajena al compromiso, sino que hasta cierto punto le asustaba lo bien que le había sentado la experiencia.
De todas las sorpresas que le había deparado ese encuentro con el músico, la que más seguía sorprendiéndola era la ausencia total de remordimiento. Claro que ella no había necesitado mentir ni tampoco quebrar nada que no estuviese roto de antemano. Había puesto las cartas boca arriba desde el primer momento, consciente de las consecuencias que traería esa confesión.
En cuanto al chileno…
Ninguno de los dos había prometido nada. Y sin promesas no hay embustes que valgan, no hay dolor ni desengaño. No hay esperanzas frustradas.
Se habían despedido con un socorrido «hasta la vista», sabiendo perfectamente que no volverían a verse. Y de repente él reaparecía desde las antípodas, tratando de dar continuidad a lo que había nacido con vocación de ser efímero. ¿Por qué no se atenía al guión? Aunque Lucía no había practicado hasta entonces esa modalidad de juego, creía haber pactado con él las reglas que lo regirían. Ahora no sabía si alegrarse o lamentar el hecho de haberse equivocado tanto.
Abrió la carpeta del correo, en busca del procedente de Chile, con más ansiedad de la que habría admitido si le hubieran interrogado al respecto. Traía consigo un archivo adjunto, lo que hizo que tardara varios segundos en descargarse y convirtiera la espera en una eternidad. Esa misiva despertaba en ella la misma curiosidad que había suscitado su remitente desde el mismo momento en que le había puesto la vista encima. O sea, mucha.
¿Volvería a emular a Frank Sinatra y decirle algo tan estúpido como «te quiero»?
Antes de empezar con la lectura, cerró un instante los ojos a fin de acercarse a Julián. A pesar de la prevención con la que iba a adentrarse en esas líneas, quería que su sonido conservase el acento de quien las había escrito. La música inherente a su forma de hablar. Ese timbre risueño, algo infantil, que constituía uno de sus principales encantos.
Una vez preparada para escuchar con los cinco sentidos, empezó a leer:
Querida española de México:
¿Sabes que Serrat compuso una canción sobre nosotros? ¡Claro que lo sabes! Te lo habrán dicho mil veces y ahora mismo estarás reprochándome, desde el otro lado del ordenador, lo poco original que soy.
Me lo merezco. Discúlpame.
Te escribo al amanecer, después de una noche insomne agarrado a la guitarra, componiendo con las tripas. A través de la ventana de mi alcoba veo las cumbres nevadas de la cordillera, que parecen peinar el cielo con púas de fuego prendidas por el sol naciente. Es hermoso y poderoso, tan poderoso y hermoso que me ha recordado a ti.
Apuesto a que te gustaría esta ciudad de anchas avenidas, asentada entre los Andes y el océano. A ella le gustarías tú, te lo aseguro. Me lo dicen sus aceras arboladas y las estatuas de sus plazas; los cangrejos del Pacífico, tan sabrosos como los que comimos en Asturias aunque mucho más grandes; las nubes que sobrevuelan los rascacielos de Santiago; las gentes, ansiosas por conocerte.
La primavera se abre paso aquí con fuerza. En el sur, camino de Tierra del Fuego, habitada por glaciares y ballenas, la pradera de la Patagonia debe de estallar en una paleta infinita de colores. El viento, que ruge con furia, nos llama. Puedo oírlo. Es mi cómplice. Allá conozco un lugar, apartado de la civilización, donde reviviríamos o reinventaríamos ese fin de semana compartido que pone música a mis sueños. Una cabaña de troncos, perdida en la inmensidad de la estepa, desde la cual se divisan, en los días claros, las majestuosas Torres del Paine.
¡Una locura que te aguarda!
No son torres construidas por el hombre. ¡Qué va! No te hablarían de batallas ni hazañas similares a las que me contaste tú mientras conducías, en la noche, hacia la tierra de tu padre. A falta de castillos y catedrales, yo te ofrezco la naturaleza salvaje de mi patria chilena, nuestro territorio virgen, los arroyos que en esta época bajan de las montañas rebosantes de agua helada, su cielo puro, el silencio.
