Madrid, miércoles, 19 de octubre de 2011
Lucía imaginó a su madre, ya arreglada para salir, plantada ante el espejo de cuerpo entero que tenía en su dormitorio. Hacía un gesto muy suyo, entre tímido y coqueto, consistente en echar un pie hacia atrás, ponerse de lado y mirarse de perfil, a fin de comprobar el resultado final de la compleja operación que acababa de llevar a cabo.
Era una estampa tan profundamente grabada en su memoria, que no tuvo que esforzarse en evocarla.
La vio tal como era, mucho más alta de lo habitual en una mujer de su época, estilizada, rubia, poderosa, con unos ojos azules cuyo brillo desprendía luz, rasgos marcados, propios de su origen vasco, piel clara, sonrisa tierna, gusto por lo discreto, elegancia natural.
Cuántas noches, siendo niña, la había contemplado, embelesada, mientras se maquillaba despacio, aplicándose primero crema Airam-Asiul, «para un cutis más terso y fresco», luego unos polvos anaranjados que a Lucía la hacían estornudar, después sombra en los párpados de un color similar al de sus pupilas y, por último, carmín de labios. Cuántas horas había pasado observando cómo se ponía las medias de seda fina, despacio, cuidando de no rasgarlas con sus afiladas uñas pintadas de rojo; cómo accionaba hábilmente los cierres del liguero que la pequeña observadora era incapaz de abrir; cómo, ya en combinación, seleccionaba varias prendas en su armario y se probaba un vestido tras otro, hasta escoger el más adecuado para la ocasión, combinándolo con los correspondientes zapatos.
Lucía adoraba los zapatos. También eso lo había aprendido de María. De chica solía calzarse sus tacones y trataba de copiar su forma de caminar, lo que algunas veces le valía palabras de reproche («¡te vas a caer y además me vas a destrozar las hormas!») aunque las más, provocaba carcajadas en la imitada.
Su madre, entre tanto, terminaba de completar su atuendo con unos toques de esencia Dior en el cuello, el escote y las muñecas. Sólo entonces elegía las joyas que luciría: el collar de perlas a juego con los pendientes o la sortija de diamantes de las grandes ocasiones; el reloj Omega de oro, cuya diminuta esfera apenas permitía ver la hora, o la pulsera de piedras semipreciosas comprada en una tienda de Cuzco.
Fuera lo que fuese, siempre sería la más guapa.
Los recuerdos fluían en catarata. ¿Era posible que hubiesen transcurrido tantos años desde entonces? ¿Realmente había consumido ya, sin darse cuenta, más de la mitad del tiempo que le sería dado? A Lucía le costaba aceptarlo. Su niñez estaba tan presente, tan viva siempre en la memoria, que casi podía tocarla, olerla, saborearla. Pocas personas estaban en condiciones de comprender tan bien como ella la célebre cita de Rainer Maria Rilke, rebosante de sabiduría, que había hecho suya en el mismo instante de leerla, a los diecisiete años: «La verdadera patria del hombre es la infancia». En su caso, de la mujer.
Cuando había invitados a cenar, cosa habitual, sus hermanos y ella solían esconderse cerca de la puerta de entrada, ya fuese bajo la escalera en Estocolmo o atisbando desde el office en París, con el fin de diseccionar a las parejas que iban llegando. Los caballeros no eran muy originales. Todos iban enfundados en trajes oscuros o esmóquines, sin otro elemento distintivo que la corbata, generalmente aburrida. Las damas, por el contrario, competían entre sí en belleza, aunque, en opinión de esos árbitros de la elegancia que eran los niños de la casa, escondidos para mirar sin ser vistos, ninguna de ellas se acercaba a la altura inalcanzable de su madre.
Luego, en la cocina, comentaban los modelos con la doncella, Oliva, y también con Jacinta, quien, pese a estar metida en sus fogones, se las había arreglado de algún modo para echar un vistazo a la concurrencia desde algún rincón oculto.
—A mí me ha gustado especialmente cómo iba arreglada fulanita —diría su hermana mayor, Mercedes, siempre atenta a los detalles—. El encaje del vestido negro palabra de honor me ha parecido precioso. Y el vuelo de la falda era perfecto, le estilizaba la cintura y la hacía parecer más alta.
—Era mucho más fino el modelo sin mangas, con torera, de la señora de mengano —sentenciaría Jacinta, categórica—. El escote de fulanita resultaba demasiado atrevido. ¡Y además no llevaba guantes! Estas suecas —o estas francesas, diría, según donde vivieran entonces— son unas frescas.
Y así, hasta pasar lista, una por una, a todas las mujeres sentadas a la mesa.
Los chicos, entre tanto, se fijaban en aspectos más prosaicos.
Nadie en la familia olvidaría jamás aquella ocasión en que Miguel, arrogándose la representación de los cuatro hermanos, había rechazado una caja de dulces traída como regalo por un amigo de sus padres.
—No nos gustan los caramelos, señor —dijo muy serio, con los brazos cruzados en la espalda—. Sólo comemos bombones.
Ese arranque de sinceridad le costó una buena zurra.
Decididamente sus padres hacían buena pareja, pensó Lucía, recordándolos a los dos cogidos del brazo, perfumada de Dior ella y de Roger & Gallet él, a punto de marcharse a una de sus frecuentes salidas nocturnas.
Lástima no haber heredado un poco más del glamour que derrochaban ellos.
Incluso con ese peinado atroz, cardado en forma de casco, que la moda de la época imponía a las mujeres decentes, su madre había sido una señora espectacular. Un auténtico monumento. ¿Por qué extraño motivo se había sentido ella tan poco atractiva al compararse con Paola? Cuando Lucía lo había leído en el diario no podía dar crédito. Resultaba absurdo e inexplicable.
María había sido una de esas personas que captan, sin proponérselo, la atención de cuantos las rodean. A su lado Lucía se veía insignificante. No poseía ni sus ojos ni su misterio ni su alegría ni su vestuario. Nunca había cultivado la clase que emanaba espontáneamente de su madre. No le gustaba mirarse al espejo.
El día se presentaba cargado de tareas. Quería reunirse temprano con su jefa para hablarle del proyecto de Antonio Hernández, el coronel de la Guardia Civil, antes de ponerse a leer un manuscrito que le llevaría toda la mañana. A primera hora de la tarde tenía hora con su psicólogo, pieza esencial de su precario equilibrio emocional, a quien pagaba una fortuna a fin de conseguir lo que María había logrado sin coste alguno escribiendo en su cuaderno de música: desahogarse.
Y necesitaba tiempo para contestar a Julián.
