Aquél que, habiendo gastado sus apetitos se acerca a una forma límite de desapego, no quiere ya perpetuarse; detesta sobrevivirse en otro, al cual por otra parte no tiene nada que transmitir; la especie le espanta; es un monstruo y los monstruos ya no engendran. El «amor» le cautiva aún: aberración entre sus pensamientos. Busca un pretexto para volver a la condición común; pero el hijo le parece inconcebible, como la familia, la herencia, las leyes de la naturaleza. Sin profesión ni progenie, cumple —última hipóstasis— su propio acabamiento. Pero por alejado que esté de la fecundidad, un monstruo diferentemente audaz le supera: el santo, ejemplar justamente fascinador y repelente, por relación al cual siempre se está a medio camino y en una posición falsa; la suya, por lo menos, es clara: ya no hay juego posible, no más diletantismo. Llegado a las cimas doradas de sus repugnancias, en las antípodas de la Creación, hace de su nada una aureola. La naturaleza nunca conoció tamaña calamidad: desde el punto de vista de la perpetuación, marca un fin absoluto, un desenlace radical. Entristecerse, como Léon Bloy, porque no somos santos es desear la desaparición de la humanidad… ¡en nombre de la fe! ¡Cuán positivo parece, por el contrario, el diablo, ya que constriñéndose a fijarnos en nuestras imperfecciones, trabaja —pese a él y traicionando su esencia— en conservarnos! Desarraigad los pecados: la vida se marchita bruscamente. Las locuras de la procreación desaparecerán un día, por cansancio más bien que por santidad. El hombre se agotará, menos por haber tendido a la perfección que por haberse dilapidado; parecerá entonces un santo vacío y estará tan lejos de la fecundidad de la naturaleza como lo está ese modelo de acabamiento y esterilidad.
El hombre no engendra más que si permanece fiel al destino general. Si se aproxima a la esencia del demonio o del ángel, se hace estéril o procrea abortos. Para Raskolnikov, para Ivan Karamazóv o Stavroguin el amor no es más que un pretexto para acelerar su perdición; e incluso tal pretexto se desvanece para Kirilov: no se mide ya con los hombres, sino con Dios. En cuanto al Idiota o a Alioscha, el hecho de que uno mimetice a Jesús y el otro a los ángeles, los coloca de lleno entre los impotentes…
Pero arrancarse de la cadena de los seres y rehusar la idea de ascendencia o de posteridad no es, sin embargo, llegar a rivalizar con el santo, cuyo orgullo excede toda dimensión terrestre. En efecto, bajo la decisión por la que se renuncia a todo, bajo la inconmensurable hazaña de esta humildad, se oculta una efervescencia demoníaca: el punto inicial, el arranque de la santidad toma el cariz de un desafío lanzado al género humano: después, el santo asciende por la escala de la perfección, comienza a hablar de Dios, de amor, se vuelve hacia los humildes, intriga a las masas y nos fastidia. Pero no deja de habernos arrojado el guante…
El odio a la «especie» y su «genio» os emparenta con los asesinos; con los dementes, con las divinidades y con todos los grandes estériles. A partir de un cierto grado de soledad, sería preciso dejar de amar y de cometer la fascinante mancilla de la cópula.
Quien a todo precio quiere perpetuarse apenas se distingue del perro: todavía es naturaleza; no comprenderá jamás que se pueda sufrir el imperio de los instintos y rebelarse contra ellos, gozar de las ventajas de la especie y despreciarlas: un fin de raza, con apetitos… Ahí está el conflicto de quien adora y abomina a la mujer, supremamente indeciso entre la atracción y el asco que le inspira. Por eso —no logrando renegar totalmente de la especie— resuelve ese conflicto soñando, sobre los senos, con el desierto y mezclando un perfume claustral al vaho de sudores demasiado concretos. Las insinceridades de la carne le aproximan a los santos…
Soledad del odio… Sensación de un dios entregado a la destrucción, pisoteando las esferas, babeando sobre el azur y sobre las constelaciones…, de un dios frenético, sucio y malsano; un demiurgo eyaculando, a través del espacio, paraísos y letrinas; cosmogonía de delirium tremens; apoteosis convulsiva en que la hiel corona a los elementos… Las criaturas se lanzan hacia un arquetipo de fealdad y suspiran por un ideal de deformidad… Universo de la mueca, júbilo del topo, de la hiena y del piojo…
No más horizontes, salvo para los monstruos y la tiña. Todo se encamina hacia lo repulsivo y gangrenoso: este globo que supura mientras que los vivientes muestran sus llagas bajo los rayos del chancro luminoso…
No es un signo de bendición haber estado obsesionado por la existencia de los santos.