Lucía, te extraño. Ya te lo dije, me embrujaste con tus historias de Scherezade de la que espero mil noches más. Y mil días. Días y noches en los que no me cansaría de escucharte y abrazar a tu lado la vida, haciendo mías tus ganas.
¿Qué me dices?
El álbum del que te hablé va cobrando fuerza. Si todo se desarrolla según lo previsto, empezaré a grabar en un par de meses, lo que significa que me encerraré en un estudio hasta finales de verano. Ayer fui a visitar las instalaciones con el fin de probar el sonido y aproveché para hacerte este pequeño regalo, que adjunto en el correo. Espero que acaricie tu alma herida.
Al principio probé con Serrat, pero sonaba demasiado obvio. Mi «Lucía», la que te escribí yo, es una composición coral para bocas y piel, destinada a ser interpretada a dos voces. Una sinfonía ardiente como la mujer que se esconde en ti. Apelo pues al maestro Benedetti, que pone letra certera a lo que quiero decirte. La música es mía, al igual que la voz. Bueno, en realidad son tuyas, puesto que tú las inspiraste.
TQ,
JULIÁN
«¿Scherezade? ¿Abrazar la vida?», pensó Lucía, sangrando por las heridas de su reciente ruptura. A nueve de cada diez hombres lo que les gusta abrazar son curvas, más o menos pronunciadas según las preferencias. Y los que dicen otra cosa mienten o se engañan a sí mismos. La palabra «peligroso» se queda corta para describir a este cantante. Es el demonio en persona… O un ángel caído del cielo.
Finalmente terminó de descargarse el archivo adjunto al correo, que contenía un vídeo casero grabado con el móvil. En él aparecía Julián, con un fondo típico de estudio de grabación, sentado en un taburete bajo. Vestía vaqueros, camisa blanca y zapatillas deportivas, como la última vez que lo había visto ella en el aeropuerto, a punto de cruzar el control de pasaportes. Una cinta de cuero ceñida en la frente sujetaba su melena e impedía que le cayera sobre el rostro, mientras punteaba suavemente acordes, a la vez que recitaba:
Compañera
usted sabe
puede contar
conmigo,
no hasta dos
o hasta diez
sino contar
conmigo.
Lucía conocía ese poema, por supuesto. Lo había leído a menudo. Nunca hasta entonces, empero, le habían llegado tan hondo los votos que formulaba el poeta. Nunca había sentido en la piel el significado de su promesa y su ruego.
Si alguna vez
advierte
que la miro a los ojos
y una veta de amor
reconoce en los míos,
no alerte sus fusiles
ni piense ¡qué delirio!
A pesar de la veta,
o tal vez porque existe
usted puede contar
conmigo.
—¡Eso quisieras! —musitó, sonriendo, la destinataria de esos versos—. Que no alertara mis fusiles. Pues están en máxima alerta y así van a seguir estando, por mucho que me halaguen tus requiebros, artista. Julián, entre tanto, seguía declamando:
Pero hagamos un trato.
Yo quisiera contar
con usted.
¡Es tan lindo
saber que usted existe!
Uno se siente vivo.
Y cuando digo esto
quiero decir contar
aunque sea hasta dos,
aunque sea hasta cinco,
no ya para que acuda
presurosa en mi auxilio
sino para saber
a ciencia cierta
que usted sabe que puede
contar conmigo.
Lucía volvió a recordar esa canción de Kenny Rogers que parecía escrita para la ocasión: «No te enamores de un soñador, porque siempre acabará tomándote el pelo». ¿Estaría inspirada en Julián?
«No podías atenerte al guión, ¿verdad?», volvió a reprocharle en su fuero interno, tratando de dilucidar si estaba conmovida o enfadada.
Sus maneras de trovador experto en rituales de conquista producían en ella el efecto de un imán y simultáneamente el de un semáforo en rojo. Ese rostro mestizo, bello, que había contemplado durante horas sin cansarse en el transcurso de su estancia en Asturias, que había cubierto de caricias y de besos, se tornaba de repente calavera descarnada cruzada por dos tibias. Veneno.
¿Por qué lo había elegido entonces? ¿Por qué había ido directa a por él, durante aquella convención de libreros, ajena a los peligros que pudiera entrañar una aventura a su lado?
