En sí misma, toda idea es neutra o debería serlo; pero el hombre la anima, proyecta en ella sus llamas y sus demencias; impura, transformada en creencia, se inserta en el tiempo, adopta figura de suceso: el paso de la lógica a la epilepsia se ha consumado…
Así nacen las ideologías, las doctrinas y las farsas sangrientas.
Idólatras por instinto, convertimos en incondicionados los objetos de nuestros sueños y de nuestros intereses. La historia no es más que un desfile de falsos Absolutos, una sucesión de templos elevados a pretextos, un envilecimiento del espíritu ante lo Improbable. Incluso cuando se aleja de la religión el hombre permanece sujeto a ella; agotándose en forjar simulacros de dioses, los adopta después febrilmente: su necesidad de ficción, de mitología, triunfa sobre la evidencia y el ridículo. Su capacidad de adorar es responsable de todos sus crímenes: el que ama indebidamente a un dios obliga a los otros a amarlo, en espera de exterminarlos si rehúsan. No hay intolerancia, intransigencia ideológica o proselitismo que no revelen el fondo bestial del entusiasmo. Que pierda el hombre su facultad de indiferencia: se convierte en asesino virtual; que transforme su idea en dios: las consecuencias son incalculables. No se mata más que en nombre de un dios o de sus sucedáneos: los excesos suscitados por la diosa Razón, por la idea de nación, de clase o de raza son parientes de los de la Inquisición o la reforma. Las épocas de fervor sobresalen en hazañas sanguinarias: Santa Teresa no podía por menos de ser contemporánea de los autos de fe y Lutero de la matanza de los campesinos. En las crisis místicas, los gemidos de las víctimas son paralelos a los gemidos del éxtasis… Patíbulos, calabozos y mazmorras no prosperan más que a la sombra de una fe, de esa necesidad de creer que ha infestado el espíritu para siempre. El diablo palidece junto a quien dispone de una verdad, de su verdad.
Somos injustos con los Nerones o los Tiberios: ellos no inventaron el concepto de herético: no fueron sino soñadores degenerados que se divertían con las matanzas.
Los verdaderos criminales son los que establecen una ortodoxia sobre el plano religioso o político, los que distinguen entre el fiel y el cismático.
En cuanto nos rehusamos a admitir el carácter intercambiable de las ideas, la sangre corre… Bajo las resoluciones firmes se yergue un puñal; lo ojos llameantes presagian el crimen. Jamás el espíritu dubitativo, aquejado del hamletismo, fue pernicioso: el principio del mal reside en la tensión de la voluntad, en la ineptitud para el quietismo, en la megalomanía prometeica de una raza que revienta de ideal, que estalla bajo sus convicciones y la cual, por haberse complacido en despreciar la duda y la pereza —vicios más nobles que todas sus virtudes—, se ha internado en una vía de perdición, en la historia, en esa mezcla indecente de banalidad y apocalipsis… Las certezas abundan en ella: suprimidlas y suprimiréis sobre todo sus consecuencias: reconstituiréis el paraíso. ¿Qué es la Caída sino la búsqueda de una verdad y la certeza de haberla encontrado, la pasión por un dogma, el establecimiento de un dogma? De ello resulta el fanatismo —tara capital que da al hombre el gusto por la eficacia, por la profecía y el terror—, lepra lírica que contamina las almas, las somete, las tritura o las exalta… No escapan más que los escépticos (o los perezosos y los estetas), porque no proponen nada, porque —verdaderos bienhechores de la humanidad— destruyen los prejuicios y analizan el delirio. Me siento más seguro junto a un Pirrón que junto a un San Pablo, por la razón de que una sabiduría de humoradas es más dulce que una santidad desenfrenada. En un espíritu ardiente encontramos la bestia de presa disfrazada; no podríamos defendernos demasiado de las garras de un profeta… En cuanto eleve la voz, sea en nombre del cielo, de la ciudad o de otros pretextos, alejaos de él: sátiro de vuestra soledad, no os perdona el vivir más acá de sus verdades y sus arrebatos; quiere haceros compartir su histeria, su bien, imponérosla y desfiguraros. Un ser poseído por una creencia y que no buscase comunicársela a otros es un fenómeno extraño a la tierra, donde la obsesión de la salvación vuelve la vida irrespirable. Mirad en torno a vosotros: Por todas partes larvas que predican; cada institución traduce una misión; los ayuntamientos tienen su absoluto como los templos; la administración, con sus reglamentos —metafísica para uso de monos…— Todos se esfuerzan por remediar la vida de todos: aspiran a ello hasta los mendigos, incluso los incurables; las aceras del mundo y los hospitales rebosan de reformadores. El ansia de llegar a ser fuente de sucesos actúa sobre cada uno como un desorden mental o una maldición elegida. La sociedad es un infierno de salvadores. Lo que buscaba Diógenes con su linterna era un indiferente…
Me basta escuchar a alguien hablar sinceramente de ideal, de porvenir, de filosofía, escucharle decir «nosotros», con una inflexión de seguridad, invocar a los «otros» y sentirse su intérprete, para que le considere mi enemigo. Veo en él un tirano fallido, casi un verdugo, tan odioso como los tiranos y verdugos de gran clase. Es que toda fe ejerce una forma de terror, tanto más temible cuanto que los «puros» son sus agentes. Se sospecha de los ladinos, de los bribones, de los tramposos; sin embargo, no sabríamos imputarles ninguna de las grandes convulsiones de la historia; no creyendo en nada, no hurgan vuestros corazones, ni vuestros pensamientos más íntimos; os abandonan a vuestra molicie, a vuestra desesperación o a vuestra inutilidad; la humanidad les debe los pocos momentos de prosperidad que ha conocido; son ellos los que salvan a los pueblos que los fanáticos torturan y los «idealistas» arruinan. Sin doctrinas, no tienen más que caprichos e intereses, vicios acomodaticios, mil veces más soportables que el despotismo de los principios; porque todos los males de la vida vienen de una «concepción de la vida». Un hombre político cumplido debería profundizar en los sofistas antiguos y tomar lecciones de canto; y de corrupción…
El fanático es incorruptible: si mata por una idea, puede igualmente hacerse matar por ella; en los dos casos, tirano o mártir, es un monstruo. No hay seres más peligrosos que los que han sufrido por una creencia: los grandes perseguidores se reclutan entre los mártires a los que no se ha cortado la cabeza. Lejos de disminuir el apetito de poder, el sufrimiento lo exaspera; por eso el espíritu se siente más a gusto en la sociedad de un fanfarrón que en la de un mártir; y nada le repugna tanto como ese espectáculo donde se muere por una idea… Harto de lo sublime y de carnicerías, sueña con un aburrimiento provinciano a escala universal, con una Historia cuyo estancamiento sería tal que la duda se dibujaría como un acontecimiento y la esperanza como una calamidad…
En todo hombre dormita un profeta, y cuando se despierta hay un poco más de mal en el mundo… La locura de predicar está tan anclada en nosotros que emerge de profundidades desconocidas al instinto de conservación. Cada uno espera su momento para proponer algo: no importa el qué. Tiene una voz: eso basta. Pagamos caro no ser sordos ni mudos…
De los desharrapados a los snobs, todos gastan su generosidad criminal, todos distribuyen recetas de felicidad, todos quieren dirigir los pasos de todos: la vida en común se hace intolerable y la vida consigo mismo más intolerable todavía: cuando no se interviene en los asuntos de los otros, se está tan inquieto de los propios que se convierte al «yo» en religión o, apóstol invertido, se le niega: somos víctimas del juego universal…
La abundancia de soluciones a los aspectos de la existencia sólo es igualada por su futilidad. La Historia: Manufactura de ideales…, mitología lunática… frenesí de hordas y de solitarios, rechazo de aceptar la realidad tal cual es, sed mortal de ficciones…
La fuente de nuestros actos reside en una propensión inconsciente a considerarnos el centro, la razón y el resultado del tiempo. Nuestros reflejos y nuestro orgullo transforman en planeta la parcela de carne y de conciencia que somos. Si tuviéramos el justo sentido de nuestra posición en el mundo, si comparar fuera inseparable de vivir, la revelación de nuestra ínfima presencia nos aplastaría. Pero vivir es cegarse sobre sus propias dimensiones…
Si todos nuestros actos, desde la respiración hasta la fundación de imperios o de sistemas metafísicos, derivan de una ilusión sobre nuestra importancia, con mayor razón aún el instinto profético. ¿Quién, con la exacta visión de su nulidad, intentaría ser eficaz y erigirse en salvador?
Nostalgia de un mundo sin «ideal», de una agonía sin doctrina, de una eternidad sin vida… El Paraíso… Pero no podríamos existir un instante sin engañarnos: el profeta en cada uno de nosotros es el rasgo de locura que nos hace prosperar en nuestro vacío.
El hombre idealmente lúcido, luego idealmente normal, no debería tener ningún recurso fuera de la nada que está en él… Me parece oírle: «Desgajado del fin, de todos los fines, no conservo de mis deseos y mis amarguras sino las fórmulas. Habiendo resistido a la tentación de sacar conclusiones, he vencido al espíritu, como he vencido a la vida por el horror a buscarle una solución. El espectáculo del hombre —¡qué vomitivo! El amor—, un encuentro de dos salivas… Todos los sentimientos extraen su absoluto de la miseria de las glándulas. No hay nobleza sino en la negación de la existencia, en una sonrisa que domina paisajes aniquilados. (En otro tiempo, tuve un «yo», ahora no soy más que un objeto. Me atraco de todas las drogas de la soledad; las del mundo fueron demasiado débiles para hacérmela olvidar. Habiendo matado el profeta en mí, ¿cómo conservaré aún un sitio entre los hombres?)».
¿Tenemos fundamento para imaginarnos un espíritu gritando: «Todo carece para mí ya de objeto, pues he dado las definiciones de todas las cosas»? Y si podemos imaginarlo, ¿cómo situarlo en la duración?
Soportamos tanto mejor lo que nos rodea porque le damos un nombre y nos desentendemos de ello. Pero abarcar una cosa con una definición, sea lo arbitraria que sea —y tanto más grave resulta cuanto más arbitraria, pues el alma se adelanta entonces al conocimiento—, es rechazarla, volverla insípida y superflua, aniquilarla. El espíritu ocioso y vacante —y que no se integra en el mundo más que a favor del sueño—, ¿en qué podría atarearse sino en ensanchar los nombres de las cosas, en vaciarlos, y en substituirlos por fórmulas? Después evoluciona sobre escombros; no más sensaciones; sólo recuerdos. Bajo cada fórmula yace un cadáver: el ser o el objeto mueren bajo el pretexto al que dieron lugar. Es el desenfreno frívolo y fúnebre del espíritu. Y ese espíritu se ha derrochado en lo que ha nombrado y circunscrito.
Enamorado de los vocablos, odiaba los misterios de los silencios pesados y los volvía ligeros y puros: y él mismo llegó a ser ligero y puro, puesto que aligerado y purificado de todo. El vicio de definir ha hecho de él un asesino gracioso y una víctima discreta.
Y es así como se ha borrado la mancha que el alma extendía sobre el espíritu y que era lo único que le recordaba que estaba vivo.
¿Cómo soportaríamos la masa y la profundidad gastada de las obras y de las obras maestras, si espíritus impertinentes y deliciosos no hubieran añadido a su trama las franjas de un desprecio sutil y de primaverales ironías? Y ¿cómo podríamos soportar los códigos, las costumbres, los párrafos del corazón que la inercia y el bienestar han superpuesto a los vicios inteligentes y fútiles, si no existieran esos seres regocijantes cuyo refinamiento coloca juntamente en las cumbres y al margen de la sociedad?
