7

Estocolmo, jueves, 25 de octubre de 1962

La cita que me había robado el sueño era a las doce y media en el número 3 de la Karlavägen, una avenida arbolada de edificios señoriales, alfombrada de hojas secas cuyo colorido parece intentar mitigar la grisura de esta ciudad. Una vía cualquiera, en suma, de un barrio respetable, que se encuentra a unos quince minutos del centro.

He salido de casa con tiempo, a eso de las once, y tomado el tranvía hasta la parada del Palacio Real, en Gamla Stan, con la intención de seguir luego hacia Karlavägen en metro. Me había propuesto llegar media hora antes, apostarme en alguna cafetería cercana y observar. Si Fernando aparecía, subía al piso y permanecía en él más tiempo del razonable para la realización de una gestión burocrática, seguiría sus pasos y le sorprendería en flagrante adulterio.

No he tenido redaños suficientes para hacerlo.

Mira que lo llevaba todo planeado hasta el mínimo detalle. Incluso había ensayado ante el espejo el modo en que le arrojaría a la cara su traición, las palabras exactas que le escupiría, evitando deliberadamente dirigirme a esa mujerzuela a la que una y mil veces he tratado de imaginarme en vano.

Nada.

Pensaba vaciar en él los temores y reproches que se me agolpan en el corazón desde hace días, sin dejarme nada en el tintero; arrancarle la verdad y toda la verdad a cualquier precio. Quería saber, necesitaba conocer a qué me enfrento con el fin de tomar una decisión. Al final me ha faltado coraje, me ha sobrado orgullo o me ha vencido el amor inmenso que siento hacia él, mal que me pese. No lo sé.

Lo único cierto es que me he echado atrás.

He llegado hasta Slottsbacken perfectamente peinada, maquillada, enfundada en el vestido de lunares que tanto le gusta a Fernando y dispuesta a librar la batalla contra las mentiras y el engaño, hasta las últimas consecuencias. Lo he intentado con todas mis fuerzas. En el último momento, empero, en lugar de tomar el metro, he vuelto a subirme al tranvía en dirección contraria, hacia Bromma.

Mejor la duda que la certeza. Me deja un resquicio al que agarrarme para seguir a su lado sin resentimientos, sabiendo que con el tiempo sus pasiones se irán diluyendo, se apaciguarán mis celos y permanecerá el amor que nos tenemos el uno al otro, traducido en una complicidad semejante a la que muestran tener el señor y la señora Crouzier. Una relación plena y serena.

La vida con Fernando estará llena de tormento pero tendrá instantes luminosos que compensen los disgustos. Estoy segura de ello. Si me separara de él no hallaría paz sino tristeza. Lo sé, lo asumo, viviré con esa certeza mientras viva.

Esta es la última vez que me engaño a mí misma fingiendo anhelar una verdad que prefiero no conocer. Mi verdad, la única que cuenta a mis ojos, es que Fernando es mi marido, el padre de mis hijos y el hombre al que quiero, el que escogí por esposo. Con eso tendrá que bastarme.

¿Dónde iba a ir yo sin él?

Nada más llegar a casa he telefoneado a Paola para invitarla a almorzar. Supongo que ha percibido en mi voz la tensión derivada de lo que acababa de sucederme, porque ha respondido inmediatamente que se arreglaba y venía para acá. Ya no era el momento de salir a comprar, de modo que he pedido consejo a Jacinta sobre lo que podría improvisar y ella ha propuesto una sopa de puerros a la crema de pimienta para empezar y un soufflé de queso gruyer como segundo plato. De postre, manzanas asadas.

Jacinta es una fuente inagotable de propuestas culinarias que resuelve con sobresaliente la invitación más comprometida. Una bendición para esta casa.

El reloj no había dado la una cuando entraba por la puerta mi amiga, subida a sus tacones, con unas chucherías para Lucía envueltas en papel de colores.

Stai bene? —me ha interrogado, taladrándome con la mirada.

—Muy bien —he respondido yo, tratando de sonar convincente—. ¿Por qué no iba a estarlo?

—No sé, esa llamada tan intempestiva…

—Ayer tuvimos una cena muy interesante —no era mentira— y quería comentarla contigo, además de preguntarte qué novedades te ha dado George sobre el asunto de los misiles. Sigo terriblemente preocupada por mis hijos, allá en Madrid.

—¿Sólo es eso, estás segura? —ha insistido, con ojos escrutadores repletos de incredulidad.

—Tal vez algo se resaca —he argüido, zafándome lo mejor que he podido—. ¿Qué más iba a ser?

Resulta prácticamente imposible ocultar a Paola una emoción. Posee un sexto sentido extraordinariamente desarrollado para captar aquello que no se expresa con palabras ni se exterioriza en modo alguno, al menos a ojos de la mayoría. Ella ve y oye lo que otros ni siquiera atisban. Claro que posee la virtud de respetar la intimidad ajena. Un don muy raro en este mundo nuestro que tiende a poner todos los focos en cualquiera que aparezca en un momento dado en el escaparate, iluminando en exceso lo que pretendía permanecer en la sombra y dejando en cambio a oscuras a quien necesita luz.

Paola es un ser diferente y único que me atrae y me repele al tiempo sin saber muy bien por qué. Mejor dicho, sí; conociendo perfectamente, en el fondo, el porqué de esa atracción un tanto perversa: es el polo opuesto a mí. La mujer que yo nunca seré.

—Pocas novedades puedo darte. —Me ha seguido el juego, mientras se encendía un Muratti con el mechero de plata en forma de caracola que decora la mesita del salón—. Como te dije, George tiene a media CIA en Estocolmo y está muy ocupado tratando de hallar el modo de sacar a Doliévich de Suecia, después de exprimir al máximo lo que el ruso esté dispuesto a revelar aquí. Llevamos desde el martes sin vernos ni abrazarnos. Hemos hablado por teléfono, eso sí.

—¿Y? —Yo llevaba ya media cajetilla fumada a esas alturas del día.

—Echo mucho de menos sus caricias, su forma descarada de besarme en rincones que ni te imaginas… —Me estaba tomando el pelo a conciencia.

—Me refiero a qué te ha contado. —Yo no estaba de humor.

—La mala noticia es que desde ayer el Mando Aéreo Estratégico de Estados Unidos está en alerta nuclear, que es el último nivel antes de la declaración de guerra. La buena es que se confirma que Kruschev está buscando el modo de salir de este atolladero sin derramamiento de sangre.

—¿Cómo? —Por mucho que oiga hablar a unos y otros, por más argumentos que escuche, no termino de entender la lógica endiablada que rige esta pelea de gallos.

—Verás, María, distintas fuentes occidentales, entre las que se cuentan dos periodistas de Washington, han convencido al premier soviético de que no va a poder mantener sus misiles en Cuba sin ir a una confrontación armada. O sea, que ha pasado el momento del farol y es hora de enseñar las cartas.

—¿Lo que significa que…?

—Él es consciente de lo que se juega y no parece dispuesto a ver cómo una guerra atómica destruye su país, así que trata de hallar una salida honrosa. Dicho de otro modo, ahora que ha visto las orejas al lobo, porque Kennedy no se ha achantado, está intentando dar marcha atrás senza perdere la faccia.

De nuevo ha salido a relucir en esta historia la maldita cara, el exterior, las apariencias. ¿Cómo puede pesar más en la mente de los máximos dirigentes mundiales el orgullo que la sensatez? ¿Tan difícil es enfrentarse a la realidad con la humildad necesaria para rectificar, sin más, los errores cometidos?

Oliva nos ha servido un vermut acompañado de patatas fritas, mientras Jacinta termina de preparar la comida. No se ha entretenido más del tiempo indispensable para dejar las bebidas sobre su correspondiente posavasos. Una mirada mía ha bastado para hacerle entender que estábamos hablando de cosas confidenciales y debía apresurarse a dejarnos solas.

En cuanto ha salido, cerrando tras de sí la puerta, he reanudado el interrogatorio.

—¿Hay algún motivo real para pensar que deshará el camino andado antes de que sea demasiado tarde?

—Te repito que la información de la que dispongo hoy es telegráfica —Paola parecía haber adoptado el tono y hasta el lenguaje del espía—, pero la respuesta es sí. Casualmente, el director general de la multinacional Westinghouse estaba ayer en Moscú por cuestiones de negocios y se vio sorprendido por una invitación al Kremlin.

—¡Qué casualidad!, ¿no?

—Fortuita, me dice George. La cosa es que acudió, como no podía ser menos, y fue recibido por el mismísimo Kruschev, quien durante tres horas estuvo desgranando ante él un discurso casi lacrimógeno sobre los beneficios de la paz insistiendo en el carácter meramente defensivo de las armas desplegadas en Cuba.