La imagen de María acudió de nuevo a su mente, por sorpresa, con una fuerza increíble. La vio recién casada, casi una niña, abandonar su San Sebastián natal para embarcar plácidamente en un avión, rumbo a Cuba, sin el menor atisbo de miedo, abrochada a la confianza absoluta que le inspiraba el hombre con el que iba a compartir su vida… Y al amor.
Rota la confianza, pensó Lucía, queda el amor o no queda nada. Su madre había conseguido milagrosamente mantenerlo intacto, contra viento y marea, alentando en ella hasta el último día. Se había empeñado en protegerlo y conservarlo a base de generosidad, convicción y entrega. Nunca había dejado de amar a Fernando ni tampoco de sentirse amada.
Su madre había sido una mujer afortunada.
—Ya veremos adónde va esto —dijo a la pantalla, dirigiéndose a Julián—. Tal vez merezca la pena contar contigo, aunque sea hasta dos. Aunque sea hasta cinco. Me gustas mucho, poeta. Y en todo caso la vida es ahora. Ni ayer ni mañana; ahora mismo.
El zumbido característico de un mensaje en el teléfono móvil le hizo dar un respingo. Era su hermana, que preguntaba si estaba disponible para hablar un rato. Lucía agradeció la interrupción. Mercedes era un magnífico antídoto de realidad contra el riesgo inherente al espejismo encarnado en Julián. Un pretexto perfecto para librarse de contestar a su correo. De ahí que respondiera al instante: «Cuando quieras».
Antes de que sonara el primer timbrazo se sorprendió a sí misma pensando: «Sin promesas ni planes de futuro no hay esperanzas frustradas, es cierto. Tan cierto como que la vida carece por completo de valor cuando falta la esperanza».
—¿Molesto? —Mercedes debía de estar un poco dolida por la brusquedad con la que había sido tratada en el transcurso de su última llamada.
—En absoluto. De hecho, te has adelantado por cinco minutos. Pensaba marcar tu número ahora mismo.
—¡Qué casualidad! —Había cierto escepticismo en el tono—. ¿Y a qué iba a deber el honor?
—Verás… El otro día, ordenando el trastero de la calle Ferraz, encontré un diario de nuestra madre.
El auricular se quedó mudo. Lucía era consciente de que la noticia iba a producir un impacto en su hermana tan grande al menos como el que había sufrido ella, y no se sorprendió. A fin de cuentas era a Mercedes a quien María iba a visitar cuando el avión en el que viajaba había sido derribado por una bomba terrorista. Aunque nunca lo hubiera confesado abiertamente, parecía probable que ella albergara cierto sentimiento de culpa por esa muerte violenta acaecida prematuramente o, cuando menos, un desgarro especial y único.
Mercedes había tenido que hacer frente al duelo por su madre, asesinada, mientras criaba a un hijo recién nacido. No había podido llorarla como hubiera querido y necesitado hacer, de manera que se había obligado a esconder a ese espectro en el rincón más oscuro de la memoria, el más inaccesible. Lucía, en cambio, pecaba exactamente de lo contrario.
Cada vez que entre las hermanas surgía el tema de la pérdida que compartían, de la brutalidad de esa muerte o de la injusticia sufrida, el consejo de la mayor a la pequeña era el mismo: «Tienes que superarlo, pensar que está en un lugar mejor y seguir adelante con tu vida».
Lucía solía preguntarse si de verdad Mercedes era capaz de atenerse a esa recomendación, sin duda muy razonable, que a ella le resultaba imposible llevar a cabo.
—¿Mercedes? ¿Sigues ahí?
—Sí. —Su voz anormalmente baja delataba lo que debía de estar bullendo en su interior y jamás confesaría—. Es que nunca pensé que nuestra madre escribiera un diario. No era el tipo de persona sofisticada que alberga secretos, ¿no? Era más bien una mujer previsible, una madre convencional.
—A mí también me sorprendió encontrarlo, y mucho más ir descubriendo su contenido.
—¿Sobre qué escribía?