Por una vez llegó puntual a la editorial, lo que le permitió repasar mentalmente los argumentos que iba a esgrimir en su conversación con Paca antes de enfrentarse a ella. Dejó el bolso y la gabardina en el despacho, sacó un café de la máquina y se instaló cómodamente en la que su superiora jerárquica, y sobre todo amiga, denominaba, con razón, «la guarida». Una habitación amplia y luminosa, de techo alto, literalmente repleta de libros. Había libros en las baldas de las paredes, sobre las mesitas auxiliares, encima de la principal… Centenares de ejemplares variopintos sin otro nexo común que haber sido editados por Universal.
—Algún día me pondré a ordenar —respondía Paca, perezosa, a todo el que comentaba que tanto papel serviría de barrera inexpugnable ante un ataque nuclear.
Claro que el día en cuestión no terminaba de llegar.
La responsable de obras de no ficción de la editorial era una mujer grande en todos los sentidos. Gastaba una talla XXL no sólo en la ropa, sino en un corazón generoso que derrochaba nobleza. Su presencia en cualquier lugar solía ser garantía de diversión, porque parecía haber nacido con el propósito y el don de alegrar la vida a los demás, empezando por sus más estrechos colaboradores. La risa escandalosa que brotaba con facilidad de su garganta era audible desde la distancia. Lucía la consideraba una colega antes que una jefa, por más que fuese consciente de la relación jerárquica existente entre ellas y aceptara sin problemas su autoridad.
—Buenos días nos dé Dios —la saludó Paca con su bonhomía habitual, al encontrarla en su despacho. Luego, mientras se quitaba el abrigo y recomponía esa melena rubia, ondulada, que constituía su principal fuente de coquetería, añadió—: Mucho has madrugado hoy.
Lucía sonrió de buen grado, como hacía siempre ante la visión de ese rostro rubicundo, expresivo, viva imagen del buen humor.
—Es que me urgía contarte mi conversación de ayer con Antonio Hernández, el guardia civil que me recomendaste.
—¿Qué tal te fue? Dentro de un minuto tendré a la amiga que me lo envió llamándome por teléfono en busca de noticias.
—Me pareció un hombre encantador y muy interesante. Yo aceptaría su propuesta ahora mismo y me pondría a la faena.
—¿Qué es exactamente lo que tiene en mente?
—Quiere publicar sus memorias, escritas con nombres y hechos reales, centradas en toda una vida de lucha contra el terrorismo etarra.
De manera casi imperceptible, el gesto de Paca se oscureció por un instante. El tono de su voz cambió, pasando de la curiosidad a la preocupación. Miró a Lucía de frente y le preguntó:
—¿Quieres que ponga a otro editor a ocuparse de este asunto?
—No hace falta —respondió Lucía, plenamente consciente del porqué de esa oferta—. Te agradezco el gesto, pero de verdad que no es necesario. Me apetece trabajar con ese coronel. Es un tipo fascinante, con muchas cosas que contar y una historia ejemplar a las espaldas.
—Voy a tener que consultarlo con la superioridad. —Paca había perdido todo su entusiasmo inicial—. Como comprenderás, se trata de una materia sumamente delicada y no sé si estamos en el mejor momento para remover el fango, ahora que ETA y el gobierno andan metidos en conversaciones de paz.
—Bueno, según Antonio no está claro que ese diálogo vaya a llegar a buen puerto —repuso Lucía, dispuesta a defender la causa de su patrocinado con todo el ardor del que era capaz—. Y en todo caso, aunque así fuese, precisamente este sería el momento de reconocer el trabajo de quienes han hecho posible esa paz. ¿No te parece? Las operaciones de las que me habló son realmente dignas de ser contadas.
—Lucía, sabes tan bien como yo que desde hace ya dos o tres años los libros sobre ETA no venden. A la gente no le interesa ese tema.
—Bueno, eso depende de a qué gente nos estemos refiriendo.
—A la mayoría. Ahí están las cifras de ventas, el Nielsen. Asúmelo e intenta no personalizar la cuestión. La banda terrorista ha dejado de formar parte de las preocupaciones ciudadanas; esa es la realidad. Y además, no sé si resulta prudente, ni mucho menos conveniente, resucitar viejas historias, ahora que el gobierno está negociando, con el aval del Congreso.
—O sea, resumiendo, lo mismo de siempre: «El muerto al hoyo y el vivo al bollo». No me esperaba esto de ti.
—No te pases —la frenó en seco su jefa, ejerciendo por una vez de tal—. No te estoy diciendo que no vaya a dar vía libre al proyecto. Sólo que debo pedir autorización más arriba. ¿Te suena la palabra «presión»?
—Me suena, sí. Hace mucho que conozco su significado. Pero dime, ¿tú qué piensas? —La mirada de Lucía era tan inquisitiva que bordeaba el desafío—. Me interesa mucho tu opinión.
—Sinceramente, no tengo una opinión clara. Por una parte entiendo lo que quieres decir. ¿Cómo no voy a entenderlo, y más siendo tú quien me lo dice? Por otra, creo que ciertas cosas es mejor no menearlas. Si el olvido es la condición necesaria para pasar página, olvidemos. En el empeño de conseguir cualquier cosa es necesario entregar algo a cambio. Lo importante es que nunca más se vuelvan a producir atentados en los que mueran personas inocentes.
Lucía conocía lo suficiente a Paca como para saber que la suya no era una postura cínica sino franca. Estaba expresando en voz alta lo que una mayoría de los españoles pensaba, aunque no se atreviera a decirlo. Que el pragmatismo posibilista es preferible a la exigencia ética; más cómodo, más liviano, menos abrumador para la conciencia. En otras palabras, que suscribía, con mayor sutileza y desde la solidaridad sincera con las víctimas de esa lacra, el mensaje sintetizado de manera descarnada en el refrán que ella misma acababa de emplear.
Era evidente que apelando al deber moral no lograría convencer a su jefa, de modo que optó por otro camino.
—Te sorprenderían las operaciones que llegó a contarme Antonio. Y eso que lo mejor se lo guardó para el libro. ¿Tú sabías, por ejemplo, que el célebre misil de Sokoa, el que pretendían utilizar los etarras del Comando Madrid para asesinar al Rey, se conserva y puede verse en el Museo de Armas de la Guardia Civil, abierto al público en la calle Guzmán el Bueno?
—Ni siquiera conocía su existencia ni tampoco la del museo —contestó Paca, aliviada porque la conversación hubiese tomado otro derrotero.