Se mezcla a esta obsesión un gusto por las enfermedades y una avidez de depravaciones. Uno no se inquieta por la santidad más que si ha sido decepcionado por las paradojas terrestres; se confía en locuras inencontrables en los estremecimientos cotidianos, locuras grávidas de un exotismo celeste; se tropieza así con los santos, con sus gestos, con su temeridad, con su universo. ¡Insólito espectáculo! Uno se permite permanecer inclinado sobre él toda la vida, examinarlo con voluptuosa devoción, apartarse de las otras tentaciones porque al fin hemos encontrado la verdadera e inaudita. He ahí al esteta convertido en hagiógrafo, dedicado a un peregrinaje erudito… Se entrega a ello sin sospechar que no es más que un paseo y que en este mundo todo decepciona, incluso la santidad.
Hubo un tiempo en el que solamente pronunciar el nombre de una santa me llenaba de delicias, en el que envidiaba a los cronistas de los conventos, los íntimos de tantas histerias inefables, de tantas iluminaciones y de tantas palideces. Estimaba yo que ser secretario de una santa constituía la más alta carrera reservada a un mortal. E imaginar el papel de confesor junto a bienaventuradas ardientes y todos los detalles, todos los secretos que un Pedro de Alvastra nos ocultó sobre santa Brígida, Henri de Halle sobre Mechtilda de Magdeburgo, Raymond de Capua sobre Catalina de Siena, el hermano Arnoldo sobre Angela de Foligno, Juan de Marienwerder sobre Dorotea de Montau, Brentano sobre Catalina Emmerich… Me parecía que una Diodata degli Ademari o una Diana de Andolo se elevaron al cielo por el solo prestigio de su nombre: me daban el gusto sensual de otro mundo.
Cuando recapitulaba las pruebas de Rosa de Lima, de Lydwina de Schiedam de Catalina de Ricci y de tantas otras, cuando pensaba en su refinamiento de crueldad hacia ellas mismas, en sus suplicios de verdugos de sí mismas, y en ese pisoteo voluntario de sus encantos y sus gracias, odiaba al parásito de sus angustias, al Novio sin escrúpulos, insaciable y celeste Don Juan, que tenía en su corazón el derecho de primer ocupante. Harto de los suspiros y sudores del amor terrestre, me volvía hacia ellas, aunque no fuera más que por su búsqueda de otro modo de amar: «Si una simple gota de lo que siento, decía Catalina de Génova, cayese en el Infierno, lo transformaría de inmediato en Paraíso». Yo esperaba esa gota que, si hubiese caído, me hubiera alcanzado al término de su descenso…
Repitiéndome las exclamaciones de Teresa de Ávila, la veía gritar a los seis años «eternidad, eternidad», después seguía la evolución de sus delirios, de sus ardores, de sus agostamientos. Nada más cautivador que las revelaciones privadas, que desconciertan los dogmas y comprometen a la Iglesia… Me hubiera gustado llevar el diario de esas confesiones equívocas, refocilarme en todas esas nostalgias sospechosas… No es en una cama donde se alcanza la cumbre de la voluptuosidad: ¿cómo encontrar en el éxtasis sublunar lo que las santas os dejan presentir de sus arrobos? La calidad de sus secretos nos la hizo conocer Bernini, en la estatua de Roma, en la que la santa española nos incita a numerosas consideraciones sobre la ambigüedad de sus desfallecimientos…
Cuando vuelvo a pensar a quién debo el haber sospechado el extremo de la pasión, los estremecimientos más turbios como los más puros, y esa especie de desvanecimiento en que las noches se incendian, donde tanto la menor brizna de yerba como los astros se funden en una voz de gozo y crispación —infinito instantáneo, incandescente y sonoro, tal como lo concebiría un dios feliz y demente—, cuando vuelvo a pensar en todo esto, sólo un nombre me obsesiona: Teresa de Ávila, y las palabras de una de sus revelaciones que yo me repetía diariamente: «No debes hablar con los hombres, sino con los ángeles».
