Madrid, octubre de 2011
Le habían contado esa anécdota tantas veces que fue como si su madre regresara de un pasado brumoso, transformado por la fuerza del relato en leyenda, para descorrer los cerrojos del tiempo y devolverla de golpe a su infancia.
Lucía se vio a sí misma con tres años, en la pequeña tienda de comestibles situada al final de su calle, tomando de manos de la propietaria la manzana que siempre le daba la mujer. Casi pudo oírse agradecer educadamente en sueco el regalo, tal como le habían enseñado a hacerlo: «Tack så mycket». Volvió a sentir el placer de morder la fruta jugosa, sentada en un cajón de lechugas, observando cómo su Tata señalaba con el dedo los productos que necesitaba. Percibió el aroma de los arándanos, fresas, frambuesas y demás delicias otoñales, expuestas en cestos de mimbre forrados de tela. Se tocó instintivamente la garganta al recordar ese maldito trozo de piel atravesado que casi la ahoga; que la habría asfixiado, de hecho, si la sangre fría de Jacinta no le hubiera salvado la vida.
—Te pusiste tan roja como la manzana —solía repetirle Tata, ya mayor, cuando la edad la llevaba a desgranar las mismas viejas historias una y otra vez, mientras amasaba rosquillas o limpiaba vainas junto a la ventana de la cocina—. Luego empezaste a ponerte morada…
—Vaya susto, ¿no? —respondía ella, fingiendo ignorar el desenlace de la aventura.
—¡Y que lo digas! Si llega a pasarte algo los señores me habrían matado.
—Te habrías muerto tú sola —le contestaba Lucía, que siempre había encontrado en esa navarra maciza, de ojos claros, mejillas encendidas y genio endiablado, un cariño tan profundo como el que le daban sus padres.
—La que se habría muerto eres tú si no te llego a poner boca abajo y te sacudo como a una alfombra. No me lo pensé dos veces. Te agarré por la cintura, te di la vuelta y empecé a golpearte la espalda hasta que escupiste la piel que te atragantaba. La pobre propietaria de la tienda estaba horrorizada y pretendía llamar a una ambulancia, según me pareció entender por sus gestos. Tú ni siquiera lloraste. Nunca llorabas. Tosiste un par de veces y echaste mano de nuevo a la manzana como si tal cosa.
Tata, tan menuda como valerosa, tan inteligente como ayuna de instrucción, al haber tenido que ponerse a trabajar antes de cumplir los trece años, era una de las raíces móviles (paradojas de su vida nómada) que habían sostenido a Lucía. Madre de sustitución cuando la suya atendía alguno de sus muchos compromisos sociales, educadora implacable y de zapatilla fácil, cocinera cordon bleu probada en los fogones de tres continentes, enfermera solícita, servidora devota, Tata era sin lugar a dudas un miembro central del clan dentro del cual se había desarrollado su peculiar existencia itinerante.
La que fuera «su niña» (así la llamaba Jacinta, que la había visto nacer, para diferenciarla de sus hermanos mayores) recordaba perfectamente a esa brava mujer regateando el precio de una pierna de cordero en el mercado de El Cairo, explicando lo que eran los chipirones en su tinta a un actor americano invitado en el consulado en Los Ángeles o relatando a su padre, muy azorada, cómo un carnicero suizo se había negado a prepararle un solomillo para el horno hasta que no le mostró, billetes en mano, que disponía de dinero suficiente para pagarle. Gajes de hablar español en tiempos en los que la xenofobia castigaba duramente en Europa a un pueblo de emigrantes pobres. Claro que ella nunca se había arredrado. ¡Buena era su Tata! La mera evocación de su caminar resuelto por las calles de cualquier ciudad, arrastrando un carro de la compra casi tan grande como ella, bastaba para que Lucía se sintiera obligada a luchar contra cualquier tentación melancólica.
Tata, que llevaba con orgullo ese título, había sido, hasta el final, uno de los pilares más sólidos de la familia Hevia-Soto Lurmendi.
Jacinta, todos lo sabían, siempre estuvo enamorada platónicamente del señor de la casa, quien le tributaba sonoros homenajes públicos en reconocimiento de sus hazañas gastronómicas.
—¡Un triple hurra por la cocinera! —pedía con frecuencia a sus invitados, tras requerir la presencia de Jacinta en el comedor.
Ella acudía, vergonzosa, tratando de esconder las manos en el delantal que acababa de cambiarse para que deslumbrara de puro blanco, y los invitados, estupefactos ante lo infrecuente de la iniciativa, estallaban en aplausos y carcajadas.
Luego, cuando María desapareció prematuramente de esa forma horrible, cuidó a su patrón en la enfermedad, le acompañó en su soledad y trató de alegrar su tristeza con guisos y natillas de caramelo, insuficientes para endulzar la amargura que había invadido el alma de un hombre antaño tan arrollador.
Tata daba sentido y contenido a la palabra «lealtad». Como buena filóloga doctorada por la Universidad Complutense de Madrid, Lucía era plenamente consciente del significado de ese término, extraordinariamente exigente, encarnado en la persona de Jacinta.
Lucía se obligó a regresar al presente y constató, con fatalismo, que a medida que pasaban los años su memoria iba convirtiéndose en una galería de fantasmas. Tata, su madre, su padre… de todos ellos se había despedido ya. Con su padre se había ido, apenas dos meses atrás, el último eslabón que la mantenía unida a la niñez. En sus ojos acuosos, velados por los muchos años y el dolor, ella había visto por última vez el brillo del amor incondicional que no precisa de motivo alguno ni pide reciprocidad. Esa luz capaz de alumbrar los momentos más sombríos, de encender sonrisas en pleno naufragio, de mantener la esperanza en medio del fracaso. Ese sentimiento infinitamente generoso, absolutamente puro, incomparablemente cálido, que sólo reconocía cuando veía su propia mirada reflejada en la de su hija Laura.
—Para no llorar nunca —se dijo a sí misma en voz alta, volviendo al episodio de la manzana—, hay que ver el espectáculo que estoy dando últimamente, Tata. ¡No paro de moquear! Menos mal que no estás aquí para verme, te avergonzarías de mí.
Miró el reloj: las cinco menos cuarto.
—¡Voy a llegar tarde otra vez!
Recientemente había faltado a más de una cita importante. El fallecimiento de su padre, acaecido tras una lenta agonía, la estancia temporal en Madrid de sus hermanos, dispersos por varios países del mundo, y la crisis por la que estaba atravesando su relación de pareja, la tenían tan abducida que el trabajo en la editorial había pasado a un segundo plano. No es que hubiera dejado de interesarle, sino que de forma espontánea, sin que lo hubiera planificado, sus prioridades se habían reordenado por sí solas. De modo y manera que, como habría dicho el poeta, el corazón había tomado la delantera a los asuntos.
Su vida entera parecía haber saltado por los aires al mismo tiempo, dejándola sin asideros a los que agarrarse. Claro que nada, ni siquiera la muerte de su padre, para la que tuvo tiempo de prepararse emocionalmente, la había turbado tanto como el hallazgo de ese diario escrito cuarenta y nueve años atrás en Estocolmo. Ahí podía estar la respuesta a un sinfín de preguntas que asediaban su mente con el afán de atormentarla.
