Estocolmo, martes, 23 de octubre de 1962
Lo de Lucía al final no era nada, gracias a Dios.
En lo demás seguimos igual… o peor.
Ayer estuve hablando con Fernando después de cenar y me acosté con el alma encogida. No saqué a relucir la cuestión de la mancha en el pañuelo, no me atreví. Me limité a decirle que estaba muy inquieta por los chicos ante los rumores de una posible guerra y quería traerlos con nosotros a Estocolmo. Él se cerró en banda a la posibilidad de sacarlos del colegio, aunque me ofreció ir unos días a verlos cuando se acerque la Navidad y así volver los tres juntos a pasar aquí las fiestas. No entendía mi nerviosismo ni yo podía explicarle su porqué.
Generalmente soy yo la que pone templanza en cualquier situación y él quien tiene dificultades para domeñar un carácter explosivo. Yo me pliego a su voluntad o la rodeo con habilidad. Él ejerce la autoridad sin esperar discusión. Ayer olvidé mi papel o fui incapaz de representarlo.
—¿Se puede saber qué te pasa? —me preguntó la tercera vez que le insistí en que reconsiderara su negativa. Le desconcertaba mi obstinación y me miraba con una mezcla de reproche, incomprensión y condescendencia—. Esto ya estaba hablado y decidido.
—Decidido por ti.
—Tú estabas de acuerdo.
—Yo nunca te desautorizaría ante ellos, ya lo sabes, pero las cosas han cambiado.
—¿A qué te refieres? Las cosas siguen estando como estaban. Tienen que sacar el curso, punto.
—No me refiero a ellos sino a la situación internacional. Se dice que algo grave está pasando en Cuba, y me preocupa que pueda ir a peor.
—Hace tiempo que los norteamericanos andan preocupados por los movimientos de armas e instructores militares soviéticos que detectan en Cuba —me explicó, como si se dirigiera a un chiquillo torpe, pugnando por contener la impaciencia—. Desde lo de Bahía de Cochinos se ha mantenido allí una tensión latente. Nada que deba alarmarte más de la cuenta. Washington ya ha evitado el enfrentamiento con Moscú en Corea, Alemania, Hungría y Egipto.
—Ya lo sé, pero nunca hasta ahora se había hablado tan abiertamente de la posibilidad de una guerra.
—La Guerra Fría es preferible a la guerra sin más. Ellos lo saben mejor que nadie. En el transcurso de la última, el propio Kennedy resultó gravemente herido en el Pacífico y perdió a su hermano mayor en Europa.
—Entonces todavía no se habían extendido las armas nucleares como ahora.
—Razón de más. Desde entonces las dos superpotencias se han rozado en varios conflictos sin llegar a chocar. Saben hasta dónde pueden forzar el pulso y cuáles son las que De Gaulle denomina sus respectivas «zonas de hegemonía». No te angusties sin motivo y deja que me ocupe yo de estas cosas.
Estábamos en el salón, frente a frente, Fernando enfundado en su bata de seda, fumando de esa manera elegante que tiene de hacerlo, sujetando el cigarrillo entre el pulgar, el índice y el corazón, para llevárselo lentamente a la boca, mientras yo hacía punto. Mercedes, que había cenado en la mesa con nosotros, se acababa de ir a la cama. Lucía llevaba tempo durmiendo, después de contarme con su media lengua lo que le había sucedido al morder una manzana en la tienda de la abuela, dice ella, a la que suele ir con Jacinta.
Debían de ser poco más de las diez, pero reinaba una calma propia de la madrugada.
No deja de sorprenderme que la paz pueda pender de un hilo cuando todo parece tan normal, tan cotidiano. ¿Sucedería lo mismo en vísperas de los muchos conflictos que ha conocido nuestro siglo? Es muy probable que sí. Sólo de pensarlo siento escalofríos.
De haber sabido que estaba larvándose una guerra civil inminente, mi padre no nos habría dejado solas en San Sebastián, estoy segura. Y si Fernando estuviera tan convencido como yo de que en cualquier momento chocarán sin remedio Kruschev y Kennedy, actuaría de otro modo. No me cabe la menor duda.
Ayer por la noche escuchó mis ruegos con más calma de la que suele manifestar cuando se le lleva la contraria, e incluso se mostró especialmente cariñoso conmigo. Supongo que le conmovería el disgusto que tenía yo, o tal vez fuese una forma de paliar su mala conciencia, si es que la tiene. Lo ignoro. En todo caso, percibí que no se tomaba en serio mi preocupación ni le daba excesiva importancia.
En un momento dado, apagado ya el pitillo, se inclinó hacia el sofá en el que estaba sentada yo, para hacerme una caricia en la mejilla como las que se hacen a los bebés, pellizcándome la mejilla, y medio en serio medio en broma trató de animarme.
—¡Vamos, mami! ¿Dónde está mi vasca recia? ¿Te vas a arredrar ahora tú, que me has seguido por medio mundo sin una vacilación?
Cuando se comporta de ese modo me derrota, a la vez que disipa mis temores. Con esos gestos desarma hasta la última defensa. ¿Cómo no voy a rendirme ante él? Pasa de la cólera a la ternura sin transición y pone en ambas la misma pasión que en el baile, la polémica o el amor. De él cabe esperar cualquier actitud salvo la indiferencia. Es un hombre a quien sólo se puede odiar o amar profundamente, no hay término medio que valga. Y a mí el corazón me lleva espontáneamente a idolatrarle.
En ese instante estuve a punto de confesarle toda mi conversación con Paola. Me faltó un suspiro. Sólo me contuve por lealtad a la única amiga digna de ese nombre que tengo aquí, aunque ya he decidido hablar a tumba abierta esta noche, si las cosas no revientan antes, advirtiéndole previamente a ella de lo que voy a hacer. Callaré, por supuesto, la parte referida a su infidelidad, pero le revelaré el resto a mi marido.
Que sea lo que Dios quiera. No soporto más esta tensión.
Fernando debió de achacar mi estado emocional a la pena que me da estar separada de mis hijos, y trató de quitar hierro al asunto, incapaz de comprender. ¿Cómo iba a imaginar que sé lo que sé? La política es lo suyo. No en vano estudió para ser diplomático y sigue devorando todo lo que se publica sobre relaciones internacionales e historia del siglo XX. Lo mío es la casa, los menús, las cenas, las sonrisas.
Con todo, en vez de ponerse a leer, que es lo que suele hacer cuando por milagro no salimos o recibimos invitados, se tomó su tiempo para intentar convencerme con argumentos de que mis temores son infundados. También es verdad que no le costó mucho esfuerzo esa tarea, porque disfruta exhibiendo sus conocimientos sobre aquello que le apasiona y da sentido a su vida. En condiciones normales no suelen ser asuntos que a mí me quiten el sueño, pero ayer, dadas las circunstancias, puse toda mi atención en escucharle, mientras mis manos seguían tejiendo, ajenas a mi voluntad, guiadas por el automatismo de una costumbre arraigada.