He vivido años a la sombra de las santas, descreyendo de que un poeta, un sabio o un loco pudiera igualarlas jamás. He dilapidado en mi fervor por ellas toda la potencia de adorar, la vitalidad en los deseos, el ardor en los sueños de que era capaz. Y después… dejaron de gustarme.
De todos los grandes enfermos, son los santos los que mejor saben sacar partido de sus males. Naturalezas voluntariosas, desenfrenadas, explotan su propio desequilibrio con habilidad y violencia. El Salvador, su modelo, fue un ejemplo de ambición y de audacia, un conquistador sin rival: su fuerza de insinuación, su poder de identificarse con las insuficiencias y las taras del alma le permitieron establecer un reino como ninguna espada soñó jamás. Apasionado con método: esta habilidad es la que imitaron los que le tomaron por ideal.
Pero el sabio, desdeñoso del drama y del fasto, se siente tan lejos del santo como del regalón, ignora lo novelesco y se compone un equilibrio de desengaño y desinterés.
Pascal es un santo sin temperamento: la enfermedad hizo de él un poco más que un sabio, un poco menos que un santo. Esto explica sus oscilaciones y la sombra escéptica que sigue a sus fervores. Un alma bella en lo incurable…
Desde el punto de vista del sabio, no puede haber ser más impuro que el santo; desde el punto de vista de este último, no hay ser más vacío que el sabio. Ahí está toda la diferencia entre el hombre que comprende y el hombre que aspira.
«Mientras Nuestro Señor me hablaba, y yo contemplaba su maravillosa belleza, notaba la dulzura y a veces la severidad con la que su boca tan bella y divina profería las palabras. Tenía yo un extremo deseo de saber cuál era el color de sus ojos y las proporciones de su estatura a fin de poder contarlo: pero nunca merecí tener tal conocimiento. Todo esfuerzo para eso es completamente inútil». (Teresa de Ávila). El color de sus ojos… ¡Impurezas de la santidad femenina! Mantener hasta en el cielo la indiscreción de su sexo, esto puede consolar e indemnizar a todos los que —y aun más, las que— se quedaron más acá de la aventura divina. El primer hombre, la primera mujer: aquí está el fondo permanente de la Caída, que nadie, ni el genio ni la santidad, rescatará jamás. ¿Se ha visto alguna vez un solo hombre nuevo, totalmente superior a su condición? Para el mismo Jesús, la Transfiguración no significó quizá más que un suceso fugitivo, una etapa sin relevancia…
Entre Santa Teresa y las otras mujeres no habrá entonces más que una diferencia en la capacidad de delirar, una cuestión de intensidad y dirección de los caprichos. El amor —humano o divino— nivela a los seres: amar a una furcia o amar a Dios presupone el mismo movimiento: en los dos casos, seguís un impulso de criatura. Sólo el objeto cambia; pero ¿qué interés presenta éste, considerando que no es más que un pretexto de la necesidad de adorar, y que Dios no es más que un exutorio entre otros?
Cada pueblo traduce en el devenir y a su manera los atributos divinos; el ardor de España permanece, sin embargo, único; si hubiera sido compartido por el resto del mundo, Dios estaría agotado, desprovisto y vacío de El mismo. Y es para no desaparecer por lo que hace, prosperar en sus países —por autodefensa— el ateísmo.
