Una civilización comienza a decaer a partir del momento en que la Vida se convierte en su única obsesión. Las épocas de apogeo cultivan los valores por sí mismos: la vida no es más que un medio de realizarlos; el individuo no sabe que vive, él vive, esclavo feliz de las formas que engendra, mima e idolatra. La afectividad le domina y le llena.
No hay creación alguna sin los recursos del «sentimiento», que son limitados; sin embargo, para el que no experimenta más que su riqueza, parecen inagotables: esta ilusión produce la historia. En la decadencia, el resecamiento afectivo no permite más que dos modalidades de sentir y de comprender: la sensación y la idea. Ahora bien, es por la afectividad por lo que uno se entrega al mundo de los valores, y se proyecta vitalidad en las categorías y en las normas. La actividad de una civilización en sus momentos fecundos consiste en hacer salir las ideas de su nada abstracta, en transformar los conceptos en mitos. El paso del individuo anónimo al individuo consciente no se ha dado todavía: sin embargo, es inevitable. Medidlo: en Grecia, de Homero a los sofistas; en Roma, de la antigua República austera a las «sabidurías» del Imperio; en el mundo moderno, de las catedrales a los encajes del siglo XVIII.
Una nación no podría crear indefinidamente. Está llamada a dar expresión y sentido a un conjunto de valores que se agotan con el alma que les engendró. El ciudadano se despierta de una hipnosis productiva, el reino de la lucidez comienza: las masas ya no manejan más que categorías vacías. Los mitos vuelven a convertirse en conceptos: es la decadencia. Y las consecuencias se hacen sentir: el individuo quiere vivir, convierte la vida en finalidad, se asciende al rango de pequeña excepción. El balance de esas excepciones, al componer el déficit de una civilización, prefigura su desaparición. Todo el mundo ha alcanzado la delicadeza; pero ¿acaso no es la radiante estupidez de los cándidos quien realiza la tarea de las grandes épocas?
Montesquieu sostiene que al final del Imperio, el ejército romano no estaba formado más que por la caballería. Pero descuida indicarnos la razón de ello. ¡Imaginemos al legionario saturado de gloria, de riqueza y de desenfreno después de haber recorrido innumerables países y perdido su fe y su vigor al contacto de tantos templos y tantos vicios, imaginémosle a pie! Conquistó el mundo como infante; lo perderá como jinete.
En toda blandura se revela una incapacidad fisiológica de adherirse por más tiempo a los mitos de la comunidad. El soldado emancipado y el ciudadano lúcido sucumben bajo el bárbaro. El descubrimiento de la Vida aniquila la vida.
Cuando todo un pueblo, en diferentes grados, está al acecho de sensaciones raras, cuando por las sutilezas del gusto complica sus reflejos, accede a un nivel de superioridad fatal. La decadencia no es más que el instinto tornado impuro por la acción de la conciencia. Así, no puede sobrestimarse la importancia de la gastronomía en la existencia de una colectividad. El acto consciente de comer es un fenómeno alejandrino; el bárbaro se alimenta. El eclecticismo intelectual y religioso, el ingenio sensual, el esteticismo y la obsesión experta de la buena mesa, son los signos diferentes de una misma forma de espíritu. Cuando Gabius Apicius peregrinaba por las costas de África para buscar langostas, sin establecerse en parte alguna porque no las encontraba a su gusto, era contemporáneo de las almas inquietas que adoraban multitud de dioses extranjeros sin encontrar satisfacción ni reposo. Sensaciones raras, deidades diversas, frutos paralelos de una misma sequedad, de una misma curiosidad sin resorte interior. El cristianismo apareció: un solo Dios, y el ayuno. Y la era de lo trivial y lo sublime comenzó…
Un pueblo se muere cuando no tiene fuerza para inventar otros dioses, otros mitos, otros absurdos; sus ídolos palidecen y desaparecen; busca otros, en otra parte, y se siente solo ante monstruos desconocidos. También esto es la decadencia. Pero si uno de esos monstruos adquiere primacía sobre él, otro mundo se pergeña, tosco, oscuro, intolerante hasta que agota su dios y se libera de él; pues el hombre sólo es libre —y estéril— en los intervalos en que los dioses mueren; esclavo —y creador— cuando, tiranos, prosperan.