—La Alianza Atlántica y la Comunidad Económica Europea son los mejores garantes de la paz, créeme. Los Tratados de Roma han sentado las bases de una cooperación cuyos beneficios no han hecho más que empezar. El mundo nunca agradecerá lo suficiente a De Gasperi, Adenauer y De Gaulle su contribución al progreso y la estabilidad. Lástima que España haya perdido también ese tren y se mantenga al margen de la evolución del continente, aislada en su burbuja reaccionaria, como tantas otras veces en los últimos tres siglos.
Conociéndole como le conozco, temí que fuese a lanzarse a una enumeración exhaustiva de las razones que, según él, han llevado a nuestro país a faltar a esa cita con la Historia, y traté de centrar la conversación.
—Esta vez no parece que el peligro esté en Europa sino más bien en cualquier otro punto que pueda enfrentar a Estados Unidos con la URSS, ¿no?
—Bueno, en parte tienes razón y en parte no. —Recogió el guante, probablemente extrañado por el hecho de que fuese yo quien entrara en esas profundidades—. Ahí está el Pacto de Varsovia, que agrupa a todo el bloque comunista en una única máquina de guerra comandada por la URSS, nacido como respuesta fulminante a la creación de la Alianza Atlántica. Aun así, deberías estar tranquila. Kruschev no es Stalin, afortunadamente.
—¿Se puede confiar en él?
—Eso sería ir muy lejos. Pero es innegable que tuvo el valor de denunciar las barbaridades de su predecesor ante sus propios compañeros del Partido Comunista, y ahora está tratando de abrir poco a poco puertas y ventanas en la Unión Soviética, empezando por liberar a la mayoría de los prisioneros políticos que sobrevivieron a los campos de concentración siberianos donde los recluyó ese fanático sanguinario de Stalin. Se habla de decenas de millones de muertos como consecuencia de las sucesivas purgas desatadas por él, y no creo que la cifra sea exagerada.
—No deben de pensar lo mismo que tú los pobres húngaros —apunté, recordando las imágenes de los tanques soviéticos en las calles de Budapest, pasando literalmente por encima de los manifestantes anticomunistas, hace apenas seis años.
—Ellos no querrán mucho a Kruschev, supongo.
—El caso de Hungría demuestra precisamente que no estamos en manos de locos sino de líderes prudentes, María —me rebatió, con ese tono vagamente despectivo que le sale a veces sin querer—. Es un hecho insoslayable que Occidente permaneció impasible ante el aplastamiento de las esperanzas democráticas de los húngaros, dejó tirado a su líder, Imre Nagy, y permitió que las tropas soviéticas ahogaran en sangre su incipiente primavera, pero no lo es menos que, de haber actuado de un modo distinto, seguramente habría estallado otra guerra mundial.
Fernando estaba tan tranquilo que no podía saber lo que se está cocinando en la sombra, lo que a mí me ha contado Paola. En caso contrario yo habría notado su inquietud. Si algo no ha sido capaz de hacer nunca él es ocultar sus emociones. Antes al contrario, es de los que no tienen reparo alguno en dejar que se desborden.
Como es lógico, yo no iba a citar a mi fuente, aunque trasladé mentalmente los sucesos de Budapest al escenario de Cuba y recordé que, según ese espía de la CIA que es el amante de Paola, Kennedy ha decidido poner pie en pared y declarar la guerra a Moscú si no son retirados los misiles nucleares rusos de la isla. De ahí que preguntara:
—¿Quieres decir que los occidentales hicieron bien en dejar las manos libres a los soviéticos? ¿Deberían hacer hoy lo mismo en una situación parecida?
—Quiero decir que los estudiantes y obreros húngaros, encabezados por el bueno de Nagy, confundieron apertura con libertad. Se les dio un dedo y quisieron tomarse el brazo entero. Por eso cuestionaron la autoridad soviética anunciando una democratización de la vida pública que Kruschev no podía aceptar en modo alguno, so pena de ver tambalearse todo el edificio levantado por sus ejércitos a su lado del Telón de Acero.
—¡Si esa pobre gente no había hecho nada más que salir a la calle!
—Esa gente había desafiado a los soviéticos. De ahí que estos tacharan aquel movimiento de «contrarrevolucionario» y lo sometieran con sus blindados, matando a millares de inocentes. Cualquier apoyo armado a su causa habría sido considerado por Moscú como un casus belli de libro.
—Fidel Castro ha implantado un régimen comunista en Cuba, a dos pasos de Estados Unidos, y Washington no le ha declarado la guerra —aduje, apelando a la lógica.
—No le han faltado ganas, te lo aseguro. Pero ellos se rigen por normas democráticas que impiden el tipo de actuaciones protagonizadas por el Ejército Rojo en Budapest. Es lo que diferencia la civilización de la barbarie totalitaria.
Volví a callar lo que sabía por Paola sobre los planes e intenciones de la CIA y la Casa Blanca respecto de Fidel Castro. Que a raíz del fiasco de Bahía de Cochinos, los hermanos Kennedy habían encomendado a la CIA nada menos que el asesinato del líder cubano. Su eliminación física pura y dura, de manera discreta, limpia e imposible de relacionar con su Administración. O sea, que en este juego endiablado nadie es en realidad quien pretende ser. Fernando regresó al tema de Hungría.
—La cuestión es que, en aras de mantener la paz y el equilibrio entre los bloques, todo el Occidente democrático tuvo que contemplar de brazos cruzados cómo eran torturados y ejecutados Nagy y varios millares más de patriotas húngaros, traicionados por un sujeto llamado János Kádár, que algún día arderá en el infierno si es que existe ese lugar y hay justicia divina.
—Existe, Fernando, no lo pongas en duda. Igual que existe Su infinita bondad.
Él nunca discute conmigo asuntos relacionados con la religión o la fe. Sabe perfectamente cuánto me duele su tibieza, por no decir descreimiento, y evita hurgar en esa herida. Por eso ayer hizo caso omiso a mis palabras y siguió con su relato como si no me hubiese oído.
—La vileza de Kádár alcanzó tal extremo que vendió a los soviéticos a su amigo de la infancia, al hombre cuya esposa le había salvado la vida durante la guerra, Laszlo Rajk, con el fin de acumular méritos para alcanzar el poder. Obedeciendo a sus amos de Moscú, prometió a Rajk un salvoconducto a Crimea si se declaraba culpable de crímenes imaginarios y aquel desgraciado, que cometió el error de creer en su palabra, acabó ahorcado, como muchos otros, mientras Kádár era aupado al gobierno sobre la sangre de sus compatriotas.
