Estocolmo, lunes, 22 de octubre de 1962
Puede que esto sea lo último que escriba. Ya ha empezado la cuenta atrás. Sólo queda preguntarse quién nos devolverá los abrazos perdidos. Qué será lo último que verán sus ojos. Cuántas palabras, cuántas caricias les habré robado a ellos por el amor de su padre.
Demasiado tarde para lamentaciones.
No sé qué hago aquí hablando sola, como escondida de la realidad, en lugar de pensar en algo más útil. Supongo que si finalmente ocurre lo que me ha anunciado Paola, nada de lo que pensemos o hagamos servirá de nada. No está en nuestras manos cambiar el destino que a estas horas dos hombres, únicamente dos hombres, trenzan para todos nosotros. Sólo podemos rezar.
¿Por dónde empiezo?
Hoy he almorzado con mi amiga Paola, la mujer del embajador de Italia, a quien conocí en Lima. Me ha dicho que está a punto de estallar la guerra. Una guerra mundial, devastadora, mucho peor que las conocidas hasta ahora. Al principio, como es lógico, me he resistido a creerla. Luego he tenido que rendirme a sus argumentos.
Por una vez hablaba en serio y sabía bien lo que decía. Me ha explicado que Kruschev y Kennedy se han saltado las líneas rojas, que ya no hay vuelta atrás. Según ella, en cualquier momento se hará pública la noticia de la ruptura de hostilidades, lo que provocará una oleada de pánico a escala mundial. Acaso ni siquiera lleguemos a una declaración formal. Esta misma noche uno de los dos podría apretar el célebre botón rojo y desencadenar el holocausto nuclear. Hiroshima multiplicado hasta el infinito. Nuestro planeta reducido a cenizas.
Nada más llegar a casa he intentado poner una conferencia con Madrid. Necesitaba desesperadamente oír por un momento las voces de mis hijos, aunque tuvieran que sacarlos de clase para hablar con su madre, pero no he conseguido contactar con ellos. La operadora sólo entendía sueco e inglés, por lo que con mi francés chapurreado ha sido imposible llegar a nada. He acabado enfadándome con ella, llorando de rabia. Me roía las entrañas la sensación de impotencia y he descargado mi enfado en el último eslabón de la cadena, en lugar de culpar a Kennedy, a Kruschev o a Fernando. Ella estaba más a mano.
Cuando he logrado tranquilizarme le he telefoneado a él, al hombre que nos ha traído a este país, ansiosa por preguntarle. Su secretaria me ha dicho que no estaba en la Embajada, y lo cierto es que no me ha sorprendido. Últimamente, rara vez le encuentro allí. Tal vez ande más enredado de lo habitual como consecuencia de esta crisis o tal vez sus ausencias se deban a alguna otra causa menos santa en la que no quisiera pensar, aunque no me la quito de la cabeza.
Hace una semana Oliva, la doncella, vino a verme muy apurada con motivo de una mancha que era incapaz de sacar de un pañuelo de hilo «del señor»; uno de los últimos que le regalé, bordado con sus iniciales. Había probado a frotar con jabón Lagarto, traído desde España y atesorado precisamente para ocasiones como esa. Lo había puesto a hervir con detergente e incluso había recurrido a la lejía, en vano. La tela se había echado a perder mientras la mancha seguía allí, prácticamente intacta. Quise saber qué la había causado, pero ella no supo responderme, así es que fui a verla por mí misma. Era negra, como si se tratara de tinta, aunque compacta y grasienta. Únicamente una sustancia deja una huella así: el rímel de ojos. Algo que sólo las mujeres utilizan.
Esa noche le pregunté, como quien no quiere la cosa, pretextando el disgusto de la chica, cómo había llegado esa mancha hasta allí. Al principio se hizo de nuevas e incluso se molestó porque le interrogara respecto de una cuestión doméstica carente, a su juicio, de la menor importancia. Luego, según él, recordó:
—Ya caigo —dijo con aparente naturalidad—. Ayer regañé a Berta, una de las secretarias nuevas, porque me había hecho una chapuza al transcribir una carta urgente que acababa de dictarle. Es posible que me excediera un poco. La cuestión es que ella se puso a llorar y yo le ofrecí mi pañuelo. Supongo que se mancharía así. ¿Satisfecha?
Su tono fue bastante agrio, casi de reproche, como si le hubiese dolido que yo pusiera en duda su conducta por el hecho de tener un gesto caballeroso con una subordinada. Sus ojos me acusaron de haber desconfiado sin motivo e hicieron que me sintiera una mala esposa, porque lo cierto es que su historia es perfectamente plausible. Con el genio que le caracteriza, no me extraña nada que haga llorar a una secretaria o al mismísimo sursuncorda si pierde los nervios. Yo ya estoy acostumbrada y le conozco; sé que, por mucho que ladre, no muerde, pese a lo cual todavía en ocasiones me asusta. ¿Cómo no va a intimidar a una pobre recién llegada?
En ese momento me bastó su explicación, aunque a medida que han ido pasando los días he ido dándole vueltas y más vueltas al asunto, atando cabos y probablemente obsesionándome en exceso. Ya se sabe que cuando el diablo se aburre mata moscas con el rabo… o se imagina cosas feas.
Sea como fuere, ojalá pudiera olvidarme de ese maldito pañuelo. Bastante tengo con el fantasma de la guerra, que vuelve a mostrar sus garras.
¡Dios quiera que mis hijos no tengan que pasar por lo que pasamos nosotros o algo incluso peor!
Paola me ha disparado esa noticia terrible a bocajarro, después de hacerme jurar que guardaría su secreto; es decir, la razón por la cual está enterada de esta amenaza atroz que a mí me ha dejado helada y que ella, en cambio, parece tomarse casi a broma, como si no le importara.
Pura actuación, creo yo, bien interpretada, eso sí:
—Carpe diem, mia cara. Quel che sarà, sarà. O como decís los españoles: «Lo que tenga que ser, será». Disfrutemos de la vida hasta que llegue nuestra hora.
¿Disfrutar? Tengo un nudo en la boca del estómago. No dejo de pensar en Miguel e Ignacio. ¿Cómo estarán? ¿Tendrán miedo? ¿Se encontrarán solos en ese internado tan inmenso, con caballos, jardines, pistas de tenis y hasta piscina cubierta, en el que nadie les ayuda a santiguarse cuando se van a dormir? ¿Quién les dirá «te quiero»? No es que lo hayan oído muy a menudo de mis labios, pero necesito creer que lo saben. ¡Espero que se sientan queridos aunque no esté allí para abrazarles!
¿Pensarán en estas cosas Kruschev y Kennedy mientras se muestran los dientes a semejanza de los lobos? ¿Tendrán hijos? Sí, claro que los tienen. Cinco, si no me equivoco, el presidente ruso y dos el norteamericano. Tal vez sean esos niños la última esperanza de este mundo asomado al abismo. Si despiertan en sus padres la misma ternura que alumbran los míos en mi corazón, parecido sentido de la responsabilidad y una mínima parte del amor que me llena el alma de congoja, es posible que veamos amanecer otro día. Si les preocupa su futuro tanto como a mí el de Miguel, Mercedes, Ignacio y Lucía, acaso lleguemos a la Navidad y brindemos por un feliz 1963.
¡Ojalá!
¿Serán conscientes mis chicos del peligro al que nos enfrentamos? ¡No, seguro que no! ¿Cómo iban a serlo si ni siquiera yo lo sospechaba antes de almorzar con Paola? Ellos, además, son muy pequeños; demasiado, en mi opinión, para dejarlos ya en Madrid. Miguel acaba de cumplir nueve años e Ignacio apenas tiene siete. Son dos niños, pero son varones; no pueden perder el curso. Aquí no hay ningún colegio español o liceo francés al que mandarlos, de modo que no ha quedado otra opción. ¿Por qué razón entonces no dejo de preguntarme si se sentirán abandonados por mí?
¡Qué complicado resulta ser buena madre y al mismo tiempo esposa de un diplomático! Espero que Fernando sea valedor de este sacrificio. Confío en estar equivocada al dudar de su fidelidad. Porque si no fuera así, si algún día supiera que todo este dolor y toda esta añoranza de mis hijos están causados por un hombre que no se lo merece…
No quiero ni pensarlo.
Me digo a mí misma que el mayor cuidará de su hermano, como ha hecho siempre. El otoño pasado lo sacó del mar helado, tirándose a rescatarlo sin vacilar cuando se cayó al agua desde un embarcadero en el que pescaba, en casa de unos amigos. Le faltaba un tablón de madera al maldito muelle y los adultos charlábamos, distraídos, sin prestar atención. Si no llega a ser por Miguel, se hubiera ahogado. Pero estaba al quite. Todo lo que le sobra de valentía le falta de mano izquierda, que es justo el punto fuerte de Ignacio. Están juntos, se protegerán mutuamente.
Claro que…
¿Y si sucede lo que mi amiga italiana pinta como inevitable? Entonces, en menos de veinticuatro horas los soviéticos ocuparán Suecia, que les pilla muy cerca de su territorio, mientras España quedará bajo el paraguas militar de Estados Unidos. Nos veremos separados por un muro de enemistad infranqueable.
Me basta mirar por la ventana y ver los árboles teñidos de otoño, a la luz mortecina de este atardecer nórdico, para imaginar lo insoportablemente triste que me resultaría esa situación prolongada en el tiempo. Mis dos hijos allí, quién sabe si con su abuelo, sus tíos o bajo la tutela del director del colegio; Fernando, las chicas y yo aquí, sin posibilidad de comunicarnos. Y eso sería en el mejor de los casos; en el supuesto de que siguiéramos vivos.
Esto es una pesadilla.
Desde que se firmaron los tratados militares del 53 y el 55, hay bases norteamericanas en territorio español, lo que significa que somos enemigos declarados de los rusos. Es verdad que no estamos en la Organización del Tratado del Atlántico Norte, a pesar de haber sido invitados a entrar por Estados Unidos, porque Noruega vetó en su día nuestro ingreso, aduciendo que el régimen de Franco es una dictadura. Ahora bien, dentro o fuera de esa alianza, formamos parte del mundo occidental y somos amigos de Washington. De eso no hay duda. Lo proclamó a todo el que quisiera oírlo Dwight Eisenhower cuando visitó Madrid, hace tres años, en loor de multitudes. Hasta declararon festivo ese día con el fin de celebrar el acontecimiento por todo lo alto.
¡No presumió poco el gobierno de aquella visita y del respaldo que suponía para el régimen…! Si alguien había creído posible todavía descabalgar a Franco del Pardo, después de aquella fotografía histórica las cosas cambiaron. La colonia de exiliados en México, donde Fernando tenía algunos contactos, la consideró una afrenta. Aquel paseo en coche por la Gran Vía marcó el fin de la autarquía y el comienzo de un nuevo tiempo. Entonces me alegré de corazón, porque significaba que la gente dejaría de pasar tanta hambre. Ahora sé que si estalla la guerra los niños estarán a un lado del frente y nosotros al otro, hasta que todo se acabe.
Nunca he prestado demasiada atención a la política, aunque sí escucho y suelo compartir la opinión de Fernando. Ahora entiendo por qué dio él tanta importancia a las palabras de John Kennedy, cuando con motivo de la última crisis de Berlín dijo algo muy difícil de olvidar. Algo referido a las causas que habían llevado al mundo a enfrentarse en terribles guerras con millones de muertos. Según el presidente estadounidense, en todos y cada uno de los casos la razón última que había provocado el estallido del conflicto había sido un grave error de juicio sobre las intenciones del adversario. Y ahí era precisamente donde ponía el acento ese político recién ascendido al vértice del poder: «Hoy, en la era termonuclear, cualquier falsa interpretación respecto de las intenciones de la otra parte podría provocar en pocas horas una devastación mayor que la de todas las guerras de la Historia juntas».