Meditar las sensaciones —saber que se come—, he ahí una toma de conciencia gracias a la cual un acto elemental rebasa su objetivo inmediato. Junto al asco intelectual se desarrolla otro, más profundo y más peligroso: proveniente de las vísceras, desemboca en la forma más grave de nihilismo, el nihilismo de la plétora. Las consideraciones más amargas no podrían compararse, en sus efectos, a la visión que sigue a un festín opulento. Toda comida que supera en duración los escasos minutos y en manjares lo necesario, desarticula nuestras convicciones. El abuso culinario y la saciedad destruyeron al Imperio más implacablemente que lo hicieron las sectas orientales y las doctrinas griegas mal asimiladas. Sólo se experimenta un auténtico estremecimiento de escepticismo en torno a una mesa copiosa. El «Reino de los Cielos» debía ofrecerse como una tentación después de tantos excesos o como una sorpresa deliciosamente perversa en la monotonía de la digestión. El hambre busca en la religión una vía de salvación; la saciedad, un veneno. «Salvarse» por medio de los virus y, en la indistinción de las oraciones y los vicios, huir del mundo y revolcarse en él por el mismo acto… esto es sin duda el summum de las amarguras del alejandrinismo.
Hay una plenitud de disminución en toda civilización demasiado madura. Los instintos se flexibilizan; los placeres se dilatan y no corresponden ya a su función biológica; el placer se convierte en fin en sí mismo, su prolongación en un arte, el escamoteamiento del orgasmo en una técnica, la sexualidad en una ciencia. Procedimientos e inspiraciones librescas para multiplicar las vías del deseo, la imaginación torturada para diversificar los preliminares del gozo, el mismo espíritu mezclado con un sector extraño a su naturaleza y sobre el cual no debería tener ninguna garra, son otros tantos síntomas de empobrecimiento de la sangre y de intelectualización mórbida de la sangre. El amor concebido como ritual hace a la inteligencia soberana en el imperio de la tontería. Se resienten de ello los automatismos; obstaculizados, pierden su impaciencia por provocar una inconfesable contorsión; los nervios se convierten en teatro de malestares y estremecimientos clarividentes y finalmente la sensación se continúa más allá de su duración bruta gracias a la habilidad de dos verdugos de la voluptuosidad estudiada. Se trata del individuo engañando a la especie, de la sangre demasiado tibia aún para aturdir al espíritu, es la sangre enfriada y aguada por las ideas, la sangre racional…
Instintos roídos por la conversación…
Del diálogo nunca salió nada monumental, explosivo, «grande». Si la humanidad no se hubiera complacido en discutir sus propias fuerzas, nunca hubiera superado la visión y los modelos de Homero. Pero la dialéctica, estragando la espontaneidad de los reflejos y la frescura de los mitos, ha reducido al héroe a un modelo titubeante. Los Aquiles de hoy deben temer a más de un talón… La vulnerabilidad, antaño parcial y sin importancia, se ha convertido en el privilegio maldito, la esencia de cada ser. La conciencia ha penetrado en todas partes y se instala hasta en la médula; de tal modo que el hombre no vive ya en la existencia, sino en la teoría de la existencia…
Quien, lúcido, se comprenda, se explique, se justifique y domine sus actos, jamás hará un gesto memorable. La psicología es la tumba del héroe. Los millares de años de religión y razonamiento han debilitado los músculos, la decisión y la impulsividad aventurera. ¿Cómo no despreciar las empresas de la gloria? Todo acto en el que no preside la maldición luminosa del espíritu representa una supervivencia de la estupidez ancestral. Las ideologías no fueron inventadas más que para dar un lustre al fondo de barbarie que se mantiene a través de los siglos, para cubrir las inclinaciones asesinas comunes a todos los hombres. Hoy se mata en nombre de algo; nadie se atreve a hacerlo espontáneamente; de tal suerte que incluso los verdugos deben invocar motivos y, al estar el heroísmo en desuso, quien se deja tentar por él, más bien resuelve un problema que consuma un sacrificio. La abstracción se ha insinuado en la vida y en la muerte; los «complejos» se apoderan de grandes y pequeños. De la Ilíada a la Psicopatología: éste es todo el camino del hombre.