Es preciso estar agradecidos a las civilizaciones que no han abusado de lo serio, que han jugado con los valores y que se han deleitado en engendrarlos y destruirlos. ¿Se conoce fuera de las civilizaciones griega y francesa una demostración más lúcidamente festiva de la elegante nada de las cosas? El siglo de Alcibíades y el siglo XVIII francés son dos fuentes de consuelo. Mientras que no es hasta su último estado, hasta la disolución de todo un sistema de creencias y costumbres, cuando las otras civilizaciones pudieron gustar del ejercicio alegre que presta un sabor de inutilidad a la vida. En plena madurez, en plena posesión de sus fuerzas y de su porvenir, esos dos siglos conocieron el hastío despreocupado de todo y permeable a todo. ¿Hay mejor símbolo de esto que Madame Deffand, vieja, ciega y clarividente, que, aun execrando la vida, gusta sin embargo de los recreos de la amargura?
Nadie alcanza de buenas a primeras la frivolidad. Es un privilegio y un arte; es la búsqueda de lo superficial por aquéllos que habiendo advertido la imposibilidad de toda certeza, han adquirido asco por ella; es la huida lejos de esos abismos naturalmente sin fondo que no pueden llevar a ninguna parte.
Quedan, sin embargo, las apariencias: ¿por qué no alzarlas al nivel de un estilo? Esto es lo que permite definir a toda época inteligente. Se llega a conceder más prestigio a la expresión que al alma que la sustenta, a la gracia que a la intuición; la emoción misma se vuelve cortés. El ser entregado a sí mismo, sin ningún prejuicio de elegancia, es un monstruo; no encuentra en sí más que zonas obscuras, donde rondan, inminentes, el terror y la negación. Saber, con toda su vitalidad, que uno se muere y no poder ocultarlo, es un acto de barbarie. Toda filosofía sincera reniega de los títulos de la civilización, cuya función consiste en tamizar nuestros secretos y disfrazarlos de efectos buscados. Así, la frivolidad es el antídoto más eficaz contra el mal de ser lo que se es: merced a ella engañamos al mundo y disimulamos la inconveniencia de nuestras profundidades. Sin sus artificios, ¿cómo no enrojecer de tener un alma? Nuestras soledades a flor de piel, ¡qué infierno para los otros! Pero es siempre para ellos y a veces para nosotros mismos para quien inventamos nuestras apariencias…
El espíritu que cuida su esencia distinta está amenazado a cada paso por las cosas a las que se rehúsa. Cuando la atención —el más grande de sus privilegios— le abandona, cede a las tentaciones de las que ha querido huir, o se hace presa de misterios impuros… ¿Quién no conoce esos miedos, esos estremecimientos, esos vértigos que nos aproximan a la bestia y a los problemas postreros? Nuestras rodillas tiemblan sin doblarse; nuestras manos se buscan sin juntarse; nuestros ojos se elevan y no divisan nada… Conservamos este orgullo vertical que reafirma nuestro valor; este horror de los gestos que nos preserva de las efusiones; y el socorro de los párpados para cubrir miradas ridículamente inefables. Nuestro desliz está próximo, pero no es inevitable; el accidente curioso, pero nada nuevo; una sonrisa apunta ya en el horizonte de nuestros terrores…, no nos desplomaremos en la oración… Pues, a fin de cuentas, Él no debe triunfar; su mayúscula debe ser comprometida por nuestra ironía; los escalofríos que dispensa, que sean disueltos por nuestro corazón.
Si verdaderamente tal ser existiese, si nuestras debilidades primasen sobre nuestras resoluciones y nuestras profundidades sobre nuestros exámenes, entonces ¿por qué pensar todavía, si nuestras dificultades estarían ya resueltas, nuestras interrogaciones suspendidas y nuestros espantos apaciguados? Sería demasiado fácil. Todo absoluto —personal o abstracto— es una forma de escamotear los problemas; y no sólo los problemas, sino también su raíz, que no es otra que un pánico de los sentidos.
Dios: caída perpendicular sobre nuestro espanto, salvación cayendo como un rayo en medio de nuestras búsquedas que ninguna esperanza engaña, anulación sin paliativos de nuestro orgullo desconsolado y voluntariamente inconsolable, encaminamiento del individuo por un apartadero, paro del alma por falta de inquietudes…
¿Qué mayor renuncia que la fe? Es cierto que sin ella uno se aventura en una infinidad de callejones sin salida. Pero incluso sabiendo que nada puede llevar a nada, que el universo es solamente un subproducto de nuestra tristeza, ¿por qué sacrificaríamos ese placer de tropezar y rompernos la cabeza contra la tierra y el cielo?
Las soluciones que nos propone nuestra cobardía ancestral son las peores deserciones a nuestro deber de decencia intelectual. Equivocarse, vivir y morir engañados, he ahí lo que hacen los hombres. Pero existe una dignidad que nos preserva de desaparecer en Dios y que transforma todos nuestros instantes en oraciones que jamás haremos.
I. Porque no reposa sobre nada, porque carece hasta de la sombra misma de un argumento, es por lo que perseveramos en la vida. La muerte es demasiado exacta; todas las razones se encuentran de su lado. Misteriosa para nuestros instintos, se dibuja, ante nuestra reflexión, límpida, sin prestigios y sin los falsos atractivos de lo desconocido.
A fuerza de acumular misterios nulos y de monopolizar el sinsentido, la vida inspira más espanto que la muerte: es ella la gran Desconocida.
¿A dónde puede llevar tanto de vacío e incomprensible? Nos aferramos a los días porque el deseo de morir es demasiado lógico, por tanto ineficaz. Porque si la vida tuviese un solo argumento a su favor —distinto, de una evidencia indiscutible— se aniquilaría; los instintos y los prejuicios se desvanecen al contacto con el Rigor. Todo lo que respira se alimenta de lo inverificable; un suplemento de lógica sería funesto para la existencia —esfuerzo hacia lo Insensato… Dad un fin preciso a la vida: pierde instantáneamente su atractivo. La inexactitud de sus fines la vuelve superior a la muerte; un ápice de precisión la rebajaría a la trivialidad de las tumbas. Pues una ciencia positiva del sentido de la vida despoblaría la tierra en un día; y ningún frenético lograría reanimar la improbabilidad fecunda del deseo.
II. Se puede clasificar a los hombres siguiendo los criterios más caprichosos: según sus humores, sus inclinaciones, sus sueños o sus glándulas. Se cambia de ideas como de corbatas; pues toda idea, todo criterio viene de lo exterior, de las configuraciones y de los accidentes del tiempo. Pero hay algo que viene de nosotros mismos, que es nosotros mismos, una realidad invisible, pero interiormente verificable, una presencia insólita y de siempre, que puede concebirse en todo instante y que no nos atrevemos jamás a admitir, y que no tiene actualidad más que antes de su consumación: es la muerte, el verdadero criterio… Y es ella, la más íntima dimensión de todos los vivientes. La que separa la humanidad en dos órdenes tan irreductibles, tan alejados el uno del otro, que hay más distancia entre ellos que entre un buitre y un topo, que entre una estrella y un escupitajo. El abismo de dos mundos incomunicables se abre entre el hombre que tiene el sentimiento de la muerte y el que no lo tiene; sin embargo, los dos mueren; pero uno ignora su muerte, el otro la sabe; el uno no muere más que un instante, el otro no cesa de morir… Su condición común les coloca precisamente en las antípodas el uno del otro; en los dos extremos y en el interior de una misma definición; inconciliables, sufren el mismo destino… El uno vive como si fuera eterno; el otro piensa continuamente su eternidad y la niega en cada pensamiento.
Nada puede cambiar nuestra vida salvo la insinuación progresiva en nosotros de las fuerzas que la anulan. Ningún principio nuevo le adviene ni de las sorpresas de nuestro crecimiento ni del florecimiento de nuestros dones; le son naturales. Y nada natural sabría hacer de nosotros otra cosa que nosotros mismos.
Todo lo que prefigura la muerte añade una cualidad de novedad a la vida, la modifica y la amplía. La salud la conserva tal cual, en una estéril identidad; mientras que la enfermedad es una actividad, la más intensa que el hombre pueda desplegar, un movimiento frenético y… estacionario, el más rico derroche de energía sin gestos, la espera hostil y apasionada de una fulguración irreparable.
III. Contra la obsesión de la muerte, los subterfugios de la esperanza se declaran tan ineficaces como los argumentos de la razón: su insignificancia no hace sino exacerbar el apetito de morir. Para triunfar sobre este apetito no hay más que un solo «método»: vivirlo hasta el fin, sufriendo todas sus delicias y sus espantos, no hacer nada por eludirlos. Una obsesión vivida hasta la saciedad se anula en sus propios excesos. De tanto hacer hincapié sobre el infinito de la muerte, el pensamiento llega a gastarlo, a asquearnos de él, negatividad demasiado llena que no ahorra nada y que, más bien que comprometer y disminuir los prestigios de la muerte, nos desvela la inanidad de la vida.
Quien no se ha entregado a las voluptuosidades de la angustia, quien no ha saboreado en el pensamiento los peligros de la propia extinción ni gustado aniquilamientos crueles y dulces, no se curará jamás de la obsesión de la muerte: será atormentado por ella, por haberla resistido; mientras que quien, experto en una disciplina de horror, y meditando en su podredumbre, se ha reducido deliberadamente a cenizas, ese mirará hacia el pasado de la muerte y el mismo no será sino un resucitado que ya no puede vivir. Su «método» le habrá curado de la vida y de la muerte.
Toda experiencia capital es nefasta: las capas de la existencia carecen de espesor; quien las holla, arqueólogo del corazón y del ser, se encuentra, al final de sus investigaciones, ante profundidades vacías. Echará de menos vanamente el ornato de las apariencias.
Así es como los Misterios antiguos, pretendidas revelaciones de los secretos últimos, han pasado sin legarnos nada en materia de conocimiento. Los iniciados sin duda estaban obligados a no transmitir nada; es, sin embargo, inconcebible que en tan gran número no se haya encontrado un solo charlatán; ¿qué hay de más contrario a la naturaleza humana que tal obstinación en el secreto? Lo que ocurre es que no había secretos; había ritos y estremecimientos. Una vez apartados los velos, ¿qué podían descubrir sino abismos sin importancia? No hay iniciación más que a la nada y al ridículo de estar vivo.
… Y yo sueño con una Eleusis de corazones desengañados, con un Misterio neto, sin dioses y sin la vehemencia de la ilusión.
Es la imposibilidad de llorar la que conserva en nosotros el gusto por las cosas y las hace existir todavía: impide que agotemos su sabor y nos apartemos de ellas. Cuando, por tantas carreteras y orillas, nuestros ojos rehúsan ahogarse en sí mismos, preservan con su sequedad el objeto que los maravillaba. Nuestras lágrimas despilfarran la naturaleza, como nuestros trances a Dios… Pero finalmente nos despilfarran a nosotros mismos. Pues nosotros no somos más que por la renuncia a dar libre curso a nuestros deseos supremos: las cosas que entran en la esfera de nuestra admiración o de nuestra tristeza no permanecen en ella más que porque no las hemos sacrificado o bendito con nuestros adioses líquidos.
… Y es así como después de cada noche, encontrándonos ante un nuevo día, la irrealizable necesidad de llenarlo nos colma de espanto; y, exilados en la luz, como si el mundo acabase de conmoverse, de inventar su Astro, huimos las lágrimas, una sola de las cuales bastaría para desposeernos del tiempo.
Los instantes se siguen los unos a los otros: nada les presta la ilusión de un contenido o la apariencia de una significación; se desenvuelven; su curso no es el nuestro; contemplamos su fluir, prisioneros de una percepción estúpida. El vacío del corazón ante el vacío del tiempo: dos espejos reflejando cara a cara su ausencia, una misma imagen de nulidad… Como bajo el efecto de un alelamiento pensativo, todo se nivela: no más cumbres, no más abismos… ¿Dónde descubrir la poesía de las mentiras, el aguijón de un enigma?