Es imposible no pensar ahora en el tremendo significado de esa advertencia.
Lo que me ha estado relatando Paola hace un rato, entre pitillo y pitillo, es exactamente lo que se temía Kennedy: la historia de un monumental malentendido, de una mano de mus en la que uno y otro han ido subiendo el envite hasta llegar al órdago, pese a saber que es imposible ganar la partida.
Trato desesperadamente de no plantearme la peor de las hipótesis. No lo consigo. Soy incapaz de contener la angustia que, nada más llegar a casa, me ha hecho vomitar lo poco que había comido. Y aquí estoy, confesándome a un pedazo de papel, desahogando esta insoportable ansiedad en un viejo cuaderno olvidado en un cajón, sintiendo que el suelo de esta casa alquilada, que no es la mía, se desmorona bajo mis pies.
Los suecos son de gustos sobrios. Rechazan el lujo tanto como aprecian el confort. En nuestro pequeño chalet de Bromma, rodeado de árboles frondosos, los muebles son de madera de pino, sencillos, funcionales, carentes de pretensiones y también de personalidad. Apenas dos alfombras tejidas en lana basta cubren la tarima de la entrada y el salón. Las paredes, de un blanco frío, están desnudas. Aquí no se usan cortinas ni visillos. ¿Para qué? La luz es un bien escaso. Una calefacción espléndida hace más que soportables los rigores del invierno ártico, pero no consigue proporcionarme la sensación de hogar que sí percibo en Madrid, a pesar de que allí nuestro piso es mucho más modesto que esta residencia.
Hasta el verano pasado al menos podía decir que estábamos todos juntos y llenábamos de voces la casa. Ahora, en cambio, el silencio de los chicos se cuela en todas partes. Sólo faltaba el espectro de la sospecha para terminar de envenenar el ambiente.
Quién iba a decirme esta mañana que me vería así, pensando seriamente en la posibilidad de dejar aquí solo a mi marido, por primera vez desde que nos casamos, y marcharme con las niñas a España. Es exactamente lo que debería hacer. Lo que haría si fuese como la mayoría de mis amigas extranjeras, si pensara de un modo distinto a como pienso y si no le amara tanto como le amo.
¿De verdad lo estoy pensando? No lo sé. Supongo que no, por más que intente engañarme a mí misma. Soy su mujer y mi sitio está con él, pase lo que pase. Nuestros hijos crecerán y harán su vida. Fernando y yo seguiremos juntos el camino hasta el final, a pesar de que en este momento todo lo que hemos construido con tanto esfuerzo y renuncia penda de un hilo frágil.
Ayer estuvimos hablando de la paz como argumento casi banal, de conversación de salón, sin tener la menor idea de lo que estaba fraguándose. Yo al menos no la tenía. ¿Quién iba a decirnos…?
Al igual que hacemos cada domingo, fuimos a oír la misa de las diez a la modesta iglesia católica de la calle Riddargatan, situada muy cerca del mar y del puente que conduce a la parte antigua de la ciudad, donde se encuentran el Palacio Real, la Academia y la Ópera. Es parecida en su estructura sobria a los templos protestantes que abundan en Estocolmo, aunque todavía más pobre.
Allí oficia el padre Javier Bartolomé, capellán de la diminuta comunidad española afincada en Estocolmo: un centenar de obreros que trabajan en una planta siderúrgica emplazada a pocos kilómetros de la capital, el propietario de un restaurante de paellas escasamente dignas de tal nombre, que sin embargo triunfa entre los suecos, el personal de la Embajada, y pare usted de contar. Nada que ver con las prósperas colonias que conocimos en Lima, México o La Habana. Un lugar tranquilo, pensaba yo, cuando fuimos destinados aquí.
Ingenua de mí…
En su homilía, don Javier habló del valor de la paz, invitándonos a rezar por ella. No habían encendido los radiadores, supongo que para ahorrar, y hacía tanto frío que resultaba prácticamente imposible pronunciar una palabra sin que castañetearan los dientes. Pese a ello, al final de la ceremonia resonaron con la habitual potencia los cánticos de alabanza elevados al cielo en español: «Cantemos al Amor de los amores, cantemos al Señor…».
Eso sí que me devolvió a España de golpe.
Más tarde, durante el almuerzo que le ofrecimos en casa, el capellán se mostró preocupado, aunque no lo suficiente como para perder el apetito. Mientras devoraba croquetas de pollo, especialidad de Jacinta, nuestra cocinera, gambas en gabardina y lomo de cerdo asado, servidos por Oliva con la solemnidad que, a su modo de ver, merecía un invitado vestido de sotana, ponderó las virtudes del papa Juan XXIII y preguntó a Fernando por los últimos acontecimientos acaecidos en el mundo.
—Su Santidad nos exhorta a todos a trabajar por el mantenimiento de esta paz precaria —dijo en tono un tanto forzado, seguramente con el propósito de impresionarnos—. Los trabajos del concilio que se celebra estos días van también en esa dirección, me consta. He oído decir que el pontífice prepara una gran encíclica dedicada a esta cuestión crucial.
—La paz es la mejor de las causas —replicó Fernando, rellenándole la copa de Viña Tondonia, mientras las niñas y yo atendíamos en silencio a la conversación—. Este concilio, no obstante, habrá de ir más allá en el empeño de renovar la Iglesia y abrirla a los fieles. Si Su Santidad, que goza de mi absoluta admiración, consigue llevar a buen puerto la revolución que se trae entre manos, los trabajos de ese cónclave pasarán a la Historia.
—Iglesia y revolución son términos contrapuestos, querido Fernando —repuso el padre Bartolomé—. La Iglesia es Historia. Dos mil años de historia, nada menos. No sé si resulta prudente pretender cambiar la obra de Dios.
—La de Dios no, padre, la de los hombres —aseveró Fernando, que se considera muy próximo al agnosticismo aunque nunca haya dejado de acompañarme a la iglesia y evite por lo general zaherirme con sus dudas—. Renovarse o morir. Es preciso recuperar la sencillez, la humildad… El Concilio Vaticano II es un empeño ambicioso. Seguramente dará que hablar durante largo tiempo.
—¿Y qué se dice en las altas esferas de la situación política? —Nuestro huésped cambió hábilmente de tema, reacio a entrar en profundidades teológicas.
—Nada de particular, padre. Al menos nada que haya llegado a oídos de este humilde ministro consejero.
—Confiemos, pues, en las oraciones del pontífice por la paz —reiteró don Javier, engolando la voz y juntando las palmas de las manos en un gesto teatral que llevó a Fernando a contestarle con retranca.
—Seguro que esas oraciones ayudan, padre, aunque, si quiere saber mi opinión, yo confío más en la firmeza del presidente norteamericano ante las fanfarronadas de Kruschev. Esperemos que sepa estar a la altura de su responsabilidad.
¿Sabría mi marido ayer algo de lo que me ha contado hoy Paola?
Hace meses que se habla de la tensión creciente entre las dos superpotencias, especialmente en Alemania, donde rusos y norteamericanos no han dejado de enfrentarse desde que se repartieron el país tras derrotar juntos a Hitler. Pero de ahí a lo que está ocurriendo en Cuba, precisamente en Cuba, con la de recuerdos felices que evoca en mi mente esa isla…
Hasta ahora todos mirábamos a Berlín, epicentro de esta guerra larvada. Allí la tensión ha ido escalando paulatinamente desde agosto del año pasado, cuando los rusos levantaron kilómetros de alambradas con el fin de separar su parte de la ciudad de la controlada por las potencias occidentales. Querían evitar así la salida masiva de civiles desesperados por huir del comunismo; más de quince mil, dijeron los periódicos, sólo en los primeros días del mes, mientras quedó alguna vía de escape abierta. Una auténtica estampida frenada de golpe por la bota implacable de Moscú.
¿Qué clase de gobierno o régimen tiene que colocar alambre de espino para impedir que sus ciudadanos se marchen? ¡Eso sí que es un fracaso! Y lo cierto es que no me sorprende. Cualquiera que haya visto en acción a los comunistas rusos sabe de lo que son capaces. En España, durante la Guerra Civil, cometieron auténticas barbaridades con los de su propio bando, sus compañeros de trincheras, empezando por los anarquistas. Mi padre solía decir que fueron los comunistas, en este caso los españoles, quienes hundieron la República. Ahora hace ya mucho tiempo que no habla de esa tragedia.
En todo caso, es evidente que los berlineses no querían saber nada del «paraíso proletario» que les habían impuesto sus «amigos» soviéticos, porque pronto el alambre de espino tuvo que ser reforzado con muros de ladrillo y paneles de hormigón armado, hasta aislar por completo a los habitantes de Berlín Occidental de sus vecinos del este. Así ha nacido lo que hoy se conoce como el «Telón de Acero», que ha caído sobre Europa como una maldición de Dios.
Pese a que España no está directamente involucrada en la disputa, cuántas veces habré visto llegar a casa a Fernando preocupado por esta cuestión y malhumorado. Cuando se comparte la vida con un hombre que pasa la suya hablando de política con sus colegas, observándola, midiéndola y analizándola como parte esencial de su trabajo, es imposible mantenerse al margen. Quieras o no, te salpica. Y casi nunca es agradable.
Las cosas llegaron a ponerse muy feas en Alemania a raíz de la construcción de ese muro. Tanto, que temimos ir de cabeza a la guerra. Y todo porque, según decía Kruschev, con esa medida de presión quería obligar a los estadounidenses a firmar un tratado de paz que hiciera descansar el equilibrio del mundo sobre la fuerza de la razón y no sobre la potencia del arsenal nuclear. Confieso que nunca entendí la argumentación de Kruschev.
Por aquel entonces, apenas hace poco más de un año, nosotros estábamos veraneando en casa de mis padres, en San Sebastián. Fernando había llegado un par de semanas después de que el gobierno en pleno desembarcara en la ciudad para participar en el multitudinario recibimiento que se le brinda cada año al Generalísimo coincidiendo con la festividad de la Virgen del Carmen. No sé cómo, pero mi marido siempre se las arregla para estar en otro lugar ese día, sin tener que dar explicaciones a sus superiores ni que se note su ausencia. Bien es verdad que entre tanta gente sería difícil echar a alguien en falta. Si algo abunda el 16 de julio en San Sebastián son entusiastas del régimen dispuestos a dejarse ver junto al Caudillo. No cabe un alfiler en las calles.
En lo referente a la familia, en cambio, ese verano no fue como los demás. Fernando no bajaba a la playa con nosotros, sino que se acercaba casi todas las mañanas al Palacio de la Cumbre, residencia del ministro de Exteriores, que por entonces ya era Castiella. Otros años lo había hecho únicamente una vez, a su llegada, para dejar allí la tarjeta como fórmula de cortesía. Ese verano, por el contrario, iba a diario, seriamente preocupado, en busca de noticias y de órdenes, por si debía reincorporarse a la Embajada antes de tiempo, cosa que gracias a Dios no fue necesaria.
Le dejaron agotar las vacaciones, pero la víspera de nuestro regreso a Estocolmo, el 30 de agosto, a la hora de comer volvió algo más inquieto de lo habitual, debido a las informaciones que hablaban de tanques del Ejército Rojo patrullando por las calles de la capital dividida. Movimientos tanto más inquietantes cuanto que coincidían con el anuncio oficial de la reanudación de los ensayos nucleares suspendidos unos meses antes por la URSS.
