Madrid, viernes, 21 de octubre de 2011
El viejo reloj de pared del Café Comercial marcaba las nueve y veinte de un día gris. Pasada la hora de los desayunos, el local se había quedado prácticamente vacío, a la espera de una nueva remesa de parroquianos asiduos de la caña de media mañana. En una mesa del fondo, ante una taza de té sin tocar, una clienta rezagada parecía absorta en la lectura de un periódico, aunque no había pasado de la primera página.
Era Lucía.
Entre una cosa y otra llevaba días sin poner la televisión ni prestar atención a la prensa, ajena por completo a la realidad del momento. Hacía mucho tiempo que había dejado de interesarle la actualidad recogida por las noticias, que a su modo de ver se centraba excesivamente en la política e ignoraba otros ámbitos informativos mucho más interesantes para ella, como por ejemplo el de la cultura. Además, tenía la cabeza ocupada en otras cosas.
Aquella mañana, sin embargo, se había acercado al quiosco a comprar el ABC, siguiendo un impulso absurdo e irracional que mucho más tarde, al tratar de analizar el porqué de semejante conducta, atribuyó a la tormenta emocional provocada en su interior por el contenido de ese viejo diario hallado en el baúl azul.
El testimonio póstumo de María había removido violentamente todas las capas de añoranza acumuladas durante años en su corazón, restableciendo algo parecido a la intimidad que tanto había extrañado y despertando a la vez en ella un anhelo ardiente de cercanía. Por eso había ido a buscar el ABC. Como si un ejemplar de ese periódico, prácticamente idéntico en tamaño y forma al que leía su madre en Estocolmo cuarenta y nueve años atrás, pudiera hacer las veces de puente a través del tiempo y llevarla hasta la autora del diario.
Una de las fotografías publicadas ese 21 de octubre en portada obró el milagro, aunque la condujo directamente al infierno.
No estaba muy destacada. Ocupaba un reducido espacio en la parte inferior izquierda de la página, bajo la que sin duda constituía la noticia de apertura del diario: el anuncio por parte de ETA del cese definitivo de los atentados, merecedor de un gran despliegue gráfico y editorial en el que Lucía apenas reparó. Sus ojos vieron a esos dos encapuchados con boina, símbolos del terrorismo vasco, aunque su cerebro y su corazón los ignoraron. La tipografía de grueso calibre la indujo a leer «ETA ni se disuelve ni entrega las armas», sin que su mente hiciera el trabajo de procesar el significado de esas palabras. Toda su atención había sido captada por la pequeña instantánea con la que se ilustraba el titular que llevaba siglos esperando: «Final violento para un dictador cruel».
Apenas era mayor que un sello. Mostraba la cara ensangrentada de un personaje a quien ella identificaba con el mal absoluto. El rostro de la perversión, desprovisto de maquillaje, convertido por el linchamiento en una siniestra máscara mortuoria brutalmente metafórica. El reflejo exacto de lo que había sido en vida ese monstruo. Una alegoría perfecta de la infamia, que terminaba de redondear la información aneja a esa foto: «Gadafi intentó refugiarse en una alcantarilla, pero fue localizado y abatido por los rebeldes libios».
Siempre había pensado que aquello la aliviaría…
Se equivocaba.
Lucía perdió la cuenta del tiempo transcurrido mientras ella permanecía ajena a la realidad, atrapada en ese puente invisible, con la vista clavada en un diminuto rectángulo de papel. Debió de ser largo, porque Juan, el camarero que solía atenderla, terminó por acercarse a preguntarle:
—¿Se encuentra usted bien, señora?
—Un poco mareada. —Eso fue todo lo que Lucía acertó a decir.
—¿Le traigo otra cosa, un café, una aspirina?
—No, muchas gracias, Juan. Creo que voy a irme a casa.
Era viernes y todavía estaba lejos la Navidad como para que se acumularan las presentaciones de libros. Octubre solía ser un mes tranquilo. En la editorial no la echarían demasiado en falta. Pese a ello, envió un mensaje de móvil a su secretaria diciendo que había pasado mala noche, tenía unas décimas de fiebre y prefería guardar cama. Excepto en lo de la fiebre, no faltaba a la verdad.
Tuvo que apelar a todas sus fuerzas para cubrir las tres manzanas de la calle Carranza que la separaban de su piso, sin perder la compostura. A medida que caminaba, sentía el embate del dolor y la rabia golpear los diques de contención levantados a lo largo de los años, preguntándose hasta cuándo aguantarían. Sabía que, una vez rotos, la inundación que sobrevendría cambiaría de manera irreversible sus paisajes más íntimos y la obligaría a empezar a reconstruir desde los cimientos. Claro que hay certezas del alma que la razón se resiste a ordenar a fin de que adquieran forma.
En los últimos meses había sometido esas barreras a mucha más presión de la razonable, poniendo a prueba su resistencia. Los acontecimientos más amargos se habían alternado sin solución de continuidad con experiencias tremendamente excitantes, a semejanza de una brutal ducha escocesa. La presa estaba a punto de reventar. Lucía lo intuía. Llevaba días presintiéndolo y preguntándose cómo reaccionaría llegado el momento. En qué derivaría esa reacción en cadena cuya espoleta acababa de ser accionada.
Llegó a su piso arrastrado los pies, acusando el mismo cansancio que si acabara de correr una maratón. La casa estaba vacía, con las persianas bajadas y las camas sin hacer. Fría, desangelada, fiel relejo de su ánimo.
Laura debía de estar haciendo compras de última hora, porque ese domingo se marchaba a Panamá, donde la esperaba un flamante puesto de arquitecta responsable de la construcción de un gran hotel, cuyo proyecto había sido elaborado en el estudio del que formaba parte en calidad de asociada. Lucía, que la víspera se sentía pletórica por haber sido capaz de romper una relación tóxica sin derrumbarse, experimentando incluso una grata sensación de libertad, se veía de pronto pequeña y vulnerable. Terriblemente pequeña y vulnerable. Igual que aquella tarde de diciembre en la que el mundo se hundió bajo sus pies.
Habían pasado exactamente veintidós años y diez meses desde entonces. Lo recordaba como si hubiese sucedido ayer.
Ese día había marcado el comienzo oficial del invierno de 1988: 21 de diciembre, festividad de Santo Tomás apóstol.
Lucía se encontraba en la cocina, rodeada de cacharros sucios, preparando la cena: rollitos de endivias con jamón y bechamel. ¿Cómo olvidarlo? Sabía incluso el color de los zapatos que llevaba puestos. Todo estaba grabado al detalle en su memoria, desde donde volvía a cobrar vida con lacerante frecuencia en forma de película pasada a cámara lenta.
Luis, su marido, acababa de llegar y se había instalado en el salón a ver la televisión. Su hija de tres años la acompañaba ya en pijama, recién bañada, contándole risueña, como siempre, las incidencias de la jornada en la guardería.
Serían cerca de las nueve cuando sonó el teléfono. Respondió él.
—Lucía, es para ti.
—¿Quién es?
—Un tal José Alberto Santos.
—No le conozco, dile que no puedo ponerme ahora.
—Dice que es importante, que llama del diario ABC.
¡Un periodista! ¿Qué podría querer de ella un periodista a esas horas? Seguro que era cosa de Paca… Algún embolado urgente o una de sus travesuras. ¿Cuál de sus compañeros le estaría gastando una broma haciéndose pasar por redactor del diario más prestigioso en el mundo de las letras? La curiosidad pudo finalmente más que la posibilidad de que se quemara el gratinado en el horno.
—¿Dígame?
—Hola, buenas noches, le llamo de la redacción de ABC. ¿Es usted Lucía Hevia-Soto Lurmendi? —La voz de ese hombre era grave. Su tono, tan lúgubre que encendió una luz de alarma en la joven editora.
—Soy yo, sí, ¿en qué puedo ayudarle?
—¿No la han informado de lo sucedido?
—¿Qué ha pasado? —se inquietó—. ¿De qué tendrían que haberme informado?
Las palabras de su mujer y la angustia que denotaban de pronto pusieron en guardia a Luis. Acercó la oreja al receptor lo suficiente para oír:
—Siento ser yo quien se lo diga…
—¿Decirme qué? —Lucía había elevado el volumen hasta el punto de gritar—. ¡Si se trata de una broma no tiene gracia! ¿Me quiere usted explicar de qué va esto?
—Verá… —El periodista vacilaba—. Se ha producido un accidente. Probablemente un atentado. El vuelo 103 de Pan Am, que iba de Frankfurt a Nueva York, haciendo escala en Londres, ha estallado en el aire hará unas dos horas, sobre una localidad escocesa llamada Lockerbie…
A Lucía se le cayó el aparato de las manos.