Ese mediodía había prescindido de la comida para ir a ventilar un poco el viejo piso de la calle Ferraz y de paso echar un vistazo al sótano, donde en un cuartucho húmedo, junto a la antigua caldera de carbón inutilizada a finales de los ochenta, se guardaban los mil bártulos amontonados al cabo de medio siglo de ir y venir por el mundo: muebles, maletas, cajas precintadas con el sello de diversas empresas internacionales de mudanzas, lámparas, cuadros, algún que otro electrodoméstico averiado y el arcón de plomo en cuyo interior descansaba el uniforme diplomático que había vestido su padre para llevarla al altar. Un atuendo elegante, marcial, de paño azul oscuro y puños rojos, con botonadura dorada y discretos bordados de cordón en el cuello de la chaqueta, cortada en forma de levita. Un uniforme diseñado a la medida de un caballero español como don Fernando Hevia-Soto.
Se suponía que la visita al trastero no iba a durar más del tiempo indispensable para echar una ojeada y calcular el tamaño de la furgoneta que tendría que alquilar si quería llevarse algunos de esos objetos de allí. Cuando se vio inmersa en la atmósfera impregnada de historia que reinaba en aquel lugar, no obstante, una cosa llevó a la otra hasta dejarla atrapada en la telaraña del pasado. Algo que le sucedía con frecuencia.
Al ver ese cofre gris inconfundible, abollado en el transcurso tantos traslados, no pudo evitar emocionarse rememorando el día de su boda y en especial el momento solemne de su entrada en la iglesia de los Jerónimos, bajo los acordes del órgano, del brazo de ese padre apuesto, vestido de gala, que tan orgullosa la había hecho sentirse siempre.
Hacía una eternidad de aquello.
Su boda había acabado en divorcio, después de una travesía tortuosa, y ahora el golpe de la orfandad hacía brotar nueva sangre de una herida mal curada.
Se obligó a apartar de su mente una imagen repleta de espinas, a fin de regresar cuanto antes a la tarea que se traía entre manos. La de calcular metros cúbicos con vistas a la contratación de la furgoneta.
¿Qué la indujo a distraerse abriendo precisamente ese baúl, el de más difícil acceso, colocado en un rincón del trastero bajo una pila de bultos?
—Las cosas siempre suceden por algo —se oyó decir en voz alta—. Tienen que ocurrir por algo. Todo ha de tener un sentido, aunque a veces se nos escape.
El interior del cofre olía todavía a naftalina. Su madre había sido una experta en poner a buen recaudo las prendas delicadas (recordó Lucía, evocando la imagen de María haciendo y deshaciendo equipajes sin desaprovechar un solo hueco ni provocar una arruga innecesaria), y parecía evidente que las que había almacenado allí tenían para ella un valor considerable. Eran sus conjuntos de fiesta de los años cincuenta y sesenta: vestidos largos de raso y seda en tonos estampados de vivos colores, seguramente adquiridos para Hispanoamérica, blusas de gasa bordadas a mano, faldas interminables como las piernas de la mujer que las había lucido, modelos de cóctel más sobrios, casi todos en tonos oscuros, un mantón de manila auténtico, chales, guantes largos blancos y negros de cabritilla y espuma, guantes cortos de día, mantillas, un par de peinetas de carey, sombreros, trajes de chaqueta… Todo un guardarropa de lujo, representativo del glamour que había presidido la intensa vida social de sus padres.
Más de un diseño exclusivo estaba firmado por Chany, el modisto amigo de Elio Berhanyer, que había vestido a la señora de Hevia-Soto y también a la entonces princesa Sofía, entre otras clientas de alcurnia. Una colección tan variada y completa de prendas habría constituido un tesoro para cualquier museo de la moda, aunque lo que Lucía veía ante sí eran objetos familiares impregnados de nostalgia. Vestigios de un pasado que se resistía a morir.
Una a una fue sacando las piezas de su lugar de descanso, con el mismo cuidado que habría puesto de haber tratado con seres vivos. Esas ropas habían vestido a la mujer que, de manera paradójica, habitaba en muchos de los sueños de su hija, pese a ser en cierto sentido una extraña. Algunas acaso conservaran aún su olor, esa mezcla de tabaco rubio y perfume que pervivía en el recuerdo de Lucía con más intensidad incluso que su imagen. De ahí que tocarlas, sentirlas, recorrerlas hasta el último pliegue se convirtiese en una especie de ritual un tanto perverso, que no hacía sino acrecentar el dolor de la pérdida; una pena honda, seguramente incurable, que se había apoderado de su corazón en el mismo momento en que su madre la había abandonado, justo cuando empezaba a conocerla de verdad.
Utilizó la sábana de lino amarillento que cubría los conjuntos para aislarlos de la suciedad del suelo y, suavemente, rozando apenas los delicados tejidos, fue ordenándolos por categorías: día, noche, gala etc., cada uno en su sitio; hasta que al levantar el último se fijó en algo que llamó su atención: un libro de tapas grises y lomo de cinta negra, de aproximadamente un centímetro de grosor, algo mayor que un folio. Al abrirlo vio que se trataba de un cuaderno de música, con pentagramas en lugar de renglones. Doce en cada página exactamente. En la parte interior de la cubierta, una etiqueta escrita en tinta negra rezaba:
María Lurmendi
Calle Andía, 14 – 3.º, izq.
San Sebastián
A continuación, en el espacio que habrían debido ocupar las notas, aparecía la caligrafía inconfundible de su madre, de letra clara, redonda, ligeramente inclinada hacia la derecha, perfectamente trazada con el fin de facilitar la lectura. Una caligrafía de colegio de monjas y cartas escritas despacio, ajena a las prisas y abreviaturas de los apuntes de facultad. Una caligrafía que llevaba espontáneamente a la mente de Lucía la imagen de tarjetas de Navidad llenas de ángeles infantiles y notas de cumpleaños rebosantes de alegría.
Porque así era la madre que ella recordaba: alegre, ocurrente, segura de sí misma, risueña, incansable y sumamente divertida, pero también severa, estricta con los horarios y desde luego poco dada a conversaciones íntimas. Una madre similar a todas las de la época en la que les tocó lidiar a ambas con esa etapa endiablada que corresponde a la adolescencia.
Ese diario en cambio era o parecía ser, a juzgar por lo que permitía atisbar la lectura de sus primeras páginas, la voz de la madre a la que no tuvo ocasión de descubrir: la de la mujer indefensa ante la soledad, la amiga cómplice, la esposa atormentada por los celos.
Siempre había visto a su madre como la perfecta propietaria del baúl hallado en el trastero: una dama elegante, sociable, capaz de relacionarse con cualquiera, excelente anfitriona, mejor bailarina… Jamás se la habría imaginado tan vulnerable como la persona que confesaba su angustia a un papel, a falta de confidente con quien compartir esas cuitas.
¿Quién había sido en realidad María Lurmendi?