—Es la respuesta de Kruschev —nos explicó a los miembros de mi familia, agrupados en torno a la mesa— a la declaración previa del presidente estadounidense, quien afirmó recientemente en una entrevista que si finalmente estalla la guerra lo habrá hecho en Moscú y no en Berlín.
—¿Y estallará? —inquirí yo, asustada.
—No. Estos dimes y diretes forman parte de la escenificación necesaria para dar satisfacción a sus respectivas «claques». Luego ellos tienen sus vías de comunicación alternativas, que utilizan para evitar que la sangre llegue al río. Estate tranquila, sólo tratan de quedar bien ante sus públicos.
Esa noche celebramos la cena con la que siempre despedimos el verano, en una sidrería de la parte vieja. En lugar de aprovechar para cantar a coro o contar chistes, siguiendo el plan habitual de la cuadrilla, nos pasamos toda la velada hablando de política. Bueno, más bien escuchando hablar a Fernando, que era, como de costumbre, el más enterado de lo que estaba pasando y uno de los pocos dispuestos a expresarse en voz alta.
Cuando sales al extranjero te das cuenta del miedo que inspira en España salirse del guión establecido y afrontar posibles represalias. Para la mayoría de los españoles, la política es sinónimo de problemas, y la gente no quiere meterse en problemas ni correr riesgos; por eso la evitan. Es la manera de vivir tranquilo. Los asuntos internacionales están más abiertos al debate, aunque son pocos los que tienen conocimientos suficientes para opinar.
Lo de Berlín, no obstante, era caso aparte. La situación parecía tan grave que algunos rompieron la regla sagrada de no entrar en cuestiones espinosas y preguntaron a Fernando. Él estuvo encantado de dar una lección magistral.
Al final, cuando ya nos levantábamos para marcharnos, le oí concluir:
—Kennedy está obligado a aguantar el tipo. Si cede ahora estará cediendo siempre ante la amenaza soviética. Aprendió la lección de Churchill, cuando este reprochó a su predecesor, Chamberlain, y al francés Daladier, su modo cobarde de ceder ante Hitler en Munich: «Queríais paz a cambio de dignidad, ahora tenéis indignidad y guerra». Someterse a la intimidación no puede ser la solución al problema. A Kennedy le costaría no sólo la reelección, sino probablemente la paz.
Regresamos a Estocolmo con Mercedes y Lucía, después de dejar a Miguel e Ignacio internos en el colegio Encinar de Robledo, uno de los mejores de Madrid. ¿Quién iba a pensar que sufriríamos esta escalada mortal? Antes al contrario, a lo largo del otoño las aguas se fueron calmando, hasta el punto de que parecieron recuperar la normalidad.
Y ahora, esto.
Vuelvo la vista atrás y comprendo, demasiado tarde, la gravedad que revestía lo que estaba aconteciendo mientras yo pasaba las horas en la Concha con los niños, despreocupada, gozando cada minuto de pisar la arena de mi infancia y construir con ella barcos que se llevaría la marea. Fui feliz en mi ceguera, sí, y no me arrepiento. Estábamos todos juntos. Berlín parecía tan lejos…
Paola y yo habíamos quedado a la una en un restaurante típico, muy agradable, que ocupa toda una edificación de madera de planta baja situada no muy lejos de casa, en la isla de Bromma, a una media hora del centro de Estocolmo en coche. Ella conduce y yo no, por lo que generalmente se acerca hasta aquí. El maître del local ya nos conoce y suele darnos una discreta mesa al fondo del segundo comedor, junto a un ventanal que da a un parque frondoso. En primavera y verano resulta menos triste que ahora.
Aquí se almuerza temprano, generalmente un sándwich, por lo que al mediodía el restaurante suele estar bastante vacío. Aun así, cuando Paola ha aparecido por fin, media hora tarde, cosa habitual en ella, y exhibiendo una sonrisa deslumbrante, los escasos parroquianos que había en el local se han vuelto para mirarla. Yo no he podido evitar reírme. Lo último que habría imaginado es que fuera a lanzarme una bomba como la que traía.
—María, tengo que contarte una cosa. Es demasiado gorda para callármela, pero sólo puedo confiártela si me das tu palabra de honor de guardar el secreto.
—¿Te ocurre algo? —he respondido alarmada.
—Primero prométeme que lo que digamos hoy aquí se quedará entre nosotras. Ya comprenderás, cuando te lo cuente, por qué debo ponerte esta condición.
—Está bien. —Había conseguido que me picara la curiosidad—. Tienes mi palabra. Espero que sea algo bueno.
—Me temo que no. Waiter! —ha llamado al camarero con gesto coqueto de mujer de mundo, levantando la mano derecha e inclinando ligeramente la cabeza hacia atrás—. Two martinis rosso, please. Porque tú querrás un vermut, ¿verdad?
—Sí, estaba a punto de pedir uno cuando has llegado, aunque, con mis nulas nociones de inglés, yo habría tenido que hacerlo mediante gestos. ¡No sabes la envidia que me das!
—Bueno, soy mayor que tú y, a diferencia de ti, no sé tocar el piano. Tú tienes tus habilidades y yo las mías.
—¿Qué es eso tan importante que querías contarme? —he inquirido, mientras el camarero nos servía los martinis en unos vasos llenos de hielo, con una aceituna en cada uno, midiendo la cantidad exacta de licor en esa especie de dedal que utilizan los suecos para asegurarse de que no se exceden en la ración—. Me tienes en ascuas.
—Agárrate a la silla —ha dicho ella, misteriosa, fiel a su papel de prima donna casada con un noble siciliano que parece salido de un libreto de Verdi—. Estamos a las puertas de una guerra atómica.
—¡¿Qué?! —La exclamación ha sonado tan alta que los dos caballeros sentados a la mesa de al lado se han vuelto a mirarme. Inmediatamente después he reaccionado, dando por hecho que se trataría de una exageración típica del afán de notoriedad de Paola, y le he pedido que se explicara—: ¿A qué te refieres exactamente con «a las puertas»?
—Me refiero, cara mia, a que cualquier día de estos saltará la noticia a la luz pública. Las cosas están mucho peor de lo que nos cuentan. Kennedy lleva seis días reunido con su gabinete de crisis, valorando la posibilidad de atacar a los rusos en Cuba, donde ellos han desplegado misiles nucleares capaces de alcanzar y devastar varias ciudades de la costa Este de Estados Unidos, empezando por Miami. La tensión es máxima. Parece que esta vez no hay vuelta atrás.
—¿Y tú cómo lo sabes? —he cuestionado, mitad intrigada mitad incrédula, con ese punto de genio vascón que me lleva a fruncir el ceño cuando algo no me gusta nada—. ¿Te lo ha dicho tu marido? Lo pregunto porque si las cosas estuviesen tan negras como tú las pintas yo también habría oído algo, supongo.
—No, no lo sé por Guido. Y ahora es cuando tienes que volver a prometer que no dirás una palabra de lo que te estoy contando.
De pronto me ha mirado fijamente a la cara, con un brillo de súplica en la retina totalmente ajeno a su forma de ser. No es frecuente ver a Paola ponerse seria, por lo que su cambio de actitud ha empezado a preocuparme de verdad. Hasta entonces no había dado excesiva importancia a lo que me relataba, ya que la conozco desde hace años y soy consciente de su tendencia a la fantasía. Mi madre, que en paz descanse, la habría calificado de «novelera», atributo que, por cierto, otorga a Paola un encanto especial.
Escucharla mientras desgrana una historia cualquiera, ya sea verdadera o falsa, constituye todo un disfrute. Nunca me he encontrado a alguien con más energía ni alegría de vivir. Tiene una fuerza arrolladora, contenida en un cuerpo tan menudo como perfecto. Es una muñeca de porcelana, subida siempre a tacones de aguja, así haya nieve o hielo en las calles, y maquillada como si fuera a ser recibida en el Palacio Real. Luce con descaro un cabello rubio Marilyn, cortado a lo garçon, que empezó a llevar antes que nadie, cuando ni las más atrevidas habrían augurado que se pondría de moda. Sus rasgos son simplemente perfectos. En caso contrario, no podría resultar elegante con ese corte de pelo.
Hoy iba embutida en unos pantalones de color verde mar ajustados a los tobillos, de cintura alta, a juego con una camisa de seda blanca escotada y un cinturón ancho del mismo cuero que los zapatos. El Chanel N.º 5, que manda traer por valija desde París, había acompañado sus pasos entre las mesas del local, dejando un rastro tan seductor como sus andares, tendentes al contoneo.
Su atuendo era tan llamativo que yo me he sentido incómoda con el discreto traje de chaqueta beige que llevaba, de media manga sencilla, cuello abierto, botonadura alta y falda demasiado larga para la moda de este año. ¡Qué le vamos a hacer! El presupuesto no me da para renovar constantemente mi vestuario como hace ella. Yo tengo cuatro hijos; ella sólo dos. Su marido es embajador; el mío, ministro consejero.
Paola es única. Por mucho que ella se empeñe en decir que es a mí a quien miran los hombres, no pasar inadvertida a su lado es un empeño vano, lo mismo en Estocolmo que en Lima, donde coincidimos la primera vez. A su lado me siento invisible aunque le saque la cabeza. Ella es fuego, yo Cantábrico. Por sus venas corre lava, como la del Etna que ruge en la isla donde conoció a su marido. Por las mías, sensatez. Tal vez sea esa la razón por la cual nos llevamos tan bien: que no nos parecemos en nada.
—Tengo un amante —me ha espetado a bocajarro, mientras se encendía un Muratti con su mechero Dupont de plata, lacado en negro, a juego con la cajetilla—. Un americano que trabaja como tercer secretario de su embajada, adjunto al agregado cultural, aunque en realidad es el enlace de la CIA aquí.
—Me estás tomando el pelo —he replicado, aliviada—. ¡Vaya susto me habías dado!
—En absoluto. Te estoy diciendo la verdad. Hace varios meses que le veo, cada vez con mayor frecuencia. Ahora mismo vengo de pasar la mañana con él, en un pequeño apartamento que tiene alquilado como piso franco al final de la calle Karlavägen. Un nidito al que nosotros damos otra utilidad más grata. ¿No me notas el cutis especialmente terso y la mirada encendida? —me ha susurrado al oído, guiñando un ojo, mientras daba una calada al cigarrillo emulando a Rita Hayworth en Gilda.
—¿Y te cuenta secretos de Estado así como así? —la he desafiado casi con rabia, no sabría decir si realmente escandalizada o reacia a creerme semejante cuento.
Ella, por el contrario, ha mantenido su actitud altiva, sin alterarse lo más mínimo. Con voz firme y tono sereno, me ha respondido:
—Te podría decir, bambina mia, que George es un hombre terriblemente solo y necesitado del cariño que encuentra en mis brazos. Que por su trabajo está condenado a desconfiar de todo el mundo y vivir una existencia gris, de la cual escapa momentáneamente durante el tiempo que compartimos. Incluso me atrevería a afirmar que se ha enamorado de mí como un adolescente. No faltaría a la verdad. Pero la realidad, querida María, la auténtica razón por la que me cuenta todas esas cosas, es que se acuesta conmigo.
Nunca me acostumbraré a esa faceta de Paola. Sabe de sobra lo mucho que me disgustan esos comentarios soeces, y aun así se empeña en sacarme los colores. Ni ella tiene un pelo de tonta ni yo he tratado de disimular mi incomodidad, por lo que se ha dado perfecta cuenta de lo molesta que estaba. Pese a ello, ha seguido hablando como si tal cosa.