—¿Qué más te ha dicho? —Luis había pasado de la inquietud a la incomprensión—. ¿Qué ocurre?
Ella no podía hablar. Se había llevado la mano izquierda a la boca, de forma instintiva, mientras su cuerpo intentaba protegerse del golpe encogiéndose. Él, que podía presumir sin faltar a la verdad de no perder nunca la calma, recogió el teléfono.
—¿Oiga? ¿Sigue usted ahí?
—Aquí estoy, sí —respondió Santos.
—Soy Luis Valbuena, el marido de Lucía. ¿Se puede saber qué pasa?
El periodista repitió lo que acababa de comunicar a la hija de la víctima, tratando de obtener respuesta a sus preguntas sin traspasar los límites de la ética profesional y de la decencia humana. Conseguir información veraz era su trabajo, el trabajo que le apasionaba y al que entregaba sus desvelos, por más que en días como aquel maldijera lo que le obligaba a hacer.
Toda la redacción del periódico estaba volcada en esos momentos en ampliar la noticia de ese siniestro, atribuido a un ataque terrorista, que según los primeros datos arrojaba un balance de centenares de muertos, al haberse estrellado el aparato derribado contra un núcleo urbano. Mientras unos redactores traducían teletipos de Reuters y Associated Press, otros hablaban con las oficinas de la compañía aérea en Estados Unidos o con autoridades aeronáuticas, en busca de nuevos datos. A Santos le había correspondido la peor parte: localizar a la familia de la ciudadana española que, de acuerdo con el listado de embarque, viajaba en el avión, y obtener su testimonio.
Luis preguntó al periodista, furioso, quién le había dado el número de teléfono de su casa. Este adujo que lo había encontrado en la guía, lo que constituía una verdad a medias, toda vez que para dar con el mencionado número había tenido que obtener primero el nombre de Lucía de una fuente suya en el Ministerio de Asuntos Exteriores. Tras explicarse lo mejor que pudo, trasladó su más sentido pésame y rogó a su interlocutor que presentara sus disculpas a su mujer.
Con el pragmatismo que le caracterizaba, Luis inquirió si estaba completamente confirmada la presencia de su suegra en ese vuelo. Santos, cuyo error consistía en haber dado por hecho que algún portavoz oficial de Pan Am o del gobierno se habría puesto en contacto con la familia, compartió gustoso la información de la que disponía: que su nombre figuraba en la lista de pasajeros enviada desde la central de Pan Am. Añadió, tratando de dar a sus palabras el tono más profesional y aséptico posible, que el motivo de su llamada era, precisamente, confirmar esa información.
Aunque no se lo hubiera ratificado el periodista, la reacción de su mujer demostraba que, efectivamente, María había tomado ese vuelo y Lucía era consciente de ello.
—¿Se sabe si hay supervivientes?
—De momento es todo muy confuso. —El hecho de poder ser útil era la parte menos desagradable del papel que le había tocado representar a Santos esa noche—. Lo único seguro, de acuerdo con los informes de los testigos, es que el avión ha explotado en el aire antes de caer a plomo sobre el pueblo de Lockerbie y que a estas horas todavía hay varios edificios en llamas. Los expertos con los que hemos hablado sostienen que únicamente una bomba explica una cosa así…
—Tengo que colgar —zanjó abruptamente la conversación Luis, quien ya había preguntado todo lo que necesitaba saber—. Le agradecería que no volviera a llamar.
Laura estaba para entonces junto a su madre, en el suelo, tratando de consolarla con sus caricias. La había oído llorar desde la cocina y había acudido corriendo a su lado. No podía entender la causa de ese llanto, aunque sí captar su dolor e intentar aliviarlo del único modo que conocía.
Durante semanas y meses lo sentiría en cada lágrima y cada silencio. En cada beso de buenas noches impregnado de tristeza. En cada sonrisa robada. Lo sentiría con tanta fuerza como para interiorizarlo como propio hasta el punto de alarmar a su pediatra y a sus maestras.
—Aún no hay información fiable. —Luis era de los que mantienen la cabeza fría y afrontan los problemas desde el lado práctico, por muy grave que sea la circunstancia—. Es posible que tu madre no subiera al avión o incluso que sobreviviese al impacto.
—Tengo que llamar a mi padre.
Desde el fondo del precipicio al que acababan de arrojarla, Lucía sólo acertaba a pensar en él. La mente se le había fundido a negro, como en una de esas cintas de terror que dejan a la imaginación culminar la última escena. Su mundo había saltado hecho pedazos, pero conservaba la suficiente lucidez para intuir que su padre necesitaría en ese instante todo el apoyo que ella fuese capaz de darle.
—Espera un poco. —Luis estiraba ese último resquicio de esperanza, que él mismo sabía infundada, en busca de tiempo para encontrar el modo de afrontar emocionalmente la sacudida—. Vamos a poner la radio a ver si nos enteramos de algo más…
Una voz masculina estaba narrando lo sucedido en la primera emisora que sintonizó el receptor.
«… El vuelo 103 de Pan Am con destino a Nueva York, un Boeing 747 bautizado como Clipper Maid of the Seas (Clíper, la dama de los mares), había salido del aeropuerto londinense de Heathrow a las 18.04, con media hora de retraso sobre el horario previsto debido a la llegada tardía de los 49 pasajeros que procedían de Frankfurt».
A Lucía se le encogió aún más el estómago y volvió a faltarle el aire. Lo que acababan de decir desvanecía la posibilidad de que su madre se hubiese salvado al perder la conexión, ya que volaba desde Frankfurt, donde su padre apuraba el último destino de su carrera en calidad de cónsul de España.
Esa misma mañana habían hablado las dos por teléfono, como hacían cada día, más o menos a la misma hora, tuviesen o no algo especial que contarse.
María estaba radiante.
—Me acaba de decir tu hermana que ha empezado a sentir contracciones, de momento muy espaciadas. —Se refería a Mercedes, que iba a dar a luz a su segundo varón—. Llegaré, si Dios quiere, justo a tiempo de ver nacer a mi nieto o de conocerle recién nacido.
Se la notaba tan feliz… Ni siquiera lo inoportuno de la fecha, tres días antes de la Nochebuena, le había impedido cruzar el Atlántico para acudir a la cabecera de su hija mayor, acompañarla y ayudarla en esos momentos difíciles. Estaba acostumbrada a viajar.
—¿Cómo se ha quedado papá? —La pregunta de Lucía era pertinente, dada la dependencia propia de un hombre de su tiempo, mal acostumbrado desde la infancia a ser un inútil doméstico, que no sabía freír un huevo ni encontrar un vaso en la cocina.
—Con Jacinta y protestando. —María nunca perdía el humor—. Pasado mañana lo tenéis en Madrid. Ya le cuidaréis Laura y tú hasta que yo llegue.
«Hasta que yo llegue». Esas últimas palabras cobraban de repente un significado siniestro.
Lucía rompió a llorar de nuevo, incapaz de contener las emociones que la abrumaban. Poco a poco la incredulidad y el rechazo iniciales iban dando paso a un desconsuelo lacerante y a un terror incipiente, que todo su ser se afanaba en combatir sin éxito. ¿Qué iba a ser de su padre, de su familia, de ella misma, sin la mujer que los mantenía unidos a base de amor y determinación? ¿Qué iba a ser de su hijita, Laura, privada de su abuela? ¿Cómo se sobrepondrían todos ellos a esa ausencia?
Entre jirones de alma desgarrada empezaba a cobrar forma la idea del adiós definitivo, demasiado dolorosa para ser aceptada de golpe y, aun así, despiadadamente perfilada en todo el rigor de su significado.
La voz de la radio continuaba hablando:
«… Según el radar, el 747 volaba a treinta y un mil pies de altura, unos nueve mil cuatrocientos metros, y a una velocidad de quinientos ochenta kilómetros por hora. Entonces, un minuto después de las siete, el punto en movimiento en la pantalla comenzó a parpadear y el controlador que estaba al cargo del aparato inició el procedimiento de contacto con la cabina del vuelo 103, sin obtener respuesta. El Centro de Control Aéreo de Shanwick pidió a un piloto de KLM que volaba cerca hacer lo mismo, pero tampoco él tuvo éxito. Mientras los controladores trataban de descifrar lo que pasaba, la señal del 103 en el radar se multiplicó hasta convertirse en una estela de partículas que arrastraba el viento.