—¿Y qué tiene eso de bueno? Es lo que viene sosteniendo desde que las rampas fueron descubiertas, ¿no?

—María… —Mi amiga ha tratado de ponerse seria consiguiéndolo sólo a medias—. Yo no evalúo, te cuento lo que sé porque me lo preguntas. Y lo que sé es que los analistas de la CIA interpretan ese gesto como un intento por parte del líder soviético de hallar una salida pacífica a este embrollo. Desconozco cuál pueda ser esa salida, aunque te aseguro que la están buscando tanto en Washington como en Moscú. Más nos vale a todos que la encuentren pronto.

—¡Y que lo digas!

Al menos en ese frente puedo respirar más tranquila.

—George empieza a ver luz al final de este túnel.

—Es tranquilizador oírlo.

—No presume de todo lo que ha hecho a lo largo de su vida ni mucho menos del historial de la agencia para la que trabaja, pero de verdad que es un buen hombre. —Ahora sí, Paola se había despojado por completo del disfraz de frivolidad tras el que se esconde para escapar de sí misma—. Es lo que tú llamarías un hombre de honor.

—¿A qué te refieres con eso de que no presume de lo que ha hecho? ¡No te habrás enredado con un asesino a sueldo o algo parecido!

Me ha lanzado una de esas miradas que me hacen sentir diminuta, torpe, ignorante y al mismo tiempo querida. La mirada de una madre indulgente. Luego ha respondido:

—Que yo sepa, no, aunque tampoco me importaría demasiado…

—¡Paola!

Quanto mi piace prenderti in giro!

—¿Qué?

—Decía que me encanta tomarte el pelo.

—¿Y George? No será peligroso…

—Hasta donde yo sé, estuvo hablando con la mafia de Chicago en busca de un sicario capaz de acercarse a Castro lo suficiente como para matarle, burlando las formidables medidas de seguridad de las que se rodea. Formó parte de un equipo que trató de eliminarle impregnando sus puros con la toxina del botulismo, embadurnando su traje de buceo con esporas del bacilo de la tuberculosis y por supuesto envenenando su comida. A cosas así se refiere cuando dice que no está orgulloso de todo lo que ha hecho.

—Bueno, si sólo es eso, Fidel Castro sigue vivo.

—En efecto, cara mia, ese hombre parece tener más vidas que un gato.

—De todas formas no parece cuadrar mucho el honor con los actos de un espía.

—Pues lo es. Ha tenido que mancharse las manos de sangre en alguna ocasión con el fin de hacer el trabajo sucio que nadie más está dispuesto a acometer, sin perder por ello el norte ni olvidar la razón que lo llevó a enrolarse en los servicios secretos.

—¿Tú confías en él? —Habría herido a mi amiga si hubiese insistido más en el escepticismo que me inspira la supuesta honorabilidad de las siglas a las que sirve su amante.

—Lo suficiente para saber que se está dejando la piel en el empeño de evitar que el miedo y la desconfianza mutua nos lleven a una catástrofe que, según él, puede evitarse.

—Esperemos que lo consiga entonces.

—Tú déjalo en sus manos. —Me ha guiñado un ojo, coqueta, recuperando el papel de femme fatale—. Él sabe hacer su trabajo. Y ahora cuéntame de una vez por qué tienes esa cara. Cosa c’è?

—¡Nada! —He tratado de esbozar una sonrisa que ha debido de quedarse en mueca—. La preocupación, ya te lo he dicho. Y un ligero dolor de cabeza provocado por la resaca y la falta de sueño. Ayer nos acostamos muy tarde.

Non ti credo —ha rebatido ella con firmeza.

—Tonterías. Nada de lo que debas preocuparte.

A fin de zafarme de su mirada escrutadora me he puesto a relatarle con pelos y señales la cena celebrada en la Embajada, poniendo especial énfasis en los coqueteos de monsieur Crouzier. Sabía que ese chisme acabaría consiguiendo que se olvidase de la pena o la inquietud que llevo escrita en el rostro, y así ha sido.

No hay fuerza en este mundo que me lleve a confesar a Paola, o a cualquier otra persona, que esta mañana he estado tentada de espiar a mi propio marido. Cuanto más lo pienso, más me alegro de haberme detenido a tiempo. Al margen de lo que hubiera descubierto, nadie habría quedado más en ridículo que yo.

Hay cosas que una señora no hace.

La verdad es que le estoy cogiendo gusto a redactar este diario. Me produce un alivio inmediato. Esta vida itinerante que llevamos me tiene acostumbrada a tragarme los disgustos sola (¡a la fuerza ahorcan!), y el mero hecho de expresar con palabras lo que siento hace que esos sentimientos parezcan más llevaderos.

No es exactamente lo mismo que tocar el piano, aunque en cierto modo se le parece. Lo único que cambia es el lenguaje.

Sí, decididamente algo tan simple como escribir hace que me sienta mejor, de modo que volvamos a lo que estaba contando.

Oliva ha llamado a la puerta antes de entrar a anunciar que la mesa estaba servida en el comedor.

—¿Tomarán vino las señoras? —ha preguntado, con ese tono un tanto redicho que se gasta cuando hay invitados.

Justo en ese momento ha entrado corriendo Lucía, que iba en babi y zapatillas, con las mejillas encendidas y un rastro de chocolate en la barbilla. Venía a dar las gracias a Paola por los bombones que le había traído. Acababa de terminar su comida en la cocina, rebañando el plato como hace siempre, por lo que Jacinta le había permitido abrir la bolsa y comerse uno de los dulces antes de enviarla a echarse la siesta.

—Guarda alguno para tu hermana, ¡eh! —le ha ordenado Paola, con fingida severidad.

Lucía ha prometido hacerlo antes de darle un beso pringoso que mi amiga ha tenido que limpiarse con ayuda de la servilleta. A mí me ha lanzado uno con la mano desde el quicio, camino de la cama. Iba contenta, canturreando, sabiendo que cuando se despertara, a eso de las tres y media, saldríamos un rato al parque de enfrente a montar en los columpios. Después llegaría Mercedes del colegio y se pondrían a jugar, como hacen siempre. Ellas dos nunca se aburren.

¡Benditos sean los hermanos!

—¿Cuándo nos vamos de compras? —he propuesto, al ver el estirón que ha pegado mi hija—. Mercedes y Lucía necesitan abrigos para este invierno. ¡Hay que ver lo deprisa que crecen! Los del año pasado no les sirven a ninguna de las dos.

—¡Cuando quieras! —Paola se conoce al dedillo todas las tiendas de la calle Kungsgatan y es una de las mejores clientas de los almacenes Enko—. Me han dado la dirección de un negocio vintage de ropa del que habla todo Estocolmo.

—¿Vintage? —Mi francés, si es que francesa es la palabra, no da para tanto.

Paola ha sonreído y negado con la cabeza, en un gesto que decía algo así como «no me lo puedo creer».

—De segunda mano, dirías tú.

—¿Tú compras ropa de segunda mano? —Me cuesta imaginar a la esposa del embajador de Italia en el monte de piedad, rebuscando entre un montón de trapos—. La verdad es que me vendría muy bien, porque con dos chicos internos en un colegio carísimo de Madrid y otras dos aquí, no estamos Fernando y yo como para gastar una corona de más. Pero lo último que se me habría ocurrido pensar es que tú aprovechabas ropa ajena.

—Y no soy la única, querida. Todas las señoras chic lo hacen aquí. Así estrenan modelo, incluidos bolso y zapatos, en cada ocasión señalada. De no ser así, habría que invertir una fortuna para no encontrarse una y otra vez a la misma gente vestida con la misma ropa. ¿Vosotras no habéis descubierto ese truco en España?

—Conocerlo, lo conocemos, pero no recurrimos a él si podemos evitarlo. Y mucho menos tratándose del calzado. Tampoco veo a mis hijos heredando otra ropa que la de sus hermanos o sus primos. Pero debería probar para mí. Mi talla coincide mucho más con la de las suecas que con la media española. Tal vez me hayas descubierto un modo original y barato de renovar mi vestuario.

La llegada de Oliva con el soufflé ha interrumpido la conversación. Como de costumbre, Jacinta había bordado el plato, que alzaba su frágil estructura recién salida del molde, perfecta en la forma y a la vez liviana, anuncio de una textura delicada, cremosa, casi vaporosa, como mandan los cánones de la Marquesa de Parabere.

—¡Sírvete antes de que se baje! —la he apremiado, consciente de lo importante que es para nuestra cocinera que sus guisos sean degustados en su punto.