El viejo cuaderno de música le dibujaba el retrato de una madre desconocida, añorada con desesperación y en ocasiones hasta con rabia. Le contaba igualmente, de manera pormenorizada, la historia de unos días que parecían muy lejanos y sin embargo estaban ahí, a la vuelta de su niñez. Días en los que el mundo había estado a punto de sucumbir a la locura nuclear de la que ya nadie hablaba, una vez desaparecida la Unión Soviética y, con ella, el enemigo que aterraba al Occidente del siglo XX. Un enemigo vencido y olvidado de inmediato, según la costumbre actual, rapidísimamente arraigada, de sobrevolar a toda prisa la superficie de los acontecimientos sin extraer de ellos ninguna lección.
La lectura de ese relato la había atrapado hasta hacerle perder la noción del tiempo, pero no podía entretenerse más. A las cinco tenía citado en su despacho a un coronel de la Guardia Civil jubilado que quería plantear una propuesta «delicada», según la advertencia formulada por su jefa, directora del área de no ficción del sello en el que ella ejercía funciones de editora.
—Trátamelo con cariño que nos lo envía una buena amiga —le había recordado esa misma mañana.
O sea, la clase de recomendado con el que es preciso quedar bien, había deducido Lucía.
«¡Paca me va a asesinar!», se dijo a sí misma, pensando que aún debía recogerlo todo, cerrar la casa, llegar hasta el coche, atravesar medio Madrid, sorteando el atasco de rigor en los bulevares, hasta el paseo de Recoletos, aparcar en la tercera planta del garaje y subir al segundo piso del edificio señorial que albergaba la Editorial Universal.
«No llego ni loca antes de las seis. Hoy me echa Paca a la calle, y con razón».
El reloj de la recepción marcaba las 18.05 cuando cruzó el vestíbulo, como una exhalación, hasta alcanzar los ascensores.
Su despacho, pequeño aunque luminoso y con vistas al Palacio del Marqués de Salamanca, estaba al fondo de un pasillo largo que atravesó a la carrera, quitándose la gabardina por el camino con el fin de ganar tiempo.
Hacía calor.
Sofocada, sin apenas aliento, sintiendo cómo el sudor le resbalaba por la espalda y avergonzada por semejante retraso, tendió la mano al hombre que la esperaba desde hacía más de una hora, sentado en una de las dos butacas situadas junto a la pared, frente a su mesa de trabajo.
—Le ruego que me perdone. Soy Lucía Hevia-Soto. He tenido un problema con el coche y…
—No se preocupe —respondió él, poniéndose inmediatamente en pie y devolviendo el saludo con un apretón enérgico—. No tengo prisa. Además, su secretaria ha tenido la amabilidad de invitarme a un café durante este rato. Yo soy Antonio Hernández, coronel de la Guardia Civil retirado, para servirla.
Era de estatura mediana, corpulento, con aspecto de disfrutar más de un buen cocido o un lechal asado que de un plato de sushi. Su porte marcial, muy erguido, con la espalda recta y los brazos pegados al cuerpo, delataba su condición de militar veterano habituado a adoptar espontáneamente la posición de firmes. Como buen guardia civil, de los de toda la vida, lucía un bigote canoso, bien recortado, que le cubría el labio superior dando a su rostro de formas redondeadas un aire que a Lucía le resultó particularmente simpático. Sus ojos limpios, acerados, de un color cercano al negro, taladraban con la mirada. Llevaba el cráneo rasurado. No era ni guapo ni feo ni vulgar. Más bien un hombre interesante, con un extraño poder de atracción magnética, a quien no querrías tener por enemigo sometiéndote a interrogatorio. Un digno representante del benemérito cuerpo.
Aunque vestía de paisano, con pantalón gris, camisa azul y americana a cuadros, Lucía trató de imaginárselo enfundado en el uniforme y tocado con el tricornio, a fin de predisponerse mentalmente para la conversación que estaba a punto de mantener. Le iba a costar concentrarse y escuchar, estando como estaba bajo el hechizo de lo que acababa de leer, pero sabía que debía hacerlo y lo haría. Cumplir con su deber, con lo que se esperaba de ella, era algo que siempre se le había dado bien. Exactamente para eso había sido educada.
—Me han dicho que tiene algo que proponernos —rompió el hielo, tomando asiento frente a él, en la otra butaca, con la intención deliberada de acortar distancias—. Estoy deseando oír su historia.
—Es una historia larga —respondió el coronel, algo incómodo, acaso porque el asiento era estrecho para su corpulencia o porque no le resultaba fácil abrirse a una desconocida—. Son cuarenta y cinco años de servicio a España, quince de ellos en el País Vasco y otros veinte yendo y viniendo de allí.
—Muchos años, ya lo creo.
—Desde el 78 hasta el 2003 —precisó él, con un deje de orgullo sano—. Los años de plomo del terrorismo etarra, cuando prácticamente cada día caía asesinado un compañero, a traición, siempre por la espalda o mediante una bomba lapa, de la manera más cobarde.
—¿Ha escrito usted sus memorias? —inquirió ella en tono profesionalmente aséptico, apartando de su cabeza cualquier paisaje o asociación de ideas que pudiera traerle reminiscencias familiares en ese momento.
—Me gustaría hacerlo. Conservo notas de todas las operaciones en las que he participado, incluyendo alguna no muy confesable y otras tan importantes como la de Sokoa, que fue probablemente el peor golpe asestado a esa banda de malnacidos. Creo que podría contar cosas muy interesantes, inéditas hasta ahora.
Movida por la curiosidad, Lucía se alejó un instante del guión estándar de la entrevista para hacer una incursión en la actualidad que llenaba esos días las portadas de los periódicos.
—Estará usted contento con los rumores que apuntan a un inminente cese definitivo de la violencia por parte de los terroristas, ¿no? —En realidad la forma en que lo dijo indicaba que daba por afirmativa la respuesta—. Parece que por fin llega la paz a esa tierra…
—¿La paz? —replicó Antonio en tono gélido, inclinando el cuerpo hacia delante como para fulminar a su interlocutora desde más cerca—. ¿Qué es eso de la paz? ¿Cuándo ha habido una guerra en el País Vasco?
—Tiene razón, no he empleado la palabra correcta. Me refería a que por fin parece que van a dejar de matar los de ETA de una vez por todas, o al menos eso dicen los medios de comunicación. Por eso le pregunto a usted, que debe de conocerles mejor que nadie. ¿Será esta tregua la definitiva?
—Ya veremos. Nos han engañado muchas veces. Sea como fuere, no hemos llegado hasta aquí por iniciativa de esos asesinos ni de sus cómplices, ni tampoco de ciertos políticos que se han sentado a hablar con ellos, exactamente igual que estamos haciendo usted y yo, como si fuese gente decente con la que se puede tratar de tú a tú en busca de un acuerdo. Si anuncian que entregarán las armas, cosa que todavía no han hecho, es porque los hemos derrotado, a costa de mucha sangre.
—¿Se refiere a la Guardia Civil? —Lucía ponía de nuevo la pregunta y la intención en el proyecto de libro que se traían entre manos Antonio y ella.