En las civilizaciones en retroceso, el crepúsculo es el signo de un noble castigo. ¡Qué deliciosa ironía deben experimentar al verse excluidas del devenir, tras haber fijado durante siglos las normas del poder y los criterios del gusto! Con cada una de ellas todo un mundo se extingue. ¡Sensaciones del último griego, del último romano! ¿Cómo no prendarse de las grandes puestas de sol? El encanto agónico que rodea una civilización, después de que ha abordado ya todos los problemas y los ha falseado maravillosamente, ofrece más atractivos que la ignorancia inviolada por la que comenzó.
Cada civilización finge una respuesta a las interrogaciones que el universo suscita; pero el misterio permanece intacto; otras civilizaciones, con nuevas curiosidades, se aventurarán en él, igualmente en vano, pues cada una de ellas no es sino un sistema de equivocaciones…
En el apogeo se engendran los valores; en el crepúsculo, usados y derrotados, son abolidos. Fascinación de la decadencia, de las épocas en que las verdades no tienen ya vida…, en las que se amontonan como esqueletos en el alma pensativa y seca, en el osario de los sueños…
¡Cuán caro me es ese filósofo de Alejandría llamado Olimpius, quien, como oyese a una voz cantar el Aleluya en el Serapeion, se expatrió para siempre! Esto sucedió hacia el fin del siglo cuarto: la sombría locura de la Cruz lanzaba ya sus sombras sobre el Espíritu.
Hacia la misma época, un gramático, Paladas, acertó a escribir: «Nosotros, los griegos, ya no somos sino cenizas. Nuestras esperanzas están tan enterradas como las de los muertos». Y esto es cierto para todas las inteligencias de entonces.
En vano los Celso, Porfirio, Juliano el Apóstata, se obstinan en detener esa sublimidad nebulosa que rebosa de las catacumbas: los apóstoles han dejado sus estigmas en las almas y multiplican sus estragos en las ciudades. La era de la gran Fealdad comienza: una histeria sin calidad se extiende por el mundo. San Pablo —el agente electoral más considerable de todos los tiempos— ha hecho sus giras, infectando con sus epístolas la claridad del mundo antiguo. ¡Un epiléptico triunfa sobre cinco siglos de filosofía! ¡La Razón confiscada por los Padres de la Iglesia! Y si busco la fecha más mortificante para el orgullo del espíritu, si recorro el inventario de las intolerancias, no encuentro nada comparable a ese año 529, en el que, por orden de Justiniano, se cerró la escuela de Atenas: Una vez oficialmente suprimido el derecho a la decadencia, creer se convierte en una obligación… Éste es el momento más doloroso en la historia de la Duda.
Cuando un pueblo no tiene ya ningún prejuicio en la sangre, no le queda como último recurso más que la voluntad de disgregarse. A imitación de la música, esa disciplina de la disolución, se despide de las pasiones, del derroche lírico, de la sentimentalidad, de la ceguera. A partir de entonces, ya no podrá adorar sin ironía: el sentido de las distancias será por siempre su atributo.