»En Lockerbie era de noche y hacía frío. Según el relato de Jasmine Bell, residente local, “una enorme llamarada se descolgó del cielo, precedida de un estruendo. De repente, todo estaba en llamas: los jardines, los techos, las lámparas, las aceras… Entonces, de pronto, empezó a caer una espeluznante lluvia de cuerpos y restos del avión”.
»Otros testigos —siguió diciendo el locutor, en tono profesionalmente neutro— narraron a medios de comunicación locales que muchos cadáveres, todavía sentados en sus butacas, comenzaron a estrellarse ruidosamente contra los arbustos, coches y tejados de las casas, mientras otros quedaron colgando de los árboles o los cables de teléfono, como si fuesen trapos…».
Lucía no escuchaba, no prestaba atención. Su cerebro había corrido una cortina piadosa de abstracción, tejida con el hilo grueso del dolor. Abrazaba a su hija, ausente, sumida en un océano de oscuridad helada. Lloraba lágrimas de pena honda, queda, buscando el modo de aferrarse al recuerdo de su madre viva, de esa madre fuerte, sólida como una roca, que siempre le había parecido inmortal.
En el imaginario de nuestros peores fantasmas la muerte nunca tiene el rostro de nuestros seres más queridos. El temor a esa pérdida supera nuestra capacidad de evocación. Por eso nunca estamos preparados para afrontarla. Por eso, cuando se produce, golpea a traición, sin misericordia, dejando cicatrices imborrables en el alma.
Luis habría querido llevarse a Laura a la cama para protegerla de tanto horror, pero pensó que separarla de Lucía en ese trance sería una crueldad. Se dijo a sí mismo que la niña era demasiado pequeña para darse cuenta de lo que estaba sucediendo hasta el punto de acusar el día de mañana las secuelas de la experiencia, y que su mujer necesitaba desesperadamente el calor de su abrazo. Era mejor dejar que se refugiara en la pequeña, hasta que hallara las fuerzas necesarias para salir poco a poco de su estado de shock. Él, entre tanto, siguió escuchando, cada vez más estremecido:
«… Aproximadamente un minuto después de la siniestra lluvia de cuerpos y escombros, más de la mitad del fuselaje del Boeing 747, desde la nariz hasta la cola, incluyendo las alas y tres turbinas con más de cien toneladas de combustible, se precipitó sobre una calle del pueblo, impactando directamente en la casa del número 13 de Sherwood Crescent con un estruendo ensordecedor. La explosión disparó los sensores sísmicos para esa parte de Escocia y generó un hongo de fuego, similar al que resulta de una explosión nuclear, al que siguió una onda abrasadora que calcinó medio centenar de casas, se teme que con sus dueños dentro.
»A esta hora múltiples dotaciones de bomberos continúan luchando contra las llamas, que todavía mantienen algunos focos activos. Se desconoce el número total de víctimas de esta catástrofe aérea, la mayor en la historia de la aviación estadounidense, que suma a los pasajeros del avión de la compañía Pan American los infortunados habitantes de Lockerbie.
»Seguiremos informando en próximos boletines».
Una densa humareda procedente de la cocina, acompañada del característico olor a comida quemada, les alertó de que el guiso del horno se había carbonizado. Lucía reaccionó instintivamente y fue a apagarlo, apartando con gesto cariñoso a su hijita, que se había quedado dormida en sus brazos.
—Acuéstala tú, ¿quieres? —dijo a su marido.
Cuando se encontraron de nuevo en el salón, ella tenía los ojos hinchados y la cara deformada por un rictus de amargura que él no le había visto hasta entonces. Había dejado de llorar y parecía ser nuevamente dueña de sus actos, aunque no volvería a ser la misma persona despreocupada y feliz que había sido antes de aquello.
Eran poco más de las diez.
—Tengo que llamar a mi padre —repitió con determinación, consciente de no poder seguir aplazando el cumplimiento de ese terrible deber.
—¿Se habrá enterado ya o tendrás que darle tú la noticia? —inquirió Luis, que habría deseado poder ahorrarle ese trago a su mujer.
—Si no le han llamado del ministerio seré yo quien se lo diga —respondió ella, sombría—. Ya sabes lo poco que le gusta a él la televisión, y que yo sepa rara vez enciende el receptor de radio. Es un hombre chapado a la antigua, su medio de información es el periódico, y más no estando con él mamá, que es la que…
Iba a decir que era ella la que ponía habitualmente las noticias del canal internacional de RTVE a fin de mantenerse al tanto de lo que pasaba en España, pero no pudo acabar la frase. Ella ya no estaba con él. Ya no volvería a estar nunca.
El timbre de llamada alemán, una especie de tono corto y repetido, muy distinto del español, sonó seis o siete veces antes de que la voz rota de Fernando contestara secamente:
—Diga.
—Papá, soy Lucía.
Se hizo un silencio espeso mientras ambos trataban de hallar las palabras adecuadas para decirse lo que ninguna palabra puede expresar. No hay verbo capaz de conjugar la amalgama de estupor, negación, miedo, tristeza y tormento que atenaza el corazón ante una noticia así.
Él lo sabía. Ella tuvo la certeza, con sólo oír ese «diga», de que alguien se le había adelantado y había relatado a su padre lo sucedido. En ese preciso instante estaría como ella, haciendo acopio de coraje para coger el teléfono y pronunciar en voz alta la frase maldita: «Mamá ha muerto».
Se lo imaginó en su residencia de Frankfurt, con su bata de seda y sus zapatillas de piel, tratando de asimilar semejante lanzada. Lo vio desvalido en medio de ese ático digno de una película de serie B, provisto de piscina interior y muebles tan caros como horteras, que algún diplomático con más pretensiones que gusto había integrado en el erario público español. Sintió su desconsuelo y su soledad. Oyó su grito mudo. Habría querido abrazarle.
—¿Cómo te has enterado? —Fernando rompió finalmente a hablar, confirmando el hecho absurdo de que, en situaciones así, la trivialidad de la circunstancia se convierte en refugio para eludir mirar de frente a la verdad más descarnada.
—Un periodista ha llamado a casa. —A Lucía no le gustaban las farsas. No estaba cómoda en el disimulo. Prefería ir directa a la herida—. ¿Cómo estás, papá? ¿Te acompaña Jacinta? ¿Has llamado a algún amigo? No trates de aguantar esto en soledad, por favor. Es demasiado para cualquiera.
—Tengo plaza en el primer vuelo que sale mañana hacia Madrid —contestó él, eludiendo la cuestión—. Voy a tomarme un Valium 10 y a intentar dormir un poco.
—Me gustaría estar contigo…
—Lo sé, Juguete, lo sé. —Fernando estaba a punto de quebrarse—. A mí también me gustaría. ¿Está ahí contigo Luis?
—Sí, estoy con él y con Laura. No te preocupes por mí. Iré a buscarte al aeropuerto.
—Hasta mañana entonces.
—Descansa, papá. Te quiero.
Mercedes debía de encontrarse a esas horas de parto, alumbrando una nueva vida. Por nada del mundo le habría revelado su hermana en esa tesitura que su madre acababa de matarse en el avión que la trasladaba hasta Nueva York para asistir al feliz acontecimiento. Ya llegaría el momento de hacerlo cuando no quedara más remedio, del modo más delicado posible.
Quedaban Miguel e Ignacio, a la sazón en Londres y Madrid respectivamente. Lucía les llamó a los dos. Fueron conversaciones breves, ceñidas a lo imprescindible para acordar el modo de hacer frente a las responsabilidades que se les venían encima. El mayor se comprometió a encargarse de los trámites de identificación y repatriación del cadáver. Una tarea que únicamente él, resistente como el amianto desde niño, estaba en condiciones de llevar a cabo sin perder la cordura para siempre. Los otros dos se quedarían esperando en Madrid, comprarían una sepultura, irían a la parroquia, al registro civil…
El papeleo ligado a la muerte añade al dolor inherente a la pérdida un grado de ensañamiento burocrático que resulta inimaginable hasta que se encuentra uno en la necesidad de resolverlo. Y ese momento había llegado.
Fue la noche más amarga de la vida de Lucía.
Luis le propuso ir a la farmacia de guardia a por un somnífero, pero Lucía declinó la oferta. No quería aturdirse. Necesitaba identificar y colocar en su lugar correspondiente cada sensación, cada sentimiento, impregnarse de ellos. Le parecía que mientras se mantuviera despierta, recordándola con todas sus fuerzas, su madre seguiría viviendo en ella.
No podía, no quería despedirse.