Quien no conoce el aburrimiento se encuentra todavía en la infancia del mundo, cuando las edades esperaban aún para nacer; permanece cerrado a este tiempo fatigado que se sobrevive, que ríe de sus dimensiones y sucumbe en el umbral de su mismo… porvenir, arrastrando con él a la materia, ascendida súbitamente a un lirismo de negación. El aburrimiento es el eco en nosotros del tiempo que se desgarra…, la revelación del vacío, el cese de ese delirio que sostiene —o inventa— la vida…
Creador de valores, el hombre es el ser delirante por excelencia; presa de la creencia de que algo existe, mientras que le basta retener su aliento: todo se detiene; suspender sus emociones: nada se estremece ya; suprimir sus caprichos: todo se hace opaco. La realidad es una creación de nuestros excesos, de nuestras desmesuras y de nuestros desarreglos. Un freno en nuestras palpitaciones: el curso del mundo se hace más lento; sin nuestros ardores, el espacio es de hielo. El tiempo mismo no transcurre más que porque nuestros deseos engendran este universo ornamental que desnudaría un ápice de lucidez. Una pizca de clarividencia nos reduce a nuestra condición primordial: la desnudez; un punto de ironía nos desviste de ese disfraz de esperanzas que nos permiten engañarnos e imaginar la ilusión: todo camino contrario lleva fuera de la vida. El hastío no es más que el comienzo de este itinerario… Nos hace sentir el tiempo demasiado largo, inapto a revelarnos un fin. Separados de todo objeto, no teniendo nada que asimilar del exterior, nos destruimos a cámara lenta, puesto que el futuro ha dejado de ofrecernos una razón de ser.
El hastío nos revela una eternidad que no es la superación del tiempo, sino su ruina; es el infinito de las almas podridas por la falta de supersticiones: un absoluto chato donde nada impide a las cosas girar en redondo en busca de su propia caída.
La vida se crea en el delirio y se deshace en el hastío.
(Quien padece un mal caracterizado no tiene el derecho de quejarse: tiene una ocupación. Los grandes dolientes no se aburren jamás: la enfermedad les llena, como el remordimiento alimenta a los grandes culpables. Pues todo sufrimiento intenso suscita un simulacro de plenitud y propone a la conciencia una realidad terrible, que ésta no sabría eludir; mientras que el sufrimiento sin objeto en ese luto temporal que es el hastío no opone a la conciencia nada que la obligue a una gestión fructuosa.
¿Cómo curar de un mal no localizado y supremamente impreciso, que aqueja al cuerpo sin dejar huella en él, que se insinúa en el alma sin marcarla con ninguna señal? Se parece a una enfermedad a la que hubiéramos sobrevivido, pero que hubiera absorbido nuestras posibilidades, nuestras reservas de atención y nos hubiera dejado impotentes para llenar el vacío que sigue a la desaparición de nuestros horrores y al desvanecimiento de nuestros tormentos. El infierno es un refugio comparado con ese destierro en el tiempo, con esa languidez vacía y postrada donde nada nos detiene sino el espectáculo del universo que se caería bajo nuestras miradas.
¿Qué terapéutica emplear contra una enfermedad que no recordamos y cuyas consecuencias infieren en nuestros días? ¿Cómo inventar un remedio a la existencia, cómo concluir esa curación sin fin? Y ¿cómo reponerse del nacimiento?
El hastío; esa convalecencia incurable…)
Fuera de los escépticos griegos y de los emperadores romanos de la decadencia, todos los espíritus parecen sometidos a una vocación municipal. Sólo aquéllos se han emancipado, los unos por la duda, los otros por la demencia, de la obsesión insípida de ser útiles. Habiendo promovido lo arbitrario al rango de ejercicio o de vértigo, según que fueran filósofos o retoños estragados de los antiguos conquistadores, no estaban apegados a nada: en este aspecto, evocan a los santos. Pero mientras que éstos no debían derrumbarse jamás, ellos se encontraban a merced de su propio juego, amos y víctimas de sus caprichos, verdaderos solitarios, porque su soledad era estéril. Nadie la ha tomado como ejemplo y ellos mismos no la proponían como tal; de este modo no se comunicaban con sus «semejantes» más que por la ironía o el terror…
Ser el agente de la disolución de una filosofía o de un imperio: ¿puede imaginarse orgullo más triste y más majestuoso? Matar por una parte la verdad y por otra la grandeza, manías que hacen vivir el espíritu y la ciudad; socavar la arquitectura de malentendidos sobre la que se apoya el orgullo del pensador y del ciudadano; agilizar hasta el falseamiento los resortes de la alegría de concebir y de querer; desacreditar, por medio de las sutilezas del sarcasmo y el suplicio, las abstracciones tradicionales y las costumbres honorables, ¡qué efervescencia delicada y salvaje! Ningún encanto hay allí donde los dioses no mueren bajo nuestros ojos. En Roma, donde se los importaba y reemplazaba, donde se les veía ajarse, qué placer invocar fantasmas, con el único miedo sin embargo de que esta versatilidad sublime no capitulase ante el asalto de alguna severa e impura deidad… Que es lo que sucedió.
No es fácil destruir un ídolo: requiere tanto tiempo como el que se precisa para promoverlo y adorarlo. Pues no basta con aniquilar su símbolo material, lo que es sencillo, sino también sus raíces en el alma. ¿Cómo volver la mirada hacia las épocas crepusculares —donde el pasado se liquidaba ante ojos que sólo el vacío podía deslumbrar— sin enternecerse ante ese gran arte que es la muerte de una civilización?
… Y es así como yo sueño haber sido uno de esos esclavos, venido de un país improbable, triste y bárbaro, para arrastrar en la agonía de Roma una vaga desolación, embellecida con sofismas griegos. En los ojos vacantes de los bustos, en los ídolos disminuidos por supersticiones claudicantes, habría encontrado el olvido de mis ancestros, de mis yugos y de mis remordimientos. Uniéndome a la melancolía de los antiguos símbolos, me habría liberado; habría compartido la dignidad de los dioses abandonados, defendiéndolos contra las cruces insidiosas, contra la invasión de los criados y de los mártires, y mis noches habrían buscado reposo en la demencia y el desenfreno de los Césares. Experto en desengaños, cribando con todas las flechas de una sabiduría disoluta los fervores nuevos, junto a las cortesanas, en los lupanares escépticos o en los circos de crueldades fastuosas, habría cargado mis razonamientos de vicio y de sangre para dilatar la lógica hasta dimensiones con las que jamás soñó, hasta las dimensiones de los mundos que mueren.
Cada uno de nosotros ha nacido con una dosis de pureza predestinada a ser corrompida por el comercio con los hombres, por ese pecado contra la soledad. Pues cada uno de nosotros hace lo imposible por no verse entregado a él mismo. Lo semejante no es fatalidad, sino tentación de decadencia. Incapaces de guardar nuestras manos limpias y nuestros corazones intactos, nos manchamos con el contacto de sudores extraños, nos revolcamos sedientos de asco y fervientes de pestilencia, en el fango unánime. Y cuando soñamos mares convertidos en agua bendita es demasiado tarde para zambullirnos en ellos, y nuestra corrupción demasiado profunda nos impide ahogarnos allí: el mundo ha infectado nuestra soledad; las huellas de los otros sobre nosotros se hacen imborrables.
En la escala de las criaturas sólo el hombre puede inspirar un asco perdurable. La repugnancia que provoca un animal es pasajera; no madura en el pensamiento, mientras que nuestros semejantes alarman nuestras reflexiones, se infiltran en el mecanismo de nuestro desapego del mundo para confirmarnos en nuestro sistema de rechazo y aislamiento. Después de cada conversación, cuyo refinamiento indica por sí solo el nivel de una civilización, ¿por qué es imposible no echar de menos el Sahara y no envidiar a las plantas o los monólogos infinitos de la zoología?
Si por cada palabra logramos una victoria sobre la nada, no es sino para mejor sufrir su imperio. Morimos en proporción a las palabras que arrojamos en torno a nosotros…
Los que hablan no tienen secretos. Y todos hablamos. Nos traicionamos, exhibimos nuestro corazón; verdugo de lo indecible, cada uno se encarniza en destruir todos los misterios, comenzando por los suyos. Y si encontramos a los otros, es para envilecernos juntos en una carrera hacia el vacío, sea en el intercambio de ideas, en las confesiones o las intrigas. La curiosidad ha provocado no sólo la primera caída, sino las innumerables caídas de todos los días. La vida no es sino esta impaciencia de decaer, de prostituir las soledades virginales del alma por el diálogo, negación inmemorial y cotidiana del Paraíso. El hombre sólo debería escucharse a sí mismo en el éxtasis sin fin del Verbo intransmisible, forjarse palabras para sus propios silencios y acordes audibles a sus solos remordimientos. Pero es el charlatán del universo; habla en nombre de los otros; su yo ama el plural. Y el que habla en nombre de los otros es siempre un impostor. Políticos, reformadores y todos los que se reclaman de un pretexto colectivo son tramposos: Sólo la mentira del artista no es total, pues sólo se inventa a sí mismo… Fuera del abandono a lo incomunicable, de la suspensión en medio de nuestros arrebatos inconsolados y mudos, la vida no es sino un estrépito sobre una extensión sin coordenadas, y el universo, una geometría aquejada de epilepsia.
(El plural implícito del «se» y el plural confesado del «nosotros» constituyen el refugio confortable de la existencia falsa. Sólo el poeta toma la responsabilidad del «yo», sólo él habla en su propio nombre, él sólo tiene el derecho a hacerlo. La poesía se deprava cuando se hace permeable a la profecía o a la doctrina: la «misión» ahoga el canto, la idea entorpece el vuelo. El lado «generoso» de Shelley vuelve caduca la mayor parte de su obra: Shakespeare, felizmente, nunca ha «servido» para nada.
El triunfo de la no autenticidad se cumple en la actividad filosófica, esa complacencia en el «se», y en la actividad profética (religiosa, moral o política), esa apoteosis del «nosotros». La definición es la mentira del espíritu abstracto; la fórmula inspirada, la mentira del espíritu militante: una definición se encuentra siempre al origen de un templo; una fórmula reúne allí ineluctablemente los fieles. Así comienzan todas las enseñanzas.
¿Cómo no volverse entonces hacia la poesía? Ella tiene —como la vida— la excusa de no probar nada).
¿Cómo imaginar la vida de los otros, si hasta la propia parece apenas concebible? Se encuentra a alguien, se le ve hundido en un mundo injustificado e impenetrable, en un amasijo de convicciones y deseos que se superponen a la realidad como un edificio mórbido. Habiéndose forjado un sistema de errores, sufre por motivos cuya nulidad espanta al espíritu y se entrega a valores cuya ridiculez salta a la vista. Sus empresas, ¿podrían parecer otra cosa que bagatelas, y la simetría febril de sus preocupaciones mejor fundada que una arquitectura de naderías? Al observador exterior, lo absoluto de cada vida se le revela intercambiable y todo destino, que sin embargo es inamovible en su esencia, arbitrario. Si nuestras convicciones nos parecen fruto de una frívola demencia, ¿cómo tolerar la pasión de los otros por sí mismos y por su propia multiplicación en la utopía de cada día? ¿Por qué necesidad éste se encierra en un mundo particular de predilecciones y aquél en otro?
Cuando sufrimos las confidencias de un amigo o de un desconocido, la revelación de sus secretos nos llena de estupor. ¿Debemos referir sus tormentos al drama o a la farsa? Eso depende por completo de las benevolencias o exasperaciones de nuestra fatiga. Puesto que cada destino no es sino un estribillo que se agita en torno a unas cuantas manchas de sangre, depende de nuestros humores ver en el proceso de sus sufrimientos un orden superfluo y entretenido o un pretexto de piedad.
Como es difícil aprobar las razones que invocan los existentes, cada vez que se separa uno de cualquiera de ellos la pregunta que viene al espíritu es invariablemente la misma: ¿cómo será que no se mata? Pues nada más natural que imaginar el suicidio de los otros. Cuando uno ha atisbado, por una intuición devastadora y fácilmente renovable, su propia inutilidad, es incomprensible que cualquier otro no haga lo mismo. ¡Suprimirse parece un acto tan claro y tan simple! ¿Por qué es tan raro, por qué todo el mundo lo elude? Es que, si la razón desautoriza el apetito de vivir, la nada que hace prolongar los actos es sin embargo de una fuerza superior a todos los absolutos; explica la coalición tácita de los mortales contra la muerte; no sólo es el símbolo de la existencia, sino la existencia misma; es el todo. Y esa nada, ese todo no puede dar un sentido a la vida, pero la hace al menos perseverar en lo que es: un estado de no-suicidio.