—No resulta muy tranquilizador lo que cuentas…
—Pues lo es. Porque si los americanos no actuaron para impedir esa infamia fue porque aceptan, de facto, que no pueden meter sus narices en casa de los soviéticos, del mismo modo que estos no meterán las suyas en el patio trasero de los estadounidenses.
—¿Te refieres a Cuba?
—A Cuba, al continente americano, Europa occidental, la parte del mundo en la que vivimos o, si lo prefieres, el bando al que pertenecemos en esta Guerra Fría que dura ya más de una década.
¿Podía estar Fernando equivocado hasta ese punto? Me costaba tanto aceptar esa idea que pregunté directamente:
—¿Y qué pasaría si Kruschev decidiera saltarse todo eso que dices y apoyar militarmente a Fidel Castro de forma abierta?
—En tal caso, Kennedy se sentiría legitimado para defender su territorio y haría bien. Pero no creo que el líder ruso esté dispuesto a correr ese riesgo. Hoy por hoy el arsenal nuclear norteamericano supera con creces al soviético.
—¿Llegarían a utilizarlo? —Esa era la pregunta del millón.
—Esperemos que no. No hay motivos para pensar otra cosa. Hoy han llegado a la Embajada varios ABC de la semana pasada y no dicen nada nuevo, ya lo verás tú misma. Tampoco he leído nada especialmente preocupante en Le Monde ni en el Times, más allá de las tensiones habituales en Berlín, que se encuentra justo en la frontera entre los dos imperios. Además, Kennedy acaba de enviar quince mil soldados norteamericanos a Vietnam, para ayudar al gobierno de Saigón a combatir a la guerrilla comunista. Bastante tiene con ese avispero del que tuvieron que salir corriendo los franceses. No creo que vaya a meterse en otro conflicto.
Ni yo quise insistir más ni él tenía ganas de seguir hablando de trabajo, por mucho que el trabajo sea al mismo tiempo afición. Era ya casi hora de acostarse. Tiempo de zanjar la cuestión y pensar en otra cosa.
—Olvídate de este asunto —se recostó en su sillón, cruzando la pierna izquierda sobre la derecha con el pie a la altura de la rodilla— y cuéntame qué le ha pasado al Juguete —así llama él a Lucía— en esa tienda de fruta.
Ese también es mi marido.
Esta mañana, por fin, he podido hablar con Miguel y con Ignacio.
Cuando Fernando se ha levantado, a eso de las nueve, yo llevaba ya un buen rato despierta, de manera que no he esperado a que Oliva me trajera el desayuno a la cama y he bajado a tomarme el chocolate a la vez que él se bebía su café.
Hoy tengo muchas cosas que hacer. Necesito que me cunda el día.
Antes de bañarme he probado suerte con la conferencia y, gracias a Dios, me ha respondido una operadora que hablaba francés. Enseguida me ha telefoneado de vuelta con el esperado:
—Madrid à l’appareil.
El encargado de la centralita del colegio no se ha mostrado sorprendido por mi llamada, aunque sí un tanto nervioso. Ha ido a buscarlos a clase como si fuese lo más natural del mundo, lo que me ha parecido bastante extraño.
¿Qué más da? Lo importante es que mis chicos parecían estar muy contentos. Miguel avanza rápidamente en matemáticas, además de ser el primero de su clase en gimnasia. A Ignacio le cuesta un poco más acostumbrarse a la comida del colegio, pero ha hecho ya muchos amigos.
Su alegría me ha dado un rato de paz.
He vuelto a quedar con Paola a la hora de comer. Vamos a ir al parque de Skansen, una especie de híbrido entre el zoológico y el Retiro, con Lucía y Beatrice, su hija pequeña, que tienen casi la misma edad. Allí las niñas se divertirán, viendo a los animales y disfrutando de las demás atracciones del recinto, mientras nosotras charlamos.
Estoy impaciente por escuchar qué nueva información le ha dado su espía, por más que me incomode el modo en el que la consigue. Al fin y al cabo, es su vida.
Para hacer tiempo, he estado hojeando los ABC que trajo ayer Fernando a casa, sin encontrar una palabra sobre esta situación terrible que atravesamos. Habían llegado en la valija, con el vuelo de SAS que hace escala en Copenhague, y eran del sábado 20 y el domingo 21, porque el lunes no hay periódico. Los he revisado de arriba abajo y nada. ¿Cómo puede ser? ¿Tan bien guardado está el secreto que ni diplomáticos ni periodistas se enteran de que estamos a un paso del desastre? ¿Me estará engañando mi amiga contándome una película? ¿O acaso sea ella la víctima de un sinvergüenza que la ha embaucado con estas historias?
El ejemplar del sábado dedicaba la portada al Día de la Prensa. En páginas de Internacional se hablaba de la entrevista celebrada entre el presidente Kennedy y el ministro de Asuntos Exteriores soviético, Andréi Gromyko, aunque únicamente se mencionaba el asunto de Berlín, en el que, dice el corresponsal, no hay avances: «Las cosas siguen en tablas y la ciudad de Berlín partida por el muro de la infamia».
¿Y qué pasa con Cuba? ¿No habrán hablado de eso los dos mandatarios? ¡Es imposible!
Me ha llamado la atención una noticia publicada en la misma sección, referida a un agente soviético condenado a ocho años de trabajos forzados en Alemania por asesinar a dos disidentes ucranianos refugiados del comunismo en Munich. Los mató, decía la crónica, con una pistola de gas cianuro, siguiendo órdenes de las autoridades soviéticas, y luego se arrepintió y se entregó en Berlín Occidental por miedo a lo que podrían hacerle sus compatriotas.
Inmediatamente me he acordado de ese ruso del que hablamos ayer, el tal Doliévich que informa a George. ¿Qué le pasaría si le capturan? Supongo que iría a parar a un campo de concentración en la taiga o bien directo al paredón, después de ser torturado. Si enviaron a un agente hasta Alemania para ejecutar a un escritor y un activista que habían huido de la dictadura, ¿qué no le harían a un renegado culpable de pasar información de ese calibre? Espero por su bien que no le cojan.
Y eso era todo. Algunos artículos sobre los trabajos del Concilio, el tiempo, veinte grados de máxima en Madrid cuando aquí estamos a siete, y el premio Nobel de Medicina, que se entregará como cada año en una solemne ceremonia celebrada en la Academia, a la que seguramente asistamos Fernando y yo.
También se publicaba en huecograbado una foto del marqués de Santacruz, nuestro embajador en Londres, recibiendo de manos del presidente de la Sociedad Anglo-Española un cheque de catorce mil libras esterlinas (más de dos millones de pesetas) recaudadas a beneficio de las víctimas de las recientes inundaciones en Cataluña. Me he fijado en ella porque le conozco, me lo presentó Fernando hace unos años en San Sebastián.