—Necesito quedarme aquí un rato más, cariño —dijo en un momento dado, ya de madrugada, a un Luis que pugnaba por no dormirse—. Vete tú a la cama.
—Vente conmigo. Tienes que descansar.
—Descansaré mañana, de verdad. No tengo sueño.
No lo tenía. Dormir es una forma de morir temporalmente y no pensaba permitir que la muerte le ganara dos batallas en el mismo día.
Cuando se quedó sola fue en busca de una vieja caja de cartón repleta de fotografías, muchas de ellas en blanco y negro, guardada en un armario de la biblioteca, junto a una pila de discos. Sacó la caja sin cuidado, ansiosa por zambullirse en el pasado y empaparse de él, o mejor dicho de ella, de su madre. Los discos entonces se movieron, dejando al descubierto ese de Serrat…
Yo quiero ser llorando el hortelano
de la tierra que ocupas y estercolas,
compañero del alma tan temprano…
¿Cuántas veces lo puso? A partir de la cuarta perdió la cuenta. Conocía bien ese poema de Miguel Hernández, aunque nunca hasta entonces había comprendido el significado real de una metáfora más que certera, literal:
Tanto dolor se agrupa en mi costado,
que por doler, me duele hasta el aliento.
Le dolía respirar, la pena ahoga.
Pronto renunció a mirar fotos, incapaz de soportar las cuchilladas de la nostalgia. En el suelo, hecha un ovillo, con los brazos alrededor de las rodillas y los ojos cerrados, se limitó a escuchar cómo el poeta destilaba, verso a verso, su sentir.
Un manotazo duro, un golpe helado,
un hachazo invisible y homicida,
un empujón brutal te ha derribado.
No hay extensión más grande que mi herida,
lloro mi desventura y sus conjuntos
y siento más tu muerte que mi vida…
Fernando salió puntual por la puerta 2 de Barajas, con el abrigo de pelo de camello al brazo, enfundado en un traje gris de lana inglesa cortado a medida, calzando unos zapatos italianos impolutos, la cabellera blanca, sedosa, perfectamente peinada hacia atrás con la raya a un lado. Tan elegante como siempre.
Únicamente la corbata negra y los ojos hundidos tras unas profundas ojeras habrían alertado a un observador sagaz del calvario que estaba atravesando. La corbata, las ojeras y la espalda ligeramente encorvada. Él, que siempre caminaba erguido, parecía haber sido golpeado por el rayo, como el Ramón Sijé, de Orihuela, a quien cantaba Miguel Hernández.
A eso de las ocho había sonado el teléfono en casa de Lucía y Luis, quien se había levantado ya y no tardó en responder. Era una llamada del gabinete telegráfico del Ministerio de Asuntos Exteriores. El ministro deseaba hablar con la señora Hevia-Soto Lurmendi, a fin de transmitirle su pésame y ponerse a su disposición. Ella aceptó las condolencias con educación, aunque declinó la oferta de un coche oficial que la trasladara al aeropuerto. Prefería utilizar el suyo. No quería testigos de su llanto ni mucho menos del de su padre. Le parecía una obscenidad exhibir esa intimidad ante extraños.
Pasaron las Navidades más tristes que puedan imaginarse, en el piso de la calle Carranza, Lucía y Luis, Laura, Fernando, Ignacio y Mónica, la mujer de este, junto a sus hijos Diego y Jimena, un poco mayores que Laura. Miguel seguía en Escocia, aguardando a que concluyera el trabajo de los forenses para poder repatriar el cadáver de su madre, y Mercedes se había quedado con los suyos en Nueva York, tratando de borrar el espanto de lo sucedido con la sonrisa del pequeño Oliver.
Por amor a los niños y porque eso habría querido María, cenaron juntos besugo y capón, respetando la costumbre de la familia, sin apetito. Luego vino Papá Noel con regalos para los pequeños, aunque sin alegría. Tardaría en regresar la alegría a ese salón.
El belén estaba puesto como siempre, con las mismas figuras de antaño, desde principios de mes. A partir de ese año, empero, a la familia le faltaría una figura imprescindible. La que traía paquetes envueltos en papeles de colores, tarjetas escritas en letra pulcra y sorpresas para todo el mundo. La guardiana del secreto que hasta entonces les había mantenido unidos en esa fecha en torno a una misma mesa, por grandes que fuesen la distancia geográfica o las disputas que les separaran: la esposa, la madre, la abuela.
La enterraron en la sacramental de San Justo, no muy lejos de la calle Ferraz, a fin de que Fernando pudiese ir a llevarle claveles blancos cada sábado, lloviese o cayese un sol de plomo. Mientras estuvo en Madrid y pudo valerse por sí mismo, nunca faltó él a esa cita. Lucía lo acompañaba en ocasiones, casi siempre en silencio, mientras él rezaba o simplemente hablaba con ella en su lenguaje quedo, frente a la lápida de mármol gris que recordaba su nombre junto a la leyenda «no te olvidamos».
Ya no era el hombre que había sido. Ni siquiera la sombra de sí mismo.
La tragedia sacudió sus vidas con la violencia de un seísmo, dejando un montón de escombros en lo que hasta entonces había sido una familia. Tras el desgarro vino la incomprensión (¿por qué a mí?), luego la sensación de injusticia (¿qué mal había hecho ella?), e inmediatamente después la rabia, un torrente de rabia acompañada a ratos de odio y afán de revancha, en cuanto se confirmó la hipótesis del atentado terrorista.
Miguel se convirtió en miembro activo de la Asociación de Víctimas del Vuelo 103 de Pan Am, dedicada a exigir justicia en nombre de las doscientas setenta personas asesinadas ese 21 de diciembre de 1988. Casi trescientos civiles inocentes de veintiuna nacionalidades distintas. Su dedicación a esta causa llegó al extremo de obsesionarle, pero el esfuerzo de movilización desplegado por él y otros familiares integrados en el grupo logró el propósito que perseguían: obligar a los gobiernos de Londres y Washington a esclarecer la verdad de lo ocurrido.
Él fue quien mantuvo informados a su padre y a sus hermanos de la evolución de las investigaciones, por más que algunos prefirieran no saber. Fernando y Mercedes habían encontrado refugio en la religión y optaron por el perdón, sin pararse demasiado a pensar a quién otorgaban esa gracia coherente con su fe. En el caso de Fernando, una fe sobrevenida al calor de la necesidad imperiosa de volver a encontrarse con María a cualquier precio, incluido el de perdonar a quienes se la habían arrebatado en esta vida. Una fe sencilla, casi infantil, basada en el cumplimiento estricto de las reglas establecidas por la Iglesia a cambio de la certeza de una resurrección que la llevaría de nuevo a sus brazos cuando ambos se reunieran en el cielo. Una fe antagónica con el agnosticismo que había profesado hasta el momento mismo de perderla. Una fe desesperada.
Lucía e Ignacio, en cambio, esperaban las noticias de su hermano mayor con verdadera avidez, sobre todo al principio. Ninguno de los dos se mostró nunca proclive a la resignación, ni mucho menos al olvido. Ella pensaba a menudo que haber cedido a esa tentación, en lugar de mantenerse firme en la exigencia de luz, habría constituido una bendición. Claro que uno no gobierna siempre todas sus decisiones, especialmente cuando se trata de olvidar o perdonar.
Las primeras pistas que siguieron el FBI y la CIA apuntaban hacia un grupo palestino llamado «15 de Octubre, Abu Ibrahim», basada en Berlín, que había tratado de derribar años atrás un avión de la compañía israelí El Al, con métodos sofisticados similares al empleado por los terroristas para hacer estallar en el aire el 747 Clipper Maid of the Seas: una bomba de casi medio kilo de peso oculta en un radiocasete que viajaba dentro de una maleta embarcada en Frankfurt. Las sospechas sobre los palestinos resultaron ser infundadas, aunque no así la pista de la maleta.
Tan rigurosas fueron las pesquisas que los americanos llegaron hasta el punto de localizar, en Malta, la tienda en la que el propietario de una camisa incluida en ese equipaje había adquirido la prenda. Así, a finales de 1991 y tras infinidad de interrogatorios y pruebas periciales, los distintos servicios policiales y de información implicados en la investigación llegaron a la conclusión de que los libios habían sido los causantes de la masacre y acusaron formalmente a dos ciudadanos de ese país como autores materiales de los doscientos setenta asesinatos.