Teniendo los ardores que ha inspirado, reacciona contra sus hijos, contra su frenesí que le mengua; su amor quebranta Su poder y Su autoridad; sólo la incredulidad le deja intacto; no son las dudas las que le gastan, sino la fe. Desde hace siglos, la Iglesia trivializa sus prestigios y, haciéndole accesible, le prepara, gracias a la teología, una muerte sin enigmas, una agonía comentada, esclarecida. ¿Si está abrumado bajo las oraciones, cómo no lo estaría bajo las explicaciones? Teme a España como teme a Rusia: en ambos sitios multiplica los ateos. Sus ataques, al menos, le permiten guardar aún la ilusión de la omnipotencia: ¡siempre es un atributo de salvación! ¡Pero, los creyentes! Dostoyewski, el Greco: ¿hay enemigos más febriles? ¿Cómo no preferiría Él Baudelaire a Juan de la Cruz? Teme a los que le ven y a aquéllos a través de los cuales Él ve.
Toda santidad es más o menos española: si Dios fuera Cíclope, España le serviría de ojo.
Concibo que pueda tenerse gusto por la cruz, pero reproducir todos los días el fatigado acontecimiento del Calvario, tiene algo de maravilloso, de insensato y de estúpido. Pues a fin de cuentas, el Salvador, si se abusa de sus prestigios, se hace tan fastidioso como cualquier otro.
Los santos fueron grandes perversos, como las santas magníficas voluptuosas. Los unos y las otras —locos de una sola idea— transformaron la cruz en vicio. La «profundidad» es la dimensión de los que no pueden variar sus pensamientos y sus apetitos, y que exploran una misma región del placer y del dolor.
Atentos a la fluctuación de los instantes, no podemos admitir un acontecimiento absoluto: Jesús no sería capaz de dividir la historia en dos partes, ni la irrupción de la cruz de romper el curso imparcial del tiempo. El pensamiento religioso —forma de pensamiento obsesivo— sustrae del conjunto de los acontecimientos una porción temporal y la reviste con todos los atributos de lo incondicionado. Así es como los dioses y sus hijos fueron posibles…
La vida es el lugar de mis apasionamientos: todo lo que arranco a la indiferencia, se lo restituyo de nuevo inmediatamente. No es ése el procedimiento de los santos: eligen de una vez para todas. Vivo para desprenderme de todo lo que amo; ellos, para infatuarse de un solo objeto; yo saboreo la eternidad, ellos la tragan.
Las maravillas de la tierra —y, con más razón, las del cielo— resultan de una histeria duradera. La santidad: seísmo del corazón, aniquilamiento a fuerza de creer, expresión culminante de la sensibilidad fanática, deformidad trascendente… Entre un iluminado y un simple de espíritu, hay más correspondencia que entre el primero y un escéptico.
Tal es la distancia que separa la fe del conocimiento sin esperanza, de la existencia sin resultado.
Le ocurre a uno a veces, al frecuentar la locura de los santos, olvidar vuestros límites, cadenas y fardos y gritar: «Soy el alma del mundo; enrojezco el universo con mis llamas. No volverá a haber noche: he preparado la fiesta eterna de los astros; el sol es superfluo: todo luce, y las piedras son más ligeras que las alas de los ángeles.»
Y después, entre el frenesí y el recogimiento: «Si no soy ese Alma, al menos aspiro a serlo. ¿Acaso no he dado mi nombre a todos los objetos? Todo me proclama, desde los muladares hasta las bóvedas: ¿Acaso no soy el silencio y el estruendo de las cosas?»
… Y, más abajo, pasada ya la embriaguez: «Soy la tumba de las centellas, la irrisión del gusano, una carroña que importuna al azur, un émulo carnavalesco de los cielos, una Nada de antaño y sin siquiera el privilegio de haberme podrido alguna vez. ¿A qué perfección de abismo he llegado, que ya no me queda espacio para decaer más?»
