El pensador de ocasión

Vivo en la espera de la Idea; la presiento, la cerco, me apodero de ella, y no puedo formularla, se me escapa, no me pertenece todavía: ¿la habré concebido en mi ausencia? Y ¿cómo, de inminente y confusa, volverla presente y luminosa en la agonía inteligible de la expresión? ¿Qué estado debo esperar para que ella florezca y se marchite?

Anti-filósofo, aborrezco toda idea indiferente: no siempre estoy triste, luego no siempre pienso. Cuando miro a las ideas que parecen aún más inútiles que las cosas; de ese modo no he gustado más que de las elucubraciones de los grandes enfermos, de lo rumiado en los insomnios, de los relámpagos de un espanto incurable y de las dudas atravesadas de suspiros. La cantidad de claroscuro que una idea encubre es el único indicio de su profundidad, como el acento desesperado de su regocijo es el indicio de su fascinación. ¿Cuántas noches en blanco esconde vuestro pasado nocturno?: así deberíamos abordar a todo pensador. El que piensa cuando quiere no tiene nada que decirnos: está por encima, o más bien, al lado de su pensamiento, no es responsable de él, ni está en absoluto comprometido en él, pues nada gana ni pierde al arriesgarse en un combate en el que él mismo no es su propio enemigo. No le cuesta nada creer en la Verdad. No sucede lo mismo con un espíritu para el que lo verdadero y lo falso han dejado de ser supersticiones; destructor de todos los criterios, él se constata, como los enfermos y los poetas; piensa por accidente: la gloria de un malestar o de un delirio le bastan. ¿No es acaso una indigestión más rica en ideas que un desfile de conceptos? Las disfunciones de los órganos determinan la fecundidad del espíritu: quien no sienta su cuerpo jamás estará en disposición de concebir un pensamiento vivo; esperará inútilmente la sorpresa ventajosa de algún inconveniente…

En la indiferencia afectiva las ideas se dibujan; sin embargo, ninguna toma forma: corresponde a la tristeza ofrecer un clima a su eclosión. Les hace falta una cierta tonalidad, un cierto color para vibrar e iluminarse. Ser durante largo tiempo estéril es acecharlas, desearlas sin poder comprometerlas en una fórmula. Las «estaciones» del espíritu están condicionadas por un ritmo orgánico; no depende de «mí» el ser ingenuo o cínico: mis verdades son los sofismas de mi entusiasmo o de mi tristeza. Existo, siento y pienso al azar del instante y pese a mí. El Tiempo me constituye; me opongo en vano a él y soy. Mi no deseado presente se desenvuelve, me desenvuelve; como no puedo controlarlo, me limito a comentarlo; esclavo de mis pensamientos, juego con ellos, como un bufón de la fatalidad…

Las ventajas de la debilidad

El individuo que no va más allá de su calidad de hermoso ejemplar, de modelo acabado, y cuya existencia se confunde con su destino vital, se coloca fuera del espíritu. La masculinidad ideal —obstáculo a la percepción de los matices— comporta una insensibilidad para con lo sobrenatural cotidiano, de donde el arte saca su sustancia.

Cuanto más naturaleza se es, menos se es artista. El vigor homogéneo, no diferenciado, opaco, fue idolatrado por el mundo de las leyendas, por las fantasías de la mitología. Cuando los griegos se entregaron a la especulación, el culto al efebo anémico reemplazó al de los gigantes; y los mismos héroes, simplones sublimes en tiempos de Homero, llegaron a ser, gracias a la tragedia, portadores de tormentos y dudas incompatibles con su tosca naturaleza.

La riqueza interior resulta de los conflictos que se tienen con uno mismo; pero la vitalidad que dispone plenamente de sí misma no conoce más que el combate exterior, el encarnizamiento con el objeto. En el macho a quien una dosis de feminidad debilita, se afrontan dos tendencias: por su faceta pasiva, capta todo un mundo de abandonos; por su faceta imperiosa, convierte su voluntad en ley. Mientras sus instintos permanecen inalterados, sólo interesa a la especie; en cuanto una insatisfacción secreta se desliza en ellos, se convierte en un conquistador. El espíritu le justifica, le explica y le excusa y, archivándole en el orden de los tontos superiores, le abandona a la curiosidad de la Historia, investigación de la estupidez en marcha…

Aquel para quien la existencia no constituya un mal a la vez vigoroso y vago, no sabrá jamás instalarse en el corazón de los problemas ni conocer los peligros. La condición propicia a la búsqueda de la verdad o de la expresión se halla a medio camino entre el hombre y la mujer: las lagunas de la «virilidad» son la sede del espíritu… Si la hembra pura, de la que no podría sospecharse ninguna anomalía sexual ni psíquica, está más vacía interiormente que un animal, el macho intacto agota la definición del «cretino».