—Pues es una historia increíble que involucra a un gángster contrabandista llamado Francisco Paesa, a la CIA, a las Fuerzas Armadas estadounidenses y por supuesto a la Guardia Civil. El relato del gigantesco engaño que orquestaron entre todos con el fin de llegar hasta el nido de la serpiente terrorista y cogerla desprevenida, con las vergüenzas al aire. ¿Tú has visto la película El golpe? Pues algo parecido sólo que real.
—Tal como lo pintas, suena bien —se animó el instinto comercial de Paca.
La editora aprovechó el terreno ganado para subir a la red a rematar la jugada. Pintó la propuesta del guardia civil con tintes de novela de espías y aseguró a su jefa que poseía todos los ingredientes de un best seller, con el atractivo añadido de ser absolutamente fiel a la realidad: el interrogatorio de un etarra, la confesión del terrorista reconociendo su propósito de asesinar al Rey en su helicóptero, la petición de ayuda del gobierno español a los servicios secretos norteamericanos, a fin de que proporcionasen dos misiles previamente inutilizados y provistos de un mecanismo de seguimiento, la intervención de un individuo de vida oscura, que se encargó de vender los misiles a la mafia marsellesa con la intención de que esta se los hiciera llegar a ETA… Toda la rocambolesca historia escuchada la víspera de labios de Antonio Hernández.
Lucía puso todo su empeño en contagiar a Paca el entusiasmo que había mostrado el coronel retirado al relatar que, para que ETA se tragara el anzuelo, resultaba indispensable llegar hasta sus jefes por un camino del cual ellos se fiaran, léase, sus proveedores habituales de armas. Estaba explicando que era imprescindible construir una leyenda creíble sobre el origen de los misiles, a los que hubo que atribuir una procedencia angoleña y una larga travesía hasta España vía Portugal, cuando su interlocutora la cortó en seco.
—¡Un momento! ¿Ese Paesa es quien me imagino? Si no recuerdo mal, en los noventa estuvo involucrado en toda clase de asuntos turbios. ¿Y ahora resulta que es un héroe y un patriota? No sé si creérmelo…
—Nadie ha dicho que actuara por patriotismo —repuso Lucía, rememorando palabra por palabra la conversación mantenida la víspera con el alto mando de la Guardia Civil—. Más bien se movió por dinero. Según la versión de Antonio, por las trescientas mil pesetas que le pagaron los etarras a cambio de los dos Stinger trucados. Él mismo se encargó de entregárselos a los compradores en la cuesta de Aldapeta, en San Sebastián, escondidos entre muebles viejos dentro de una furgoneta. Te digo que es el guión de una película.
—Visto así…
De nuevo la editora cambió su papel por el de abogado defensor del coronel, trasladando su compromiso de incluir en el libro la parte jamás contada de esa historia. La referida a cómo estuvo perdido uno de esos peligrosos artilugios durante varios días y cómo finalmente lograron localizarlo y llegar, a través de él, hasta el almacén de Sokoa, en el sur de Francia, donde Txomin Iturbe Abasolo, también conocido como «señor Otxia», tenía instalado su cuartel general y guardaba toda la documentación de la banda.
—Él insiste mucho en que fue un golpe decisivo, no sólo por todos los papeles incautados y la detención de los cabecillas, sino porque allí se encontraba el mayor arsenal que jamás han tenido en su poder los terroristas.
—Está bien —concedió finalmente Paca, con un elocuente gesto consistente en levantar ambos brazos mostrando las palmas de las manos a la vez que ladeaba la cabeza—. Me rindo. Prometo hacer lo que pueda para convencer a los jefes, aunque no te garantizo nada. ¿Cuándo has quedado en contestarle?
—Lo antes posible.
—Pues a eso nos atendremos. Ahora olvídate un rato del trabajo y vayamos a lo importante. ¿Estás mejor? ¿Vas superando lo de tu padre?
Paca había abandonado el papel de jefa y recuperado el de amiga, que le resultaba más grato.
—Hace tanto que no hablamos de estas cosas, que no sé por dónde empezar.
—Lo mejor es hacerlo siempre por el principio… o por el final, como prefieras ¿Por dónde empiezas tú a leer el periódico?
—Por los Deportes —siguió la broma Lucía, que jamás había sentido el menor interés por ojear siquiera esa sección—. Ahora en serio, tengo dos cosas importantes que contarte.
—¡¿Y te las has callado hasta ahora?! ¿Desembucha!
—He encontrado un diario de mi madre escrito en octubre de 1962 en Estocolmo. Si no llega a ser porque quería hablarte de lo de Antonio, hoy no hubiera venido a trabajar. Su lectura me tiene completamente atrapada.
—¡No me extraña! —El tono denotaba auténtica complicidad—. ¿Has descubierto algo que no supieras?
—Todo. Estoy encontrándome a una mujer desconocida en un contexto al que jamás había dado importancia. El de la crisis de los misiles de Cuba. Cuando el mundo estuvo a punto de llegar a la guerra nuclear. Estuvo cerca, te lo aseguro, mucho más de lo que yo había creído o de lo que se recuerda ahora en los manuales de Historia de los colegios. ¿Te sitúas?
—Vagamente, sí, aunque resulta muy lejano. Éramos unas crías.
—Prácticamente ha pasado ya medio siglo, pero tienes razón. Si alguien le hubiese dicho entonces a mi madre que no sería precisamente aquella guerra la que…
Lucía se quedó en silencio. Todavía se le quebraba la voz cuando hablaba de la muerte de su madre, acaecida casi veintitrés años atrás en circunstancias dramáticas. Sus amigos eran conscientes de la angustia que le atenazaba el alma al abordar esa pérdida, cuando el dolor le impedía pronunciar una palabra, y estaban acostumbrados a salir al quite.
—Niña, tranquila —la confortó Paca, acercándose a darle un abrazo cargado de humanidad—. Ya me lo contarás en otro momento. Lo importante es poner en su sitio hasta la última pieza del puzle que has recuperado, para que así puedas reconstruir el retrato en tu mente y en tu corazón. Empápate de ese diario y llora todo lo que tengas que llorar. Algún día dejará de dolerte tanto, estoy segura; entonces el recuerdo fluirá con suavidad en vez de arañarte el alma.
—En ello estoy —respondió Lucía, algo más serena—. Es un viaje en toda regla para el que no se precisa equipaje.
Volvió a callar, bajando la mirada con el fin de esconder la vergüenza que le producía su propia conducta. Le habían enseñado a ser fuerte, a sobreponerse a las circunstancias por adversas que fueran, a tragarse las lágrimas. Perder los papeles de ese modo la hacía sentir sumamente incómoda.