Como no puede haber sino un número restringido de posiciones cara a los problemas últimos, el espíritu se encuentra limitado en su expansión por ese límite natural que es lo esencial, por esa imposibilidad de multiplicar indefinidamente las dificultades capitales: la historia se atarea únicamente en cambiar el rostro de una cantidad de interrogaciones y de soluciones. Lo que el espíritu inventa no es más que una serie de calificaciones nuevas; vuelve a bautizar los elementos o busca en sus léxicos epítetos menos usados para un mismo e inmutable dolor. Siempre se ha sufrido, pero el sufrimiento ha sido o «sublime» o «justo» o «absurdo», según la visión de conjunto que el momento filosófico mantenía. La desgracia constituye la trama de todo lo que respira; pero sus modalidades han evolucionado; han compuesto esa sucesión de apariencias irreductibles que inducen a cada existente a creer que es el primero en sufrir así. El orgullo de esta unicidad le incita a enamorarse de su propio mal y a hacerlo durar. En un mundo de sufrimientos, cada uno de ellos es solipsista con respecto a todos los otros. La originalidad de la desgracia es debida a la calidad verbal que la aísla en el conjunto de las palabras y las sensaciones…
Los calificativos cambian: ese cambio se llama progreso del espíritu. Suprimidlos todos: ¿qué quedaría de la civilización? La diferencia entre la inteligencia y la estupidez reside en el manejo del adjetivo, cuyo uso no diversificado constituye la banalidad.
Incluso Dios no vive más que por los adjetivos que se le añaden; ésta es la razón de ser de la teología. Así, el hombre, calificando siempre diferentemente la monotonía de su infelicidad, no se justifica ante el espíritu más que por la búsqueda apasionada del nuevo adjetivo.
(Y sin embargo, esta búsqueda es lamentable. La miseria de la expresión, que es la miseria del espíritu, se manifiesta en la indigencia de las palabras, en su agotamiento y degradación: los atributos merced a los que determinamos las cosas y las sensaciones yacen finalmente ante nosotros como carroñas verbales. Y dirigimos miradas llenas de nostalgia al tiempo en el que no desprendían más que un olor a cerrado. Todo alejandrinismo proviene finalmente de la necesidad de airear las palabras, de prestar a su marchitamiento el suplemento de un refinamiento alerta; pero acaba en un agotamiento donde el espíritu y el verbo se confunden y descomponen. (Etapa idealmente postrera de una literatura y de una civilización: imaginemos un Valéry con el alma de un Nerón…)
Mientras nuestros sentidos frescos y nuestro corazón ingenuo se reencuentran y deleitan en el universo de las calificaciones, prosperan al azar del adjetivo, el cual, una vez disecado, se revela impropio y deficiente. Decimos del espacio, el tiempo y el sufrimiento que son infinitos; pero infinito no tiene más alcance que: hermoso, sublime, armonioso, feo… ¿Quiere uno restringirse a ver el fondo de las palabras? No se ve nada, pues éste, separado del alma expansiva y fértil, es vacío y nulo. El poder de la inteligencia se ejercita en proyectar sobre él un lustre, en pulirlo y hacerlo deslumbrante; este poder, erigido en sistema se llama cultura, fuego de artificio sobre un trasfondo de nada).
¿Por qué Dios es tan incoloro, tan débil, tan mediocremente pintoresco? ¿Por qué carece de interés, de vigor y de actualidad y se nos parece tan poco? ¿Existe una imagen menos antropomórfica y más gratuitamente lejana? ¿Cómo hemos podido proyectar sobre él resplandores tan pálidos y fuerzas tan claudicantes? ¿A dónde han fluido nuestras energías, en dónde se han vertido nuestros deseos? ¿Quién ha absorbido entonces nuestro superávit de insolencia vital?
¿Nos volveremos hacia el Diablo? Pero no sabríamos dirigirle oraciones: adorarle sería rezar introspectivamente, rezarnos a nosotros. No se ora a la evidencia: lo exacto no es objeto de culto. Hemos colocado en nuestro doble todos nuestros atributos y, para realzarle con un semblante de solemnidad, le hemos vestido de negro: nuestras vidas y nuestras virtudes, de luto. Dotándole de maldad y de perseverancia, nuestras cualidades dominantes, nos hemos agotado para volverle tan vivo como sea posible; nuestras fuerzas se han consumido en forjar su imagen, en hacerla de arcilla, saltarina, inteligente, irónica y, sobre todo, mezquina. Las reservas de energías con las que contábamos para forjar a Dios se reducían a nada. Entonces recurrimos a la imaginación y a la poca sangre que nos quedaba: Dios no podía ser sino el fruto de nuestra anemia: una imagen tambaleante y raquítica. Es bueno, suave, sublime, justo.
Pero ¿quién se reconoce en esa mezcla fragante de agua de rosas relegada en la trascendencia? Un ser sin doblez carece de profundidad y de misterio; no esconde nada. Sólo la impureza es signo de realidad. Y si los santos no carecen completamente de interés, es que su sublimidad se mezcla con la novela y su eternidad se presta a la biografía; sus vidas indican que han abandonado el mundo por un género susceptible de cautivarnos de vez en cuando…
Porque rebosa vida, el Diablo no tienen ningún altar: el hombre se reconoce demasiado en él para adorarle; le detesta a sabiendas; se repudia y cultiva los atributos indigentes de Dios. Pero el Diablo no se queja y no aspira a fundar una religión: ¿no estamos nosotros aquí para precaverle de la inanición y el olvido?
En el interior del círculo que encierra a los seres en una comunidad de intereses y esperanzas, el espíritu enemigo de los espejismos se abre un camino desde el centro hacia la periferia. No puede soportar de cerca el hervidero de los humanos; quiere contemplar de tan lejos como sea posible la simetría maldita que los une. Ve mártires por todas partes: los unos sacrificándose por necesidades visibles, los otros por necesidades incontrolables, todos prestos a enterrar sus nombres bajo una certeza; y, como todos no pueden lograrlo, la mayor parte expían con la banalidad el exceso de sangre que soñaron… Sus vidas están hechas de una inmensa libertad de morir que no han aprovechado: inexpresivo holocausto de la historia, la fosa común los devora.
Pero el ferviente de las separaciones, buscando caminos que las hordas no frecuenten, se retira hacia el margen extremo y evoluciona sobre el trazado del círculo, que no puede franquear en tanto que siga sometido a un cuerpo; sin embargo, la Conciencia planea más lejos, totalmente pura en un hastío sin seres ni objetos. No sufriendo ya, superior a los pretextos que invitan a morir, olvida al hombre que es su soporte. Más irreal que una estrella percibida en una alucinación, sugiere la condición de una pirueta sideral, mientras que, sobre la circunferencia de la vida, el alma se pasea sin encontrarse más que con ella misma y su impotencia para responder a la llamada del Vacío.
Si las veladas dominicales fueran prolongadas durante meses, ¿qué se haría de la humanidad emancipada del sudor, libre del peso de la primera maldición? La experiencia valdría la pena. Es más que probable que el crimen llegase a ser la única diversión, que el desenfreno pareciese candor, el aullido melodía y la mofa ternura. La sensación de la inmensidad del tiempo haría de cada segundo un intolerable suplicio, un pelotón de ejecución capital. En los corazones más llenos de poesía se instalarían un canibalismo estragado y una tristeza de hiena; los patíbulos y los verdugos languidecerían; las iglesias y los burdeles estallarían de suspiros. El universo transformado en tarde de domingo… es la definición del hastío y el fin del universo…
Retirad la maldición suspendida sobre la Historia y ésta desaparece inmediatamente, lo mismo que la existencia, en la vacación absoluta, descubre su ficción. El trabajo construido en la nada forja y consolida los mitos; embriaguez elemental, excita y cultiva la creencia en la «realidad», pero la contemplación de la pura existencia, contemplación independiente de gestos y de objetos, no asimila más que lo que no es…
Los desocupados captan más cosas y son más profundos que los atareados: ninguna empresa limita su horizonte; nacidos en un eterno domingo, miran y miran mirar. La pereza es un escepticismo fisiológico, la duda de la carne. En un mundo transido de ociosidad, serían los únicos en no hacerse asesinos. Pero no forman parte de la humanidad y, puesto que el sudor no es su fuerte, viven sin sufrir las consecuencias de la Vida y del Pecado. No haciendo el bien ni el mal, desdeñan —espectadores de la epilepsia humana— las semanas del tiempo, los esfuerzos que asfixian la conciencia.
¿Qué deberían temer de una prolongación ilimitada de ciertas tardes, sino el pesar de haber sostenido evidencias groseramente elementales? Entonces, la exasperación en lo verdadero podría inducirles a imitar a los otros y a complacerse en la tentación envilecedora de las tareas. Tal es el peligro que amenaza a la pereza, supervivencia milagrosa del paraíso.
(La única función del amor es ayudarnos a soportar las veladas dominicales, crueles e inconmensurables, que nos hieren para el resto de la semana y para la eternidad.
Sin la seducción del espasmo ancestral, nos harían falta mil ojos para llantos ocultos, o, si no uñas para morder, uñas kilométricas… ¿Cómo matar de otra manera este tiempo que ya no transcurre? En estos domingos interminables, el dolor de ser se manifiesta plenamente. A veces uno llega a olvidarse en alguna cosa; pero ¿cómo olvidarse en el mundo mismo? Esta imposibilidad es la definición del dolor. El que esté aquejado por él no se curará nunca, aun cuando el universo cambiara completamente.
Sólo su corazón debería cambiar, pero es inmodificable; también para él, existir no tiene más que un sentido: zambullirse en el sufrimiento, hasta que el ejercicio de una cotidiana nirvanización le eleve a la percepción de la irrealidad…)
Fue en la sala de espera de un hospital: una vieja me contaba sus males… Las controversias de los hombres, los huracanes de la historia, naderías a sus ojos: sólo su mal reinaba en el espacio y en la duración. «No puedo comer, no puedo dormir, tengo miedo, debe haber pus», peroraba, acariciándose la mandíbula con más interés que si la suerte del mundo dependiese de ello. Este exceso de atención a sí misma por parte de una comadre decrépita me dejó en primer término indeciso entre el espanto y el desánimo; después, abandoné el hospital antes de que llegase mi vez, decidido a renunciar para siempre a mis dolores…
«Cincuenta y nueve segundos de cada uno de mis minutos, rumiaba a través de las calles, fueron dedicados al sufrimiento o a… la idea de sufrimiento. ¡Que no haya tenido una vocación de piedra! El corazón: origen de todos los suplicios… Aspiro a ser objeto… a la bendición de la materia y la opacidad. El ir y venir de un moscardón me parece una empresa apocalíptica. Es un pecado salir de sí mismo… ¡El viento, locura del aire! ¡La música, locura del silencio! Capitulando ante la vida, este mundo ha delinquido contra la nada… Dimito del movimiento y de mis sueños. ¡Ausencia! Tú serás mi única gloria… ¡Que el «deseo» sea por siempre tachado de los diccionarios y de las almas! Retrocedo ante la farsa vertiginosa de los mañanas que se suceden. Y aún guardando todavía algunas esperanzas, he perdido para siempre la facultad de esperar.
Se llega a un auténtico desconcierto cuando se piensa continuamente, por una obsesión radical, que el hombre existe, que es lo que es y que no puede ser otro. Pero lo que es, mil definiciones lo denuncian y ninguna se impone: cuanto más arbitrarias son, más válidas parecen. El absurdo más alado y la banalidad más gravosa le convienen semejantemente. La infinidad de sus atributos componen el ser más impreciso que podamos concebir. Mientras que los animales van directamente a su fin, él se pierde en rodeos; es el animal indirecto por excelencia. Sus reflejos improbables —de cuyo relajamiento resulta la conciencia— le transforman en un convaleciente que aspira a la enfermedad. Nada en él es sano, salvo el hecho de haberlo sido. Sea ángel que perdió sus alas o mono que extravió su pelo, no ha podido emerger del anonimato de las criaturas más que gracias a los eclipses de su salud. Su sangre mal compuesta ha permitido la infiltración de incertidumbres, de esbozos de problemas; su vitalidad mal dispuesta, la intrusión de puntos de interrogación y de signos de admiración.