Considerad cualquier persona que haya retenido vuestra atención o excitado vuestro fervor: en su mecanismo algo se ha estropeado en su provecho. Despreciamos con justicia a los que no han aprovechado sus defectos, a los que no han explotado sus carencias y no se han enriquecido con sus pérdidas, lo mismo que despreciamos a todo hombre que no sufra por ser hombre o simplemente por ser. No se podría infligir a alguien ofensa más grave que llamarle «feliz», ni halagarle más que atribuyéndole «un fondo de tristeza»… Sucede que la alegría no está unida a ningún acto importante y que, salvo los locos, nadie ríe cuando está solo.

La «vida interior» es patrimonio de los delicados, de esos abortos estremecidos, sometidos a una epilepsia sin caídas ni baba. El ser biológicamente íntegro desconfía de la «profundidad», es incapaz de ella, la ve como una dimensión sospechosa que daña la espontaneidad de sus actos. No se engaña: con el repliegue sobre sí mismo comienza el drama del individuo —su gloria y su declinar—; aislándose del flujo anónimo, del correr utilitario de la vida, se emancipa de los fines objetivos. Una civilización está «tocada» cuando los delicados dan el tono en ella; pero, gracias a ellos, ha triunfado definitivamente sobre la naturaleza y se derrumba. Un ejemplar extremo del refinamiento reúne en sí al exaltado y al sofista: ya no se adhiere a sus impulsos, los cultiva sin creer en ellos; es la debilidad omnisciente de las épocas crepusculares, prefiguración del eclipse del hombre. Los delicados nos dejan entrever el momento en que las porteras se verán azoradas por escrúpulos de estetas; en que los campesinos, abrumados por las dudas, ya no tendrán vigor para empuñar el arado; en que todos los seres, carcomidos por la clarividencia y vacíos de instintos, se extinguirán sin fuerzas para añorar la noche próspera de sus ilusiones…

El parásito de los poetas

I. No puede haber desenlace para la vida de un poeta. Todo lo que no ha emprendido, todos los instantes alimentados con lo inaccesible, le dan su poder. ¿Experimenta el inconveniente de existir? Entonces su facultad de expresión se reafirma, su aliento se dilata.

Una biografía sólo es legítima si hace evidente la elasticidad de un destino, la suma de variantes que comporta. Pero el poeta sigue una línea de fatalidad cuyo rigor nada flexibiliza. La vida les toca en suerte a los filisteos; y para suplir la que no han tenido se han inventado las biografías de los poetas…

La poesía expresa la esencia de lo que no podríamos poseer; su significación última: la imposibilidad de toda «actualidad». La alegría no es un sentimiento poético.

(Proviene, sin embargo, de un sector del universo lírico donde el azar reúne, en un mismo haz, las llamas y las estupideces). ¿Se ha visto alguna vez un canto de esperanza que no inspirase una sensación de malestar, incluso de repulsión? Y ¿cómo cantar una presencia cuando incluso lo posible está manchado por una sombra de vulgaridad? Entre la poesía y la esperanza, la incompatibilidad es completa; de este modo el poeta es víctima de una ardiente descomposición. ¿Quién se atrevería a preguntarle cómo ha experimentado la vida, cuando ha vivido gracias a la muerte?