—Me refiero a la Guardia Civil, la Policía y todas las personas y colectivos que les hemos plantado cara. No ha sido una tarea fácil, créame. Tampoco ha resultado ser siempre tan limpia como habríamos querido, aunque dadas las circunstancias pocos lo habrían hecho mejor. Se han quedado más de ochocientas vidas por el camino, heridos, mutilados, viudas, huérfanos… Es imposible que usted entienda el dolor de los supervivientes, su rabia, su impotencia, la pregunta que se hacen todos: «¿Por qué me ha tocado a mí?».
Lucía se levantó de la butaca, despacio. Sin decir palabra, con paso lento, fue hasta su mesa de trabajo a por un cuaderno Moleskine y una pluma Montblanc, regalo de fin de carrera, que solía utilizar para apuntar lo que consideraba importante. Sobre el escritorio, una fotografía de su hija tomada el día de su graduación, que la mostraba radiante de felicidad, tocada con su birrete universitario de la Politécnica, compartía espacio con un montón de libros y manuscritos apilados sin orden aparente. Papeles sueltos, el iPad, un calendario, lápices de colores y un par de tazas de café sucias completaban el desorden casi caótico en el que se desarrollaba su labor cotidiana.
En la editorial tenía fama de juzgar con severidad y no andarse con paños calientes cuando había que decir «no», lo que hacía de ella una colaboradora valiosa para su jefa, encargada de expurgar las decenas de manuscritos que llegaban diariamente a su mesa o a su correo electrónico. Paca debía ir en contra de su propia naturaleza para frustrar las ilusiones ajenas. A Lucía, por el contrario, no le dolían prendas si se veía obligada a ser implacablemente sincera.
En el caso de ese coronel, no obstante, el instinto le indicaba que no tendría necesidad de mostrarse desagradable. Antonio le caía bien y, lo que resultaba mucho más importante, atesoraba una experiencia cuyo valor era innegable.
Se tomó su tiempo.
No quería que ese hombre, más perspicaz que la mayoría, leyera su rostro en ese preciso instante, mientras la memoria de un pasado que no lograba enterrar asaltaba con violencia las defensas de su mente. Ella no era dueña de lo que podía olvidar y lo que no, pero sí estaba en su mano establecer compartimentos estancos que aislasen su vida personal de su responsabilidad laboral. Por eso se entretuvo fingiendo revisar varios cajones, como si no supiera dónde hallar lo que había ido a buscar.
Aquel encuentro iba a resultar más difícil de lo previsto.
Recurriendo a todo el autocontrol aprendido a lo largo de los años, se esforzó por acallar cualquier pensamiento ajeno al ámbito de lo que la ocupaba en esos momentos y centrarse en el coronel jubilado que la observaba de reojo desde el otro lado de la estancia, con gesto pensativo. Cuando logró recomponer el gesto educadamente indiferente que le permitiría enfrentarse al resto de la entrevista, Lucía regresó a su butaca.
—¿Qué es exactamente lo que tiene pensado? —inquirió finalmente, preparada para oficializar la reunión con las correspondientes anotaciones—. ¿Ha hecho un esquema de su libro, ha escrito algo a lo que podamos echar un vistazo?
Antonio le lanzó una mirada de esas que desnudan el alma, tragándose las ganas de preguntar qué era lo que la había turbado de ese modo; a qué era debida la palidez repentina de su rostro. Lustros en el Servicio de Información de la Benemérita le habían convertido en un psicólogo más sagaz que la mayoría de los profesionales titulados. No se le había escapado el cambio súbito de humor sufrido por su interlocutora, pero se abstuvo de comentarlo y fue directo a la cuestión que la editora le acababa de plantear.
—Tengo muy buena memoria y varias carpetas llenas de nombres, operaciones, comandos, interrogatorios y, por supuesto, fotografías de compañeros sacados del País Vasco en ataúdes cubiertos con la bandera de España, casi siempre por una puerta trasera, de manera prácticamente clandestina, hacia sus pueblos de origen.
—¿De dónde es usted? —La curiosidad era en este caso personal.
—Nací en Soria, pero mi padre era hijo del cuerpo, como yo, de modo que íbamos de aquí para allá. Estudié en la Academia Militar de Zaragoza y llegué a la Comandancia de San Sebastián siendo teniente, en 1978. Recuerdo que llevaba a cuestas mi baúl camarote reglamentario, de color azul oscuro, valorado en novecientas ochenta y ocho pesetas. Me parece estar viéndolo… Un maletón lleno de calzoncillos, calcetines y camisas de uniforme; las botas de gala y los borceguíes de equitación, pañuelos, pijamas, guantes, toallas, el sable de oficial y hasta un bañador. Todo eso y más, por un importe total de diecisiete mil cuatrocientas sesenta y cuatro pesetas con noventa y dos céntimos. ¡Fíjese si tengo buena memoria!
»Por aquel entonces —prosiguió el guardia civil, animado por su propio relato— ni siquiera existía una unidad antiterrorista en el cuerpo, pese a que los etarras ya habían asesinado a decenas de guardias civiles. Claro que lo peor estaba por llegar…
Lucía había dejado de atender. La mención de ese baúl azul había roto por completo su precaria concentración para devolverla súbitamente al trastero de casa de sus padres, la nostalgia, los vestidos, el abandono, la guerra que nunca estalló, aunque estuvo más cerca de lo que les habían contado a los de su generación, y sobre todo el diario… ¿Hallaría por fin en el cuaderno de música de su madre las claves de un pasado que le habían robado a mano armada?
La voz de Antonio, como un trueno, la sacó de sus ensoñaciones.
—¿Me está escuchando?
—Sí, desde luego —mintió ella—. Debió de ser muy duro.
—¡«Duro» se queda corto! Recuerdo el caso de un cabo que se llamaba igual que yo: Antonio, apellidado De Frutos. Era de Segovia, destinado en Legazpia. Lo enviaron una mañana de mayo a retirar del monte una ikurriña, que por aquel entonces era ilegal y se consideraba una «bandera separatista». A falta de vehículo oficial, fue hasta allí en el Seat 850 de un compañero, sin chaleco ni blindaje ni nada que se le pareciera. Bajo la bandera había seis kilos de dinamita que fueron accionados a distancia en cuanto él se acercó lo suficiente. Su cuerpo, con el cráneo destrozado, apareció a cincuenta metros del lugar de la deflagración.
—¡Qué horror! —Lucía estaba estremecida.
Antonio continuó con su relato de esos días aciagos.
—Por compasión, con mucho esfuerzo, conseguimos que su viuda no viera el cadáver. Le quedaron catorce mil pesetas de pensión, unos ochenta y cinco euros de ahora. El cien por cien del sueldo base que cobraba su marido. Las tres hijas que tenía el matrimonio, tres niñas de corta edad, se enteraron de lo sucedido viendo las noticias del telediario y luego tuvieron que ingresar internas en el Colegio de Huérfanos de la Guardia Civil, porque su madre no tenía para darles de comer.
—Cuesta imaginarlo…
Ni ella sabía bien qué decir ni él quería oír palabras huecas; sólo ansiaba ser escuchado.
—Entonces no había indemnizaciones. No había nada. Ni siquiera llegamos a saber quién había matado a ese pobre cabo, ni mucho menos a detener al autor o autores del asesinato. La mayoría de los atentados de ETA de esa época están sin resolver, señora Hevia-Soto. Más de trescientos crímenes impunes. Millares de víctimas a quienes no se ha hecho justicia.
