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Estocolmo, miércoles, 24 de octubre de 1962

He pasado una de las peores noches de mi vida. Como si no tuviera suficiente con la amenaza de guerra y la preocupación por los chicos, ahora estoy prácticamente segura de que Fernando tiene una aventura. O tal vez sea yo la que esté histérica y vea fantasmas donde no los hay, influida por las confesiones de Paola. Sea como fuere, no he pegado ojo. Espero poder echarme una siesta después de comer, porque esta noche volvemos a salir y él no debe notar nada.

La cena de ayer no contribuyó precisamente a tranquilizarme. Lo que contó el diplomático japonés sobre los efectos del arma atómica me dejó sobrecogida. Y las apreciaciones de Alain Crouzier, el representante francés, tampoco ayudaron a serenar los ánimos.

Menos mal que el embajador, Pedro, y su esposa María Luisa son dos magníficos anfitriones, porque en caso contrario la velada habría resultado un desastre. Ella salvó la situación cuando la tensión iba a traspasar la línea de lo tolerable, y al final, una vez que nos quedamos solos los españoles, hasta nos puso a bailar boleros.

Quién iba a imaginarse que después…

Tal como había temido, llegamos con casi media hora de retraso. Fuimos los últimos, no a causa del tráfico, sino porque nos entretuvimos con las niñas, que tardaron más de lo acostumbrado en dar su visto bueno a nuestros respectivos atuendos. Fernando estaba de buen humor y se puso a jugar con ellas, hasta que me enfadé y amenacé con llamar a un taxi.

Sólo entonces accedió a sacar el coche del garaje. Había tintes de reproche en su voz cuando me dijo:

—Deberías aprender a conducir. Así no tendrías que esperarme ni depender de mí para que te lleve puntualmente a los sitios.

—¿Y convertirme en el chófer de la familia? No, gracias. Además, aunque quisiera, no creo que Estocolmo sea el lugar más adecuado para hacerlo. ¿Cómo iba a entenderme con el profesor?

La cosa había empezado regular, hasta el punto de que apenas cruzamos palabra durante el trayecto desde Bromma a Djurgården.

Nuestra Embajada en Estocolmo ocupa un palacio que fue levantado por un escultor sueco en esa isla de nombre impronunciable, a mediados del siglo pasado, cuando toda ella era el coto de caza privado de la familia real sueca.

El paraje, salpicado de colinas, es tan idílico como el pabellón que adquirió el mismísimo Alfonso XIII, en 1928, con el fin de convertirlo en legación española. Desde entonces acoge la cancillería y la residencia privada del embajador, emplazadas en dependencias anejas y rodeadas de bosques frondosos cuyos árboles componen en otoño una auténtica paleta de colores.

Es un lugar realmente hermoso a pesar de estar bañado por una luz tan triste. La víspera había pasado muy cerca de allí con Lucía y había aprovechado para mostrarle nuestra bandera, que ondea en lo alto del tejado y es claramente visible desde el parque de Skansen. La niña no entendió muy bien lo que era, aunque le pareció bonita.

La Embajada no pasa desapercibida. Si de día llama poderosamente la atención la mole compacta del edificio, pintada de amarillo, rematada por un pretencioso torreón y abierta a una terraza de estilo versallesco, el aspecto que ofrece de noche, iluminada, resulta incluso más impactante. Claro que lo mejor está sin duda en el interior, porque se trata de un palacete con alma.

La primera vez que lo visité, recién aterrizada en esta gélida ciudad, no me conmovieron tanto sus tesoros artísticos, que los tiene, como las palabras grabadas en varios cristales de la planta baja por su último propietario sueco, un noble de sangre real obligado a venderla para hacer frente a sus deudas. Eran auténticos mensajes de náufrago escritos por el príncipe Carlos, hermano del rey Gustavo V, utilizando un anillo de diamantes.

Según la traducción que me hizo las esposa del embajador, el primero de ellos decía: «Que aquellos que desde ahora vengan a vivir a nuestra amada casa sean tan felices en ella como nosotros lo hemos sido». El segundo, más desgarrado y escueto, rezaba: «Nos vamos de aquí, adiós, Carlos. Octubre, 1923».

—Desde entonces —me explicó María Luisa, convertida en entusiasta guía turística de su propio hogar— las palabras de Carlos, apodado cariñosamente por sus compatriotas Príncipe Azul, y de su esposa, Ingeborg, han dado la bienvenida a todos los embajadores de España.

Yo me puse en la piel de los desahuciados y sentí su misma nostalgia. Dejar atrás una casa en la que se ha sido feliz es algo sumamente doloroso. Lo sé por experiencia.

Aunque ayer no tuviera yo el ánimo proclive a la sensibilidad estética, me quedé mirando las columnas de mármol de Carrara que adornan el amplio vestíbulo del palacete, así como las pinturas al fresco y los bajorrelieves que completan la decoración, con una mezcla de admiración y rechazo ante el exceso. ¡Creo que nunca me acostumbraré a la ostentación!

Esas molduras, esculpidas con motivos de inspiración griega, habrían podido competir con los frisos que los ingleses se llevaron del Partenón al Museo Británico como botín de guerra. Es evidente que el hombre de cuya mente y cincel surgió ese recibidor ansiaba con todas sus fuerzas dejar impresionados a sus huéspedes. Y en lo que a mí respecta, lo consiguió.

Mientras José, el criado que hace las veces de mayordomo, recogía nuestros abrigos, ataviado con guantes inmaculados y chaquetilla blanca recién planchada, observé, fascinada, la escalinata que conduce a la planta privada, asomada a los salones a través de una galería iluminada por un gigantesco tragaluz. Me pareció paradójico que, al menos hasta donde yo conozco, únicamente la residencia del embajador en La Habana pueda competir con esta en esplendor. La Habana y Estocolmo. Dos países completamente distintos y alejados entre sí en todos los sentidos. Dos modos totalmente diferentes de relacionarse con España. Dos escaparates grandiosos.

—Caprichos de reyes —habría dicho mi padre, republicano de corazón y comerciante de vocación, acostumbrado a hacer las cuentas en reales y perras chicas.

—Reflejos de una gran nación protagonista de la Historia Universal —le habría respondido Fernando.

Para cuando hicimos nuestra entrada, los otros invitados llevaban ya un buen rato tomando un aperitivo en el salón principal, en forma de rotonda, que exhibe una notable colección de muebles de época y cuadros traídos desde el Museo del Prado.

Lo primero que atrajo mi mirada fue un piano de cola reluciente, situado a la izquierda de la puerta, cuyo teclado, descubierto, parecía estar llamándome a gritos. Claro que por nada del mundo me habría atrevido a tocar delante de esas personas. Bastante vergüenza estaba pasando ya por ser mi marido y yo los últimos en llegar, pese a ocupar, con diferencia, el peldaño más bajo en el escalafón diplomático.

Sabía que era mi deber asumir la responsabilidad de semejante ofensa al protocolo, así que eso fue lo que hice.

Los caballeros se pusieron en pie en cuanto crucé el umbral. Las damas sonrieron educadamente. Yo me deshice en disculpas.

—No tengo perdón, María Luisa. —Me acerqué a saludar a la anfitriona primero, antes de dar un abrazo al embajador—. Lucía ha estado devolviendo esta tarde —mentí— y hasta última hora no me he decidido a dejarla al cuidado de Jacinta.

—Tranquila —me siguió ella el juego—, acaban de servirnos una copa de jerez. ¿Se encuentra ya mejor la niña?

—Eso parece —respondí, incómoda, deseando pasar cuanto antes esa página.

Fernando estaba cumplimentando con su habitual soltura a los embajadores de Francia y Japón, que nos acompañarían en la mesa. La señora de la casa, que me había estado hablando en español, pasó a la lengua de la diplomacia, el francés, para preguntarme:

—¿Conoces a Madame Crouzier y a la señora de Nemura?

Las conocía vagamente, de haberlas visto en alguna recepción, aunque no tenía amistad con ellas. Ambas eran mayores que yo y, a primera vista, distantes. Si hubieran llevado corsé no habrían mantenido una postura más rígida, sentadas en el mismo borde de la butaca, con la copa de jerez en una mano y una servilletita de hilo en la otra. Seguramente se limitaran a representar el papel que se esperaba de ellas, sin manifestar un entusiasmo que estaban lejos de sentir. Aquella no iba a ser una cena divertida, todos éramos conscientes de la situación por la que atravesaba nuestro planeta.

Naturalmente, me fijé en cómo iban arregladas las esposas de tres embajadores. No hay mejor forma de aprender.

María Luisa, que es menuda, llevaba un vestido color malva, de corte sencillo. Un precioso broche de oro y lapislázuli prendido en su pecho atestiguaba su gusto por lo bello y hacía además juego con sus ojos. La francesa, que con el correr de las horas acabó cayéndome mejor de lo que había previsto, lucía un collar de perlas de tres vueltas y vestía un modelo clásico de Chanel, compuesto de chaqueta corta con cuello a caja y falda por debajo de la rodilla, en dos tonos de azul. Con una buena faja reforzada en la parte delantera le habría sentado mejor, aunque el traje era realmente elegante. La japonesa no debía de medir más de metro cincuenta y pesaría a lo sumo cuarenta kilos. Iba de negro, sin joyas. Creo que no abrió la boca en toda la velada, salvo para decirme, con un acento peor incluso que el mío:

—Encantada de conocerla.

Eso fue todo.

Terminadas las presentaciones, los caballeros retomaron la conversación que había sido interrumpida por nuestra llegada a destiempo. Versaba, cómo no, sobre la crisis de los misiles.

Fue el embajador quien rompió el fuego:

—Estaba diciendo a estos colegas, Fernando, que hoy hemos recibido noticias inquietantes de Cuba. Radio La Habana ha informado de que trescientos cincuenta mil hombres han sido movilizados en pocas horas y trasladados a sus respectivas unidades de combate, que ya se encuentran oficialmente en estado de guerra. Y es que Castro ha declarado esta misma tarde que quien quiera inspeccionar la isla tendrá que llegar allí en formación de combate.

—Muy propio de su lenguaje habitual —apuntó Fernando, que conoce bien al exalumno de los jesuitas del Colegio de Belén, en el que estudiaban las élites de la sociedad cubana hasta la revolución.

Los años en los que estuvimos destinados en La Habana, entre 1952 y 1956, fueron precisamente aquellos en los que Fidel Castro empezó a hacerse fuerte al frente de ese Movimiento, creado con la ayuda de su hermano Raúl, cuyos guerrilleros protagonizaron el frustrado asalto al cuartel Moncada, en julio del 53.

La derrota aplastante de esa intentona condujo, especialmente en la provincia de Oriente, a una oleada de represión por parte del régimen de Batista que dio lugar a centenares de personas torturadas y ejecutadas de forma sumarísima. La mayoría de nuestros amigos íntimos criticaba esa reacción por excesiva, aunque otros la justificaban alegando que la victoria de los insurgentes tendría consecuencias desastrosas para el país. Fuera cual fuese su postura, todo el mundo estaba muy preocupado. Eso lo recuerdo bien.

El propio Fidel, organizador del ataque, tuvo más suerte que muchos de sus compañeros y salió del trance mejor parado que la mayoría. Lo detuvieron, juzgaron y condenaron a quince años de cárcel, que empezó a cumplir desde el principio en la enfermería del Presidio Modelo, un penal bastante confortable de Isla de Pinos. Año y medio después ya estaba en la calle, beneficiado por una amnistía con la que Batista pretendía atraerse el favor de los votantes, con vistas a las elecciones.

Fernando y yo habíamos oído hablar en todos los salones de La Habana de ese hombre barbudo, carismático, culto, brillante, locuaz, atractivo, mujeriego y terriblemente megalómano, que se consideraba una especie de reencarnación del héroe José Martí.