Recobrar la compostura le llevó unos minutos, durante los cuales su jefa aprovechó para encenderse un cigarrillo clandestino y fumárselo junto a la ventana abierta, a escondidas. Fumar ya no era una costumbre chic como en tiempos de su madre, constató Lucía, liberada de ese vicio a costa de mucho empeño, sino una actividad prácticamente delictiva. Esa era una de las muchas cosas que María habría encontrado irreconocibles, y desde luego enojosas, en ese nuevo milenio que no había llegado a ver.
—Y hablando de viajes… —Lucía retomó el hilo de la conversación, con aire enigmático—. El fin de semana pasado estuve en Asturias con un hombre.
—¡Haber empezado por ahí! —contestó Paca, de regreso en su asiento después de cerrar la ventana una vez borradas las huellas de su crimen por el procedimiento de expulsar, con la ayuda de un folio empleado a guisa de abanico, todo el humo que hubiera podido colarse en el despacho—. ¿Te has reconciliado con Santiago?
—No fui con él sino con alguien que acababa de conocer. Un músico llamado Julián.
—¿Tú? No es posible. ¡Si eres la persona más fiel que he conocido en mi vida!
—Pues sí, yo, ya ves. —Confesar lo acontecido parecía aligerar la carga de culpa que arrastraba desde entonces—. Supongo que no quiero morirme sin saber lo que se siente transgrediendo todo lo aprendido. Y, de todas formas, hace tiempo que Santiago y yo estamos separados. Ya lo estábamos, en la práctica, mucho antes de que se marchara de casa. Sólo nos falta firmar el certificado de defunción. Y entre tanto ha aparecido él.
—¿Y quién es el afortunado caballero de tus aventuras amorosas, si puede saberse?
—Un completo desconocido con quien he cometido una locura. Ni yo misma doy crédito a lo sucedido. Supongo que algún día tenía que ocurrir y ha ocurrido. Nos topamos el uno con el otro en una convención de libreros en la que él tocaba la guitarra, yo le llevé una copa de vino, charlamos, una cosa llevó a la otra…
—¿Y acabasteis en Asturias? ¡Eso sí que es amor a primera vista! ¿Por qué no estaba yo en esa convención? Así al menos le pondría cara a tu amado.
—¡No corras tanto! Es un hombre muy atractivo, te lo aseguro, pero de ahí a pasar a mayores dista un trecho que no sé si quiero recorrer. De hecho, creo que no quiero y desde luego no debo.
—Quiero una descripción detallada. ¡Y es una orden!
—A ver… —Lucía fingió tener que hacer memoria—. Es guapo, o a mí me lo parece, divertido, detallista. El acento de su tierra chilena resulta tremendamente seductor: es como si cantara al hablar o hablara cantando. Y sabe escuchar, algo sumamente raro en un hombre. Pero eso es todo. De momento no hay otra cosa que un fin de semana mágico. De hecho él ya está en Chile. Tiene que grabar un disco, según me dijo antes de marcharse. Ayer, nada más llegar, me mandó un correo electrónico.
Lucía prefirió guardarse para sí ese «te quiero» incluido en el correo que tanto la desconcertaba, pese a lo cual Paca sentenció, rotunda:
—¡Eso es que le interesas! ¿Qué le contestaste?
—Por ahora, nada. Lo estoy pensando.
La consulta del doctor Raúl Cabezas quedaba lejos de todo, en Majadahonda, pese a lo cual Lucía regresaba allí cada vez que la cuesta arriba del día a día le resultaba excesivamente empinada. Su amiga Elena, una compañera de trabajo, del área comercial, a la que le unían lazos que iban mucho más allá de lo laboral, le había recomendado a ese psicólogo en pleno naufragio de su matrimonio, cuando la humillación pugnaba con la culpa por ver cuál de las dos golpeaba más fuerte sus precarias defensas. Él la había ayudado a sobrellevar el trance, enseñándole el modo de perdonarse a sí misma, y desde entonces ella confiaba en ese hombre. Había sido sus muletas tras la muerte de su madre y durante la adolescencia de Laura. Era un excelente sanador de almas que rezumaba empatía.
Elena… ¡Cuántas cosas tenía que agradecer a esa mujer, puro nervio, con la que tanto había compartido a lo largo de las dos últimas décadas! Cada vez que se cruzaban por un pasillo o coincidían en algún evento de la editorial se decían la una a la otra que tenían una cena pendiente, aunque pocas veces lograban concretar la cita. Cuando lo hacían, hurtándole tiempo al sueño, solían darles las tantas poniéndose al día de sus respectivas vidas y despellejando alguna ajena. La suya era una amistad blindada contra la maledicencia y la envidia, tan malévolamente arraigadas en su gremio.
«Mañana mismo la llamo y le cuento», se propuso Lucía, anticipando el placer que iba a proporcionarle esa conversación.
De camino hacia la clínica, al volante de su Seat León, se fijó en lo distinta que aparecía ante sus ojos la ciudad de Madrid con respecto a la que ella había conocido años atrás, mientras residía en el extranjero. Años en los cuales la capital de España parecía más propia del Tercer Mundo que de un país europeo.
El Madrid actual era una urbe poblada de edificios señoriales rescatados de la ruina o la mugre a costa de inversiones multimillonarias, recorrida por vehículos de alta gama y comunicada a través de modernas arterias de circunvalación que a Lucía le recordaban a Los Ángeles. Era sin duda una metrópoli próspera. Un escaparate digno de verse.
Cuánto habían cambiado las cosas, pensó, desde los tiempos en que España era tratada como una apestada por la comunidad de naciones democráticas, que la consideraban un país marginal, separado del viejo continente por una barrera mucho más infranqueable que la Cordillera Pirenaica. Una patria, madre o más bien madrastra, que sus padres y también Tata, a su manera, le habían enseñado a respetar y querer pese a todo, apelando a su historia, su cultura, empezando por la gastronómica, su lengua o su arte.
En el Paseo del Prado, a la altura del museo, evocó la emoción con la que había descubierto sus tesoros, poniendo forma y color a las obras de los grandes maestros: Velázquez, Goya, Zurbarán, El Greco. Siendo española y estudiando en un liceo francés allá por mediados de los setenta, en muy raras ocasiones disfrutaba de algún comentario elogioso referido a su tierra. De ahí que cualquier motivo de orgullo, como la innegable universalidad de esos pintores, fuese recibido con alivio e interiorizado al detalle.