¿Cómo definir el virus que, royendo su somnolencia, le ha agobiado de vigilias en medio de la siesta de los seres? ¿Qué gusano se apoderó de su reposo, qué agente primitivo del conocimiento le obligó al retraso de los actos, al refrenamiento de los deseos? ¿Quién introdujo la primera languidez en su ferocidad? Salido del informe montón de los otros vivientes, se ha creado una confusión más sutil, ha explotado con minucia los males de una vida arrancada de sí misma. De todo lo que ha emprendido para curarse de sí mismo, se ha formado una enfermedad más extraña: su «civilización» no es más que el esfuerzo para encontrar remedios a un estado incurable y deseado. El espíritu se aja al acercarse la salud: el hombre es inválido o no es.
Cuando, tras haber pensado en todo, piensa en sí mismo —pues no llega hasta este punto más que por el rodeo del universo y como último problema que se plantea— queda sorprendido y confuso. Pero continúa prefiriendo su propio fracaso a la naturaleza que fracasa eternamente en la salud.
(Desde Adán, todo el esfuerzo de los hombres ha sido por modificar al hombre. Los intentos de reforma y de pedagogía, ejercidos a expensas de los datos irreductibles, desnaturan el pensamiento y falsifican su devenir. El conocimiento no tiene enemigo más encarnizado que el instinto educador, optimista y virulento, al cual los filósofos no sabrían escapar: ¿cómo permanecerían indemnes sus sistemas? Salvo lo Irremediable, todo es falso; falsa esta civilización que quiere combatirlo, falsas las verdades de las que se arma.
A excepción de los escépticos antiguos y de los moralistas franceses, sería difícil citar un solo espíritu cuyas teorías, secreta o explícitamente, no tiendan a modelar al hombre. Pero éste subsiste inalterado, aunque ha seguido el desfile de nobles preceptos, propuestos a su curiosidad, ofrecidos a su ardor y a su ofuscamiento.
Mientras que todos los seres tienen su lugar en la naturaleza, él continúa siendo una criatura metafísicamente divagante, perdida en la Vida, insólita en la Creación. Nadie ha encontrado un fin válido a la historia; pero todo el mundo ha propuesto alguno; y hay un pulular de fines tan divergentes y fantasiosos que la idea de finalidad se ha anulado y se desvanece como irrisorio artículo del espíritu.
Cada uno sufre en su carne esta unidad de desastre que es el fenómeno hombre. Y el único sentido del tiempo es multiplicar esas unidades, aumentar indefinidamente esos sufrimientos verticales que se apoyan sobre una pizca de materia, sobre el orgullo de un nombre propio y sobre una soledad inapelable).
Quien llegase, por una imaginación desbordante de piedad, a registrar todos los sufrimientos, a ser contemporáneo de todas las penas y de todas las angustias de un instante cualquiera, ése —suponiendo que tal ser pudiera existir— sería un monstruo de amor y la mayor víctima de la historia del sentimiento. Pero es inútil figurarnos tal imposibilidad. Nos basta con proceder al examen de nosotros mismos, con practicar la arqueología de nuestras alarmas. Si avanzamos en el suplicio de los días, es porque nada detiene esta marcha excepto nuestros dolores; los de los otros nos parecen explicables y susceptibles de ser superados: creemos que sufren porque no tienen suficiente voluntad, valor o lucidez. Cada sufrimiento, salvo el nuestro, nos parece legítima o ridículamente inteligible; sin lo cual, el luto sería la única constante en la versatilidad de nuestros sentimientos. Pero no llevamos luto más que por nosotros mismos. Si pudiésemos comprender y amar la infinidad de agonías que se arrastran en torno a nosotros, todas las vidas que son muertes ocultas, necesitaríamos tantos corazones como seres hay que sufren. Y si tuviésemos una memoria milagrosamente actual que guardara presente la totalidad de nuestras penas pasadas, sucumbiríamos bajo tal carga. La vida sólo es posible por las deficiencias de nuestra imaginación y de nuestra memoria.
Sacamos nuestra fuerza de nuestros olvidos y de nuestra incapacidad para representarnos la pluralidad de destinos simultáneos. Nadie podría sobrevivir a la comprensión instantánea del dolor universal, pues cada corazón no está encallecido más que para una cierta cantidad de sufrimientos. Hay a modo de límites naturales para nuestra resistencia; sin embargo, la expansión de cada disgusto los alcanza y, a veces, los rebasa: es a menudo el origen de nuestra ruina. De aquí deriva la impresión de que cada dolor, cada disgusto, son infinitos. Lo son, en efecto, pero solamente para nosotros, para los límites de nuestro corazón; y aunque éste tuviera las dimensiones del vasto espacio, nuestros males serían aún más vastos, pues todo dolor sustituye al mundo y de cada pena hace otro universo. La razón se atarea vanamente en mostrarnos las proporciones infinitesimales de nuestros accidentes; fracasa ante nuestra tendencia a la proliferación cosmogónica. Resulta así que la verdadera locura no es nunca debida a los azares o a los desastres del cerebro, sino a la concepción falsa del espacio que se forja el corazón…
Una doctrina de salvación no tiene sentido más que si partimos de la ecuación existencia-sufrimiento. No es ni una constatación súbita ni una serie de razonamientos lo que nos lleva a esta ecuación, sino la elaboración inconsciente de todos nuestros instantes, la contribución de todas nuestras experiencias, ínfimas o capitales. Cuando llevamos en nosotros gérmenes de decepciones y como una sed de verlos eclosionar, el deseo de que el mundo inutilice a cada paso nuestras esperanzas multiplica las verificaciones voluptuosas del mal. Los argumentos vienen a continuación; la doctrina se construye: no queda ya más que el peligro de la «sabiduría». Pero ¿y si uno no quiere liberarse del sufrimiento ni vencer las contradicciones y los conflictos, si se prefieren los matices de lo inacabado y las dialécticas afectivas a la unidad de un sublime callejón sin salida? La salvación acaba todo; y nos acaba. ¿Quién, una vez salvado, osa llamarse aún vivo? No se vive realmente más que por la negativa a entregarse al sufrimiento y por una como tentación religiosa de irreligiosidad. La salvación no preocupa más que a los asesinos y a los santos, a los que han matado o superado la criatura; los otros se revuelcan —borrachos perdidos— en la imperfección…
El error de toda doctrina de la liberación es suprimir la poesía, clima de lo inacabado.
El poeta se traicionaría si aspirase a salvarse: la salvación es la muerte del canto, la negación del arte y del espíritu. ¿Cómo sentirse solidario de un desenlace? Podemos refinar, cincelar nuestros dolores, pero ¿cómo emanciparnos de ellos sin abolirnos?
Dóciles a la maldición, no existimos más que en tanto que sufrimos. Un alma no se engrandece y no perece más que por la cantidad de lo insoportable que asume.
Incluso nuestros males vagos, nuestras inquietudes difusas, cuando degeneran en fisiología, interesa, por un proceso inverso, volver a llevarlos a las manipulaciones de la inteligencia. ¿Y si se realzase el Hastío —percepción tautológica del mundo, tenue ondulación de la duración— a la dignidad de una elegía deductiva, si se le ofreciese la tentación de una prestigiosa esterilidad? Sin el recurso a un orden superior al alma, ésta cae en la carne y la fisiología se revela como la última palabra de nuestras perplejidades filosóficas. Trasmutar los venenos inmediatos en valores de cambio intelectual, elevar a la función de instrumento la corrupción sensible, o cubrir por medio de normas la impureza de todo sentimiento y de toda sensación, es una búsqueda de elegancia necesaria al espíritu, junto al cual el alma —esa hiena patéticasólo es profunda y siniestra. El espíritu en sí no puede ser sino superficial, pues su naturaleza está preocupada únicamente por la ordenación de los acaecimientos conceptuales y no por sus implicaciones en las esferas que significan. Nuestros estados no le interesan más que por la medida en que son trasmutables. Así la melancolía emana de nuestras vísceras y alcanza el vacío cósmico; pero el espíritu sólo la adopta purificada de lo que la une a la fragilidad de los sentidos; la interpreta; refinada, se hace punto de vista: melancolía categorial. La teoría acecha y capta nuestros venenos: y los hace menos activos. Es una degradación hacia arriba, pues el espíritu aficionado a los vértigos puros es enemigo de las intensidades.
Elementos y actos, todo concurre a herirte. ¿Acorazarte de desdenes, aislarte en una fortaleza de asco, soñar con indiferencias sobrehumanas? Los ecos del tiempo te perseguirán en tus últimas ausencias… Cuando nada puede impedirte sangrar, las ideas mismas se tiñen de rojo o se invaden como tumores las unas a las otras. No hay en las farmacias ningún específico contra la existencia; sólo pequeños remedios para los jactanciosos. Pero ¿dónde está el antídoto de la desesperación clara, infinitamente articulada, orgullosa y segura? Todos los seres son desdichados; pero ¿cuántos lo saben? La conciencia de la infelicidad es una enfermedad demasiado grave para figurar en una aritmética de las agonías o en los registros de lo incurable. Rebaja el prestigio del infierno y convierte los mataderos del tiempo en paraísos. ¿Qué pecado has cometido para nacer, qué crimen para existir? Tu dolor, como tu destino, carece de motivo. Sufrir verdaderamente es aceptar la invasión de los males sin la excusa de la causalidad, como un favor de la naturaleza demente, como un milagro negativo…
En la frase del Tiempo, los hombres se insertan a modo de comas, mientras que, para detenerla, tú te has inmovilizado como un punto.
La idea de infinito ha debido nacer un día de relajamiento en el que una vaga languidez se infiltró en la geometría; como el primer acto de conocimiento en el momento en que, en el silencio de los reflejos, un estremecimiento macabro aisló la percepción de su objeto. ¡Cuántas repugnancias o nostalgias nos ha hecho falta acumular para despertarnos al fin solos, trágicamente superiores a la evidencia! Un suspiro olvidado nos ha hecho dar un paso fuera de lo inmediato; una fatiga banal nos alejó de un paisaje o de un ser; gemidos difusos nos separaron de las inocencias suaves o temerosas. La suma de estas distancias accidentales constituye —balance de nuestros días y nuestras noches— el margen que nos distingue del mundo y que el espíritu se esfuerza por reducir y retrotraer a nuestras proporciones frágiles. Pero la obra de cada lasitud se hace sentir: ¿dónde buscar todavía materia bajo nuestros pasos?
En un principio, pensamos para evadirnos de las cosas; después, cuando hemos ido demasiado lejos, para perdernos en el pesar de nuestra evasión… Y es así como nuestros conceptos se encadenan a modo de suspiros disimulados, como toda reflexión ocupa un lugar de interjección, como una tonalidad plañidera sumerge la dignidad de la lógica. Tintes fúnebres oscurecen las ideas, desbordamientos del cementerio sobre los párrafos, relente de podredumbre en los preceptos, último día de otoño en un cristal intemporal… El espíritu carece de defensa contra los miasmas que lo asaltan, pues surgen del sitio más corrompido que existe entre la tierra y el cielo, del sitio donde la locura yace en la ternura, cloaca de utopías y gusanera de sueños: nuestra alma. Y aunque pudiésemos incluso cambiar las leyes del universo o prever sus caprichos, ella nos subyugaría por sus miserias, por el principio de su ruina. ¿Un alma que no esté perdida? ¡Dónde está, para que se le levante atestado, para que la ciencia, la santidad y la comedia se apoderen de ella!
