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Madrid, jueves, 20 de octubre de 2011

Por qué engañan los hombres a las mujeres?

—¡Yo no…!

—Déjalo, por favor, no me mientas. Las mentiras sólo sirven para estropear los finales.

Lucía estaba sentada con Santiago en el bar del Palace, situado a pocos minutos de su despacho. Lo había llamado a primera hora, empeñada en quedar con él ese mismo día, antes de que se disiparan los efectos del impacto causado en su interior por lo que contaba María en su diario.

Quería cortar por lo sano.

Las confesiones de su madre, tan reconocibles, tan extrapolables a su propia experiencia que parecían una primera edición de sus sentimientos, la habían llevado a tomar una decisión largamente aplazada, que ahora ansiaba llevar a cabo de una vez por todas. No iba a darse a sí misma la oportunidad de arrepentirse otra vez.

El local estaba sumido en una grata penumbra que le otorgaba esa atmósfera discreta, íntima, tan del gusto de sus contados parroquianos. La mayoría de los huéspedes y visitantes que frecuentaban los salones del lujoso hotel madrileño preferían instalarse en alguna de las mesas de su célebre rotonda, con el fin de ver y ser vistos. Aquel era, de hecho, uno de los principales atractivos de tan emblemático punto de cita.

Por allí pasaba lo más granado de la Villa y Corte a tomar el aperitivo o el café, y entre sus paredes se había fraguado más de una conspiración política, más de un proyecto literario y más de un negocio multimillonario. No en vano el Palace era uno de los lugares de encuentro favorito de diputados, empresarios y periodistas, sobre todo antes de que la crisis recortara los gastos de representación. La época de máximo esplendor había quedado atrás coincidiendo con el fin del derroche, pese a lo cual la histórica puerta abierta a la Carrera de San Jerónimo, la que miraba a los leones del Congreso, seguía presenciando un constante ir y venir de caras más famosas que ilustres.

Esa mañana Lucía había sido la primera en llegar, lo que le había dado opción a instalarse dentro del bar, en una discreta esquina, al abrigo de curiosos. No deseaba encuentros inoportunos ni testigos susceptibles de propagar por todo Madrid lo que estaba a punto de suceder entre el hombre que acababa de entrar al local y ella. Ambos conocían a multitud de personas en distintos ámbitos, lo que multiplicaba el peligro de dar pábulo a los rumores. Y ser objeto de chismorreos era algo que Lucía nunca había soportado.

Se dijo a sí misma que habría hecho mejor quedando con él en otro sitio, aunque ese error de intendencia ya no tenía remedio. Lo que tuviese que ser, sería.

Al acceder, pocos minutos antes, al amplio vestíbulo del hotel, subir las escaleras y echar una ojeada a las gentes variopintas que pisaban esa moqueta, se había preguntado cuántos de ellos estarían fingiendo ser lo que no eran, cuántos estarían impostando un personaje, cuántos necesitarían inventarse historias con las que acallar reproches o conciencia.

¿Todos? ¿La mayoría?

Lucía no quería formar parte de esa legión camuflada. Su especialidad no era precisamente el disimulo, y además sabía que, aunque hubiese pretendido forzar su voluntad, algún resorte inherente a su naturaleza le habría impedido desviar la mirada de lo que resultaba innegable. La evidencia se encarnaba en su mente de manera obstinada, adoptando perfiles tan reales como los de la taza que acababa de llevarse a los labios.

Santiago se acercó a la mesa saludando desde la distancia, con esa forma suya de pisar fuerte, a grandes zancadas, tan característica de su personalidad. Trató de besarla en la boca, pero ella la apartó ofreciéndole a cambio una mejilla. Pretendía dejar las cosas muy claras desde el principio, de modo que no se anduvo por las ramas.

—Santi, esto se ha acabado —dijo clavando sus ojos oscuros en los de él—. Seguramente se hubiera terminado ya mucho antes de que viera esos correos en tu ordenador, pero desde luego lo que leí en ellos remató cualquier resquicio de vida que quedara en esta relación.

—Ya te dije entonces y te repito hoy que te confundes —se defendió el acusado, componiendo un gesto compungido—. Una cosa es que esa chica pretendiera tener algo conmigo y lo hiciera explícito en sus mensajes, y otra muy distinta que yo fuese más allá de un flirteo inocente. Yo te quiero a ti, Lucía, sabes que te quiero, ángel mío.

—¡No me cuentes milongas! —saltó ella como impulsada por un resorte, elevando involuntariamente el tono de su voz grave—. Si me quisieras no me mentirías, no te habrías acostado con esa… con alguien que te escribe auténticas obscenidades; no te comportarías de un modo que resulta tremendamente humillante para mí, no habrías destrozado de este modo la confianza que tanto tardé en reconstruir después de mi divorcio. Mira que lo sabías, que te lo dije…

—¿Qué tendrá que ver una cosa con otra? —Su expresión denotaba sincera extrañeza—. Aunque fuera cierto, que no lo es, se trataría de sexo y sólo sexo, que nada tiene que ver en este caso con el amor.

Lucía lo taladró con la mirada. Habría querido abofetearlo, aunque se contuvo. Apelando a las mejores enseñanzas de Raúl, respiró hondo, contó hasta diez y expuso, como si se dirigiera a un niño malcriado:

—El amor es incompatible con la infidelidad porque quien ama de verdad no hace daño a la persona amada. ¿Es que sólo las mujeres comprendemos esta obviedad?

—Las mujeres también ponen los cuernos —replicó Santiago de inmediato, satisfecho de haber encontrado un argumento de peso con el cual ganar puntos en el combate dialéctico que acababa de empezar—. Los líos entre casados suelen serlo por ambas partes. Dicho lo cual, te doy la razón en que hombres y mujeres perciben la infidelidad de manera distinta. No hay más que repasar la abundante literatura dedicada a la materia. ¿Qué te voy a contar que tú no sepas?

—Eso es muy cierto —concedió ella, esforzándose por adoptar una actitud cínica ajena a su forma de ser—. Es innegable que la percepción de los distintos sexos sobre lo que duele un engaño debe de ser diferente. Tiene que serlo, necesariamente, porque en caso contrario habría que llegar a la conclusión de que la crueldad masculina no tiene límites.

—O plantearte si no serás tú la rara —remató él la ofensiva que aventuraba triunfante.

Lucía llevaba grabado en el recuerdo lo que había escrito María al respecto en descargo de su propio marido, eso de que las necesidades de los hombres difieren de las femeninas y justifican sus escarceos. Nunca le había dicho a ella algo parecido, desde luego, entre otras cosas porque no habían mantenido jamás semejante tipo de conversación ni soñado siquiera con tenerla, aunque Lucía siempre había sabido que su madre pensaba así. En la época que les tocó vivir, ese tipo de intimidad no se daba entre generaciones distintas, ni siquiera en la familia. Era necesario suplirla recurriendo a la intuición.

A falta de palabras, Lucía hubo de conformarse con la asunción, basada en gestos, de que esa peculiar percepción de la realidad, esa asimetría en función del sexo, ese escoramiento sistemático hacia el lado del varón, totalmente inaceptable a sus ojos, era la toma de posición que dejaba traslucir María con su actitud. Y la juzgó con severidad por ello.

Paradójicamente, había sido su padre quien le había enseñado a ella a ser libre y exigir un trato igual, a trazar sus propias metas, a luchar por alcanzarlas sin sentirse inferior a ningún hombre ni doblegarse ante nadie.

De ahí que le escupiera a Santiago:

—A ti te parece que una infidelidad no tiene mayor importancia siempre que el infiel seas tú, ¿verdad?

—No hablo por mí —a esas alturas era evidente que él no pensaba apearse de su versión de los hechos—, pero me consta que para la mayoría de los hombres el sentimiento de lealtad pesa más que el de fidelidad. El primero se refiere al corazón, el segundo a la pura piel. Son conceptos distintos.