Despertaba curiosidad, fascinación y miedo a partes iguales, aunque Batista lo subestimó hasta el extremo de ponerle en libertad y facilitar el que se fuera a la Sierra Maestra a encabezar la revolución que acabó derrocándole.

Sí, conocíamos al personaje, aunque debo confesar que, en lo que a mí concierne, nunca le presté demasiada atención mientras disfrutaba de uno de los destinos más felices de cuantos he compartido con mi marido. El que vio nacer a mis tres hijos mayores, uno tras otro, entre el mar Caribe y los flamboyanes.

Fernando, en cambio, siguió muy de cerca la trayectoria de Castro incluso después de marcharnos de Cuba con destino a Perú. De ahí que ayer hablara con autoridad cuando se refería a él.

—Me parece estar oyéndole en el juicio que siguió al episodio del Moncada. Tendrían que haber visto ustedes la vehemencia con la que declamó, desde el banquillo de los acusados, ese interminable alegato defensivo, ampulosamente titulado «La Historia me absolverá», convertido en un texto de obligada lectura en la Cuba actual.

—Con ese mismo estilo tan suyo —retomó su informe Pedro, evitando deliberadamente emplear un calificativo susceptible de causarle problemas—, hoy ha tildado el discurso de Kennedy de «declaración pirata», a la vez que alababa la reacción serena, firme y ejemplar de la Unión Soviética.

—Doy por hecho que esto tendrá consecuencias en España —apuntó el representante francés—. No me malinterprete, señor embajador, pero me sorprende que el régimen de Franco mantenga relaciones diplomáticas con un comunista declarado como Castro.

A los diplomáticos de carrera, como es el caso de nuestro embajador en Estocolmo, no suele gustarles meterse en camisa política de once varas; ellos sirven a España, al margen de quién la gobierne. Ni siquiera Fernando, que es un apasionado de la materia, se lanza a expresar abiertamente sus opiniones, salvo que esté entre personas de mucha confianza. De ahí que nuestro anfitrión eludiera hábilmente la cuestión con una evasiva.

—De momento la compañía Iberia ha anunciado que suspende los dos vuelos mensuales que mantenía con la isla. El personal civil de la base norteamericana de Guantánamo ha sido evacuado y, al parecer, varias legaciones europeas en La Habana están haciendo lo propio con los familiares de sus empleados, ante la posibilidad de que Washington decida lanzar un ataque a gran escala sobre Cuba, empezando por bombardear su capital.

Monsieur Crouzier debió de captar que Pedro no deseaba responder a su pregunta, porque se limitó a señalar, con formalidad un tanto envarada:

—Estoy en condiciones de confirmar su información.

—Si el presidente americano se ve obligado a responder militarmente a esta amenaza —terció Fernando en un francés perfecto—, me temo que estaremos ante un conflicto que trascenderá los límites de la isla para convertirse en una guerra a gran escala entre las dos superpotencias.

—¡Por Dios, no digas eso!

Era María Luisa quien había irrumpido en la conversación con la voz llena de angustia. Yo pensaba exactamente lo mismo, aunque permanecí callada. No habría estado bien visto que una mujer interviniera en semejante debate sin ser invitada a hacerlo, aunque pensaba utilizar esas palabras contra mi marido y a favor de mi causa en cuanto llegáramos a casa. Si iba a estallar una guerra como la que él mismo describía, los chicos debían estar con nosotros y con nadie más. ¿Cómo era posible que no lo viera él claramente?

—Fernando tiene razón —le respaldó Pedro, desautorizando así a su esposa—. Ello no obstante, esperemos que las cosas no alcancen ese punto de no retorno. Mañana, a primera hora de la tarde aquí, entrará en vigor el bloqueo decretado por Washington, que facultará a las naves de la Segunda Flota norteamericana para abordar e inspeccionar cualquier barco que trate de acercarse a la isla, o a hundirlo en caso de que se niegue a permitir el registro. Confiemos en que sea suficiente para disuadir a los soviéticos de seguir adelante con esta locura.

Recordé, y mantengo muy vivo en la memoria, lo que me había contado Paola esa mañana sobre Kruschev, quien, a decir del agente soviético que informa a George, no desea iniciar una contienda nuclear. Si eso es cierto, ordenará a sus capitanes dar media vuelta y regresar a la URSS. En caso contrario, mantendrá el desafío hasta provocar el ataque y conseguir un pretexto para desatar el conflicto.

No tardaremos en averiguar qué clase de persona es Kruschev y si controla o no los mandos de la Unión Soviética.

Encendí un nuevo cigarrillo. En los dos últimos días una cajetilla se me queda corta. Se ve que el nerviosismo que alimenta mi necesidad de nicotina afecta igualmente a los demás, porque el aire estaba cargado de humo y la doncella había pasado ya un par de veces por el salón a vaciar los ceniceros, repletos de colillas, en un práctico recogedor de cenizas de alpaca.

Creo que algunos de los presentes, incluyéndome a mí, habríamos agradecido en ese momento algo más fuerte que un jerez, por buenos que fuesen los caldos de las bodegas Valdespino.

Las señoras escuchábamos hablar a los caballeros, con admiración, dando pequeños sorbos al vino y comiendo aceitunas rellenas traídas desde España para hacer las delicias de los extranjeros. En otras circunstancias seguramente hubiésemos iniciado una conversación más frívola entre nosotras, sobre hijos o compras, aunque ayer, dada la gravedad de la situación que se comentaba, ninguna tomó la iniciativa de proponerla. Estábamos todas demasiado interesadas en lo que se decía.

Jackie Kennedy se ha hecho famosa por desterrar de la Casa Blanca la vieja costumbre de dejar solos a los señores para que charlen de «sus cosas», aunque no es la única anfitriona que se comporta de ese modo. Al igual que ella, e incluso antes de que ella tomara esa iniciativa en Washington, la mayoría de las mujeres de diplomáticos que he conocido en los distintos países por los que hemos pasado abandonó hace mucho esa práctica anticuada.

¡Los tiempos cambian!

Pero volvamos a la cena.

El representante japonés, con una expresión impenetrable, parecía concentrado en descifrar una lengua más difícil de entender para él que para cualquiera de los demás. Monsieur Crouzier, en cambio, hizo honor a la reputación que precede a sus compatriotas y aprovechó la primera ocasión que se le brindó para subrayar la importancia de su país, revelando que había sido merecedor de un trato preferente por parte de la Administración estadounidense.

Bajando ligeramente el tono de voz, a fin de subrayar el carácter confidencial de lo que estaba a punto de desvelarnos, dijo en referencia al bloqueo:

—El presidente de la República recibió ayer en el Elíseo al exsecretario de Estado, Dean Acheson, enviado por Kennedy con la misión de informarle personalmente a él antes que al Consejo de la OTAN. Me lo ha contado hoy un viejo amigo de la Escuela Nacional de Administración que trabaja en su gabinete. De Gaulle se mostró un tanto molesto ante el americano y preguntó si había ido a consultarle o simplemente a comunicarle una decisión ya tomada, aunque una vez recibidas las oportunas explicaciones acabó por reconocer que el líder de la Casa Blanca no tenía elección y ha hecho lo correcto. «Puede usted transmitir a su presidente que Francia le apoyará», fueron sus palabras literales. Luego pidió ver las célebres fotos que llevaba consigo Acheson.

—¿Qué fotos? —preguntó María Luisa con ingenuidad.

—Las que tomaron los aviones espía norteamericanos de las bases de misiles instaladas en Cuba —respondió el francés—. Me dicen que el presidente estuvo un buen rato examinándolas con la ayuda de una lupa y, al saber que habían sido obtenidas desde una altura de veintidós mil metros, exclamó: «¡Es formidable!».

Con el empeño evidente de no quedarse atrás ni dejar a España en peor lugar que Francia, nuestro embajador se vio obligado a subrayar que también el gobierno español había sido puntualmente informado de las intenciones norteamericanas.

—El subsecretario de Estado, George Ball, ha citado esta tarde al embajador Antonio Garrigues y le ha puesto al corriente de los últimos acontecimientos —subrayó la palabra «últimos» con un énfasis especial—. La actividad en el Ministerio de Asuntos Exteriores ha sido frenética a lo largo de todo el día. Ni sé la cantidad de telegramas cifrados que hemos recibido. Huelga decir que el presidente Kennedy tiene el pleno respaldo de la Jefatura del Estado en esta hora decisiva, cuando se enfrenta al mayor y más grave desafío planteado por el comunismo desde la crisis de Berlín.

—Yo mismo he descifrado más de uno de esos telegramas —añadió Fernando—. Me impactó especialmente el que daba cuenta del teletipo emitido por la agencia oficial soviética, TASS, en respuesta al discurso de Kennedy.

Al oírle decir aquello miré a mi marido enfadada. Sin palabras, con los ojos y las cejas, le reproché no haber compartido esa información conmigo. ¿Por qué en casa se había puesto a jugar con las niñas sin hacerme partícipe de lo que sabe, a pesar de ver lo preocupada que estoy con este asunto? ¿Para no incrementar esa zozobra? ¿Por descuido? ¿Por desprecio?

Ayer no me paré a pensar que fueran otros los motivos que le llevaron a callar, aunque ahora me pregunto seriamente si no preferirá abrir su corazón a otra mujer. Llevo varios días aterrada a causa de la guerra que se cierne sobre nosotros, e inquieta por la sombra de una sospecha inconcreta. Desde anoche estoy consumida por los celos.

A menudo tengo la sensación de no acercarme siquiera a la altura intelectual del hombre con el que comparto la vida. Hace años le veía tan loco por mí, tan enamorado y apasionado que apenas si daba importancia a esa diferencia. Con el paso del tiempo he notado que esa distancia se acentúa, que nos alejamos más y más en ese aspecto. ¡Y ojalá fuese solamente en ese!

Yo ya no tengo veinte años y cuatro hijos pesan mucho en todos los sentidos, empezando por el cuerpo, que va perdiendo su forma a ojos vista. Tal vez ya no sea capaz de darle lo que necesita y eso le empuje a buscarlo fuera casa, teniendo en cuenta, por añadidura, que él se acerca a los cuarenta, con todo lo que ello implica… Es una edad muy difícil para un hombre. Dicen que el miedo a perder la juventud les lleva a cometer toda clase de locuras en un intento desesperado de recuperar un tiempo que no volverá.

¿Será eso lo que nos está pasando o acaso sea yo la que esté perdiendo la cordura?

No sé qué hacer. Aquí en Estocolmo estoy sola, sola con estos fantasmas, sin familia ni apenas amigas. ¿Con quién voy a hablar de estas cosas? ¿A quién puedo pedir consejo? Únicamente se me ocurre Paola, aunque no sé si quiero confiarle mis temores precisamente a ella. ¿Qué va a decirme Paola que pueda servirme de algo, comportándose como se comporta con su marido?

Prefiero desahogarme en este diario que nadie, aparte de mí, leerá nunca.

Ajeno a mis cavilaciones sobre el porqué de su hermetismo conmigo, Fernando siguió desgranando el contenido de ese cable de agencia que había descifrado por la tarde, con la precisión milimétrica que le proporciona su memoria de opositor.

—El gobierno soviético, decía su portavoz oficial, rechaza de manera resuelta las pretensiones del gobierno de Estados Unidos y le advierte de la grave responsabilidad que asume respecto del destino del mundo con las medidas anunciadas por el presidente Kennedy.

—O sea, que no piensan ceder —me atreví finalmente a intervenir, venciendo el miedo a decir una tontería.

—El lenguaje diplomático siempre es ambiguo y en este caso deliberadamente dramático —respondió el embajador, tratando de tranquilizarme.