—Da pena destruir esta obra de arte —ha comentado Paola mientras respondía a mi invitación—, aunque lo cierto es que está diciendo «cómeme».

—¡Pues adelante!

Hemos seguido hablando de trapos y otras simplezas, dada mi negativa a entrar con ella en profundidades que no estaba preparada para compartir.

No es fácil digerir sin ayuda lo que me está pasando, aunque lo prefiero a tener que destapar mis intimidades o hablar mal de Fernando ante una persona que, al fin y al cabo, no deja de ser una extraña. Me aferro a la convicción contrastada de que a menudo en esta vida se quiere mejor callando.

¿Qué respondería Paola si le preguntara qué clase de mujeres gustan a los hombres? Probablemente algo parecido a lo que ya sé o cuando menos sospecho, dicho, eso sí, en lenguaje descarnado, con el propósito deliberado de escandalizarme.

No necesito pedir su opinión para oírla pronunciar un juicio así de tajante:

Cara mia, los hombres son todos iguales. Quieren una santa en el salón y una puttana en la cama. Como tal cosa resulta muy difícil de encontrar en una misma persona, si sposano con una réplica de su madre y sueñan con una libertina que la mayoría acaba buscándose fuera de casa.

¿Qué me va a contar ella, si tiene un amante más joven con el que engaña a su marido? Con eso está dicho todo.

Pero aunque Paola tuviera razón y las cosas fuesen así de simples, algo debo de estar haciendo mal yo, eso es seguro. No soy capaz de darle a Fernando todo lo que él desea o necesita, porque si así fuera él no saldría a buscarlo en otros brazos. Lo cual no obsta para que Paola sea la menos indicada a la hora de dar consejos. Sea cual fuere mi error, no quiero parecerme a ella en ese aspecto.

¿Por qué sigo dándole vueltas a este asunto que no deja de ser una mera sospecha? ¿No había llegado a la conclusión de que no quiero saber? Tengo que dejar de pensar en la tal Inger y la maldita cita que tenía con Fernando esta mañana, porque de lo contrario voy a terminar haciendo alguna tontería o volviéndome loca.

A todos los hombres les atraen las mujeres guapas, no hay más. Y cuanto más hombres son ellos, con más fuerza les atraen ellas. A casi ninguno le gustan las que les llevan la contraria o les amargan con sus problemas y sus celos. Esto es algo que debo resolver yo.

En el matrimonio hay que aguantar muchas cosas e incluso fingir que no duelen. Por el bien de la familia hay que aguantar y callar.

De ahí que no quisiera entablar esta conversación con Paola. Estaba segura de que acabaría recomendándome hacer lo que no debo y haciéndome decir lo que no quiero: que me aterra la posibilidad de que Fernando se haya enredado con otra porque yo he dejado de gustarle. Que desde que nacieron los niños sólo en contadas ocasiones, como durante aquel viaje mágico a Cuzco, ha vuelto a mirarme igual. Que en días como hoy cambiaría todo el afecto y la admiración que siente hacia mí como madre de sus hijos por unas gotas de la pasión que seguramente enciende en él esa otra mujer.

No quería hablar. No debería haberlo hecho, pero he sido incapaz de resistirme y he terminado abriéndole a esa amiga italiana las heridas de mi pecho.

Con alguien tenía que desahogarme.

Tal vez porque el peso de este miedo aumenta de día en día. Tal vez, sencillamente, porque ayer Bebo Valdés tocó precisamente esa canción de Machín, la que habla de un corazón loco, al final he sido yo la que ha destapado la caja de los truenos, tratando de disimular lo que en realidad me interesaba con un rodeo en la pregunta que ha sonado cursi, pueril y sobre todo falso.

—Volviendo a George —he tratado de parecer natural— y parafraseando el bolero, ¿cómo puedes amar a dos hombres a la vez y no perder la cabeza?

Ojalá hubiese logrado imprimir a mis palabras el tono desenfadado que pretendía impostar, en lugar de hacer pura y llanamente el ridículo.

La velada en casa de los Chávez, la víspera, había discurrido por los cauces habituales en los últimos días, mezclando en la coctelera mucha política y encendidos debates sobre los actos y las personalidades de Kennedy y Kruschev, aunque a la hispana; es decir, sin más formalidades que las estrictamente indispensables para cumplir con las normas de la educación.

Estábamos entre amigos.

Manuel, nuestro anfitrión, es hijo de una asturiana emigrada a principios de siglo a América, junto a su familia, en busca de pan y trabajo. Ese hecho resultó determinante en su día para vencer la hostilidad que despierta en muchos mexicanos el nombre de España, en particular cuando va acompañado de un pasaporte diplomático.

Al poco de llegar nosotros a México alguien le presentó a Fernando en un acto benéfico, diciéndole que había nacido en Oviedo, e inmediatamente se pusieron a hablar los dos de lugares que Manuel sólo conocía de nombre, aunque los sintiera como propios: Luarca, Navia, Puerto de Vega y demás localidades vecinas a la Coaña natal de su madre.

Tan sólidos fueron los puentes que tendió esa procedencia común, que a los pocos días nos invitó a su casa en el DF, cosa extraordinaria habida cuenta de su condición de alto funcionario con carnet del Partido Revolucionario Institucional, difícilmente compatible con la de Fernando, representante oficioso, que no formal, del régimen de Franco. Por encima de esa circunstancia prevaleció, desde el primer día, el carácter de paisanos.

Durante el año y medio que duró nuestra estancia en ese país los dos matrimonios nos hicimos prácticamente inseparables, hasta el punto de fueron Consuelo y Manuel quienes actuaron de padrinos de Lucía en representación de mi hermano y su mujer, que son los que figuran en el registro de la Iglesia.

Ahora, por un azar del destino, hemos coincidido aquí, donde Manuel desempeña algún tipo de labor relacionada con los vínculos comerciales existentes entre su país y Suecia, que están en plena expansión.

Cada vez que Manuel y Fernando se enzarzan en una discusión ideológica saltan chispas, a lo cual contribuye el hecho de que suelen hacerlo después de haberse tomado una buena cantidad de copas. Luego acaban proclamando que, en el fondo, sus posturas no están tan alejadas como pudiera parecer a primera vista, y por último brindan por la hermandad entre los pueblos de España y México, hijos de una misma madre.

Ayer noche no fue una excepción.

A la cena estábamos invitados únicamente nosotros y un músico cubano recién llegado a Estocolmo, aparentemente soltero a pesar de no ser un niño. Su nombre, Bebo Valdés, no me había dicho nada, pero al verle de pie ante mí en el salón de nuestros amigos, con una chaqueta de esmoquin blanca que resaltaba el color carbón de su piel, además de sus hechuras de coloso, lo identifiqué al instante por haberle visto actuar en La Habana. La suya no es una fisionomía fácil de olvidar, aunque lo que más haya pesado en mi recuerdo sea su enorme estatura artística.

—Maestro —le saludé, sinceramente asombrada—. ¡Qué sorpresa encontrarle aquí!

—Señora. —Se inclinó levemente con galantería para besarme la mano enguantada, mostrando dos hileras de dientes blanquísimos—. ¿Nos conocemos?

—Usted a mí no —dije riendo—. Yo a usted sí. Admiro su música y he tenido ocasión de escucharle tocar el piano, con enorme placer, debo decir.

—¿En Cuba?

—Si no me equivoco, exactamente en el Roof Garden del hotel Sevilla.

Acababa de lograr captar la atención de un hombre evidentemente acostumbrado a despertar interés en las mujeres, lo que me produjo una sensación extraña. ¿Quién no se habría sentido halagada? Valdés era tremendamente atractivo y estaba allí, plantado ante mí, con aire despreocupado, como si su presencia en esta ciudad helada no fuese una incongruencia; un misterio que terminó por desentrañarse, aunque la explicación tardara en llegar.

Andaría a medio camino entre los cuarenta y los cincuenta, muy bien llevados. Era lo que en Cuba se denomina un moreno guapo, de pelo corto ensortijado, frente amplia, labios carnosos, ojos levemente rasgados, mirada penetrante. Le sacaba un palmo de estatura a Fernando, que no es precisamente bajito, y exhibía unas espaldas anchas, acentuadas por las hombreras de la chaqueta un tanto pasada de moda, perfectamente proporcionadas al resto de su cuerpo y en particular a unas manos perfectas. Manos habituadas a la manicura, elegantes, delicadas, ágiles, cuyos dedos interminables alcanzaban holgadamente una octava y media del teclado. Manos de pianista.