—Todavía no lo he terminado, aunque me falta muy poco. Está escrito en Estocolmo, en octubre de 1962, durante la semana de la crisis de los misiles de Cuba que casi desata una confrontación nuclear. Se ve que pasó mucho miedo por nosotros, y sobre todo por Miguel e Ignacio, que estaban en España.
—¿Miedo? No creo haber visto nunca a nuestra madre asustada. Tú eras muy pequeña, pero yo me acuerdo perfectamente de esos días y te aseguro que no pasó miedo. Salía, entraba, hacía la vida de siempre. ¡Si era una roca!
—Que no la viéramos asustada no quiere decir que no lo estuviera. —Lucía tenía la ventaja del conocimiento—. Y no sólo por la posibilidad de que estallara la guerra… Ya verás cuando lo leas. Mañana por la mañana te envío el documento escaneado.
—¿A qué te refieres? ¡Cuenta más! Ahora que me has puesto la miel en los labios no puedo esperar a mañana.
—Es mejor que lo leas, hazme caso. —Lucía empezaba a arrepentirse de haber adelantado a su hermana la información sobre semejante hallazgo, antes de compartir con ella el manuscrito—. Verás por ti misma a qué me refiero. La que firma esas líneas no es nuestra madre, es una mujer como tú y como yo… no sé cómo explicarme mejor. Te lo mando esta misma noche.
Nada más pronunciar las palabras «nuestra madre» se dio cuenta de que la expresión era incorrecta. María había sido una madre para Mercedes y otra muy diferente para Lucía, para Miguel y para Ignacio. Ni mejor ni peor, sólo distinta. Cada uno de ellos atesoraba una experiencia singular, recuerdos personales diferentes a los de los demás, un punto de vista propio y un juicio basado en su propia percepción. Probablemente por eso casi nunca hablaban entre sí de su madre ni tampoco de su padre.
Los distintos enfoques que cada uno hacía, tan alejados entre sí que llegaban a ser contrapuestos, derivaban irremediablemente en bronca.
Impaciente por salir de un terreno en el que no debería haber entrado, Lucía trató de responder a la pregunta de Mercedes resumiendo en una frase lo que sentía en aquel momento:
—Me gustaría haber heredado su fortaleza y su capacidad de amar.
—Y su paciencia y su resignación… —El tono era en cierto modo irónico, como si escondiera un reproche.
—¿Lo dices por…? —Lucía era consciente de que su hermana no daba puntada sin hilo—. ¿Tú sabías que papá…?
—¡Pues claro que lo sabía! Siento que te hayas enterado. Ahora déjalo estar. Las cosas del pasado están muy bien donde están.
—Bueno, no siempre son esas cosas exactamente lo que parecen, ni la explicación más sencilla resulta ser la correcta. Ya lo verás por ti misma y me dirás lo que opinas. Yo te repito que habría deseado heredar su capacidad de amar y haberme sentido tan amada como ella.
A partir de ese momento la conversación no iba a dar mucho más de sí, pensó Lucía. Ni su hermana podría entender ni ella sabría explicar hasta qué punto aquellas páginas estaban cambiando no sólo la opinión que tenía de sus padres y la relación que habían mantenido entre ellos, sino el modo en que ella, Lucía, había contemplado hasta entonces conceptos aparentemente tan sencillos como la fidelidad o el amor.
Hacía apenas unos días había sostenido ante Santiago, tajantemente, aquello de que quien ama de verdad no engaña, y ya empezaba a poner en duda su propia afirmación. Tal vez se pudiera amar y traicionar, después de todo, aunque a un precio terriblemente elevado. A costa de un sufrimiento atroz, difícilmente soportable tanto para el traicionado como para el traidor.
En esta vida, lo sostenía su terapeuta Raúl, cargado de razón, todo lo auténtico se paga, ya sea en forma de renuncia, en soledad o en dolor.
—¿Cuándo se marcha Laura? —preguntó Mercedes en una evidente maniobra de evasión.
—Mañana. —También Lucía agradeció el cambio de tercio—. Dentro de un rato nos vamos a cenar las dos para despedirnos. Empieza una nueva etapa y se va llena de ilusión, a sembrar allá donde hay alguna oportunidad de cosechar. No creas que se marcha triste, es una luchadora.
