Estocolmo, viernes, 26 de octubre de 1962
Son las once y media de la noche. ¡Vaya horas de ponerse a escribir! He tenido que mirar el reloj para confirmar la fecha y sí, todavía estamos a 26 de octubre. Un día terriblemente largo, que la Historia recordará como el que marcó el principio del fin de una pesadilla aterradora.
Eso quiero pensar, al menos.
Hace sólo unos minutos que hemos vuelto Fernando y yo de la Embajada. Bueno, en realidad de la cancillería, situada en un pequeño edificio anejo que hasta hoy no conocía. Él debe de estar ya dormido. Yo no tenía sueño, de modo que aquí estoy, preguntándome si, como parece pensar la mayoría de la gente que me rodea, de verdad se aleja la posibilidad de que Kruschev o Kennedy aprieten el maldito botón que acabaría con este mundo o lo convertiría en algo irreconocible.
Me gustaría decir que sí, pero en realidad todavía no estoy segura.
Serían las siete de la tarde cuando Fernando ha llamado a casa para decir que estaban a la espera de recibir un largo telegrama cifrado del ministerio y que se quedaría en el despacho hasta tarde con el fin de desencriptarlo. En condiciones normales, no habría dado mayor importancia al asunto. Dada su cita de ayer con la tal Inger, que pudo no haber sido nada pero sigue atormentándome el alma, todas mis alarmas interiores se han puesto a sonar con estruendo, como lo hacían durante los bombardeos de mi infancia. Sin saber de dónde ha surgido semejante inspiración, se me ha ocurrido responderle con la mayor naturalidad posible:
—No te preocupes. Tomo un taxi, me acerco a llevarte la cena y la tomamos allí juntos.
Pensaba que iba a rechazar de plano mi oferta. De ahí que me haya producido tanta sorpresa constatar que no ponía inconveniente alguno. Tampoco se ha mostrado especialmente entusiasmado, esa es la verdad. Simplemente me ha pedido que abrazara de su parte a las niñas, ya que no las vería esta noche.
—Dile al Juguete que mañana merendamos juntos y le cuento una aventura de don Quintín de Pamplona.
Fernando está chalado con Lucía. Esta pequeña le ha vuelto del revés.
A las ocho y media en punto me dejaba el taxi frente a la cancela del frondoso jardín que rodea la Embajada. Un par de luces encendidas en el pabellón que acoge las oficinas daban cuenta de que, pese a la hora avanzada, todavía había alguien trabajando allí, cosa realmente insólita en Estocolmo. Se trataba por supuesto de Fernando, que ha salido a abrirme personalmente, rebuscando entre las llaves del grueso manojo que llevaba en la mano.
En contra de lo que me había temido, no parecía estar de muy mal humor, aunque sí nervioso. ¿Quién no lo está en estos tiempos?
La luz de una luna llena, acostada prácticamente sobre la línea del horizonte, se filtraba entre jirones de nubes, alargando las sombras de los árboles hasta dibujar un paisaje irreal. En el silencio del jardín nuestras pisadas resonaban sobre la grava con un eco que me ha parecido ensordecedor. Incluso el beso fugaz que nos hemos dado a guisa de saludo se me ha antojado ruidoso.
Noche, frío, eco… Todos los elementos se habían confabulado para añadir dramatismo a una situación ya de por sí muy tensa.
—Dime que ese telegrama es portador de buenas noticias, por favor —he abierto el fuego, mientras me quitaba el abrigo una vez dentro del edificio.
—Todavía no lo sé —me ha respondido, algo seco—. Sigo esperando a que llegue y parece que la cosa va para largo. Supongo que tendrá que ver con la importantísima sesión celebrada ayer en el Consejo de Seguridad. Claro que entre la diferencia horaria con Nueva York y lo laborioso que resulta el proceso de cifrar y descifrar mensajes, hay que armarse de paciencia.
—¿No puede esperar a mañana?
—No. El embajador quiere que le pase el texto esta misma noche, o sea que voy a estar ocupado. No deberías haber venido, vas a aburrirte como una ostra.
—¡Tendrás diez minutos para cenar algo! —he rebatido, buscando un sitio para dejar la cesta que había preparado Jacinta con fritos de pescado y huevo, bocadillitos de jamón ibérico, sándwiches de atún y mayonesa y algún otro capricho de los que ella sabe que le gustan a su señor—. Así te hago compañía y veo dónde trabajas.
Es increíble lo que consigue hacer nuestra cocinera con los ingredientes disponibles en Estocolmo. Se maneja con las coronas suecas mejor que yo, conoce a todos los proveedores que disponen de productos de importación y no tiene miedo alguno a subirse al tranvía e irse a buscar lo que haga falta al quinto demonio, si lo necesita para uno de los guisos que agradan a Fernando o a Lucía, que son sus dos grandes amores.
Parece mentira que esta mujer apenas recibiera educación y se pusiera a trabajar recién cumplidos los trece años. Creo que es más lista que todos nosotros juntos, y desde luego una valiente. Claro que tampoco tuvo alternativa. Siendo la mayor de nueve hermanos en la España de la guerra y la posguerra, o espabilaba o se moría de hambre. Ella nos demuestra cada día que el esfuerzo y la voluntad son capaces de suplir las más graves carencias.
Pero volvamos al relato que ya me pierdo en digresiones.
Era la primera vez que visitaba esa parte de la Embajada, por lo que Fernando me ha hecho de guía a través del recinto. Lo cierto es que tampoco había mucho que ver, ya que se trata de unas instalaciones modestas, de tamaño reducido, sin parangón con el suntuoso palacio que acoge las estancias privadas.
Esto es mucho más humilde: un espacio de dos plantas, la de arriba rodeada de una galería abierta a un gran patio central cubierto. Algo parecido a una corrala, a la que se accede por una puerta lateral, independiente, situada a la izquierda de la escalinata que lleva a la entrada principal del palacete.
No había gran cosa que mostrar, pero Fernando ha encontrado el modo de hacer ameno el recorrido.
—Aquí abajo está la sección consular —señalaba un mostrador de atención al público, detrás del cual se veían algunos escritorios y archivadores baratos—, y arriba, la diplomática. Mi despacho y el del embajador están allí, aunque él suele trabajar desde el que tiene en la residencia, mucho más confortable.
—¡No me extraña! —Recordaba perfectamente el escritorio de estilo imperio, los tapices y cuadros de alta escuela, la alfombra, los adornos de plata o marfil y, sobre todo, el diván perfecto para la siesta que decoran esa habitación.
—Bueno, esto tiene sus ventajas.
—¿Por ejemplo?
—Por ejemplo —me ha explicado, mostrando con la mano un despacho situado a su derecha—, aquí abajo trabaja Javier, el secretario encargado de los asuntos consulares, que tiene desde su mesa una visión perfecta de quién entra y quién sale.
—¿Y eso es bueno?
—¡Ya lo creo! Los sábados por la mañana, que es cuando vienen los españoles a hacer gestiones, acompañados de sus segundas esposas, suele utilizar un palo de escoba para golpear el techo y avisarnos a los de arriba de la presencia de un «monumento» especialmente llamativo, de manera que podamos asomarnos a la galería y así disfrutar del espectáculo.