—Claro, sobre todo cuando sois vosotros los que ponéis la etiqueta al sentimiento y lo definís según vuestra conveniencia.

—Nosotros distinguimos más que vosotras entre amor y conquista. —El doctor había empezado a hablar ex cátedra, con un tono similar al que empleaba para explicar a uno de sus pacientes en qué consistía una ablación auricular o un cateterismo arterial—. Para vosotras lo esencial es la estabilidad, la confianza, la posesión. Nosotros en cambio necesitamos sentirnos vivos a través de la efervescencia que produce el descubrimiento, el hecho de vivir experiencias nuevas, el aprendizaje. Está en nuestra naturaleza y es sumamente adictivo.

—Por eso una vez que se termina la efervescencia buscáis otra mujer que produzca la misma excitación, ¿verdad? Como en el famoso anuncio navideño de cava. —Lucía estaba furiosa y encauzaba su ira a través del sarcasmo—. ¡Claro! Está en vuestra naturaleza, y dado que carecéis de voluntad para combatir ese impulso, sois víctimas inocentes de una tara… digamos que genética. Lo dice Serrat en una canción, preciosa, por cierto:

El milagro de existir…

El instinto de buscar…

La fortuna de encontrar…

El gusto de conocer…

La ilusión de vislumbrar…

El placer de coincidir…

El temor a reincidir…

El orgullo de gustar…

La emoción de desnudar y descubrir, despacio, el juego…

El rito de acariciar, prendiendo fuego…

La delicia de encajar…

—Eso es lo de menos, créeme —la interrumpió Santiago, quien se encontraba cómodo pensando que la discusión había quedado despersonalizada para pasar ya al campo de la elucubración teórica—. La posesión carece prácticamente de importancia. Es verdad que las hormonas tiran, pero la magia se encuentra en los ritos que preceden al momento de irse a la cama. Está, sobre todo, en el reconocimiento. Somos así de simples.

Lucía no daba crédito a lo que oía. Tenía la sensación creciente de que su pareja de tantos años la tomaba por tonta, lo cual la enfurecía casi tanto como el hecho de haber sido engañada.

Ya esperaba, antes de empezar la conversación, que él se limitara a negar la mayor, como había hecho desde el principio. Sin embargo, la sacaba de sus casillas que se permitiera teorizar sobre la cuestión con ese desparpajo hipócrita, para mayor humillación y escarnio suyos.

Espoleada por la decepción, le demostró que sabía ser muy cáustica.

—O sea, que la traición no procede de una necesidad sexual descontrolada ni de una falta absoluta de principios sino de vuestro instinto cazador.

—No lo sé, cariño. Lo que te digo es que la mayoría de los hombres precisan la seguridad que les da saberse capaces de conquistar a una mujer, porque es una forma de experimentar poder. Es el proceso lo que resulta irresistible, no la culminación del mismo. Dicho lo cual, cuando tienes el reconocimiento de tu pareja no requieres el de otras mujeres ni las buscas.

—Para no estar hablando de ti mismo, lo haces con mucha rotundidad.

—Bueno, no nací ayer. Cuando te conocí ya había corrido lo mío y había engañado a mi primera mujer, eso te lo confesé.

—Con escasos remordimientos, si no recuerdo mal. ¿Tanto merece la pena? —Había casi más tristeza que incomprensión en la pregunta.

—Sí, no, no lo sé… ¿No podemos dejar este tema?

—Contéstame, por favor.

—Es verdad que cuando has saltado la barrera moral una primera vez, las siguientes se hacen más fáciles y vas cediendo al instinto animal, pero no lo es menos que si yo empecé a salir con otras mujeres, estando casado, fue porque Patricia me había echado prácticamente de su cama y había dejado de ser una esposa para convertirse únicamente en la madre de nuestros hijos. Ya hablamos de todo eso en su día y tú me dijiste que lo comprendías. No sé a qué viene esto ahora.

—Sí, es evidente que se va ensanchando la conciencia —murmuró ella entre dientes, lamentando no haber caído entonces en la cuenta de que el ser humano es un animal de costumbres cuyas pautas de conducta se repiten inexorablemente—. ¿Y cuánto «reconocimiento», como dices tú, resulta suficiente para dar plena satisfacción a ese apetito de vuestro ego?

—Supongo que cada hombre es un mundo —contestó Santiago, tratando de poner fin a un debate que volvía a adquirir tintes peligrosos para él.

Lucía evocó de nuevo la imagen de su madre y de su entrega absoluta a un marido que, a juzgar por lo que revelaba en el diario escrito en Estocolmo, no había tenido suficiente con esa devoción y había cedido a lo que Santiago denominaba «efervescencia» o necesidad de conquista, al menos hasta el punto de sembrar la duda en el corazón de su esposa y llenarlo así de inseguridad.

¿Cuántas mujeres a lo largo de sus vidas se habían encontrado ante la disyuntiva de saber y aceptar, o ignorar y permanecer en la ceguera, tal como le había sucedido a María? Probablemente muchas. ¿Cuántas, a semejanza de Lucía, habían elegido la primera opción, por más que la verdad fuese casi siempre equivalente a una condena? Seguramente algunas menos.

Si la mayoría se inclinaba por una mullida ignorancia, tal vez fuese esa la respuesta acertada y la suya, en cambio, la errónea… O tal vez no. ¿Cómo habría actuado su madre de haber gozado de la independencia económica de la que disfrutaba Lucía? ¿Qué habría hecho ella en el lugar de María, en su tiempo y en sus condiciones? ¿Realmente la diferencia entre ellas dos se limitaba a una mera cuestión de circunstancias, o radicaba en algo mucho más importante, como el amor y el desamor?

Equivocada o no, Lucía no sabía ser de otra manera.

—Hay algo común a hombres y mujeres, no obstante —señaló con amargura—, y es que cuando se traiciona, es porque se ha dejado de amar.

—Te equivocas —repuso él de inmediato, como si cediera a la necesidad inconsciente de justificarse—. No se es infiel al amor, se es infiel a las normas, a los usos establecidos en una sociedad que no tiene en cuenta los impulsos naturales al imponer sus reglas. Te repito que se puede amar profundamente a una mujer siéndole infiel. Yo conozco casos. Lo que no creo es que se pueda amar a dos mujeres a la vez. De ahí la diferencia entre infidelidad y deslealtad.

—Estoy completamente de acuerdo —sentenció ella—. Por amor o por desamor se rompe, no se miente ni se niega la mayor.

Las palabras de Lucía estaban llenas de reproche. Habría querido mostrarle las heridas de su alma, hacerle tocar su vergüenza, volcar de algún modo en él el torrente de rabia que la inundaba, expresar con palabras el dolor inherente a la incredulidad que precede a la humillación, lograr que se pusiera por un instante en su lugar.

Vano empeño. Santiago permanecía atrincherado en su negativa.

—Primero, no todos los hombres somos iguales. Segundo, claro que quien se comporta así lo hace por egoísmo y es consciente del daño que inflige. Otra cosa es que tenga la fuerza suficiente para evitarlo. Tercero, por lo que me dicen mis amigos, todos creen que sus mujeres no se enterarán. Y, por último, si las cosas se ponen muy mal, se convencen de que serán capaces de hacerse perdonar.

—Sí, la habilidad del ser humano para salvarse por el procedimiento de buscarse justificaciones, atenuantes e incluso eximentes, es ilimitada, ¿verdad? Ojos que no ven…

Un camarero uniformado a la antigua usanza interrumpió la charla al acercarse a preguntar si los señores deseaban algo más. Santiago aprovechó ese momento para consultar su teléfono móvil, cuya pantalla no había dejado de iluminarse coincidiendo con cada vibración del aparato. Pidieron otros dos cafés con leche, a pesar de que la hora habría sido más propia de una cerveza.

—Voy un momento al baño —dijo él.

Y Lucía supo con certeza que iba a llamar o a escribir un mensaje a la autora de esos correos paradigma del mal gusto.