Esas palabras impactaron de forma dolorosa en el corazón de Lucía. Él lo supo, percibió el leve movimiento de sus cejas, el rictus de su boca, el modo compulsivo en que juntó las manos sobre las rodillas hasta clavarse sus propias uñas. Él se dio perfecta cuenta, aunque siguió hablando como si tantos signos de tortura interior le hubieran pasado desapercibidos.
—La mayoría de los más de doscientos guardias civiles asesinados por ETA cayó en aquellos años en los que te daban tierra y a otra cosa. Ir al País Vasco te reportaba diez mil pesetas de plus de peligrosidad, que luego no computaban en la pensión, por supuesto. Se suponía que morir asesinado por los terroristas iba incluido en el sueldo, y además resultaba ser algo vergonzante; algo tan vergonzante que casi todos los huérfanos y las viudas decían que sus padres y maridos habían muerto en accidentes. Por eso me gustaría revelar la verdad de lo que pasó, lo que pasamos, lo que deberían conocer los chicos jóvenes ahora que tanto se habla de la «paz» y el «conflicto». Allí no hubo una guerra, se lo aseguro, pero sí mucha sangre y mucho sufrimiento. Es hora de que se conozca también nuestra versión de los hechos, la que nunca se ha contado.
—Tengo que consultar con mis jefes —dijo ella, sinceramente conmovida, esbozando una sonrisa—. Esta no es una decisión que pueda tomar yo sola, pero si me autorizan le ayudaré con mucho gusto, Antonio. Creo que merece la pena.
El despacho se había quedado prácticamente en sombras. Lucía fue a encender la luz a fin de poder ver lo que escribía, enteramente cautivada ya por el relato descarnado que iba desgranando Antonio con mayor soltura a medida que avanzaba la conversación. Él siguió volcando sus recuerdos, animado por su propia evocación, como si necesitara liberar un sentimiento que anidaba desde hacía largo tiempo en sus entrañas.
—Mientras estuvimos en San Sebastián, mi mujer y mi chico apenas podían salir del acuartelamiento. —Su gesto reflejaba el sufrimiento que todavía le producía esa injusticia pasada—. En las contadas ocasiones en que lo hacían, porque no hubiera otro remedio, debían mentir sobre mi trabajo. Cada vez que yo marchaba a cumplir una misión ellos se quedaban esperando a que regresara, con el miedo metido en el cuerpo. Cada abrazo podía ser el último. Cada despedida, la definitiva. Ellos y yo teníamos muy claro lo que es el servicio en la Guardia Civil y por ello jamás me hicieron un reproche, aunque le confieso que en más de una ocasión me he sentido peor que mal por someterles a semejante vida y perderme la infancia de mi chaval.
—¿Cuánto tiempo pasaron allí?
—Creo habérselo dicho ya. Quince años, desde 1978 hasta 1993. Cuando llegamos no había manuales de instrucciones ni ficheros, únicamente «viejas glorias» impacientes por jubilarse. Nadie sabía lo que era un zulo, un buzón, un comando legal, un laguntzaile o un mugalari.
—Bueno, tampoco yo sé lo que significan algunos de esos términos, y eso que soy filóloga.
—Pero usted no necesita saberlo. Un guardia civil destinado a la lucha contra el terrorismo, sí. En mi libro lo explicaría, con ejemplos muy concretos.
—Continúe, ha logrado captar toda mi atención…
—Una vez que estuvimos de vuelta en Madrid, tras unos años horribles, yo pasaba más de la mitad del tiempo fuera de casa. Más de doscientos días ausente. Un mes allí «arriba» y otro de aquí para allá, desplazándome en coches incómodos, con cinco guardias, más el equipo, apretados dentro del vehículo, sin medios de protección ni dietas que cubrieran más que una pensión barata y un bocadillo en todo el día.
—Estoy pensando, y no me viene a la cabeza ningún libro que se haya referido a este asunto, si no es para hablar de los GAL. En los últimos años se han publicado memorias de víctimas, ensayos sobre la banda terrorista y sus vinculaciones políticas, pero nada sobre la Guardia Civil o la Policía.
—Es que nosotros no presumimos de lo que hacemos —repuso el coronel con un orgullo entreverado de reproche—; lo hacemos lo mejor que sabemos. Y habremos cometido errores, como cualquier ser humano, aunque menores que los aciertos, se lo aseguro. Quienes deberían presumir de nuestro trabajo son los políticos, pero suelen estar demasiado ocupados poniéndose medallas para acordarse de los hombres y mujeres que arriesgamos el pellejo en la tarea de frustrar un asesinato o detener a un comando.
—También ha matado ETA a unos cuantos políticos…
Parte del trabajo de la editora consistía en asumir el papel de abogado del diablo hablando con un autor.
—Es verdad —convino Antonio—. Liquidó literalmente a la UCD en el País Vasco a finales de los setenta y volvió a por los del PSOE y el PP a mediados de los noventa. No desprecio a esas víctimas, entiéndame bien. Lo que ocurre es que por cada político asesinado ETA ha abatido a decenas de guardias civiles y policías, pese a lo cual existen múltiples fundaciones que llevan los nombres de esos políticos y reciben generosas subvenciones públicas para que conserven su legado, pero ni una sola que recuerde a la Guardia Civil o la Policía. Lo que yo pretendo con este libro es únicamente recuperar la memoria de ese trabajo y la dignidad con la que lo hicimos.
—Me parece justo. Desde el punto de vista comercial, no obstante, la obra debería contener algún gancho, algún episodio inédito, alguna historia memorable susceptible de atraer la atención del público. ¿Me explico?
—Ya lo había pensado —respondió al punto Antonio, mientras rebuscaba en un maletín de cuero marrón que había dejado en el suelo. Enseguida extrajo un sobre de considerable tamaño que entregó a su interlocutora—. Por eso le he traído estos papeles, que recogen la primera operación de infiltración en la banda que logramos llevar a cabo gracias al heroísmo de un guardia destinado en Irún, la historia de una confidente cuyo nombre en clave era La Dama Blanca, de la que tal vez haya oído hablar, y la verdad del episodio de Sokoa, el mayor golpe jamás sufrido por los etarras, sobre el que se han escrito muchas falsedades y tonterías.
Lucía consultó la hora. Pasaban de las ocho y media y la mayoría de los despachos de la planta llevaban ya un buen rato vacíos. Ella estaba impaciente por marcharse a casa a continuar con la lectura del diario de su madre, aunque sintió que le debía al hombre sentado en la butaca de enfrente unos minutos más. Él se los había ganado a pulso durante cada día y cada hora de esos cuarenta y cinco años que le quemaban en la memoria pugnando por salir a la luz. Por eso se levantó a dejar encima de su mesa el sobre que acababa de entregarle, le ofreció un refresco, fue a la máquina del pasillo a por dos Coca-Colas en lata y volvió a acomodarse en su asiento, sin mostrar la menor prisa.
—Leeré esos papeles con suma atención, pero adelánteme lo que considere más interesante a fin de que pueda vendérselo yo a mi jefa mañana mismo.