No sabía si reír o enfadarme, así que he optado por lo primero. Bastaba con imaginarse a Javier, armado de un palo de escoba, en funciones de vigía, y al resto de los empleados, convertidos en adolescentes que miran a las chicas a escondidas en el patio del colegio, para darse cuenta de que la escena debía de ser realmente cómica.
Cuando pienso en lo muy en serio que se toman ellos a sí mismos siempre, especialmente si hay señoras cerca…
¡Y luego dicen que las mujeres somos simples!
Con todo, habría defraudado la opinión que Fernando tiene de mí si no le hubiese preguntado:
—¿Qué es eso de las «segundas esposas»?
—María —me ha dirigido esa mirada habitual suya que aúna ternura y condescendencia—, aquí muchos compatriotas nuestros son bígamos, para qué te voy a engañar. Tienen a una mujer en España y a otra en Suecia, de modo más o menos oficial.
Estaba a punto de pedirle detalles sobre tan sorprendente fenómeno, cuando se me ha adelantado:
—¿Sabes cuál es el secreto de su éxito?
—Pues no.
—La generosidad y la simpatía. Podrán ser bajitos, feos y pobres, pero son también alegres y desprendidos; eso es lo que los diferencia radicalmente de los suecos. Invitan a esas chicas a unas copas, bailan con ellas y las hacen reír. Así se las meten al bolsillo. Deberías ver a las mujeres que pasan por aquí del brazo de hombres a los que sacan la cabeza.
La admiración con la que lo decía era absolutamente genuina. Hablaba en tercera persona, aunque sospecho que habría podido hacerlo en primera, aun sin ser bajito ni feo ni pobre.
Yo, en todo caso, ya había oído suficiente de un tema que en este momento no me resulta especialmente divertido, y tampoco tenía ganas de adoptar el papel de abogado defensor de todas esas esposas burladas, de modo que he dado un giro a la conversación, a fin de dirigirla hacia cuestiones menos espinosas.
—Entonces ¿no sabes sobre qué versa ese telegrama que esperas?
—Ya te lo he dicho. Supongo que se referirá a la sesión que está celebrando el Consejo de Seguridad en torno a la crisis de los misiles cubanos. Ayer fue una jornada decisiva, por lo que es de suponer que nuestro embajador ante la ONU habrá emitido un informe que el ministerio ha querido distribuir a las principales embajadas. Estamos en el momento álgido del conflicto y de ese foro podría salir una solución o una declaración de guerra.
—Ya estás hablando otra vez igual que el otro día en la cena con los embajadores. ¿Quieres hacer el favor de no mencionar esa palabra así, con tanta ligereza?
—Es una forma de expresarlo, mujer. —Me ha acariciado la mejilla, como hace con Lucía cuando ella dice algo que le hace gracia—. No creo que la sangre llegue al río.
—¿Qué dice el gobierno español?
Hasta entonces apenas había tenido oportunidad de charlar a solas con él y estaba ansiosa por hacerlo, porque su criterio es para mí el más fiable, aunque me ha obligado a tirarle de la lengua.
—He leído en el periódico que, en caso de necesidad, Madrid estaría dispuesta a activar los acuerdos de cooperación militar que permitirían a los norteamericanos utilizar las bases emplazadas en España.
—Eso se da por supuesto. Pero te repito que no te preocupes, dudo mucho que alcancemos esa situación.
A esas alturas de la noche estábamos en su despacho, ubicado en una habitación amplia, de techo alto y suelo de tarima vieja, tan cálida como ruidosa, que se asoma a través de dos amplios ventanales a un brazo de mar por el que transitan elegantes veleros iluminados con luces tenues. Sobre su mesa, un amasijo de documentos y periódicos daba testimonio de una actividad más intensa de la habitual en un puesto generalmente tranquilo hasta el extremo del aburrimiento.
—¡Tengo apetito! —Se ha frotado las manos, como si se las lavara, en un gesto característico suyo que significa expectación dichosa—. Veamos qué suculencias nos brinda hoy Jacinta…
A Fernando le gusta comer, le gusta beber, le gusta bailar… Disfruta con avidez de todos los placeres sensuales que brinda la vida y también de los intelectuales. Nada le deja indiferente. Goza o sufre con pasión. Ama u odia sin término medio. Celebra el júbilo o abraza la cólera de manera extrema. Las emociones se le desbordan para bien y para mal.
Sólo a costa de mucho oficio ejerce la diplomacia, cuya esencia se adecúa notablemente mejor a mi personalidad que a la suya. Bueno, de oficio y también de disciplina, aprendida desde la infancia de otro hombre igualito a él. ¡Menudo era su padre! Nunca le puso la mano encima, pero cuando don Víctor levantaba la ceja y alzaba la voz, temblaba el misterio.
—Fernando, estamos solos, háblame sin disimulos —he insistido, a la vez que buscaba el modo de hacer sitio entre los papeles para colocar a su alcance el contenido de la cesta: cuatro platos cubiertos con paños de cocina limpios, dos copas y una botella de vino de Rioja.
—Es la verdad —ha contestado él, llevándose un canapé a la boca—. Nuestro gobierno no cuenta. Es un convidado de piedra en esta crisis, como en tantas otras. Se limita a respaldar lo que dice el ejecutivo de Estados Unidos, especialmente ahora que este se enfrenta directamente al comunismo.
—¿Te parece mal?
—¡No! ¿Cómo iba a parecerme mal? Ya sabes lo que opino yo de Jack Kennedy, es un gran tipo y merece todo el apoyo que pueda recibir. Es más, estoy persuadido de que con la estrategia que está siguiendo, una sabia mezcla de firmeza y contención, logrará evitar la guerra.
—¿Entonces?
—Simplemente respondo a tu pregunta diciendo que lo que haga o deje de hacer Madrid es irrelevante en este momento. Lo único que cuenta es lo que hagan Washington, Moscú y las Naciones Unidas. Francia y el Reino Unido, como miembros permanentes del Consejo de Seguridad, son consultadas, aunque no tengan capacidad de decisión. Nosotros, ni eso.
—¿Y no deberían consultarnos? Si nuestro país puede verse involucrado tan directamente en un conflicto, lo menos que podría pedirse es que contaran con nuestro parecer. ¿No estás de acuerdo?
—Tal vez. En todo caso, la opinión del Caudillo no tiene demasiada importancia. Franco no se caracteriza precisamente por su visión estratégica, sobre todo en cuestiones que trasciendan el ámbito español.
—Siempre dices lo mismo…
—Porque es la realidad. Siente una aversión profunda por todo aquello que escapa a su control. Desconfía de los extranjeros y de los organismos internacionales. Nunca ha perdonado las sanciones impuestas a España por los Aliados en Yalta, que nos habrían matado de hambre de no ser por la ayuda de Perón.
—Y hace bien. Nos hicieron volver a pagar cruelmente una guerra civil que bastante dolor había costado ya.
—¡Si sólo fuera eso! En realidad, Franco desconfía de la política en sí. Desconfía de casi todo y casi todos. Sólo se fía de su propio olfato y de Dios.
—Nunca te ha gustado Franco, ¿verdad? —Más que una pregunta, era la constatación de un hecho del que pocas veces habíamos hablado tan abiertamente como lo hemos hecho hoy.