—Ya veremos —añadió Fernando—. De momento se atienen al guión de la política, que les impone una respuesta pública tan dura al menos como el discurso de su enemigo. Siguen insistiendo en que las armas desplegadas en Cuba tienen un carácter meramente defensivo y subrayan que ningún Estado que se diga independiente, en alusión a Cuba, puede plegarse a la pretensión norteamericana de que el material necesario para su defensa sea evacuado de su territorio.

—Pero si no lo sacan de allí los americanos atacarán, ¿no es así? —inquirió María Luisa, tan alarmada como yo.

—Deberían ser más optimistas, queridas —terció la señora de Crouzier, dibujando una sonrisa franca en su rostro de hermosas facciones—. No minusvaloren el poder de la diplomacia. Todos los aquí presentes conocemos los milagros que puede llegar a obrar.

Fernando tiene un don especial para tratar con las señoras dejándolas encantadas. Lejos de mostrar desdén ante el hecho de que una mujer se permitiera hacer un comentario semejante, aprovechó para hacerle un cumplido.

—Todos, señora Crouzier, y en particular ustedes, los franceses, que dominan como nadie el arte que bordó el cardenal Richelieu. Sin embargo, María Luisa dice la verdad. Esa es exactamente la amenaza americana planteada en este momento: atacar si no son retirados de Cuba los misiles nucleares que amenazan su territorio.

—¿Y los rusos? —insistió María Luisa.

—Los rusos se remiten al Consejo de Seguridad de la ONU y acusan a Washington de poner en peligro la paz. El teletipo que he descifrado terminaba con estas palabras: «Si un agresor comienza una guerra, la Unión Soviética llevará a cabo un poderoso golpe de respuesta».

Monsieur Crouzier había perdido temporalmente el protagonismo y daba buena cuenta de un delicioso canapé, elaborado a base de sardinas en aceite de oliva, aprovechando que quien hablaba era Fernando. No debía de gustarle, empero, permanecer en un segundo plano, porque en cuanto se limpió las migas del bigote y apuró su tercera copa de fino, se apresuró a recuperarlo para hacernos partícipes de su pesimismo ante lo que le habían confiado sus contactos.

El francés nos relató que su colega de Washington, con quien había mantenido una larga conversación telefónica, le había contado las disposiciones tomadas en la Embajada soviética, después de que Bob Kennedy visitara ayer tarde al embajador Dobrynin y le reiterara, con enorme enfado, que su hermano y él se sienten engañados por Kruschev. De acuerdo con sus informes, la cara del ruso que mostraron las televisiones era un poema. Debía de haber dado plena credibilidad al fiscal general cuando este le anunció que la Casa Blanca está decidida a emplear todos los medios necesarios, incluidos los cañones de su flota, para detener a los veinticinco barcos soviéticos que navegan a estas horas rumbo a Cuba.

—Se detendrán —afirmó rotunda su esposa, esta vez con gesto grave—. ¡No les queda otra opción!

—¿Quién sabe? —contestó él—. No olvidemos que Kruschev es un ucraniano empecinado y audaz. No sólo dirigió la defensa de Stalingrado ante la brutal ofensiva alemana del 42, sino que, una vez en el poder, se atrevió a denunciar los crímenes de su predecesor, considerado por buena parte de los rusos como algo parecido a un semidiós. No estamos hablando de un hombre cualquiera.

—Tampoco de un irresponsable —rebatió Pedro.

—Por si acaso —continuó Crouzier—, la Embajada soviética en Estados Unidos está destruyendo toda su documentación sensible y preparándose para lo peor. Corre el rumor en Washington de que el KGB hizo instalar hace tiempo un generador eléctrico capaz de proporcionar energía al edificio en caso de que desde el exterior le corten la corriente, así como bombonas de oxígeno y filtros de aire para garantizar la supervivencia de sus moradores si sufren un ataque con armas químicas.

—Pero ¿estamos todos locos? —terció de nuevo la anfitriona.

—Son medidas de seguridad muy razonables, dadas las circunstancias —dijo el francés, con cierta suficiencia—. Mi colega me confirmaba hace un rato que los funcionarios de la legación habían recibido órdenes expresas de evitar salir a cines, centros comerciales y demás lugares concurridos, lo que significa que a estas horas Moscú no descarta en absoluto una escalada bélica de consecuencias imprevisibles.

—Imprevisibles no —irrumpió de pronto en la conversación el embajador nipón—. Para nuestra desgracia, los japoneses conocemos de sobra los efectos de las armas nucleares. Los llevamos tatuados en la piel. Y no hablo en sentido metafórico, señores. Yo mismo he tenido ocasión de ver cadáveres de mujeres en Hiroshima con el estampado de sus quimonos grabado literalmente a fuego en el cuerpo.

Nemura no había probado el vino andaluz ni las aceitunas. Desde nuestra llegada le había visto beber agua, observar a unos y otros con suma atención y mantenerse muy erguido en su butaca, con las manos cruzadas apoyadas sobre las piernas. Era de complexión menuda, rostro alargado, pelo oscurísimo peinado hacia atrás con gomina y rostro lampiño. Podría tener treinta y cinco años o sesenta. Nunca he sabido calcular la edad de los orientales.

Sus palabras cayeron en el salón como la bomba de la que hablaba. No era cuestión de recordarle que había sido su país el primero en atacar a los estadounidenses en Pearl Harbour ni de insistir en la negativa obstinada de su emperador a rendirse cuando lo hicieron los alemanes, a pesar de tener la guerra perdida. Cualquiera de esas apreciaciones habría resultado ser casi tan inoportuna en una cena diplomática como su comentario extemporáneo.

Claro que la de ayer no era una cena al uso. La tensión se cortaba con cuchillo.

—Hiroshima constituye ciertamente un hito sombrío en la historia de la humanidad —salió al quite Pedro, tratando de romper el hielo creado en el ambiente por la mención de ese lugar maldito.

—Se queda usted corto, embajador —repuso el nipón—. Hiroshima es sinónimo de infierno. Aquel 6 de agosto de 1945 la especie humana derribó la última muralla que la separaba de su propia destrucción. Una sola bomba mató instantáneamente a cien mil personas y redujo a cenizas una ciudad entera, que estuvo días ardiendo. Muchos de los que sobrevivieron a la primera deflagración murieron calcinados entre los escombros o asados vivos en los sótanos que les servían de refugio, convertidos en hornos crematorios.

Componer un discurso tan largo en una lengua que, al fin y al cabo, no era la suya propia estaba costando a Nemura un esfuerzo ímprobo, que se reflejaba en sus facciones tensas como cuerdas de violín. Hizo una breve pausa, cerró momentáneamente los ojos y luego los abrió de nuevo para seguir desgranando, sombrío, el relato de lo acontecido en esa fecha marcada con tintes de infamia en el calendario de la Historia.

Nos contó que muchos más habitantes de esa pobre ciudad mártir perecieron en las semanas siguientes, después de atroces agonías, a causa de las quemaduras y la radiación. Que todavía hoy nacen niños con terribles deformidades como consecuencia del veneno invisible que permaneció suspendido en la atmósfera. Su tono era lúgubre al concluir:

—Conocemos perfectamente los efectos que produciría una confrontación nuclear a gran escala, señores. Lisa y llanamente, sería el fin de nuestra especie.

—Precisamente por eso, mi apreciado Nemura —opinó el francés, en tono condescendiente—, los arsenales atómicos constituyen el mejor argumento pacifista jamás empleado por el hombre.

—Señor Crouzier —rebatió el nipón, sin elevar el tono aunque evidentemente molesto—, en Hiroshima había niños, mujeres, ancianos indefensos que nada podían hacer por alterar el curso de la guerra. El objetivo de la bomba eran las fábricas, o eso dijeron los vencedores, pero lo cierto es que la gran mayoría de las víctimas fueron civiles inocentes.

—Repito que no hay mayor factor de disuasión ante la tentación de ir a la guerra que la certeza de la destrucción mutua asegurada. Por eso Francia no renuncia a tener su propia fuerza de choque, al margen del paraguas de la OTAN. Ya lo dijo el gran estratega romano Vegecio: «Si vis pacem, para bellum».

—Y yo le digo que la experiencia de la última guerra mundial invalida su argumento.

Como si no hubiera oído al japonés, Crouzier siguió adelante con su alarde de erudición militar.

—También lo explica Kennedy en su libro La estrategia de la paz, cuando afirma que Estados Unidos no puede seguir limitándose a reaccionar ante cada movimiento de sus adversarios, sino que debe poder anticiparse a ellos. Con esa determinación ha puesto en marcha un programa de rearme nuclear que pretende dotar a su país en pocos años de ingenios suficientes para garantizar la aniquilación de cualquiera que se atreva a desafiarlo.

El representante nipón permanecía inmóvil y aparentemente impertérrito, pero acusó el golpe.

—¿No le parece, señor embajador, que con los dos mil bombarderos del Mando Aéreo Estratégico y los misiles de medio alcance instalados en Inglaterra, Italia y Turquía, Estados Unidos tiene material más que suficiente para asegurar su defensa?

El francés siguió atacando:

—Lo importante no es lo que piense yo sino lo que determinen los analistas de la Casa Blanca en su empeño de garantizar que nadie vuelva a pillar desprevenido a su país, como ocurrió en diciembre del 41. Ellos deben de considerar esas armas insuficientes, probablemente obsoletas y extremadamente vulnerables ante la bomba de hidrógeno desarrollada por los soviéticos, que se suma a los misiles intercontinentales desplegados en Asia Central, con capacidad para alcanzar Estados Unidos.

Crouzier había contestado de un modo un tanto ácido, aludiendo al ataque japonés sobre la isla hawaiana aunque sin mencionarlo expresamente, por mor de su impecable formación diplomática. Pedro, visiblemente incómodo, trató de mediar en el duelo de floretes que enfrentaba al hijo del Imperio del Sol, incapaz de entonar una autocrítica, con el entusiasta gaullista empeñado en derrotarle también en el campo de la dialéctica.

—Volviendo a Cuba…

—… Para que todos nos hagamos una idea —le interrumpió el francés, sintiéndose cada vez más a gusto en un terreno que dominaba—, la bomba que fue detonada sobre Hiroshima tenía una potencia equivalente a catorce mil toneladas de TNT o catorce kilotones. Ahora mismo se calcula que en Cuba, sólo en Cuba, puede haber medio centenar de misiles SS4 de un megatón cada uno, o un millón de toneladas de TNT, con un alcance de mil cien millas náuticas, además de un número indeterminado de misiles tácticos Luna provistos de cabezas de dos kilotones. Hagan ustedes sus cálculos. Y eso es sólo la punta del iceberg, el objeto de la actual discordia.

El embajador Crouzier parecía tan bien informado que volví a vencer mis reparos y le pregunté:

—¿Qué ocurriría si, deliberadamente o de manera accidental, uno de esos proyectiles fuese finalmente lanzado contra Estados Unidos?

—¡Qué cosas tienes, María! —me llamó la atención María Luisa.

—¡Al contrario! Es una magnífica pregunta —la corrigió él, dirigiéndome una sonrisa que intuí cargada de intenciones seductoras.

No era la primera vez que me prodigaba una atención semejante. El presumido representante francés había lanzado varias ojeadas descaradas a mis piernas, sin que yo quisiera darme por enterada ni mucho menos alimentar sus esperanzas. Por eso había estado rehuyendo su mirada durante toda la velada.

Una cosa es gustar, tal como me había propuesto al arreglarme con esmero, y otra muy distinta provocar. Esto nunca me ha gustado hacerlo. Y de pronto, inmediatamente después de formular mi pregunta, caí en la cuenta de que nada enardece tanto a un hombre vanidoso como el halago intelectual de una mujer joven. Mucho más incluso que sus piernas, sus ojos, sus pechos o su boca.