—Si le parece, empezaré con una operación que comenzó bien y acabó mal debido a eso que le decía antes del afán de algunos jefes por adjudicarse medallas.
—Soy toda oídos…
Serían cerca de las once de la noche cuando Lucía llegó por fin a su casa, con esa sensación ya tatuada en el alma de que la vida no le daba de sí para hacer todo lo que debía, y menos aún lo que deseaba.
Había seguido escuchando al coronel de la Guardia Civil hasta que a ninguno de los dos les quedaba ya fuelle, momento en el cual se habían despedido con la promesa de permanecer en contacto. Una vez enterada, a grandes rasgos, de la historia que él deseaba compartir, estaba convencida de que valdría la pena publicarla. Decididamente sería un placer para ella editar con él ese libro de memorias, por duro que le resultara hacerlo.
Todo lo relacionado con el terrorismo era duro, especialmente para personas como ella. Precisamente por eso había que enfrentarse al miedo mirándolo de frente y a los ojos, en vez de darle la espalda.
«Mañana se lo vendo a Paca —pensó, mientras pasaba el cerrojo de la puerta—. Tengo faena garantizada para unas cuantas semanas».
La mayoría de sus conocidos consideraban su trabajo un privilegio, y así lo veía también ella, aunque en un país tan poco dado a la lectura como España no faltaban quienes la compadecían sinceramente por dedicarse a esa labor, persuadidos de que debía de aburrirse muchísimo. Los que opinaban tal cosa le producían un profundo sentimiento de lástima.
Buena parte de su tarea consistía en leer lo que escribían otros, juzgar si merecía la pena o no, bucear en las palabras en busca de historias dignas de ser publicadas y orientar a los autores para que ordenaran sus ideas, a menudo dispersas, hasta construir con ellas un relato. La suya era, por tanto, una actividad solitaria. Claro que para Lucía los libros siempre habían sido amigos y compañeros tan reales como los de carne y hueso. Amigos y compañeros leales que, a diferencia de los de carne y hueso, una podía llevarse consigo de un sitio a otro, en una maleta, cuando llegaba la hora de hacer el petate y cambiar de casa.
Iba ya para más de veinte años su vinculación laboral con Universal, dedicándose exactamente a lo que le gustaba. Gran parte de lo que caía en sus manos carecía de valor literario e incluso del interés coyuntural que debe tener un ensayo político, pero una sola de las joyas con las que se había encontrado a lo largo de su carrera hacía que todo lo demás valiera la pena. Y hasta la fecha, tras largos períodos de sequía, siempre había acudido al rescate de su fe en la creatividad del ser humano algún proyecto apasionante que llevarse al ordenador y al rotulador de color rojo utilizado en las correcciones. Eso era lo que la animaba a seguir enamorada de un trabajo cuyas únicas variaciones habían consistido en pasar del departamento de ficción al de no ficción y vuelta al primero, al ritmo de sus cambios de humor.
El piso que ocupaba junto a su única hija, situado en un antiguo edificio de la calle Carranza, no muy lejos de la editorial, estaba a oscuras. Laura dormía esa noche en casa de su novio, y Santiago, su pareja en los últimos siete años, llevaba semanas haciéndolo en el apartamento de un amigo, del que regresaba de cuando en cuando en busca de ropa limpia. Ambos tenían pendiente una conversación para ver si daban tierra a una relación rota o trataban de recomponerla por enésima vez, aunque no terminaban de hallar el momento adecuado para hacerlo.
¿Existe algún momento adecuado para una despedida? A Lucía le costaba encontrarlo, porque cada nuevo adiós sacaba inevitablemente a la luz todos los anteriores, y se acumulaban ya demasiados. En ocasiones tenía la sensación de ser un buque a la deriva condenado a vagar de un puerto a otro desprovisto de ancla o amarras. Un barco fantasma en constante movimiento, arrastrado por corrientes cambiantes.
Claro que ella no era una persona de esas que se recrean chapoteando en sus miserias. Cuando la asaltaban ideas sombrías, se apresuraba a combatirlas pensando en los muchos faros de luz que iluminaban su vida: el amor alegre de su hija Laura, el que habían sembrado en su corazón sus padres, cuya huella inmortal la acompañaba desde niña, el apoyo de sus hermanos, la lealtad de sus amigos, la fortuna de un trabajo apasionante… Quejarse de tanta riqueza habría sido escupir al cielo, de modo que se prohibía a sí misma lamentos de cualquier clase. Le gustaba el dicho castizo de «aquí se viene llorado», y trataba de seguirlo día a día a rajatabla.
Hacía frío. Entre imprecaciones a la comunidad de propietarios por no encender la calefacción central, pese a que las noches ya refrescaban, se acercó a su dormitorio a por una vieja chaqueta de punto y unas zapatillas. Al abrir el armario y no ver la ropa de él, perfectamente ordenada en las perchas y las baldas, dijo en voz alta, hablando sola:
—No hay mal que por bien no venga… Al menos en breve tendré más sitio para colgar mis camisas.
Sabía que era un modo pueril de intentar consolarse, pero no se lo reprochó a sí misma. Casi constituía ya un reflejo condicionado en ella esa actitud sarcástica ante lo inevitable. Había aprendido a golpes que, cuando se trata de sobrevivir a una pérdida, la ironía y el humor siempre son preferibles al victimismo, como lo es la rabia a la tristeza. Lucía acumulaba experiencia suficiente en la materia para considerarse una superviviente aventajada. Había obtenido su doctorado cum laude en la Universidad de la Vida.
¿Le contaría a Santiago lo de su fin de semana loco? Sus labios dibujaron una sonrisa perversa. Sería impagable ver la cara que ponía él al enterarse de lo sucedido… Claro que, por otra parte, ella tendría que desnudarse para confesar una actuación que todavía no sabía bien cómo catalogar en términos morales. ¿Tendría el valor de largárselo tal cual, mirándole a la cara?
Una punzada de hambre la sacó de esas ensoñaciones, recordándole de manera dolorosa que estaba en ayunas desde primera hora de la mañana. Al mediodía no había probado bocado, lo que explicaba las ruidosas quejas de su estómago, sometido todo el día a una dieta estricta de café y Coca-Cola.
«¡Quién pillara ahora unas croquetas de Tata o, mejor aún, un trozo de quiche lorraine bien calentita…!».
La boca se le hizo agua sólo de pensarlo.
Tal vez quedaran algunas sobras de la víspera en la nevera (en el frigidaire, como había oído llamar de niña a ese electrodoméstico entonces todavía novedoso en España), aunque lo más seguro era que tuviese que conformarse con algo de fiambre y queso, cosa frecuente dada su nula predisposición a ejercer de ama de casa con un mínimo de competencia.
Sin necesidad de pensar mucho, decidió que se las arreglaría con el queso y el fiambre. Lo único que deseaba era engañar el hambre con cualquier cosa, servirse un vaso de leche, sentarse en su butacón con orejeras, acurrucarse bajo su manta escocesa y sumergirse en la lectura de ese diario que la atraía con un poder sorprendente.