Nos habíamos quedado mirándonos el uno al otro embobados, como buscando el modo de seguir la conversación, sin que yo pensara siquiera en despojarme del abrigo. Afortunadamente nadie pareció reparar en ello, porque Consuelo ordenó con naturalidad a su doncella que me ayudara a quitármelo y se lo llevara al ropero, junto a la gabardina de Fernando, antes de traer unos aperitivos.

Terminados los saludos, fuimos invitados a charlar un rato en el salón, antes de pasar al comedor. Yo sentía una curiosidad tremenda por saber qué hacía un artista como aquel en la residencia de los Chávez, que se encuentra en Östermalm, el distrito más exclusivo de la capital sueca, aunque no tuve ocasión de preguntar.

Ignorando los principios más elementales de la diplomacia, como hace con cierta frecuencia, Fernando se me adelantó, aprovechado su amistad con Manuel para ir directamente al grano.

—¿Junto a Kennedy o con Castro? —disparó sin preámbulos—. ¿Dónde está ahora mismo tu gobierno?

El cubano, Consuelo y yo nos miramos con ojos llenos de incredulidad. El interpelado soltó una carcajada sonora.

—¡Pinche, paisano, ¿comiste chile al mediodía o viniste ya tomado?! —espetó nuestro anfitrión.

—No me digas que debo andarme por las ramas contigo, compadre —respondió Fernando, en ese tono irritado que emplea cuando trata de disimular su impaciencia sin lograrlo—. ¡Tuviste a mi hija pequeña en tus brazos en la pila bautismal! ¿Tengo que recurrir a circunloquios para saber lo que vas a terminar contándome de todos modos?

—Es que no esperaste ni al primer martini, hermano —repuso Manuel, más divertido que ofendido por lo agresivo del interrogatorio—. ¿Tan mal anda de información tu Embajada?

—No te hablo en calidad de diplomático sino de amigo y padre de familia. —Fernando había cambiado el gesto de repente, dibujando un rictus severo en su rostro hasta entonces relajado—. Tengo a Miguel y a Ignacio, a quienes conoces perfectamente, internos en España. Estoy realmente preocupado.

Esa confesión me dejó sin palabras. ¿Significa que no ignora lo que le digo, que no lo echa en saco roto por mucho que aparente hacerlo, o es que piensa desde el principio lo mismo que yo aunque el orgullo le impida darme la razón?

Este marido mío no deja de sorprenderme. Es como una montaña rusa. O te lleva a lo más alto o te hunde en la miseria. En cualquiera de los casos, has de armarte de paciencia y aceptar que te desquicie.

Nuestro anfitrión optó desde el primer día por quererle y en eso sigue, pese a las peleas a muerte en las que se han enzarzado. Los dos son de sangre caliente, muy parecidos hasta en el físico. Manuel es, al igual que Fernando, el prototipo del latino en el mejor sentido del término. Consuelo, una belleza mexicana racial, de piel cobriza, llena de curvas. Valdés, un verdadero «caballón», como, según nos contó, le apodaban en su tierra siendo más joven.

Ayer quien desentonaba en la velada era yo.

—Está bien —cedió Manuel a la presión, después de apurar de un trago una copa de ginebra seca, perfumada con dos gotas de martini blanco, a la que una aceituna pinchada en un palillo trataba de poner un toque glamuroso—. No creo revelarte ningún secreto si te digo que mi presidente siente una notable simpatía hacia la revolución cubana.

El músico le lanzó una mirada torcida, murmurando al mismo tiempo algo que no alcancé a comprender.

—Entiéndelo, Bebo —añadió nuestro anfitrión a modo de disculpa, dirigiéndose directamente a él—. Mi país abre los brazos a todos los exiliados. ¿Dónde estuviste tú antes de llegar aquí? En México. ¿Dónde fueron los gallegos derrotados en la Guerra Civil? A México. ¿Quién acogió a Fidel Castro cuando se marchó de Cuba después de que Batista lo amnistiara? A México. Allí preparó lo que luego empezó en la Sierra Maestra. Somos gente solidaria con los revolucionarios del mundo, sea cual sea su causa.

—¿Cómo de solidarios? —Fernando volvía a la carga, negándose a recoger el guante que le había lanzado el mexicano—. ¿Hasta el punto de enfrentaros al poderoso gringo del norte?

—¡Quia, mano! —respondió Manuel con su acento cantarín, acompañando la expresión de un elocuente movimiento de cabeza—. Nosotros no hemos intervenido en una guerra desde lo de El Álamo. Los mexicanos somos pacíficos.

—¿Neutrales en esta crisis? —inquirió por tercera vez Fernando.

Se notaba que Manuel estaba empezando a cansarse, pese a lo cual contestó:

—López Mateos ha respaldado abiertamente, como sabes, el movimiento de los Países No Alineados. En cuanto a esta chingada de los misiles, me cuentan que Kennedy lo llamó personalmente hace unos días para saber cómo reaccionaría el país si estallaban las hostilidades. El presidente estaba enfermo y no se puso al teléfono.

—¿Y eso qué significa? —terció Valdés, que a esas alturas estaba tan interesado como el que más en el asunto planteado.

—¡Qué madre de noche me están dando entre todos! —protestó el interrogado, levantando su copa vacía a fin de que Consuelo le trajera otra—. Eso quiere decir que quien atendió la llamada fue el secretario de Gobernación, Gustavo Díaz Ordaz, quien tranquilizó al yanqui diciéndole que México era y pretendía seguir siendo ajeno al conflicto.

—Eso deja bastante solo a Castro —apuntó Fernando.

—Solo con los rusos —le corrigió Manuel—. Y ese Kruschev es un pinche duro de roer. No va a dejarse amedrentar así no más. La cosa se ha puesto fea. En el DF, por si acaso, estos días los federales andan avisando bajo el agua a todos los agentes cubanos de que no se les permitirá utilizar el territorio mexicano para operaciones de espionaje o propaganda contra Estados Unidos. Incluso se han producido detenciones de supuestos turistas que andaban alborotando más de la cuenta.

—De modo que no tenéis intención de inmiscuiros en el asunto —dedujo Fernando.

—Estate tranquilo en lo que respecta a nosotros, hermano —asintió su compadre—. Ni vamos a proporcionar a Fidel una base para exportar su revolución, ni a Kennedy un pretexto para chingarnos.

Consuelo aprovechó ese momento para pasar una fuente con tacos de maíz y varias salsas (moles, dicen ellos) en las que mojarlos, tratando de poner un punto y aparte a la conversación. Fue en vano. Fernando no había dicho la última palabra ni pensaba renunciar a hacerlo. Por más que Manuel hubiera dado muestras claras de querer concluir con el asunto, él siguió erre que erre.

—Es una postura inteligente y acorde con lo que han hecho vuestros vecinos del norte y del sur. Canadá ha respaldado abiertamente el bloqueo decretado por Washington, como ha hecho la Organización de Estados Americanos prácticamente por unanimidad, con la única excepción de Uruguay, cuyo representante no había recibido instrucciones de su gobierno. Perú incluso se ha comprometido a enviar tropas si es necesario, al igual que Argentina…

—Donde los militares dieron un golpe hace seis meses —apostilló Manuel.

—Mira qué suerte para Kennedy —ironizó Fernando—. Así puede aducir ante Kruschev que toda América, sin excepción, está con él en esta crisis.

La cena discurrió por el mismo carril. Política y más política.

Resumiendo lo esencial, nadie está seguro de que el bloqueo vaya a detener a los barcos soviéticos, a punto de entrar en colisión con los buques de la armada estadounidense, y mucho menos a los submarinos atómicos que transitan a estas horas por esas aguas. Algunos dicen que cuatro y otros que más. ¿Acaso importa? Uno sólo basta y sobra para desatar el Apocalipsis.

Con todo, el ambiente ayer estuvo algo más relajado que la víspera, no sé si porque realmente el conflicto se halla en vías de solución o porque los latinos tendemos a tomárnoslo todo con resignación y alcohol. Seguramente sea esta segunda razón la que explique lo distendido de los cauces por los que discurrió la reunión, sin renunciar a la polémica.

Manuel aprovechó para cargar contra los norteamericanos, que no gozan de su simpatía, acusándolos de pretender imponer su voluntad imperialista a todo el continente. Fernando salió en defensa de su admirado Kennedy, lastrado en su opinión por la pesada hipoteca heredada de su predecesor, al permitir que Cuba se haya convertido en una base soviética desde la cual se amenaza a todo el hemisferio occidental y se quiere extender el comunismo por toda la América hispana.

—Él mismo lo reconoce al declarar que pretende convertir la cordillera de los Andes en la Sierra Maestra de América. Se sabe fuerte bajo la protección de los rusos.

—El bloqueo gringo tal vez pare a los soviéticos —sentenció nuestro amigo, ansioso por cambiar de tercio—, pero no hará claudicar a los cubanos.