¡Si lo sabré yo, que estoy casada con uno que encaja en esa definición como un guante!

Cuando ya era demasiado tarde para dar marcha atrás, comprendí que tal vez hubiese interpretado mi curiosidad erróneamente, tomándola por interés hacia su persona. Si eso era así, pensaría que yo estaba coqueteando con él y que tenía alguna posibilidad conmigo, lo que le llevaría a conclusiones absolutamente equivocadas.

¡Peor para él!

Lo cierto es que Alain Crouzier es un tipo atractivo, no sólo por su elegancia y su galantería, sino por su vasta cultura. Para mi gusto, sin embargo, está excesivamente pagado de sí mismo y, sobre todo, casado, igual que yo. ¿Qué hacía ayer flirteando con ese desparpajo ante las narices de su esposa y de mi marido?

Fernando, si lo advirtió, no pareció ofenderse. O ya ha dejado de verme con ojos de hombre o no me considera capaz de engañarle. Nunca ha sido celoso ni yo le he dado motivos. Ella, por su parte, debe de estar acostumbrada a esas actuaciones de su esposo, como lo estoy yo… o como espero estarlo cuando llevemos casados tanto tiempo como ellos.

Sea como fuere, yo ya le había brindado a Crouzier la oportunidad de lucirse, y él la capturó al vuelo, desplegando, una a una, sus plumas de pavo real.

—Si uno de esos misiles es disparado, señora mía, lo más probable es que la respuesta norteamericana sea implacable. La experiencia de Hiroshima nos enseñó que el arma atómica es el medio más rápido y eficaz para terminar una guerra, ya que hasta el más obstinado enemigo se rinde cuando son destruidas por completo dos de sus ciudades más importantes.

C’est à dire, mon chéri? —le urgió a ir al grano su mujer, como si acabara de leerme el pensamiento.

—Por esta regla de tres —continuó él—, si uno de los cohetes desplegados en Cuba alcanzase Miami, Filadelfia o Nueva York, la reacción de Washington consistiría en golpear con idéntica violencia Kiev, Leningrado o Moscú. A partir de ahí, sería muy complicado, por no decir imposible, controlar la escalada.

Iba yo a preguntar si España, y concretamente Madrid, estarían en el punto de mira de los soviéticos por las bases norteamericanas instaladas en Torrejón, cuando María Luisa puso un punto y aparte en una conversación que estaba alcanzando tintes francamente desagradables, invitándonos a movernos.

—¿Qué les parece si pasamos a la mesa, señores?

Eran ya cerca de las nueve y media, una hora inconcebible para cenar en Suecia, debida, seguramente, a que la cocinera se había encontrado con algún problema de difícil solución. María Luisa se adelantó por ello a su criado en el acostumbrado anuncio de «la cena está servida», en un intento desesperado de abandonar el salón y, con él, ese espinoso asunto que había centrado la conversación desde hacía demasiado rato.

Según nos explicó más tarde a Fernando y a mí, pensó que de ese modo lograría forzar que nos sirvieran y demostró tener razón. Un buen servicio, como el de su casa o la mía, siempre logra improvisar sobre la marcha, dejando bien alto el pabellón culinario. Ni a su Roberta ni a mi Jacinta les faltan recursos para conseguirlo.

Yo agradecí el cambio de tercio, porque empezaba a sentirme enferma ante los detalles macabros que habían sido expuestos por Nemura de forma tan descarnada. Todos hemos oído hablar de la devastación de Hiroshima, pero nunca hasta ayer había escuchado el relato de lo sucedido allí, narrado por alguien que lo hubiese visto con sus propios ojos. Y no había más que fijarse en su expresión para darse cuenta de que los horrores que había contemplado en esa ciudad lo acompañarían hasta el fin de sus días.

¡Dios nos libre de ese infierno!

Mientras íbamos al comedor, situado en la estancia contigua, observé a Fernando sin que él lo notara. Parecía repentinamente absorto en sus pensamientos. Se atusaba de forma inconsciente el bigote con la mano izquierda, como suele hacer cuando se detiene en plena lectura para reflexionar sobre algo que le ha llamado la atención, y tendía al mismo tiempo la mano derecha a María Luisa con el fin de ayudarla a levantarse. Me fascinó su capacidad para reproducir a la perfección los gestos de cortesía interiorizados a lo largo de su carrera sin necesidad de pensarlos.

¡Lo que habría dado yo por saber dónde estaba él en ese momento y sobre todo con quién! Lo que daría por conocer en qué lugar y en qué compañía se encuentra ahora, qué es lo que hace en este preciso instante, y en quién piensa…

—Tu marido es todo un caballero —me dijo María Luisa en un fugaz aparte, con cierta envidia, antes de indicarme el lugar en el que debía sentarme.

—El tuyo también —le contesté yo sin faltar a la verdad.

Tendría que haber aprovechado para añadir algún otro comentario adulador, de los que nunca están de más si quieres contribuir a la hoja de servicios de tu esposo, pero nunca se me ha dado bien regalar los oídos de nadie ni tampoco me pareció el momento más adecuado.

La mesa de caoba, vestida con un mantel de hilo de color rosa palo, estaba dispuesta para ocho comensales. Los platos de porcelana de Limoges y filo de oro lucían en su centro el escudo español. La cubertería era de plata, al igual que los platillos de pan, y mostraba las iniciales de los anfitriones, SC, grabadas pulcramente a mano en el mango de cada cubierto. Cuatro copas de cristal de bohemia, perfectamente alineadas por tamaños, esperaban ser llenadas de agua, vino tinto, vino blanco y champán.

De acuerdo con el protocolo, la señora de Crouzier se sentó a la derecha del embajador de España y la de Nemura a su izquierda. Junto a ella, y a la diestra del representante francés, tomé asiento yo. Él me ayudó con la silla renovando su interés en este caso por mi escote, lo que me provocó, tengo que confesarlo, una combinación agridulce de incomodidad y placer. Frente a mí, en pie, aguardaba Fernando, que se cercioró de que todas las señoras estuviéramos acomodadas antes de ocupar su sitio.

Los invitados extranjeros comentaron la suntuosidad de las columnas labradas que enmarcaban los amplios ventanales, así como la belleza de dos tapices de la Real Fábrica que cubrían prácticamente todo el ancho de las paredes a ambos lados de la mesa. Dos piezas maestras de gran tamaño y mayor calidad, en tonos verdes, realzadas por la luz que proyectaba la gran lámpara superviviente del mobiliario original de la casa: una auténtica catarata de cristal engarzado en metal dorado.

La señor Crouzier ponderó con educado entusiasmo la calidad del bordado que exhibía la mantelería, cosida a mano en Pamplona, según le explicó María Luisa, por las hermanas del convento de las carmelitas descalzas de San José. La japonesa parecía más interesada por el juego inglés de té, de plata maciza, que adornaba el aparador situado a sus espaldas. Claro que, fiel a su actitud discreta, o tal vez a su desconocimiento del idioma, siguió sin decir una palabra.

El mayordomo, que se había mantenido rígido junto a la puerta del office mientras cada cual ocupaba su lugar, se acercó a la señora sentada a la derecha del anfitrión y empezó a llenar su copa de un ribeiro seco, helado, perfecto para acompañar el pastel de merluza y gambas que pasaba en ese momento la doncella, impecablemente uniformada de negro, con guantes blancos, cofia y delantal del mismo color muy bien almidonados.

El anfitrión tomó entonces la palabra, dirigiéndose a su colega galo:

—Parece ser, señor embajador, que algunos periodistas norteamericanos apuntan a la posibilidad de una salida pactada, por más que Berlín no parezca negociable.

—Respecto de ese punto hay a esta hora opiniones contradictorias —contestó el interpelado, que acababa de dar su aprobación al vino recién catado con un gesto elocuente de su mostacho—. En la redacción del New York Times se habla de plantear a Moscú un posible intercambio de los misiles cubanos por los Júpiter desplegados en Turquía o incluso por la evacuación de Guantánamo, aunque ninguna de esas opciones parece agradar a Kennedy, y menos estando como está en pleno pulso público con Kruschev.

—El presidente norteamericano es un hombre imprevisible —argumentó Pedro, que es diplomático veterano y, como tal, observador sagaz—. El debate televisado que mantuvo con Richard Nixon antes de las elecciones demostró que ha nacido para la interpretación y que sabe cómo encandilar al público. Su discurso de ayer ante las cámaras volvió a demostrarlo. En esta crisis tiene que desempeñar el papel de mandatario duro, determinado a salvaguardar el honor de Estados Unidos, aunque es de suponer que estará buscando fórmulas que le permitan preservar al mismo tiempo su seguridad y la nuestra.

—O sea, salvar la cara sin jugarse el tipo —remató Fernando con un hábil juego de palabras.

Recordé la conversación mantenida la víspera con Paola y lo que me había revelado sobre las infidelidades del presidente y los intereses espurios que se movían en su entorno. Aquello encajaba con lo que decía Pedro y pintaba el retrato de un hombre un tanto escurridizo, de los que no son lo que parecen ni resultan por ende previsibles. Algo sumamente peligroso en una situación tan volátil como la que estamos viviendo.

Me guardé esa información y seguí escuchando, con la esperanza de oír algún argumento en el que fundamentar un optimismo que suele ser espontáneo en mí y que sin embargo no logro siquiera atisbar, ahora que tanta falta me hace.

Crouzier estaba contestando a Pedro:

—Kennedy estará buscando vías de negociación, de eso no hay duda, pero hace muy bien en mantenerse firme y no ceder a un chantaje en el que tendría todas las de perder. Por algo dijo Kruschev aquello de «Berlín son los testículos de Occidente; cada vez que quiero que Occidente chille doy un apretón a Berlín».

—Y vaya si lo ha hecho —comentó el embajador.

—Desde entonces ha estado apretando y apretando sin descanso, aunque afortunadamente se ha dado de bruces con la determinación norteamericana a no dejar caer ese símbolo de la resistencia democrática. Esperemos que en esta ocasión, con mayor motivo, la Casa Blanca se mantenga inamovible. Este apretón es mucho más fuerte, lo que significa que la respuesta que reciba desde Washington ha de ser también más elevada —concluyó Crouzier.

El representante nipón se había sumido en el silencio mientras daba cuenta de la exigua ración de pescado que se había servido. Fernando, que siempre ha contemplado a Kennedy con auténtica fascinación, apuntó:

—Tengo para mí que el líder soviético menosprecia el valor y la consistencia de su homólogo americano, acaso engañado por el error de principiante que cometió este en Bahía de Cochinos.

—También lo hizo durante cierto tiempo De Gaulle —convino el francés—, aunque creo que cambió de opinión a raíz de la entrevista personal mantenida con él en París el año pasado en verano, cuando el presidente Kennedy viajó a Europa para asistir a la Cumbre de Viena. No fue irrelevante a esos efectos el papel desempeñado por su esposa, Jackie, quien deslumbró a mis compatriotas con su elegante ingenio. Es bien sabido que ningún francés escapa a los encantos de una bella mujer.

Hizo una breve pausa para dedicar un gesto galante a las señoras sentadas a la mesa, consistente en esbozar un brindis en nuestro honor, e inmediatamente retomó la palabra.

—En todo caso esta es la prueba de fuego en la que nuestro flamante inquilino de la Casa Blanca tendrá que demostrar de qué material está hecho. Él mismo salió pesaroso de esa cumbre con su homólogo soviético, convencido de haber perdido el combate a los puntos al no conseguir que Kruschev lo percibiera como un rival digno de ser temido. Se lo confesó a varios periodistas, a quienes aseguró, no obstante, que tarde o temprano el ruso tomaría conciencia de su error. Ahora ha llegado la hora de la verdad.