Cuando sucumbe a la tentación de felicidad, pertenece a la comedia… Pero si, por el contrario, de sus llagas brotan llamaradas, y canta a la felicidad —esa incandescencia voluptuosa de la desdicha— se sustrae al matiz de vulgaridad inherente a todo acento positivo. Es Hölderlin refugiándose en una Grecia soñada y transfigurando el amor en embriagueces más puras, en las de la irrealidad…

El poeta sería un tránsfuga odioso de la realidad si en su huida no llevase consigo su desdicha. Al contrario del místico o el sabio, no sabría escapar a sí mismo ni evadirse del centro de su propia obsesión: incluso sus éxtasis son incurables, y signos premonitorios de desastres. Inapto para salvarse, para él todo es posible, salvo su vida…

II. En esto reconozco a un verdadero poeta: frecuentándole, viviendo largo tiempo en la intimidad de su obra, algo se modifica en mí: no tanto mis inclinaciones o mis gustos como mi misma sangre, como si una dolencia sutil se hubiera introducido en ella para alterar su curso, su espesor y su calidad. Valéry o Stefan George nos dejan allí donde les abordamos, o nos vuelven más exigentes en el plano formal del espíritu: son genios de los que no sentimos necesidad, sólo son artistas. Pero un Shelley, pero un Baudelaire, pero un Rilke intervienen en lo más profundo de nuestro organismo, que se los apropia como lo haría con un vicio. En su proximidad, un cuerpo se fortifica, y luego se ablanda y se desagrega. Pues el poeta es un agente de destrucción, un virus, una enfermedad disfrazada y el peligro más grave, aunque maravillosamente impreciso, para nuestros glóbulos rojos. ¿Vivir en su territorio? Es sentir adelgazarse la sangre, es soñar un paraíso de la anemia, y oír, en las venas, el fluir de las lágrimas…

III. Mientras que el verso lo permite todo, y en él podéis verter lágrimas, vergüenzas, éxtasis y sobre todo quejas, la prosa os prohíbe expansionaros o lamentaros: repugna a su abstracción convencional. Exige otras verdades: controlables, deducidas, mesuradas. Pero ¿y si se robasen las de la poesía; si se saquease su tema, y si uno se atreviese a tanto como los poetas? ¿Por qué no insinuar en el discurso nuestras indecencias, nuestras humillaciones, nuestras muecas y nuestros suspiros? ¿Por qué no estar descompuesto, podrido, ser cadáver, ángel o Satán en el lenguaje de lo vulgar, y traicionar patéticamente tantos aéreos y siniestros vuelos? Mucho mejor que en la escuela de los filósofos, es en la de los poetas en la que se aprende el valor de la inteligencia y la audacia de ser uno mismo. Sus «afirmaciones» hacen palidecer los apotegmas más extrañamente impertinentes de los antiguos sofistas. Nadie las adopta: ¿hubo jamás un solo pensador que fuese tan lejos como Baudelaire o que se atreviese a transformar en sistema una fulguración de Lear o un monólogo de Hamlet?

Quizá Nietzsche antes de su fin, pero, ay, se obstinaba aún en sus estribillos de profeta… ¿Buscaremos del lado de los santos? Ciertos frenesíes de Teresa de Ávila o de Ángeles de Foligno… Pero se encuentra demasiado a menudo a Dios, ese sinsentido consolador que, apuntalando su valor, disminuye su calidad. Pasearse sin convicciones y solo no es propio de un hombre, ni siquiera de un santo; a veces, sin embargo, lo es de un poeta…

Imagino a un pensador exclamando en un movimiento de orgullo: «¡Me gustaría que un poeta se fabricase un destino con mis pensamientos!». Pero para que su aspiración fuese legítima, haría falta que él mismo frecuentase largo tiempo a los poetas, que sacase de ellos delicias de maldición, y que les devolviese, abstracta y acabada, la imagen de sus propias caídas o de sus propios delirios; haría falta sobre todo que sucumbiese en el umbral del canto, e, himno vivo más allá de la inspiración, que conociese el pesar de no ser poeta, de no estar iniciado en la «ciencia de las lágrimas», en los azotes del corazón, en las orgías formales, en las inmortalidades del instante…

… Muchas veces he soñado con un monstruo melancólico y erudito, versado en todos los idiomas, íntimo de todos los versos y de todas las almas y que errase por el mundo para nutrirse de venenos, de fervores, de éxtasis, a través de las Persias, las Chinas, las Indias muertas, y las Europas moribundas, muchas veces he soñado con un amigo de los poetas que los hubiese conocido a todos por desesperación de no ser de los suyos.