Goya, por encima de cualquier otro, la había conquistado desde el primer cuadro. Él había retratado como nadie esa guerra de la Independencia que su padre le narraba de una manera completamente distinta al relato que hacían de ella en la escuela, presentando a los protagonistas del 2 de mayo como un cúmulo de bárbaros sedientos de sangre ilustrada. Goya había sido un auténtico deslumbramiento. A su modo de ver adolescente, era a la historia del arte lo que la tortilla de patatas a la alta cocina, una aportación tan decisiva como insuficientemente reconocida.
España centraba en aquellos años sesenta y setenta el blanco de todas las críticas, no sólo por su régimen político y la represión a la que sometía al pueblo español, que también, sino por el desprecio que inspiraban en buena parte de la rica Comunidad Económica Europea los inmigrantes llegados desde tierras hispanas, mal vestidos, peor calzados, sin conocer el idioma de su lugar de destino, agarrados a sus maletas de cartón y aferrados a la férrea voluntad de salir de la miseria a base de trabajo.
Esos compatriotas, hombres y mujeres, eran lo suficientemente distintos de sus nuevos vecinos, física y culturalmente, como para causar, de entrada, su rechazo. Lucía lo sabía de primera mano. Había oído los comentarios que hacían sus compañeros de clase o sus profesores. En numerosas ocasiones había porfiado con ellos por esa consideración que a ella le parecía profundamente injusta. Los españoles, desde su punto de vista, eran ruidosos, aficionados a la fiesta, trasnochadores e indisciplinados, sí, pero también alegres, incansables, solidarios, generosos, increíblemente bien dotados para la improvisación y adaptables a las peores circunstancias en el empeño de ganarse honradamente el pan de sus familias, ahorrar todo lo que pudieran y regresar algún día a España. Los méritos, puestos en la balanza, pesaban a su juicio mucho más que los defectos.
Esa gente valerosa constituía el grueso de la colonia española que atendía Fernando Hevia-Soto en su calidad de cónsul en París, en un tiempo de estrecheces y sacrificios algo mejor, empero, que el de la década precedente, cuando los recién llegados se hacinaban en buhardillas sin calefacción ni agua corriente ni baño. Poco a poco, a base de tenacidad y esfuerzo, los inmigrantes españoles habían ido abriéndose camino en la sociedad francesa.
Claro que Lucía apenas había conocido el París de la inmigración, salvo a través de las historias que rebatía con fiereza en el colegio, las que se contaban en la mesa a la hora de comer o las que le relataba Jacinta los domingos por la noche, frente a un tazón de café con leche y sopas de pan, cuando volvía del baile semanal celebrado en el centro español.
Lucía debía considerarse una privilegiada, tal como le recordaban sus padres siempre que tenían ocasión. Su atalaya de observación había sido infinitamente más confortable que la de la inmensa mayoría de los españoles que transitaban en aquellos tiempos por las calles de la capital francesa. Esa era sin duda la razón por la cual guardaba una memoria de esos años tan brillante y clara, al menos, como la mismísima Ciudad de la Luz.
¿Existe un lugar en el mundo que pueda competir con París? Tal vez porque tuvo la suerte de ver principalmente su cara más luminosa, Lucía siempre estuvo convencida de que no.
París había sido para ella el Lycée Pasteur, un edificio señorial con majestuosas rejas de forja negra, tejados picudos, aulas impregnadas de misterio, que habrían podido inspirar a J. K. Rowling el Colegio Hogwarts de Magia y Hechicería, y un gigantesco patio central, que Lucía alcanzaba desde casa en tres minutos cronometrados. Tres minutos andando tranquila, dos si cruzaba a la carrera el boulevard d’Inkermann, en cuyo número 28, cuarta planta, se encontraba el confortable piso rodeado de balcones que albergaba a la sazón su domicilio, casi tan espacioso como el de los abuelos en San Sebastián.
París fueron los chicos, cada vez más descarados; los mini-pulls a juego con pantalones acampanados de cintura baja, negociados centímetro a centímetro con su madre hasta llegar a un acuerdo aceptable por ambas partes, combinando moda y decencia; el Velosolex amarillo para circular por Neuilly, con prohibición expresa de traspasar sus confines; las concentraciones escolares contra la guerra del Vietnam, precedidas de encendidas arengas a cargo de los mayores, y por supuesto monsieur Castaing, ese profesor de historia y geografía que se convirtió, sin sospecharlo siquiera, en su primer amor.
París significó el despertar de la conciencia crítica. El espíritu rebelde a flor de piel. La palabra «libertad» siempre en la boca.
París acogió las primeras salidas en grupo a beber cerveza y comer raclette en la rue Mouffetard, con límite estricto de regreso a las diez de la noche, así como las visitas de tarde al café Les Deux Magots, en Saint-Germain, donde Sartre, Simone de Beauvoir y el más auténtico de los tres, Albert Camus, habían pergeñado las bases del existencialismo que enseñaba mademoiselle Pépin en clase de filosofía. Allí, bajo las impresionantes tallas policromadas de dos chinos, presidentes honorarios de la tienda de tejidos de seda que había ocupado antiguamente el local, Lucía y sus amigos debatieron durante horas sobre lo que simbolizaba el doctor Rieux, protagonista de La Peste y encarnación de la nobleza humana, en opinión de la joven lectora que subrayaba las palabras de ese personaje con la fascinación de la neófita que acaba de abrazar una corriente de pensamiento.
En París, y más concretamente en los desvencijados asientos de su café más impregnado de bohemia, empezó a nutrir Lucía una pasión por la literatura que, con los años, la llevaría a estudiar filología y ganarse la vida leyendo manuscritos y ayudando a los autores a ordenar sus ideas. En torno a esas mesas de mármol, pulidas con sueños y sabiduría, recibió su bautismo de fuego en una fe de la que nunca pensaba abjurar: la que predica que el conocimiento eleva a la persona por encima de cualquier origen mientras que la ignorancia la envilece y adocena.
El nombre de París evocaba en su mente el Teatro de la Ópera, que la dejó sin aliento cuando sus padres la llevaron a ver Aida, estrenando un vestido nuevo, como premio por terminar el curso con buenas notas. La escalinata versallesca que hubo de recorrer hasta alcanzar su palco, temiendo a cada paso tropezar a causa de la emoción. Las lámparas de araña de dimensiones colosales que alumbraban el recinto, colgadas del techo como si de auténticas estrellas se tratara. El vestuario, la orquesta, los coros y hasta su aburrimiento ante lo interminable de la representación, que no se atrevió a confesar a sus padres por temor a frustrar la ilusión con la que especialmente su madre le había hecho ese regalo musical.