—Esperemos vivir para contarlo —terció el japonés con fatalismo—. Yo confieso no compartir la confianza de mi apreciado colega Crouzier en el poder disuasorio de las armas, acaso porque en mis muchos años de vida nunca he visto que un gobernante engrosara el arsenal de su país con el fin de acabar destruyéndolo. Antes al contrario, lo que he podido comprobar, a un precio altísimo, es que a mayor acumulación de armamento, mayor devastación en la guerra subsiguiente. A las pruebas me remito.

—Quiero llamar nuevamente su atención —le fulminó con la mirada Crouzier— sobre el hecho de que una guerra nuclear sería definitiva, terminal para la humanidad.

—Por mi parte —prosiguió Nemura sin achantarse—, tengo más fe en la influencia benéfica del progreso compartido y los lazos comerciales que en la estrategia del miedo.

—Esa es también la visión y la política del gobierno sueco —apuntó el embajador español, en funciones de árbitro.

—La neutralidad no es una opción viable para una gran nación como Estados Unidos o Francia —replicó el representante galo, subrayando con el tono de su voz que estaba diciendo algo a su juicio obvio—. Puede ser una postura comprensible en un país pequeño y vulnerable como este, que se ha mantenido al margen de las dos guerras mundiales y tiene una ya larga tradición pacifista, pero en ningún caso marcar la pauta de las potencias que rigen los destinos del mundo.

José rellenó las copas de tinto, Vega Sicilia del 59, mientras la doncella empezaba a servir un pavo trufado, adornado con gelatina y huevo hilado, cuya compleja elaboración justificaba el considerable retraso sufrido por la cena.

La señora de Crouzier alabó la presentación del plato, como había hecho con la mantelería, subrayando lo afortunada que era María Luisa al disponer de una cocinera capaz de componer esa obra maestra. Ella contestó ponderando las virtudes de Roberta, la autora de la maravilla culinaria. Fernando encontró pie para echar una flor a Jacinta y subrayar la alta calidad de la gastronomía española, con la intención, estoy segura, de mortificar al francés, dado que la rivalidad entre ellos dos se hacía más patente cada minuto que pasaba. En cuanto a mí, cambié las tornas con mi marido y aproveché la mención de Suecia y su política pacifista para plantear una cuestión que me ronda por la cabeza desde que empezó esta pesadilla.

—Si se cumplieran los peores pronósticos y estallara la guerra, ¿estaríamos más seguros aquí que en Francia o en España?

No había dirigido mi pregunta a nadie en particular, pero monsieur Crouzier se dio por aludido y se apresuró a responder con una lección magistral sobre la política exterior del país en el que estamos. Nada que me pillara de nuevas, considerando el tiempo que llevamos ya aquí, aunque sí un resumen bien expuesto de la postura de Estocolmo ante el fantasma de la guerra que se cierne sobre nosotros.

Desde el comienzo de la Guerra Fría los sucesivos gobiernos suecos han mostrado mucho interés en subrayar su independencia con respecto a cualquiera de los dos bloques, hasta el punto de rechazar categóricamente incorporarse a la Alianza Atlántica. Ellos prefieren apostar por la cooperación internacional como herramienta para la paz, ya que los suecos creen sincera y mayoritariamente que esta política de neutralidad refleja el carácter idealista y humanitario de su pueblo.

Dicho esto, en opinión de Crouzier, compartida por la mayoría de los comensales, en caso de que estallara un conflicto de proporciones apocalípticas no habría lugar para la ambigüedad ni las equidistancias. El ejército soviético avanzaría sobre esta nación prácticamente desguarnecida y aplastaría en cuestión de horas sus endebles defensas.

—Yo no menospreciaría de forma tan categórica el valor de la cooperación económica —matizó el japonés—. Mi país se vio obligado a entrar en guerra con Estados Unidos en gran medida porque desde Washington se le cerraron las vías de suministro de materias primas esenciales, como el petróleo, y se impusieron aranceles abusivos a los productos con los que comerciaba.

—Pretextos —musitó el francés.

—Japón necesitaba un imperio al que vender su creciente producción industrial —prosiguió Nemura, sin darse por enterado—, exactamente igual que las potencias occidentales. El hambre empuja a los hombres a la violencia tanto como los intercambios comerciales y culturales les llevan a cimentar la paz.

—Me temo, señor embajador, que la Historia no se explica de manera tan sencilla —arguyó Fernando—. Y estoy de acuerdo con nuestro amigo francés. Suecia fue neutral, aunque ligeramente progermana, mientras Alemania iba ganando la guerra, del mismo modo que ahora es neutral, aunque ligeramente prosoviética, habida cuenta de su proximidad con la URSS. Se trata de sobrevivir.

—La economía no lo es todo —le apoyó Pedro—. La fe, los principios, las ideologías mueven montañas. Y los países débiles no siempre son tan libres ni tan soberanos como quisieran o aparentan ser —añadió con cierta ambigüedad.

—En todo caso —retomó su discurso Crouzier—, respondiendo a la pregunta de María, yo diría que probablemente aquí no exista un riesgo elevado de sufrir ataques con misiles, ya sean soviéticos o norteamericanos.

Iba a respirar aliviada, cuando mi marido se encargó de aguar la fiesta.

—Suecia ha invertido ingentes cantidades de fondos en programas humanitarios y de cooperación al desarrollo, además de financiar generosamente las Naciones Unidas, pese a lo cual no estaría libre de peligro. Nadie lo estaría, me temo. Si ocurre lo peor no habrá país en el que esconderse.

—Pero si no —adujo Nemura—, el tiempo demostrará que la intuición sueca es correcta y que la ayuda a los más desfavorecidos, unida a planes de desarrollo que abran nuevos mercados, contribuye a la seguridad colectiva con una eficacia muy superior a la de cualquier arma.

El representante galo iba a decir algo seguramente desagradable para el nipón, cuando su mujer se le adelantó adoptando un tono conciliador.

—Ojalá esté usted en lo cierto, señor embajador. Todos saldríamos ganando.

Habíamos dado buena cuenta del postre, una deliciosa tarta capuchina acompañada de diminutos merengues, y llegaba la hora del brindis. De haber seguido estrictamente la costumbre sueca, no habríamos debido probar licor alguno antes de proceder a esa formalidad. Ellos son extremadamente puntillosos con el protocolo de la bebida, tal vez porque aquí constituye, por su elevado precio, un bien de lujo. Técnicamente, sin embargo, estábamos en territorio español, lo que llevó al embajador a unir las tradiciones de ambos países al brindar.

Puesto en pie, como manda el ceremonial local, miró a los ojos de su señora, sentada frente a él, después bajó la copa a la altura del tercer botón de su esmoquin, y finalmente la alzó de nuevo, al estilo de España, antes de exclamar:

—¡Por la paz!

—¡Por la paz! —respondimos al unísono.

Nadie la anhela más que yo.

Eran ya cerca de las doce cuando los dos matrimonios extranjeros se despidieron, visiblemente cansados. En Estocolmo a esas horas todo el mundo llevaba mucho tiempo durmiendo, excepto nosotros, hijos de un pueblo aficionado a disfrutar de la noche. De ahí que Pedro nos ofreciera tomar un último trago más tranquilo, de whisky, y que Fernando aceptara la invitación sin vacilar.

—Una cena interesante, embajador —comentó, confortablemente instalado en un sofá del salón, mientras saboreaba el Johnnie Walker con hielo que José acababa de servirle.

—¡No, no, no! —le paró los pies María Luisa—. Nada de seguir hablando de política. Me niego. ¿No habéis tenido suficiente?

—Propón tú entonces otro tema de conversación —la retó su marido.

—Muy bien. Allá va. No me digáis que no habéis oído el caso de ese compañero vuestro, destinado en una embajada hispanoamericana, que hace unos días sufrió un accidente de coche cuando viajaba con su amante. Me han telefoneado por conferencia dos amigas para contármelo. ¡No se habla de otra cosa en Madrid!

—Algún rumor me ha llegado, sí —asintió Fernando—. Al parecer acabaron los dos heridos, en el hospital, donde fueron registrados como marido y mujer hasta que el papeleo de rigor aclaró el equívoco.

—La mujer, la legítima quiero decir, está destrozada. —María Luisa disfrutaba desmenuzando el cotilleo—. ¡Imaginaos! Te llaman de un hospital a trescientos kilómetros para decirte que tu marido está ingresado, llegas lo más rápido que puedes preguntándote qué haría él en esa ciudad, cuando se suponía que estaba en una reunión muy lejos de allí, y te lo encuentras compartiendo habitación con otra mujer. ¡Como para caerse muerta!

—Bueno, ni es el primer caso ni será el último —apuntó Pedro, pragmático—. La fatalidad es ese accidente, que ha convertido el asunto en un escándalo público. Menos mal que tal como están las cosas, con una amenaza de guerra pendiendo sobre nuestras cabezas, este incidente pasará prácticamente desapercibido en el ministerio. Nuestro imprudente compañero ha tenido suerte en lo profesional, aunque parece que físicamente ha quedado bastante mal parado.

La habría tenido en cualquier caso, pensé yo para mis adentros. En un trance semejante, lo sabe cualquier esposa, la más perjudicada es la mujer. Ellos siempre se las arreglan para salir airosos.

Hubiera querido despedirme, llegar a casa y plantearle a Fernando el asunto de los chicos, pero en lugar de decirlo abiertamente, di un sorbo a mi whisky aguado y comenté:

—Dicen que la pobre se ha ido a Madrid con sus hijos, ¿no? ¡Qué vergüenza! No se atreverá ni a pisar la calle sabiendo que todo el mundo sabe…

—Así es —convino María Luisa—. Pero supongo que su alejamiento será sólo temporal, hasta que se olvide lo ocurrido. ¿Qué va a hacer ella sola con sus hijos en España? Hay algo mucho peor que ser una esposa engañada y es ser una mujer separada. Esa sí que sería una vergüenza, y más perteneciendo a una familia conocida de Bilbao, de las de toda la vida. Su lugar está junto a su marido. Ya harán las paces.

—Pues claro que las harán —concluyó Pedro.

Animado por alcohol, el embajador nos propuso tomar otro whisky y pidió a su mujer que pusiera algo de música. Añadió que estaba seguro de que el espíritu del príncipe Carlos, que seguía habitando el que fuera su palacio, ansiaba tanto como él escuchar unos boleros…

El mayordomo sirvió otra ronda. Fernando aplaudió la sugerencia festiva y María Luisa sacó un tocadiscos de un mueble situado junto al bar y me pidió consejo. A esas alturas todos estábamos ya algo más animados de la cuenta. Pedro había hablado de boleros, pero vi un disco que me vuelve loca y se me ocurrió decir:

—Embajador, ¿me permites dedicarle antes una canción a Fernando?

—¡Pero qué suerte tienes, condenado! —exclamó nuestro anfitrión, dirigiendo un guiño cómplice a su ministro consejero—. Tu mujer es tan guapa al menos como la más guapa de las suecas, divertida, animada, siempre dispuesta a seguirte y madre de tus cuatro hijos. Había que ver cómo la miraba el francés… Y para colmo, esto. ¿Cómo lo haces, bandido?

Me puse roja como un tomate.

Fernando se hinchó de orgullo.

Sonaron los primeros compases de un vals peruano, interpretado a la guitarra por Los Panchos, y sentí cómo el salón se llenaba de jazmines.

La voz de María Dolores Pradera me transportó de golpe a Cuzco.

Vamos amarraditos los dos

espumas y terciopelo,

yo con un recrujir de almidón

y tú serio y altanero.