Tribulaciones de un meteco

Surgido de alguna tribu infortunada, merodea por los bulevares de Occidente.

Enamorado de patrias sucesivas, ya no espera ninguna: fijo en un crepúsculo intemporal, ciudadano del mundo —y de ningún mundo— es ineficaz, sin nombre y sin vigor. Los pueblos sin destino no sabrían dar uno a sus hijos que, sedientos de otros horizontes, se prendan de ellos y les agotan después, para acabar ellos mismos como espectros de sus admiraciones y de sus laxitudes. No teniendo nada que amar en su lugar de origen, ponen su amor en otra parte, en otros países, en donde su fervor asombra a los indígenas. Demasiado solicitados, los sentimientos se gastan y se degradan, empezando por la admiración… Y el meteco que se disipó en tantas carreteras, grita: «Me he forjado innumerables ídolos, he levantado por doquiera demasiados altares, me arrodillé ante multitud de dioses. Hoy, cansado de adorar, he despilfarrado la dosis de delirio que me tocó en suerte. No tenemos recursos más que para los absolutos de nuestra raza, pues un alma, como un país, no se expande más que en el interior de sus fronteras: pago por haberlas franqueado, por haberme hecho de lo Indefinido una patria y de divinidades extranjeras un culto, por haberme prosternado ante siglos que excluyeron mis antepasados. De dónde vengo, no sabría decirlo: en los templos, permanezco sin creencia; en las ciudades, sin ardor; junto a mis semejantes, sin curiosidad; sobre la tierra, sin certidumbres. Dadme un deseo preciso y derribaré el mundo. Libradme de esta vergüenza de los actos que me hace interpretar cada mañana la comedia de la resurrección y cada tarde la del entierro; en el intervalo, nada más que este suplicio en el sudario del hastío… Sueño con querer y todo lo que quiero me parece sin valor. Como un vándalo roído por la melancolía, me dirijo sin fin, yo sin yo, hacia ya no sé qué rincones… para descubrir un dios abandonado, un dios que fuese él mismo ateo, y dormirme a la sombra de sus últimas dudas y de sus últimos milagros».

El hastío de los conquistadores

París pesaba sobre Napoleón, según confesión propia, como un «manto de plomo»: diez millones de hombres perecieron a consecuencia de ello. Es el balance del «mal del siglo», cuando un René a caballo es su agente. Ese mal, nacido en la ociosidad de los salones del XVIII, en la molicie de una aristocracia demasiado lúcida, hizo estragos lejos, en los campos: los campesinos debieron pagar con su sangre un modo de sensibilidad, extraño a su naturaleza, y, con ellos, todo un continente. Las naturalezas excepcionales en las que se ha insinuado el Hastío, que tienen horror de todo lugar y la obsesión de un perpetuo más allá, sólo explotan el entusiasmo de los pueblos para multiplicar los cementerios. Aquel condotiero que lloraba sobre Werther y Ossian, ese Obermann que proyectaba su vacío en el espacio y que, según decía Josefina, no fue capaz más que de unos cuantos momentos de abandono, tuvo como misión inconfesada despoblar la tierra. El conquistador soñador es la mayor calamidad para los hombres; pero ellos no por esto dejan de idolatrarle; fascinados como están por los proyectos estrambóticos, los ideales dañosos, las ambiciones malsanas. Ninguna persona razonable fue objeto de culto, dejó un nombre, marcó con su huella un solo acontecimiento. Imperturbable ante una concepción precisa o un ídolo transparente, la masa se excita en torno a lo inverificable y los falsos misterios. ¿Quién murió jamás en nombre del rigor? Cada generación eleva monumentos a los verdugos de la precedente. No es menos cierto que las víctimas aceptaron de buen grado ser inmoladas en el momento en que creyeron en la gloria, ese triunfo de uno solo, esa derrota de todos…