En el ejemplar del domingo tampoco he encontrado lo que buscaba. Había un suelto sobre las restricciones al comercio con Cuba, que no desvelaba nada nuevo, y más información sobre Alemania y los planes de Bonn para dejar de enviar productos de primera necesidad a Berlín Oriental, «como represalia por las medidas comunistas contra Berlín».
Hay que ver cómo han cambiado las cosas en tan poco tiempo. Hace poco más de una década fueron los occidentales los que estuvieron a punto de sucumbir a la inanición o rendirse a los soviéticos y dejar que su ciudad pasase a sus manos. Entonces también nos acercamos peligrosamente a la guerra. Claro que ni los norteamericanos ni los británicos cedieron a la presión, y aguantaron a pie firme los trescientos días que se mantuvo el bloqueo impuesto por los soviéticos.
¿Cómo olvidar aquellos meses? Nos tuvieron con el alma en vilo, igual que ahora. Seiscientas toneladas de suministros fueron embarcados cada jornada, en todos los aviones disponibles, con el fin de abastecer a los berlineses que necesitaban de todo: desde mantequilla hasta zapatos, pasando por clavos, harina y sobre todo carbón para encender sus calefacciones. Casi doscientos mil vuelos estadounidenses hubo en esos meses, entre 1948 y 1949, que se sumaron a los más de ochenta mil británicos.
Fernando y yo éramos entonces novios y yo seguí el desarrollo de la crisis casi con tanto interés como él. Al final, los soviéticos tuvieron que ceder y reabrir las carreteras. Es de suponer que Kennedy nunca abandonará a los alemanes. Ni tampoco a los cubanos. La cuestión es hasta dónde estará dispuesto a llegar por defenderlos del comunismo y a dónde nos arrastrarán a los demás entre unos y otros.
Vuelvo al periódico del domingo, porque todavía tengo que entretenerme en algo mientras Oliva termina de vestir a Lucía para que me la lleve al parque. Siguiendo la costumbre, he empezado por mirar las esquelas, sin encontrar a nadie conocido. Luego he recortado los crucigramas, que guardo para cuando tenga la mente más despejada. En cuanto a las noticias, nada que me saque de dudas.
Como nos adelantó el padre Bartolomé, el Vaticano ha hecho un nuevo llamamiento en favor de la paz mundial, exhortando a la fraternidad y la justicia social. ¡Bendito sea este Papa! ¿Tendrá alguna idea de lo que está fraguándose en los despachos del Kremlin y la Casa Blanca? Lo dudo mucho. Y aunque lo supiera, ¿qué podría hacer? Rezar, como cualquiera de nosotros.
Yo le he prometido a Dios que si nos salva de esta guerra estaré un año sin fumar. No se me ocurre sacrificio mayor que esté a mi alcance y no implique a mi marido o a mis hijos. Esto es algo entre Él y yo y aquí queda, negro sobre blanco, mi promesa.
Son las seis de la tarde.
¡Vaya día!
Ya es público y notorio. Aunque yo haya sido la última en enterarme, debido al maldito idioma, el mundo está desde esta mañana al tanto del peligro al que nos enfrentamos. El peor que ha conocido hasta ahora la humanidad.
De madrugada, el presidente Kennedy ha hecho público un comunicado en el que da cuenta de la presencia de bases de misiles nucleares soviéticos en Cuba y lanza un ultimátum a Moscú para que las desmantele. En caso contrario… Por el momento ha decretado un bloqueo naval de la isla y puesto a las Fuerzas Armadas estadounidenses en estado de alerta máxima ante la magnitud de la amenaza que nos acecha.
Las espadas están en alto. Paola no se equivocaba.
Vayamos por partes. Necesito ordenar todo este caos y no veo mejor manera de hacerlo que recogerlo en este cuaderno tal y como ha ido sucediendo.
Hoy he sido yo quien ha llegado tarde a nuestra cita. Es un trayecto largo el que hay que recorrer desde Bromma hasta Skansen, primero en tranvía y metro para llegar al centro y después en ferry, atravesando uno de los muchos brazos de mar que se adentran en la ciudad de Estocolmo, hasta la isla de Djurgården, donde se encuentra ese lugar lleno de ardillas que es el favorito de mi hija.
Al acercarnos al muelle de atraque hemos podido contemplar de cerca el Vasa, un antiguo barco de guerra que se hundió en el año 1628 en su primera travesía, nada más salir del puerto, y que los ingenieros sacaron del fondo de la bahía la primavera del año pasado, prácticamente intacto. Ahora permanece amarrado a tierra, para disfrute de los viandantes, en espera de que las autoridades suecas decidan qué hacer con él.
Su laborioso rescate fue noticia de portada en todos los diarios locales durante semanas. Según explicaron los expertos, las bajas temperaturas del agua en la que permaneció sumergido más de cuatrocientos años han mantenido la madera en perfecto estado, por lo que el buque parece recién salido del astillero. Es impresionante, todo de madera, con esculturas preciosas talladas en el castillo de popa y mástiles gigantescos. Yo no sé nada de barcos, pero este me recuerda a los galeones de la Armada Invencible pintados en los cuadros del Museo del Prado. Nunca pensé que vería uno de verdad tan de cerca.
Lucía, que todo lo pregunta, me ha sometido a un interrogatorio implacable de porqués referidos al naufragio y al navío en sí. He contestado lo mejor que he sabido, aconsejándole que pregunte esta noche a su padre, mucho más versado en estas cosas. Así aprovecharé yo también para aprender algo sobre la historia de esos pobres tripulantes ahogados y congelados a dos pasos de sus hogares. Dicen que dentro del buque aparecieron sus ropas, pertenencias, utensilios de cocina, alimentos, armas… Todo lo necesario para vivir a bordo durante meses, preservado del paso del tiempo en un inmenso frigidaire.
A ver qué nos cuenta Fernando.
Hacía un tiempo sorprendentemente bueno a pesar del frío. Una luz amarillenta, otoñal, de sol nórdico, caía horizontalmente desde el cielo pálido, suavizando los perfiles y acentuando los colores ocres de las hojas que alfombraban el suelo. El aire estaba impregnado de olor a leña quemada. De pronto me ha invadido una sensación profunda de bienestar, contagiada seguramente de la alegría con la que Lucía tiraba de mi mano, impaciente, para obligarme a ir más deprisa.
Nada más pagar la entrada, atravesar la cancela y subir las escaleras que conducen al recinto propiamente dicho, nos ha recibido un anciano vestido con el traje típico rural sueco, pantalones de cuero, jersey de lana basta y botas, además del zurrón de corteza de árbol que antaño solían llevar aquí los campesinos. Pese a no entender sus palabras de bienvenida, sus gestos eran inequívocos y me han parecido un buen augurio.