—Para empezar no es un bloqueo propiamente dicho —rebatió Fernando—. Cuba puede seguir exportando su azúcar y su tabaco a la vez que recibe alimentos, medicinas, combustible o cualquier otro producto excepto armas. ¡Miento! Hasta armas puede comprar, siempre que no sean ofensivas.

—Llámalo como quieras, gallego. Yo conozco a Fidel y te digo que es un tipo listo. Ya lo demostró en su día, al convencer a los propios gringos de que no era un comunista, sino un idealista decidido a restaurar la libertad y la justicia en Cuba con su revolución color verde oliva, que no rojo. Ahora utilizará esos barcos contra quienes los mandan y logrará enterrarlos a todos. Él no va a rendirse como hizo Batista en la Nochevieja del 58. Su régimen aguantará, te lo digo yo. Ha devuelto la dignidad a los cubanos. A él le respalda el pueblo, aunque haya cometido errores.

—¿Errores? —Fernando estaba encendido—. Castro es y siempre ha sido un tirano. Nunca tuvo la intención de reformar nada ni instaurar una democracia. Fíjate lo que tardó en nacionalizar la banca, poner al frente de la nueva entidad a un marxista declarado como Ernesto Che Guevara y condenar a veinte años de prisión al jefe militar de la provincia de Camagüey, Matos, que se había opuesto públicamente a ese giro. El pobre Matos y todos los que se atrevieron a levantar la voz están entre rejas o bajo tierra, como Camilo Cienfuegos, cuya muerte prematura resulta más que sospechosa. La revolución sólo ha cambiado a un dictador por otro.

—Los gringos habían convertido la isla en un prostíbulo. —Ahora era Manuel quien elevaba el tono con vehemencia—. Tal vez vosotros no lo vierais cuando estuvisteis allí, pero eso era Cuba antes de Castro: un paraíso para amantes del juego y del sexo con niñas dispuestas a cualquier cosa por ganarse unos dólares para comer.

—Ya veremos en qué se convierte ahora —replicó Fernando con amargura—. De momento, se multiplican los juicios sumarísimos seguidos de fusilamientos, se han suspendido todas las libertades, y millares de ciudadanos españoles han sido expoliados de sus propiedades de un día para otro, al igual que muchas compañías norteamericanas. Si eso te parece aceptable, nunca nos pondremos de acuerdo.

El músico, que había permanecido atento a la discusión mientras comía con apetito, repitiendo de todos los platos y añadiéndoles a todos picante pese a estar ya muy condimentados, decidió entonces romper su silencio.

—Perdonen que me meta donde nadie me llama, pero es que yo he vivido en persona eso de lo que ustedes hablan.

—Claro que sí, Bebo —le animó Consuelo, tratándole con la familiaridad reservada a los viejos amigos—. Queremos escuchar tu opinión. A mí es la que más me interesa, de hecho.

—Yo no soy político —dijo él, e inmediatamente frenó en seco, buscando las palabras más adecuadas para expresarse sin incomodar a nadie—. No soy político —repitió— pero ese sistema… no me va. No digo que sea mejor ni peor, pero no me va.

—Tú sangras por tus heridas, prieto —le echó en cara Manuel, añadiendo a su afirmación un apelativo amistoso que en Cuba significa «negro».

—Tal vez sean mis heridas, sí —repuso el aludido, sin inmutarse—. ¿Por qué negarlo? ¡Son bien reales! A mí trataron de reclutarme para la revolución por las buenas y por las malas. Me exigieron que apoyara públicamente a Fidel, como habían hecho otros compañeros del mundo del espectáculo. Vinieron a buscarme con promesas y con amenazas. Y como siempre me negué, como no quise integrarme, me botaron de todas partes hasta que tuve que elegir entre ir preso, el paredón, o marcharme. Me marché.

Con toques de humor, algún comentario ácido, rabia al evocar el paraíso perdido, dolor, nostalgia, y esa sensualidad inteligente y rápida que brinda a los cubanos un encanto tan especial como único, el náufrago nos contó su historia. Transitaba por los escenarios de mis años más felices.

En 1944, mientras Europa trataba de sobrevivir a la destrucción pavorosa de la guerra, y en España se pasaba mucha hambre, Bebo Valdés tenía dos buenos trabajos como pianista en La Habana, que le permitían mantener holgadamente a su mujer, dos hijos de corta edad, sus padres y cinco hermanos demasiado jóvenes para ganarse el pan por sí mismos.

Cuba no era todavía el gran cabaret que llegaría a ser, pero había oportunidades para alguien que, como él, tenía talento sobrado y ganas de aprovecharlo.

—Poco después, en el 47 —recordó el Caballón con su característico humor negro—, me acusaron de ser comunista, igual que a Celia Cruz y a algunos más. ¡Las vueltas que da la vida! ¿Comunista yo? Nunca he sido comunista. Soy un hombre democrático. Mientras tú no infrinjas la ley, haz lo que te dé la gana, pero no me obligues a mí a hacer lo que tú haces. ¿Es pedir mucho?

Sin esperar respuesta, siguió desmenuzando su relato con mayor soltura a medida que avanzaba, contándonos que la emisora de radio para la que trabajaba en ese tiempo pertenecía a un socialista, lo que había motivado la citada acusación y el subsiguiente exilio temporal en Haití. Más adelante vendrían otros, todos ellos amargos, con distintos grados de dureza. Antes iba a conocer el sabor del éxito durante una década, en el club cuyo nombre trae a mi mente el color y el fuego de los flamboyanes unido a la elegancia altiva de los magnolios: Tropicana.

—Fueron los mejores diez años de mi vida —confesó Bebo.

Yo pensé, sigo pensando, que de la mía también.

La Habana entonces olía a gardenia y a salitre. Tropicana era un jardín, cuajado de flores y frutas, donde el verde exuberante de las plantas competía en vistosidad con la decoración del escenario, cambiante según el espectáculo aunque siempre exquisita. No creo que pueda lograrse crear un ambiente más sorprendente y acogedor a la vez, más cálido, más exclusivo que el de ese cabaret sin parangón en el mundo.

Ir a cenar o a tomar una copa en Tropicana era garantía de disfrute. Nunca he visto cuerpos más perfectos que los de esas bailarinas ni coreografías tan originales como las que ejecutaban, impecablemente, aunando una rigurosa formación en ballet clásico con la voluptuosidad felina que da esa tierra.

Los montajes de Tropicana eran soberbios; el vestuario, deslumbrante; la escenografía, versallesca; la orquesta, capaz de resucitar a un muerto. Los americanos que acudían a jugar en el casino instalado en uno de los salones, o a beber en cualquiera de sus cuatro bares, se quedaban con la boca abierta. Apuesto a que no hay en Estados Unidos un club parecido a ese. Ni tampoco en España, por supuesto.

Tropicana fue el lugar en el que celebramos Fernando y yo la alegría de esperar a Mercedes, Miguel e Ignacio. Allí, sobre una pista cubierta por una inmensa cristalera, aprendimos el mambo que triunfaba en esos años y nos hicimos expertos en el fox-trot, el tango, el bolero y el chachachá. En esa atmósfera húmeda, tórrida, perfumada, descubrí el verdadero significado de la palabra «sensualidad».

Nunca he sentido tan mío al hombre con el que estoy casada como bajo el cielo infinito de sus noches estrelladas.

Había sido tan vertiginosa la aventura que nos condujo a Fernando y a mí hasta ese vergel, tan rotundamente sólido el amor que me impulsó a cometer la locura de acompañarle…

Después de la boda, celebrada en San Sebastián, mi hermano Pachi nos llevó en su automóvil hasta Madrid, donde debíamos tomar el avión de Iberia a La Habana. Viajaba con nosotros Pepita, la chica que tuvimos durante esos años, hasta que se casó con el novio que había dejado en España. Ella estaba nerviosa, yo no.

Vuelvo la vista atrás y me pregunto cómo es posible que aceptara esa vida sin pensármelo, sabiendo que marcharía al otro lado del Atlántico dejando atrás no sólo mi casa y mi país, sino a todos mis afectos, a mis amigas de siempre, a mi familia. La respuesta es él, Fernando.

Lo habría seguido al fin del mundo.

Lo seguiré a donde vaya.

Corría el mes de mayo de 1952. En Madrid nos alojamos en el hotel Ritz, aprovechando que era el Ministerio de Exteriores el que pagaba la estancia. Fueron apenas tres días que disfrutamos al máximo, yendo de aquí para allá de la mañana a la noche.