—Todavía no me has explicado por qué me has citado con tanta urgencia —inquirió Santiago al sentarse de nuevo frente a ella, transcurridos unos minutos.

Lucía se fijó en el hombre que tenía ante sí. Era sin duda cortés además de guapo, de los que atraen la atención de las amigas y provocan comentarios elogiosos. Llevaba ropa de marca bien combinada, impregnada de colonia cara. Sonreía de un modo que en otras circunstancias habría resultado irresistible. Sus manos fuertes, bien cuidadas, sabían acariciar. Su voz, acostumbrada por su profesión a tranquilizar la angustia de pacientes quirúrgicos, envolvía con su calor.

Ese era el hombre con el que ella había compartido los últimos siete años de su vida y a su tesoro más preciado, su hija Laura. Era el compañero con el que había construido sueños y hecho planes de futuro. El cirujano que le había suturado los desgarros y sanado el alma rota después de un divorcio traumático. Ahora veía en él a un perfecto desconocido y se preguntaba cómo es posible viajar del infinito al cero en un espacio de tiempo tan corto, cómo puede el amor convertirse en indiferencia sin completar más recorrido que un paso fugaz por la rabia.

Le había dolido la traición, por supuesto. Tanto como para cubrir su hogar con la sal de la desconfianza que impide volver a sembrar. Aquellos correos explícitos, vulgares hasta la náusea, habían golpeado su orgullo antes de abrirle los ojos. Al cabo de unas semanas comprendía que, en realidad, había sido una suerte leerlos. Que las cosas, como solía decir su madre, siempre ocurren porque en algún sitio está escrito que acaben encajando en un plan.

—¿Sabes, Santi? Yo también he tenido un rollo —le espetó a bocajarro, en parte por venganza y en parte con la intención de poner las cartas boca arriba—. O un amante, como prefieras llamarlo.

—¿Qué?

—Lo que oyes. Y esa palabra, «amante», me produce urticaria, de modo que he venido a decirte que lo que fuera que tuviéramos tú y yo se ha acabado. No quiero amantes en mi vida, prefiero amores.

—No sé cómo tomarme esto —replicó Santiago, burlón—. ¿Estás tratando de castigarme por algo que te imaginas que he hecho? ¿Te acabas de inventar esta patraña porque estás dolida sin motivo?

—Te estoy diciendo la verdad. —Él leyó en sus ojos que era así—. Durante el tiempo que hemos estado separados he conocido a una persona. Bueno, he hecho algo más que conocerlo, me he ido con él de viaje un fin de semana y no precisamente para mirarnos a los ojos. Te ahorro los detalles, aunque puedes imaginarlos.

—¡No me lo creo! —Parecía la negativa de un chiquillo enrabietado.

—Supongo que tu orgullo te lo impide. Allá tú. Es mucho más fácil negar que asumir la ofensa. ¿Me equivoco? —Lucía hablaba con la frialdad de quien se siente afianzado en una decisión correcta—. Desde mi punto de vista probablemente «raro», como dices tú, la infidelidad empieza donde empieza la ocultación y la mentira está reñida a muerte con la lealtad, especialmente con la lealtad a uno mismo. Por eso me siento mejor diciéndotelo.

—Tú no eres así —masculló Santiago.

—Efectivamente, esta ha sido una novedad en mi vida —repuso ella, forzando un gesto travieso—. Hasta ahora siempre había adoptado el papel que me enseñaron en casa, el que vi. Pero, mira tú por dónde, en esta ocasión he quebrantado las reglas. Me he lanzado a escoger yo en lugar de esperar a ser elegida. Se diría que, por una vez, he sido una sinvergüenza —se recreó en la pronunciación, masticando cada sílaba—. ¿Y sabes qué? Me ha gustado.

Habría podido meter aún más el dedo en la llaga y contarle lo bien que durmió, desnuda, al lado de ese extraño de acento soleado y piel morena; lo mucho que gozaron los dos haciendo el amor con pasión; la alegría con la que despertó, en sus brazos, sintiéndose colmada y libre de culpa.

Sí, de haber pretendido herirlo, le habrían sobrado armas. Pero esa mezquindad no habría sido propia de ella. Prefirió por ello concluir, con serenidad:

—Sabes tan bien como yo que estoy haciendo lo correcto. Deberíamos haber puesto punto y final a nuestra relación hace mucho. Cuando empezamos a buscar pretextos para no pasar más tiempo juntos. Cuando dejamos de bailar y de reírnos.

Santiago sacó del bolsillo un billete de veinte euros que arrojó sobre la mesa con desprecio, sin esperar a la cuenta. La ira había convertido su sonrisa altiva en una mueca de desdén, que acentuó al mirarla de arriba abajo mientras se dirigía a la puerta.

En lugar de despedirse, le escupió:

—¡No te reconozco!

También a Lucía le costaba reconocerse en la mujer decidida y firme que acababa de decir adiós sin miedo.

Lo vio alejarse a grandes zancadas, con la vista fija en el suelo, con más prisa y menos seguridad de las mostradas a su llegada. Con él se iba su segundo intento fallido. Era consciente de que acababa de quemar definitivamente cualquier posibilidad de reconciliación, lo que apenas le producía una ligera sensación de vértigo.

Añadió una cucharada más de azúcar al café y constató, con sorpresa, que no sentía ganas de llorar. Se dijo que debería estar asustada, perdida en un mar de soledad como el que la había ahogado después de su divorcio, hasta el punto de obligarla a visitar a un terapeuta.

¿Por qué entonces no percibía esa angustia por ninguna parte? ¿Por qué se sentía aliviada, ligera, liberada de una carga penosa?

«El corazón sólo se rompe una vez —le susurró una voz interior—. Los pedazos encolados pueden volver a pegarse».

Lo que acababa de confesar a Santiago era cierto. Por una vez en su vida se había atrevido a tomar la iniciativa de invitar a un hombre, asumiendo el riesgo de ser rechazada. Lucía había sido quien se había acercado a Julián en esa convención de libreros en la que él tocaba la guitarra entre presentación y presentación. Para alguien que no la conociera podía parecer un comportamiento natural, pero tratándose de ella semejante atrevimiento constituía una osadía. Un paso gigantesco dado contra un huracán de prejuicios ancestrales.

La había atraído de él su aire bohemio, desaliñado, soñador, extraordinariamente parecido al recuerdo grabado en su memoria de ese primer amor adolescente encarnado en un profesor de historia del Lycée Pasteur. Se había fijado en el contraste que marcaban su perfil aguileño, su tez cobriza y su melena morena, que empezaba a blanquear en las sienes, con el color azul claro de sus ojos. Pero lo que había actuado de imán, el resorte que la había impulsado a dirigirse a él, venciendo todas las vergüenzas, había sido su voz, esa voz única, inconfundible, que sólo podía describir con el calificativo de «risueña».

Una vez acabados los discursos y el espectáculo de esa reunión por lo demás aburrida, ambos se habían quedado solos, momento que había aprovechado Lucía para presentarse e invitarlo a una copa.

¡Todo un alarde de valentía!

Julián le contó que había nacido en Chile, concretamente en Río Negro, donde Neruda compuso sus versos más hermosos frente al Pacífico. Añadió que era cantautor y se pagaba un viaje por toda Europa con actuaciones como aquella, en busca de inspiración para su nuevo disco. Esos ojos azules, respondió a la curiosidad de Lucía, se los debía a su madre alemana.

—El resto es herencia paterna. Por mis venas fluye la sangre de los araucanos que se comieron al conquistador Pedro de Valdivia —bromeó.

—Yo nací en México —apunto ella sin dejarse impresionar—. ¡Ya tenemos algo en común!

—¿Eres mexicana? —se sorprendió él.

—No, soy española, aunque de allí. Es una larga historia…

Y así había empezado la cosa, hasta acabar poco después en un hotel rural idílico a orillas del mar Cantábrico.

Lo que había confesado a Santiago era por tanto verdad, aunque no toda la verdad.