La gente nos mira

con envidia por la calle,

murmuran los vecinos,

los amigos y el alcalde…

Fernando y yo bailábamos esa danza amarraditos, con el donaire que nos dan tantos años gozando el uno del otro y aprendiendo juntos a ordenar los pasos. Él zapateaba al compás de la música, elegantemente erguido, agitando, como manda el vals peruano, el pañuelo que había extraído del bolsillo superior de su chaqueta. Yo me contoneaba coqueta a su alrededor, las manos en las caderas, interpretando un ritual de seducción tan armonioso como alegre. Por un embrujo de mi imaginación ya no estábamos en Estocolmo sino en Cuzco, la ciudad mágica que recorrimos, mano a mano, en julio de 1957.

Dicen que no se estila ya más

ni mi peinetón ni mi pasador,

dicen que no se estila no no

ni mi medallón ni tu cinturón.

Yo sé que se estilan

tus ojazos y mi orgullo,

cuando voy de tu brazo

por el sol y sin apuro.

Del brazo habíamos paseado Cuzco, recién resurgida de sus cenizas, tras un viaje agotador que nos hizo recorrer los más de mil kilómetros que separan la capital peruana de la antigua urbe de oro construida por los incas, a bordo del Plymouth descapotable, color azul claro, adquirido en Cuba y embarcado desde allí hasta Lima a bordo de un carguero panameño.

¡Qué odisea! Cuando miro hacia atrás y lo pienso todavía me estremezco ante lo que habría podido ocurrir.

Siete años antes, en 1950, el país, y en particular esa región andina, habían sido sacudidos por un terremoto devastador que causó gravísimos daños en la ciudad que eleva, a más de cuatro mil metros de altura sobre el nivel del mar, sus hermosos edificios coloniales construidos sobre sillares de piedra negra pulcramente tallados por el pueblo de Atahualpa. Un desastre cuya magnitud sólo podía vislumbrar quien hubiera conocido previamente la belleza destruida por la sacudida.

España, a través de la misión de ayuda para la reconstrucción de Cuzco, se convirtió entonces en uno de los principales donantes de fondos destinados a reparar los edificios dañados por el seísmo, empresa a la que asignó cuantiosos recursos a pesar de no andar precisamente sobrada de divisas. Únicamente la rica Argentina igualó entonces la contribución española a las labores de rehabilitación, dirigidas por la Unesco. La «Madre Patria» no daba la espalda a la que había sido en el pasado la más lucrativa de sus colonias, pero, lógicamente, el gobierno de Madrid quería saber si el esfuerzo realizado había merecido la pena.

A principios de julio, el equivalente austral del mes de enero en el hemisferio norte, el embajador ordenó a Fernando que se trasladara a Cuzco con el fin de elaborar un informe detallado sobre el empleo dado in situ a la ayuda de nuestro país. Él aceptó entusiasmado, porque siempre le ha interesado la Historia tanto como los viajes, y la misión que se le encomendaba aunaba ambas pasiones en una.

—Vente conmigo —me pidió esa tarde, al regresar a casa, después de contarme por encima lo que se traía entre manos.

—¿A Cuzco? ¡Qué disparate! Si ni siquiera hay carreteras dignas de ese nombre que lleguen hasta allí. Además, están los niños…

—Los niños pueden quedarse con sus niñeras. Ignacio ya tiene dos años, no te necesita las veinticuatro horas. Pepita puede hacerse cargo de los tres perfectamente con la ayuda de los criados locales. Tenemos cuatro, además de ella, que nos trajimos de Navarra precisamente por lo resuelta y eficaz que es. No creo que pase nada porque faltes unos días de casa. Ambos nos merecemos unas vacaciones.

—¿Y si ocurre cualquier accidente?

Mi preocupación era sincera. Perú dista mucho de ser Suecia, no dispone de los mismos recursos. Tres criaturas de dos, tres y cuatro años me parecían tremendamente vulnerables ante cualquier imprevisto y nunca me había separado de ellos. Me cuesta un triunfo hacerlo hoy, que ya se valen en buena medida por sí mismos, ni que decir tiene lo que me parecía la mera posibilidad de dejarlos en manos de extraños, a las edades que tenían entonces. Fernando, sin embargo, no parecía dispuesto a renunciar a su idea y siguió insistiendo:

—Si sucede algo malo los embajadores estarán a la altura de las circunstancias y resolverán al menos tan bien como lo haríamos nosotros, te lo aseguro. ¡Venga, María, anímate! Será la luna de miel que no tuvimos en su momento porque debía incorporarme urgentemente a mi puesto en La Habana. Tú y yo solos. Lo pasaremos fenomenal, te lo prometo…

Me dejé convencer. ¿Qué otra cosa podía hacer? Lo deseaba con toda mi alma.

El día de nuestra partida estuve a punto de echarme atrás. Me sentía terriblemente culpable por alejarme de mis hijos, que me miraban fijamente, sobre todo Miguel, con ojos tan llenos de incredulidad como acusadores. Tampoco veía con claridad la viabilidad de un viaje repleto de riesgo, que transcurriría a menudo por pistas de tierra plagadas de obstáculos imprevisibles. Mi marido, en cambio, no parecía albergar el menor temor.

—El coche es americano; un auténtico tanque a prueba de baches. Yo soy un gran conductor. Llevamos dos neumáticos de recambio, una correa de ventilador, un bidón de gasolina y un mapa detallado de las estaciones de servicio que hay entre Lima y Cuzco. ¿Qué más necesitamos?

Pese a la fanfarronería inherente a su naturaleza, él estaba en lo cierto y mis temores, a la postre, demostraron ser infundados. Aquella fue una auténtica aventura que no olvidaré, que no podría olvidar, que me hizo amarle aún más, si es que tal cosa era posible.

Salimos de casa al amanecer de un día brumoso, como son la inmensa mayoría de los días en esa gran urbe enemiga del cielo azul, fundada por los españoles con el fin de disponer de un puerto seguro en el virreinato más próspero de las Américas. Atravesamos el centro señorial de la ciudad en dirección este, cruzando la plaza José San Martín y pasando frente al gran hotel Bolívar, donde nos habíamos alojado a nuestra llegada mientras buscábamos una vivienda. Apenas encontramos tráfico. Pocos minutos después estábamos metidos en una carretera infernal, que serpenteaba a lo largo de cientos de kilómetros, entre cerros cubiertos de vegetación rala y barrancos profundos, trazando unas curvas endemoniadas.

Al cabo de dos horas ya estaba yo mareada, aunque me cuidé mucho de decírselo a Fernando. Nunca me ha gustado quejarme, de modo que me tragué las náuseas. Al menos habíamos dejado atrás la boina de nubes que cubre Lima y disfrutábamos de una luz hermosa, que pintaba de colores vivos el paisaje, aumentando de intensidad a medida que ascendíamos por las faldas de una cordillera que iba haciéndose, kilómetro a kilómetro, más y más impresionante en su grandiosidad.

Durante el día el sol abrasaba la piel y cegaba con su resplandor, aunque a la caída de la tarde la temperatura descendió bruscamente, forzándonos a poner la calefacción del coche al máximo. En cada parada que hicimos con el fin de estirar las piernas nos vimos obligados a vestir una nueva prenda de abrigo para combatir el frío creciente de la sierra. No podíamos imaginar que el clima pudiera sufrir semejante variación en una distancia relativamente tan corta.

La primera noche, agotados aunque felices, dormimos en una posada situada cerca de Ayacucho, que nos había recomendado nuestro chófer, Francisco, pariente del propietario. Nos dieron de cenar un sabroso ají de gallina con arroz y nos instalaron en la mejor habitación, que por supuesto no disponía de agua corriente ni de baño. Tuvimos que arreglarnos, para el aseo, con una jofaina que nos permitió lavarnos y la letrina del patio destinada al alivio de otras necesidades. La amabilidad de aquellas gentes logró, no obstante, que apenas notáramos la incomodidad. Se desvivieron por atendernos ofreciéndonos todo lo que tenían, mostrando una generosidad realmente conmovedora.

Partimos nuevamente al alba de un martes helado, sabiendo que aún nos quedaba más de la mitad del camino por recorrer y con la mejor disposición para gozarlo al máximo.

Eran días de luz y sonrisas.

A medida que nos adentrábamos en el corazón de los Andes el paisaje se fue haciendo más abrupto y empezamos a notar los síntomas del mal de altura, en cierta dificultad para respirar sumada a un dolor de cabeza persistente, que Fernando acusó más que yo. Una leve molestia ampliamente compensada por la belleza de las tierras que nos rodeaban y desde luego nada que una aspirina no fuera capaz de aliviar, una vez rechazada, con educación, la infusión de hojas de coca y muña, una hierba parecida a la menta, que nos ofreció amablemente el indio que atendía el chamizo en el que paramos a tomar un bocado, aprovechando que repostábamos gasolina. Preferí no preguntar qué clase de carne llevaba la brocheta que nos dio, porque sospecho que era corazón, no sé si de alpaca o de res. Lo cierto es que estaba buena.

Fernando ponía toda su atención en la conducción, que las condiciones de la carretera hacían muy difícil. En ese entorno de escarpaduras extremas, vueltas y revueltas, barrancos, riscos y angosturas, no era de extrañar que los incas nunca hubieran utilizado la rueda y ni siquiera la conocieran. ¿Para qué les habría servido? Les resultaría más sencillo transitar a pie, por estrechas calzadas construidas entre muros de piedra prácticamente verticales y precipicios insondables. Calzadas, vagamente parecidas a las romanas, que en algunos casos seguían siendo utilizadas como vía principal de comunicación, una vez ampliados sus márgenes con el fin de dar cabida a vehículos motorizados.

Por fortuna apenas circulaban coches, aunque en más de una ocasión tuvimos que dar marcha atrás durante varios cientos de metros hasta encontrar un trozo de arcén lo suficientemente amplio para aparcar unos momentos nuestro Plymouth y así permitir el paso de un camión, cargado hasta los topes de mineral, que ocupaba todo el ancho de la vía.

Entre maniobra y maniobra, eso sí, Fernando se las arreglaba para contarme, con tanto conocimiento como fascinación, episodios de la rapidísima conquista protagonizada por un puñado de españoles al mando de Francisco Pizarro, cuyos restos descansan en una sencilla capilla, situada a la entrada de la catedral de Lima, que visitamos a los pocos días de llegar allí.

Se le veía gozar tanto recorriendo los mismos escenarios que el conquistador extremeño, y rememorando sus hazañas, que lo dejé hablar sin interrumpirlo una sola vez. No recuerdo bien los detalles de esa historia, aunque se me quedaron grabadas las cifras: ciento ochenta soldados y treinta caballos, contra toda la fuerza del imperio inca aliado a una naturaleza implacable. Fernando acertaba al calificarlos de superhombres.

—Iban vestidos de hierro con el abrelatas en la mano —decía cada dos por tres, riéndose, no tanto de su propia ocurrencia como de haber tenido que explicarme a qué se refería con esa imagen.

La capital de Perú no es ni mucho menos Madrid o La Habana, pero comparada con los pueblos dispersos que veíamos a través de las ventanillas parecía una inmensa urbe. Una urbe que ni él ni yo extrañábamos en absoluto. En medio de ese páramo, perdidos en la inmensidad del altiplano helado, entre terrazas arrancadas a la montaña con el fin de plantar cultivos, rocas negras y picos nevados que parecían besar el cielo intensamente azul, fuimos felices.

Ninguna guerra amenazaba a nuestros hijos, el futuro resplandecía tanto como la luz andina y a Fernando le bastaba con mirarme a mí.