—Ya conoces la respuesta —ha contestado él, limpiándose unas gotas de mayonesa del bigote con una de las servilletitas bordadas que Oliva había incluido en la cesta de ese improvisado picnic.
—Yo, fíjate, le agradezco que ganara la Guerra Civil y que no nos metiera en la mundial. Lo que no le perdono es haber tachado a Guipúzcoa de «provincia traidora» por no adherirse al Alzamiento. Otras muchas tampoco lo hicieron y no fueron víctimas de esa ofensa.
—Cada cual sangra por sus propias heridas…
—Pues sí, y yo por las mías. ¿Se merecían esa deshonra los miles de voluntarios que, como mi propio hermano, se unieron a las filas del Movimiento y no tuvieron la suerte de volver a casa? Esa declaración ha generado muchos rencores allí, te lo digo yo. Rencores que algún día saldrán a la luz y reclamarán venganza.
—Hace muchos años de aquello.
Estaba claro que no iba a darme la razón en ese punto ni tampoco a quitármela. A Fernando, creo haberlo dicho ya, le disgusta profundamente hablar de una guerra, la nuestra, que le robó no sólo los mejores años de su vida, sino a varios de sus seres más queridos. Prefiere centrarse en la política actual, que contempla con decepción.
—Franco es sin duda un gran militar —ha añadido—, con un innegable valor físico acreditado en el campo de batalla; nadie puede discutirle esa condición. Pero en esta vida uno tiene que saber cuándo llegar y sobre todo cuándo marcharse por el bien de su país.
—No debe de ser fácil.
—Claro que no. Por eso es precisamente esa cualidad la que diferencia a un hombre de Estado de un caudillo. A mí me gustan más los primeros que los segundos, de la misma manera que prefiero la democracia a secas que la que lleva por apellido «orgánica». Algunas palabras clave pierden su significado cuando se adjetivan.
—Yo no entiendo de política, pero no recuerdo una época en la que España estuviera mejor que ahora. Tenemos paz, trabajo, pan y futuro. ¿Qué más se puede pedir?
Fernando ha torcido el gesto, visiblemente molesto. Cuando está a punto de encolerizarse se le afila la expresión y se le enfría la mirada hasta el punto de dar miedo. Luego, unas veces estalla y otras se contiene a duras penas, dependiendo de su estado de ánimo. Hoy, afortunadamente, ha preferido mantener la calma, sin dejar de rebatir mi comentario.
—Ese es exactamente el argumento que emplea el régimen a fin de perpetuarse, tratando a los españoles como a niños menores de edad incapaces de gobernarse por sí solos. No te niego que España haya empezado a despegar económicamente con fuerza y que ese despegue anuncie buenos tiempos por venir…
—¡Pues eso mismo digo yo!
—Y aciertas. Pero yo sostengo que para mantener esa tendencia no es preciso restringir las libertades políticas. ¿Tú crees que los españoles somos intrínsecamente peores que los suecos, los ingleses o los franceses?
—No lo sé, la verdad. Sólo digo que ahora tenemos paz y prosperidad, que es tener mucho.
—Pues yo estoy convencido de que los españoles somos homologables a cualesquiera otros ciudadanos europeos, con todo lo que ello implica. Y estoy seguro de que nos iría mucho mejor asociándonos a la Comunidad Económica Europea, tal como solicitó formalmente Castiella hace unos meses. Claro que no tenemos la menor posibilidad de ser aceptados en ese selecto club sin reunir los requisitos democráticos exigibles a sus miembros.
—Eso es lo que pretenden también los del Contubernio de Munich, ¿no? —he preguntado, recordando el escándalo que se organizó el pasado mes de junio, cuando varios grupos de opositores al régimen, incluidos socialistas y monárquicos, se reunieron en esa ciudad alemana.
—No emplees esa expresión propia de la prensa falangista. La gente que participó en el Congreso del Movimiento Europeo demandaba algo tan «subversivo» —ha puesto énfasis en el término— como libertad de expresión y asociación, o libertades sindicales y elecciones libres en las que puedan participar distintos partidos políticos. O sea, el abecé de la democracia, sin el cual no habrá incorporación posible a esa Comunidad Económica en cuyo seno nos iría mucho mejor, te lo aseguro. Ya lo decía Ortega: «España es el problema, Europa, la solución».
—Pues, con todos los respetos, entre España y Suecia yo me quedo con España —he sostenido, enérgica y empecinada, como buena vasca que soy.
Fernando ha dejado a un lado la dureza, porque creo que le inspira cierta ternura mi postura. Él es más complejo, más profundo en el análisis. A mí me puede el corazón. Donde yo veo frialdad, él percibe civismo. Lo que a mis ojos es orden, a los suyos, opresión. Y sin embargo, ama a España como el que más. Por eso le duele tanto.
Mientras daba buena cuenta del picnic preparado por Jacinta, me ha estado explicando que Ortega no se refería al clima ni al carácter de la gente, sino a las instituciones, a las relaciones entre gobernantes y gobernados, a la cultura política y a un cierto modo de entender el poder en ausencia de autoritarismo.
A guisa de ejemplo, se ha referido a lo que a su juicio fue una reacción desmedida de Franco con los participantes en esa reunión de Munich, enviando al confinamiento en las Canarias a personajes bien conocidos por la sociedad madrileña, como Satrústegui, Álvarez de Miranda, Gil Robles o Ridruejo, y empujando con ello a algunos de sus compañeros diplomáticos a donar fondos para ayudar a las familias de los represaliados. Algo que me ha dejado de piedra y que organizan, según parece, una mujer llamada Jorgina Satrústegui, Enrique Tierno Galván y el joven periodista de ABC Luis María Anson.
El timbre del teléfono ha interrumpido la conversación justo cuando alcanzábamos un punto muerto, dado que no tengo opinión fundada que contraponer a la suya. Fernando ha contestado con monosílabos y cara de preocupación. Nada más colgar, me ha dicho justo lo que esperaba oír:
—Ya envían el telegrama desde el gabinete de cifra Santa Cruz. Tengo que sacar la máquina de la caja fuerte que está en el despacho del embajador. Enseguida vuelvo.
Me he quedado en el despacho, musitando una oración silenciosa elevada al cielo para rogar que ese cable traiga buenas noticias, y también pensando en lo mucho que compartimos mi marido y yo; en la confianza que hemos construido a lo largo de tantos años de convivencia. Eso es algo que me pertenece y que ninguna mujer podrá robarme jamás.
¿A quién más que a mí se atrevería a confesar Fernando las cosas que acababa de decirme? Ni al más íntimo de sus amigos. Ni siquiera a su propia familia.
Sabe perfectamente que, en caso de que trascendiesen esas ideas suyas, le abrirían un expediente que supondría su expulsión inmediata de la carrera diplomática, lo que acabaría de un plumazo con el sueño de su vida, con su anhelo de conocer mundo y ensanchar los límites de todos sus horizontes. Sabe también que yo jamás le traicionaré hablando más de la cuenta. No soy tonta, sé cuál es mi papel y conmigo a su lado puede estar bien tranquilo, sirviendo como hasta hoy a su país sin dejar de pensar lo que piensa.
Hay cosas más importantes que la pasión. Cuanto más lo pienso, más me convenzo de ello. Incluso más importantes que la fidelidad. Hay un sentimiento de entrega que no espera nada a cambio, surge de forma espontánea y cimenta la vida en común. Unos lazos inasequibles al cansancio, el tiempo o la distancia. Un sacramento que emana de Dios y crea un vínculo indisoluble.