Yo sólo había estado en la capital un par de veces, una de ellas para convalidar mi título de profesora de piano. Fernando en cambio se movía por esas calles como pez en el agua. Me llevó a ver toros en Las Ventas, a comer callos en Casa Alberto, uno de los mejores restaurantes de la ciudad, a tomar una copa en Chicote y a bailar en Pasapoga. Me enseñó la Rosaleda y la Biblioteca Nacional. Recorrimos del brazo los alrededores de Cibeles y Gran Vía, parándonos a ver los escaparates de las joyerías.

Estábamos enamorados.

El día 27, a las nueve de la noche, embarcamos rumbo a la isla. Era la primera vez que subía a un avión y aguardaba la experiencia con emoción, tratando de imaginar cómo sería por dentro el aparato, un Super Constellation, que iba a trasladarnos por los aires.

Aunque todavía hoy me sorprende sobremanera que una cosa tan grande y pesada pueda volar, el avión resultó más cómodo de lo que pensaba, con asientos relativamente confortables, que podían reclinarse, y un servicio esmerado por parte de azafatas encantadoras además de guapísimas, a decir de Fernando. Nos dieron de cenar estupendamente, acompañando el menú de vino tinto y champán, y al poco sucumbí al sueño. Pasé buena parte del vuelo durmiendo.

Fernando tiene razón al decir de mí que soy «plácida». Trato de serlo y lo fui siempre hasta que llegaron los problemas, que todavía hoy asumo de manera bastante más serena que él. ¡Menos mal! En caso contrario, ya no quedarían muebles ni vajilla en casa.

En nuestro matrimonio él pone el carácter y yo la mano izquierda. Él grita, yo templo gaitas. Incluso ahora es difícil que llegue a perder la calma con la que desembarqué hace diez años en La Habana, una mañana soleada, dispuesta a disfrutar de una experiencia ante la que muchas de mis amigas se habrían sentido acobardadas. Para mí se trataba de un regalo.

La Embajada de España en Cuba, donde tendría su oficina Fernando, estaba situada en la esquina de Cárcel con Zulueta, frente a la fortaleza del Morro, a dos pasos del Malecón. Esto es tanto como decir que se encontraba en la zona más antigua y más bonita de una de las capitales más hermosas del mundo, al menos tal como yo la recuerdo.

No existe una ciudad comparable a La Habana, donde la música esté presente en cada rincón, las calles exhiban una opulencia semejante y el descaro de las gentes sea tan deliciosamente provocador.

La Habana es única por su alegría.

En aquel entonces sí que yo no prestaba la menor atención al trabajo de mi marido. Él solía contarme, como ha hecho siempre, las vicisitudes de su jornada, comentándome los acontecimientos del país. Yo oía pero no escuchaba. Estaba demasiado ocupada con la casa y la ajetreada vida social que llevábamos. Por primera vez en mi vida me estaba divirtiendo de verdad, de un modo que en San Sebastián ni siquiera habría soñado.

A mis ojos, como a los de Bebo, esa Habana, la que conocí a principios de los cincuenta, era un paraíso.

Ayer Manuel nos acusó de frívolos al pianista y a mí por ignorar el sufrimiento de los campesinos oprimidos que acabaron alzándose en armas contra Batista. Ni Bebo ni yo nos atrevimos a rebatirle. ¿Para qué? Él tiene sus opiniones; nosotros, nuestra memoria.

La mía empieza y termina entre sábanas de cuna por estrenar, fiestas prolongadas hasta altas horas de la madrugada, modelos vaporosos, bailes y aperitivos consumidos en alguna terraza aireada, como esa situada frente a la catedral, en una de las plazas más bonitas de la ciudad, donde siempre había una orquesta tocando boleros.

La de Valdés incluye tiempos más duros.

Las noches de Tropicana acabaron abruptamente para él después de que una bomba colocada en un bolso de mano junto al escenario, a dos pasos del piano, volara un brazo a una criatura de diecisiete años. Al músico lo salvó milagrosamente un árbol situado estratégicamente, que lo protegió del impacto aunque no impidió que decidiera marcharse definitivamente de allí. Así fue como llegó a tocar regularmente en el hotel Sevilla, en cuyo impresionante Roof Garden, un salón ubicado en la última planta del edificio, con vistas a toda la ciudad, lo había descubierto yo, años atrás, actuando en una celebración privada.

—¿Sigue abierto ese hotel? —inquirí al oírselo mencionar—. Su barman era, para mi gusto, el mejor de La Habana. Su hall, el más elegante. El increíble paisaje urbano que se contemplaba desde la terraza, con el Capitolio en primer plano, carecía de parangón. Y su piscina resultaba sumamente acogedora en cualquier época del año, con sus jacarandas y sus flamboyanes.

—Seguía abierto —respondió el pianista con cierta melancolía— en agosto del 59, que fue cuando se me acabó el contrato. Y después también, aunque cerraron el casino. El que había en el Sevilla y todos los demás. Clausuraron igualmente bares y cabarets, alegando que eran antros de prostitución en manos de la mafia norteamericana.

Se detuvo un instante, como para ordenar los recuerdos, antes de concluir, bañando sus palabras en tristeza:

—Los turistas dejaron de venir, claro, los músicos comenzamos a sobrar, y a los que tocábamos con una orquesta nos impusieron comisarios políticos que no conocían ni las notas. Se terminaron las amistades y empezaron las venganzas, las envidias que acababan en denuncias, las traiciones. Cuando vi que no podía más, decidí largarme sin despedirme ni de mis músicos ni de mis hijos. No podía.

Fernando me diría que imito a los avestruces y escondo la cabeza en la arena, pero no quiero saber nada de esta Cuba que nos ha traído hasta donde estamos, a dos pasos de otra guerra. Prefiero atesorar las imágenes de la que yo conocí. Era más luminosa y no tenía olor a pólvora.

Aprovechando las últimas palabras de Valdés, dichas en tono sombrío, Manuel trajo a colación un episodio que ya le había hecho enzarzarse en su día con Fernando en una disputa encendida. La cuestión volvió a dar lugar ayer a grandes voces, aunque los efectos de la bebida hicieron que los gritos se vieran acompañados de risas.

¡Gracias a Dios!

—El que no se marchó fue tu embajador. —El mexicano buscaba pelea mofándose de un hombre por quien Fernando no oculta su admiración—. ¡Un gran patriota ese Juan Pablo de Lojendio!

—No empecemos… —trató de escaparse Fernando, que se conoce bien y sabe lo poco que necesita para acabar discutiendo.

—¿Qué fue de él? —insistió nuestro anfitrión—. Supongo que premiarían su gesto con un buen puesto en el ministerio…

—Pues te equivocas. Franco en persona pidió su cabeza, después de que Fidel le declarara persona non grata, y lo mandó al pasillo una temporada, antes de permitir que fuera destinado a un puesto inocuo en Suiza.

—¡Qué me dices! —Manuel estaba realmente impresionado por esa información.

—Lo que oyes. El Caudillo hace esas cosas. —El alcohol había soltado la lengua a Fernando más de lo razonable, hasta el punto de pronunciar el término «Caudillo» con cierto retintín—. Muestra así su gratitud hacia los que sirven a nuestro país: enviándoles a un motorista con el anuncio de su cese. Si Castro resiste a este embate, tal como auguras tú, creo que Franco y él se entenderán bien.

Estábamos ya en el salón. Consuelo había ido a ver cómo se encontraba su hijo pequeño, que se había acostado con fiebre, y yo me conocía a la perfección la anécdota del marqués de Vellisca, que hace un par de años, estando nosotros en México, tuvo los redaños de presentarse en los estudios de la televisión cubana, abrirse paso hasta el plató en el que Castro estaba hablando mal de España, y rebatirle en directo, sin dejarse intimidar por las amenazas.

Ese acto valeroso casi le cuesta la carrera.

El momento me pareció perfecto para reanudar la conversación con Bebo, que había quedado interrumpida por la cena.

—Mis tres hijos mayores son cubanos como usted…

—¿En serio? —Su sorpresa era genuina.

—Bueno, nacieron en La Habana. Exactamente en la Clínica del Rosario, que estaba en el Vedado, muy cerca de nuestra casa, aunque son españoles. ¿Usted tiene hijos?

—Cuatro, de dos madres distintas —me contestó con naturalidad—. Nunca he sido un santo con las mujeres —se le notaba—, pero ni a ellas ni a ellos les faltó nunca de nada mientras yo pude trabajar en Cuba, se lo garantizo. Siempre les di dinero. No sé qué será ahora de ellos. Todos siguen allá, al igual que mis padres. No creo que los vuelva a ver.

No me pareció prudente seguir por ese camino, de modo que cambié el rumbo.

—¿De qué conoce a Consuelo y Manuel?