La humanidad no ha adorado más que a los que la hicieron perecer. Los reinos o los ciudadanos que se extinguieron apaciblemente no figuran en la historia, ni tampoco el príncipe sensato, en todo tiempo despreciado por sus súbditos; la multitud gusta de lo novelesco incluso a sus expensas, pues el escándalo de las costumbres constituye la trama de la curiosidad humana y la corriente subterránea de todo suceso. La mujer infiel y el cornudo proveen a la comedia y a la tragedia, sin excluir la epopeya, de la casi totalidad de sus temas. Como la honestidad no tiene ni biografía ni encanto, desde la Ilíada hasta el sainete sólo el brillo del deshonor ha divertido e intrigado. Es, pues, muy natural que la humanidad se haya ofrecido como pasto a los conquistadores, que quiera hacerse pisotear, que una nación sin tiranos no haga hablar de ella, que la suma de iniquidades que un pueblo comete sea el único índice de su presencia y vitalidad. Una nación que ya no viola está en plena decadencia; es por su número de violaciones por el que revela sus instintos, su porvenir. Investigad a partir de qué guerra ha dejado de practicar, en gran escala, ese tipo de crimen: encontraréis el primer símbolo de su declive; a partir de qué momento el amor se ha convertido para ella en un ceremonial y la cama en una condición del espasmo, e identificaréis el comienzo de sus deficiencias y el fin de su herencia bárbara.

Historia Universal: Historia del Mal. Quitar los desastres del devenir humano vale tanto como querer concebir la naturaleza sin estaciones. Si no habéis contribuido a una catástrofe, desaparecéis sin dejar huella. Interesamos a los otros gracias a la desgracia que sembramos en nuestro derredor. «¡Nunca hice sufrir a nadie!»: exclamación por siempre extraña a una criatura de carne y hueso. Cuando nos entusiasmamos por un personaje del presente o del pasado, nos planteamos inconscientemente la pregunta:

«¿Para cuántos seres fue causa de infortunio?» ¿Quién sabe si cada uno de nosotros no aspira al privilegio de matar a todos nuestros semejantes? Pero este privilegio está repartido entre un pequeño grupo de gente y nunca por entero: esta restricción explica únicamente por qué la tierra está poblada todavía. Asesinos indirectos, constituimos una masa inerte, una multitud de objetos frente a los verdaderos sujetos del Tiempo, frente a los grandes criminales cumplidos.

Pero consolémonos: nuestros descendientes próximos o lejanos nos vengarán. Pues no es difícil imaginar un momento en el que los hombres se degollarán los unos a los otros por asco de sí mismos, en el que el Hastío dará cuenta de sus prejuicios y sus reticencias, en el que saldrán a la calle a apagar su sed de sangre y en el que el sueño destructor prolongado a través de tantas generaciones llegará a ser patrimonio común…

Música y escepticismo

He buscado la duda en todas las artes y no la he encontrado más que camuflada, furtiva, huida en los entreactos de la inspiración, surgida del relajamiento del impulso; pero he renunciado a buscarla, incluso bajo esa forma, en música; ahí no podría florecer: ignorando la ironía, la música procede no de las malicias del intelecto, sino de los matices tiernos o vehementes de la ingenuidad, estupidez de lo sublime, irreflexión de lo infinito… Como el rasgo de ingenio no tiene equivalente sonoro, es denigrar a un músico llamarle inteligente. Este atributo le disminuye y no tiene lugar en esa cosmogonía lánguida donde, a modo de dios ciego, improvisa universos. Si fuera consciente de su don, de su genio, sucumbiría al orgullo; pero es irresponsable; nacido en el oráculo, no puede comprenderse a sí mismo. A los estériles toca interpretarle: él no es crítico, como Dios no es teólogo.

Caso límite de irrealidad y de absoluto, ficción infinitamente real, mentira más verdadera que el mundo, la música pierde sus prestigios en cuanto, secos o morosos, nos disociamos de la Creación y el mismo Bach nos parece un rumor insípido; es el punto extremo de nuestra no-participación en las cosas, de nuestra frialdad y de nuestra decadencia. Reir socarronamente en medio de lo sublime, ¡triunfo sardónico del principio subjetivo, que nos emparenta con el Diablo! Quien ya no tiene lágrimas para la música, quien ya no vive más que del recuerdo de las que vertió, está perdido: la estéril clarividencia dio buena cuenta del éxtasis del que surgían mundos…

El autómata

Respiro por prejuicio. Y contemplo el espasmo de las ideas, mientras que el Vacío se sonríe a sí mismo… No más sudor en el espacio, no más vida; la menor vulgaridad la hará reaparecer: basta un segundo de espera.