Yo soy la madre de sus hijos, su esposa y su confidente. Soy la mujer en la que siempre podrá apoyarse. La que, cuando estaban Miguel e Ignacio aquí, le veía jugar con los chicos los domingos por la mañana a Bonanza, utilizando la cama como caravana para repeler el ataque de los indios. La que algunas noches, las pocas que pasamos en casa, escucha desde un rincón las historias que inventa sobre la marcha para las niñas antes de acostarlas. La que le cuida en la enfermedad y soporta sus peores tormentas. La que ríe y llora con él.
La pasión es pasajera. Esto es amor y permanece.
Siempre he sido consciente de quién era el hombre con el que estoy casada. Con sus virtudes y sus defectos, que son muchos y no precisamente menores. Tal vez en alguna ocasión lejana tratara de engañarme a mí misma pensando que cambiaría, aunque de eso ya hace mucho. Ni él se disfrazó nunca ni yo caí en el error de idealizarlo.
Siempre he visto a Fernando exactamente tal como es. Y, tal como es, le amo.
No pienso dejar que me lo arrebate nadie. Al diablo ese bolero que le oí cantar a Consuelo acompañada por Valdés. Si mis temores son ciertos y me está compartiendo con otra, ya me las arreglaré yo para que renuncie a esa otra y se quede conmigo. Sé muy bien que me quiere y que todo lo demás es juego. Si no es así, miel sobre hojuelas. Sea como fuere, no pienso rendirme.
Ni loca.
—¡Hazme hueco!
Fernando venía cargado con una caja metálica de forma cilíndrica y color negro, que debía de pesar lo suyo a juzgar por el esfuerzo que le costaba llevarla. Nunca había visto nada parecido.
—¿Qué es eso?
—Es el tambor —ha respondido él, resoplando, al tiempo que dejaba ese armatoste sobre la mesa de su despacho, casi tan grande como la de nuestro comedor—. Ahora voy a por el libro de códigos. Retira, por favor, todo lo que puedas para despejarme un sitio amplio. Lo voy a necesitar.
Me he reído yo sola, imaginándome a mi marido en el papel de George, un espía de la CIA manejando códigos secretos y artilugios mecánicos como ese al que acababa de llamar «tambor» y que efectivamente lo parecía vagamente por su forma.
No me había parado a pensar que entre las funciones diplomáticas de mi marido estuviese incluida esa, que se disponía a realizar a las nueve de la noche de un viernes gélido de octubre. Claro que tampoco habíamos estado nunca, hasta ahora, al borde mismo de la guerra nuclear.
Todo lo que ocurre estos días constituye un despropósito, se mire por donde se mire.
Enseguida ha regresado él con un libro verde en una mano y el telegrama que acababa de llegar, en la otra. Tal como había previsto, se trataba de un texto largo, procedente en origen de la Embajada ante la ONU, en Nueva York, firmado por nuestro embajador allí y, por supuesto, encriptado.
—Esto lo habrá enviado hace varias horas al ministerio nuestro representante ante las Naciones Unidas, José Félix de Lequerica, y ahora nos lo rebotan desde Santa Cruz. Generalmente estos telegramas son cortos, con el fin de ahorrar dinero, pero hoy se han explayado a gusto. ¡Nos van a dar las uvas aquí!
—¿Tan complicado es descifrarlo? —Todavía me estaba riendo, cosa que no le ha hecho gracia, máxime considerando que no podía adivinar el motivo de esa hilaridad ni yo estaba dispuesta a desvelárselo.
—¡Ni te lo imaginas! Vas a conocer a ORNU.
Mientras lo decía, ha empezado a efectuar operaciones matemáticas en un papel. Primero apuntaba un número de cinco cifras que copiaba del telegrama, luego tiraba de una cinta cuyo borde sobresalía de una ranura abierta en el tambor, como si fuera un metro metálico, aunque con conjuntos de cinco cifras en lugar de centímetros, y finalmente restaba esa cantidad a la primera, hasta obtener otra distinta.
—¿Quién es ese Ornu del que nunca te he oído hablar? —he inquirido, pensando que estaría a punto de entrar en el despacho un funcionario desconocido para mí, capaz de interpretar ese galimatías numérico.
Esta vez ha sido Fernando quien se ha reído, sin dejar de darse con los dedos en la boca a fin de contar mentalmente.
—Espera, que me pierdo —me ha hecho callar—. Este maldito sistema sólo funciona si restas sin llevarte nada. Es un auténtico atentado a todo lo aprendido en la escuela.
—¿Te ayudo? —me he ofrecido, consciente de que las matemáticas se me dan mejor que a él.
—No hace falta, gracias.
Tras una breve pausa, con los ojos y la mente puestos todavía en sus operaciones, ha añadido:
—ORNU son las iniciales de Ortega Núñez, la persona que ideó este mecanismo de cifra que me tiene desquiciado. Al parecer, protege de tal manera nuestras comunicaciones que resultan prácticamente inviolables. Es un ejemplo en todo el mundo. Las encripta tan bien, de hecho, que en ocasiones nos cuesta Dios y ayuda descifrarlas a los propios destinatarios de las mismas.
—¿Tú entiendes el significado de eso que estás escribiendo? —Me parecía increíble que lo hiciera.
—Cuando termine de restar usaré el libro de códigos para traducir las cifras a palabras —ha respondido, a regañadientes, supongo que molesto porque lo interrumpiera—. A primera vista, y como ya tengo cierta experiencia, diría que el telegrama empieza con una advertencia habitual en estos casos: «Descifre vuecencia personalmente».
—¿No debería descifrarlo entonces el embajador?
—Debería… Claro que nunca se ha visto que un embajador haga tal cosa.
Ha transcurrido un buen rato hasta que, a base de mucha paciencia y pericia, Fernando ha logrado convertir esos grupos de guarismos en un texto inteligible. Efectivamente, se trataba de un resumen completo de lo acontecido la víspera en el Consejo de Seguridad, donde el representante estadounidense, Adlai Stevenson, había puesto contra las cuerdas al soviético Valerian Zorin. El embajador Lequerica añadía al relato de los hechos su propia valoración personal, desde el punto de vista de los intereses españoles.
—¡Ha tenido que ser una sesión memorable! Lo que habría dado por estar allí…
—¿Nos acerca el final de este mal sueño?
—De momento —estaba disfrutando con las piezas políticas del rompecabezas como un chiquillo con un mecano—, el norteamericano se ha desquitado del bochorno que sufrió con lo de Bahía de Cochinos y ha dejado al descubierto los embustes del ruso, que probablemente no fuese consciente de que estaba mintiendo. En trances como este se da uno cuenta de lo vulnerable que es nuestra posición como diplomáticos.
—¿A qué te refieres?
—A que tu gobierno, todos los gobiernos lo hacen, te oculta información o te proporciona una falsa, y tú eres quien ha de dar luego la cara, a riesgo de que te la partan. Cuando llega el chaparrón correspondiente, te toca a ti aguantarlo a la intemperie, hasta que escampe.
—¿Puedes explicarte mejor y empezar por el principio, por favor?