Lucía se había prometido a sí misma esa noche que algún día, cuando fuese mayor, les pediría que la llevaran a una cena en el Lido, «el cabaret más célebre del mundo», según rezaba su publicidad, que ellos frecuentaban a menudo en compañía de otros diplomáticos. Siempre que veía sobre el mueble del recibidor la inconfundible funda de cartulina con el logo del cabaret y el dibujo de una bailarina de cancán, que guardaba en su interior la típica fotografía de grupo, sacada a los comensales junto a un par de botellas de Moët & Chandon, se moría de envidia y curiosidad. Aquello le parecía entonces la quintaesencia de la diversión…
«Y a estas alturas de mi vida nunca he puesto los pies en el Lido», pensó, un tanto nostálgica, mientras conducía por la A-6 en dirección a La Coruña.
París era, en 1974, la rue de Lévis, a dos pasos del Parc Monceau, estación de metro Villiers, donde estaba la tienda de Martín, un andaluz que vendía aceite de oliva, chorizo, jamón y demás ingredientes esenciales para la elaboración de numerosos platos que figuraban en el recetario de Jacinta. Allí la enviaba Tata de cuando en cuando en busca de provisiones, sabiendo que Lucía disfrutaría del recado empapándose de los aromas que impregnaban ese lugar único, parecido a un bazar mediterráneo, salpicado de pequeños negocios abiertos a la calle: queso, verduras, pescado, especias.
A juicio de la adolescente, y también de la prestigiosa editora en la que se había convertido con el correr de los años, la rue de Lévis era mucho más parisina que los Campos Elíseos, la plaza del Trocadero o incluso las Tullerías, por más que en ella apenas se topara una con turistas. O precisamente por esa causa. De ahí que regresara a empaparse de su esencia cada vez que volvía a la capital francesa. Aquella era el alma del París que ella amaba, «su» París, el que rezumaba autenticidad por los cuatro costados.
Entre tanta estampa de colores, apenas se distinguía el blanco y negro de otros recuerdos menos gratos, como el de su padre levantándose de madrugada para ir a sacar de la comisaría a algún inmigrante español detenido en una trifulca, estuviera o no implicado en ella, por el grave delito de no saber explicarse en francés.
«Decididamente —se dijo Lucía, volviendo a la realidad—, todo es más fácil ahora».
¿Por qué añoraba entonces tanto aquellos tiempos?
No tuvo que esperar mucho a ser recibida por su psicólogo. Una de las cosas buenas del doctor Cabezas era su puntualidad. La otra, su habilidad para transformarse en espejo mágico frente al viejo sillón de cuero inglés en el que sentaba a sus pacientes. Un espejo capaz de reflejarles una imagen de sí mismos pasada por el mejor Photoshop y proporcionarles además, por añadidura, el tratamiento cosmético-emocional más adecuado para el objetivo de seguir embelleciéndola.
—¡Lucía! —la saludó él afable, desplegando una sonrisa cálida—. ¿Qué fantasma te trae por aquí después de tanto tiempo? ¡Estás guapísima!
—Lo de siempre, Raúl. ¡Necesito ánimos! —respondió ella, tratando de imitar el gesto. Después, como para quitar hierro a la situación, añadió medio en broma—: Y ya has empezado a dármelos con ese piropo. ¡Eres un zalamero!
—¿Zalamero? Creí que ya habíamos superado esa etapa. —En la voz del terapeuta había un toque de reproche—. La última vez que te vi tenías firmemente sujetas las riendas de tu vida y te mirabas a ti misma con cordura, no como pareces volver a hacer ahora. Es más, han pasado unos cuantos años, pero creo recordarte diciendo que con valor, convicción y voluntad cualquier meta es alcanzable. ¿A qué se debe esta recaída?
—Ha llovido mucho desde entonces y la historia de aquel divorcio se ha repetido de forma casi milimétrica: la misma ilusión, los mismos proyectos, parecida traición, idénticas mentiras, semejante decepción. A veces me pregunto si tendré alguna incapacidad congénita para aprender de mis errores o si pesará sobre mí alguna maldición gitana que me aboque a perpetuar, en lo sentimental, la vida nómada que marcó mi infancia.
—Si quieres saber mi opinión… —se arrancó Raúl dando a su voz un tono ligeramente más grave que el inicial, con el fin de subrayar el carácter profesional de lo que estaba a punto de decir.
—… Para eso he venido y te pago ciento cincuenta euros la hora —le interrumpió Lucía, innecesariamente agresiva.
—Bien. Pues en ese caso el médico recomienda que te fijes menos en el retrovisor y concentres tu atención en el parabrisas.
—¿Es decir?
—Que dejes atrás el pasado y pienses en el futuro. Emplea los mismos recursos que te sacaron del bache después de tu divorcio. Están en ti. Lo que hagas con tu vida depende exclusivamente de tu voluntad, al igual que la forma en la que decidas contemplarte. Ya va siendo hora de que lo asumas y dejes de tropezar en la misma piedra. Es muy sencillo.
—Eso no es del todo cierto, doctor. Sabes tan bien como yo que la forma en la que nos miran las personas que nos importan acaba influyendo decisivamente en la imagen que tenemos de nosotros mismos. O sea, que todos, en mayor o menor medida, nos vemos como nos ven.
—Da la vuelta a esa afirmación y entenderás lo que intento explicarte.
—No comprendo.
—Invierte los términos de lo que acabas de decir. Tú sostienes que uno se ve como le ven. Yo te aseguro que es al revés. Los demás ven lo que nosotros proyectamos. En la medida en que te sientas segura de ti misma proyectarás seguridad. Aplica el mismo razonamiento a la belleza, la alegría, la fortaleza o cualquier otro rasgo de la personalidad, ya sea físico o interior, y serás consciente de hasta qué punto está en tus manos eso que algunos llaman destino. Dicho de otro modo, sonríe a la vida y ella te sonreirá.
—¡Si las cosas fuesen tan fáciles como las pintáis los psicólogos, os quedaríais sin clientela! —En la boca de Lucía se dibujó una mueca amarga.
Siguió un debate circular, tedioso, en torno a una cuestión que habían tratado mil veces antes sin llegar a ponerse de acuerdo. La enfermera, Ana, entró a ofrecerles una taza de té que ambos declinaron. Su salida provocó un silencio un tanto tenso, que acabó rompiendo Raúl al poner el dedo en la llaga.
—¿Qué es lo que quieres exactamente de mí, Lucía? ¿Que te diga que haces bien en aferrarte al pasado y buscar en él justificaciones para tus fracasos? ¿Que te refuerce en tus temores absurdos? ¿Que te recomiende cautela o inmovilidad ante los fantasmas que te paralizan? ¿Que te aconseje que te protejas? No lo voy a hacer. No te estaría ayudando.