Lucía tenía sus nombres incrustados en la memoria: Abdelbaset al-Megrahi, agente de la inteligencia libia y jefe de seguridad de las Aerolíneas Árabes Libias, y Al Amin Khalifa Fhimah, director de la sede de dicha compañía en Malta. Todo el mundo sabía que detrás de ellos estaba Muamar el Gadafi, en calidad de inductor de la matanza. Era su venganza por los bombardeos de Trípoli y Bengasi, llevados a cabo por aviones norteamericanos en 1986.
¿Y qué tenía que ver su madre en esa madeja de rencores rancios? ¿Qué culpa tenían ella y el resto de los pasajeros de las pugnas de los poderosos por el petróleo de Libia?
Lucía siguió adelante con su vida lo mejor que pudo, sin dejar de sentir un solo día el vacío dejado por esa explosión. Estaba acostumbrada desde niña a las despedidas, aunque aquella daba una nueva dimensión al concepto. Ninguna de las que vinieron después volvería a desgarrarla de ese modo. Nada igualaría ese dolor. Las quemaduras del cuerpo dejan tras de sí piel rugosa e insensible. Las del alma endurecen el corazón. Lo resecan.
Cuando el dictador libio se negó a entregar a los sospechosos a la justicia que los reclamaba, se dijo a sí misma que Estados Unidos e Inglaterra, dos gigantes de la democracia, impondrían su autoridad a ese dictador sanguinario, cabecilla y encubridor de terroristas. Se equivocaba. La ONU estableció sanciones económicas contra el país y se hicieron algunos gestos de cara a la galería, pero tuvieron que pasar diez años hasta que las presiones de unos y otros obligaron a Gadafi a poner finalmente a los acusados en manos de los tribunales escoceses. ¡Diez largos años durante los cuales esos sicarios siguieron disfrutando de su libertad, mientras Lucía añoraba desesperadamente a su madre, incapaz de poner fin a su duelo!
Al-Megrahi fue condenado por asesinato y sentenciado a veintisiete años de prisión. Fhimah, absuelto. Gadafi siguió ejerciendo el poder, recibiendo en su capital a mandatarios de todas las naciones democráticas y visitando países con honores de jefe de Estado, como si el vuelo 103 de Pan Am no hubiese sido derribado en el aire, con sus doscientos cincuenta y nueve pasajeros a bordo, siguiendo sus órdenes criminales. Como si jamás hubiese existido. Compró impunidad y respeto con billetes manchados de sangre. En el verano de 2003 aceptó asumir la responsabilidad por el atentado y pagar una indemnización a las víctimas, a cambio de que Naciones Unidas levantara las sanciones. Y lo consiguió.
Lucía nunca quiso ver un dólar de ese dinero. Gran parte del importe fue destinado a pagar la atención constante que necesitó su padre durante mucho tiempo, después de que la mente se le nublara por completo a fin de escapar al tormento. Una cantidad considerable había sido donada previamente por Fernando a distintas causas benéficas, y el resto de lo que le correspondía a ella fue a parar a un fondo a plazo fijo a nombre de su hija. Le producía una repugnancia insalvable pensar siquiera en tocarlo.
A lo largo de esos años puso un gran empeño en encerrar su ira bajo siete llaves, consciente de que ni el rencor ni mucho menos la amargura, ni tampoco la revancha, le devolverían a su madre. No siempre lo consiguió.
Todos sus amigos sabían que pronunciar el nombre de Gadafi delante de ella era un modo cruel de herirla, que llegaba a provocarle náuseas. Siempre que salía a relucir en la conversación el terrorismo, cualquier forma de terrorismo, reaccionaba con una vehemencia que sólo sus más íntimos podían entender. Por eso se había ofrecido Paca a sustituirla en la posible edición del libro de memorias de Antonio Hernández.
No importa el tiempo que pase, hay heridas que no sanan nunca.
—Al fin ha llegado tu San Martín, pedazo de cabrón —masculló Lucía entre dientes, hablando consigo misma en la soledad de su piso en penumbra.
Quería conocer los detalles de esa muerte. Para la mayoría de la gente aquello sería un episodio más de esa Primavera Árabe de la que hablaban los medios. Para ella era un punto final, algo así como una justicia postrera que le brindaba tardíamente el destino, después de que la de los hombres le hubiera fallado con estrépito, hasta el punto de soltar, un par de años atrás, al único culpable oficial del atentado, por razones humanitarias.
Menos de dos meses de prisión había pagado ese malnacido por cada una de sus víctimas. Las autoridades escocesas encargadas de custodiarle argumentaban para justificar su excarcelación que estaba enfermo de cáncer y le asistía el derecho a ir a morir a su casa. En Libia se le había recibido como a un héroe, con profusión de homenajes encabezados por el máximo líder del país. Hasta donde sabía ella a través de su hermano, que era quien seguía el asunto más de cerca, todavía andaba suelto por ahí, vivito y coleando.
—¿Sufriste antes de expirar? —le espetó en voz alta a la fotografía de Gadafi publicada en primera plana del ABC—. ¿Tuviste miedo? Ahora ya sabes lo que se siente… ¡Ojalá te pudras en el infierno!
La luz de la lámpara situada junto a su butaca de lectura caía sobre el periódico, abierto por las páginas 28 y 29. Un titular a ocho columnas rezaba: «Gadafi muere en una alcantarilla». La crónica era de Mikel Ayestarán, enviado especial a Trípoli.
Empezaba así:
«Muamar Gadafi, uno de los más crueles dictadores del mundo árabe, murió ayer tras ser atrapado en una tubería de desagüe cuando intentaba huir de su último refugio, del último bastión de su dictadura. El extravagante coronel había alardeado de que cazaría a los rebeldes como a ratas. El destino ha querido que fuera él quien viera acabar su vida junto a un desagüe, en lo más parecido a una alcantarilla. "Nos llamaba ratas pero mira dónde le hemos encontrado", afirmó uno de los combatientes que le dieron caza».
¿Rata? —pensó Lucía—. Las ratas son lo que son, nadie les dio a elegir. Él pudo escoger y escogió arrastrarse por el fango. Asesinar a inocentes. Promover el terrorismo. Vender su alma al diablo. Las ratas son criaturas honorables en comparación con esta abyección de ser humano.
El relato de Ayestarán era riguroso y pormenorizado:
«A primera hora de la mañana de ayer, Gadafi quiso huir de Sirte en un convoy que intentaba salir de la ciudad. Pero un ataque de aviones franceses de la OTAN se lo impidió. Unas horas más tarde, entre los escombros de la batalla, un grupo de rebeldes daba con el dictador, escondido en una tubería de desagüe. Allí le dispararon a las piernas y a la cabeza. Un combatiente antigadafista aseguró que el dictador se había "escondido en un agujero" y había gritado: "No disparéis, no disparéis"».
O sea, que había terminado sus días como un cobarde, oculto en una tubería e implorando la piedad que él nunca conoció.
—Los que iban en ese avión que tú mandaste derribar no tuvieron opción a implorar —le dijo Lucía al difunto, con la misma vehemencia que habría puesto si hubiera tenido ocasión de dirigirse personalmente a él—. Tú no se la diste. ¿Habrías sido clemente de haber podido oír sus gritos? ¿Te habrías ablandado ante su miedo? No, no lo habrías hecho. La gentuza de tu calaña sólo es sensible a su propio dolor, nunca al ajeno.
La hiel acumulada en más de veinte años estaba saliendo a la luz, de golpe, sin barreras capaces de contenerla por más tiempo. Se hallaba sola con su conciencia. Podía despacharse a gusto, obviando disimulos hipócritas. Y se alegraba de ese final. Sería bárbaro y salvaje, todo lo bárbaro y salvaje que quisieran los portavoces de lo políticamente correcto, pero era lo que se merecía ese tipo. Recogía exactamente lo sembrado a lo largo de sus muchos años de gobierno sanguinario. Ni más ni menos.
Los aviones de la OTAN habían hecho un buen trabajo, con dos décadas de retraso, eso sí. Lucía sabía mejor que nadie la cantidad de ocasiones en las que los máximos dirigentes de naciones miembros de esa organización habían mirado hacia otro lado en aras del diálogo con el dictador libio. La cantidad de visitas que habían efectuado a su país… El cinismo del que habían hecho gala esos políticos sin principios ni honor a los que algunos llamaban «pragmáticos» y ella consideraba pura y simplemente ventajistas sin escrúpulos…
Nadie, a uno y otro lado del espectro ideológico o del mapa, había escapado al influjo maligno de ese hombre. Ni Aznar, ni Zapatero, ni Clinton, ni Blair se habían resistido a la llamada del petróleo que Gadafi administraba a su antojo, negando u otorgando sus favores dependiendo del grado de adulación que le tributaran los huéspedes ilustres que iban a rendir pleitesía a su jaima, guardada por un ejército de presuntas vírgenes. Todos habían sucumbido a sus promesas de invertir en sus respectivos países o contratar a sus empresas, si es que no habían suscrito tratos menos confesables.