Soy optimista por naturaleza.
Había quedado con Paola en el café de una plazoleta situada casi al fondo del parque, más allá del pequeño zoológico que acoge a un puñado de animales capaces de aguantar estas temperaturas polares. Entre ellos, osos y renos que parecían saludarnos con tristeza desde sus jaulas. Hemos atravesado un bosquecillo de castaños y abedules cuyas ramas, casi desnudas, no tardarán en cubrirse de nieve. A Lucía le han llamado la atención, a pesar de conocerlos de sobra, un molino de viento centenario, pintado de rojo, traído pieza a pieza de una aldea en el campo, así como una impresionante torre vikinga esculpida en un tronco enorme que se alza entre la vegetación.
Esta ciudad de Estocolmo es el paraíso para un crío. Parece diseñada a su medida.
Debía de ser yo la única madre del parque, repleto de abuelas y abuelos de paseo con sus nietos de corta edad, demasiado pequeños para estar en la escuela. Supongo que las suecas estarán trabajando, siendo hoy un día laborable entre semana. Al constatar esa ausencia he sentido lástima por ellas, que se van a perder los años más bonitos de sus hijos, y me he dado cuenta de lo afortunada que soy yo por poder disfrutar de este rato con mi hija. Creo que ella sentía lo mismo. Es muy niña todavía, aunque espero que algún día, quién sabe dónde, recuerde estos momentos pasados en lugares tan alejados de España y sonría pensando en lo lejos que la llevamos su padre y yo.
Lucía era fácilmente reconocible entre todos los demás chiquillos porque resultaba ser la única ataviada con una falda, escocesa para más señas, leotardos de lana y un grueso chaquetón de punto. Los otros, niños y niñas, vestían pantalones y anoraks. Verla corretear por allí feliz, sabiendo que la llevaba a montar en poni junto a su amiga Beatrice, me ha dado mucho más calor que la piel de nutria que me cubría a mí.
La felicidad es contagiosa y abriga.
¿Existe algo más luminoso que la risa de un niño? Estoy convencida de que no. Acaso el amor de un esposo fiel, entregado, lleno de sorpresas y previsible al mismo tiempo. Dulce y brillante. Cariñoso e inteligente. Tal vez. Seguramente, aunque no tengo modo de saberlo. Fernando sólo reúne algunos de esos atributos y no sé si existirá un marido que los atesore todos. Lucía es en todo caso para mí una mañana de sol. Fernando, el cielo embrujado que abraza la bahía de San Sebastián cuando amenaza galerna. Ella es paz. Él, tormenta.
No hemos tardado mucho en llegar hasta el café autoservicio en el que íbamos a almorzar, donde Paola había ocupado ya una mesa, situada junto a la puerta, que nos permitiría charlar tranquilamente sin perder de vista a las pequeñas mientras montan en los ponis y los columpios.
Para entonces debía de ser cerca de la una.
Lo dicho, he sido la última en enterarme.
—Ya es oficial —me ha recibido Paola, vestida de punta en blanco—. Kennedy se ha dado por enterado de lo que sabe hace días y ha enviado un mensaje muy claro a Kruschev y al mundo entero.
—¿Qué dices?
—Lo que oyes. ¿No has escuchado la radio?
—No.
—Pues esta madrugada el presidente ha hecho una declaración institucional ante las cámaras de la televisión, que yo he oído íntegramente reproducida en la BBC. No ha dicho nada que no supiéramos ya, aunque el hecho de que lo haga público supone seguramente una escalada adicional en el conflicto. El tono que ha empleado al hablar ha sido interpretado unánimemente como el anuncio de que una declaración de guerra es una posibilidad muy real.
Todo el bienestar que había experimentado hasta entonces, todo el placer de compartir con Lucía unas horas de asueto en el parque, se han desvanecido de golpe.
He mirado instintivamente hacia el camino de arena que recorren al paso las diminutas monturas a cuya grupa van las niñas, a fin de comprobar que ella siguiera allí. Y allí seguía, con el chaquetón de lana roja que terminé de tejerle este verano, agarrada con fuerza a las crines del poni. Allí estaba, completamente feliz, dibujando con su alegría lo mejor de este mundo amenazado. Demostrando, por el mero hecho de existir, lo irracional que resultaría ser el estallido de una posible guerra.
Mi amiga, entre tanto, continuaba hablando de los misiles con la fría objetividad del reportero que le habría gustado ser, si hubiese nacido varón.
—Resumiendo, Kennedy lanza un mensaje al mundo y tres a los soviéticos. Al primero le dice que la década de los treinta nos enseñó que si permanecemos indiferentes ante una conducta agresiva esta crecerá hasta conducir a la guerra. Por eso anuncia que la política de paciencia y contención mantenida hasta ahora por los norteamericanos con respecto a la URSS ha llegado a su fin.
—¿Y a los soviéticos?
—A los soviéticos les informa de que los aviones estadounidenses han confirmado la presencia en la isla de misiles nucleares de carácter ofensivo, cuya amenaza no piensa tolerar, y les reprocha el hecho de haberle mentido una y otra vez al negar sistemáticamente su existencia. Los acusa igualmente de haber roto el statu quo vigente, para añadir que aunque Estados Unidos no quiere ir a una guerra nuclear prematura…
—¿Guerra nuclear? —la he interrumpido—. ¿Ha dicho expresamente guerra nuclear?
—Eso es exactamente lo que ha dicho. Que aunque Estados Unidos no quiere una guerra nuclear, tampoco renuncia a los riesgos que tengan que afrontar sus ciudadanos con el fin de impedir el uso de armas atómicas en el hemisferio occidental.
—¡Dios!
—Por último, advierte a Moscú de que tanto Washington como sus aliados han puesto a sus Fuerzas Armadas en estado de máxima alerta, precisando que cualquier lanzamiento de un proyectil desde Cuba será considerado un ataque directo a Estados Unidos y recibirá una respuesta adecuada contra la Unión Soviética, que dará comienzo a la guerra nuclear.
—Otra vez…
—Infatti, cara, otra vez. Todo lo demás es parafernalia sobre la convocatoria del Consejo de Seguridad de la ONU, el llamamiento a Kruschev para que regrese a la senda del diálogo, bla, bla, bla.
Me he quedado de piedra. Una parte de mí se negaba a aceptar la realidad, como si aferrándome a la idea de que todo es una pesadilla pudiera conjurar el peligro. La otra me impulsaba irracionalmente a coger a Lucía de la mano y regresar corriendo a casa. Se ha impuesto el autocontrol y he acertado a decir:
—¿No hay esperanza entonces?
—Sí, sí que la hay. O al menos eso dice George, aunque no me ha dado muchos datos. Esta mañana le he visto apenas una hora y me temo que en los próximos días vamos a tener que prescindir el uno del otro.