Pocas veces en su vida se había sentido mejor en la cama que compartiéndola con Julián, pese a lo cual hasta hacía unos minutos le había pesado la sensación de haber hecho algo ilícito al traicionar la confianza de su todavía pareja. Una vez soltado, al fin, el lastre de esa relación acabada, veía desvanecerse ese último resquicio de remordimiento y el vértigo cedía paso a una extraña sensación de euforia.

No estaba sola; era libre, que es algo completamente distinto.

—Yo no me resigno, madre —se dirigió, desafiante, al fantasma de María.

¿Qué habría opinado ella de su aventura con Julián? La respuesta seguía siendo la misma que antes de la ruptura con Santiago. Su madre jamás habría aprobado una cosa así; se lo habrían impedido sus creencias y su rígido sentido de la moral, fruto de una educación implacable.

Claro que, de haber vivido para ver cómo evolucionaban su país y sus compatriotas, habría terminado por aceptar, seguramente con agrado, que ya nadie bajara la voz en España para referirse a una mujer divorciada. Que nadie empleara la coletilla «pobre» o «pobrecilla», como se hacía en su casa cuando salía a la palestra el nombre de Lupe, esa amiga de la familia que llevaba los estigmas de la mujer separada.

—Ya no quedan Lupes, madre —se sorprendió hablando sola en el bar del Palace, mientras pugnaba por meter los brazos en las mangas de la gabardina—. Ahora trabajamos como mulas para llevar un sueldo a casa, pero nos hemos ganado el derecho a que nadie nos lapide.

El tiempo compartido entre Lucía y María había quedado congelado en la gélida eternidad del invierno de 1988. Desde entonces, todas las dudas que hubiera querido plantear la hija a la madre se estrellaban contra un muro infranqueable de añoranza desgarrada, en ocasiones rabiosa hasta la desesperación, casi siempre sorda.

A falta de diálogo posible, Lucía se había acostumbrado a responder por sí sola las preguntas que brotaban de su corazón. Y aunque se esforzaba por ser honesta al ponerse en el lugar de María, cada vez le costaba más mantener esa ficción malsana.

Tal como le repetía Raúl cuando salía ese tema a colación, debería haber hallado años atrás el modo de enterrar sus nostalgias y reconciliarse con el recuerdo de esa mujer tan cercana a su espíritu y sin embargo tan inalcanzable. ¡Claro que debería! ¿Acaso alguien podía ser más consciente de esa obligación que ella misma? Llevaba media vida librando una batalla a muerte contra la melancolía, sin conseguir avances significativos.

No es posible terminar de leer un libro cuando alguien te arranca de golpe las últimas páginas.

Tampoco su padre parecía haber logrado aceptar con normalidad ese adiós escrito a destiempo. Desde que ella, María, se marchara, Lucía le había visto caer en un abatimiento sombrío, profundo, tan obstinado que parecía voluntariamente autoimpuesto. Una pena honda, mayor y mucho más tangible que su inveterada coquetería o su insaciable curiosidad intelectual, cuyos efectos demoledores habían terminado por agriarle el carácter a medida que le robaban la alegría. Con el paso de los años incluso habían puesto en fuga su espíritu, enajenándole de sí mismo acaso como salida piadosa al tormento que sufría su alma.

Hasta que empezó a leer el diario de su madre, Lucía había achacado siempre ese cambio radical a la incapacidad de Fernando para superar semejante duelo en el peor momento de la vida, cuando la jubilación forzosa y prematura arrojó repentinamente a la basura la experiencia que atesoraba y lo condenó a vivir ocioso. Ahora empezaba a pensar que acaso hubiera algo peor oculto tras esa amargura. Algo más pernicioso que la tristeza, agazapado en su corazón. Tal vez un remordimiento o la sombra oscura de una traición pasada. En todo caso una tortura, hija de un amor convulso, porque Fernando había amado a su mujer con locura. De eso no le cabía a Lucía ni el resquicio de una duda.

¿Habría alcanzado su madre la misma certeza que ella?

Cuántas emociones nuevas, cuántas interrogantes y al mismo tiempo cuánta luz contenía ese cuaderno de música hallado en un viejo baúl azul. El diario redactado en 1962 encerraba incontables claves necesarias en su afán, casi enfermizo, de ordenar las piezas de un puzle que durante mucho tiempo habían permanecido dispersas. Claves que Lucía intuía esenciales para entender lo incomprensible y hallar, en esa comprensión, la paz.

El tráfico estaba imposible entre la plaza de las Cortes y la calle Velázquez, casi esquina a Ortega y Gasset, donde se encontraba el restaurante en el que Lucía había quedado a comer con una escritora en trance de publicar su primera obra. Llovía copiosamente, lo que en Madrid es garantía de atasco seguro. A falta de taxis, la editora echó a andar en dirección a Colón, bajo el aguacero, maldiciendo el nombre de una ciudad que perdía los papeles en cuanto caían cuatro gotas.

Durante el trayecto repasó mentalmente la conversación que acababa de mantener con Santiago y volvió a felicitarse. Los compromisos, entendidos como aceptación del mal menor, no iban con ella. Nunca había sido una persona conformista ni aceptaría resignarse a serlo. Desde pequeña sabía, como buena jugadora de mus, que quien apuesta «a la chica» acaba perdiendo la partida.

No quería enseñar a su hija a ser una perdedora.

Esa había sido otra de las razones de su divorcio. Lucía se había planteado entonces que Laura, una niña, tenía derecho a fraguar en su mente una imagen del amor lo más parecida posible al ideal. La imagen de un sentimiento puro, auténtico, sano, vivo. Con sus altibajos y sus discusiones, pero libre de mentiras y traiciones, ajeno al aburrimiento, opuesto a la indiferencia. Por eso había rechazado ella aceptar lo inaceptable.

A juzgar por el resultado, la decisión había sido acertada.

Laura, convertida con el paso de los años en una mujer segura de sí misma y legítimamente ambiciosa, preparaba ya las maletas para marcharse a Panamá junto al hombre que había escogido por compañero y que la quería como ella merecía ser amada: con tanta pasión como respeto, con dulzura, admiración, alegría, comprensión, exigencia. Un hombre empeñado en hacerla feliz y compartir esa dicha con ella.

Madre e hija eran conscientes de que la separación no sería fácil, aunque sabían de igual modo que la superarían. Se querían demasiado y demasiado bien para dejarse intimidar por la distancia.

Lucía se había conmovido hasta la raíz al leer, de puño y letra de su madre, la afirmación de que no es el dolor ni el miedo lo que nos hace fuertes, sino el amor. Tampoco esa verdad rotunda la había oído nunca de sus labios, aunque sí se la había demostrado María con creces mediante gestos, a lo largo de toda su vida: abrazándola con las chaquetas de punto que no dejó de tejerle mientras pudo, sorprendiéndola con el regalo perfecto cada Navidad y cada cumpleaños, derrochando risas y anécdotas, consolándola en silencio, tendiendo una red irrompible de cariño bajo sus pies, tejida junto a Fernando, con el fin de que Lucía se atreviera a volar alto ignorando el miedo a caer.

Lo mismo había hecho ella con Laura, en la medida de sus posibilidades.

A falta de tiempo disponible, porque el trabajo le robaba las horas, había tratado de compensar sus ausencias multiplicando la intensidad y calidad de los ratos que pasaban juntas, disfrutando cada segundo desde la conciencia plena de que no vivirían otro igual, aprovechando cualquier ocasión para colmarla de besos, jugando, aprendiendo, gozando del placer de tenerse la una a la otra como sólo sabe gozar quien conoce el dolor de la pérdida… Y diciéndole que la quería. Repitiéndoselo mañana y noche para tener la certeza de que Laura no lo olvidara nunca.

Había visto crecer a su flamante arquitecta sonriendo y, sobre todo, haciendo sonreír a los demás. Laura estaba llena de ternura y de sentido del humor. Era afilada sin dejar de ser dulce. Firme y a la vez flexible. Por eso Lucía no dudaba de que construiría su existencia cimentándola sobre pilares tan sólidos y resistentes como los que calculaba para sus edificios.