La santidad: fruto supremo de la enfermedad; cuando se está sano, parece monstruosa, ininteligible y malsana en el más alto grado. Pero basta que ese hamletismo automático llamado Neurosis reclame sus derechos para que los cielos tomen forma y constituyan el marco de la inquietud. Uno se defiende contra la santidad cuidándose: proviene de una suciedad particular del cuerpo y del alma. Si el cristianismo hubiera propuesto, en lugar de lo Inverificable, la higiene, en vano buscaríamos, en su historia, un solo santo; pero ha cultivado nuestras llagas y nuestra mugre, una mugre intrínseca, fosforescente…
La salud: arma decisiva contra la religión. Inventad el elixir universal: el cielo desaparecerá sin vuelta de hoja. Es inútil seducir al hombre con otros ideales: siempre serán más débiles que las enfermedades. Dios es nuestra herrumbre, el deterioro insensible de nuestra sustancia: Cuando penetra en nosotros, pensamos elevarnos, pero bajamos más y más; llegados a nuestro término, corona nuestra decadencia, y henos aquí «salvados» para siempre. Superstición siniestra, cáncer cubierto de aureolas que roe la tierra desde hace milenios…
Odio a todos los dioses; no estoy lo suficientemente sano como para despreciarlos. Es la gran humillación del Indiferente.
Hay corazones que Dios no podría mirar sin perder su inocencia. La tristeza comenzó más acá de la creación: si el Creador hubiera penetrado antes en el mundo hubiera comprometido su equilibrio. Quien cree que aún puede morir no ha conocido ciertas soledades, ni lo inevitable de la inmortalidad percibida en ciertas angustias…
La suerte de los modernos es haber localizado el infierno en nosotros: si hubiéramos conservado su figura antigua, el miedo, sostenido por dos mil años de amenazas, nos hubiera petrificado. Ya no hay espantos sin trasponer a lo subjetivo: la psicología es nuestra salvación, nuestra falsa puerta de escape. Antaño, se reputó que este mundo había surgido de un bostezo del diablo; hoy, sólo es error de los sentidos, prejuicio del espíritu, vicio del sentimiento. Sabemos a qué atenernos respecto a la visión del Juicio de Santa Hildegarda o ante la del infierno de Santa Teresa: lo sublime —trátese del horror o de lo elevado— está clasificado en cualquier tratado de enfermedades mentales. Y aunque nuestros males nos son conocidos, no por eso estamos libres de visiones; pero ya no creemos en ellas. Versados en la química de los misterios, lo explicamos todo, hasta nuestras lágrimas. Algo permanece, empero, inexplicable: si el alma es tan poca cosa, ¿de dónde viene nuestro sentimiento de la soledad?, ¿qué espacio ocupa? ¿Y cómo reemplaza, de golpe, la inmensa realidad desvanecida?
En vano buscas tu modelo entre los restantes seres: de los que fueron más lejos que tú, no has aprovechado más que su aspecto comprometedor y dañoso: del sabio, la pereza; del santo, la incoherencia; del esteta, la acritud; del poeta, la desvergüenza —y de todos, el desacuerdo consigo mismos, el equívoco en las cosas cotidianas y el odio de lo que vive sólo por vivir—. Puro, tienes nostalgia de la basura; sórdido, del pudor; soñador, de la brutalidad. Nunca serás más que lo que no eres, y la tristeza de ser lo que eres. ¿Qué contrastes empaparon tu sustancia y qué genio mestizo presidió tu confinamiento en el mundo? El encarnizamiento en disminuirte te hizo adoptar el apetito de caída de los otros: de tal músico, tal enfermedad; de tal profeta, tal tara; y de las mujeres —poetas, libertinas o santas— su melancolía, su savia alterada, su corrupción de carne y de ensueño. La amargura, principio de tu determinación, tu modo de actuar y de comprender, es el único punto fijo en tu oscilación entre el asco del mundo y la piedad por ti mismo.