Sucede con cierta frecuencia que Fernando dé por adquiridos en los demás, empezando por mí, unos conocimientos similares a los suyos, cuando en general, y desde luego en mi caso, eso dista mucho de ser así.
Esa presunción errónea suele hacerme sentir muy torpe a su lado, motivo por el cual trato de combatir tan desagradable sensación aprendiendo de él todo lo que puedo, especialmente ahora que está en juego la vida de nuestros hijos y la nuestra.
Hoy quería realmente comprender cómo hemos llegado a este callejón sin salida y a qué nos enfrentamos. Necesitaba saber, y debo reconocer en honor a la verdad que Fernando se ha tomado su tiempo para instruirme. Una de las ventajas de estar casada con un hombre así es que nunca te cansas de escucharlo ni dejas de crecer en sabiduría. Mi hermana suele definirle como una enciclopedia Espasa con piernas.
Si no he interpretado mal sus explicaciones, lo que ha ocurrido esta madrugada en Nueva York es que los americanos han demostrado fehacientemente ante los ojos de todas las naciones que Moscú ha desplegado armas nucleares ofensivas en territorio cubano. Y ese hecho, según Fernando, es de vital importancia, ya que si finalmente sucediera lo peor, ellos serían considerados por el mundo entero como los culpables de haber provocado la guerra. Algo que intentan evitar a toda costa.
Hace año y medio, cuando la CIA organizó el fallido desembarco en Bahía de Cochinos del que tanto se habla estos días, el embajador Stevenson quedó como un embustero ante sus colegas de la ONU, al asegurar con vehemencia que ningún avión de Estados Unidos había tomado parte en la acción y que ningún miembro del personal norteamericano había estado involucrado en ella. Era lo que él creía, lo que le habían asegurado desde el Departamento de Estado de su gobierno. Unas horas después el propio presidente Kennedy le hizo tragarse sus palabras al admitir el papel protagonista de la Compañía en esa aventura desastrosa que, dicen algunos, nos ha traído hasta aquí.
Pues bien, ayer por la noche se cambiaron las tornas. En una sesión de la que todos los gobiernos estaban pendientes, porque lo que se jugaba era nada menos que la paz o la guerra, Stevenson interpeló al ruso con una pregunta directa:
—Hace días nos dijo usted, señor Zorin, que lo que había en Cuba era armamento defensivo. Hoy me dice que esos proyectiles no existen o que no podemos probar que existan. Señor, permítame que le haga una pregunta: ¿niega usted, embajador, que la URSS haya colocado misiles de alcance intermedio y sus rampas en Cuba? Respóndame sí o no, no espere a la traducción.
Fernando narraba lo sucedido con pasión sincera y contagiosa.
No sólo los diplomáticos allí presentes, sino las cámaras de la televisión y multitud de periodistas tenían toda su atención puesta en el soviético, quien se había visto acorralado por la firmeza de su interlocutor y sólo había sabido dar largas con una sonrisita nerviosa.
El tenso diálogo que se produjo entre los dos representantes enfrentados estaba textualmente recogido en el telegrama cifrado que acababa de ser desencriptado ante mis ojos.
—No me encuentro ante un tribunal norteamericano —se defendió Zorin—. Usted no es un fiscal y yo no tengo por qué contestar a sus preguntas.
—Se encuentra usted, embajador, ante el tribunal de la opinión pública —insistió Stevenson, con aplomo.
—Responderé en el momento oportuno —volvió a escaparse el ruso—. Usted esperará mi respuesta hasta el momento en que yo esté preparado para dársela.
En ese instante, el estadounidense pronunció, al parecer, una de esas frases llamadas a quedar esculpidas en la piedra de la Historia:
—Estoy preparado para esperar su respuesta hasta que el infierno se congele. Pero también estoy preparado para presentar pruebas en esta sala.
Lo que ocurrió a continuación no se había visto nunca en el seno del Consejo de Seguridad.
A una señal del representante estadounidense, entraron en la sala varios funcionarios portadores de caballetes sobre los que fueron desplegadas fotografías de gran tamaño tomadas por los aviones espía U2, que probaban fehacientemente la existencia de esas armas. Las mismas fotografías que habían sido mostradas a De Gaulle, tal como nos reveló el embajador Crouzier en la cena ofrecida por Pedro y María Luisa el miércoles.
Con la ayuda de varios expertos, armado de un puntero y de toda su elocuencia, Stevenson demostró a los allí presentes que sus acusaciones eran ciertas, dejando en evidencia al soviético, a quien lanzó un último desafío susceptible de convertirse en tabla de salvación.
—Nuestra tarea en este foro no consiste, señor Zorin, en marcar puntos en un debate, sino en salvar la paz. Si están ustedes dispuestos a intentarlo, también nosotros lo estamos.
Fernando cree que esta victoria reviste una importancia capital en el desenlace de la crisis. Que el mero hecho de que hayan sido puestas boca arriba las cartas ya nos permite abrigar esperanzas de hallar una salida pacífica a este atolladero endemoniado. Él otorga una gran trascendencia a la puerta que le ha dejado abierta el americano al ruso.
¡Ojalá no se equivoque!
—No pensé que Stevenson tuviera esos redaños —me ha comentado, mientras tecleaba con dificultad en la máquina de su secretaria el texto íntegro del telegrama que debía pasarle al embajador—. ¿Te acuerdas de él?
—¿Le conozco?
—Le vimos este verano en San Sebastián, cuando pasó por España. ¿No recuerdas? Un tipo de estatura media, calvo, de nariz y orejas grandes…
Y lo he recordado. Efectivamente, coincidimos con él en un almuerzo celebrado a mediados de agosto en el Palacio de la Cumbre, en el que Fernando y yo hacíamos bulto entre un montón de autoridades convocadas para honrar a tan ilustre visitante. Un banquete en el que destacaban Castiella, el conde de Motrico, Manuel Aznar y el propio embajador Lequerica. El invitado ponderó tanto la comida y el paisaje que terminaron llevándole a sobrevolar la bahía de la Concha en avioneta. Y ahora puede ser que debamos a su buen hacer el milagro de evitar la guerra…
¡Que venga a San Sebastián todos los veranos, que le convidamos a lo que haga falta!
Hace un mes yo no habría sabido decir cómo es la sede de las Naciones Unidas en Nueva York. Ahora en cambio podría describirla con los ojos cerrados. Desde que se hizo pública la amenaza que pende sobre nuestras cabezas, los noticiarios de televisión repiten una y otra vez las imágenes de Kruschev golpeando con su zapato amarillo el pupitre de su escaño en la Asamblea General celebrada hace dos años.
Una secuencia que abochorna.
El ruidoso dirigente protestaba porque el secretario general de entonces, el sueco Dag Hammarskjöld, lejos de dimitir, tal como le exigían los soviéticos que hiciera, quería mandar tropas a interponerse entre los combatientes que se masacraban unos a otros en la guerra civil del Congo.
Hace poco más de un año que murió violentamente ese pobre hombre, precisamente en el Congo, después de haber logrado que la ONU enviara allí una misión de paz. Seguramente por eso, y porque el difunto era sueco, no dejan de emitir en los informativos esa escena que debería sonrojar a su protagonista.