También tenía la seguridad de que su hija y ella sobrevivirían a la distancia sin perder un átomo de complicidad. Era plenamente consciente, y así se lo había transmitido a Laura, de que existen sentimientos capaces de alentar más allá del tiempo de esta vida, siempre que se hayan sembrado con la suficiente profundidad.

Sentimientos inmortales.

Llegó a su cita empapada hasta los huesos. Carmen, la autora con la que iba a reunirse, la esperaba en la mesa, consultando notas en su tableta, ante una copa de vino tinto.

—¡Qué manera de llover! —exclamó Lucía a guisa de saludo.

—¡Y qué lo digas! Te sugiero que pruebes este Arzuaga. Verás cómo te secas de dentro afuera y entras inmediatamente en calor.

Las dos mujeres se conocían desde hacía meses y se apreciaban. Habían mantenido largas charlas preparando el libro que estaba a punto de ver la luz. Una obra dedicada a glosar las virtudes de la filantropía, escrita por Carmen con el empeño de inspirar a las grandes fortunas del país a compartir su suerte con los menos favorecidos.

—¿Cuándo estarán listas las galeradas? —inquirió impaciente la autora, imbuida de espíritu empresarial—. El lanzamiento hay que planearlo con tiempo. Para que salgan bien las cosas es necesario elaborar proyectos bien definidos, a corto, medio y largo plazo. De la improvisación nunca surge nada bueno.

—Muy radical me parece a mí esa afirmación. Tal vez tengas razón en el campo de los negocios. En el de la vida, en cambio, yo me inclino a creer que cualquier planificación resulta inútil. Por muchos planes que hagas, por muy bien amarrado que creas tenerlo todo, la cruda realidad se encarga de frustrar tus previsiones y te obliga a empezar nuevamente desde cero.

—Yo no lo veo así. —Carmen se aferraba a su punto de vista con toda la fuerza de su propia experiencia—. En la medida en que se trazan metas alcanzables y se trabaja con ahínco e inteligencia, cualquiera puede cumplir sus proyectos, sean profesionales o personales.

—Creo que sobrevaloras la capacidad humana e ignoras el factor suerte. —Lucía tampoco pensaba ceder—. Pocas cosas, por no decir ninguna, dependen únicamente de nosotros, y en cuanto hay alguien o algo más implicado en un proyecto, este escapa a nuestro control.

Era frecuente que se enfrascaran en interminables debates que empezaban por cuestiones triviales y acababan en citas filosóficas y apelaciones a los más grandes pensadores que había conocido la humanidad.

Una de las cosas que más valoraba Lucía de su trabajo era, precisamente, la oportunidad de conocer y tratar a gente como Carmen. Gente versátil, inteligente, decidida, de la cual se podía aprender mucho. ¿Cuántas profesiones brindaban esa posibilidad?

A su alrededor, en su propio entorno familiar, había conocido los efectos devastadores que causan en el individuo otras formas de ganarse la vida más vinculadas al poder o a la productividad medida exclusivamente en términos de beneficio económico. El embrutecimiento derivado de la necesidad de escalar a cualquier precio, incluido el de utilizar a los demás como peldaños. La pérdida paulatina de sensibilidad, de compasión, de capacidad para conmoverse ante las flaquezas ajenas, provocada por un modo despiadado de entender la competitividad. En definitiva, el asesinato alevoso, cruel, a sangre fría, de la empatía natural que, en mayor o menor medida, habita en todos nosotros.

Ese declive interior experimentado por algunos de sus seres queridos, en paralelo a su ascenso jerárquico, le producía tanta pena como desprecio. Pena, desprecio e impotencia, al no saber a quién o a qué imputar lo que a su juicio era una corrupción de la personalidad, una perversión del intelecto, llamado a retos más elevados. Lo que tenía meridianamente claro era que ella no pensaba pasar por ese aro de pereza. El credo que profesaba Lucía, su particular religión laica, establecía de manera inequívoca la obligación de vivir cada día sin renunciar a crecer. Ampliando, palmo a palmo, los confines de su humanidad.

—¿Dónde andas? —La voz de Carmen la sacó de sus ensoñaciones—. A veces me asustas, ¿sabes? Dejas que tu mirada se pierda en un punto fijo, te escapas del presente y pareces una enajenada.

—Ya estoy aquí. —Lucía rio—. No te preocupes, no soy peligrosa, sólo tengo tendencia a abstraerme. Nada grave.

—¿Pedimos?

—Como quieras.

Tras echar un vistazo a la carta y decidirse por una menestra de verduras, Lucía retomó el discurso que había dejado a medias.

—Lo mismo da que hablemos de un libro que de un matrimonio. Tú puedes escribir una obra maestra y no vender ni mil ejemplares. En cuanto has puesto el punto final, el libro deja de ser tuyo y pasa a pertenecer al lector. Con las relaciones personales ocurre lo mismo. Mejor dicho, en ese caso es peor, porque tu voluntad no influye lo más mínimo en los sentimientos ajenos.

—De todas formas —insistió Carmen, que casi había vaciado su copa—, estarás de acuerdo conmigo en que cuanto más esfuerzo y talento se ponga en un empeño, más posibilidades de éxito tendrá.

—De eso no hay duda —concedió Lucía, dudando si quitarse o no bajo la mesa unos zapatos que notaba literalmente encharcados—. De ahí que sea tan importante disfrutar del camino en sí, al margen de la meta. Tratar de incidir menos en la finalidad de lo que hacemos y poner más el acento en el hecho de soñar y experimentar en todos los sentidos. En eso estaba pensando hace un momento. En la irrenunciable obligación de expandir nuestro territorio interior.

—Te veo muy profunda y muy audaz —comentó la escritora entre risas—. ¿Has decidido lanzarte por el camino de la perdición?

—Yo me entiendo —respondió Lucía enigmática, gozando del placer de haberse descalzado—. Tu libro sale para Navidad. La semana próxima tendrás las pruebas en casa.

—¿Tú crees que se venderá bien?

La editora sabía, a fuerza de experiencia, que todo autor alberga en su interior el anhelo y la vanidad de ser leído. Todos o casi todos dicen escribir para sí mismos, respondiendo a un impulso irrefrenable, y todos o casi todos mienten, porque un libro, de la naturaleza que sea, no deja de ser un acto exhibicionista por parte de quien lo firma.

—Eso esperamos —dijo, y era sincera—. La editorial no es una ONG. Ha apostado por él porque creemos que tiene recorrido. La filantropía es un concepto prácticamente ausente en la cultura española, cuya necesidad va a ir en aumento a medida que se multipliquen los recortes en el gasto público. Si a la gente no le preocupa ahora esa cuestión, por la cuenta que le trae le interesará muy pronto, eso es seguro.

—¡Ojalá! Y no ya por los beneficiarios, sino por los protagonistas de mi libro, que son los filántropos. Todos los que conozco dicen que cada euro aportado a una causa altruista les hace sentirse infinitamente más ricos.

—¡A ver si cunde el ejemplo! —exclamó Lucía, imprimiendo a su tono un cierto retintín escéptico—. Al paso que vamos, el Estado del bienestar con el que soñaron nuestros padres y por el que trabajaron hasta deslomarse dependerá en buena medida de esas personas.

—¡No exageres! —Carmen era una optimista nata—. Dice el gobierno que ya hay brotes verdes en el horizonte…

—Entonces estamos de enhorabuena —repuso Lucía con sorna—. Se disiparán todos los nubarrones, las goteras desaparecerán y seremos felices comiendo perdices. Por cierto, hablando de comer. ¿Qué te parece si compartimos un postre? Me muero por algo de chocolate, pero tengo una reunión con mi jefa a las cinco y media y llevo algo de prisa para un postre entero.