—Quiero que me ayudes a tomar una decisión.
—¿Qué clase de decisión?
—Si rompo definitivamente o no con mi actual pareja. —Por fin escupía el hueso—. Llevo semanas dándoles vueltas a los pros y contras de hacer una cosa o la otra, y voy a volverme loca. Pensé que tú podrías iluminarme, como hiciste cuando me divorcié.
—Temo que me sobrevaloras —respondió él, impostando más humildad de la real—. Eso sólo puedes decidirlo tú, aunque el mero hecho de que me hagas la pregunta ya debería servirte de respuesta.
Seguramente, pensó Lucía, eso era exactamente lo que necesitaba oír; a alguien dispuesto a confirmarle, aunque fuese de esa manera indirecta, lo que en su fuero interno sabía que debía hacer desde el mismo instante en que había pedido a Santiago que se marchara temporalmente de su casa. Ella no era mujer de medias tintas. Cuando cerraba una puerta resultaba prácticamente imposible que volviera a abrirla. Y aun así…
—¿Por qué nos duelen tanto las rupturas? —preguntó en voz alta, sin dirigirse expresamente al hombre sentado frente a ella—. ¿Por amor o por orgullo?
—Eso depende de las rupturas y de las personalidades. En tu caso yo diría que por miedo.
—¿Tú crees que soy miedosa? ¡Esta sí que es buena, considerando las experiencias a las que he tenido que enfrentarme y que tú conoces mejor que nadie!
—Lo eres sin lugar a dudas —repuso Raúl con firmeza, evitando morder el anzuelo cebado de victimismo que ella le lanzaba descaradamente—. En caso contrario no estarías aquí planteándome este dilema. Ahora no estamos hablando de tu madre ni de su muerte, sino de tu vida sentimental. Y sí, en ese campo siento decirte que eres bastante cobarde. No confías ni en ti ni en los demás, lo que constituye un signo inequívoco de debilidad.
—Ayer encontré un diario escrito por ella en Estocolmo, ¿sabes? —Abrió un paréntesis Lucía, cerrando los oídos a lo que no deseaba oír—. La pobre también debió de pasar lo suyo…
—¿Quieres que volvamos a hablar de tu madre? —inquirió el psicólogo, sorprendido—. ¿O sigues empeñada en darme pena? Porque no vas a conseguirlo. No estoy aquí para caer en tus trampas sino para ayudarte a salir de las cavernas en las que te metes tú sola.
—Ni una cosa ni la otra —contestó ella mirando el reloj. Faltaban algo más de veinte minutos para que dieran las seis, lo que significaba que no le quedaba mucho tiempo de consulta—. Con mi madre estoy hablando yo, o mejor dicho escuchando lo que nunca tuvo la oportunidad de decirme. Fíjate que, cuando yo era muy pequeña, ella me consideraba «una mañana de sol». Son palabras suyas textuales. Una mañana de sol en Estocolmo. ¿Te das cuenta de lo que significa?
Raúl dirigió a su paciente una mirada de aprobación y diluyó la aspereza de su afirmación anterior con un toque de ternura.
—No me sorprende lo más mínimo. ¿Acaso no representa algo parecido tu hija para ti?
—Sí, pero yo se lo digo.
—Bueno, tu madre te lo acaba de decir a ti, a su manera. Eso te permitirá reconciliarte con su recuerdo y colocarlo donde debería estar: en la alacena de los dulces y no junto a los cuchillos.
—Ya lo está haciendo, sí, eso creo… En todo caso no era ese el asunto que necesitaba tratar hoy contigo. Pedí hora a tu enfermera hace dos semanas porque quería hablarte de Santiago. Supongo que necesito una perspectiva masculina de la situación y no tengo muchos amigos varones. Aunque aquí los minutos vuelan. Me voy a marchar igual que he venido.
El doctor Cabezas abrió la tapa de su portátil y tecleó con agilidad, buscando en la pantalla algo que Lucía no podía ver ni mucho menos imaginar. Al cabo de unos segundos brotaron del ordenador unos acordes de guitarra acompañados del redoble de un tambor y de una nota repetida machaconamente al piano.
—¿Conoces esta canción de Mercedes Sosa? —preguntó Raúl.
—Creo que no —respondió Lucía, desconcertada ante lo inusual de semejante comentario. Le costaba más de dos euros el minuto de conversación, y no los pagaba para compartir los gustos musicales de su terapeuta.
—¡Escucha con atención! —ordenó él, a la vez que se llevaba el dedo índice a los labios con el firme propósito de hacerla callar.
La voz cristalina de Rafael Amor comenzó a recitar:
Te han sitiado, corazón, y esperan tu renuncia,
los únicos vencidos, corazón, son los que no luchan.
No te entregues, corazón libre, no te entregues,
no te entregues, corazón libre, no te entregues.
No los dejes, corazón, que maten la alegría,
remienda con un sueño, corazón, tus alas malheridas.
Como si le hubiese leído el pensamiento a Lucía, el doctor Cabezas aprovechó ese momento para explicarse.
—A menudo la música tiene más poder curativo que cualquier discurso, porque no penetra en el alma a través de la razón sino del corazón, que es el camino más directo y por ello el más eficaz. Sigue escuchando, Lucía; siente, no pienses. Quienes cantan ahora son ella, la autora de esta poesía, y Alberto Cortez, un auténtico juglar contemporáneo.
Recuerda, corazón, la infancia sin fronteras,
el tacto de la vida, corazón, carne de primaveras.
Se equivocan, corazón, con frágiles cadenas,
más viento que raíces, corazón, destrózalas y vuela.
Adelante, corazón, sin miedo a la derrota,
durar, no es estar vivo, corazón, vivir es otra cosa.
El estribillo se repetía una y otra vez al compás de la percusión, hasta convertirse en una plegaria desesperada elevada a la divinidad. Una letanía, un mantra o acaso en un grito de guerra: «No te entregues, corazón libre, no te entregues».
—Ojalá fuese tan libre mi corazón como el de Mercedes Sosa —apuntó Lucía con cierta amargura, levantándose para marcharse ante la mirada inquisitiva de Raúl, que anhelaba saber si su particular terapia había producido el efecto deseado—. Ojalá se encarnara en primaveras y no tuviese miedo a la derrota.
—Ya venciste ese miedo en una ocasión —replicó él, ayudándola a ponerse la gabardina—. La segunda vez siempre es más fácil. Y la tercera más que la segunda. Lo único importante es no rendirse ni conformarse con sucedáneos mediocres. Nada de lo que realmente merece la pena se consigue sin luchar.