Se podría captar la esencia de los pueblos —más aún que la de los individuos— por su manera de participar en lo vago. Las evidencias no desvelan más que su carácter transitorio, sus periferias, sus apariencias.
Lo que un pueblo puede expresar sólo tiene un valor histórico: es su éxito en el devenir; pero lo que no puede expresar, su fracaso en lo eterno, es la sed infructuosa de sí mismo: su esfuerzo en agotarse en la expresión, estando aquejado de impotencia lo ha suplido por ciertas palabras, alusiones a lo indecible…
¡Cuántas veces, en nuestras peregrinaciones fuera del intelecto, no hemos reposado nuestras preocupaciones a la sombra de esos Sehnsucht, yearning, saudade, de esos frutos sonoros abiertos para corazones demasiado maduros! Levantemos el velo de esas palabras: ¿esconden un mismo contenido? ¿Es posible que la misma significación viva y muera en las ramificaciones verbales de una capa de lo indefinido? ¿Puede concebirse que pueblos tan diversos padezcan la nostalgia de la misma manera? Quien se afanase en encontrar la fórmula del mal de lo lejano sería víctima de una arquitectura mal construida. Para remontarse al origen de esas expresiones de lo vago hay que practicar una regresión afectiva hacia su esencia, ahogarse en lo inefable y salir con los conceptos hechos jirones. Una vez perdida la seguridad teórica y el orgullo de lo inteligible, puede intentarse comprenderlo todo, comprenderlo todo por sí mismo.
Se llega entonces a gozar en lo inexpresable, a pasar los días al margen de lo comprehensible y a encenagarse en el arrabal de lo sublime. Para escapar a la esterilidad hay que disfrutar en el umbral de la razón…
Vivir en la espera, en lo que todavía no es, es aceptar el desequilibrio estimulante que supone la idea de porvenir. Toda nostalgia es una superación del presente. Incluso bajo la forma de remordimiento, toma un carácter dinámico: se quiere forzar el pasado, actuar retroactivamente; protestar contra lo irreversible. La vida no tiene contenido más que por la violación del tiempo. La obsesión de estar en otra parte, es la imposibilidad del instante; y esta imposibilidad es la nostalgia misma.
Que los franceses se hayan rehusado a experimentar y sobre todo a cultivar la imperfección de lo indefinido, no deja de tener un acento revelador. Bajo forma colectiva, ese mal no existe en Francia: el cafard no tiene calidad metafísica y el ennui está singularmente dirigido. Los franceses rechazan toda complacencia hacia lo posible; su lengua misma elimina toda complicidad con sus peligros. ¿Hay otro pueblo que se encuentre más a su gusto en el mundo, para quien el chez soi tenga más sentido y más peso, para quien la inmanencia ofrezca más atractivos? Para desear fundamentalmente otra cosa, es preciso estar desvestido del espacio y del tiempo, y vivir en un mínimo de parentesco con el lugar y el momento. Lo que hace que la historia de Francia ofrezca tan escasas discontinuidades, es esta fidelidad a su esencia, que halaga nuestra inclinación a la perfección y decepciona la necesidad de inacabado que implica una visión trágica. La única cosa contagiosa en Francia es la lucidez, el horror de ser engañado, de ser víctima de cualquiera. Por eso un francés sólo acepta la aventura con plena conciencia; quiere ser engañado; se venda los ojos; el heroísmo inconsciente le parece, justificadamente, una falta de gusto, un sacrificio inelegante.
Pero el equívoco brutal de la vida exige que predomine en todo instante el impulso, y no la voluntad, de ser cadáver, de ser engañado metafísicamente.
Si los franceses han cargado de excesiva claridad la nostalgia, si le han sustraído ciertos prestigios íntimos y peligrosos, la Sehnsucht, por el contrario, agota lo que hay de insoluble en los conflictos del alma alemana, descoyuntada entre la Heimat y el Infinito.
¿Cómo podría encontrar un apaciguamiento? De un lado, la voluntad de estar sumergido en la indivisión del corazón y de la tierra; del otro, la de absorber siempre el espacio en un deseo insatisfecho. Y como la extensión no ofrece límites, y con ella crece la tendencia a nuevos vagabundeos, la meta retrocede a medida que se avanza.
De aquí el gusto exótico, la pasión por los viajes, la delectación en el paisaje en tanto que paisaje, la falta de forma interior, la profundidad tortuosa, juntamente seductora y repelente. No hay solución a la tensión entre la Heimat y el Infinito: es estar enraizado y desarraigado al mismo tiempo, no haber podido encontrar un compromiso entre el hogar y lo lejano. ¿El imperialismo, constante funesta en su última esencia no es la traducción política y vulgarmente concreta de la Sehnsucht?
No sabríamos insistir suficientemente sobre las consecuencias históricas de ciertas aproximaciones interiores. La nostalgia es una de ellas; nos impide reposar en la existencia o en lo absoluto; nos obliga a flotar en lo indistinto, a perder nuestros agarraderos, a vivir a la intemperie en el tiempo.
Estar arrancado de la tierra, exilado en la duración, desgajado de las raíces inmediatas, es desear una reintegración a las fuentes originales de antes de la separación y el desgarramiento. La nostalgia es sentirse perpetuamente lejos de casa; y, fuera de las proporciones luminosas del Hastío, y de la postulación contradictoria del Infinito y de la Heimat, toma la forma de vuelta a lo finito, hacia lo inmediato, hacia una llamada terrestre y maternal. Del mismo modo que el espíritu, el corazón forja utopías: y la más extraña de todas es la de un universo natal, donde uno reposa de sí mismo, un universo-almohada cósmica de todas nuestras fatigas.
En la aspiración nostálgica no se desea algo palpable, sino una especie de calor abstracto, heterogéneo al tiempo próximo de un presentimiento paradisíaco. Todo lo que no acepta la existencia como tal, confina con la teología. La nostalgia no es más que una teología sentimental; donde el Absoluto está construido con los elementos del deseo, donde Dios es lo Indeterminado elaborado por la languidez.
Estamos abocados a la perdición siempre que la vida no se revela como un milagro, siempre que el instante no gime ya bajo un escalofrío sobrenatural. ¿Cómo renovar esta sensación de plenitud, estos segundos de delirio, estos relámpagos volcánicos, estos prodigios de fervor que rebajan a Dios a simple accidente de nuestra arcilla? ¿Por medio de qué subterfugio revivir esta fulguración en la cual incluso la música nos parece superficial; como el desecho de nuestro órgano interior?
No está en nuestra mano el lograr que vuelvan los arrebatos que nos hacían coincidir con el comienzo del movimiento, convirtiéndonos en dueños del primer momento del tiempo y artesanos repentinos de la Creación. De ésta no percibimos ya más que el despojamiento, la realidad lúgubre: vivimos para desaprender el éxtasis. Y no es el milagro lo que determina nuestra tradición y nuestra sustancia, sino el vacío de un universo privado de sus llamas, ahogado en sus propias ausencias, objeto exclusivo de nuestra rumia: un universo solitario ante un corazón solitario, predestinados, uno y otro, a desgarrarse, y a exasperarse en la antítesis. Cuando la soledad se acentúa hasta el punto de constituir no tanto nuestro dato como nuestra única fe, cesamos de ser solidarios con el todo: heréticos de la existencia, somos excluidos de la comunidad de los vivientes, cuya sola virtud es esperar, anhelantes, algo que no sea la muerte.
Pero liberados de la fascinación de esta espera, expulsados del ecumenismo de la ilusión, somos la secta más herética, pues nuestra misma alma ha nacido en la herejía.
«Cuando el alma está en estado de gracia, su belleza es tan sublime y admirable que sobrepasa incomparablemente todo lo que hay de hermoso en la naturaleza, y encanta los ojos de Dios y de los Ángeles» (Ignacio de Loyola).
He intentado establecerme en alguna gracia; he querido liquidar las interrogaciones y desaparecer en una luz ignorante, en cualquier luz desdeñosa del intelecto. Pero ¿cómo alcanzar el suspiro de felicidad superior a los problemas, cuando ninguna «belleza» te ilumina, y Dios y los Ángeles son ciegos?
Antes, cuando Santa Teresa, patrona de España y de tu alma, te prescribía un trayecto de tentaciones y de vértigos, el abismo trascendente te maravillaba como una caída en los cielos. Pero esos cielos se han desvanecido —como las tentaciones y los vértigos— y, en el corazón frío, se han apagado para siempre las fiebres de Ávila.
¿Por qué rareza de la suerte, ciertos seres, llegados al punto en el que podrían coincidir con una fe, retroceden para seguir un camino que no les lleva más que a ellos mismos y por tanto a ninguna parte? ¿Es por miedo por lo que, una vez instalados en la gracia, pierden sus virtudes claras? Cada hombre evoluciona a expensas de sus profundidades, cada hombre es un místico que se rehúsa: la tierra está poblada de gracias fallidas y de misterios pisoteados).
Atenas se moría y, con ella, el culto del conocimiento. Los grandes sistemas habían vivido ya: limitados al dominio conceptual, rechazaban la intervención de los tormentos, la búsqueda de la liberación y de la meditación desordenada sobre el dolor.
En la ciudad agonizante, que había permitido la conversión de los accidentes humanos en teoría, cualquier cosa —el estornudo o la muerte— suplantaba a los antiguos problemas. La obsesión de los remedios marca el fin de una civilización; la búsqueda de la salvación, el de una filosofía. Platón y Aristóteles no habían cedido a esas preocupaciones más que por exigencia de equilibrio; después de ellos, triunfaban en todos los sectores.
Roma, en su poniente, no ha recogido de Atenas más que los ecos de su decadencia y los reflejos de su agotamiento. Cuando los griegos paseaban sus dudas a través del Imperio, el hundimiento de éste y de la filosofía era un hecho virtualmente consumado.
Como todas las cuestiones parecían legítimas, la superstición de los límites formales no impedía ya el desenfreno de las curiosidades arbitrarias. La infiltración del epicureísmo y del estoicismo era fácil: la moral reemplazaba los edificios abstractos, la razón adulterada se hacía instrumento de la práctica. En las calles de Roma, con recetas diferentes de «felicidad», hormigueaban los epicúreos y los estoicos, expertos en sabiduría, nobles charlatanes surgidos en la periferia de la filosofía para curar una laxitud incurable y generalizada. Pero faltaban a su terapéutica la mitología y las anécdotas extrañas que, en la abulia universal, iban a constituir el vigor de una religión despreocupada de los matices, venida de más lejos que ellos. La sabiduría es la última palabra de una civilización que expira, el nimbo de los crepúsculos históricos, la fatiga transfigurada en visión del mundo, la última tolerancia antes de la llegada de otros dioses más frescos y de la barbarie; es también un vano intento de melodía en los estertores del final, que surgen de todas partes. Pues el Sabio —teórico de la muerte límpida, héroe de la indiferencia y símbolo de la última etapa de la filosofía, de su degeneración y vacuidad— ha resuelto el problema de su propia muerte… y ha suprimido así todos los problemas. Dotado de ridiculeces más exquisitas, es un caso límite, que se encuentra en períodos extremos como una confirmación excepcional de la patología general.
Encontrándonos en el punto simétrico de la agonía antigua, presas de los mismos males y bajo hechizos igualmente ineluctables, vemos los grandes sistemas abolidos por su perfección limitada. También para nosotros todo se vuelve tema de una filosofía sin dignidad y sin rigor… El destino impersonal del pensamiento se desparrama en mil almas, en mil humillaciones de la Idea… Ni Leibniz, ni Kant, ni Hegel nos pueden ya prestar ayuda. Hemos venido con nuestra propia muerte ante las puertas de la filosofía: podridas, sin nada que guardar, se abren por sí mismas… y cualquier cosa se vuelve tema filosófico. Los párrafos son sustituidos por gritos: el resultado es una filosofía de fundus animae, cuya intimidad se reconocería en las apariencias de la historia y en las ilusiones del tiempo.