El prejuicio es una verdad orgánica, falsa en sí misma, pero acumulada por las generaciones y transmitida: no hay modo de librarse de ella impunemente. El pueblo que renuncia a ella sin escrúpulos se reniega sucesivamente hasta que ya no le queda nada de lo que renegar. La duración y la consistencia de una colectividad coinciden con la duración y la consistencia de sus prejuicios. Los pueblos orientales deben su perennidad a su fidelidad hacia ellos mismos: al no haber evolucionado apenas, no se han traicionado: no han vivido, en el sentido en que la vida es concebida por las civilizaciones de ritmo precipitado, las únicas de las que se ocupa la historia; pues esta disciplina de las auroras y de las agonías jadeantes es una novela que se pretende rigurosa y que bebe sus temas en los archivos de la sangre…
El alejandrinismo es un período de sabias negaciones, un estilo de inutilidad y de rechazo, un paseo de erudición y sarcasmo a través de la confusión de los valores y las creencias. Su espacio ideal se encontraría en la intersección de la Hélade y del París de antaño, en el punto de confluencia del ágora y del salón. Una civilización evoluciona de la agricultura a la paradoja. Entre estos dos extremos se desenvuelve el combate entre la barbarie y la neurosis: de aquí resulta el equilibrio inestable de las épocas creadoras. Tal combate se aproxima a su fin: todos los horizontes se abren sin que ninguno pueda excitar una curiosidad juntamente fatigada y despierta. Es ahora cuando toca al individuo desengañado florecer en el vacío y al vampiro intelectual abrevarse en la sangre viciada de las civilizaciones. ¿Hay que tomarse la Historia en serio o asistir a ella como espectador? ¿Hay que ver en ella un esfuerzo hacia una meta o el juego de una luz que se aviva y palidece sin necesidad ni razón? La respuesta depende de nuestro grado de ilusión sobre el hombre, de nuestra curiosidad por averiguar la manera en que se resolverá esa mezcla de vals y de matadero que compone y estimula su devenir.
Hay un Weltschmerz, un mal del siglo, que no es sino la dolencia de una generación; hay otro que se desprende de toda la experiencia histórica y que se impone como única conclusión para los tiempos venideros. Se trata de «lo vago en el alma», la melancolía del «fin del mundo». Todo cambia de aspecto, hasta el sol, todo envejece, hasta la desdicha.
Incapaces de retórica, somos los románticos de la decepción clara. Hoy, Werther, Manfredo, René, conocedores de su dolencia, lo explayarían sin pompa. ¡Biología, fisiología, psicología, nombres grotescos que, al suprimir la ingenuidad de nuestra desesperación e introducir el análisis en nuestros cantos, nos hacen despreciar la declaración! Filtradas por los Tratados, nuestras doctas amarguras explican nuestras vergüenzas y clasifican nuestros frenesíes.
Cuando la conciencia llegue a inclinarse sobre todos nuestros secretos, cuando sea evacuado de nuestra desdicha el último vestigio de misterio, ¿guardaremos aún un resto de fiebre y de exaltación para contemplar la ruina de la existencia y de la poesía?
Sentir el peso de la historia, el fardo del devenir y ese abatimiento bajo el que se dobla la conciencia cuando considera el conjunto y la inanidad de los acontecimientos pasados o posibles… La nostalgia en vano invoca un impulso ignorante de las lecciones que se desprenden de todo lo que fue; hay un cansancio para el que el mismo futuro es un cementerio, un cementerio virtual como todo lo que espera llegar a ser. Los siglos se han hecho más gravosos y pesan sobre cada instante. Estamos más podridos que todas las épocas, más descompuestos que todos los imperios. Nuestro agotamiento interpreta la historia, nuestra postración nos hace escuchar estertores de las naciones. Como actores cloróticos, nos aprestarnos a interpretar los papeles de relleno en el tiempo castigado; el telón del universo está apolillado, y a través de sus agujeros no se ven sino máscaras y fantasmas…
El error de los que captan la decadencia es querer combatirla, mientras que lo que haría falta es fomentarla: al desarrollarse, se agota y permite el acceso de otras formas. El verdadero precursor no es quien propone un sistema cuando nadie lo quiere, sino más bien quien precipita el Caos y es su agente y turiferario. Es una vulgaridad trompetear dogmas en plena época extenuada, en la que todo sueño de futuro parece delirio o impostura. Encaminarse hacia el fin de la historia con una flor en la solapa: única vestimenta apropiada en el desenvolvimiento del tiempo. ¡Qué lástima que no haya un Juicio Final, que no tengamos ocasión para un gran desafío!
Los creyentes: farsantes de la eternidad; la fe: necesidad de una escena intemporal…
Pero los incrédulos morimos con nuestros decorados y demasiado cansados para dejarnos engañar por las pompas prometidas a nuestros cadáveres…
Según el Maestro Eckhart, la divinidad precede a Dios, y es su esencia, su fondo insondable. ¿Qué encontraríamos en lo más íntimo del hombre que definiese su sustancia por oposición a la esencia divina? La neurastenia; ésta es al hombre lo que la divinidad es a Dios.