El chocolate se unía a su hija y a París en la lista de sus pasiones.

Trabajar en uno de los barrios más privilegiados de Madrid tenía innumerables ventajas y un inconveniente grave: por delante de la editorial pasaban prácticamente todas las manifestaciones convocadas por alguno de los múltiples colectivos deseosos de sacar a la calle la expresión de sus agravios, y raro era el día en que se libraban de una protesta.

Ya fuesen mineros o agricultores, médicos, profesores, estudiantes, integrantes de cualquier movimiento político o sindical, funcionarios, jubilados, desahuciados, preferentistas estafados… Todos los indignados de España venían a quejarse a Madrid y acababan desfilando por las inmediaciones del paseo del Prado.

Lucía había logrado subirse a un taxi a la puerta del restaurante, pero tuvo que apearse del coche bastante antes de Cibeles, por lo que volvió a mojarse de la cabeza a los pies. Ni siquiera la certeza del catarro que la esperaba consiguió alterar, no obstante, el buen humor con el que entró, milagrosamente puntual, en el despacho de Paca.

—¿Sabemos algo ya de las memorias de Antonio? —inquirió, sonriente.

—Buenas tardes nos dé Dios —contestó su jefa, con esa forma de expresarse tan suya, tan castiza y al mismo tiempo tan jovial, que encerraba el secreto de una serenidad inalterable.

—Buenas aunque pasadas por agua —replicó Lucía sin borrar la alegría de su semblante—. Y una vez cumplido el formalismo, ¿sabemos algo del libro de mi coronel? Vengo de hablar con una autora que me ha recordado la importancia de planificar las cosas bien a largo plazo, y si queremos incluir ese libro en los lanzamientos de la feria tenemos que darnos prisa. Mayo está a la vuelta de la esquina. ¿O lo dejaríamos para después del verano?

—¡Echa el freno, caballo! —Paca la detuvo en seco, con un gesto que hizo reír a carcajadas a su colaboradora. Cuando ese metro ochenta de humanidad se proponía ser graciosa, lo cual ocurría con frecuencia, sus actuaciones superaban las del mejor club de la comedia—. Todavía no me han dado una respuesta, aunque la cosa no pinta bien, te lo adelanto.

Una nube de incomprensión veló de golpe la mirada de Lucía. Era consciente de la reticencia inicial que había manifestado su jefa ante la idea de publicar el testimonio de ese veterano guardia civil, pero creía haberla disipado con sus argumentos.

Paca tenía que ver la oportunidad de sacar a la luz esa obra con la misma claridad que la veía ella. No sólo era justo, es que resultaba imprescindible desde un punto de vista ético y, además, sería un buen negocio. ¿Cómo no iba a venderse un libro así?

Las grandes naciones, le había dicho siempre su padre, conocen y cultivan su historia. Las que cometen el error de ignorarla se condenan a repetirla.

—¿Puede saberse por qué? —preguntó con frialdad desafiante.

—Por las mismas razones que apunté yo —explicó su jefa, tranquila, haciendo gala de su paciencia—. No parece oportuno en este momento de fin inminente de la violencia. Nadie quiere resucitar viejos fantasmas felizmente arrumbados y, además, los libros sobre ETA ya no venden. Eso es inapelable.

—¿Estás peleando por nosotros?

—¿Nosotros? —se sorprendió Paca—. ¿Tanto te importa? Me parece que estás poniendo demasiados sentimientos personales en este asunto, y te equivocas. Deberías delegar en otra persona. Yo misma puedo hablar con ese hombre la próxima vez, lo haría encantada.

—Creí que tú eras la buena de la editorial y yo la mala; que las respuestas negativas eran mi especialidad, no la tuya.

—Bueno, de vez en cuando se cambian las tornas. Aunque, por contestar a lo que preguntabas, te diré que sí, estoy peleando por ese libro.

Lucía sabía que decía la verdad. Paca era el prototipo de la nobleza, una de esas personas incapaces de guiarse por otros criterios que la rectitud. Trabajar a su lado era otro de los incentivos que compensaban con creces un sueldo más bajo del que habría podido cobrar como traductora jurada o intérprete en algún organismo internacional, tareas para las que estaba sobradamente cualificada.

¿Existían oficios especialmente susceptibles de atraer buenas personas? Ella estaba convencida de que sí. Había vivido y viajado lo suficiente como para alcanzar esa certeza. Del mismo modo que otros constituían, a su modo de ver, un imán para las malas personas. El eje de ese gráfico estaba determinado por la cantidad de poder y dinero que se manejaran en la actividad en cuestión.

También esa razón había influido en ella a la hora de orientar su carrera profesional hacia el ámbito de la edición y la literatura. En ese universo las posibilidades de hacerse rico eran escasas tirando a nulas, motivo por el cual los colegas que una se encontraba solían ser agradables o cuando menos previsibles; no era habitual que te apuñalaran por la espalda.

Pese a lo cual, también en la editorial había que pelear duro.

Darse por vencida no entraba dentro de sus costumbres, así que volvió a la carga.

—¿Me quieres decir que no tiene interés la lucha de un hombre como Antonio Hernández por derrotar a una banda terrorista que ha regado España de sangre?

—No lo digo yo —Paca empezaba a cansarse—, te repito lo que me dicen.

—No sé de qué me sorprendo. —El tono de Lucía se había vuelto abiertamente agrio—. La ingratitud es un rasgo característico del ser humano, que en algunas sociedades, como la nuestra, alcanza niveles espeluznantes. Los gobernantes utilizan el miedo de la gente al terrorismo o a la guerra para ganar votos, pero luego se olvidan de quienes se han jugado el tipo en su nombre. Esto no es de hoy, siempre ha sido así. Los héroes se convierten en una carga en cuanto dejan de ser útiles.

—Insisto en que deberías olvidarte de esta historia —dijo Paca, imprimiendo a sus palabras un cariz marcadamente severo—. Te está reabriendo demasiadas heridas mal cerradas.

—No es nada personal —se defendió Lucía, que había pasado del enfado a la tristeza—. ¿No te das cuenta? Es que me produce mucho asco, pena, rabia, frustración, este modo de despreciar el sacrificio ajeno. Siempre lo mismo. Lo hicieron los occidentales con el pueblo húngaro cuando fue aplastado por los soviéticos en el 56…

—¿Y a qué viene eso ahora? —preguntó Paca con sorpresa. Una referencia a la frustrada Revolución húngara era lo último que esperaba escuchar la responsable de obras de no ficción de la Editorial Universal en medio de esa conversación—. ¡Me acabas de dejar perpleja!

—Es que estoy encontrándome con cosas muy interesantes en ese diario escrito por mi madre del que te hablé ayer. El que hallé por casualidad en el trastero de mi casa familiar.

—Creí que se refería a lo de los misiles cubanos. Eso me pareció entender.

—A la Guerra Fría en general. —Lucía trataba de encontrar el modo de describir el contenido de ese cuaderno cuya lectura la estaba influyendo de manera evidente—. Y a muchas más cosas. Estoy conociendo a una madre que ni siquiera imaginaba.

No se había equivocado al aventurar que las confidencias hechas por su madre casi medio siglo atrás en un cuaderno de música arrojarían luz sobre esa mujer envuelta en misterio que, de un modo u otro, seguía marcando su existencia mucho tiempo después de morir.

Poco a poco, a medida que se adentraba en ese océano de emociones narrado con pulso firme por María, a pesar de las circunstancias terribles que relataba en su escrito, Lucía descubría el rostro de la desconocida que se ocultaba tras la imagen serena y sólida que siempre había proyectado su madre ante ella. Se adentraba en sus miedos, su impotencia, las inseguridades que nunca había dejado aflorar ante sus hijos; en una sensualidad innata en ella ahogada por gruesas capas de pudor impuesto; en esa incomodidad casi infantil que le producía su éxito con los hombres, en sus celos…

—Por cierto —dijo llevada por una asociación involuntaria de ideas—. Esta mañana he roto definitivamente con Santiago.