Lo sacó del bolso cuidadosamente, como quien toma en sus manos una reliquia sagrada. Antes de abrirlo, acarició sus tapas y lo olió, tratando de empaparse a fondo de cualquier esencia del pasado que hubiese podido conservar ese cuaderno, en la certeza de que así sería.
Estaba segura de que los objetos atesoran una parte del espíritu que ha habitado en sus propietarios. Tan segura que jamás se desprendía de nada que le trajera buenos recuerdos relacionados con sus seres queridos. No profesaba esa creencia de una manera completamente consciente, pero sí con la suficiente convicción como para otorgar a las cosas un valor simbólico infinitamente superior al material. De ahí que su casa fuese una especie de bazar en el que convivían muebles familiares de varias generaciones, adornos inverosímiles, souvenirs de los incontables viajes realizados a lo largo de los años por trabajo o de vacaciones con su hija, fotografías, cachivaches y cuadros objetivamente feos, sin un estilo decorativo definido ni otra armonía que la que proporcionaba a su espíritu el estar rodeada de «sus cacharros».
Volvió a leer despacio lo que estaba escrito en esa etiqueta ribeteada de negro, a semejanza de una esquela, que permanecía intacta en su sitio casi un siglo después de haber sido pegada en la cubierta del cuaderno de música.
María Lurmendi
Calle Andía, 14 – 3.º, izq.
San Sebastián
¡Cuántos momentos felices asociaba con esa dirección! El piso de sus abuelos, Andía esquina Garibay, tan gigantesco que podías andar en triciclo por el pasillo e incluso hacer carreras con los primos cuando coincidían allí contigo. La mesa camilla, con sus faldas de cretona floreada y su brasero eléctrico para el invierno; la vieja fresquera de la cocina, ya en desuso, los colchones de lana amarillenta que se vareaban cada año en cuanto dejaba de llover, los tíos, los amigos de la familia y su madre al piano.
Su madre, erguida sobre un taburete forrado de terciopelo ajado, interpretando «Pour Élise» mientras sus hermanos y ella escuchaban en silencio, sentados en el suelo de viejo parquet, embobados, como si quien tocara aquella música fuese el mismísimo flautista de Hamelín.
Andía esquina Garibay eran los veranos interminables de pequeña, desde mediados de junio hasta finales de agosto o principios de septiembre: mañanas de playa, con sol o con nubes, tardes de chocolatada en el monte Ulía o el Urgull, o de excursión a Zarauz, Orio o Guetaria, cuando alguno de los mayores les llevaba en coche, o bien de paseo al puerto a comprar, con la paga que les daba el abuelo, cucuruchos de cangrejos y «carraquelas», como llamaban ellos a los caracoles de mar. Tardes de cine, impuestas por la lluvia, en el Casino, el Novedades o el Principal, llenándolo todo de cáscaras de pipas y protestando a gritos cada vez que la cinta se interrumpía por algún corte. La visita obligada a Igeldo, con su aterradora montaña rusa y sus manzanas de caramelo. La brisca, el chinchón y el mus.
Andía esquina Garibay eran los años de la adolescencia, la pandilla, los bares de la parte vieja, con esos pinchos que nadie podría igualar jamás; los ligues del Club de Tenis, las guitarras al atardecer, en Zurriola, mientras los amigos hacían surf, cantando temas de Bob Dylan y de Joan Manuel Serrat; el alquiler de botes para ir remando hasta la isla, cada oveja con su pareja, aprovechando para hacer «manitas»…
Sus raíces.
Lo más parecido a unas raíces que había conocido su existencia nómada, previa a la invención de internet y de los vuelos baratos: seis países, cinco idiomas, siete colegios, otras tantas mudanzas, un espíritu adaptable a todo, cero amigas de la infancia.
Hacía años que no evocaba esos recuerdos ni pisaba la tierra de su madre, asolada por la lacra terrorista. Y de pronto, en un mismo día, todos los espectros del pasado se conjuraban para atacarla desde distintos frentes, sometiendo su memoria a esa especie de ducha escocesa de lo mejor y lo peor representado en un mismo nombre: San Sebastián.
La sangre.
Pasó cuidadosamente las páginas ya leídas hasta llegar al punto alcanzado en el trastero del piso de sus padres, donde el relato se interrumpía bruscamente por el incidente de la piel de manzana. Estaba impaciente por avanzar en la lectura, cuando el timbre del teléfono, situado justo a su lado, sonó como un campanazo en sus oídos. Lo habría colgado sin más, pero por el número supo que quien llamaba era su hermana Mercedes, empleada de Naciones Unidas en Nueva York, y a ella no podía ignorarla. Era carne de su carne. Un miembro del clan familiar. Los otros dos que aún lo integraban, sus hermanos Miguel e Ignacio, paraban actualmente en Londres y Madrid respectivamente. Aunque se veían poco, los lazos que les unían eran sólidos. Se habían acostumbrado desde chicos a quererse en la distancia.
—¡Sí! —respondió con la brusquedad involuntaria que solían reprocharle sus amigos.
—Lucía —dijo su hermana desde el otro lado del Atlántico—. ¿Eres tú?
—¡Claro! ¿Quién quieres que sea?
—¿Te pasa algo?
—No, sólo que estoy cansada. Aquí son casi las doce…
—Bueno, tú nunca te acuestas temprano, ¿no?
—No, es verdad, pero he tenido un día muy largo.
—¿Has pasado por el piso de Ferraz, como pensabas hacer?
—Sí, he ventilado un poco y revisado el trastero. Habrá que sacar unas cuantas cosas de allí antes de ponerlo en venta. Luego, a esperar con paciencia. No es este precisamente un momento muy boyante en España para el negocio inmobiliario…
¿Por qué no mencionó siquiera la existencia del diario?
Era la pequeña de la casa, la que menos tiempo había disfrutado de su madre, de las Navidades en familia, de las tarjetas de cumpleaños. Siempre la había rondado la sensación de que los demás tuvieron algo que ella se perdió; una percepción seguramente absurda e injustificada, pero intensa. De ahí que se sintiera con derecho a empaparse de ese hallazgo en primicia, antes de compartirlo con los demás. De momento, pensaba guardar el secreto de su descubrimiento y gozarse despacio, relamiéndose de gusto, como si saboreara un brazo de gitano relleno de chocolate y recubierto de azúcar glas, elaborado por Jacinta.
—¿Qué tal lo llevas? —inquirió Mercedes, confundiendo la impaciencia con pesadumbre.
—Tirando —contestó Lucía, escueta. Solía apreciar mucho las charlas con su hermana, ya fueran por teléfono o viéndose las caras en Skype, pero esa noche, precisamente, tenía algo mejor que hacer—. Ya sabes, poco a poco.
—¿Has hablado con Santiago?
—Todavía no. Lo haremos cualquier día de estos.
—¿Y tienes claro lo que le vas a decir?
—Sé lo que debería decirle siendo honesta conmigo misma y con él. Espero encontrar el valor de hacerlo, llegado el momento.
—¿No tiene arreglo la cosa? Tú sabrás lo que te dicta el corazón, pero una segunda ruptura… ¿Lo has pensado bien?