—¿Y qué ocurre cuando los sueños son incompatibles entre sí? —inquirió ella, dando por supuesto que el psicólogo adivinaba la naturaleza del dilema que la atormentaba.
—En tal caso hay que elegir aquel que nos hará más felices. La libertad, por ejemplo, se paga siempre con soledad, al igual que el éxito tan ansiado y perseguido por la mayoría de la gente. Ambos tributan en la misma moneda y cuantías similares. El amor sale caro en términos de renuncia personal. Todo tiene un precio en esta vida.
—¡Y que lo digas!
—Dicho lo cual, existen millones de combinaciones que facilitan adaptar ese importe a lo que queremos o podemos permitirnos. Hay muy pocos sueños incompatibles entre sí, Lucía, salvo que uno se empeñe en soñar o anhelar algo simplemente porque está fuera de su alcance. Esa conducta es claramente patológica, aunque no creo que tú caigas fácilmente en ella. ¿Lo haces?
—No, en la medida en que puedo evitarlo. Prefiero los sueños cumplidos, aunque en algún momento se resquebrajen. Siempre es mejor perder que no haber conocido. Creo que eso me lo enseñaste tú. A soñar había aprendido en casa. Y a luchar por alcanzar mis sueños, también.
—¿Cuándo quieres que volvamos a vernos?
—Llamaré a tu secretaria.
Luego, con un toque de humor sarcástico que últimamente brotaba espontáneamente de sus entrañas sin mediar provocación, Lucía añadió, guiñando un ojo:
—Tal vez decida cambiarte por una suscripción a Spotify. Me saldría mucho más barata.
Como la mayoría de sus compañeros en la editorial, Lucía solía llevarse trabajo a casa. Penetrar la superficie de un manuscrito, descubrir en él personajes o situaciones no suficientemente desarrollados por el autor, leer lo que aún estaba por escribirse, eran tareas que precisaban de una tranquilidad prácticamente imposible de encontrar en la oficina. Ella, además, había elevado esa necesidad de sosiego a la condición de costumbre, convirtiendo su quehacer profesional en una forma de alienarse de sus propias preocupaciones. Lucía había llegado hasta el punto de utilizar su actividad laboral a modo de droga. Lo sabía, era plenamente consciente de ello, pero no lograba evitarlo.
Claro que esa noche haría una excepción.
Laura estaba a punto de llegar. Iba a cenar con ella y tenía muchas cosas que preguntarle con vistas a su inminente viaje a Panamá, según le había informado por teléfono. Lo primero era lo primero. Esa noche se la dedicaría a su hija, que iba a enfrentarse a su primera despedida a una edad a la cual ella, Lucía, ya tenía hecho un máster en la materia. Esa noche hablarían de pérdidas y también de lazos irrompibles, de amistad, amor, coraje, supervivencia. Esa noche planificarían el modo de hacer sitio para todo el guardarropa en la maleta, después de lo cual se abrazarían, prometiéndose dedicar unos minutos sagrados cada día a verse las caras en Skype.
Lucía miró en la nevera para comprobar que la asistenta hubiese dejado algo cocinado y vio, con satisfacción, una tortilla poco cuajada, tal como les gustaba a las dos. Con eso y una ensalada de tomate tendrían de sobra. El tiempo de los dos platos y postre, servidos por la doncella en la mesa, había quedado sepultado en el pasado. Parecía milagroso que María y Fernando hubieran sido capaces de mantenerse esbeltos con tantas facilidades como se les daban para abandonarse a la gula. Debían de poseer una genética privilegiada que con los años había ido degenerando, porque ella necesitaba prestar más atención a lo que comía si no quería ganar rápidamente peso.
¿O sería que bailaba poco?
Encendió el ordenador, pensando que tenía que contestar a Julián. Esa idea había estado rondándole la cabeza a lo largo de todo el día, aunque no terminaba de decidirse con respecto a la respuesta. Algo tenía que decirle, sí, pero ¿qué?
«Ese hombre es tóxico, Lucía —le advirtió una voz interior—. Aléjate de él, sal corriendo».
«Será todo lo tóxico que quieras —repuso su otro yo con idéntica firmeza— pero te gusta y sientes algo especial por él. Díselo. O al menos no te cierres en banda».
¿Piel o cerebro? ¿Corazón o razón? Los tambores de Mercedes Sosa retumbaron en el interior de su cabeza con reminiscencias bélicas.
Su sentido del deber y de la responsabilidad solía proclamarse vencedor de esas batallas, por mucho que el deseo pugnase por imponerse. En contra de la estadística jugaba en este caso, empero, el hecho de que ya hubiera cometido una imprudencia gigantesca yéndose con él a pasar un fin de semana muy difícil de olvidar. La emoción había ganado a la sensatez en la primera escaramuza. ¿Cuál de los dos contendientes se alzaría con la victoria definitiva en la guerra?
Toda la educación recibida, la experiencia y la cautela natural la empujaban a borrar el correo del chileno y, con él, su recuerdo. Un extraño cosquilleo en la boca del estómago la inducía, en cambio, a correr el riesgo de estrellarse otra vez.
La voz de la tentación le habló de nuevo:
—Haz lo que quieras hacer, no lo que se espera que hagas. Sé fiel a ti misma, a tu esencia, y déjate de miedos.
El instinto de conservación insistió:
—Nadie merece la pena más que uno mismo. No te expongas a pasar por la enésima pérdida, seguramente más dolorosa que la precedente. Protégete. Corta por lo sano ahora que puedes.
—Querer es poder —se oyó decir a sí misma— aunque no es reír ni jugar ni vivir. El camino del deber es solitario y amargo, por seguro que resulte. Hay momentos en los que apetece tomar un atajo, aun a riesgo de despeñarse.
Con la pericia que da la práctica, abrió el correo que le había enviado el músico, buscó la opción «responder» y tecleó:
Querido Julián:
¿Existen los hechizos de amor? ¡Dime dónde se compran, necesito uno poderoso!
Ese fin de semana se me hizo corto, aunque dejó huella.
Te extraño,
LUCÍA
Pulsó inmediatamente «enviar», antes de incurrir en la deformación profesional de empezar a releer lo escrito, cambiando palabras y comas, hasta acabar borrándolo todo.
—Alea jacta est —dijo en voz alta—. Los sueños han ganado la partida a la cordura.
Sobre el escritorio, junto a su butaca, estaba el diario de su madre, marcado por un abrecartas de marfil en la página donde lo había dejado la víspera. Parecía estar llamándola. Laura no había llegado aún. El trabajo esperaría al día siguiente.