No pudiendo vivir sino más allá o más acá de la vida, el hombre está expuesto a dos tentaciones: la imbecilidad y la santidad: infra-hombre o super-hombre, pero jamás él mismo. Pero en tanto que no padece miedo de ser menos que lo que es, la perspectiva de ser más le aterroriza. Empeñado en el dolor, teme su desenlace: ¿cómo aceptaría hundirse en ese abismo de perfección que es la santidad, y perder en él su propio control? Resbalar hacia la imbecilidad o hacia la santidad, es dejarse arrastrar fuera de sí. Sin embargo, no se teme la pérdida de conciencia que implica la aproximación a la idiotez, mientras que la perspectiva de la perfección es inseparable del vértigo. Gracias a la imperfección somos superiores a Dios; ¡es el temor de perderla lo que nos hace huir de la santidad! El terror de un porvenir en el que no estaríamos ya desesperados…, donde, al final de nuestros desastres, aparecería otro, no deseado: el de la salvación; el terror de llegar a ser santos…
Quien adora sus imperfecciones se alarma de la transfiguración que sus sufrimientos podrían prepararle. Desaparecer en una luz trascendente… Más vale encaminarse hacia el absoluto de las tinieblas, hacia las dulzuras de la imbecilidad…
Mescolanza sublime, el cristianismo es demasiado profundo —y sobre todo, demasiado impuro— para seguir durando todavía: tiene los siglos contados. Jesús se hace más y más soso cada día; tanto sus preceptos como su mansedumbre irritan; sus milagros y su divinidad se prestan a la sonrisa. La Cruz se inclina: de símbolo, vuelve a ser materia…, y entra de nuevo en el orden de la descomposición en el que perecen sin excepción las cosas indignas u honorables. ¡Dos milenios de éxito! Resignación fabulosa por parte del más inconstante animal… Pero nuestra paciencia tiene un límite.
La idea de que he podido —como todo el mundo— ser sinceramente cristiano, aunque no fuera más que un segundo, me hunde en la perplejidad. El Salvador me aburre. Sueño con un universo exento de intoxicaciones celestes, de un universo sin cruz ni fe.
¿Cómo no prever el momento en que ya no haya religión, en que el hombre, claro y vacío, no disponga ya de ninguna palabra para designar sus abismos? Lo Desconocido será tan apagado como lo conocido; todo carecerá de interés y de sabor. Sobre las ruinas del Conocimiento, una letargia sepulcral hará espectros de todos nosotros, héroes lunarios de la Indiferencia…
Estoy de buen humor: Dios es bueno; estoy tristón: es malo; indiferente: es neutro.
Mis estados le confieren atributos correspondientes: cuando gusto del saber, es omnisciente, y cuando adoro la fuerza, es todopoderoso. ¿Me parece que las cosas existen? Él existe; ¿me parecen ilusorias? Él se evapora. Mil argumentos le apoyan, mil le destruyen; si mis entusiasmos le animan, mis malhumores le ahogan. No sabríamos formar imagen más cambiante: le tememos como a un monstruo y le aplastamos como a un insecto; si Le idolatramos, es el Ser; si Le repudiamos, es la Nada. La Oración, aunque debiera suplantar a la Gravitación, no lograría nunca asegurarle una duración universal: siempre permanecería a merced de nuestras horas. Su destino ha querido que no permaneciese inmutable más que a ojos de los ingenuos o de los ignorantes.
Un examen Le revela: causa inútil, absoluto sinsentido, patrón de los bobos, pasatiempo de solitarios, oropel o fantasma según divierta a nuestro espíritu u obsesione nuestras fiebres.
Si soy generoso, se magnifica de atributos; si amargado, se grava de ausencia. Lo he vivido bajo todas sus formas: no resiste ni la curiosidad ni la investigación: su misterio, su infinito, se degrada; su brillo se oscurece; sus prestigios disminuyen. Es un traje raído del que hay que desnudarse: ¿cómo seguir revistiéndose de un dios harapiento? Su despojo, su agonía se prolonga a través de los siglos; pero no nos sobrevivirá, pues ya envejece: su estertor precederá al nuestro. Agotados sus atributos, nadie tendrá energía para forjarle otros nuevos; y la criatura que los asumió, para rechazarlos después, irá a reunirse en la nada con su más alta invención: su creador.