—Más vale tarde que nunca. —Lucía escupió nuevamente su desprecio a un retrato tamaño sello—. Te dejaron colgado cuando más los necesitabas. La política es así. Como solía decir mi padre, que en paz descanse, en las relaciones internacionales no hay amigos sino intereses. Y tú dejaste de interesarles cuando perdiste el control de tu pueblo.
En la página impar, una fotografía de gran tamaño mostraba el lugar en el que había caído abatido el tirano. Debajo, un texto encuadrado informaba de que el autor de los disparos mortales había sido un chaval de dieciocho años, Ahmed al-Shebani, que aparecía retratado en actitud triunfal, empuñando el mítico revólver de oro que había pertenecido a Gadafi.
Lucía se quedó mirando la foto un buen rato, preguntándose qué clase de agravios personales, qué odios ancestrales habrían llevado a ese chico a apretar el gatillo. ¿Cuánto le duraría la euforia derivada de ese acto? ¿Hasta cuándo le considerarían los suyos un héroe?
Siguió leyendo.
El diario incluía algún reportaje y varios artículos de opinión dedicados al personaje, así como a las reacciones internacionales provocadas por su violento final. Sólo el primer ministro británico, David Cameron, mencionaba a «las víctimas de la dictadura de Muamar Gadafi», e incluso él se refería, Lucía lo supo con certeza, a las de origen libio. ¿Quién recordaba a esas alturas a los pasajeros del vuelo 103 de Pan Am y a los vecinos de Lockerbie abrasados entre las llamas de sus propias casas, alcanzadas por los restos de ese avión derribado en pleno vuelo? Sus padres, sus esposos, sus hijos. Nadie más.
Por un extraño guiño del azar, la página de opinión publicaba dos editoriales aparentemente inconexos, que ella, no obstante, relacionó inmediatamente con otra de las afirmaciones habituales en labios de ese padre al que debía, en buena medida, su curiosidad insaciable: «La historia se repite».
Esa también lo haría, no cabía duda, en forma de drama.
La primera de las piezas, titulada «En honor de las víctimas», se refería a las asesinadas por la organización vasca y constituía un alegato encendido en favor de su causa:
«Este es el momento de mantener la frialdad ante los terroristas, no olvidar lo que son y lo que han sido, y no abdicar de las exigencias de justicia que merecen las víctimas de ETA, en cuyo honor debe escribirse el que puede ser el epílogo de la banda terrorista. No es hora de ablandarse ante los etarras sino de hacer presentes, más que nunca, a los casi mil españoles que fueron asesinados por los mismos que ahora se jactan de su historia criminal».
El otro artículo estaba dedicado a «la muerte de un dictador» y no decía una palabra de las múltiples acciones terroristas promovidas por Gadafi a lo largo de sus años de poder absoluto. «Ahora el objetivo más importante para la comunidad internacional —había escrito el editorialista, recogiendo el sentir general— tiene que ser la promoción de la democracia en la nueva Libia».
Lucía pensó en Antonio, el coronel retirado de la Guardia Civil deseoso de publicar un libro de memorias, y en la conversación que habían mantenido un par de días atrás; en su anhelo de mantener viva la memoria de los héroes y de sus hazañas. ¡Qué ingenuidad! ¿Cuánto tiempo pasaría antes de que el cálculo político y la necesidad de «mirar al futuro» pesaran más en la balanza de los gobernantes que el tan manido «honor» del que todos se habían llenado la boca?
No era preciso ser excesivamente sagaz para darse cuenta de que ya había empezado a suceder. Y aquello era sólo el comienzo.
Las víctimas que no se arman, que no se vengan, que no se convierten en un problema, pasan inmediatamente a ser una molestia. Ella había sostenido lo contrario en infinidad de ocasiones ante su hermano, cuando la asociación de la que él formaba parte se mostraba, a su juicio, excesivamente agresiva en su beligerancia, pero el devenir de los acontecimientos había terminado por dar la razón a Miguel. De haber dejado de presionar como lo hicieron, de haberse conformado con vanas promesas, no habrían obtenido ni siquiera la magra compensación moral del reconocimiento de culpa entonado tardíamente por Gadafi, ni tampoco una indemnización económica.
La conciencia social es tan frágil como la memoria colectiva, e igual de manipulable.
Siempre le había llamado desagradablemente la atención la facilidad con la que políticos y periodistas se referían a «las víctimas», en genérico, como si cada una de ellas no tuviese una historia diferente y única, un calvario propio, un dolor al que hacer frente, un nombre que gritar en sueños. ¿Alguien tenía alguna idea de lo que significaba su pérdida, la de Lucía Hevia-Soto Lurmendi? ¿Podían imaginar siquiera el seísmo que había provocado en su vida la muerte violenta de su madre? No, la añoranza es tan intransferible como el amor, como el odio, como la tristeza. Es una emoción solitaria.
Miró el reloj, más por costumbre que por verdadero interés. Las persianas cerradas mantenían el salón en una oscuridad intemporal, en sintonía con su estado de ánimo. Eran las dos y cuarto. Una hora perfecta para seguir haciendo balance y ordenando, en lo posible, los armarios de su alma, tal como le había enseñado a hacer María con los que guardaban su ropa.
Pasada la tormenta inicial, empezaba a sentirse mejor.
Movida por ese afán de cerrar el círculo y culminar finalmente su duelo, a Lucía se le ocurrió que sería interesante contactar con el periodista que le había dado la noticia del atentado mortal aquella fatídica noche de 1988. No tenía muy claro qué podría aportar él a la historia que ella pretendía concluir, pero era un protagonista destacado del episodio. Nada perdía con hablar con él, si es que, por casualidad, conseguía localizarle.
El periódico que tenía en las manos incluía el número de teléfono de una centralita.
—ABC —respondió una operadora—, buenas tardes…
—Buenas tardes. —Lucía no sabía por dónde empezar a explicarse, de modo que se limitó a probar suerte—. ¿José Alberto Santos, por favor?
—Un momento, le paso.
O sea, que él seguía trabajando allí… Recordaba vagamente su rostro, por haberlo visto en alguna rueda de prensa televisada de aquella época, aunque nunca había accedido a concederle una entrevista, a pesar de sus numerosas solicitudes. Mientras esperaba a que le pasaran la llamada, se preguntó si él se acordaría de ella. Lo más probable era que no y Lucía no insistiría.
—¿Diga?
Su voz no había cambiado lo más mínimo. Lucía no necesitó confirmar que era Santos, de modo que se saltó los prolegómenos al uso.
—Señor Santos, soy Lucía Hevia-Soto, hija de María Lurmendi, una de las víctimas del…
El periodista la interrumpió, en un tono que dejaba traslucir tanto asombro como malestar tamizado, eso sí, por una buena educación.
—Sé perfectamente quien es usted, Lucía. Le he telefoneado un millón de veces en los últimos años y le he dejado infinidad de recados, aunque le confieso que había perdido la esperanza de que me contestara.
—Lo entiendo. —Tampoco ella se mostraba particularmente cordial—. Y sin embargo ya ve, esta vez soy yo quien le busca a usted. ¿Podría invitarle a un café?
—¿Ahora? —Para Santos, esa mujer que siempre se había resistido a hablar con la prensa constituía todo un desafío profesional, que con el correr de los años se había convertido en algo personal, no ya tanto por el interés informativo de su testimonio, desaparecido tiempo atrás, sino precisamente por el hecho de ser inaccesible. En 1988 habría dado un mes de sueldo por tomarse un café con ella. A esas alturas ya no, lo que no le impedía sentir una enorme curiosidad ante la perspectiva de ese encuentro.
—Mejor mañana —dijo Lucía—. A eso de las cuatro, si le parece bien, en algún lugar del centro, a ser posible.
—¿Qué tal el ABC de Serrano? —propuso Santos.
—Perfecto —convino ella—. Creo que le reconoceré.
Durante años se había esforzado por olvidar, una vez descartada toda posibilidad de perdón, sólo para terminar concluyendo que esa opción resultaba ser tan inviable como la otra.