—¿Y eso? —Sin él, Paola y yo perdíamos una fuente preciosa.
—Está esperando la llegada, esta misma tarde, de un equipo que viene de Langley, el cuartel general de la CIA, con la misión de interrogar al ruso.
—¿Sus superiores no se fían de George?
—Supongo que querrán asegurarse, ante un asunto de esta envergadura, de que Doliévich no les toma el pelo ni trata de venderles información falsa. Es, al parecer, el procedimiento habitual: envían a un equipo completo de la contrainteligencia, que incluye a un experto encargado de tender trampas al soviético a fin de detectar cualquier mentira y comprobar su buena fe, comunicaciones especiales, una línea encriptada con Estados Unidos y ese tipo de cosas.
Mira que me gustan las novelas de misterio, empezando por las de Georges Simenon o Graham Greene, y sin embargo nada de lo que oía decir a Paola me causaba otra cosa que estupor. Las historias de espías son fascinantes mientras permanecen en el terreno de la ficción. Cuando se trata de la realidad, y esa realidad lleva implícita la amenaza de una guerra que llevaría a la destrucción de todo lo que conocemos, suelen resultar mucho más sucias. Además, es imposible adivinar cómo acabarán.
—¿Por qué está traicionando Doliévich a su país? Me cuesta creer que lo haga únicamente por dinero. ¿No se tratará de una estratagema, como temen los de la CIA?
—Lo dudo. Fue él quien se acercó a George. Hoy me lo ha contado. Ambos sabían quién era el otro y a qué se dedicaba, porque los dos habían competido por sobornar a un ingeniero sueco para obtener secretos de la industria militar de este país. Se trata de un sector sumamente pujante, como seguramente sabes, y por ende de una competencia inquietante para las dos superpotencias.
—¿A un sueco? ¡No me lo creo!
—He dicho que lo intentaron, no sé si lo consiguieron. En todo caso así fue como supieron el uno del otro, al margen de que se conocieran formalmente en una recepción; eso ya te lo expliqué ayer. El ruso es un tipo muy importante, que se mueve al máximo nivel en el Politburó. Hace poco más de un mes citó a George en un café de Odengatan para tantearlo. Un lugar lleno de oficinistas en el que su encuentro pasaría desapercibido a cualquier mirada indiscreta. Le dio a entender que tenía algo en su poder que tal vez pudiera interesarle. George se mostró, por supuesto, receptivo, aunque no sacó más de esa conversación.
—Decididamente la realidad supera a la ficción…
—A la mejor novela, no tengas duda. Escuchar a George contar esas historias me gusta tanto como hacer el amor con él. Bueno, tanto no, pero casi. Resulta… come si dice affascinante?
—Continúa, por favor.
¡No habría soportado una segunda sesión de confesiones de cama!
Paola me ha relatado que su amante y el ruso se vieron otras dos veces más, hablaron de la Guerra Fría en términos similares, con preocupación, y George le dijo la verdad; que él considera su trabajo un modo de contribuir a evitar esa catástrofe. Entonces Doliévich se ofreció a ayudarle en la tarea y le reveló que acababa de regresar precisamente de Moscú, donde había tenido conocimiento de hechos sumamente relevantes. También le confesó que no tenía familia, había dejado de creer en el comunismo y deseaba desertar a Occidente.
Así empezó todo.
Según parece, a esta misma hora debe de estar siendo sometido al primer interrogatorio propiamente dicho. Si supera la prueba, en los próximos días lo sacarán del país y le proporcionarán una nueva identidad en Estados Unidos. George le ha dado su palabra y va a tratar de protegerle, pero sus propios compañeros de la CIA no le han garantizado que vayan a respetarla. Confío en que el ruso sepa lo que se hace y se haya guardado la suficiente información como para llegar sano y salvo a América, porque a juzgar por lo sucedido con los ucranianos de los que hablaba el ABC, no puedo ni imaginar lo que le harían los suyos a este desgraciado si lo atraparan.
Paola juega esta partida con ventaja. Ella sabe de antemano lo que me va a decir y yo en cambio tengo que ir sacándoselo con tenazas, por su afición a perderse en digresiones sin fin. Su afirmación de que todavía hay esperanza me había tranquilizado algo, pero me urgía llegar al fondo de la cuestión.
Fuera, Lucía y Beatrice habían pasado de los ponis a los caballitos mecánicos, completamente ajenas a los enredos de dos presidentes todopoderosos mucho más preocupados por salvar sus caras que por preservar nuestras vidas. La luz empezaba a teñirse de naranja y la temperatura debía de haber caído, aunque ellas no parecían notarlo. Los niños, al menos los míos, rara vez tienen miedo y jamás se quejan del frío. Con la vida que llevamos, siempre de un lado para otro, no podrían permitirse ni una cosa ni la otra.
—Volvamos a los misiles, si no te importa. ¿Cuál es la buena noticia?
—La buena noticia es que, por el momento, la decisión que ha tomado Kennedy es someter Cuba a un bloqueo naval en vez de bombardear la isla.
—¡Gracias a Dios! Se ve que es un hombre razonable.
—Y sobre todo prudente. Parece ser que la CIA ha elaborado un informe muy bien documentado cuya conclusión es que los misiles instalados en Cuba ya son operativos y podrían ser lanzados contra Estados Unidos antes de ser neutralizados. Kennedy no quiere correr ese riesgo si no se ve absolutamente obligado a ello.
—Es lo que haría cualquiera.
—No creas. George está convencido de que su decisión habrá molestado sobremanera a los militares y también a ciertos senadores del Comité de las Fuerzas Armadas, hombres duros que consideran a Kennedy un niñato sin agallas. Claro que quien manda en la Casa Blanca es el presidente, o al menos eso espero yo. Ojalá conserve el control hasta el final, porque van a someterlo a un pulso terrible por partida doble, de eso no hay duda.
La clave ahora radica en saber si los rusos se mostrarán igual de sensatos. Lo último que supo Doliévich de su fuente en el Politburó, me ha informado Paola, es que Kruschev no pretendía ir a una guerra sino mostrar las garras a Kennedy y establecer en Cuba una base con armamento suficiente para disuadir cualquier ataque americano contra la isla o contra la URSS. También, que había tomado medidas destinadas a garantizarse personalmente el control del armamento nuclear e impedir que un accidente o la iniciativa de un loco pudieran desencadenar una ofensiva soviética al margen de su decisión.
—¿Tú juegas al póquer? —me ha preguntado, de sopetón.
—No, pero sí al mus, que es parecido. Te refieres a que los dos presidentes están midiéndose a fin de ver cuál de los dos va más de farol. ¿No es así?