¡Qué tipo más bárbaro este Kruschev! Yo no entiendo lo que dicen los presentadores, pero las imágenes se comentan por sí mismas. El líder de una superpotencia como la Unión Soviética, dando gritos y tratando de boicotear el debate con el estruendo ensordecedor de sus golpes. ¿Podemos confiar en que ceda a la presión internacional y dé marcha atrás, en lugar de huir hacia delante y lanzar el primer ataque?
Tengo mis dudas, aunque me quedo con lo que se dijo en esa cena celebrada en nuestra Embajada a la que tuvimos el privilegio de asistir: el dirigente soviético es un tipo duro, rústico y maleducado, pero no es un loco. Si el diagnóstico es certero, no nos arrastrará en su locura.
Esta tarde, al regresar del colegio, Mercedes ha venido a preguntarme qué es lo que está pasando.
No me ha sorprendido. Ya intuía yo que algo le inquietaba, llevo días notándola preocupada, pero hasta ahora no había encontrado el modo de abordar con ella el asunto. Espero que se haya quedado más tranquila y, sobre todo, confío en no haberle transmitido ni una ínfima parte de la angustia que me invade a mí. Antes al contrario, lo que he tratado de hacer ha sido quitar hierro al asunto. Claro que ella es una criatura muy sensible, entiende suficiente sueco como para enterarse de que algo peligroso nos acecha y además debe de oír comentarios al respecto en su escuela.
Ha sido una conversación difícil.
Me ha sorprendido en su cuarto, ordenando un armario, cosa que hago a menudo, en parte porque me gusta el orden y en parte porque así me distraigo y no pienso. Lucía estaba con Jacinta en la cocina, preparado masa para hacer huesos de santo, cosa que les encanta a las dos. Mi hija mayor ha dejado la cartera sobre una silla, ha cambiado las gruesas botas que llevaba por zapatillas de estar por casa, se ha soltado las trenzas en las que Oliva le recoge la larga melena rubia cada mañana y me ha mirado a los ojos.
—Mamá, ¿es verdad que casi estamos en guerra?
—¿De dónde has sacado esa idea? —Se me da tan mal mentir que incluso a mí me ha sonado falsa la respuesta.
—Lo dicen las niñas en el colegio.
—Pues no es verdad.
—¿Son unas mentirosas?
—No, pero se equivocan. Seguramente hayan oído campanas en sus casas y no sepan bien de qué hablan.
—¿Y qué deberían haber entendido? —ha insistido ella, como hace siempre, hasta oír una respuesta satisfactoria.
La lógica de los niños resulta con frecuencia aplastante.
—A ver cómo te lo explico… Tú sabes que tus hermanos se pelean a menudo por ver cuál se ha servido más patatas fritas o tiene más sitio en la mesa para colocar sus libros, ¿verdad?
—Sí.
—¿Y acaban pegándose?
—No. Bueno, casi nunca, alguna vez, sí.
—Bien, pues esto es un poco lo mismo. Hay unos señores muy importantes, los presidentes de Estados Unidos y la Unión Soviética, que andan discutiendo sobre cuál de los dos tiene más armas y más derecho a repartirlas por distintos países. Están discutiendo, pero eso no significa que vayan a llegar a las manos ni mucho menos a utilizar esas armas, ¿comprendes?
Según lo iba diciendo, trataba de convencerme a mí misma tanto como a Mercedes de que aquello no iba a suceder.
—Ya, pero Miguel e Ignacio no se pegan porque saben que si lo hacen papá les castigará. ¿Quién es el padre de esos señores?
Para eso sí que no tenía yo respuesta.
Después de conocer lo sucedido en la ONU y la intervención de Stevenson, tal vez le habría contestado que el papá de Kennedy y Kruschev, o sea, la autoridad por la que los dos sienten respeto e incluso temor, es la opinión pública internacional. Que ni uno ni otro se atreverán a quedar retratados en la Historia como el responsable de desatar la peor confrontación jamás conocida por la humanidad. En ese momento, no obstante, ni yo disponía de esa información ni estoy muy segura de que Mercedes, que tiene ocho años, hubiese entendido lo que trataba de explicarle. Por muy madura que sea, no deja de ser una niña.
Tenía que hacerle ver de algún modo que en este caso el miedo es nuestro mejor aliado, la baza más segura con la que contamos. ¿Cómo conseguirlo sin destruir lo que con tanto esfuerzo he sembrado en ella, al igual que en sus hermanos, desde que tienen uso de razón? ¿Cómo decir a mi hija que el pavor que se tienen mutuamente Kennedy y Kruschev es positivo, hasta el punto de que puede ser precisamente el que impida que entremos en guerra?
Les he enseñado desde pequeños a ser valientes.
Soy consciente de que el miedo es uno de los motores más potentes de cuantos mueven a la mayoría de los seres humanos. Un estímulo casi siempre superior a cualquier otra emoción, convicción, creencia o principio, incluido el amor. Un elemento esencial a la hora de tomar decisiones, ante el cual únicamente retroceden el verdadero coraje o el fanatismo. Lo sé, aunque lo rechazo.
A mi modo de ver, el miedo nos achica y paraliza, nos arrincona impidiéndonos crecer y avanzar, saca lo peor de nosotros. Fernando comparte conmigo esa opinión e incluso la predica con mayor ardor. Por eso nos hemos empeñado los dos siempre en que nuestros hijos se enfrentaran a la vida armados de valor, libres de cualquier temor susceptible de amargársela. Su padre más que yo, he de reconocerlo. Porque a mí me vence el miedo por ellos, por mis hijos, y aún más por mis hijas, a quienes quisiera proteger de cualquier peligro incluso a costa de cortarles las alas. Él en cambio me obliga a sobreponerme y dejarles volar, a riesgo de verles caer.
Fernando es, en ese sentido, igual que Paola. Quiere a sus hijos fuertes y duros, de manera especial los varones y en particular el mayor, que se empeña en modelar a su imagen y semejanza, a fin de que encarne su propio modelo de perfección, violentando de ese modo la naturaleza del chico.
Yo me conformo con verles felices, lo que me lleva en ocasiones a consentir más de lo que a juicio de mi marido debiera. Eso ha provocado entre nosotros más de una discusión amarga, en las que él se apunta la victoria y yo acabo actuando a sus espaldas, vencida por las súplicas de Miguel. Supongo que hago mal, pero no puedo evitarlo. El corazón tiene razones que la razón no entenderá jamás.
Y una madre es una madre.
¿Cómo poner de repente el miedo en valor y hacerlo, además, de forma comprensible para mi hija de ocho años, evidentemente asustada por lo que ha oído?
Me he encomendado a la confianza que tiene en mí y he improvisado lo mejor que he sabido.
—Miguel e Ignacio no se pegan por miedo a que papá les castigue, es cierto, aunque creo que también tienen en consideración el hecho de que se harían daño. ¿No crees?
—A lo mejor…
—Miguel es mayor pero Ignacio es más alto y los dos saben que se llevarían más de un coscorrón por parte del otro. Pues bien, a los presidentes de Estados Unidos y la URSS, que son los que andan metidos en esta discusión absurda, les pasa lo mismo. Saben que juegan con fuego y no correrán el riesgo de quemarse. Así que no te preocupes, ¿de acuerdo?