También nosotros buscamos la «felicidad», sea por frenesí, sea por desdén; despreciarla es no olvidarla todavía, y rechazarla pensando en ella; también nosotros buscamos la «salvación», no fuera más que no queriéndola. Y si somos los héroes negativos de una edad demasiado madura, por lo mismo somos sus contemporáneos: traicionar su tiempo o serle ferviente, expresa —bajo una contradicción aparente— un mismo acto de participación. Los altos desfallecimientos, las sutiles decrepitudes, la aspiración a aureolas intemporales —todo ello conducente a la sabiduría— ¿quién no las reconoce en sí mismo? ¿Quién no siente el derecho de afirmarlo todo en el vacío que le rodea, antes de que el mundo se desvanezca en la aurora de un absoluto o de una negación nueva? Un dios amenaza siempre en el horizonte. Estamos al margen de la filosofía, puesto que consentimos en su ocaso. Hagamos que el Dios no se instale en nuestros pensamientos, guardemos aún nuestras dudas, las apariencias de equilibrio y la tentación del destino inmanente, pues toda aspiración arbitraria y fantástica es preferible a las verdades inflexibles. Cambiamos de remedios, al no encontrar ninguno eficaz ni válido, porque no tenemos fe ni en el apaciguamiento que buscamos ni en los placeres que perseguimos. Sabios versátiles, somos los epicúreos y los estoicos de las Romas modernas…
Nacidos en una prisión, con fardos sobre nuestras espaldas y nuestros pensamientos, no podríamos alcanzar el término de un solo día si la posibilidad de acabar no nos incitara a comenzar al día siguiente… Los grilletes y el aire irrespirable de este mundo nos lo quitan todo salvo la libertad de matarnos; y esta libertad nos insufla una fuerza y un orgullo tales que triunfan sobre los pesos que nos aplastan.
Poder disponer absolutamente de uno mismo y rehusarse: ¿hay don más misterioso?
La consolación por el suicidio posible amplía infinitamente esta morada donde nos ahogamos. La idea de destruirnos, la multiplicidad de los medios para conseguirlo, su facilidad y proximidad nos alegran y nos espantan; pues no hay nada más sencillo y más terrible que el acto por el cual decidimos irrevocablemente sobre nosotros mismos. En un solo instante, suprimimos todos los instantes; ni Dios mismo sabría hacerlo igual. Pero, demonios fanfarrones, diferimos nuestro fin: ¿cómo renunciaríamos al despliegue de nuestra libertad, al juego de nuestra soberbia?…
Quien no haya concebido jamás su propia anulación, quien no haya presentido el recurso a la cuerda, a la bala, al veneno o al mar, es un recluso envilecido o un gusano reptante sobre la carroña cósmica. Este mundo puede quitarnos todo, puede prohibirnos todo, pero no está en el poder de nadie impedir nuestra autoabolición.
Todos los útiles nos ayudan, todos nuestros abismos nos invitan; pero todos nuestros instintos se oponen. Esta contradicción desarrolla en el espíritu un conflicto sin salida.
Cuando comenzamos a reflexionar sobre la vida, a descubrir en ella un infinito de vacuidad, nuestros instintos se han erigido ya en guías y fautores de nuestros actos; refrenan el vuelo de nuestra inspiración y la ligereza de nuestro desprendimiento. Si, en el momento de nuestro nacimiento, fuéramos tan conscientes como lo somos al salir de la adolescencia, es más que probable que a los cinco años el suicidio fuera un fenómeno habitual o incluso una cuestión de honorabilidad. Pero despertamos demasiado tarde: tenemos contra nosotros los años fecundados únicamente por la presencia de los instintos, que deben quedarse estupefactos de las conclusiones a las que conducen nuestras meditaciones y decepciones. Y reaccionan; sin embargo, como hemos adquirido la conciencia de nuestra libertad, somos dueños de una resolución tanto más atractiva cuanto que no la ponemos en práctica. Nos hace soportar los días y, más aún, las noches; ya no somos pobres, ni oprimidos por la adversidad: disponemos de recursos supremos. Y aunque no los explotásemos nunca, y acabásemos en la expiración tradicional, hubiéramos tenido un tesoro en nuestros abandonos: ¿hay mayor riqueza que el suicidio que cada cual lleva en sí?
Si las religiones nos han prohibido morir por nuestra propia mano, es porque veían en ello un ejemplo de insumisión que humillaba a los templos y a los dioses. Cierto concilio de Orléans consideraba el suicidio como un pecado más grave que el crimen, porque el asesino puede siempre arrepentirse, salvarse, mientras que quien se ha quitado la vida ha franqueado los límites de la salvación. Pero el acto de matarse ¿no parte de una fórmula radical de salvación? Y la nada, ¿no vale tanto como la eternidad? Sólo el existente no tiene necesidad de hacer la guerra al universo; es a sí mismo a quien envía el ultimátum. No aspira ya a ser para siempre, si en un acto incomparable ha sido absolutamente él mismo. Rechaza el cielo y la tierra como se rechaza a sí mismo. Al menos, habrá alcanzado una plenitud de libertad inaccesible al que la busca indefinidamente en el futuro…
Ninguna iglesia, ninguna alcaldía ha inventado hasta el presente un solo argumento válido contra el suicidio. A quien no puede soportar la vida, ¿qué se le responde? Nadie está a la altura de tomar sobre sí los fardos de otro. Y ¿de qué fuerza dispone la dialéctica contra el asalto de las penas irrefutables y de mil evidencias desconsoladas?
El suicidio es uno de los caracteres distintivos del hombre, uno de sus descubrimientos; ningún animal es capaz de él y los ángeles apenas lo han adivinado; sin él, la realidad humana sería menos curiosa y menos pintoresca: le faltaría un clima extraño y una serie de posibilidades funestas, que tienen su valor estético, aunque no sea más que por introducir en la tragedia soluciones nuevas y una variedad de desenlaces.
Los sabios antiguos, que se daban la muerte como prueba de su madurez, habían creado una disciplina del suicidio que los modernos han desaprendido. Vocados a una agonía sin genio, no somos ni autores de nuestras postrimerías, ni árbitros de nuestros adioses; el final no es nuestro final: la excelencia de una iniciativa única —por la que rescataríamos una vida insípida y sin talento— nos falta, como nos falta el cinismo sublime, el fasto antiguo del arte de perecer. Rutinarios de la desesperación, cadáveres que se aceptan, todos nos sobrevivimos y no morimos más que para cumplir una formalidad inútil. Es como si nuestra vida no se atarease más que en aplazar el momento en que podríamos librarnos de ella.
Es difícil formular un juicio sobre la rebelión del menos filósofo de los ángeles, sin mezclar en él simpatía, asombro y reprobación. La injusticia gobierna el universo. Todo lo que se construye, todo lo que se deshace, lleva la huella de una fragilidad inmunda, como si la materia fuese el fruto de un escándalo en el seno de la nada. Cada ser se nutre de la agonía de otro ser; los instantes se precipitan como vampiros sobre la anemia del tiempo; el mundo es un receptáculo de sollozos… En este matadero, cruzarse de brazos o sacar la espada son gestos igualmente vanos. Ningún soberbio desencadenamiento sabría sacudir el espacio ni ennoblecer las almas. Triunfos y fracasos se suceden según una ley desconocida que tiene por nombre destino, nombre al que recurrimos cuando, filosóficamente desguarnecidos, nuestra estancia aquí abajo o no importa dónde nos parece sin solución y como una maldición que debemos sufrir, irracional e inmerecida. Destino: palabra selecta en la terminología de los vencidos…
Ávidos de una nomenclatura para lo irremediable, buscamos un alivio en la invención verbal, en las claridades suspendidas encima de nuestros desastres. Las palabras son caritativas: su frágil realidad nos engaña y nos consuela…
Y así es como el «destino», que no puede querer nada, es quien ha querido lo que nos sucede… Prendados de lo Irracional como único modo de explicación, le vemos cargar la balanza de nuestra suerte, en la cual no pesan sino los elementos negativos, de la misma naturaleza. ¿De dónde sacar el orgullo para provocar a las fuerzas que lo han decretado así y que, es más, son irresponsables de tal decreto? ¿Contra quién llevar la lucha y a dónde dirigir el asalto cuando la injusticia hostiga el aire de nuestros pulmones, el espacio de nuestros pensamientos, el silencio y el estupor de los astros?
Nuestra rebelión está tan mal concebida como el mundo que la suscita. ¿Cómo empeñarse en reparar los entuertos cuando, como Don Quijote en su lecho de muerte, hemos perdido —en el extremo de la locura, extenuados— vigor e ilusión para afrontar los caminos, los combates y las derrotas. Y ¿cómo encontrar de nuevo la frescura del arcángel sedicioso, aquél que, todavía al comienzo del tiempo, ignoraba esta sabiduría pestilente en la que nuestros impulsos se ahogan? ¿Dónde beberíamos suficiente verbo y desparpajo para infamar al rebaño de los otros ángeles, mientras que aquí abajo seguir a su colega es precipitarse más bajo todavía mientras que la injusticia de los hombres imita la de Dios y toda rebelión opone el alma al infinito y la rompe contra él?
A los ángeles anónimos —acurrucados bajo sus alas sin edad, eternamente vencedores y vencidos en Dios, insensibles a las nefastas curiosidades, soñadores paralelos a los lutos terrestres— ¿quién se atrevería a tirarles la primera piedra y, por desafío, a dividir su sueño? La rebelión, orgullo de la caída, no extrae su nobleza más que de su inutilidad: los sufrimientos la despiertan y luego la abandonan; el frenesí la exalta y la decepción la niega… No podría tener sentido en un universo no-válido…
(En este mundo, nada está en su sitio, empezando por el mundo mismo. No hay que asombrarse entonces del espectáculo de la injusticia humana. Es igualmente vano rechazar o aceptar el orden social: nos es forzoso sufrir sus cambios a mejor o a peor con un conformismo desesperado, como sufrimos el nacimiento, el amor, el clima, y la muerte. La descomposición preside las leyes de la vida: más cercanos a nuestro polvo que lo están al suyo los objetos inanimados, sucumbimos ante ellos y corremos hacia nuestro destino bajo la mirada de las estrellas aparentemente indestructibles. Pero incluso ellas estallarán en un universo que sólo nuestro corazón toma en serio para expiar después con desgarramientos su falta de ironía…
Nadie puede corregir la injusticia de Dios y de los hombres: todo acto no es más que un caso especial, aparentemente organizado, del Caos original. Somos arrastrados por un torbellino que se remonta a la aurora de los tiempos; y si ese torbellino ha tomado el aspecto del orden sólo es para arrastrarnos mejor…)
Bajo el aguijón del dolor, la carne se despierta; materia lúcida y lírica, canta su disolución. Mientras era indiscernible de la naturaleza, reposaba en el olvido de los elementos: el yo no se había apoderado todavía de ella. La materia que sufre se emancipa de la gravitación, no es ya solidaria del resto del universo, se aísla del conjunto adormecido; pues el dolor, agente de separación, principio activo de individuación, niega las delicias de un destino estadístico.
El ser verdaderamente solitario no es el que ha sido abandonado por los hombres, sino el que sufre en medio de ellos, el que arrastra su desierto en las ferias y despliega sus talentos de leproso sonriente, de comediante de lo irreparable. Los grandes solitarios de antaño eran felices, no conocían el doblez, no tenían nada que ocultar: no se relacionaban más que con su propia soledad…
Entre todos los lazos que nos atan a las cosas, no hay uno sólo que no se afloje y perezca bajo la influencia del sufrimiento, que nos libera de todo, salvo de la obsesión de nosotros mismos y de la sensación de ser irrevocablemente individuo. Es la soledad hipostasiada en esencia. Además, ¿por qué medios comunicarse con los otros, si no es por la prestidigitación de la mentira? Pues si no fuéramos saltimbanquis, si no hubiésemos aprendido los artificios de un charlatanismo sabio, si en fin fuésemos sinceros hasta el impudor o la tragedia, nuestros mundos subterráneos vomitarían océanos de hiel, donde desaparecer sería nuestra prenda de honor: huiríamos así la inconveniencia de tanto de grotesco y de sublime. En un cierto grado de desgracia, toda franqueza llega a ser indecente. Job se detuvo a tiempo: un paso más y ni Dios ni sus amigos habrían seguido respondiéndole.