—Así es. —Las mujeres solemos entendernos a la primera, por mucho que discrepemos—. Lo malo es que han llegado muy lejos y los dos llevan cartas muy altas. Confiemos en que controlen a sus propios exaltados y encuentren el modo de recular con dignidad.
—¿Me estás diciendo que hay gente deseosa de que estalle una guerra? No puedo creerlo.
—Pues deberías, cara mia. Al parecer Kruschev se aferra a la idea de que si los norteamericanos han instalado misiles con cabezas nucleares capaces de alcanzar territorio soviético en Italia, Inglaterra y Turquía, él tiene perfecto derecho a desplegar los suyos en Cuba. Y eso es exactamente, además, lo que le están aconsejando hacer sus generales. En cuanto a la parte occidental, no te haces una idea de los intereses económicos en juego. ¿Sabes el dinero que mueve la industria armamentística norteamericana?
—No hay dinero que pague una vida humana.
He debido de parecerle idiota con semejante comentario, aunque, para mi sorpresa, me ha dado la razón, justo antes de añadir:
—Eso no impide a los fabricantes organizarse entre sí y hacer todo lo que está en su mano para vender sus productos. Es el lobby más poderoso de Washington. George me ha hablado de los millones de dólares destinados a comprar voluntades que viajan de un sitio a otro, a veces en ataúdes o incluso escondidos dentro de cadáveres. Él es texano, como el vicepresidente, Lyndon Johnson, y es consciente de la batalla a muerte que libran los Kennedy contra él.
—¡Pero si es el número dos del presidente y su sustituto en caso de que le ocurra algo!
—Precisamente esa es la cuestión. —Ha arqueado las cejas como para dar a entender que yo acababa de poner el dedo en la llaga—. El poder y sus amigos. En política nada es nunca lo que parece, María, ya te irás dando cuenta del hedor que tapan los mejores perfumes.
—Esperemos que Kennedy no se deje convencer por esa gentuza…
—Esperemos, aunque tengo mis dudas. Esta misma mañana me decía mi bellissimo amante que si la guerra contra los rusos no termina con los hermanos Kennedy, lo hará la que los enfrenta a Johnson y su clan texano. Una guerra mucho más soterrada y sucia, en la que el vicepresidente cuenta con aliados poderosos como el jefe del FBI, que conoce todos los líos de faldas del presidente y trata de chantajearle con ellos.
Todo lo que estaba diciendo mi amiga era tan contrario a lo que se lee en los periódicos y lo que se escucha en las recepciones diplomáticas, tan grave, que cada vez me resultaba más difícil dar crédito a su visión de los acontecimientos. No me tengo por una persona tan bien informada como ella, pero de ahí a considerarme completamente estúpida dista un trecho. Por eso, en lugar de seguir preguntando, he afirmado:
—Me cuesta creer que el jefe del FBI no trabaje a favor de su presidente sino contra él. Sería el colmo de la deslealtad. Y en un país tan serio como los Estados Unidos de América… ¿Te das cuenta de lo que estás diciendo y las implicaciones que tiene?
—Siempre serás una ingenua, María. Hoover, el padrone del FBI, es homosexual y aficionado a las apuestas, lo que brinda a los amigos ricos de Johnson la posibilidad de controlarle financiando sus caballos, sus jovencitos mexicanos, la pornografía que devora, pese a ser ilegal en Estados Unidos, y sus restantes caprichos inconfesables. Ya te dije ayer que el anhelo de sexo y poder es lo que mueve el mundo. Aquí tienes un ejemplo claro. Uno entre muchos.
He terminado mi copa, asqueada ante lo que estaba oyendo. Todavía quedaba un rato de luz y había algo que debía decir a Paola, de manera que nos hemos pedido un té con el fin de alargar la charla. Había llegado para mí el momento más difícil.
—Sé que te di mi palabra, pero tengo que compartir con Fernando lo que me has contado.
—Non puoi! ¡No puedes hacerme eso! —Se ha puesto hecha una furia.
—Es la única forma de que me deje traer a mis hijos aquí —me he defendido—. No le diré que George es tu amante, por supuesto. Sólo que has tenido acceso a esa información.
—¿Y tú tomas a tu marido por un deficente? ¿Crees que es tonto y no sumará dos y dos? No me traiciones, María, no lo hagas.
Se la veía tan desesperada que ha hecho vacilar mi determinación. Su reacción no era simplemente de enfado, había más; algo más hondo que me ha llevado a decirle:
—Estás enamorada, ¿verdad? Pues deja a Guido y apuesta por George si tu conciencia te lo permite. En caso contrario, olvida al espía.
Me ha lanzado una mirada torva inmediatamente seguida de otra suplicante. Es evidente que libra una batalla interior en la cual no quiere que yo interfiera. Sin darse por enterada del consejo que acababa de darle, ha insistido en su ruego:
—María, júrame que no dirás nada. Ya no es necesario, además. Habla con Fernando. La crisis es oficial, tendrá instrucciones del embajador, del Ministerio de Exteriores español. Sabrá lo que hay en el horizonte inmediato y seguro que recapacita. En caso de que la tensión siga escalando, te enviarán a España con tus hijas y es probable que a él también. Eso acabará con tu angustia.
—¿Tú puedes mirarte al espejo por las mañanas? —he disparado a bocajarro, incapaz de seguir callando la censura que en mi opinión merece su conducta.
—No es asunto tuyo.
—De acuerdo. Mantendré mi promesa y callaré, porque tienes razón en lo que acabas de decir. Pero te confieso que me cuesta un gran esfuerzo ocultar a mi marido una cosa así, y no puedo entender cómo soportas tú esta situación. ¿No te sientes culpable? ¿No temes que Guido lea en tus ojos la verdad?
—Esa sí es una buena pregunta. —Por vez primera he percibido la sombra del cinismo en su mirada—. La culpa es un lastre para la felicidad del que prácticamente he conseguido desprenderme después de toda una vida de lucha. Es un equipaje muy pesado que cargamos siempre las mujeres. Te aconsejo que te libres de él lo antes posible. En cuanto a la verdad… es como el culo, cada cual tiene la suya.
Me ha sorprendido esa agresividad vulgar, que jamás había visto en ella. Por eso le he respondido en el mismo tono ácido:
—No es cierto. La verdad es una. Es sencillamente la ausencia de mentiras. Es hacer lo correcto, no engañar a tu marido, no traicionar tus votos ante Dios. Es vivir con arreglo a lo que se cree y se dice, ser coherente, cumplir lo prometido o al menos ir de frente y reconocer que no se cumplirá, como acabo de hacer yo. La verdad es siempre el camino más corto.