—Esperemos que no dure mucho el exilio y pueda regresar pronto a España, ¿no? —Su hermana sabía de sobra lo mucho que representaba esa hija para Lucía.
—No estoy muy segura, la verdad. Tal vez encuentre su camino allí, como te ocurrió a ti, y se instale definitivamente en otra tierra. Tú y yo sabemos mejor que la mayoría de la gente que nada es eterno y que los cambios pueden ser buenos o malos, dependiendo cómo se los tome una. —Lucía estaba más cómoda en ese terreno en el que sentía la complicidad tejida con Mercedes a lo largo de los años decisivos de la infancia—. Las cosas, las personas, las situaciones tienen un comienzo y un final. Vienen y van. Lo aprendimos de niñas, a base de mudanzas y nuevos colegios. Es un entrenamiento duro pero útil.
—¡Y que lo digas! A lo de duro, me refiero… Pero sin duda resultó ser útil. A ninguna de las dos nos ha faltado nunca el trabajo.
—Ni nos ha tumbado una tormenta. Ahora que la precariedad empieza a ser la tónica en este país, algunas llevamos ventaja. No necesitamos un libro de autoayuda para saber que si el viento no te quiebra te hace invencible.
—Y que detrás de cada ruptura hay una oportunidad.
—Tú lo has dicho. Somos nómadas en busca de un hogar siempre huidizo, capaces de acampar en cualquier parte y levantar el campamento a la mañana siguiente, sin mirar atrás.
—Uy uy uy… —Mercedes la conocía tanto que solía adivinarla—. ¿Hay algo en perspectiva que quieras compartir conmigo?
—Nada claro por el momento. Pájaros en la cabeza, cantos de sirena, ofertas laborales, proyectos difusos, ideas locas. Te escribiré con calma para contártelo, ahora tengo que irme.
—¡Mándame el diario!
—Esta misma noche. A ti y a los chicos.
El espejo le mostró una imagen familiar con la que había aprendido a convivir sin excesiva dificultad. No tenía el glamour de su madre ni mucho menos su habilidad para sacarse partido, pero tampoco podía quejarse. El rostro que la observaba desde el otro lado del cristal era el de una mujer con una mirada intensa, cuya expresión estaba impregnada de curiosidad.
Mientras se aplicaba el maquillaje sin demasiada habilidad, ayudada por una esponjita especial, fue haciendo el recuento de las arrugas con las que se iba encontrando, aceptándolas y reconociéndolas. Las del cuello, excavadas una a una a golpe de horas de lectura. Las que surcaban el contorno de sus ojos miopes, insaciablemente ávidos de contemplar nuevos paisajes. Las que el tiempo había labrado alrededor de sus labios hambrientos de experiencias, sedientos de amor, empeñados en morder, masticar y saborear hasta el último bocado de vida que les fuese dado probar antes de exhalar el último aliento.
Esa noche salía con Laura y quería estar guapa.
Le llevó lo suyo completar la obra de restauración en marcha, a base de sombra de ojos, rímel, colorete y lápiz de labios, aunque, una vez concluida la tarea, el resultado le pareció bastante satisfactorio. Tanto, que se regaló una sonrisa de esas que se prodigaba poco por tenerlas reservadas para las personas más queridas. Y no porque estéticamente le gustara demasiado lo que contemplaba, sino porque acababa de caer en la cuenta de que el rostro que tenía ante sí era el que ella había construido; el fruto de su voluntad, sus decisiones, sus actos, sus aciertos y sus fracasos.
Un último toque de esencia de Dior Grand Bal puso fin a la operación y llevó inevitablemente a su mente el nombre de María, su aroma a perfume mezclado con tabaco rubio, la seda de su piel cálida, su voz… evocadas, al fin, sin desgarro ni rabia ni amargura, con la paz que trae consigo la aceptación de lo acontecido. Una resignación nacida en parte de la comprensión, en parte de la convicción de haber obtenido justicia.
Laura tenía razón. Su madre siempre había vivido junto a ellas, al calor de la memoria, y allí permanecería en los años por venir, ocupando el lugar más abrigado de la casa.