Se ha quedado callada, reflexionando sobre lo que acababa de decirle, probablemente para calibrar si debía dar más crédito a mis palabras o a las de sus compañeras de clase. Está todavía lejos de la edad en la que los padres contamos muy poco frente a los amigos, lo que me proporciona cierta ventaja.
Antes de que me formulara otra pregunta enrevesada, he sido yo la encargada de llevar la charla hacia otros derroteros más gratos.
—¿Cómo van los ensayos para El lago de los cisnes?
Mercedes recibe clases de ballet en una academia que goza de bastante prestigio entre el cuerpo diplomático. Es una alumna aventajada. Tiene un gran sentido del ritmo, que ha heredado de nosotros, además de disciplina para aprender los movimientos y repetirlos una y otra vez hasta rayar la perfección. Su profesora se deshace en elogios hacia ella cada vez que me ve cuando voy a recogerla.
—Hemos avanzado mucho —me ha respondido, sonriente. Luego, frunciendo ligeramente el ceño, ha añadido—: Trabajamos muy duro.
—¿Qué te parece si te vistes las mallas, te calzas las zapatillas, vamos al salón, ponemos el disco y me bailas tu parte?
—¿En serio? —Le brillaban los ojos de la emoción.
—¡Estoy deseando contemplar la función, señorita!
Tchaikovski siempre me ha perecido el paradigma de la fuerza. Su música desgarrada se entiende mejor, además, en la fría oscuridad de Estocolmo, tan parecida a la San Petersburgo natal del compositor ruso, que en la soleada Madrid. En todo caso allí, aquí o en cualquier otro lugar, Tchaikovski es capaz de dejarte sin habla.
He visto bailar a mi hija en varias ocasiones, aunque en los últimos meses ha progresado de una manera sorprendente. No puedo expresar con palabras el orgullo que he sentido al contemplarla moverse con gracia por la habitación, enfundada en su tutú de color rosa, al compás de los vientos y la percusión que convierten El lago de los cisnes en una obra de arte que apela a los sentidos casi con violencia.
Dentro de un par de meses sus compañeras y ella interpretarán esa coreografía en el Teatro de la Ópera de la capital sueca, ante una de las princesas reales. Hoy Mercedes me ha hecho ese regalo en exclusiva a mí. Ha detenido el tiempo con sus zapatillas de punta roma y sus manitas voladoras. Se ha convertido en candil para alumbrarme con su luz.
Mientras los tambores anunciaban la muerte del cisne, han ido encendiéndose velas en las casas que rodean el parque al que se asoma nuestro jardín, vestido de colores ocres que hacen del otoño una estación cálida a pesar de la temperatura invernal y de lo cortos que son aquí los días.
Durante un instante eterno me he olvidado de la guerra, del miedo, de los celos y hasta de lo mucho que extraño a mis hijos varones. Estábamos solas ella y yo, madre e hija, compartiendo una misma pasión por la música y la belleza.
Una pasión inmortal.
Ya es sábado. El tiempo cabalga mientras escribo, pero sigo sin irme a dormir. Quiero agarrarme con uñas y dientes a la esperanza de que mañana, cuando el padre Bartolomé diga, al finalizar la misa, «podéis ir en paz», ese anhelo signifique algo más que una fórmula ritual.
Paola es cada vez más optimista y eso me anima.
Esta tarde, poco antes de salir hacia la cancillería, he tenido una larga conversación telefónica con ella. Me ha contado que George se mantiene en contacto permanente con el cuartel general de la CIA y que allí se abre paso la idea de que en las últimas horas podría estar fraguándose un arreglo negociado de la crisis.
Al principio me ha lanzado una retahíla trufada de palabras italianas, casi incomprensible, referida a las manifestaciones de protesta contra Estados Unidos que alientan socialistas y comunistas en Italia.
—Questi disgraziati figli di una mignotta…
—¿Qué dices?
—Que estos desgraciados compatriotas míos, los de la izquierda que se pretende democrática, están incendiando los periódicos y las calles acusando a los americanos de ser los responsables de la crisis por haber decretado el bloqueo naval. Como si los rusos no hubieran desplegado antes las armas atómicas en Cuba y Fidel Castro fuese un angioletto de los que pintaba Botticelli.
—¿Un qué?
—Un angelito. Él y sus amigos soviéticos. Te digo muy en serio, María, que a los italianos no hay quien nos entienda. Hoy ensalzamos a Mussolini, mañana a Kruschev, con idéntico entusiasmo.
Pasado el estallido inicial, se ha olvidado de su enfado y me ha expuesto con paciencia los motivos por los cuales George se muestra cada vez menos sombrío.
Si he comprendido bien, la esperanza en que se halle una salida negociada al conflicto se basa en los informes de un agente doble, un tal Scali, periodista de una cadena de televisión norteamericana, a quien el jefe del espionaje soviético en Washington, Feklisov, habría utilizado de enlace para transmitir una propuesta informal de arreglo incruento. Un pacto basado en tres puntos: el desmantelamiento de las bases de misiles instaladas en Cuba, bajo supervisión de las Naciones Unidas; la promesa explícita de Fidel Castro de no volver a aceptar el despliegue de armas ofensivas en su país y, a cambio, el compromiso formal de Estados Unidos de renunciar a invadir la isla.
Según la expresión textual empleada por un alto dirigente de la Casa Blanca, que a fuer de gráfica se me ha quedado grabada, Kennedy y Kruschev se estaban mirando fijamente a los ojos y ha sido el ruso quien ha parpadeado primero.
Naturalmente, como me ha sucedido desde el primer día, mi reacción instintiva ha sido poner en cuarentena esa información hasta convencerme de que ni Paola ni su amante estuvieran hablando a humo de pajas. La explicación que me ha dado ella, no obstante, parece bastante convincente.
—¿Recuerdas que te mencioné a Doliévich, el agente soviético que se ha pasado a Occidente?
—Claro. ¿Sigue en Estocolmo? Pensé que se lo habrían llevado ya a un lugar más seguro.
—Sigue aquí, a buen recaudo, encerrado con todo el equipo que ha venido de Langley para interrogarle. —Lo ha dicho en voz baja, como quien desvela un gran secreto—. Le están apretando las tuercas todo lo que pueden, y más ahora.
—¿A qué te refieres? Con lo que nos estamos jugando no me divierten los acertijos.
—María, ni siquiera debería estar hablando de esto contigo.
—De acuerdo, lo siento. Sigue contándome, por favor.
—George se comunica a diario con sus superiores de la CIA y estos le proporcionan información altamente clasificada, porque necesitan que Doliévich confirme si realmente en Moscú hay voluntad de alcanzar un acuerdo pacífico o si estas propuestas son en realidad un subterfugio destinado a proporcionarles tiempo mientras los misiles desplegados en Cuba terminan de estar plenamente operativos, que es lo que piensa el jefe McCone.
—¿Y bien? ¿Qué dice el ruso?
—Doliévich cree que Kruschev busca desesperadamente un asidero al que agarrarse para evitar la guerra sin correr el riesgo de ser derrocado por los miembros más duros del Politburó. Y la misma opinión sostiene el exembajador estadounidense en Moscú, Averell Harriman, quien aboga porque desde Washington se le abra esa puerta lo más rápidamente posible, so pena de caer en una escalada imparable que llevaría a una confrontación nuclear global.
—¿Y cuándo te ha contado George todo esto?