En el transcurso de aquel viaje aprendí algunas lecciones magistrales sobre la naturaleza humana, cuyas contradicciones nunca dejarán de sorprenderme. La pobreza de aquellas gentes resultaba desoladora, pese a lo cual casi todos sonreían y derrochaban generosidad, como si la Fortuna les hubiera compensado con un alma alegre la desgracia de nacer en un entorno despiadado. ¿De qué otro modo podría soportarse una suerte tan adversa?

Frente a sus casuchas de adobe, las mujeres, ataviadas con sus trajes típicos de vivos colores, que me recordaron mucho a los de ciertas regiones de España, cargaban a sus hijos a las espaldas, envueltos en chales de lana, mientras secaban patatas con el propósito de conservarlas igual que hacían sus bisabuelas indias: dejándolas helarse durante la noche, exponiéndolas al sol para descongelarlas, escurriendo el agua de su interior, y reiniciando el proceso a lo largo de varios días, hasta obtener una especie de polvo de tubérculo deshidratado, que alimentaría a la comunidad en tiempos de escasez.

Las patatas, igual que el maíz, habían sustentando a sus antepasados desde tiempos inmemoriales y su inagotable variedad constituía un motivo de orgullo para esas gentes, que las consideraban algo casi sagrado. Fernando me explicó que también libraron del hambre a muchas generaciones de europeos, una vez que fueron traídas al viejo mundo por los españoles. Nunca me había parado a pensarlo. Para nosotros, patatas y maíz son productos corrientes. En Perú no es que sean apreciados, es que son venerados como alimentos de los dioses cuyas técnicas de cultivo alcanzan el rango de patrimonio nacional.

Si moraban criollos por aquellos pagos estarían en sus estancias del campo o en sus mansiones de Cuzco. Todo lo que vimos nosotros fueron indios y mestizos, que se nos quedaban mirando, sorprendidos, como si jamás hubiesen visto personas tan blancas. Mi cabello rubio y mis ojos azules llamaban especialmente su atención, hasta el punto de que algunas niñas se acercaron a tocarme, tímidamente, entre risas.

Una de esas chiquillas fue la que nos vendió unas pieles de vicuña increíblemente suave de las que me encapriché, pensando en mandar confeccionar algo con ellas. Fernando me hizo ese regalo y pagó, sin regatear, una cantidad que me pareció ridículamente barata, por más que a la pequeña se le iluminaran los ojos al ver dos billetes de cincuenta soles.

Cada vez que me voy a la cama y retiro la colcha que todavía hoy la cubre recuerdo a esa niña de ojos rasgados y mejillas cruelmente cuarteadas por el frío y el sol inmisericorde de los Andes. La veo ante mí, ofreciéndonos sus pieles en lengua quechua, con una dignidad y una alegría tan genuinas como ajenas al contexto de miseria en el que vivía.

Todo el oro de Perú, me dije en más de una ocasión a lo largo del camino, toda la plata de Potosí, debían de haber ido a parar a España, o bien a Lima o Cuzco. Por donde pasamos no vimos ni rastro de esa riqueza mítica. Sólo picos de nieves perpetuas, hierba rala, sembrados incrustados en las rocas y gentes laboriosas empeñadas en sobrevivir en esa tierra negra tan hermosa como hostil.

A medida que nos aproximábamos a nuestro punto de destino, bajando del altiplano a valles más abiertos, recorridos por ríos caudalosos a pesar de ser el invierno la estación seca, los campos fueron reverdeciendo y empezamos a ver árboles. Estábamos sucios, agotados y desesperados por descansar en una cama, pero habíamos llegado sanos y salvos, sin más incidentes que un reventón resuelto rápidamente con un cambio de neumático.

Fernando, que no peca precisamente de humilde, dice la verdad cuando se define como un gran conductor. Lo cierto es que siempre lo ha sido. De ahí que yo no haya necesitado nunca imponerme la tarea de aprender. ¿Para qué, si él se basta y se sobra?

Cuzco apareció ante nosotros por sorpresa, a la vuelta de un recodo, como si se hubiera propuesto dejarnos sin aliento.

Lo consiguió.

Detuvimos el coche unos minutos en lo alto de una colina, a fin de contemplar el espectáculo que se desplegaba a nuestros pies, y descubrimos un conjunto armonioso de edificios techados de teja roja, perfectamente ordenados siguiendo el trazado típico de las ciudades fundadas por los españoles en el continente americano. Aquello superaba nuestras expectativas, máxime considerando que temíamos llegar a una urbe devastada por un terremoto.

No hay seísmo capaz de destruir tanta belleza.

Dicen las crónicas de Garcilaso de la Vega, seguramente adornadas de leyenda, que en tiempos de los incas buena parte de las construcciones de su capital estaban recubiertas de paneles de oro, plata y piedras preciosas. Oro, plata y piedras preciosas que fueron arrancados de templos y altares sagrados con el fin de pagar el oneroso rescate exigido por Pizarro a cambio de la vida del rey inca Atahualpa.

Si realmente era así, sería una ciudad hermosa, aunque no mucho más hermosa de la Cuzco que descubrimos Fernando y yo aquel 16 de julio de 1957, a primera hora de la tarde, bajando despacio por sus calles estrechas de camino al hotel en el que nos alojamos. Un establecimiento muy digno, situado a dos pasos de la catedral, que alzaba su imponente figura exhibiendo con orgullo lo mejor de nuestra arquitectura colonial.

Para entonces las obras de reconstrucción estaban prácticamente terminadas, con resultados notables a juzgar por lo que saltaba a la vista.

La Plaza de Armas, epicentro de la villa duramente golpeada por el terremoto, me dejó literalmente con la boca abierta. Me esperaba poco más que un cúmulo de ruinas y en su lugar me encontré una preciosa plaza porticada, que habría dado cabida a dos o tres Puertas del Sol. Un espacio abierto, soleado, rodeado de mansiones señoriales, muchas de ellas levantadas sobre los imponentes cimientos de piedra negra tallada por los incas para edificar sus templos, pulcramente encaladas y presididas por balcones labrados con esmero en madera de cedro.

Viniendo de La Habana y habiendo visitado Santiago de Cuba y Trinidad, era difícil dejarse impresionar por el paisaje urbano. Aun así, confieso que me sobrecogió.

Cuzco no desmerecía en absoluto cualquier ciudad de la Perla del Caribe y había sido objeto de una esmerada labor de reconstrucción. España, era evidente, podía jactarse de no haber desaprovechado sus recursos ni entonces ni a lo largo de los siglos pasados. Su huella era claramente visible en cada callejuela angosta, en cada portalón de acceso a una modesta vivienda, un palacete colonial o un convento. Su legado vivía en cada una de las casi treinta iglesias locales que daban testimonio del arraigo de la fe católica traída por los frailes que acompañaron a los conquistadores. Su lengua era la que hablaban los cuzqueños.

Dediqué el resto de esa tarde a deshacer el poco equipaje que llevábamos y darme un baño interminable en una bañera con patas que una muchacha de servicio rellenaba de cuando en cuando de agua calentada en la cocina. Fernando, mientras tanto, hacía una primera inspección ocular, armado de papel y pluma, después de haberse aseado y cambiado de ropa. Tenía prisa por cumplir con su deber y poder disfrutar de algunas horas de asueto antes de emprender el largo viaje de regreso.

El hotel, situado en una antigua casona de la época hispana, construida, como todas, alrededor de un amplio patio ajardinado, era el más lujoso de los que habían sobrevivido intactos al seísmo. Nos dieron una habitación exterior, con una cama de matrimonio provista de dosel, que se abría a la plaza a través de uno de esos balcones, prodigio de ebanistería, tan característicos de la ciudad. Éramos los clientes más ilustres del establecimiento y como tales nos trataron, con enorme amabilidad totalmente exenta de servilismo.

Nunca he conocido a un peruano servil, lo cual agradezco en el alma. Tampoco a un cubano. Son pueblos orgullosos, como lo es el español. La pobreza no está reñida con la dignidad, que no precisa de adornos para hacerse notar. Si algo bueno hemos legado los españoles a nuestros hermanos de América es ese sentido del honor irrenunciable que nace de las entrañas. Esa honra.

Tras su periplo de reconocimiento, Fernando regresó a la hora de cenar entusiasmado.

—¡Mañana tienes que venir conmigo! —Se le veía feliz y excitado—. Todo lo que te cuente se queda corto. A primera hora iré a ver al alcalde y luego nos recibirá la abadesa del convento de Santa Catalina, que reabrió sus puertas hace poco más de un año. Está muy satisfecha con el trabajo que se ha realizado allí y quiere enseñárnoslo.

—¿Después podremos dar una vuelta tú y yo tranquilos? —pregunté, sin muchas esperanzas de conseguirlo.

—Toda la tarde para nosotros. Te lo prometo. —Me besó, caballeroso, la mano.

Cenamos, frente a una chimenea encendida, sopa de verduras, trucha a la plancha con ensalada de aguacate, que ellos llaman palta, y pastel de boniato, acompañados de cerveza él y agua yo. Nunca me ha gustado la cerveza y ellos no tenían vino.

Nos sirvieron un licor dulzón, cuyo nombre no recuerdo, que sorbimos lentamente viendo bailar las llamas. Fernando me habló de sus sueños, que por aquel entonces no conocían límites. Se mostró agradecido porque le hubiera acompañado y feliz de disfrutar de unos días de intimidad conmigo, lejos de los niños.

—En los últimos cinco años te he visto embarazada o criando. —Su tono era jovial, aunque creí percibir la sombra de un reproche en sus palabras. Sin darme tiempo a reaccionar, añadió—: ¡Cuánto echaba de menos a la preciosa mujer con la que me casé!

Esa noche concebimos a Lucía, sin prisas ni temores, entre sábanas de hilo almidonadas de pasión. Todavía hoy me estremezco con sólo recordar esas caricias sabias explorando territorios prohibidos, el sonido de su voz susurrándome al oído galanterías subidas de tono, los contornos de su cuerpo encendido por el deseo, el ardor de sus embestidas. Fuego en la piel.

Hacía tanto tiempo que no me sentía libre…

Fernando había puesto el dedo en la llaga. Desde que me quedé embarazada de Miguel, al poco de casarnos, había encadenado una preñez con otra, sin más intervalo que el tiempo destinado a la crianza. Esa circunstancia no me impidió exprimir todo el zumo de la vida social que ofrecía La Habana, a la que no estaba dispuesta a renunciar, pero casi acaba conmigo. Por mucha ayuda que tuviera, por más que una niñera me llevara a los niños al dormitorio a la hora de amamantarlos, dejándome dormir entre toma y toma, tres hijos me habían dejado exhausta.

Cuando le dije a mi marido que había llegado la hora de poner cuidado en lo que hacíamos y seguir el método Ogino, se mostró de acuerdo. Claro que en el momento de aplicarlo, más de una noche y más de dos tuve que enfadarme con él y detener sus avances amorosos. En aquel hotel de Cuzco no encontré la fuerza de hacerlo. No supe y no quise esconderme tras el velo del pudor. Me olvidé de la prudencia y hasta del pecado. Dejé que la sensualidad del lugar se apoderara de mi cuerpo y lo poseyera. Sabía a lo que me arriesgaba y lo acepté.

Nunca me he arrepentido.

La mañana siguiente madrugó para acudir a su cita en el ayuntamiento. Yo me reuní con él a eso de las once y dimos un corto paseo hasta el convento de Santa Catalina, edificado sobre los cimientos de la que fuera, en tiempos incaicos, la Casa de las Escogidas; es decir, el lugar al que eran conducidas las doncellas traídas de todos los rincones del imperio para ser sacrificadas a los dioses.

Por el camino, Fernando me contó cómo eran seleccionadas esas vírgenes, de entre las más hermosas del vasto territorio dominado por los incas, y cómo transcurría su infancia en esa jaula dorada, colmadas de caprichos, antes de ver cumplido su siniestro destino al llegar a la pubertad. El relato me dejó horrorizada.