—¡¿Qué me dices?! —exclamó Paca—. ¿Seguro que es definitivo?

—Segurísimo —respondió Lucía con rotundidad—. Le he dicho que había tenido una aventura y ha fingido no creerme, aunque tengo para mí que el golpe ha dado en la diana de su enorme vanidad. En todo caso, después de esa conversación ya no hay vuelta atrás posible.

—Entonces ahora ya puedo decirte lo que pienso del sujeto. —La jefa se puso en jarras, volviendo a mostrar su vis más cómica—. Santiago siempre me ha parecido un cretino, aunque era tu cretino y, como tal, merecedor de mi respeto. No te llegaba a la suela del zapato.

—Y tú eres muy objetiva en el juicio…

—Yo soy tu amiga y tu jefa, por ese orden, lo que significa que te conozco muy bien. Y te aseguro que eres mucho más persona que ese fatuo con el que andabas. Creo que lo veíamos todos los que te queremos, salvo tú misma.

—Santiago tenía muchas cosas buenas, Paca, nunca he sido masoquista —lo defendió Lucía, sin pretenderlo.

—Pues ahora no es el momento de recordarlas sino de centrarte en las otras, las que te han llevado a romper con él. Por ejemplo, ese chileno que te escribe correos. —Guiñó exageradamente un ojo—. ¡Quiero todos los detalles de ese viaje de tórtolos a Asturias! Ya estás contándome con pelos y señales cómo y por qué decidiste dar ese salto a la locura.

¿Por qué razón se había ido con Julián, un perfecto desconocido, a ese refugio de piedra perdido entre el verde y el mar?

Fue por un beso. El que se dieron de manera espontánea la noche en que se conocieron, a modo de despedida. Un beso cargado de promesas. Un beso infinitamente sabio, seductor y sin embargo extrañamente adolescente, cuyo poder evocador la transportó a territorios inexplorados. Un beso con sabor a eternidad que encendió en ella el deseo ardiente de seguir besándolo.

Era jueves. Al día siguiente ella le mandó un mensaje al móvil con una pregunta escueta: «¿Tienes planes para el fin de semana?». La respuesta llegó de inmediato: «No». «Te recojo en tu hotel a las cinco».

Y allí estaba Lucía a la hora convenida, la de la suerte en los ruedos, al volante de su Seat León.

Había buscado en Google algún hotel rural con encanto a orillas del Cantábrico y encontró enseguida uno, que le atrajo por sus vistas y su enorme chimenea, situado cerca de Cudillero, un precioso pueblecito costero a unos cincuenta kilómetros de Oviedo. Conocía el lugar desde pequeña, por haber viajado allí a menudo con sus padres, aprovechando las visitas de Fernando a su ciudad natal.

La localidad parecía haber quedado atrapada en un pliegue del tiempo y conservaba toda la magia del pasado marinero. El establecimiento escogido era pequeño, apenas contaba con cuatro habitaciones, y estaba a unos cuatro kilómetros del puerto, apartado de la civilización.

El rincón ideal para olvidarse del mundo.

Julián no pareció sorprenderse ante la invitación ni se molestó en preguntar nada. Subió al coche con una mochila a la espalda, llevando por equipaje su guitarra. La saludó sonriente, como si se conocieran desde siempre, mientras se acomodaba en el asiento del copiloto y se abrochaba el cinturón.

—¿Dónde vamos? —inquirió confiado.

—¿Conoces Asturias?

—Sólo de nombre. Creo que uno de mis bisabuelos, minero para más señas, emigró a Chile desde allí. Pero nunca tuve la oportunidad de ir a explorar mis raíces.

—Pues hacia allí estamos yendo. No a la cuenca minera sino a la costa, aunque creo que te gustará. Mi padre era asturiano. ¡Otra cosa que tenemos en común!

Para cuando pasaron el peaje de la A-6 en dirección al noroeste ya había oscurecido. Mientras conducía, movida por un extraño impulso, Lucía contó a ese extraño su vida entera. Le explicó por qué había nacido en el DF mexicano, que con apenas un año se había trasladado a Estocolmo, luego a Madrid, El Cairo, París, Los Ángeles y finalmente de regreso a España, con el fin de empezar su carrera universitaria. Le dijo que estaba divorciada, sin mencionar a Santiago; que acababa de quedarse huérfana, que su hija estaba a punto de marcharse…

Habló y habló como si alguien hubiese abierto de golpe las esclusas de su alma, necesitada de alivio.

Él la escuchó con atención, aprovechando de cuando en cuando sus pausas para brindarle alguna pincelada de su propia trayectoria: por qué no tenía hijos ni había llegado a casarse, siempre demasiado ocupado en hacer carrera; cómo había terminado por abandonar un trabajo seguro en una empresa de publicidad para lanzarse en busca de un sueño, o hasta qué punto ese viaje, el que le había llevado hasta España y en ese momento a compartir coche y destino con una mujer hermosa, cumplía una vieja fantasía que jamás creyó llegara a materializarse.

Lucía tenía las manos ocupadas en el volante, de modo que le pidió a él encargarse de la música. Julián rebuscó en el desorden de cajas vacías y discos sin funda, hasta dar con un CD de duetos de Armando Manzanero olvidado en el fondo de la guantera. La mayoría eran boleros.

El tiempo voló de tal modo que antes de darse cuenta estaban en la provincia de León, a punto de cruzar el túnel del Negrón que atraviesa la cordillera Cantábrica para desembocar en los valles asturianos. La luna llena bañaba el paisaje de una luz lechosa, espectral, cuyo resplandor contribuía a convertir los campos yermos por los que pasaban en una superficie lunar, y los picos de las montañas en gigantescas almenas de una fortificación imaginaria.

Cuántas veces había oído Lucía contar a su padre la historia de las batallas libradas en esos parajes por sus antepasados descendientes de Pelayo. Hablaba a sus hijos de aquellos primeros reyes, y de los sarracenos a los que habían combatido, con el mismo entusiasmo que mostraba al contarles cuentos. Ponía en el relato dosis parecidas de saber, emoción y aventura. Él le había contagiado su pasión por la lectura, junto al ansia de aprender.

—¿Ves esta sierra? —dijo a Julián.

—Me recuerda vagamente a los Andes —respondió él, fascinado con el espectáculo que se abría ante sus ojos a través de la ventanilla—, aunque a una escala más pequeña, claro.

—Estos picos separan la meseta castellana de la cornisa cantábrica, habitada originariamente por gentes bravas, indómitas, reacias a dejarse conquistar. Como tus araucanos, que se comieron al pobre don Pedro.

—También tengo sangre española y alemana —adujo el chileno en su defensa.

—Me gusta la india —repuso Lucía, seductora—. ¿Sabías que los cántabros y los astures fueron los últimos en rendirse a los romanos, tras doscientos años de resistencia enconada? Algunos vascones de lo que hoy es Guipúzcoa, la tierra de mi madre, no lo hicieron nunca, y fueron también los astures quienes se levantaron en armas contra los musulmanes. Todos mis abuelos proceden de la cornisa. Tenemos fama de ser duros, resistentes, apasionados y tenaces. Te lo digo para que vayas preparándote…

—¡Calla! —dijo él en tono perentorio.

Lucía habría esperado cualquier respuesta menos esa. ¿Se habría equivocado de medio a medio con ese hombre? Le miró desagradablemente sorprendida, a costa de perder de vista la carretera, y vio que él había cerrado los ojos e inclinado la cabeza hacia atrás, en actitud soñadora. Al cabo de un instante los abrió y añadió con suavidad:

—Escucha, por favor. Esta canción es increíble.

Era una balada lenta, cálida. Casi un poema hablado acompañado por un piano.

No existen límites, cuando mis labios se deslizan en tu boca.

Inenarrable esa humedad que se acrecienta en mis deseos…

Cuando tu beso se me cuela hasta el alma,

cuando mi cuerpo se acomoda en tu figura,

se acaba todo… y es que no hay límites.