—A ella la conocí en los escenarios antes de que se retirara. Usted sabía que fue cantante, ¿verdad?

Asentí.

—Nunca tuvimos nada, ya me entiende, pero entablamos amistad. Antes de venir a Suecia pasé por México, donde recuperamos el contacto. Llegué allí sin un peso en el bolsillo y después de firmar un papel en el que decía más o menos «¡viva la revolución!». Si no lo firmo, no me dejan salir…

—Es un país precioso, México —apunté, tratando de evitar a toda costa volver a enfangarnos en la política—. Nosotros estuvimos destinados en el DF un año y medio, antes de venir a Estocolmo. La gente es particularmente cariñosa…

—Unos más que otros —repuso él, sarcástico.

—No le entiendo…

—Verá usted —se explicó—. Yo estuve muy a gusto en México, hacía mi música, grababa y trabajaba en la radio, hasta que el sindicato de músicos empezó a hacerme la vida imposible. Fue después de lo de Bahía de Cochinos. Un periodista me preguntó qué me parecía aquello y yo respondí lo que pensaba de Castro. Ya le he dicho que nunca me ha gustado.

—Tampoco a mí…

Seguimos hablando del precio de la libertad, de lo duro que es estar lejos del hogar, de lo mucho que se extraña a los padres y a los hijos, de la dificultad de moverse por un país sin hablar la lengua y de otras muchas cosas trascendentes y banales.

Parece mentira que pueda tener yo algo en común con un exiliado político cubano, mulato y pianista, pero lo cierto es que lo tengo. Por eso conectamos tan bien ayer, aunque dispusiéramos de muy poco tiempo para hablar. Su experiencia es tremendamente más cruda que la mía, por supuesto, lo que no nos impide compartir sentimientos: nostalgia, añoranza, soledad y amor por la música.

Claro que él toca el piano. Yo lo aporreo.

Ha venido a Estocolmo contratado por el propietario del Gröna Lund, el parque de atracciones que está en Djurgården, junto a Skansen, muy cerca de la Embajada. El sábado, si Dios quiere, iremos a verle actuar en el Tyrol.

—¡Tócanos algo, Bebo!

Consuelo había vuelto de su inspección, animada. Rellenó las copas personalmente, sacó unos bombones, vació los ceniceros llenos de colillas y señaló al invitado el flamante Burmeister de caoba que aguardaba junto a la pared.

—Por favor…

—Sólo si tú me acompañas cantando —repuso el músico al punto.

Todos secundamos la propuesta con entusiasmo. Ella tiene una voz preciosa. Antes de casarse con Manuel era una artista reconocida, que abandonó el escenario por el amor de ese hombre. Desde entonces sólo canta para los amigos en contadas ocasiones.

—Dale pues. —No iba a hacerse de rogar—. ¡Vamos!

¿Por qué escogió Valdés ese tema? ¿Acaso me leyó el pensamiento? No, claro que no. Tal vez fuera el azar, o bien el hecho de haber interpretado anteriormente esa canción junto a Consuelo. Es posible que le viniera a la memoria por haber estado hablando minutos antes conmigo de las dos familias que había dejado atrás en Cuba. O sería una casualidad sin más.

Lo cierto es que, de todo el repertorio posible, fue a elegir ese bolero, el que abría en canal mi corazón para que sangrara su pena.

No te puedo comprender,

corazón loco,

no te puedo comprender,

y ellas tampoco.

Yo no me puedo explicar,

cómo las puedes amar tranquilamente,

yo no puedo comprender,

cómo se pueden querer,

dos mujeres a la vez, y no estar loco.

Miré a Fernando, que estaba sentado frente a mí, en otra butaca. Vi que tenía los ojos cerrados y marcaba el ritmo con los dedos sobre el cristal del vaso, perdido en unos pensamientos que preferí no conocer. Valdés se afanaba en arrancar al instrumento compases que sólo el maestro Lecuona, antes que él, había sabido encontrar. Manuel contemplaba a su mujer extasiado.

Cuando ella atacaba la segunda estrofa me levanté con la excusa de ir al baño. Tenía que salir de allí.

Desde el pasillo, fuera ya del alcance de su vista, me tapé los oídos con rabia. Pero no hay rabia ni fuerza capaz de impedirte oír lo que brota de tu cabeza.

… una es el amor sagrado,

compañera de mi vida,

esposa y madre a la vez,

la otra es el amor prohibido,

complemento de mis ansias,

y a quien no renunciaré.

Y ahora puedes tú saber,

cómo se pueden querer,

dos mujeres a la vez, y no estar loco.

Paola ha tardado unos instantes en reaccionar a la pregunta que le había hecho referida a la posibilidad de hacer compatibles dos amores. Si ha pensado que su intuición era correcta y a mí me pasa algo raro, ha tenido la delicadeza de callárselo.

Con la sinceridad que la caracteriza, me ha contestado:

—Yo no amo a Guido, María, ya te lo he dicho. Le aprecio, eso sí, y es el padre de mis hijos. Lo nuestro es un arreglo amistoso de mutua conveniencia en el que ambos sabemos a qué atenernos. Matrimonio y amor no van necesariamente de la mano. De hecho, a lo largo de la Historia, nunca se había relacionado una cosa con la otra, hasta hace cuatro días. Es un error que pagaremos cada vez más caro.

—Me parece muy triste lo que dices. No lo piensas de verdad.

—Te aseguro que sí. Mejor nos iría si todos fuéramos sinceros con nuestros sentimientos y definiéramos bien los papeles de cada cual.

—Están muy bien definidos, me parece a mí. —No pensaba dar mi brazo a torcer—. Otra cosa es que haya quien se salte el guión.

—Te voy a escandalizar aún más. —Le encanta hacerlo—. Lo ideal sería que supiésemos diferenciar claramente entre afecto y pasión, prodigando uno y otra en su correspondiente espacio, sin confusiones ni mentiras. Que la sociedad permitiera con naturalidad acotar bien los campos, pactando las reglas de juego entre los participantes: el afecto, para el esposo o la esposa; la pasión, para el amante o la «otra». Así, tutti contenti.

He preferido ignorar esa boutade, muy propia de ella, destinada a mostrarse más superficial y carente de sentimientos de lo que es en realidad. Le habría encantado embarcarse en un debate sobre moralidad conyugal, sabiéndose mucho mejor polemista que yo, aunque no le he dado ese gusto. Mi cabeza no estaba para pugnas dialécticas; buscaba respuestas, y no se me ha ocurrido idea mejor que lanzarle:

—¿Crees que a Guido le gustaría ser George?

Yo misma me he dado cuenta de la tontería que acababa de decir nada más pronunciarla. Evidentemente no pensaba en Guido ni en George sino en mí, en la envidia que no puedo evitar sentir al fantasear con la pasión que, al parecer, enciende otra mujer en Fernando. En estos celos que me devoran.

Ya sé que no tengo pruebas y que acaso todo sea producto de mi imaginación, pero aun así se ha convertido en una obsesión. Supongo que eso es lo peor de la sospecha, la imposibilidad de combatirla racionalmente.

Andaba en busca de paz al confesarme a Paola, y en lugar de hablar claro o callarme he tirado por la calle de en medio, metiendo la pata hasta el fondo.

Ella ha estallado en una carcajada sonora, hasta el punto de llorar literalmente de risa y contagiarme. Finalmente, después de unos cuantos hipos, ha recuperado el aliento suficiente para decir:

—¿Tú te lo imaginas? ¿Te imaginas a mi ambasciatore interrogando a un agente ruso o jugándose el pellejo en una misión de riesgo? Ma va!

—No me refería a eso y lo sabes —me he defendido, avergonzada.

—¡Peor aún! —ha exclamado, amagando con repetir el ataque de risa—. Sin entrar en detalles que no querrías oír, te aseguro que uno y otro están muy bien donde están. Si mi pobre Guido me viera en ciertas situaciones, no sabría qué hacer conmigo. Claro que tampoco yo haría con él lo que hago encantada con George…

—¿Estás segura?

Paola es demasiado inteligente para dejarse engañar por mi torpe intento de sonsacarla sin enseñar las cartas. Me conoce a mí y conoce la naturaleza humana, que observa desde su atalaya frívola con la distancia del científico. Pocas circunstancias se le escapan y menos aún la silencian. Cuando tiene algo que decir, lo hace de frente, con claridad, a la cara.

—Ya que te inspira tanta curiosidad la relación que tengo yo con mi amante, ¿por qué no te echas uno tú? Candidatos no te faltarían y te vendría muy bien.

—¡Qué cosas tienes! —he protestado, tratando de parecer ofendida.