¡Si pudiera borrarse todo lo que la Neurosis ha inscrito en el espíritu y en el corazón, todas las huellas malsanas que ha dejado en ellos, todas las sombras impuras que la acompañan! Lo que no es superficial, es sucio. Dios: fruto de la inquietud de nuestras entrañas y de los borborigmos de nuestras ideas… Sólo la aspiración al Vacío nos preserva de ese ejercicio mancillador que es el acto de creer. ¡Qué limpidez en el Arte de la Apariencia, en la indiferencia a nuestros fines y a nuestros desastres! Pensar en Dios, tender a Él, invocarle o soportarle —movimientos de un cuerpo averiado y de un espíritu confundido—. Las épocas noblemente superficiales —el Renacimiento, el siglo XVIII— se burlaron de la religión, despreciando sus retozos rudimentarios. Pero ¡ay!, existe en nosotros una tristeza encanallada que ensombrece nuestros fervores y nuestros conceptos. En vano soñamos con un universo de encajes; Dios, surgido de nuestras profundidades, de nuestra gangrena, profana tal sueño de belleza.
Se es animal metafísico por la podredumbre que se abriga dentro de uno. Historia del pensamiento: desfile de nuestros desfallecimientos; vida del Espíritu: sucesión de nuestros vértigos. ¿Declina nuestra salud? Lo padece el universo, que sufre la curva de nuestra vitalidad.
Machaconear el «porqué» y el «cómo», remontarse en todo momento hasta la Causa —y a todas las causas— denota un desorden de las funciones y de las facultades, que acaba en «delirio metafísico», chochez del abismo, desplome de la angustia, última fealdad de los misterios…
No hay insatisfacción profunda que no sea de naturaleza religiosa: nuestros fracasos provienen de nuestra incapacidad para concebir el paraíso y aspirar a él, lo mismo que nuestros malestares de la fragilidad de nuestras relaciones con lo absoluto. «Soy un animal religioso incompleto, padezco doblemente todos los males» —adagio de la Caída, que el hombre se repite para consolarse. Al no lograrlo, recurre a la moral, decide seguir, a riesgo del ridículo, su consejo edificante. «Resuélvete a no estar triste», le responde ésta. Y él se esfuerza por entrar en el universo del Bien y de la Esperanza…
Pero sus esfuerzos son ineficaces y antinaturales: la tristeza se remonta hasta la raíz de nuestra pérdida…, la tristeza es la poesía del pecado original…
No hay para el incrédulo, enamorado del derroche y la dispersión, espectáculo más desconcertante que el de estos rumiantes de lo absoluto… ¿De dónde sacan tanta obstinación en lo inverificable, tanta atención para lo vagoroso y tanto ardor para apresarlo? No concibo nada de sus certezas ni de su serenidad. Son felices y les reprocho el serlo. ¡Si por lo menos se odiasen!, pero aprecian su «alma» más que al universo; esta falsa valoración es la fuente de sacrificios y renuncias de un absurdo imponente. En tanto nosotros hacemos experiencias sin continuidad ni sistema, llevados por el azar y nuestros humores, ellos no hacen más que una, siempre la misma, de una monotonía y de una profundidad que asquean. Cierto es que su objeto es Dios; pero ¿qué interés pueden tener en Él aún? Siempre igual a Sí mismo, infinito de igual naturaleza, no se renueva nunca; yo podría reflexionar sobre El de paso, pero ¡llenar así las horas!