—Tienes el cuerpo de una diosa y el rostro de una valquiria, pero no te haces una idea del formidable poder que proporciona el sexo, mia giovane amica. Sólo tres cosas mueven y han movido siempre el mundo: la fe, el anhelo de poder y el deseo sexual. En nuestros días diría que la primera de ellas ha perdido fuerza en beneficio de las otras dos…
—No metas a la religión en esto —le he rogado, a punto de enfadarme en serio.
—Va bene. —Me ha sonreído, disfrutando de estar escandalizándome—. Volvamos entonces al sexo y al poder absoluto que encierra. Aunque tú no lo hayas descubierto todavía, créeme si te digo que cuando acabas de satisfacer las fantasías más íntimas de un hombre, esas que jamás confesaría a su mujer, lo normal es que se le suelte la lengua, y no sólo para lamer cada rincón de tu cuerpo.
—Pero ¿tú no tienes pudor? —he saltado, volviendo a levantar la voz, para disgusto de nuestros vecinos suecos, a quienes horroriza la gente ruidosa.
—Con Guido lo aparento. Él no entendería que la madre de sus hijos sintiera placer jugando a ciertos juegos vedados para nosotras. Mi capisci? —Le ha salido la vena italiana, fingiendo no comprender el sentido de mi reproche—. Pero mientras estoy con George… ¡Ah, querida, no sabes cómo es ese hombre!
Habría debido cortarla y no seguir escuchando. Me habría levantado de la mesa en ese mismo momento, si no me llega a vencer la curiosidad. ¿Quién se habría resistido? Estaba confesándome una aventura nada menos que con un espía de verdad, que al parecer, por añadidura, ha compartido con ella noticias de la máxima gravedad. No he podido evitar quedarme y oír el resto de la historia.
—Para empezar —se la veía exultante de orgullo femenino—, es bastante más joven que yo, y no digamos que mi marido, lo cual no me negarás que constituye un gran aliciente.
—Si tú lo dices…
—Lo afirmo, María, y cuando llegues a mi edad comprenderás por qué. Claro que mi ambasciatore no se parece nada, para mi desgracia, a tu Fernando. Si Guido fuese la mitad de atractivo que él, creo que no necesitaría un amante para perder la vergüenza.
—¿Podemos volver a George? —he replicado, roja como un tomate.
—¡Claro! —Se ha echado a reír—. ¡Cómo me gusta provocarte, querida! Parece mentira que con tanto mundo como tienes recorrido sigas siendo tan pacata. ¡Si ni siquiera te atreves a ponerte pantalones, en un clima tan endiabladamente frío como este! ¿Qué clase de educación recibiste? Madonna mia, poveretta!
—La suficiente para saber que una mujer decente no engaña a su esposo con otro. —Le he devuelto el golpe, huraña.
—Está bien. Digamos entonces que yo no soy una mujer decente, lo cual, por otra parte, no debería sorprenderte. Soy una mujer a secas. Y George me da todo lo que Guido dejó de darme hace años: emoción, interés, atención, placer, conversación, pasión, sexo… Cosa vuoi? Soy una femmina debbole, frágil. Él me sonríe y yo me derrito. Me acaricia y pierdo el control. No sé si es amor o capricho, pero sea lo que sea no quiero dejarlo.
—¿Está casado? —Me parecía una cuestión de suma importancia a la que ella no se había referido todavía.
—Divorciado un par de veces —ha respondido Paola, lo que me ha llevado a pensar, aliviada, que al menos él no estaba haciendo daño a nadie—. Normal, con la vida que lleva, de aquí para allá, trabajando en la Compañía, como él llama a la CIA, parece inevitable. No es precisamente un buen candidato a padre, pero sí un hombre fascinante; el amante perfecto.
—¿Es como los espías que salen en las películas? —Me imaginaba a George con la cara de Clark Gable o Cary Grant.
—Guapo a rabiar. —Ella tenía ganas de presumir—. Alto, musculoso, lo suficientemente enigmático como para que tengas ganas de bucear en él, dotado, entre otras bendiciones, de un sentido del humor inteligente a la vez que ácido, socarrón, gentil en aquello que precisa gentileza, galante a su manera varonil… Un morenazo texano del que podría enamorarme hasta la locura si no pongo el máximo cuidado en mantener bien alta la guardia.
—¿Le amas? —Nada más formular la pregunta me he sentido ridícula por mostrarme tan cándida.
—Todavía no, aunque te confieso que me gusta más de lo que quisiera. Cuando estamos juntos el tiempo vuela y en cuanto se marcha le extraño. Hablamos horas y horas de nada y de todo, en la cama, entre sábanas revueltas, con mi pecho sobre su torso desnudo y su mano, siempre hambrienta, buscando impaciente la forma de volver a encenderme.
Por un instante, apenas un destello, he envidiado esa intimidad que describía Paola, dando a sus palabras un toque de sensualidad tan natural en ella como ajena a mi forma de ser, a lo que aprendí en mi casa y no digamos a mi experiencia. Estaba a punto de preguntarle qué sentía en esos momentos, cómo vencía el pudor propio de nuestra naturaleza femenina para dar rienda suelta al instinto, cuando la conversación se ha visto interrumpida por el camarero.
¡Mejor así!
Era un chico joven, altísimo, prácticamente albino, con cara de niño como les ocurre a casi todos los suecos. Se ha acercado a la mesa enfundado en un delantal blanco que le llegaba hasta más abajo de las rodillas, trayendo un plato de cangrejos de río cocidos con mucha sal y aderezados al eneldo. Una delicia de la gastronomía local que nos encanta y habíamos pedido de manera automática, sin caer en la cuenta de que requiere demasiado trabajo en el pelar y mordisquear como para saborearla adecuadamente en medio de una charla tan intensa.
—¿Qué te ha dicho exactamente tu agente secreto de esa guerra que está a punto de estallar? —he preguntado apenas nos hemos quedado solas, todavía incrédula aunque impaciente por dejar atrás los detalles de una relación extramatrimonial que preferiría no conocer.
—Ahora te lo cuento con detalle. Pero antes, y perdona mi insistencia, has de volver a jurar que tus labios están sellados. Fernando es amigo de Guido y no dudaría en revelarle mi infidelidad si llegara a enterarse. Los hombres son así de solidarios entre sí, tanto para ayudarse a ocultar sus propias aventuras como para alertarse los unos a los otros de las nuestras.
—Si yo le pido que no diga nada… —he intentado argumentar, pero me ha cortado en seco.
—Sé que se trata de tu marido, y que te resulta difícil esconderle algo así. No obstante, debo pedirte que guardes silencio sobre lo que voy a decirte, porque nadie lo sabe todavía, ni siquiera el gobierno de España o el de Italia, y podrías meternos a todos en un lío monumental. ¿Puedo confiar en ti?
—Puedes. —Me he rendido.
—La única razón de que yo esté al corriente de lo que voy a compartir contigo es que el hombre con el que me acuesto es, en estos momentos, uno de los mejor informados a este lado del Telón de Acero.
—¿Y por qué motivo, si puede saberse? —he replicado en tono agrio, incómoda por su empeño en hacerme cómplice de un comportamiento que no puedo aprobar.
—Porque tiene una fuente inmejorable: un alto funcionario de la embajada soviética, miembro del KGB, que quiere desertar a Occidente y está haciendo méritos para conseguir un billete a Estados Unidos.
—¿Dónde ha encontrado esa joya tan oportuna y tan voluble? —He insistido, empeñada en desmontar una historia que no quería dar por buena.
—Tienes razón. —Ha levantado el dedo índice de la mano derecha, como para indicar que yo acababa de señalar un punto importante—. Tengo que preguntarle cómo ha conseguido «reclutarle», que es el término con el que George se refiere siempre a su fichaje. Nunca hemos hablado de esa cuestión. Pero sí sé que lo conoció en una recepción de la embajada noruega. Tal vez Fernando y tú hayáis coincidido en alguna ocasión con él. Se llama Moshé Doliévich.
—No me suena, no.
—Es de origen judío, circunstancia que nunca ha ayudado precisamente a medrar en Rusia, ni antes ni después de los comunistas. Dice George que jamás había manejado a un agente semejante, en este momento una auténtica mina de oro cuyo altísimo valor estratégico le ha abierto una línea directa con el jefe del Servicio de Contrainteligencia en el cuartel general de la CIA en Langley. El segundo detrás del director general, McCone.
—Me cuesta mucho creer que un miembro de la CIA te cuente secretos de Estado así como así, la verdad. —He vuelto a la carga.
—A mí me pasa lo mismo, te lo aseguro —ha convenido Paola—. Pensará, supongo, que voy a mantener la boca cerrada por mi propio interés. Es evidente que mi matrimonio no sobreviviría al escándalo de una traición así. Sin embargo, sospecho que esa no es la única razón por la cual me hace partícipe de sus secretos.
—¿A qué se debe entonces, a tu juicio, esa sorprendente locuacidad?
—Al principio creí que sólo trataba de impresionarme. Ahora he llegado a la conclusión de que sencillamente necesita compartir con alguien una carga tan pesada, del mismo modo que yo la estoy compartiendo contigo.
—¿Carga? —He mostrado mi sorpresa—. Se supone que la información es poder, especialmente cuando alguien se dedica al espionaje, ¿no?
—Non mi vuoi capire —se impacientaba Paola—. No quieres entenderme. La ignorancia, ya lo irás descubriendo, constituye casi siempre una bendición en esta vida, mientras que hay informaciones cuyo conocimiento pesa como una piedra de moler al cuello. Informaciones que abrasan el alma y pueden llevarte a perder la fe en los hombres, e incluso en Dios.
—Y yo que pensaba que los espías eran hombres curtidos capaces de soportar cualquier cosa…
—Él, por extraño que parezca, es una buena persona abrumada por el peso de lo que sabe. Cree en lo que hace. Sufre con ello y está poniendo todo su empeño en evitar esta guerra devastadora. Como comprenderás, rara vez se relaja, aunque yo consigo que lo haga…
—¡No quiero saber cómo!
—Ni yo te confiaría mis artes más secretas. —Me ha sonreído, con aire de misterio—. Pero cuando encuentra a mi lado unos minutos de paz deja que trasluzca una personalidad noble. Me recuerda un poco a esos caballeros medievales que empeñaban su espada y su honor en servir a su dama. Su causa es otra, evidentemente, aunque consigue hacerme sentir como debían de sentirse esas damas. Y te aseguro que es delicioso.
Por segunda vez en el transcurso de la conversación he sentido cierta envidia ante lo que describía, porque hace ya bastante tiempo que yo no puedo decir lo mismo. No es que haya olvidado la sensación a la que se refería Paola, no; esa no se olvida. Es sencillamente que la extraño.
Ella ha debido de interpretar mal mi gesto de fingida indiferencia, confundiéndolo con incredulidad, porque ha añadido, un tanto irritada:
—En todo caso, tú cree lo que quieras, o no creas nada; yo te digo la verdad. Sólo prométeme que no revelarás a nadie mis confidencias.
—Está bien, puedes estar tranquila. He jurado no traicionar tu confianza y no lo haré —he reiterado, sabiendo de antemano que me arrepentiría.
—Seguro que serás más fiel a tu promesa que yo a la mía —se ha reído ella, consciente de que nunca prometo lo que no voy a cumplir—. Eso mismo le dije yo a George hace un rato y ya me ves ahora, repitiéndote palabra por palabra lo que únicamente él, algunos capitostes de la CIA y la Casa Blanca y yo conocemos a estas horas. Es tan tremendo que ni siquiera los aliados de Estados Unidos han sido informados aún, con el fin de evitar filtraciones susceptibles de producir un movimiento de pánico entre la población americana. ¿Te imaginas? Podríamos estar viviendo las últimas horas del mundo tal como lo hemos conocido.
—No puedes estar hablando en serio —he protestado, sintiendo cómo la ansiedad iba avanzando en mi interior.