Cuando uno se percibe existir, se experimenta la sensación de un demente maravillado que sorprende su propia locura y se empecina en vano en darle un nombre. La costumbre embota nuestro asombro de existir: somos, y ya no le damos más vueltas, ocupamos nuestra plaza en el asilo de los existentes.

Conformista, vivo, intento vivir, por imitación, por respeto a las reglas del juego, por horror a la originalidad. Resignación de autómata: poner cara de fervor y reírse secretamente; no plegarse a las convenciones más que para repudiarlas a escondidas; figurar en todos los registros, pero sin residencia en el tiempo; salvar la cara, cuando sería imperioso perderla…

El que lo desprecia todo debe adoptar un aire de dignidad perfecta, inducir a error a los otros e incluso a sí mismo: cumplirá así más fácilmente su tarea de falso viviente.

¿Para qué mostrar nuestra ruina si podemos fingir la prosperidad? El infierno no tiene modales: es la imagen exasperada de un hombre franco y grosero, es la tierra concebida sin ninguna superstición de elegancia y civismo.

Acepto la vida por cortesía: la perpetua rebelión es de tan mal gusto como lo sublime del suicidio. A los veinte años se truena contra los cielos y la basura que cubren; después se cansa uno. La facha trágica no corresponde más que a una pubertad prolongada y ridícula; pero hacen falta mil pruebas para acceder al histrionismo del desapego.

Quien, emancipado de todos los principios al uso, no dispusiera de ningún don de comediante, sería el arquetipo del infortunio, el ser idealmente desgraciado. Es inútil construir tal modelo de franqueza: la vida no es tolerable más que por el grado de mistificación que ponemos en ella. Tal modelo sería la ruina súbita de la sociedad, pues la «dulzura» de vivir en común reside en la imposibilidad de dar libre curso al infinito de nuestros pensamientos ocultos. Gracias a que somos todos impostores, nos soportamos los unos a los otros. Quien no aceptase mentir vería a la tierra huir bajo sus pies: estamos biológicamente constreñidos a lo falso. No hay héroe moral que no sea o pueril, o ineficaz, o inauténtico; pues la verdadera autenticidad es el emporcamiento en el fraude, en el decoro de la pública adulación y la difamación secreta. Si nuestros semejantes pudiesen constatar nuestras opiniones sobre ellos, el amor, la amistad, la devoción, serían por siempre tachados de los diccionarios; y si tuviésemos el valor de mirar cara a cara las dudas que concebimos tímidamente sobre nosotros mismos, ninguno de nosotros proferiría un «yo» sin avergonzarse. La mascarada arrastra todo lo que vive, desde el troglodita hasta el escéptico. Como sólo el respeto de las apariencias nos separa de las carroñas, precisar el fondo de las cosas y de los seres es perecer; atengámonos a una nada más agradable: nuestra constitución no tolera más que una cierta dosis de verdad…

Guardemos en lo más profundo de nosotros una certeza superior a todas las otras: la vida no tiene sentido, no puede tenerlo. Deberíamos matarnos inmediatamente si una revelación imprevista nos persuadiese de lo contrario. Si desapareciese el aire, aún respiraríamos; pero nos ahogaríamos en cuanto se nos quitase el gozo de la inanidad…

Sobre la melancolía

Cuando uno no puede librarse de sí mismo, se deleita devorándose. En vano se llamaría al Señor de las Sombras, el dispensador de una maldición precisa: se está enfermo sin enfermedad y se es réprobo sin vicios. La melancolía es el estado soñado del egoísmo: ningún objeto fuera de sí mismo, no más motivos de odio o de amor, sino esa misma caída en un fango languideciente, ese mismo revolverse de condenado sin infierno, esas mismas reiteraciones de un ardor de perecer… Mientras que la tristeza se contenta con un marco de fortuna, la melancolía precisa una orgía de espacio, un paisaje infinito para desplegar en él su gracia desagradable y vaporosa, su malestar sin contornos, que, por miedo a curar, teme un límite a su disolución y sus ondulaciones. Florece —la flor más extraña del amor propio— entre los venenos de los que extrae su savia y el vigor de todos sus desfallecimientos. Alimentándose de lo que la corrompe, esconde, bajo su nombre melodioso, el Orgullo de la Derrota y el Apiadamiento de sí mismo…