Vivimos en un clima de agotamiento: el acto de crear, de forjar, de fabricar es menos significativo por sí mismo que por el vacío, por la caída que le sigue. Comprometido por nuestros esfuerzos siempre e inevitablemente, el fondo divino e inagotable se sitúa fuera del campo de nuestros conceptos y nuestras sensaciones. El hombre ha nacido con la vocación de la fatiga: cuando adoptó la posición vertical y disminuyó así sus posibilidades de apoyo, se condenó a debilidades desconocidas para el animal que fue.
¡Llevar sobre dos piernas tanta materia y todas las repugnancias anejas a ella! Las generaciones acumulan la fatiga y la transmiten; nuestros padres nos legan un patrimonio de anemia, reservas de desánimo, recursos de descomposición y una energía de muerte que llega a ser más poderosa que nuestros instintos de vida. Y es así como la costumbre de desaparecer, apoyada por nuestro capital de laxitud, nos permitirá realizar, en la carne difusa, la neurastenia, nuestra esencia…
No hay ninguna necesidad de creer en una verdad para sostenerla ni de amar una época para justificarla, pues todo principio es demostrable y todo acontecimiento legítimo. El conjunto de los fenómenos —fruto del espíritu o del tiempo, indiferentemente— es susceptible de ser aceptado o negado según nuestra disposición del momento: los argumentos, surgidos de nuestro rigor o de nuestro capricho, valen todos igual. Nada es indefendible, desde la proposición más absurda al crimen más monstruoso. La historia de las ideas, como la de los hechos, se despliega en un clima insensato: ¿quién podría con buena fe encontrar un árbitro que zanjase los litigios de esos gorilas anémicos o sanguinarios? Este mundo es el lugar donde todo puede afirmarse con igual verosimilitud: axiomas y delirios son intercambiables; ímpetus y desfallecimientos se confunden; elevaciones y bajezas participan de un mismo movimiento. Indicadme un solo caso en apoyo del cual nada pudiera encontrarse. Los abogados del infierno no tienen menos títulos de verdad que los del cielo, y yo defendería la causa del sabio y la del loco con igual fervor. El tiempo corrompe todo lo que se agita y actúa: una idea o un suceso, cuando se actualizan, toman una figura y se degradan. Así, de la conmoción de la turba de los seres derivó la Historia y, con ella, el único deseo puro que ha inspirado: que se acabe de una manera o de otra.
Demasiado maduros para otras auroras, y comprendiendo demasiados siglos para desear otros nuevos, sólo nos queda el revolcarnos en la escoria de las civilizaciones.
La marcha del tiempo ya no seduce más que a los imberbes y a los fanáticos…
Somos los grandes decrépitos, apesadumbrados por los antiguos sueños, por siempre ineptos para la utopía, técnicos de fatigas, enterradores del futuro, horrorizados por los avatares del viejo Adán. El Arbol de la Vida no conocerá ya primavera: es un leño seco; con él harán ataúdes para nuestros huesos, nuestros sueños y nuestros dolores.
Nuestra carne ha heredado el relente de las hermosas carroñas diseminadas a lo largo de milenios. Su gloria nos fascinó y la agotamos. En el cementerio del Espíritu reposan los principios y las fórmulas: lo Bello está definido y allí yace enterrado. Y también lo Verdadero, el Bien, el Saber y los Dioses. Allí se pudren todos. (La historia, ámbito donde se descomponen las mayúsculas y con ellas los que las imaginaron y mimaron).
… Me paseo. Bajo esta cruz duerme su último sueño la Verdad; a su lado, el Atractivo; más lejos, el Rigor y sobre una multitud de losas que cubren delirios e hipótesis se yergue el mausoleo de lo Absoluto: en él yacen las falsas consolaciones y las engañosas cimas del alma. Pero más alto aún, el Error planea y detiene los pasos del fúnebre sofista.