—¿Sabes lo que dice Kruschev? Que, si llegamos a la guerra nuclear, la mitad de la población mundial será aniquilada, lo que significará que el imperialismo habrá sucumbido definitivamente ante el socialismo triunfante en todo el mundo, que será el que aportará la mitad superviviente. Bueno, eso decía antes de que esa posibilidad fuese tan real como lo es ahora. En este momento la cosa tal vez no le haga la misma gracia.
Yo acababa de cumplir diez años cuando se produjo el Alzamiento que llevó a la Guerra Civil. Era verano. Mi padre estaba en esos días en Francia, por sus negocios, con mi hermano mayor. En San Sebastián, durante las primeras semanas que siguieron a la sublevación de los militares africanos, mi madre no dejaba de dar gracias a Dios por esa circunstancia, pues estaba convencida de que si los milicianos que vinieron a buscarle en repetidas ocasiones le hubieran encontrado en casa, le habrían dado el paseo y no habríamos vuelto a verle. Nunca supe muy bien por qué, aunque supongo que se debería a su condición de fundador y propietario de una pequeña empresa de maquinaria auxiliar de la industria papelera que empezaba a florecer entonces en Guipúzcoa y hoy da de comer a mucha gente.
De aquellos días recuerdo las misteriosas idas y venidas de mi tío José Mari, que tenía muchos amigos entre los arrantzales de la zona por su afición a la pesca y anduvo buscando entre ellos hasta que encontró uno dispuesto a hacer lo que le pedía, a cambio de una modesta recompensa. Tampoco he olvidado la solemnidad con la que mamá nos anunció una tarde a mi hermana Luisa y a mí que nos marchábamos esa misma noche y que debíamos hacerlo en secreto, sin decir nada a nadie.
—Vamos a reunirnos muy pronto con papá y con Pachi, pero antes tenéis que ser muy valientes. El tío nos llevará en su automóvil hasta Guetaria, y desde allí seguiremos en barco.
—¿Puedo llevarme los zapatos nuevos en la maleta? —preguntó Luisa, cuya afición a los trapos prevalece aún hoy sobre cualquier otra preocupación, por grave que sea la circunstancia.
—Ni zapatos ni ropa ni maleta —respondió mamá, en un tono que no admitía discusión—. Una muda, un pijama y algo de abrigo. Debemos ir ligeras de equipaje. Tú, María, llévate si quieres a tu Mariquita Pérez —me dijo a mí, haciéndome una caricia en la mejilla—. Nos hará compañía. Ahora daos prisa. En cuanto oscurezca nos vamos.
Recuerdo claramente también las lágrimas del ama Rosario, que nos había criado a los tres hermanos y a quien yo quería tanto como a mi madre. Hay que ver lo que lloraba la mujer mientras nos despedía en la puerta del piso, entre suspiros, exclamaciones en vascuence y encomiendas a todos los santos para que velaran por nosotros y nos trajeran de vuelta sanos y salvos. Ese día me regaló un escapulario de la Virgen de Aránzazu, que todavía conservo y suelo llevar prendido a la combinación.
Todavía puedo percibir, con la misma intensidad que entonces, el miedo agarrado a la garganta en el asiento trasero del Citroën color negro que conducía mi tío de camino al puerto de Guetaria, y sobre todo en la pequeña embarcación a remos que nos llevó desde allí a Francia, en plena oscuridad, burlando los controles establecidos en la frontera para huir de una persecución que en mi mente infantil no tenía rasgos definidos, aunque sí aterradores. Esas emociones no se olvidan.
Se me ha quedado grabada la sensación de desamparo que me atenazaba el alma durante esa travesía interminable, mientras el marino que se jugó la vida para ponernos a salvo bogaba con la fuerza de una tripulación de trainera. En esa noche sin estrellas, únicamente se oía el chasquido acompasado de los remos al chocar contra el agua y el murmullo quedo de mi madre al rezar.
¿Se sentirán así mis hijos ahora? ¿Llorarán sin lágrimas, cuando nadie los vea, la ausencia de su padre y la mía? ¿Cómo hacerles saber que les quiero con todo mi corazón, si ni siquiera soy capaz de poner una conferencia para que oigan mi voz al otro lado del hilo telefónico?
En cuanto consiga calmarme, les escribo una carta contándoles tonterías, para que se rían un rato, y meto en el sobre un billete de cinco pesetas, a escondidas de Fernando, diciéndoles que se compren caramelos y tebeos del Capitán Trueno, que son los que más les gustan. Ya sé que a su padre no le agrada que lo haga, pero voy a mimarles un poco. Ellos y yo lo necesitamos.
Quién iba a imaginarse, en aquel horrible verano del 36, que hoy estaríamos viviendo una pesadilla parecida, con la misma sensación de impotencia que me abrumaba aquella noche y distanciada, al igual que entonces, de las personas a las que más quiero, aunque en este caso por una amenaza mucho más fría y tenebrosa que cualquier océano.
La familia era en esos días algo tan importante, tan sagrado como para arriesgarlo todo por mantenerla unida. Han pasado veintiséis años, pero a mi modo de ver así siguen siendo las cosas hoy, o así deberían ser. Padres e hijos no tendrían que separarse. Claro que el azar suele encargarse de frustrar nuestros propósitos a fin de que Dios escriba derecho con renglones torcidos.
Él sabrá por qué lo hace.
En cuanto a mí, si algo he aprendido a lo largo de esta vida errante, primero a causa de la Guerra Civil y después junto a Fernando, es que el miedo nos paraliza e impide ver con claridad, al contrario que el amor, cuyo poder nos hace fuertes al proporcionarnos cimientos sólidos sobre los cuales construir nuestra existencia.
Por eso abogué ante mi marido para que los chicos se quedaran al menos otro año con nosotros y con sus hermanas, aunque la educación que iban a recibir aquí no fuera tan buena como la que les proporciona el colegio en el que estudian en España. Por eso insistí y supliqué. Claro que, como suele suceder cada vez que discuto con Fernando, fue una batalla perdida de antemano. Su criterio siempre prevalece porque sí, sus argumentos pueden más que los míos, su carrera, nuestro pan, es lo primero. Y tampoco he tenido yo nunca el coraje de enfrentarme a él. ¿Para qué?
Cuando pienso en esa mancha de rímel, en esas ausencias injustificadas, en la irritación que le produce el hecho de que le pregunte o le hable de cualquier cosa, cuando lo que le apetece es leer… Mejor no seguir por ahí. Y menos ahora. Lo que se cierne sobre nosotros es de una magnitud infinitamente más grave.
Sólo quien ha vivido una guerra es capaz de calibrar el alcance de esa palabra. Y eso que en mi caso pasó de lejos, sin apenas rozarnos. Papá tenía buenas relaciones en el País Vasco francés, que nos permitieron vivir confortablemente en un hotel de San Juan de Luz hasta que el 13 de septiembre de ese mismo año de 1936 las tropas navarras entraron en San Sebastián y pudimos regresar a nuestro hogar, que Rosario había mantenido milagrosamente a salvo de percances.
Mi hermano Pachi se alistó como voluntario con los nacionales en la columna del comandante Sagardía, al igual que hicieron la mayoría de sus amigos, y marchó al frente de Santander, del que por fortuna regresó ileso.
El negocio familiar siguió funcionando durante toda la contienda, en gran parte gracias al crédito que concedían los bancos locales. Todavía hoy nos proporciona unas buenas rentas, gestionado por Pachi con la misma entrega y dedicación que aprendió de nuestro padre, ya viudo, quien no ha dejado de acudir a la oficina una sola mañana, con puntualidad británica, aunque ya no le permitan hacer gran cosa. El día que sienta que está de más se morirá. No sabe vivir sin trabajar, pobre papá, nadie le enseñó cómo hacerlo.
En casa nunca pasamos hambre, esa es la verdad. Fuimos la excepción a una regla cruel que marcó la pauta de los años siguientes en toda España. Ahora que pienso en Miguel e Ignacio, solos en ese colegio elitista en el que al menos comerán bien, veo el rostro que tenía Fernando cuando yo le conocí, recién aprobada la oposición, en 1950. Parecía uno de esos desgraciados que rescataron las tropas norteamericanas de los campos de concentración alemanes. Estaba tan escuálido y demacrado que la ropa le colgaba de los hombros como si tuviera una percha por espalda. Y eso que iba siempre vestido de galán de cine, con ese porte señorial que me conquistó a primera vista y cautivó de igual modo a mis padres, mi hermana y mis amigas. Él sí sabía lo que es pasar noches en blanco, con el estómago vacío rugiendo en vano su protesta. Había llegado a entablar con el hambre una enemistad íntima.
Fernando sufrió la guerra y la posguerra con dureza, aunque tampoco suele hablar de esa tragedia que le arrebató de cuajo a uno de sus abuelos, a su padre y a varios tíos, asesinados por los del bando republicano nada más empezar, y le privó después del 39 de su otro abuelo, el materno, cirujano de ideas republicanas preso en distintos penales por haber escondido a perseguidos políticos en su clínica de Oviedo. Yo no llegué a conocerle. Murió al poco de ser liberado, convertido, según Fernando, en un auténtico despojo humano a causa de las durísimas condiciones padecidas durante su cautiverio. Destruido física y moralmente.
En su Asturias natal la guerra había empezado en realidad en el 34, con esa revolución, provocada por la desesperación y la miseria, que llevó a unos y a otros a cometer incontables brutalidades. Fernando luchó desde los quince años, durante los tres de la guerra, y después cumplió otros tantos de servicio militar, antes de poder terminar el instituto y trasladarse a Madrid a preparar su ingreso en la Escuela Diplomática, viviendo en una pensión barata, comiendo pan negro y garbanzos duros, estudiando a la luz de una única bombilla de veinticinco vatios y dejándose los ojos y la risa en un temario que tenía que aprenderse de memoria.
Es un hombre difícil. Ya lo creo que lo es. Tiene un carácter endiablado, un genio del demonio, una prepotencia que puede llegar a resultar insoportable. Esa es la cruz de su tenacidad, su inteligencia y su voluntad de hierro. Si no fuera como es nunca habría logrado llegar hasta donde está.
Sabía alemán e inglés por haberlos aprendido durante los veranos de su infancia en Baviera y Cambridge, gracias al tesón de su padre, empeñado en que se formara adecuadamente para sacar el máximo partido a la mina de carbón propiedad de la familia. Lo que Fernando ansiaba por encima de cualquier otra cosa era viajar, mucho más que continuar con esa explotación que tanto dolor había causado en su entorno. Por eso dio la espalda al pasado y puso todo su afán en conseguir, a costa de un enorme esfuerzo, el pasaporte de color rojo que le permitiría cumplir su sueño, pese a ser hijo de una España arruinada y aislada del resto del mundo.
Cuántas veces le habré oído decir, antes y después de casarnos:
—España es, y acaso nunca deje de ser, como ese cuadro de Goya en el que dos gigantes aparecen enterrados hasta las rodillas, propinándose garrotazos. Una nación dividida, enferma de odio.
Cuántas veces me habrá repetido:
—Leer y viajar, María. Como decía don Miguel de Unamuno, el nacionalismo de vía estrecha y vuelos cortos, el rencor, la ignorancia y la envidia se curan leyendo y viajando. Hay que ampliar el horizonte de nuestras vidas.
¡Y vaya si hemos viajado! La Habana, Lima, México, Madrid, Estocolmo… Nuestras vidas de amplios horizontes, junto a las de nuestros hijos, han ido de aquí para allá metidas en baúles de color azul y cajas de embalaje. Mi piano, con el que aprendí a tocar casi antes que a leer en el colegio Notre Dame, y más tarde en el conservatorio, hasta conseguir el título de profesora, acumula polvo en el cuarto de estar de la casa de mis padres, en San Sebastián, esperando a que mis dedos terminen de oxidarse por falta de práctica.