El ansia de primar

Un César está más cerca de un alcalde de pueblo que de un espíritu soberanamente lúcido pero desprovisto de instinto de dominio. Lo importante es mandar: a ello aspira la casi totalidad de los hombres. Ya tengáis en vuestras manos un imperio, una tribu, una familia o un criado, desplegáis vuestro talento de tirano, glorioso o caricaturesco: todo un mundo o una sola persona está a vuestras órdenes. Así se establece la serie de calamidades que provienen de la necesidad de primar…

Nos codeamos con sátrapas por todas partes: cada uno —según sus medios— se busca una multitud de esclavos o se contenta con uno solo. Nadie se basta a sí mismo: el más modesto encontrará siempre un amigo o una compañera para hacer valer su sueño de autoridad. El que obedece se hará a su vez obedecer: de víctima pasará a ser verdugo; es el supremo deseo de todos. Sólo los mendigos y los sabios no lo experimentan; a menos que su juego sea aún más sutil…

El ansia de poder permite a la Historia renovarse y permanecer sin embargo fundamentalmente igual; las religiones tratan de combatir ese ansia; no logran sino exasperarla. El cristianismo hubiera tenido como desenlace que la tierra fuera un desierto o un paraíso. Bajo las formas variables que el hombre puede revestir se esconde una constante, un fondo idéntico, que explica por qué, contra todas las apariencias de cambio, evolucionamos en círculo, y por qué, si perdiésemos, a raíz de una intervención sobrenatural, nuestra condición de monstruos y fantoches, la historia desaparecería inmediatamente.

Intentad ser libres: os moriréis de hambre. La sociedad no os tolera más que si sois sucesivamente serviles y despóticos; es una prisión sin guardianes, pero de la que no se escapa uno sin perecer. ¿A dónde ir, cuando no puede vivirse más que en la sociedad y cuando no se tienen ya instintos, y cuando no se es tan lanzado como para mendigar, ni tan equilibrado como para entregarse a la sabiduría? A fin de cuentas, uno sigue como todo el mundo, fingiendo atarearse; uno se resigna a tal extremo gracias a los recursos del artificio, entendiendo que es menos ridículo simular la vida que vivirla.

Mientras que los hombres sientan pasión por la sociedad, reinará en ella un canibalismo disfrazado. El instinto político es la consecuencia directa del Pecado, la materialización inmediata de la Caída. Cada uno debería estar ocupado en su soledad, pero cada uno vigila la de los otros. Los ángeles y los bandidos tienen sus jefes: ¿cómo las criaturas intermedias —el grueso de la humanidad— podrían prescindir de ellos?

Quitadles el deseo de ser esclavos o tiranos; demoléis la sociedad en un abrir y cerrar de ojos. El pacto de los monos está por siempre sellado; y la historia sigue su curso, horda jadeante entre crímenes y sueños. Nada puede detenerla: incluso los que la execran participan en su carrera…

Posición del pobre

Propietarios y mendigos: dos categorías que se oponen a cualquier cambio, a cualquier desorden renovador. Colocados en los dos extremos de la escala social, temen toda modificación para bien o para mal: están igualmente establecidos, los unos en la opulencia, los otros en la miseria. Entre ellos se sitúan —sudor anónimo, fundamento de la sociedad— los que se agitan, penan, perseveran y cultivan el absurdo de esperar. El Estado se nutre con su anemia; la idea de ciudadano no tendría ni contenido ni realidad sin ellos, lo mismo que el lujo y la limosna: los ricos y los mendigos son los parásitos del Pobre.

Hay mil remedios para la miseria, pero ninguno para la pobreza. ¿Cómo socorrer a los que se obstinan en no morirse de hambre? Ni Dios podría corregir su suerte. Entre los favorecidos de la fortuna y los harapientos circulan esos hambrientos honorables, explotados por el fasto y los andrajos, saqueados por quienes, aborreciendo del trabajo, se instalan, según su suerte y vocación, en el salón o en la calle. Y así avanza la humanidad: con algunos ricos, con algunos mendigos y con todos sus pobres…