¿Sacrificios humanos en pleno siglo XV?

—Cada pueblo tiene su contexto cultural y su circunstancia. —Fernando trataba de explicar lo que desde mi punto de vista resultaba inexplicable.

—Ningún dios digno de ese nombre puede querer ver derramada la sangre de seres humanos.

—Te recuerdo que el dios de Abraham le pidió que sacrificara a su hijo Isaac en un altar de piedra. —Se había levantado, como de costumbre, con ánimo polemista.

—¡No empecemos! Sabes mejor que yo cómo acaba ese episodio… y no tengo ganas de discutir.

—Yo tampoco. —Me dio un beso en la mejilla.

Fuimos cogidos del brazo, mi mano izquierda en su derecha, hasta el portón de cedro labrado que cerraba la clausura de las hermanas dominicas de Santa Catalina. Aquí y allá, se veían cuadrillas de hombres trabajando en obras de reparación, sin otra maquinaria que sus manos. Ni grúas, ni excavadoras: fuerza y tesón, hasta límites de extenuación, a semejanza de sus antepasados.

Claro que en ese momento yo iba más pendiente de nosotros dos que de lo que nos rodeaba. Fernando llevaba un príncipe de gales hecho a medida en Cardenal, la célebre sastrería bilbaína de cuya sucursal en el madrileño paseo de Pintor Rosales es cliente asiduo. Se lo habían planchado en el hotel esa misma mañana, a fin de que el pantalón tuviera la raya marcada como a él le gusta. Haciendo juego con el traje lucía una corbata de seda oscura, zapatos bicolor tipo spectator, perfectamente lustrados, y un elegante sombrero de jipijapa panameño destinado a protegerle del sol, peligroso en esa latitud ecuatorial. Yo me había puesto un sencillo conjunto de chaqueta azul marino, falda recta por debajo de la rodilla y manga corta, combinado con un abrigo de lana fría. Los zapatos eran de tacón bajo, aptos para caminar por aquellas calles empedradas.

Creo que hacíamos realidad el verso de María Dolores Pradera: «La gente nos mira con envidia por la calle…».

Llamábamos la atención, no cabía duda.

Nos recibió la abadesa, madre María de la Concepción, en el amplio vestíbulo del convento, presidido por una arcada central de cinco vanos y columnas dobles de piedra oscura. El suelo era de losetas de barro cocido y el techo mostraba un artesonado de madera bellamente tallado, que milagrosamente había sobrevivido al terremoto casi intacto.

Tendría unos treinta años. Era mestiza, como la mayoría de sus hermanas, de pequeña estatura y rostro chato de color cobrizo. Iba ataviada con el hábito blanco de su orden, confeccionado en lana basta, rematado por una toca negra ceñida con un alfiler de plata. Nos ofreció un mate de coca, que rechazamos, aceptando en su lugar un vaso de chicha de maíz: un zumo espeso y dulzón que bebimos más por educación que por gusto.

Aunque las dominicas de Cuzco son monjas de clausura, sor María hizo una excepción por tratarse de dos españoles enviados por la Embajada. Nuestro gobierno había donado los fondos necesarios para devolver a la vida su hogar y ella mostraba su agradecimiento enseñándonos, con una mezcla de azoramiento y orgullo, la que desde hacía muchos años era su casa.

A mano izquierda, frente a la sala de labores en la que las hermanas dedicaban sus horas a coser, bordar o estudiar las sagradas escrituras, siguiendo el ejemplo de santa Catalina de Siena, se abría una escalera que conducía al piso superior, donde se encontraban el dormitorio de novicias y el refectorio.

—Estamos muy contentas —nos informó nuestra anfitriona en un español vacilante que, a juzgar por su acento, no había sido la lengua de su infancia—. Este año hemos recibido a siete nuevas hermanas que preparan el noviciado.

Justo en ese momento las chicas en cuestión estaban en el claustro, al que no tuvimos acceso, aunque sí pudimos ver sus diminutos cubículos, separados entre sí por una cortina de tela o un mamparo de madera, y provistos únicamente del correspondiente camastro acompañado de un sencillo arcón.

El refectorio, situado en una estancia adjunta, de techo abovedado recién pintado de blanco y vigas ennegrecidas por el humo de las velas, era igualmente austero: una mesa larga en forma de U, sin vestiduras, frente a la cual se alzaba un crucifijo de tamaño real del que colgaba un Cristo ensangrentado, exhibiendo sin pudor sus innumerables llagas, según el gusto un tanto macabro de la iconografía local.

Pasamos de largo hasta la sala contigua, adornada con imágenes más gratas.

—¿A quién representa ese cuadro? —pregunté, ya en la sala capitular que acogía sus reuniones, señalando una pintura de notable calidad que ocupaba toda la pared frontal de la habitación.

—Son Catalina de Siena, nuestra patrona, y santa Rosa de Lima, la primera santa de las Américas —respondió la abadesa sonriente—. Tratamos de imitar su ejemplo e inspirar nuestras vidas en las suyas.

Viéndola tan pequeñita, tan cohibida por la presencia de Fernando, tan humilde a pesar de su posición y responsabilidad, la monja me pareció una niña necesitada de protección. Tuve ganas de abrazarla, pero me contuve, sabiendo que el gesto la habría incomodado sobremanera.

Reanudamos la visita, entre explicaciones por su parte y gestos de aprobación de mi marido, hasta que regresamos al vestíbulo en el que habíamos empezado el recorrido.

A modo de despedida nos regaló una caja de pastas elaboradas por la repostera del convento, cuya reputación estaba sobradamente acreditada en la ciudad.

Me llevé el sabor de esos dulces grabado para siempre en el recuerdo.

Todavía no era la hora de almorzar, de modo que aprovechamos para deambular sin rumbo por esa Cuzco mágica salpicada de plazas porticadas, fuentes, jardines, coquetas ventanas provistas de celosías, balcones a cual más suntuoso y mansiones señoriales dignas del virrey de Perú.

En una calle en cuesta, que trepaba paralela a un muro de losas gigantescas levantado por el pueblo que construyó Machu Picchu sin conocer la rueda o la polea, se me fueron los ojos tras una pulsera expuesta en la estera colocada a ras de suelo que hacía las veces de escaparate.

Juraría que la oí pronunciar mi nombre. Fue un flechazo a primera vista.

Era una joya muy sencilla, de piedras semipreciosas talladas de manera rústica, engarzadas con hilo de oro. No sabría explicar qué fue lo que tanto me gustó, más allá de su colorido: azul, verde, rojo… Tengo las muñecas anchas y ese brazalete parecía fabricado expresamente para mí.

Me agaché para mirarlo más de cerca. La mujer que atendía el negocio, con su bebé a las espaldas, me animó a probármelo, lo que acabó de convencerme. No era tan barato como las pieles de vicuña, aunque tampoco resultaba especialmente caro al cambio. Se acercaba mi cumpleaños y sabía que Fernando estaba de un humor excelente.

—¿Me la regalas?

Ojalá dispusiera de mi propio dinero para no tener que pedirle a él todo lo que se me antoja. Es generoso y rara vez me niega algo, pero me gustaría, una vez en la vida, poder hacer un gasto cualquiera sin tener que contar con su aprobación.

—¿Cuánto vale? —preguntó él a la propietaria.

—Ciento ochenta soles.

—¡Vámonos! —Fingí escandalizarme por el precio.

—Díganme ustedes una cantidad —ofreció la mujer, acostumbrada a esa peculiar forma de hacer negocios.

—Cien como máximo —repuse, ante la mirada atónita de Fernando, quien nunca me había visto interpretar ese papel.

Cerramos la operación en ciento veinte y conseguí la pulsera, que llevo con mucha frecuencia. Sigue pareciéndome preciosa, además de evocar tiempos felices. La considero una especie de talismán.

A las pocas semanas de regresar a Lima supe que estaba nuevamente embarazada y que la criatura que esperaba no nacería en Perú. El ministerio enviaba a Fernando a México, en calidad de encargado de negocios.

—¿México? ¡Si España no tiene relaciones diplomáticas con ese país! ¿Qué vamos a hacer con tres niños y otro en camino en un lugar así?

—Confía en mí. Nos irá bien allí.

Tenía razón.

En México nació Lucía y allí hicimos amigos como Manuel y Consuelo, en cuya casa cenamos esta noche.

Lo pasamos bien durante año y medio. Salimos, bailamos, vimos crecer a nuestros hijos, aprendimos las costumbres mexicanas y disfrutamos de su sabrosa cocina, que Jacinta incorporó a su acervo, hasta que llegó la hora de volver a hacer las maletas, llenar baúles, decir adiós a los conocidos y cambiar el guardarropa, con el fin de venir a Estocolmo, donde sigo luciendo el brazalete de piedras semipreciosas y tapándome con la colcha de vicuña. Fernando, en cambio, ya no necesita su sombrero de jipijapa. Lo ha cambiado por uno de astracán, de estilo ruso.

Ayer llegamos a casa a altas horas y con más de una copa en el cuerpo. Sólo porque, como ya he dicho, es un gran conductor, pudo Fernando traer el coche hasta aquí sin perder el control, habida cuenta de que nada más poner pie en la habitación se despojó de la ropa a duras penas y cayó desmayado en la cama. Ni él tuvo fuerzas para darme las buenas noches ni yo para hablarle de Miguel e Ignacio.

Me desnudé, colgué mi ropa, que mañana planchará Oliva, e hice lo propio con el esmoquin que él había dejado tirado. No puedo ver cosas en el suelo, es superior a mí.

El traje de diario, que se había quitado apresuradamente al volver de la oficina, estaba arrugándose sobre una silla, por lo que cogí la chaqueta con el propósito de colocarla en el galán.

Entonces lo vi.

Era un papel doblado que se había caído del bolsillo interior. ¿Por qué razón lo abrí? Nunca lo sabré. ¡Ojalá no lo hubiese hecho! Pero lo abrí y vi su caligrafía inconfundible, afilada, trazada con el esmero que pone él en lo que le interesa.

Había anotado:

Inger

25/10/12.30

Karlavägen, 3 – 5.º, izq.

¿Quién es Inger? ¿Para qué debe visitarla mañana? ¿Me engaña con ella? ¿Es esa mujer la razón de que últimamente pase tan poco tiempo en casa y rara vez le pille en la Embajada cuando le llamo?

He pasado la noche dando vueltas y más vueltas de un lado a otro de la cama sin pegar ojo. Es curioso cómo durante unas horas me he olvidado por completo de la guerra y hasta de mis hijos, obsesionada como estaba con esa cita. Parece mentira que las preocupaciones puedan subir y bajar de intensidad con tanta rapidez. Eso debería llevarnos a relativizarlas, aunque yo nunca he sabido hacerlo. A lo más que llego es a disimular bien.

Cuando se ha ido Fernando, a eso de las diez, he fingido estar dormida. No podía mirarle a la cara.

Mañana yo también acudiré a esa cita. Está decidido. Tal vez se trate de un asunto consular sin mayor trascendencia. ¡Ojalá! Es posible que vea gigantes donde sólo hay molinos de viento. Debería preguntarle abiertamente, lo sé, pero prefiero ir a comprobar con mis propios ojos de qué se trata. Hasta entonces, paciencia.

Basta de escribir por hoy. Necesito una buena siesta. Nuestra vida es como el Titanic: por muchos icebergs que haya en el mar, por más agua que entre en el barco, la banda sigue tocando.

Esta noche cenamos en casa de los Chávez, Consuelo y Manuel, que ahora están aquí, destinados en su Embajada. Quieren presentarnos, precisamente, a un exiliado cubano. Un músico recién llegado llamado Bebo Valdés.