¿Cómo era eso que decía María en su diario, esa frase de Paola que tanto había llamado su atención? «Lo único capaz de sanar mi alma sería su perdón». Ella se refería a la paz que otorga el perdón ajeno. Lucía necesitaba desesperadamente la contraria, la que se deriva de liberar el corazón del odio que lo atenaza. Hasta entonces, ni siquiera se había planteado intentarlo, máxime cuando jamás había percibido la menor sombra de arrepentimiento o propósito de enmienda por parte del asesino de su madre. Ahora presentía que las cosas podían cambiar. Necesitaba que cambiaran. Debía forzar ese cambio.
Volvió a buscar la fotografía del muchacho que había disparado a Gadafi: Ahmed. Le vio exhibir, orgulloso, el revólver dorado del dictador y una camiseta en la que podía leerse la palabra love. No era precisamente el amor lo que había guiado su brazo, sino el afán de justicia. Una justicia brutal, primitiva e implacable, pero justicia al fin. La del «ojo por ojo». A falta de otra mejor, tendría que valerles a ambos. A ese chico y a ella. Porque en ausencia de perdón, y el perdón no depende de la voluntad, únicamente la justicia puede servir de bálsamo para determinadas llagas.
—Tendrá que valernos y nos valdrá, Ahmed, estoy segura —masculló entre dientes.
Lástima que Fernando no hubiese vivido para ver amanecer ese día, pensó su hija. Seguramente habría lamentado el final atroz del coronel libio, aunque en su fuero interno se habría visto compensado de algún modo por un castigo tan duro como el sufrido con la muerte de su esposa. Perderla a ella sin previo aviso, sin posibilidad de despedida, sin oportunidad para decirle lo que habría querido decirle ni abrazarla como habría querido abrazarla, constituía un golpe feroz. Recibirlo, además, en la recta final de la vida, sumado a la jubilación forzosa, suponía un ensañamiento añadido del destino. ¿Cuál sería ese «algo» que había llevado a que las cosas ocurrieran así, si es que su madre acertaba al mostrarse convencida en su diario de que las cosas siempre suceden por algo?
Lucía creía simplemente que el azar juega con nosotros. ¿De qué modo podía entenderse, si no, la broma siniestra que le había gastado a su madre? Ella, que según confesaba en su diario, tanto había sufrido por el peligro de una confrontación nuclear, había sobrevivido a dos conflictos devastadores: la Guerra Civil española y la Segunda Guerra Mundial; había superado la amenaza atómica que tan cerca estuvo de materializarse durante aquella famosa crisis de los misiles, así como el peligroso duelo protagonizado por las dos superpotencias enfrentadas durante medio siglo, para sucumbir al terrorismo, la forma más sucia y cobarde de guerra que ha conocido la humanidad.
—Al menos te ahorraste la humillación de volar como lo hacemos ahora por culpa de esos malnacidos —le dijo a la fotografía de la mujer de ojos claros que la miraba, con gesto serio, desde una estantería de la biblioteca—. Te habría horrorizado tener que descalzarte ante cualquiera y dejarte cachear por manos extrañas. ¡Con lo mucho que te avergonzaban tus pies!
A Lucía le habría gustado que su padre leyera la historia de la rata muerta en la alcantarilla. Habría deseado compartir con él la noticia de esa victoria póstuma y celebrar juntos la ejecución de esa sentencia tardía.
Claro que, pensándolo mejor, prefería imaginar que, dondequiera que se hallara Fernando, estaría en compañía de María, haciendo cosas mejores que cobrarse una venganza brutal o pensar en terroristas muertos. Le resultaba mucho más evocadora la imagen de sus padres juntos, tomándose un whisky, paseando del brazo por las calles de París o bailando un vals peruano en plena Plaza de Armas de Cuzco.
El ruido de la puerta al abrirse la sacó de sus ensoñaciones. Era Laura, que se quedó sorprendida al encontrársela en casa a esas horas, prácticamente a oscuras. Al acercarse a darle un beso y ver la cara de su madre, la sorpresa se convirtió en susto.
—¡¿Mamá, estás enferma?! ¿Por qué no me has llamado al móvil?
—Estoy bien, tranquila —respondió Lucía, lo más dulcemente que pudo. Luego, recurriendo a un símil que su hija sabría entender, añadió—: Es sólo que los fantasmas han atacado el castillo.
—Por lo de Gadafi, claro…
Laura era consciente de hasta qué punto ese personaje había marcado a Lucía. Nadie lo sabía mejor que ella y tampoco nadie había luchado con más ahínco para contrarrestar el daño que le había hecho a su madre. Le bastaba con ponerse en su lugar y tratar de hacerse una idea de lo que supondría una experiencia semejante, para darse cuenta de que resultaría insoportable.
—Muerto el perro, se acabó la rabia —sentenció Laura, enérgica—. ¡Y nunca mejor dicho! Nadie va a llorar más hoy aquí.
Con paso firme se acercó a la ventana y subió las persianas hasta arriba, permitiendo que la luz oblicua de la tarde devolviera los colores a la habitación. Lucía estaba mejor en penumbra, aunque no protestó. No habría servido de nada. Su hija había heredado de esa abuela a la que apenas conoció el cabello rubio y la estatura, la alegría, la elegancia, un don rayano en lo milagroso para evitar o resolver conflictos derrochando empatía, y también la cabezonería, que ella prefería denominar perseverancia. Cuando se empeñaba en algo, no había fuerza humana capaz de disuadirla ni obstáculo que la frenara. Era mejor rendirse y dejarla hacer.
Mientras andaba de un lado a otro del salón colocando cosas en su sitio, la regañó con dulzura, recordándole que habían pasado más de veinte años desde aquel horrible día y era tiempo de superarlo. Lucía asintió. No estaba en condiciones de discutir, y menos con Laura, que la miraba, preocupada, con esos ojos impregnados de ternura que habrían desarmado a cualquiera.
—Sé que no la puedes olvidar, pero ya es hora de que te reconcilies con su recuerdo, ¿no te parece?
—En ello estoy. Es exactamente lo que he estado haciendo esta semana. No te lo había dicho, pero el martes encontré un diario escrito por tu abuela en Estocolmo, hace casi medio siglo. Por eso me habrás visto un poco rara estos días.
—¡¿Y me lo has ocultado hasta ahora?! —La indignación de Laura era fingida—. Ya estás contándome con pelos y señales lo que contiene ese diario. Quiero todos los detalles. Vamos a la cocina y me lo explicas mientras preparo algo. No he comido y vengo hambrienta.
Al verla salir del salón, risueña, decidida, pisando fuerte con sus botas de tacón alto y moviendo esa preciosa melena que le llegaba a la cintura, Lucía supo que iba a echarla de menos. Le costaría prescindir de las charlas, más o menos trascendentes, que solían compartir ante los fogones, y más aún de su fuente inagotable de optimismo. También de sus bromas, siempre a flor de lengua, afiladas e inteligentes. Extrañaría el beso de buenas noches y esas pullas cariñosas que le lanzaba a la menor ocasión, con el fin de obligarla a mantener alta la guardia y no ceder al desaliento. Echaría de menos a esa hija tan parecida y al mismo tiempo tan diferente a ella, tan sólidamente arraigada a la vida, tan segura, tan feliz.
—¿Has comido? —Laura estaba aliñando una ensalada—. ¿Te apetece algo?
—No, gracias. Luego te acompañaré en el café.
—Bueno, desembucha. ¿Qué has descubierto de la abuela? ¿Algún secreto inconfesable? ¿Alguna aventura amorosa? ¡Qué emocionante! Una no escribe un diario porque sí…
Aquella era una pregunta excelente. ¿Qué había descubierto exactamente Lucía en el viejo cuaderno de música de su madre? Ella misma se había planteado esa cuestión en más de una ocasión, mientras lo leía, hasta llegar a la conclusión que estaba a punto de compartir con su hija.
—En realidad nada de particular. O sí…
—No te entiendo. ¿Puedes ser un poco más precisa?
—He descubierto a una mujer. —Lucía buscaba el modo de explicar algo tan sencillo en apariencia y sin embargo tan complejo, visto desde la óptica de sus sentimientos, que no era fácil formularlo. Aun así, lo intentó—: Una mujer como tú o como yo, con los miedos, los amores, los anhelos, las dudas y las certezas de cualquier mujer. Una mujer que me habría gustado conocer.
—Mamá —Laura volvía a emplear ese tono de censura maternal que utilizaba últimamente para regañarla, intercambiando los papeles—, cuando murió, yo ya había nacido. Tuviste tiempo, no seas quejica.