—Piénsalo. Solo per gioco, un juego, nada serio. Tal vez así pudieras comprender mejor a Fernando.

—Fernando nada tiene que ver en esto —he mentido, sin esperanza alguna de convencerla.

—Si tú lo dices, te creo. —Su sonrisa aseguraba lo contrario—. En tal caso, deja de plantearte cuestiones abstractas que sólo conseguirán hacerte daño. Deja de preguntarte si un hombre pertenece a su esposa o a su amante y cuál de las dos le hace más feliz. Ellos no profundizan tanto en los sentimientos, se limitan a satisfacer sus deseos más primarios. Deja de castigarte con dudas que no llevan a ninguna parte, confía en ti misma. Y sobre todo, deja de sentirte culpable.

—Ojalá pudiera…

—El primer paso para poder es querer. El segundo, poner los medios. Te acabo de sugerir uno. La experiencia es una maestra insustituible. La mejor que conozco. ¿Qué te impide probar? Nadie tiene por qué enterarse…

Se ha hecho un silencio espeso. El reto que me había lanzado seguía en el aire, por mucho que yo lo hubiera despachado sin más. La verdad es que nunca se me ha ocurrido pensarlo. Tampoco he sentido esa necesidad.

Paola esperaba de mí una respuesta a su pregunta de por qué no me busco un amante, de modo que he terminado dándole la más sencilla, la que resume todas las posibles.

—No me reconocería.

Ha dejado de interrogarme con la mirada. La incredulidad un tanto condescendiente que me había demostrado hasta ese momento se ha convertido en ternura. Su rostro, generalmente impenetrable, de rasgos tan perfectos como duros, ha adoptado una expresión dulce, muy rara en ella, para sentenciar:

—María, no te equivoques ni te engañes a ti misma. No es cuestión de quién o cómo seas sino de lo que sientes, de lo que te dicta ese sentimiento. Tú amas a tu marido, eso es todo, y no es poco. Él es un hombre con suerte. He conocido a muy pocas mujeres tan fieles, devotas y entregadas como tú.

—Yo podría decirte lo mismo. —No he sabido muy bien cómo tomarme sus palabras—. De hecho, la mayoría de las mujeres que yo conozco se parecen más a mí que a ti.

Beati loro entonces. Los españoles son afortunados. Pero voy a volver a la pregunta que me hacías y a responderla. Solo por si tanto per caso puede ayudarte.

—¿Cuál de ellas? —Me había perdido—. Han sido muchas.

—La referida a la locura.

Estaba fumando, una vez apurada la segunda taza de café turco, cargado, con mucho azúcar, que Jacinta había preparado exclusivamente para ella. Ha dejado el cigarrillo en el cenicero, se ha sentado a mi lado, en el borde del sofá, girada hacia mí, y me ha taladrado con sus ojos oscuros.

—Yo no estoy enamorada de Guido, ni siquiera le amo, por lo que no corro peligro alguno de enloquecer por la poderosa atracción física que me produce George. Una atracción que mi marido no podría impedir, hiciera lo que hiciese. Ahora bien, si le amara, si estuviera enamorada de él, las cosas serían muy distintas. Si amara a Guido, me sentiría terriblemente culpable por esa traición, aunque seguramente no sería capaz de evitarla. Si le amara, esa culpa sería para mí un tormento y lo único capaz de sanar mi alma, redimiéndola de su condena, sería el perdón de mi marido. El perdón es lo único que salva al arrepentido, incluso cuando no existe propósito de enmienda.

Paola se ha marchado al poco de despertarse Lucía, dejándome en un mar de dudas sobre el significado de la palabra «perdón». ¿Es sinónimo de «olvido»? ¿Condición necesaria para alcanzarlo?

¡Basta ya! A este paso la que va a perder la cabeza soy yo.

Me he quedado helada en el parque. Los niños nunca tienen frío pero los adultos sí. Este clima no es para mí. Y eso que soy del norte. ¿Cómo lo resistirán los pobres andaluces trabajadores de la factoría siderúrgica, sin más abrigo que sus gabardinas Puma modelo Milano, sus gorrillas de lona azul y sus zapatos de punta, que vete tú a saber si tendrán suelas de cuero o de cartón? ¡Qué valor! Esa gente está hecha de otra pasta. Hay que descubrirse ante ellos.

Fernando se retrasa también hoy. Ayer trajo de la Embajada el ABC, que lleva en su portada una foto muy inquietante de soldados del ejército cubano exhibiendo de forma amenazadora sus fusiles. El periódico viene cargado de información sobre lo que está sucediendo con los dichosos misiles, y he pasado más de una hora leyéndolo.

La crónica del corresponsal en Washington arranca de una manera que hiela la sangre: «En medio de una crisis internacional como la de ahora —a milímetros de una hecatombe nuclear— la existencia de un foro mundial como las Naciones Unidas, reunidas esta noche en sesión de emergencia, es una bendición de Dios. Pidamos que dure. Recemos para que no se desintegre. Es nuestro último vínculo con el nuevo sol de mañana por la mañana».

Y yo que pensaba, después de oír a Manuel ayer por la noche y de hablar este mediodía con Paola, que las cosas estaban un poco mejor…

La noticia que acabo de mencionar, procedente de Estados Unidos, habla de la reunión del Consejo de Seguridad, ponderando mucho la intervención del jefe de la delegación norteamericana al pedir la destrucción de las bases ofensivas cubanas. El periodista reproduce las palabras de Adlai Stevenson, que realmente llegan al alma. Las copio para no olvidarlas:

«Esta no es una lucha entre dos superpotencias. No es una lucha privada. Es una guerra civil mundial, una prueba entre el mundo plural y el mundo monolítico, una prueba entre el mundo de la Carta y el mundo comunista. Cada nación que ahora es independiente y desea continuar siéndolo se encuentra implicada en ella, quiera o no».

Unas páginas más atrás había leído el comunicado hecho público por un portavoz del Ministerio de Asuntos Exteriores español, dando cuenta de las medidas que iban a adoptarse ante la amenaza, de acuerdo con los convenios de defensa hispano-norteamericanos, y he sentido una punzada de dolor al pensar en mis hijos, solos en ese colegio a dos pasos de la base militar de Torrejón.

Con el corazón y la mente puestos en Miguel e Ignacio, el discurso de Stevenson no resulta precisamente tranquilizador:

«Estamos preparados para satisfacer cualquier legítima queja de los soviéticos, pero sentimos desprecio hacia el chantaje. Sabemos que cada retroceso ante la intimidación fortalece a aquellos que dicen que la amenaza de la fuerza siempre puede hacer que se alcancen los objetivos comunistas y mina el ánimo de aquellos que, en la URSS, recomiendan precaución».

¿Qué quiere dar a entender exactamente? ¿Que están a un paso de atacar? ¿Que ya no hay vuelta atrás?

Un pequeño suelto de última hora, publicado en un recuadro, anuncia que, según Radio Moscú, la Unión Soviética no hará uso de las armas nucleares contra Estados Unidos a menos que se cometa un acto de agresión. ¿Significa este anuncio que esos rusos prudentes a los que alude el estadounidense van ganando la partida? ¿Será que Kruschev opta realmente por una solución pacífica que le permita salvar la cara, tal como dijo Doliévich que haría?

Ojalá se hagan realidad las últimas frases del americano:

«Este es un día solemne y de gran significado para la humanidad y para las Naciones Unidas. Permítaseme recordarlo no como el día en que el mundo estuvo abocado a la guerra nuclear sino como el día en que el hombre resolvió no dejar de hacer cuanto estuviera en su mano, en su búsqueda de la paz».

Me gustaría telefonear a los chicos pero ya es muy tarde para pedir una conferencia en Estocolmo. Mañana, según me despierte, les llamo. Y si las cosas no están mejor, cojo a las niñas y me marcho. No tengo más que abrir el piso de Ferraz, que está vacío, e instalarme allí con los cuatro, hasta que se nos una Fernando, lo antes posible.

¿Dónde vamos a estar mejor? Es nuestra casa, y no la cambiaría por nada. Ni siquiera por uno de esos pisos de lujo que están construyendo, según he visto en el periódico, en la prolongación de la avenida del Generalísimo. Demasiado lejos del centro para mí. Demasiado impersonal y frío.

Un anuncio de turrones La Jijonenca me ha recordado que pronto estaremos en Navidad… si es que llegamos. «Variedades La Jijonenca: Jijona, Alicante, yema, nieve, frutas, en pastillas y porciones», con un nuevo envase al vacío para que no manchen y se mantengan frescos más tiempo. Tengo que decir a Miguel que compre unos cuantos paquetes y los meta en la maleta…

Si llegamos.