—Es muy hermosa, sí —dijo Lucía—. Hacía siglos que no la escuchaba.

—Pues sigue haciéndolo —pidió él, a la vez que acariciaba su muslo—. Ahora viene la estrofa que canta ella, la mujer…

No existen límites,

cuando me afianzo de ese tiempo en que eres mío.

Ese delirio donde se excede lo irreal, lo inexistente;

y es que lo nuestro nunca vuelve a repetirse,

mira que te oigo hablar y puedo derretirme,

adiós los límites, todo es pasión.

No existen límites,

cuando tú y yo le damos rienda suelta a nuestro amor.

La última nota quedó flotando en el silencio del coche, que rodó un buen rato por la autopista desierta antes de que Julián se atreviera a romper el embrujo.

—Yo no lo habría dicho mejor, señora.

—Yo tampoco, caballero.

Esa misma noche descubrieron juntos que Manzanero no mentía. Lucía se entregó sin reservas y encontró en Julián un pecho abrigado y mullido además de generoso, una boca traviesa, manos tiernas. Respondió a su urgencia con sabiduría, sintiendo que apenas había empezado a saciar la sed de él despertada en su interior por ese primer beso.

Luego se durmieron abrazados.

Se levantaron tarde, pasadas las once, para descubrir, con agrado, que eran los únicos huéspedes del hotel. El propietario y gerente del establecimiento les había dejado preparado un desayuno copioso, a base de pan, fiambre, zumo de naranja, café, magdalenas y bizcocho casero, del que dieron buena cuenta junto a la chimenea encendida. Fuera, el cielo estaba de un color gris plomizo, lo que hacía que la línea del horizonte se perdiera en el mar sin solución de continuidad. La temperatura era suave.

—Te presento Asturias —dijo Lucía con una sonrisa, señalando los prados rodeados de bosque que se veían a través del cristal—. Cuando algunos folletos turísticos pintan a España como una sucesión de playas soleadas, parecen olvidarse de ella. ¡Y no me digas que no es bonita!

—Me gusta. Es justo como la imaginaba. Ahora necesito olerla, caminarla, sentirla en la piel, saborearla.

Había un buen trecho hasta el pueblo, pese a lo cual decidieron recorrerlo andando. Llevaban zapatos cómodos y el paseo discurría por senderos de monte, entre robles, hayas, arces, castaños, abedules y otros árboles de hoja caduca que exhibían una gama infinita de colores otoñales. De vez en cuando un claro les dejaba ver el océano, que a juzgar por la gran cantidad de «corderos» blancos perceptibles desde la distancia debía de estar enfurecido.

—Vas a contemplar la cólera de mi Cantábrico —anunció Lucía con el entusiasmo de una chiquilla—. ¡Me encantan las mareas vivas!

—Ya compartimos algo más, flaca. Tienes que venir a Tierra del Fuego y atreverte a pasar conmigo el cabo de Hornos. Aquí donde me ves no soy mal marinero…

—¡Menos lobos, araucano! —espetó ella burlona, zafándose de la propuesta, por más que el mero hecho de que él la formulara, aunque fuese en broma, le había acelerado el pulso.

Mientras se dirigían a Cudillero, bajando por el tortuoso camino de escaleras y tierra que conducía desde el acantilado al pequeño puerto, Lucía iba contando a Julián que la villa estaba enclavada en un recodo de la costa, invisible tanto desde el mar como desde tierra, y que, según decían sus habitantes, habían sido los integrantes de una expedición vikinga quienes habían fundado la aldea, hartos de guerrear, aprovechando la protección brindada por ese enclave privilegiado. Él escuchaba, observaba y se detenía en cada mirador, empapándose de todo aquello.

Al ser temporada baja, apenas había visitantes foráneos en los bares de la plaza del pueblo, lo que atrajo todas las miradas hacia ellos. En otras circunstancias eso la habría molestado hasta el extremo de empujarla a marcharse, pero ese día estaba tan contenta que no le dio mayor importancia.

Nada más tomar asiento en una terraza, además, ocurrió algo que ya había presenciado en el pasado y que trajo a su mente una catarata de recuerdos, tanto más valiosos cuanto que había dado por sentado, hacía años, que nunca más contemplaría una escena como esa: a una docena de viejos marinos poniéndose a cantar espontáneamente habaneras en la terraza de enfrente, con un vaso de vino en la mano.

—¡Son formidables! ¿Forman parte de algún coro? ¿Es alguna atracción local patrocinada por la Oficina de Turismo?

—No —respondió Lucía riendo—. Esto no es Disneylandia, es auténtico. Estos hombres han pasado toda su vida en la mar, pescando, sin otro entretenimiento que cantar. Ahora hay dispositivos electrónicos. En sus tiempos mataban las horas de esta forma, improvisando armonías a varias voces. Dime que no es hermoso…

Julián le besó una mano, emocionado.

—Gracias, Lucía. —Se notaba que era sincero—. Gracias por este milagro.

Comieron andaricas también llamadas nécoras, bebieron sidra escanciada vaso a vaso, probaron el virrey, un pescado local que ambos desconocían, escucharon, embobados, un canto sobre una mina que va a morir en la mar y que Julián identificó inmediatamente con su antepasado asturiano, dando por sentado que había trabajado en ella.

Hablaron sin parar.

Antes de regresar al hotel fueron hasta el muelle para que Lucía viese de cerca las olas batiendo con violencia contra las rocas. Era un espectáculo fascinante y a la vez aterrador. El rugido de las aguas semejaba el de una fiera salvaje lanzando espumarajos por la boca. Pese a estar a una distancia prudencial de la rompiente, las salpicaduras les mojaban la cara. El reloj se había quedado gozosamente parado.

—¿Dónde estás? —inquirió él al cabo de un silencio largo.

—Pensaba en lo maravilloso que sería poder hacer con estos momentos como con la comida sobrante en un restaurante, que me los envolvieran en papel de plata para llevármelos a Madrid.

Lucía se dio cuenta de que el amor, o al menos el enamoramiento, estaba embistiendo su corazón con tanta fuerza al menos como la que empujaba al Cantábrico contra la defensa de hormigón levantada por los marineros a fin de proteger sus barcos. Al igual que este se afanaba en derribar esa barrera de piedra, Julián parecía haberse aliado con los elementos en el empeño de destruir el muro de contención que ella había puesto a sus sentimientos. Claro que ni uno ni otro iban a conseguir su propósito. Las murallas bien construidas no caen así como así.

«Esto es un espejismo —se dijo a sí misma—. No es real. Disfruta del fin de semana y después olvídale».

Eso era exactamente lo que se proponía hacer.

Regresaron al hotel, exhaustos, después de otra caminata de vuelta por el mismo sendero angosto, alumbrándose con la luz de los teléfonos móviles. Se ducharon con agua ardiendo, sin prisas, disfrutando del placer de enjabonarse el uno al otro. Julián fue al coche a por algo de música, mientras Lucía preparaba unas copas. Como si le hubiese leído el pensamiento, puso a esa noche especial la banda sonora que ella misma habría escogido. Música italiana.

—¿Me concede usted este baile? —propuso él, galante, con ese acento jovial que le hacía irresistible.

Y bailaron con Baglioni y Lucio Dalla, como si por arte de magia hubiesen retrocedido en el tiempo.

Bailaron un lento tras otro, al estilo de antaño, hasta fundirse en un mismo compás al son de la música.

Al abrigo de esa intimidad, Lucía evocó por un instante fugaz la imagen de Fernando y María bailando un tango, como tantas veces les había visto hacer. Sintió una emoción parecida a la que debían experimentar ellos al tener la dicha de compartir algo tan sensual y tan hermoso. Le vino a la cabeza esa canción de Mercedes Sosa cuyo significado iba cobrando sentido: «Durar no es estar vivo, corazón, vivir es otra cosa».

Y vivió ese paréntesis gozoso apurando hasta el último segundo.