—Esta mañana se ha escapado del piso franco —me ha contestado Paola con una risita— pretextando una antigua cita a la que no podía faltar sin levantar sospechas. Nos hemos visto en el apartamento de siempre, hemos hecho el amor como dos posesos y después se ha puesto a hablar mientras yo fumaba. Estaba contento, aunque un tanto misterioso. Algo se trae entre manos que no ha querido revelarme. Ya se lo sacaré la próxima vez.
Mi amiga ha seguido traicionando la promesa de silencio hecha a George con el fin de ponerme al día de los últimos movimientos que se han producido en ese comité de crisis que la Casa Blanca ha denominado ExComm.
La parte buena de lo ocurrido es que a esta hora el propio presidente Kennedy sigue apostando por hallar una salida negociada, aunque se haya quedado en minoría, junto a sólo dos de sus asesores. La mala es que el jefe de la CIA, los altos mandos militares y otros destacados miembros del gobierno prefieren la opción de atacar.
—Te diré, para que te tranquilices, que también circulan intensos rumores referidos a una carta que el propio Kruschev habría enviado muy recientemente al presidente Kennedy, proponiéndole algún tipo de solución digamos que discreta.
—¿Y George confía en esa posibilidad?
—Él sigue poniéndolo todo de su parte para que esa solución se materialice. El testimonio de Doliévich es, en ese sentido, de vital importancia. Y también me ha mencionado varias veces unos misiles instalados en Turquía, que podrían servir de moneda de cambio.
¿Cuánto se habrán gastado en armamento Kruschev, Kennedy y quienes les han precedido en sus respectivos despachos, para terminar regateando a la baja como en el Rastro? Recuerdo lo que nos dijo al respecto Crouzier y me invade la indignación.
¿Qué lógica endemoniada nos ha traído hasta donde estamos? Todo es sinrazón en esta crisis: un cúmulo de sinrazones que nos hace pender de un hilo. ¡Ojalá no se rompa en el último momento!
Ni Paola ni yo tenemos medida con el teléfono. Luego llegan las facturas y Fernando pone el grito en el cielo, con eso de que «ese maldito aparato es para dar recados urgentes». Claro que hoy quien llamaba era ella, con lo cual yo no tenía prisa.
Después de comentar todo lo referido a la amenaza de guerra, que lógicamente era lo que más me preocupaba a mí, ella ha probado a tirarme de la lengua, preguntándome por mi estado de ánimo. No me ha sacado nada sustancioso.
Hoy no estaba yo por la labor de hacerle confidencias y ha sido ella, en cambio, la que se ha mostrado tensa, rara. Creo que está enredándose demasiado con ese espía americano y se lo he dicho sin rodeos. A ella le ha disgustado escucharlo.
—Te agradecería que no me juzgaras. —Su tono era tan seco que he temido que fuera a colgarme.
—¡Líbreme Dios de ello! Lo único que quiero es que no sufras, y me da la sensación de que estás a punto de empezar a hacerlo, si es que no ha ocurrido ya.
—Todas sufrimos… Non è vero? —Había un punto cínico en sus palabras, algo así como un ataque velado a lo que ella considera mi actitud pacata ante la vida—. Puestas a padecer, que merezca al menos la pena el causante de ese sufrimiento.
Tiene razón. Vivir significa sufrir tanto como gozar. Y no siempre resulta clara la línea divisoria entre ambos.
Serían cerca de las once cuando Fernando ha terminado al fin de transcribir el dichoso telegrama. Ocupaba casi dos folios, una auténtica barbaridad que ha debido de costar una fortuna al ministerio.
Mientras él tecleaba torpemente en la máquina de escribir Royal, con dos dedos, múltiples erratas y frecuentes gruñidos de irritación, yo he recogido los restos de la cena y retirado las migas de la mesa lo mejor que he sabido, utilizando mi pañuelo a guisa de bayeta. Ni él ni yo estamos acostumbrados a hacer trabajos de esa clase.
—Entrego esto a Pedro y nos vamos a casa de una vez —ha exclamado, aliviado, a la vez que hacía extraños movimientos con la cabeza a fin de desentumecer la musculatura del cuello—. Estoy baldado.
Le he acompañado escaleras abajo, por el angosto pasaje que comunica interiormente la cancillería con la residencia, hasta la puerta de esta última. Me he quedado allí esperándole, porque ninguno de los dos queríamos que nos invitaran a tomar una copa.
Cuando se hace tanta vida social, llega un momento en el que el salón de tu casa se te antoja un palacio. Una mansión que no cambiarías por la más lujosa del mundo.
Las calles de la ciudad estaban desiertas. En poco más de un cuarto de hora hemos cruzado en coche los dos puentes que es preciso atravesar para llegar desde Djurgården a Bromma, sin apenas hablar. Fernando iba perdido en sus pensamientos y yo en los míos, centrados en él: en las horas de intimidad que acabábamos de pasar, en lo profundo de los sentimientos que nos unen, en la satisfacción que encuentro en compartir con él estas cosas sencillas…
En lo mucho y bien que le quiero.
La casa estaba agradablemente cálida al llegar, en contraste con el frío húmedo de la calle. Hemos subido al dormitorio en silencio, por no despertar a las niñas. Oliva había abierto las camas, doblando con cuidado las colchas de vicuña que compramos durante aquel viaje a Cuzco. Una piel suave, delicada, increíblemente agradable al tacto. Una caricia tan dulce como las que me regaló Fernando allí, entregado, derrochándose todo él en mí, al embrujo de esas noches mágicas.
Cuánto extraño las lunas de miel que dejaron de brillar hace tiempo. Lo que habría dado porque me tomase hoy, con la fuerza devoradora de entonces; porque me besara en la boca y corriese después el cerrojo de la puerta, como hace siempre para indicarme que le apetece hacer el amor, que me desea…
Hoy no ha habido fuego. Él no tenía ganas ni yo le he insinuado las mías. No me atrevo. Soy incapaz de vencer la vergüenza. Da igual lo que me sugiera Paola; eso no está bien. La iniciativa es cosa suya. Así ha sido siempre y así seguirá siendo en lo que a mí respecta.
Nunca sabrá la cantidad de noches que he pasado junto a él, escuchándole respirar, oliendo el aroma de su piel, rozando apenas la tela de su pijama con mano temerosa, tragándome el anhelo de amarle y ser amada por él, de complacerle. Nunca se me ha ocurrido reprochárselo ni sugerírselo siquiera.
Soy su mujer. Aquí estaré cuando él me busque.
Es muy tarde, pero sigue sin llegar el sueño. El día no quiere morir. Ojalá sea un buen augurio y signifique que allá lejos, al otro lado del océano, quienes tienen capacidad de maniobra están aprovechando estas horas para tender puentes de entendimiento que permitan evitar la guerra.
Voy a poner el punto y final por hoy.
Basta ya de escribir. Siento que me llama La dama de blanco, ansiosa por entretener mi espera hasta que me rinda al cansancio. En la vida real nunca se sabe cómo acabarán las cosas y lo más que podemos hacer es rezar para que terminen bien. En las historias de Wilkie Collins, en cambio, hasta el más complejo de los enigmas encuentra una solución ingeniosa.
Decididamente, hoy, él y sus personajes son la mejor compañía.
Voy en busca de Walter y Laura en Limmeridge.