Como la existencia del hombre es la aventura más considerable y más extraña que haya conocido la naturaleza, es inevitable que sea también la más corta; su fin es previsible y deseable: prolongarla indefinidamente sería indecente. Penetrado de los riesgos de su excepción, el animal paradójico va a jugar todavía durante siglos e incluso milenios su última carta. ¿Hay que lamentarlo? Es de todo punto evidente que jamás volverá a igualar sus glorias pasadas, pues nada presagia que sus posibilidades susciten un día un rival de Bach o de Shakespeare. La decadencia se manifiesta en primer lugar en las artes: la «civilización» sobrevive cierto tiempo a su descomposición. Así ocurrirá con el hombre: continuará sus proezas, pero sus recursos espirituales se habrán agotado, lo mismo que la frescura de su inspiración. La sed de poder y de dominio tiene demasiada garra sobre su alma: cuando sea dueño de todo no lo será ya de su fin. Como no está aún en posesión de todos los medios para destruir y destruirse, no perecerá de inmediato; pero es indudable que se forjará un instrumento de aniquilación total antes de descubrir una panacea, la cual, por otra parte, no parece entrar en las posibilidades de la naturaleza. Se anonadará en tanto que creador: ¿debemos concluir que todos los hombres desaparecerán de la tierra? No hay que ver las cosas color de rosa. Una buena parte, los supervivientes, seguirán arrastrándose, raza de infrahombres, alfeñiques del apocalipsis…
No está en la mano del hombre el evitar perderse. Su instinto de conquista y de análisis extiende su imperio para destruir a continuación lo que encuentra; lo que añade a la vida se vuelve contra ella. Esclavo de sus creaciones, es —en tanto que creador— un agente del Mal. Esto es tan cierto aplicado a un chapucero como a un sabio y —en un plano absoluto— al menor insecto y a Dios. La humanidad hubiera podido continuar estancada y prolongar su duración si no se hubiera compuesto más que de brutos y de escépticos; pero, aquejada de eficacia, ha promovido esa multitud jadeante y positiva, abocada a la ruina por exceso de trabajo y curiosidad. Ávida de su propio polvo, ha preparado su fin y lo prepara todos los días. Así, más cercana ya de su desenlace que de su comienzo, no reserva a sus hijos más que el ardor desengañado ante el apocalipsis…
La imaginación concibe sin esfuerzo un porvenir en el que los hombres gritarán a coro: «Somos los últimos: cansados del futuro, y aún más de nosotros mismos, hemos exprimido el jugo de la tierra y despojado los cielos. Ni la materia ni el espíritu pueden seguir alimentando nuestros sueños: este universo está tan seco como nuestros corazones. Ya no hay sustancia en ninguna parte: nuestros antepasados nos legaron su alma harapienta y su médula carcomida. La aventura toca a su fin; la conciencia expira; nuestros cantos se han desvanecido; ¡he aquí que ya luce el sol de los moribundos!
Si, por azar o por milagro, las palabras se volatilizasen nos sumergiríamos en una angustia y un alelamiento intolerables. Tal súbito mutismo nos expondría al más cruel suplicio. Es el uso del concepto el que nos hace dueños de nuestros temores. Decimos: la Muerte, y esta abstracción nos dispensa de experimentar su infinitud y su horror.
Bautizando las cosas y los sucesos eludimos lo Inexplicable: la actividad del espíritu es un saludable trampear, un ejercicio de escamoteo; nos permite circular por una realidad dulcificada, confortable e inexacta. Aprender a manejar los conceptos —desaprender a mirar las cosas…— La reflexión nació un día de fuga; de ella resultó la pompa verbal. Pero cuando uno vuelve a sí mismo y se está solo —sin la compañía de las palabras— se redescubre el universo incalificado, el objeto puro, el acontecimiento desnudo: ¿de dónde sacaremos la audacia para afrontarlos? Ya no se especula sobre la muerte, se es la muerte; en lugar de adornar la vida y asignarle fines, se le quitan sus galas y se la reduce a su justa significación: un eufemismo para el Mal. Las grandes palabras: destino, infortunio, desgracia, se despojan de su brillo; y es entonces cuando se percibe a la criatura bregando con órganos desfallecientes, vencido por una materia postrada y atónita. Retirad al hombre la mentira de la Desdicha, dadle el poder de mirar por debajo de ese vocablo: no podrá un solo instante soportar su desdicha. Es la abstracción, las sonoridades sin contenido, dilapidadas y ampulosas, lo que le impidió hundirse, y no las religiones ni los instintos.