Mis dos varones, Ignacio y Miguel, están internos en España, a una distancia infinita de aquí, mientras Kennedy y Kruschev se muestran los colmillos, cuentan sus respectivos misiles, miden fuerzas, se lanzan mutuamente atronadoras amenazas, bailan en la cuerda floja y nos arrastran a todos en su danza macabra, con la esperanza enloquecida de destruir al enemigo antes de ser destruido por él.
Paola tiene razón. Deben de haber perdido el juicio.
Apenas hemos tocado los cangrejos. El camarero se ha llevado la fuente prácticamente intacta, preocupado por si el plato no había sido de nuestro agrado. Los suecos son así: exquisitamente educados, limpios, metódicos, solícitos, honrados a carta cabal, un tanto fríos para mi gusto, aunque soy consciente de que mi valoración es injusta. En realidad, para bien y para mal, son exactamente lo opuesto de los españoles; de ahí mis prejuicios.
Paola ha respondido con amabilidad que el problema no era el plato sino nuestro apetito, después de lo cual ha preguntado si podíamos anular el salmón al horno que habíamos pedido de segundo y pasar directamente al postre. No era posible, de modo que sobre la mesa ha quedado el pescado, sin tocar, para disgusto del cocinero. Junto a la fuente descansaban dos cajetillas de tabaco casi vacías, una de Muratti y otra de Kent, que nos hemos fumado en vez de comer.
—Según lo que me cuenta George —ha proseguido Paola, una vez zanjado el asunto de la credibilidad de su espía—, el problema principal estriba en que tanto el líder ruso como su presidente, Kennedy, están aterrados ante la posibilidad de que el otro golpee primero. Ambos tienen informes de sus respectivos servicios de inteligencia que les advierten de ese peligro y andan calibrando la oportunidad de lanzar un primer ataque por sorpresa que destruya los arsenales enemigos.
—¿Así, sin mediar provocación? ¡Eso es una locura!
—Efectivamente. A la constante acumulación de armamento que ha llevado a esta situación la llaman «disuasión» o «destrucción mutua asegurada». En inglés, Mutual Assured Destruction, o MAD, por sus siglas. Una palabra que significa «loco». ¡Qué sabio es el lenguaje! ¿No te parece?
—Me parece aterrador.
—Pues eso no es todo. —Era evidente que hoy se había propuesto abrumarme—. Los rusos son conscientes de ser inferiores a los americanos en lo que a armas nucleares se refiere, en una proporción de cuatro a uno, lo que los asusta sobremanera. Kruschev ha decidido instalar bases en Cuba precisamente por eso, con el propósito de compensar ese desequilibrio y, de paso, quitarse la espina de Berlín, que pese a todos sus esfuerzos no ha logrado conquistar. Ese hombre actúa movido más por las vísceras que por el cerebro, aunque dicen que es inteligente. Esperemos que lo demuestre.
—¿Qué opina de todo ello tu espía? —he inquirido, un tanto mareada por esa avalancha de datos y explicaciones que, vistas a través de mi lógica, resultan completamente absurdas.
—George opina que un juego tan peligroso no puede terminar bien. Teme, con razón, que a un militar ruso o estadounidense se le vaya la mano en cualquier momento y que el menor gesto, considerado hostil por la otra parte, prenda la chispa que desencadene el incendio.
Si tal catástrofe tiene que acabar produciéndose, no es posible que sea en Cuba. No lo es. Me niego a aceptar que la isla en la que pasé los años más felices de mi vida, recién casada, bebiéndonos Fernando y yo la vida a chorros, se haya convertido de pronto en una especie de Sodoma escogida por Dios para destruir el mundo. Tres de mis cuatro hijos nacieron allí. Cuba es, en mi fuero interno, sinónimo de luz, calor, sensualidad, alegría. Por eso he vuelto a insistir:
—¿Y qué tiene que ver Cuba con todo eso que me cuentas?
—Tú recuerdas lo de Bahía de Cochinos, ¿verdad? Ese intento de invasión patrocinado y financiado secretamente por el gobierno norteamericano, aunque protagonizado por un millar de exiliados cubanos, que acabó en un sonado fiasco. En Moscú están convencidos de que Estados Unidos no ha digerido ese fracaso y va a tratar de impedir por todos los medios que la isla caiga definitivamente en la órbita soviética. Kruschev, por su parte, está decidido a defenderla a cualquier precio.
—¿Con bombas atómicas?
—Eso parece, por increíble que suene. Toda la historia es digna de una película, o de una novela de Graham Greene, de esas que nos gusta leer a ti y a mí. Hasta tiene nombre literario: Anádyr. Así fue bautizada la operación puesta en marcha hace meses para trasladar secretamente de Rusia a Cuba ese armamento nuclear, así como los más de cincuenta mil hombres necesarios para hacerlo operativo, en buques que zarparon de Siberia.
Paola debe de haber hablado largo y tendido con su amante de este asunto, porque respondía a todas mis preguntas con total soltura. Tanta, que a esas alturas de la conversación yo ya no albergaba ni la menor duda sobre la veracidad de cuanto me estaba contando.
—¡O sea que todo estaba meticulosamente planeado! ¿Qué hacían tu espía y sus colegas mientras tanto?
—McCone, el jefe de la CIA —ha salido en defensa de los espías como impulsada por un resorte—, advirtió antes del verano al presidente de que se estaba cocinando algo gordo. Kennedy no le escuchó. El asunto no interesaba. Ni siquiera le dieron permiso, hasta hace un par de semanas, para enviar aviones espía a sobrevolar toda la isla. ¡Imagínate su indignación ahora! El papel de Casandra que augura catástrofes siempre resulta desagradable, aunque lo peor debe de ser constatar que uno estaba en lo cierto y de nada sirvió que lo anunciara. En todo caso, lo que está haciendo George en este momento es esencial. Si algo puede salvarnos de la tragedia será la información, el conocimiento real de lo que ocurre en el otro bando.
—Continúa —le he rogado, cautivada por los detalles que daban a su historia una verosimilitud tan innegable como aterradora.
—Desde mediados de agosto los aviones y los barcos de la OTAN, lógicamente alertados por tanto movimiento inusual, han estado siguiendo de cerca a esa impresionante flotilla, que presuntamente transportaba coches y madera siberiana.
—¿Sin que nadie los interceptara? ¿De qué ha servido entonces la vigilancia?
—Chi lo sa? Supongo que no tendrían la información de la que disponen ahora gracias al agente soviético que controla George. Sólo sé que los U2 estadounidenses, unos aviones provistos de sofisticados equipos de vigilancia aérea, han terminado por descubrir en Cuba todo el equipamiento necesario para desencadenar un ataque devastador contra Estados Unidos. La duda que se plantea en este momento en la Casa Blanca es si Kennedy debe quedarse de brazos cruzado, sabiéndose vulnerable a un golpe potencialmente definitivo, o ha de jugarse el todo por el todo atacando primero, como le aconsejan hacer sus asesores militares.
—¿Y bien? —No me quitaba de la cabeza a Miguel e Ignacio, internos en Madrid.
—Las espadas están en alto, María. —Acababa de encenderse el enésimo cigarrillo, prueba de que, por mucho que disimulase, ella también contemplaba esta horrible situación con nerviosismo—. Los últimos datos indican que ya hay desplegados en Cuba artilugios infernales con un poder de destrucción inimaginable. No me he quedado con los nombres técnicos, pero sí con lo importante. Sólo en uno de los buques, que purtroppo ya ha alcanzado la costa, viajaban bombas con una potencia explosiva equivalente a veinte veces lo que lanzaron los Aliados sobre Alemania durante toda la Segunda Guerra Mundial. ¡Veinte veces! ¿Te haces una idea de lo que eso supone?
—La verdad es que no. Ni quiero.
—Entretanto, más de ciento cincuenta mil reservistas han sido movilizados en Estados Unidos. A principios de mes el fiscal general, Bob Kennedy, defendió ardientemente la opción de minar los puertos cubanos con el fin de impedir la llegada de nuevos buques soviéticos, pero su hermano el presidente se opuso, con el respaldo del jefe de la CIA, por la alta probabilidad de causar bajas civiles inocentes y perder así el respaldo de la comunidad internacional, y en especial de los países iberoamericanos. En esas estamos. Rien ne va plus!
Paola desgranaba su relato con una mezcla de precisión y derrotismo que resultaba fascinante, y a la vez helaba la sangre. Era como si se hubiera rendido de antemano a la evidencia de un desenlace fatal, que era preciso asumir con resignación. Yo estaba tan anonadada por lo que escuchaba que apenas podía reaccionar. Para entonces nos habíamos pedido algo más fuerte que un martini: ginebra con tónica ella, whisky con hielo yo, insensibles ambas a las miradas de súplica del camarero, que ansiaba vernos marchar de una vez, como había hecho hacía rato el resto de los comensales.
No eran horas de estar allí, prolongando la sobremesa, mucho tiempo después del establecido para el cierre, aunque el muchacho no se atrevía a echarnos ni nosotras queríamos irnos. Al fin y al cabo somos latinas y, por consiguiente, reacias a respetar las normas.
—Creí que Kennedy había pedido perdón públicamente por lo de Bahía de Cochinos y asegurado que una cosa así no se volvería a repetir —he comentado, empeñada en encontrar una salida hacia la esperanza.
—«Así», como lo ocurrido en Bahía de Cochinos, no, en efecto. La CIA piensa que el pueblo cubano es apático por naturaleza y no se levantará contra el dictador, por muchas facilidades que se le den. Sus analistas tampoco confían en los exiliados cubanos. Esa opción ha sido descartada. McCone siempre estuvo convencido de que sin la intervención de los marines y de la aviación estadounidense no sería viable una operación exitosa para derrocar a Castro. La equivocación de Kennedy consistió en ignorar sus consejos y perder un tiempo precioso. Ahora, salvo que se produzca un milagro, ese error de apreciación ya no tiene arreglo.
—¿Estás absolutamente segura? No puedo creer que hayan decidido destruirnos y destruirse por un pedazo de tierra en medio del Caribe donde ni siquiera hay petróleo, oro o diamantes.
—Lo mismo que tú piensa Kruschev, mira por dónde. Doliévich, la fuente que informa a George, le ha pasado el texto exacto de lo que dijo a finales de mayo al Presídium del Comité Central del Partido Comunista, que viene a ser el gobierno de la URSS. Va exactamente en esa dirección.
—¿Eso es bueno?
—George me ha dejado leer ese documento, traducido al inglés, y la verdad es que no sé qué pensar. Kruschev asegura que el único modo de salvar Cuba es colocar allí misiles provistos de cabezas nucleares, se refiere también a unos cohetes americanos desplegados en Turquía, cuya existencia yo ignoraba, y se muestra persuadido de que, ante su política de hechos consumados, Kennedy tendrá que tragarse las armas rusas instaladas en Cuba, igual que hacen ellos con los misiles americanos de Turquía, en el bien entendido de que ninguno de los dos los usará. Concluye afirmando que Kennedy es «un chico inteligente» y no desencadenará una guerra termonuclear por un pedazo de tierra sin valor, pero captará el mensaje de que debe dejar en paz a Fidel Castro. Kruschev está convencido de que cualquier idiota puede empezar una guerra, sabiendo de antemano, eso sí, que esta guerra, esta en concreto, nadie puede ganarla.