—¡Pues claro que lo he pensado, Mercedes! —Había levantado la voz, irritada por el reproche que llevaba implícita la pregunta de su hermana—. Las cosas empiezan y terminan. ¿Crees que no soy la primera en lamentar otro fracaso? De todas formas no hay nada decidido todavía. Tal vez acabemos arreglándolo, no sería la primera vez. Ya te iré diciendo.
—No digas eso… No vivas como un fracaso lo que no depende de ti. Nadie gobierna sus sentimientos y mucho menos los de otra persona. ¿Qué dice Laura?
—Ya sabes cómo es mi hija, siempre incondicional. Lo que yo decida le parecerá bien. Además, ha aceptado un empleo en Panamá. Pensaba llamarte mañana para contártelo. Se va dentro de unos días. Tiene ya todo prácticamente listo y el billete sacado.
—¿Panamá? ¿Tan lejos? ¿Para hacer qué? ¡Estarás hecha polvo!
Lucía hizo acopio de entereza para responder a su hermana sin dramatismos ajenos a su forma de ser. Ambas sabían bien lo que representaba su hija para ella. Laura era pura luz. Había alumbrado con su risa los momentos más oscuros de su madre y superado con creces sus expectativas más elevadas. Laura era la hija que cualquiera habría encargado a la medida si tal cosa hubiese resultado posible. Era buena en el sentido machadiano del término, preciosa por fuera y por dentro, inteligente, perseverante, sólida, noble, alegre; un premio gordo de la vida que su madre nunca había creído merecer.
Precisamente porque la amaba, Lucía se habría amputado la mano antes de mover un dedo por cortarle las alas poderosas que empezaba a desplegar sin miedo. De ahí que contestara a Mercedes, enérgica:
—Un proyecto para un gran hotel. Con las obras del Canal, ese país está creciendo a un ritmo envidiable hasta el punto de rondar el pleno empleo. Aquí los arquitectos están condenados al paro, pese al esfuerzo que han puesto en estudiar una carrera tan compleja. Allí le han hecho una oferta interesante y el banco en el que trabaja su novio acaba de abrir una sucursal, de modo que puede solicitar el traslado e irse con ella. Este país está moribundo o muerto, hermana. ¡Claro que voy a echarla de menos! Pero es lo mejor para ella. Los hijos vuelan, es ley de vida.
—Te veo muy negativa…
—Es el cansancio, no me hagas caso, ya te he dicho que he tenido un día intenso. Y además, es la verdad.
—No será para tanto. ¿De verdad no ha encontrado nada en España con semejante carrera?
—Ni ella ni tantos otros, Mercedes. Cuando nosotras nos incorporamos al mercado laboral hablar varios idiomas era una garantía infalible de colocación. Hoy hay más competencia en ese terreno y ni siquiera con un currículum brillante como el de Laura se encuentra algo que merezca la pena, esté razonablemente pagado y no conlleve un horario infernal incompatible con la familia. Por mucho que vayan a faltarme sus abrazos, creo que hace bien en irse. El futuro pertenece a los valientes. Es lo que siempre me ha oído decir y por lo tanto no puedo quejarme. Eso lo ha aprendido de mí.
—¿Por qué no te vienes tú a Nueva York? Aquí siempre habrá trabajo para una buena traductora como tú.
—Ya hablaremos —zanjó Lucía, que no había dibujado a su hermana el cuadro completo de la situación ni pensaba hacerlo todavía—. Me voy a la cama. Te llamo un día de estos con más calma.
—Si me necesitas, aquí estaré, lo sabes, ¿verdad?
—Lo sé. Dale un beso a Peter de mi parte y achucha a los chicos aunque se resistan. Diles que su tía de Madrid les quiere.
—¡Descansa!
Lucía estaba agotada, pero no pensaba seguir el consejo de Mercedes. Descansaría cuando tuviese las respuestas que buscaba, no antes.
El sonido característico del iPad la avisó de que había recibido un correo electrónico y, de forma casi automática, interiorizada a base de repetir mil veces el gesto, lo abrió. Era de Julián. Estaba firmado en Santiago de Chile. Decía escuetamente: «Acabo de aterrizar y ya te extraño. ¿Qué me has hecho? ¿Me embrujaste? TQ».
Su primera reacción consistió en sonreír de oreja a oreja, entre halagada e incrédula. Lo suyo con él había sido una aventura pasajera, poco más que un fin de semana de locura, sabiendo que Julián estaba de paso y pronto regresaría a su país. ¿Qué hacía escribiéndole nada más llegar y diciéndole que la quería? ¿Estaría tomándole el pelo?
Ese músico de voz risueña debía de ser un hombre peligroso, se dijo a sí misma. Un soñador como el de la canción de Kenny Rogers, de esos que te enamoran pero no te dejan amarlos. O peor aún, un romántico enamorado del amor e incapaz de amar a una mujer de verdad. En cualquiera de los casos, un boleto con premio seguro en la tómbola del sufrimiento. O sea, lo último que necesitaba ella en ese momento de su vida.
¿Qué diría de Julián su madre? Seguramente algo parecido a lo que escribía en su diario sobre George, el amante de su amiga Paola. Al igual que este, Julián era más joven que ella y además Lucía tenía oficialmente una pareja, por más que no fuese su marido y que se tratara de una relación acabada.
¿Qué habría pensado María de su hija?
¡Lo peor!
Por un instante tuvo el impulso de ponerse a contestar el correo, pero se contuvo. Ya lo haría con tranquilidad, después de meditar detenidamente lo que quería decirle.
Recordó las cartas de amor escritas a mano de su adolescencia, cuando no existía otra forma de comunicarse con el novio de turno, que se había quedado en España mientras ella regresaba a París o a Los Ángeles después de las vacaciones. Entonces no se soñaba con algo parecido a Skype o al correo electrónico, y el teléfono costaba una fortuna. Los vuelos low cost se ocultaban todavía en un futuro por escribir, al igual que los trenes de alta velocidad. Las cartas tardaban siglos en llegar, si es que no se perdían en Correos. El mundo era un lugar prácticamente inabarcable.
—Se acabó por hoy —murmuró, a la vez que apagaba la tableta y conectaba el teléfono móvil a los altavoces que convertían el iPhone en un formidable reproductor de música.
Lucía había heredado de su madre la melomanía y de su padre la afición al baile. La primera acompañaba sus estados de ánimo, el segundo sustituía a la gimnasia y la ayudaba a mantenerse en forma.
Esa noche no tuvo dudas al pinchar a Eric Clapton, interpretando Tears in Heaven. Aparte de ser su canción favorita, sonaba con la melodía exacta que habría puesto ella a su emoción. Y la letra no podía ser más oportuna…
Would you know my name
If I saw you in heaven?
Would it be the same
If I saw you in heaven?
I must be strong
And carry on,
Cause I know I don’t belong
Here in heaven.
[1]Clapton había condensado en esa canción toda la amargura de la pérdida, en su caso de un hijo pequeño, y a la vez la esperanza irrenunciable del reencuentro…
¿Se reconocerían su madre y ella si se encontraran en el cielo? Lucía no tenía modo de saberlo, aunque se prometió que lo descubriría. Algo imposible de nombrar le decía que hallaría la respuesta en ese viejo cuaderno de música, de modo que se puso a leer.