—No, gordita, no lo tuve. —¿Cómo hacerle entender lo que ella misma empezaba a vislumbrar, lo que necesitaba resolver a fin de culminar esa tarea de reconciliación que Laura le conminaba a llevar a cabo sin tardanza?—. Conocí a la madre, no a la mujer. El trabajo del abuelo nos separó al poco de cumplir yo dieciocho años, y justo cuando habríamos podido empezar a compartir, a tejer la red de complicidad que tú y yo nunca hemos dejado de tupir, esa bomba me separó definitivamente de ella. Creo que por eso la he añorado tanto.
—¿Era una mujer parecida a ti? —Laura empezaba a comprender con el corazón, intuyendo el calado de un sufrimiento cuya verdadera dimensión se le había escapado hasta entonces.
—Sí y no —respondió Lucía—. Vivió en un tiempo distinto. En algunos aspectos nos parecíamos mucho y en otros creo que se asemejaba más a ti.
—¿A mí? —Más que una pregunta, era un «no me lo creo».
—A ti, sí, y a las chicas de tu generación. —Lucía estaba constatando sobre la marcha un hecho en el que acababa de caer—. Tu abuela nació para ser madre y esposa, nunca aspiró a otra cosa. Vosotras, al igual que ella, habéis tenido la fortuna de nacer con las expectativas claras. Seréis lo que queráis ser en el terreno personal y en el laboral también. Nadie espera de vosotras que cambiéis las normas de funcionamiento del mundo o alteréis vuestra posición en él, ni tampoco tenéis la necesidad de hacerlo para escapar de una cárcel de desigualdad. Mi quinta no tuvo esa suerte.
—Cualquier tiempo pasado no fue mejor, mamá. —Laura se había tomado el comentario como una ofensa—. Pasado mañana me marcho a Panamá porque aquí no hay trabajo. Sé que voy a tener que bregar con jornadas de catorce horas, como hasta ahora, por un salario mediocre, y vete tú a saber cuándo podremos permitirnos Jaime y yo el lujo de tener hijos. No sé si cambiarías mi experiencia por la tuya.
—No digo que no debáis superar retos y dificultades, no te enfades. —Lucía se acercó a darle un beso en la mejilla en señal de disculpa—. Seguramente más que nosotras en el plano económico o el laboral. Pero sabes que nadie espera de ti otra cosa y que tendrás a tu lado a un compañero que compartirá la carga al cincuenta por ciento, porque habrá sido educado para comportarse de ese modo. Lo mismo le sucedía a tu abuela, aunque el guión fuese completamente distinto: tenía su papel muy claro, igual que lo tienes tú. Nosotras nos vimos obligadas a reescribir radicalmente el nuestro y romper tabúes. Sabemos mucho de cambios y rupturas —añadió con sarcasmo—. A propósito… he roto definitivamente con Santiago.
Laura se esperaba esa noticia desde que él había salido del piso de la calle Carranza. No le sorprendió. Había padecido el ambiente tenso de las últimas semanas y no sentía especial simpatía por ese hombre. Lo único que le importaba era que su madre estuviera bien.
—Lo siento —acertó a decir.
—No hay motivo. Ha sido decisión mía. La libertad de vivir sola o en pareja forma parte de esas conquistas de las que te hablaba. Y todo tiene un precio.
—Eso es verdad —convino Laura, terminando de rebañar con un pedazo de pan la vinagreta de la ensalada—. De hecho, creo que probablemente el precio fuese excesivo.
—¿Te refieres al divorcio de tu padre?
—Desde entonces ha llovido mucho, pese a lo cual no hay goteras —respondió Laura, con una media sonrisa cómplice que significaba «eso ya está superado»—. Me refiero a la felicidad.
Madre e hija se quedaron calladas por un instante, mirándose a los ojos, conscientes de haber llegado a un punto crucial en la conversación que nunca antes habían abordado.
—No es un reproche —precisó Laura, ante el gesto sorprendido de su madre—. No te hablo de mi felicidad sino de la tuya. De todas las cosas que he aprendido de ti, y han sido muchas, la única que he echado en falta es la disposición a ser feliz, a disfrutar de la vida.
—¿Crees que no he disfrutado de la vida? —Lucía sí había recibido esas palabras como un reproche; un reproche grave, viniendo de su hija—. ¡Si soy una privilegiada! Te tengo a ti, un trabajo que me apasiona, estabilidad económica, amigos…
—No me explico bien. Lo que digo es que te has tomado eso que llamas «conquistas» demasiado en serio. Demasiada responsabilidad, sentido del deber, trascendencia. Supongo que lo de la abuela no te habrá ayudado, pero… Mamá, la vida no es eso. No es sólo eso. Ya has demostrado lo que fuera que tenías que demostrar. ¡Date una tregua!
Era un acta de acusación en toda regla, redactada en papel de seda y escrita con tinta azucarada. Un golpe bajo propinado con la mejor intención. Lucía se limitó a encajar el impacto, renunciando a ejercer su derecho a la defensa. ¿Para qué? Laura tenía buena parte de razón y estaba acostumbrada desde chica a decir la verdad sin cortapisas. No estaba echándole en cara un mal ejemplo sino animándola a transgredir las normas. ¿Se habría atrevido ella a hacer lo mismo con María, si la vida les hubiese dado a ambas esa oportunidad? Seguramente no.
Como bien decía su hija, cualquier tiempo pasado no fue mejor. Sólo distinto.
—En ello estoy —comentó lacónica—. También tengo esa tarea pendiente en mi lista.
—Me gustaría leer ese diario algún día, si no te importa —dijo Laura, volviendo al tema que las ocupaba.
—¡Claro, hija! En cuanto lo termine, cosa que espero hacer esta noche o a más tardar mañana, te lo dejo. Iba a pedirte que me ayudaras a escanearlo para enviárselo a tus tíos. Ya que no has tenido abuela, al menos te enterarás de lo mal que lo pasó la pobre por mis hermanos y por mí cuando temió que el mundo se acabara de la noche a la mañana como consecuencia de una guerra nuclear.
—No es verdad que no haya tenido abuela —rebatió Laura, muy seria.
—Bueno, quería decir que eras muy pequeña cuando murió —corrigió Lucía.
—Ya lo había entendido. —Su hija sonrió—. Pero eso no me ha impedido tener abuela. Ya te has encargado tú de contarme todas sus historias, llenar esta casa de fotografías suyas y repetirme un millón de veces lo mucho que te recuerda a ella cualquier gesto o rasgo mío. La abuela siempre ha vivido aquí, con nosotras. Parece mentira que no te des cuenta…
Se habían tomado el café mientras charlaban y Laura estaba colocando los cacharros en el friegaplatos en perfecto orden. Era mucho mejor ama de casa que su madre, sin dejar de ser una brillante arquitecta.
María habría estado orgullosa de su nieta.
—¿Te ayudo a hacer la maleta? —se ofreció Lucía—. Eso es algo que también aprendí de tu abuela y se me da bastante bien. Nadie era capaz de aprovechar el espacio mejor que ella sin que se arrugara la ropa, te lo aseguro.
Pasaron buena parte de la tarde dedicadas a esa tarea, entre bromas y planes de futuro. Los fantasmas fueron derrotados y acabaron por batirse en retirada, dejando el campo libre a los buenos recuerdos que se abrieron paso a golpe de anécdotas y risas. La línea divisoria que separa unos de otros es tan fina como radical. Marca la frontera entre la nostalgia del ayer que se perdió y la certeza de una vida eterna en el amor.
Cuando Laura salió hacia una de las múltiples cenas de despedida que celebraba desde que se había confirmado su marcha a Panamá, Lucía conectó el teléfono que había tenido apagado todo el día y encendió el ordenador. Tenía varios mensajes de whatsapp de Paca interesándose por su salud, uno de su ayudante recordándole una cita aplazada, múltiples entradas en chats colectivos de grupos de amigos, siete llamadas perdidas y dos docenas de correos electrónicos.
Lo normal.
Repasó rápido la correspondencia, sin leerla, hasta llegar a un remitente especial: julianvalparaiso22@hotmail.com. Era él. Le había respondido.
La voz de la sensatez le susurró nuevamente al oído que estuviera alerta: «¡Cuidado!».
El instinto reiteró su advertencia: «Un soñador incapaz de amar a una mujer de verdad, un enamorado del amor».
Se dijo, por enésima vez, que lo que debía hacer era borrar ese correo y olvidarle, aunque no pudo evitar que su boca dibujara una sonrisa coqueta.
Claro que la noche no iba a ser para él. Tiempo tendría de resolver su dilema interior. Se había pasado todo el día pensando en María y llegaba la hora de ir a buscarla, en las páginas de su diario, a fin de escuchar su voz.