—¿Y qué pasa cuando ese camino lleva únicamente a herir a otra persona sin necesidad? —Me estaba desafiando—. La vida no se desarrolla en blanco y negro como la televisión, María. Tiene colores, está llena de matices. Fíjate en Kennedy, sin ir más lejos. No es un santo. Para empezar, su pobre esposa, Jacqueline, sabe que la traiciona con todo lo que lleve faldas. Por si no fuese suficiente, ha ordenado a la CIA liquidar a Castro. Y, simultáneamente, parece realmente empeñado en evitar una guerra. ¿En qué le convierte eso, en un hombre bueno o malo, según tu visión simplista de la vida?
Ese golpe me ha dolido, ya que es el que utiliza Fernando cuando pretende hacer daño. A menudo me ha acusado de ser simplista y «panglossiana», dice él; de ver las cosas de color de rosa empeñándome en huir de la realidad. Y tiene razón. Siempre que puedo lo hago, especialmente en lo que le concierne a él, porque en caso contrario habría llegado a un callejón sin salida. Prefiero fijarme en su lado bueno e ignorar lo que me disgusta. Rehúyo el enfrentamiento. No me gusta la pelea. Si eso me convierte en simplista, tendré que aceptarme como soy.
Tampoco con Paola tenía hoy ganas de disputa. Supongo que trata de salvarse, como todo el mundo. Busca justificaciones para lo que hace, sabiendo que está mal. Allá ella. Yo veo las cosas de manera muy distinta.
—La infidelidad de un hombre es más comprensible que la de una mujer y por tanto más perdonable —he rebatido su argumento—. Ellos están hechos de otra pasta, tienen más deseos y necesidades que nosotras, instintos diferentes.
—¿De verdad piensas eso? —Me ha mirado incrédula—. ¡Mamma mia, las mujeres españolas estáis en la Edad Media! ¿Tú no deseas, no disfrutas, no padeces? No me vengas con ese cuento, por favor. Los instintos son idénticos. Lo que varía es la educación. Y yo me niego a sentirme peor por hacer el amor con George de lo que se sentirá Kennedy cuando se acuesta con una de sus incontables amantes.
—No serán tantas. —He salido en su defensa sin saber por qué—. La gente habla a menudo de lo que ignora, por puro afán de chismorreo.
—A ver… —Ha levantado la mano derecha, frunciendo a la vez los labios, y hecho el gesto de contar con los dedos, empezando por el pulgar, mientras desgranaba nombres—. Así, de memoria, una tal Judith, que le presentó Frank Sinatra; una jovencita becaria de su campaña electoral, cuyo nombre se me ha olvidado, y por supuesto Marilyn Monroe, la que le cantó este año el célebre «Happy birthday, Mr. President»; una verdadera humillación para Jackie por lo público y notorio del romance. Algunos rumores apuntan incluso a que tuvo un encuentro fugaz con Marlene Dietrich en la Casa Blanca, cuando esta contaba ya sesenta y una primaveras. ¡Es un auténtico Casanova nuestro héroe!
No he querido discutir, aunque sigo pensando que hombres y mujeres somos distintos en ese aspecto como en tantos otros. Para ellos, el sexo es poco más que un juego. Para nosotras, la fuente sagrada de la vida. Así al menos lo veo yo y espero enseñárselo a mis hijas, si es que alcanzan la edad en la que vayan a casarse y tengamos que hablar de esto.
Está sonando, mientras escribo, el Réquiem de Mozart, interpretado por la Filarmónica de Berlín bajo la dirección de Herbert von Karajan. Un disco de la Deutsche Grammophon que compré hace unos días en los almacenes Enko, donde se encuentra todo lo que una pueda imaginar. Algo parecido a Galerías Preciados, pero mejor surtido. El vinilo suena casi tan bien como una orquesta tocando en vivo.
Es sublime.
La voz de la solista cantando las Vísperas, un extra añadido a la que para mí es la composición más hermosa jamás escrita, me recuerda a la de un ángel. Así ha de ser la música que suena en el cielo, porque esta belleza ha tenido que inspirarla Dios en su infinita grandeza.
No debe ser destruido un mundo que produce talentos como el de Mozart. No sería justo. Tiene que haber un modo de salir de este atolladero, y Kennedy o Kruschev acabarán por encontrarlo. Si no es así, si todo se derrumba y estamos condenados a morir, espero que el final sea rápido y nuestras almas caminen hacia la eternidad bajo los acordes de la música que canta en este mismo instante el coro.
El Réquiem me ha hecho llorar, aun sabiendo que no puedo permitírmelo. Ni Jacinta ni Oliva deben verme flaquear, y mucho menos mis hijas. Mi obligación es aguantar, y eso es lo que voy a hacer. Sería más fácil si estuvieran aquí mis hermanos o no digamos mi padre, pero estoy sola. Nadie me obligó a elegir esta vida, y ya sabía en lo que me embarcaba cuando me casé con Fernando. Ahora es el momento de dar el do de pecho.
He hablado con él por teléfono hace un rato. Estaba muy ocupado, pero me ha dicho que intentaría llegar pronto para explicarme la situación, que no me preocupe.
¡Como si eso fuera posible!
Estoy impaciente por saber cómo ve las cosas el gobierno español, que mantiene relaciones diplomáticas con Cuba a pesar de Castro y a pesar de Franco. Esta noche cenaremos en la Embajada, de relleno o de apoyo, según se mire, con los representantes de Japón y de Francia, que dispondrán de buena información, supongo.
Suecia es un país pequeño pero importante en el tablero de esta partida de ajedrez que se juega entre el universo soviético y el occidental, por encontrarse en la frontera entre ambos, con una abrumadora mayoría de ciudadanos que vota al partido socialista en las elecciones. Es un buen observatorio.
Hoy no hablaremos de cuestiones intrascendentes, como de costumbre. Confío en que a ninguna de las señoras se le ocurra proponer una partida de bridge o alguna otra forma de alejarnos de los caballeros. Si es así, espero que María Luisa, la embajadora, se oponga con la habilidad que demuestra siempre para sortear situaciones incómodas. Contará con todo mi apoyo.
¡Virgen de la Caridad, se me ha ido el santo al cielo!
Todavía tengo que arreglarme, son ya cerca de las siete, la cena es a las ocho y Fernando no ha llegado.
Le noto tan ausente últimamente… Me digo a mí misma que son imaginaciones mías, que es el trabajo lo que le tiene más ocupado de lo habitual, que los años no pasan en balde… En fin, hago lo posible por no torturarme con sospechas inútiles, aunque sólo lo consigo a veces.
Hoy quisiera estar guapa para él. Radiante. Deslumbrar, como hace Paola, y lograr que los hombres me admiren para que pueda sentirse orgulloso de su mujer.
Hoy trataré de brillar a su lado. No pienso rendirme así como así.
¡Este maldito diario hay que ver lo que entretiene!
De aquí a media hora salimos y todavía no sé lo que voy a ponerme.