Cuando Adán fue expulsado del paraíso, en lugar de vituperar a su perseguidor se apresuró a bautizar las cosas: era la única manera de acomodarse en ellas y de olvidarlas; se pusieron las bases del idealismo. Y lo que no fue más que un gesto, una reacción de defensa en el primer balbuceador, se convirtió en teoría en Platón, Kant y Hegel.
Para no gravitar demasiado sobre nuestro accidente, convertimos en entidad hasta nuestro nombre: ¿cómo se va a morir uno cuando se llama Pedro o Pablo? Cada uno de nosotros, más atento a la apariencia inmutable de su nombre que a la fragilidad de su ser, se abandona a una ilusión de inmortalidad; una vez desvanecida la articulación, quedaríamos completamente solos; el místico que se desposa con el silencio ha renunciado a su condición de criatura. Imaginémosle, además, sin fe —místico nihilista— y tendremos la culminación desastrosa de la aventura terrestre.
… Es muy natural pensar que el hombre, cansado de palabras, al cabo del machaconeo del tiempo desbautizará las cosas y quemará sus nombres y el suyo en un gran auto de fe donde se hundirán sus esperanzas. Todos nosotros corremos hacia ese modelo final, hacia el hombre mudo y desnudo…
Experimento la edad de la Vida, su vejez, su decrepitud. Desde épocas incalculables transcurre sobre la superficie del globo gracias al milagro de esa falta inmortalidad que es la inercia; se retrasa aún en los reumatismos del Tiempo, en ese tiempo más viejo que ella, extenuado en su delirio senil, en el hartazgo de sus instantes, de su duración chocheante.
Y experimento todo el peso de la especie y asumo toda su soledad. ¡Ojalá desapareciese!, pero su agonía se prolonga hacia una eternidad de podredumbre.
Proporciono a cada instante la opción de destruirme: no avergonzarse de respirar es una canallada. Ni pacto con la vida, ni pacto con la muerte: habiendo desaprendido a ser, consiento en borrarme. ¡Devenir, qué fechoría! Fatigado por todos los pulmones, el aire ya no se renueva. Cada día vomita su mañana y en vano me esfuerzo en imaginar el rostro de un solo deseo. Todo me es gravoso: extenuado como una bestia de carga que tuviese que tirar de la Materia, arrastro los planetas.
Que me ofrezcan otro universo, o sucumbo.
No me gustan más que la irrupción y el desplome de las cosas, el fuego que las suscita y el que las devora. La duración del mundo me exaspera; su nacimiento y su desaparición me encantan. Vivir bajo la fascinación del sol virginal y del sol decrépito; saltarse las pulsaciones del tiempo para captar la original y la última…, soñar con la improvisación de los astros y con su decantación; desdeñar la rutina de ser y precipitarse hacia los dos abismos que la amenazan; agotarse en el debut y en el término de los instantes…
… Así descubre uno dentro de sí el Salvaje y el Decadente, cohabitación predestinada y contradictoria: dos personajes que sufren la misma atracción del paso, el uno de la nada hacia el mundo, el otro del mundo hacia la nada: es la necesidad de una doble convulsión, a escala metafísica. Tal necesidad se traduce, a escala de la historia, en la obsesión del Adán a quien expulsó el paraíso y del que expulsará la tierra. Los dos extremos de la imposibilidad del hombre.
Por lo que hay de «profundo» en nosotros, estamos expuestos a todos los males: no hay salvación en tanto conservemos la conformidad con nuestro ser. Algo debe desaparecer de nuestra composición y un manantial nefasto debe secarse; no hay más que una salida: abolir el alma, sus aspiraciones y sus abismos; ello envenenó nuestros sueños; es preciso extirparla, lo mismo que su necesidad de «profundidad», su fecundidad «interior», y sus demás aberraciones. El espíritu y la sensación nos bastarán; de su concurso nacerá una disciplina de la esterilidad que nos preservará de los entusiasmos y de las angustias. Que ningún «sentimiento» vuelva a preocuparnos y que el «alma» llegue a ser el vejestorio más ridículo…