—¿Y no está en lo cierto? —he preguntado, asumiendo muy a mi pesar que el razonamiento del líder soviético resultaba irrefutable—. Lo que cuentas es disparatado. ¿Cómo va a lanzarse Kennedy a una guerra sin mediar un ataque? Todo se basa en suposiciones, amenazas veladas, equívocos, miedo, desconfianza… ¿No sería más útil que ambos pisaran el freno y se sentaran a hablar?
—Pues parece ser que no, ya que a esta hora Kennedy está reunido con todo su gabinete de guerra, decidiendo si aprieta o no el célebre botón rojo. Y lo mismo debe de estar ocurriendo en Moscú. Ti rendi conto? ¡Qué terriblemente affascinante! Si yo hubiese nacido hombre habría sido giornalista. Corresponsal de guerra tal vez, o agente secreto, como George. Chi lo sa? ¡Me encanta la intriga!
—Bueno, el hecho es que has nacido mujer —me he revuelto contra su frivolidad—. ¿Qué más sabes?
Lo que Paola sabía no ha hecho más que acrecentar mi preocupación. Desde el pasado día 14, Kennedy se reúne mañana, tarde y noche con un consejo de guerra al que denominan ExComm, compuesto por una quincena de personas entre las que destacan su hermano Robert, los miembros más cercanos de su gabinete, sus jefes de Estado Mayor y el jefe de la CIA, McCone.
En ese consejo, siempre según el espía, existe división de opiniones. Los militares se inclinan por dar el primer golpe cuanto antes, bombardeando las rampas de misiles. Bob Kennedy se opone y sostiene que su hermano no se convertirá en un nuevo Tojo, en alusión al general japonés que ordenó el ataque a Pearl Harbour y forzó la entrada de Estados Unidos en la última guerra mundial. En cuanto al presidente, prefiere de momento barajar otras posibilidades, consciente de que un error de cálculo o una precipitación conducirían inevitablemente a una conflagración atómica y a la aniquilación de millones de vidas. Los secretarios de Estado y de Defensa, Rusk y McNamara, abogan por la diplomacia combinada con la política de wait and see, «esperar a ver», confiando en que el tiempo enfríe las cosas.
Cuanto más oía, más me costaba creer que las mentes más brillantes del planeta, los gobernantes más poderosos y los más influyentes de sus asesores no tuviesen alguna idea mejor para salvarnos de la catástrofe que la que estaba exponiendo mi amiga.
—¿Esperan que las cosas se arreglen por sí solas? —he inquirido, atónita—. ¿Qué clase de política es esa?
—La política es en buena medida eso, querida. —Sus ojos profundos, perfectamente maquillados, mostraban una combinación de ternura y compasión ante mi ignorancia que me ha hecho sentir estúpida—. Lo que ocurre es que tu país no es una democracia, por lo que vuestro Duce, Franco, hace y deshace a su antojo sin tener que dar explicaciones ni rendir cuentas. Si no me equivoco, él mismo presume de «no meterse nunca en política». A Kruschev le sucede lo mismo, aunque en su caso ha de lidiar con un Partido Comunista en el que abundan los cuchillos afilados. Kennedy lo tiene más complicado.
—¿Qué dice el hombre de la KGB? ¿Está dispuesto Kruschev a sacrificarnos a todos para ganar su juego diabólico?
—Esta es la mejor parte. La única buena, en realidad. Según Doliévich, el líder del Kremlin tratará de evitar una guerra hasta donde le sea posible, ya que su órdago fue lanzado dando por supuesto que no sería aceptado, que los norteamericanos se tragarían sin más los misiles instalados en Cuba y que no se llegaría a las armas.
Como dice la loca de mi amiga, no está en nuestras manos cambiar las decisiones de los amos del mundo. Sólo podemos vivir con ellas y aprovechar esta vida mientras dure. Ella me ha contado que se aferra a esa certeza mientras hace el amor con George y me ha invitado a hacer lo propio con Fernando. Luego, sin saber el daño que me producían sus palabras al hurgar en una herida abierta, me ha preguntado, coqueta, si soy consciente de lo apuesto que es mi marido.
¡¿Que si soy consciente?!
No hay más que ver cómo le miran las señoras.
Ya era guapo cuando le conocí y con el paso de los años ha ido ganando atractivo, empaque, señorío. Lo malo es que no sólo es apuesto sino también un seductor. Y disfruta siéndolo.
He tenido que armarme de valor cada día de nuestra vida en común para combatir al fantasma de los celos que me asaltan en cada cena, en cada cóctel, en cada fiesta en que aprovecha para desplegar sus encantos ante cualquier dama dispuesta a dejarse conquistar por sus aires de perfecto caballero español. ¡Y sabe Dios que no son pocas!
Aquí en Estocolmo lo habitual es que sean nuestros compatriotas los que se vean deslumbrados por la belleza de las mujeres locales, aunque en su caso es más bien él quien las atrae con su porte latino, moreno, alto, esbelto… Luego se pone a hablar y termina de encandilarlas.
No hace mucho contó, en una cena, que cuando estamos en Madrid vamos a misa los domingos yo con traje de sevillana y él, vestido de torero. Lo decía en broma, por supuesto, aunque no creo que los anfitriones y el resto de los invitados, todos suecos, captaran su sentido del humor. Más de uno se mostró sinceramente impresionado por lo típico de los atuendos y el colorido que debían de dar a la iglesia. Las damas se deshacían en exclamaciones de admiración. Él no les sacó de su error ni yo tampoco.
¿Cómo no va a hacerles gracia si deben de ver en él a un híbrido entre David Niven y Luis Miguel Dominguín?
Yo estoy condenada a vivir con ello.
Trato de no darle importancia. La mayor parte de las veces me río. Otras, querría matarle. Ahora mismo, sin ir más lejos, vuelve a mi mente ese pañuelo manchado de rímel y me asalta la duda, por mucho que me duela esa sospecha. Ojalá no me diese motivos por los cuales dudar de él. Ojalá tuviese ojos únicamente para mí.
En todo caso es así y así me enamoré de él. Ante el altar de la catedral de San Sebastián prometí amarle hasta que la muerte nos separe, y no necesito esforzarme en cumplir esa promesa; es un sentimiento espontáneo. Pero debería odiarle. Quisiera odiarle y no puedo, incluso cuando me muerdo los labios aparentando indiferencia en vez de ponerme a coquetear con el primero que pasa.
Escuchando a Paola hablar de su amante me he preguntado por un instante si no debería aprender de ella, tratar de perder la vergüenza, soltarme la melena. Tal vez si yo me mostrase más atrevida en la intimidad él no miraría tanto a las otras. Claro que… ¡No! Sería indigno. ¿Qué pensaría de mí? Una esposa es una esposa. Soy la madre de sus hijos. Nos debemos respeto ante todo y jamás me verá mirar a un hombre con descaro, ni siquiera a él.
¿Qué estoy escribiendo? Menos mal que nadie leerá nunca estas líneas, porque esta locura de la guerra me está llevando a desvariar. Todos tenemos secretos; secretos inconfesables que han de morir con nosotros.
Tal vez tengan razón Paola y Fernando cuando coinciden en tildarme de ingenua y me reprochan no querer ver la realidad, pero yo me aferro a la creencia de que la mayoría de las personas no son como esas de las que me ha estado hablando ella. Las gentes de a pie poseen principios, valores, corazón.
Me niego a aceptar que la humanidad esté podrida.
—¿De verdad es todo tan sucio como lo pintas? —he preguntado, asqueada, cuando estábamos a punto de marcharnos.
—Esto es sólo la punta del iceberg, cara mia. No me extraña que George llegue a la cama con los nervios a flor de piel, tan necesitado de desahogo…
—No estoy para detalles íntimos, Paola. Tengo a dos de mis hijos en España y, si lo que me cuentas es cierto, podríamos quedar aislados de ellos por esta guerra, quién sabe durante cuánto tiempo.
—Eso les hará fuertes, no te preocupes. Chi non muore si rivede, decimos en Italia, que viene a significar algo así como «si no mueres, les volverás a ver».
—¡No digas eso ni en broma! Estás hablando de dos chicos de nueve y siete años internos en un colegio, alejados de sus padres. ¿Tú no viviste la guerra?
—¡Y tanto que la viví! —Me ha fulminado con una mirada de hielo—. En Roma, donde los nazis cometieron brutalidades inimaginables. ¿Quieres detalles? Nunca olvidaré el sonido de los camiones que transportaban a detenidos de todas las cárceles de la ciudad, en el silencio de un alba de marzo del 44, hasta las fosas Ardeatinas. Más de trescientos inocentes murieron aquel día, sacrificados de un tiro en la nuca, en grupos de cinco, como corderos llevados al matadero por orden del capitán de la Gestapo Erich Priebke. Los Aliados no llegaron a juzgar a ese malnacido, que debe de haber escapado a Chile o Argentina, donde estará dándose la vida padre.
Sus ojos perdidos, su tono sombrío me han indicado claramente que esas escenas permanecen absolutamente vivas en su recuerdo, ahuyentando la suficiencia de la que suele hacer gala. Al evocarlas, le ha salido de las entrañas un improperio pronunciado con rabia en su lengua materna:
—Figlio di una mignotta!
Luego, ha seguido recordando:
—Fue la represalia de las SS por el asesinato de veintiocho policías en un atentado llevado a cabo por la Resistencia. Muchos romanos, entre ellos yo, fuimos obligados a contemplar el escarmiento, ejecutado con una meticulosidad implacable. Seguramente por eso no siento la misma lástima que tú cuando pienso en los alemanes de ahora. No me dan pena, lo siento mucho. Fueron cómplices de esas bestias. Consintieron sin alzar la voz.
—¿Y qué iban a hacer?
—¡Rebelarse! —Paola lo habría hecho, estoy segura—. Mi familia tenía buenos amigos judíos que fueron enviados a los campos de exterminio de los que nunca regresaron. Mi padre había sido oficial del ejército, aunque estaba retirado; era un monárquico convencido que detestaba a Mussolini. Mi madre, una buena cristiana ajena a la política, no resistió los rigores de la guerra y murió en el invierno del 43. Mi hermano mayor abrazó el fascismo, siguió al Duce con una lealtad fanática, se convirtió en su asistente personal, y cayó poco antes que él, en las afueras de Milán, abatido por los partisanos. Te ahorro los detalles de lo que los vencedores nos hicieron pasar a los supervivientes de su misma sangre.
—Nunca me habías hablado de esa etapa de tu juventud…
—¿Por qué crees que me casé con Guido, que tiene veinte años más que yo? No fue por amor, te lo aseguro. Yo tenía algo que él deseaba y él algo que necesitaba yo. Él ha cumplido su papel y yo el mío. Nos llevamos bien, desde la conciencia que ambos tenemos de lo que representa el otro. Yo diría que nos apreciamos. No sabe que le engaño, por supuesto, ni puede enterarse, aunque tampoco creo que se haga ilusiones respecto de mis sentimientos.
—Me dejas de piedra, la verdad.
—He tratado de olvidar esa parte de mi vida. Detesto la política y detesto el poder, por mucho que me diviertan las intrigas palaciegas —ha vuelto a ser su personaje—. No te preocupes por tus chicos, si salimos de esta, la experiencia les habrá fortalecido. Y si no…
—El dolor o el miedo no nos hacen fuertes, Paola. Lo que nos construye y da fortaleza es el amor. El dolor nos hace duros, cínicos, insensibles, fríos. Yo no quiero que mis hijos tengan un corazón de piedra, quiero que lo tengan dulce. Me aterra que pierdan la inocencia demasiado pronto.