… Aún no es de día. Desde mi celda oigo voces, y los estribillos seculares, ofrendas a un cielo latino y banal. Antes, en la noche, pasos se apresuraron hacia la Iglesia. ¡Los maitines! Y, sin embargo, ¡aunque Dios en persona asistiese a su propia celebración, no bajaría yo con un frío semejante! Pero, de todas maneras, el debe existir, porque si no estos sacrificios de criaturas de carne y hueso, sacudiendo su pereza para adorarle, serían de tal insania que la razón no podría soportar su pensamiento. Las pruebas de la teología son fútiles al lado de estos excesos que dejan perplejo al incrédulo, y le obligan a atribuir un sentido y una utilidad a tantos esfuerzos. A menos que se resigne a una perspectiva estética sobre estos insomnios queridos y que vea en la vanidad de estas vigilias la más gigantesca aventura, emprendida hacia una Belleza de sinsentido y espanto… ¡El esplendor de una oración que no se dirige a nadie! Pero algo debe existir; cuando lo Probable se trasmuta en certeza, la felicidad ya no es una simple palabra, tan cierto es que la única respuesta a la nada se encuentra en la ilusión. Esta ilusión, llamada, en el plano absoluto, gracia —¿cómo la adquirieron?— ¿Merced a qué privilegio fueron movidos a esperar lo que ninguna esperanza del mundo nos deja entrever? ¿Con qué derecho se instalaron en la eternidad que todo nos niega? Estos propietarios —los únicos verdaderos que jamás encontré—, ¿a favor de qué subterfugio se arrogaron el misterio para gozar de él? Dios les pertenece: sería vano intentar sustraérselo: ni ellos mismos saben el procedimiento gracias al cual se apoderaron de él. Un buen día, creyeron. Uno se convirtió por una simple llamada: creía sin ser consciente de ello: cuando lo fue, tomó el hábito. Tal otro conoció todos los tormentos: cesaron ante una luz súbita. No puede quererse la fe; como una enfermedad, se insinúa en vosotros, u os hiere; nadie puede mandar en ella y es absurdo desearlo si no se está predestinado. Se es creyente o no se es, como se es loco o normal. Yo no puedo creer ni desear creer: la fe es una forma de delirio a la que no soy propenso…
La posición del incrédulo es tan impenetrable como la del creyente. Me entrego al placer de estar desengañado: es la esencia misma del siglo; por encima de la Duda no pongo más que el contento que proporciona…
Y responde a todos esos monjes sonrosados o cloróticos: «Perdéis el tiempo insistiendo. Yo también he mirado hacia el cielo, pero no he visto nada. Renunciad a convencerme: si alguna vez he logrado encontrar a Dios por deducción, nunca lo encontré en mi corazón: y si lo encontrase, no podría seguiros en vuestro camino o en vuestras muecas, aún menos en esos ballets que son vuestras maitines o vuestras completas. Nada supera las delicias del ocio: aunque llegase el fin del mundo, no dejaría yo mi cama a una hora indebida: ¿cómo iba a correr entonces en plena noche a inmolar mi sueño en el altar de lo Incierto? Incluso si la gracia me obnubilase y los éxtasis me estremeciesen sin tregua, unos cuantos sarcasmos bastarían para distraerme. ¡Oh, no, ya veis, temo carcajearme en mis oraciones, y condenarme así más por la fe que por la incredulidad! Ahorradme un aumento de esfuerzo: de todos modos, mis hombros están demasiado cansados para sostener el cielo.
¡Cuánto execro, Señor, la vileza de tu obra y esas larvas almibaradas que te inciensan y se te parecen! Al odiarte, he escapado a las golosinas de tu reino, a las sandeces de tus fantoches. Eres el extintor de nuestras llamas y de nuestras rebeldías, el bombero de nuestros ardores, el represor de nuestros vicios. Antes de haberte relegado a simple fórmula, he pisoteado tus arcanos, despreciado tus tejemanejes y todos esos artificios que te componen una «toilette» de Inexplicable. Me has dispensado con largueza la hiel que tu misericordia ahorra a tus esclavos. Como no hay reposo más que a la sombra de tu nulidad, basta para la salvación del bestia entregarse a Ti o a tus imitaciones. Entre tus acólitos o yo, no sé a quién compadecer más: procedemos todos en línea directa de tu incompetencia: chusco, chasco, chapuza, vocablos de la Creación, de tu mangoneo…
De todo lo que fue intentado más acá de la nada, ¿hay algo más lamentable que este mundo, a no ser la idea que lo concibió? Por doquiera que algo respira, hay un achaque de más: no hay palpitación que no confirme la desventaja de existir; la carne me espanta: esos hombres, esas mujeres, entresijos que gruñen a favor de los espasmos… ya no tengo parentesco con el planeta: cada instante no es más que un sufragio en la urna de mi desesperación.
Que tu obra cese o se prolongue, ¡qué más da! Tus subalternos no sabrían perfeccionar lo que tú aventuraste sin talento. De la ceguera en que les sumergiste, terminarán por salir, sin embargo; pero ¿tendrán fuerza para vengarse y Tú para defenderte? Esta raza está enmohecida, y Tú estás más enmohecido aún. Volviéndome hacia tu Enemigo, espero el día en que robe tu sol para colgarlo en otro universo.