—Conociéndoles, creo que no deberías preocuparte en exceso. Me gustan tus pequeños sinvergüenzas. Son valientes, resistentes. Y además, por mucho que quieras hacerlo, tú no puedes protegerles siempre. Debes dejarles crecer. En este mundo sólo los más duros sobreviven. Eso me ha enseñado la experiencia.
Son casi las cinco y ya es noche cerrada. He encendido una lámpara para alumbrar la mesita de bridge que me sirve de escritorio improvisado. A través del cristal empañado apenas percibo los contornos del parque situado frente a nuestra casa, al otro lado del jardín, iluminado por las luces del porche. Frente a los columpios y el tobogán, está la explanada ligeramente hundida en la tierra que pronto llenarán de agua los vecinos con el propósito de que se congele y sirva de pista de patinaje a los críos del barrio.
¡Lo que disfrutan con eso los chicos!
Estoy viendo a Lucía el año pasado, de la mano de sus hermanos, embutida en su traje de nieve y calzada con sus patines de dos cuchillas, deslizarse por el hielo como si no hubiese hecho otra cosa en su vida. ¿Tantos acontecimientos decisivos han podido producirse desde entonces, sin que ni siquiera sospecháramos lo que estaba fraguándose? ¿Tan locos se han vuelto los mandatarios del mundo como para poner en peligro la supervivencia de nuestra especie?
En la oscuridad de este invierno prematuro diviso, a lo lejos, las velas o bombillas de imitación que nuestros vecinos suecos colocan en los alféizares de sus ventanas, por la parte de dentro, a guisa de estrellas domésticas abiertas al disfrute colectivo. En Estocolmo, ya lo he dicho, las casas no disponen de persianas ni cortinas; están hambrientas de claridad. Seguramente por eso esta gente ama tanto las velas y trata de alegrar sus calles compartiendo de este modo ancestral la luz amarillenta que desprenden, su calor. Las velas son, imagino, un pálido sucedáneo del sol que ansían y les falta. El sol que tanto extraño yo.
¿Qué estarán haciendo en Madrid Miguel e Ignacio, aparte de disfrutar del aire libre? ¿Jugarán al fútbol? ¿Me echarán de menos?
¿Y dónde andará mi marido?
Hace un rato me he acercado a la cocina para hablar de la cena con Jacinta, pero no estaba. Oliva me ha comunicado que había salido a hacer un recado a la tienda de la abuela, llevándose de la mano a la pequeña de la casa. Ella estaba muy acalorada, planchando una camisa de popelín de Fernando, mientras otras dos se remojaban en azulete. Esa tela es sencillamente endiablada y él no soporta una arruga. ¡Bueno es!
No sé qué haría yo sin Jacinta y sin Oliva. Bien es verdad que aquí tenemos friegaplatos y el frigidaire que trajimos de México, para envidia de mis amigas españolas, aunque tengo que darle la razón a mi hermana Luisa cuando dice que el mejor electrodoméstico es el timbre. Vivir sin servicio, como la mayoría de las suecas, a mí me resultaría imposible.
Enseguida llegará Mercedes del colegio. Vendrá sola, utilizando el tranvía y el metro de superficie. Pese a tener únicamente ocho años ya se conoce muy bien las estaciones y entiende el sueco lo suficiente como para preguntar si se despista. Es una niña muy segura de sí misma, acaso porque nunca ha ido con una llave colgada del cuello, como tantos chiquillos de por aquí. ¡Qué lástima me dan! Ha de ser muy triste que tu madre trabaje fuera, en lugar de cuidar de ti. Tiene que doler llegar cada tarde a un piso vacío donde nadie te prepare la merienda ni te pregunte qué tal te ha ido en la escuela ni te ayude a hacer los deberes.
Mis hijos jamás abrirán la puerta de un hogar solitario, de eso estoy muy segura. Tal vez no me encuentren a mí, pero en mi ausencia estará Jacinta, la cocinera que ejerce también de Tata y es el equivalente para ellos de mi Rosario. No les faltará un beso ni una taza de leche con bizcocho o un bocadillo de chorizo. ¡Ojalá nunca lleguemos a conocer una situación así en España! No, qué cosas digo, es imposible que en España lleguemos a estar un día así. Allí las mujeres sabemos cuál es nuestra primera obligación y los hombres también son conscientes de que su responsabilidad es ganar dinero. Algunas cosas, afortunadamente, no cambian.
Cuando pienso en el futuro que tendrán los chicos, si es que hay futuro, me pregunto si seremos capaces de aprender todo lo bueno que tienen países como Suecia sin caer en sus errores. Esta gente es pacífica, «civilizada», como dice siempre Fernando. Han sabido construir un Estado del bienestar que proporciona a todo el mundo educación, cuidados médicos, trabajo y medios para vivir dignamente, aunque hay que ver el precio tan elevado que pagan por ello. Tantos matrimonios rotos en ausencia de una esposa que se ocupe de su hogar, tantos divorcios, tantos niños privados del calor de una familia… Si esto es ser un país rico, casi prefiero la suciedad de Madrid, con sus farolas de gasógeno y las huellas aún visibles de la guerra.
¿Dónde echarán raíces mis hijos? ¡Cuántas veces me lo he planteado, dada esta vida de nómadas que llevamos las familias de los diplomáticos! Ahora mismo me conformo con que no pasen hambre, ni miedo, ni necesidad. Espero que entiendan que si los hemos dejado internos en Madrid es por su bien, aunque les cueste trabajo aceptarlo.
Tampoco las niñas lo tendrán fácil. Ahora son pequeñas, pero ¿qué ocurrirá cuando crezcan? ¿Dónde estaremos nosotros? No quiero ni puedo pensarlo. Falta mucho para eso. Sólo pido que la misericordia de Dios nos libre de esta catástrofe y la guerra pase de largo.
Ojalá estuviésemos todos juntos aquí… o allí.
¡Caminar por Estocolmo es tan diferente a recorrer Madrid! Aquí los parques están limpios y cuidados; las fachadas de los palacios y edificios del centro se mantienen impolutas; en los muelles atracan barcos de impresionantes arboladuras sin que el hielo haga mella en ellos. Aunque nieve, y mira que nieva aquí en invierno, las aceras permanecen despejadas y las calzadas transitables. Puedes olvidarte la cartera en un banco y estar seguro de que al día siguiente seguirá donde la dejaste, porque nadie la habrá tocado. En Madrid, en cambio, lo único que abunda es la mugre. Y, pese a ello, pienso en nuestro piso de la calle Ferraz, interior, con poca luz y ninguna pretensión, y me invade la nostalgia.
Sí, aunque parezca mentira, echo de menos Madrid, su cielo azul, su bullicio, los comercios de la Puerta del Sol, la Cibeles, ennegrecida por el humo de los coches, las salas de fiesta, las zarzuelas, las terrazas del paseo de Rosales donde sirven horchata y cerveza mientras los barquilleros invitan a los parroquianos a probar suerte en sus ruletas, el sereno, con su chuzo y su manojo de llaves…
No dejo de pensar en la conversación que he mantenido con Paola. Para ella todo resultaba natural. Yo creía estar viviendo una pesadilla. Hasta el mismo momento en que nos hemos despedido desgranando su relato de manera apasionada y al mismo tiempo distante, como si estuviese contando una historia de ficción. Me ha dejado estupefacta al implicar a personajes de tanto relieve como el filósofo Jean Paul Sartre, el escritor Ilyá Ehrenburg y el músico Dmitri Shostakóvich en la batalla propagandística, perfectamente orquestada por el KGB, que ya ha empezado a librar el Kremlin con el fin de atraerse el favor de la opinión pública internacional.
¿Será posible?
Especial sorpresa y disgusto me ha causado lo de Shostakóvich, a quien considero un compositor genial. ¿Por qué se presta a semejante manipulación? Le he dicho a Paola que no lo entendía, y ella ha vuelto a reprocharme lo que llama mi «candor», para añadir que en la URSS los artistas hacen lo que se les ordena o acaban deportados a Siberia. Tiene que ser cierto, si el creador de piezas tan hermosas como su Segundo Vals se deja utilizar de este modo. Cierto y una auténtica pena.
Es evidente que las primeras escaramuzas de esta guerra mundial se suceden ya en la sombra, aunque la mayoría no nos hayamos enterado.
Mi amiga ha prometido mantenerme al corriente de lo que le vaya diciendo George y hemos quedado en volver a vernos mañana. Menos mal que ellos dos buscan la forma de pasar tiempo juntos prácticamente todos los días, porque no tendré mejor fuente de información. Aquí la televisión y la radio permanecen casi siempre apagadas. El idioma constituye una barrera infranqueable para mí. A ver si Fernando trae el ABC de la Embajada, aunque sea de la semana pasada, y encuentro en sus páginas alguna pista que me dé una mayor perspectiva.
Claro que cuanto más sé, menos quisiera saber. Sería mucho más feliz.
El año antepasado, por Navidad, mi marido me regaló un gramófono.
—Tal vez así te olvides del piano —me dijo con naturalidad, como si tal cosa fuese posible—. Aquí puedes escuchar tus sinfonías enlatadas e interpretadas por los mejores maestros.
—Lo haré cuando tú no estés —contesté, sabedora de que prefiere el flamenco o los boleros a los conciertos de Rachmaninov.
—¿Qué tal si lo estrenamos escuchando villancicos?
Y así pasamos la primera Nochebuena sueca, los seis juntos, cantando «pero mira cómo beben los peces en el río» a voz en cuello, al compás del coro grabado en un disco que había mandado traer de España. Fuera todo estaba blanco, cubierto de nieve. El termómetro marcaba veinte grados bajo cero.
Este reproductor de música es un artilugio magnífico. Un tocadiscos de la marca Philips, provisto de dos altavoces y aguja de diamante, que amplifica el sonido con una pureza impensable en los aparatos antiguos. Ahora mismo está sonando el Nocturno número 20 de Chopin, interpretado por Arthur Rubinstein. Pura armonía.
Las notas de esa pieza, tan familiares para mí que sabría transcribirlas de memoria, siempre me han parecido tristes. Destilan una melancolía lánguida, como de otoño, especialmente hoy. Evocan en mi mente la imagen de las ardillas y los pájaros que vienen a comer alpiste, pipas o avellanas a la caseta que instalamos al llegar el invierno en un árbol del jardín, siguiendo el ejemplo de los suecos. Esas notas son livianas, delicadas, semejantes a las pisadas diminutas que marcan las criaturas del parque en la nieve al caminar. Huellas similares a las que deja Chopin, esta tarde, en mi corazón helado.
¡Cómo me gustaría tener aquí mi piano! Me perdería en su música hasta olvidarme del mundo.
Con el paso de los años he ido acostumbrándome a su ausencia, aunque no ha cesado de dolerme el vacío que encuentran mis manos cuando buscan, inconscientemente, el refugio de sus teclas. Mi piano era voz, era cómplice. En ocasiones, compañero de alegrías. Otras, cauce para el llanto. Siempre cercano, paciente, atento a mis emociones. Era un amigo fiel que me ha sido arrebatado, igual que mis hijos, por otro amor más exigente en sus demandas, más egoísta.
Hoy mi piano es silencio por él, por Fernando, sus gustos, nuestros constantes traslados. Hoy mi piano calla, como hago yo, porque con frecuencia se quiere mejor callando.
¿Cómo voy a sonsacar a Fernando sin delatar a Paola? ¿Qué le digo, y más ahora, con lo poco locuaz que está últimamente?
Algo se me ocurrirá. Algo tiene que ocurrírseme y más vale que sea pronto, porque parece que ha llegado a casa. Hay jaleo en las escaleras de entrada, aunque no he oído abrirse la puerta del garaje.
¡Lo que faltaba! Es Jacinta gritando que algo le ha ocurrido a Lucía…