(Se está «civilizado» en la medida en que uno no proclama su lepra, en que se da prueba de respeto por la elegante falsedad, forjada por los siglos. Nadie tiene el derecho de doblegarse bajo el peso de sus horas… Todo hombre recela una posibilidad de apocalipsis, pero todo hombre se constriñe a nivelar sus propios abismos. Si cada uno diera libre curso a su soledad, Dios debería recrear de nuevo este mundo, cuya existencia depende en todo punto de nuestra educación y de este miedo que tenemos de nosotros mismos… ¿El caos? Es rechazar lo que se ha aprendido, es ser uno mismo…)
He visto a éste perseguir tal meta y aquél, tal otra; he visto a los hombres fascinados por objetos dispares, bajo el embrujo de proyectos y de sueños juntamente viles e indefinibles. Analizando cada caso aisladamente para penetrar en las razones de tanto fervor desperdiciado, he comprendido el sinsentido de todo gesto y de todo esfuerzo.
¿Existe una sola vida que no esté impregnada de los errores que hacen vivir? ¿Existe una sola vida clara, transparente, sin raíces humillantes, sin motivos inventados, sin los mitos surgidos de los deseos? ¿Dónde está el acto puro de toda utilidad: sol que aborrezca la incandescencia, ángel en un universo sin fe, o gusano ocioso en un mundo abandonado a la inmortalidad?
He querido defenderme contra todos los hombres, reaccionar contra su locura, descubrir su origen; he escuchado, he visto y he tenido miedo: miedo de actuar por los mismos motivos o por cualquier otro motivo, de creer en los mismos fantasmas o en cualquier otro fantasma, de dejarme ahogar por las mismas embriagueces o por cualquier otra embriaguez; miedo, finalmente, de delirar en común y de expirar en una multitud de éxtasis. Yo sabía que al separarme de una persona me iba desposeído de un error, pobre de la ilusión que le dejaba… Sus palabras enfebrecidas le descubrían prisionero de una evidencia absoluta para él e irrisoria para mí; al contacto de su absurdo, yo me despojaba del mío… ¿A qué adherirse sin el sentimiento de engañarse y sin enrojecer? No puede justificarse más que aquel que practica, con plena conciencia, lo disparatado necesario para cualquier acto, y que no embellece con ningún sueño la ficción a la que se entrega, del mismo modo que no puede admirarse más que a un héroe que muere sin convicción, tanto más presto al sacrificio por haber entrevisto su fondo. En lo que respecta a los amantes, serían odiosos si en medio de sus muecas el presentimiento de la muerte no les rozase. Es turbador pensar que nos llevamos a la tumba nuestro secreto —nuestra ilusión—, que no hemos sobrevivido al error misterioso que vivificaba nuestro aliento, que excepto las prostitutas y los escépticos todos caen en el engaño porque no adivinan la equivalencia, en la nulidad, de los placeres y de las verdades.
He querido suprimir en mí las razones que invocan los hombres para existir y para actuar. He querido llegar a ser indeciblemente normal, y heme aquí en el alelamiento, en el mismo plano que los idiotas y tan vacío como ellos.
Pesar por no ser Atlas, por no poder sacudir los hombros para asistir al desplome de esta risible materia… La rabia sigue el camino inverso al de la cosmogonía. ¿Por qué misterio nos despertamos ciertas mañanas con la sed de demoler el conjunto inerte y vivo? Cuando el diablo se ahoga en nuestras venas, cuando nuestras ideas sufren convulsiones, y nuestros deseos hienden la luz, los elementos se abrasan y se consumen, mientras que nuestros dedos tamizan la ceniza.
¿Qué pesadillas hemos soportado durante la noche para levantarnos enemigos del sol?
¿Debemos liquidarnos a nosotros mismos para acabar con el todo? ¿Qué complicidad, qué lazos nos prolongan en una intimidad con el tiempo? La vida sería intolerable sin las fuerzas que la niegan. Dueños de una salida posible, de la idea de una huida, podríamos fácilmente abolirnos y, en el colmo del delirio, expectorar este universo.
… O, si no, rezar y esperar otras mañanas.
(Escribir sería un acto insípido y superfluo si uno pudiese llorar a discreción, imitar a los niños y a las mujeres presas de furor. En la materia de la que estamos amasados, en su más profunda impureza, se encuentra un principio de amargura, que sólo suavizan las lágrimas. Si cada vez que las penas nos asaltan, tuviéramos la posibilidad de librarnos por el llanto, las enfermedades vagas y la poesía desaparecerían. Pero una reticencia nativa, agravada por la educación, o un funcionamiento defectuoso de las glándulas lacrimales, nos condenan al martirio de los ojos secos. Y además, los gritos, las tempestades de reniegos, la automaceración y las uñas clavadas en la carne, con las consolaciones de un espectáculo de sangre, no figuran ya entre nuestros procedimientos terapéuticos. De aquí se sigue que estamos todos enfermos y que necesitaríamos un Sahara cada uno para aullar a gusto, o las orillas de un mar elegíaco y fogoso para mezclar a sus lamentos desencadenados nuestros lamentos más desencadenados todavía. Nuestros paroxismos exigen el marco de lo sublime caricaturesco, de lo infinito apoplético, la visión de una horca donde el firmamento sirviera de patíbulo a nuestras osamentas y a los elementos).
Todas las verdades están contra nosotros. Pero continuamos viviendo porque las aceptamos en sí mismas, porque nos negamos a sacar las consecuencias. ¿Dónde hay alguien que haya traducido —en su conducta— una sola conclusión de la enseñanza de la astronomía, de la biología, y que haya decidido no volver a levantarse de la cama por rebelión o por humildad frente a las distancias siderales o a los fenómenos naturales?
¿Hubo alguna vez un orgullo vencido por la evidencia de nuestra irrealidad? Y ¿quién fue lo bastante audaz como para no hacer nada, ya que todo acto es ridículo en lo infinito? Las ciencias prueban nuestra nada. Pero ¿quién ha sacado de esto la última lección? ¿Quién se ha convertido en héroe de la pereza total? Nadie se cruza de brazos: somos más afanosos que las hormigas y las abejas. Pero si una hormiga, si una abeja —por el milagro de una idea o por una tentación de singularidad— se aislase del hormiguero o del enjambre, si contemplase desde fuera el espectáculo de sus penas, ¿se obstinaría todavía en su trabajo?
Sólo el animal racional no ha sabido aprender nada de su filosofía: se aparta y persevera sin embargo en los mismos errores de apariencia eficaz y de realidad nula.
Vista desde el exterior desde cualquier punto arquimédico, la vida —con todas sus creencias— no es posible, ni siquiera concebible. Sólo se puede actuar contra la verdad.
El hombre vuelve a comenzar cada día, pese a todo lo que sabe, contra todo lo que sabe. Ha llevado este equívoco hasta el vicio. La clarividencia está de luto pero —extraño contagio— incluso este luto es activo; así somos arrastrados en un séquito fúnebre hasta el Juicio; así, del mismo último reposo, del silencio final de la historia, hemos hecho una actividad: es el montaje escénico de la agonía, la necesidad de dinamismo hasta en los estertores…
(Las civilizaciones jadeantes se agotan más rápidamente que las que se acomodan en la eternidad. China, dilatándose durante milenios en la flor de su vejez, propone el único ejemplo a seguir; sólo ella ha llegado también desde hace mucho a una sabiduría refinada, superior a la filosofía: el taoísmo supera todo lo que el espíritu ha concebido en el plano del desapego. Contamos por generaciones: es la maldición de las civilizaciones apenas seculares el haber perdido, en su cadencia precipitada, la conciencia intemporal.
Según toda evidencia estamos en el mundo para no hacer nada; pero, en lugar de arrastrar perezosamente nuestra podredumbre, exhalamos sudor y echamos los bofes en el aire fétido. La Historia entera está en estado de putrefacción; sus relentes se desplazan hacia el futuro: hacia allí corremos, aunque no sea sino por la fiebre inherente a toda descomposición.
Es demasiado tarde para que la humanidad se emancipe de la ilusión del acto, es sobre todo demasiado tarde para que se eleve a la santidad del ocio).
Todo lo que atañe a la eternidad se vuelve tópico inevitablemente. El mundo acaba por aceptar cualquier revelación y se resigna a cualquier escalofrío, con tal de que la fórmula haya sido encontrada. La idea de la futilidad universal —más peligrosa que todos los azotes— se ha degradado hasta la evidencia: todos la admiten y nadie se conforma. El espanto de una verdad última ha sido aprisionado; convertido en estribillo, los hombres no vuelven a pensar en ello, pues se han aprendido de memoria una cosa que, entrevista solamente, debería precipitarles al abismo o a la salvación. La visión de la nulidad del tiempo ha hecho nacer los santos y los poetas, y las desesperaciones de algunos solitarios, aquejados de anatema…
Esta visión no es extraña a las masas: repiten machaconamente: «¿De qué sirve eso?», «¿qué más da?»; «no hay mal que cien años dure», «todo cambia y todo sigue igual», y sin embargo nada ocurre, nada se interpone: ni un santo, ni un poeta más…
Si la gente se conformase con una sola de esas muletillas, la faz del mundo se transformaría. Pero la eternidad —surgida de un pensamiento antivital— no sabría ser un reflejo humano sin peligro para el ejercicio de los actos: se convierte en tópico para que se la pueda olvidar por una repetición maquinal. La santidad es una aventura como la poesía. Los hombres dicen «todo pasa», pero ¿cuántos captan el alcance de esta aterradora banalidad?, ¿cuántos huyen de la vida, la cantan o la lloran? ¿Quién no está imbuido de la convicción de que todo es vano? Pero ¿quién osa afrontar sus consecuencias? El hombre con vocación metafísica es más raro que un monstruo y sin embargo, cada hombre contiene virtualmente los elementos de esa vocación. Le bastó a un príncipe indio ver un inválido, un viejo y un muerto para comprenderlo todo; nosotros que también les vemos no comprendemos nada, pues nada cambia en nuestra vida. No podemos renunciar a ninguna cosa; sin embargo, las evidencias de la vanidad están a nuestro alcance. Enfermos de esperanza, esperamos siempre; y la vida no es más que la espera hipostasiada. Lo esperamos todo, incluso la Nada, antes que ser reducidos a una suspensión eterna, a una condición de divinidad neutra o de cadáver. Así, el corazón que se ha formado un axioma de lo Irreparable, espera todavía sorpresas. La humanidad vive amorosamente en los sucesos que la niegan…
La simetría aparente de las alegrías y de las penas, no emana en absoluto de su distribución equitativa: es debida a la injusticia que golpea a ciertos individuos y los obliga así a compensar con su aplastamiento la despreocupación de los otros. Sufrir las consecuencias de sus actos o ser preservado de ellas, tal es la suerte de los hombres.
Esta discriminación se efectúa sin ningún criterio: es una fatalidad, un reparto absurdo, una selección caprichosa. Nadie puede escapar de la condena a la felicidad o a la desdicha, ni escapar de la sentencia nativa del tribunal funambulesco cuya decisión se extiende entre el espermatozoide y la tumba.
Los hay que pagan todas sus alegrías, que expían todos sus placeres, que tienen que rendir cuentas de todos sus olvidos: no serán jamás deudores de un solo instante de felicidad. Mil amarguras han coronado para ellos un estremecimiento de placer como si no tuvieran derecho a las dulzuras admitidas, como si sus abandonos pusieran en peligro el equilibrio bestial del mundo… ¿Fueron felices en medio de un paisaje?, lo lamentarán en inminentes pesares; ¿estuvieron orgullosos de sus proyectos y de sus sueños?, se despertarán pronto, como de una utopía, corregidos por sufrimientos demasiado positivos.
Así hay sacrificados que pagan la inconsciencia de los otros, que expían no solamente su propia felicidad, sino también la de desconocidos. El equilibrio se restablece de esta manera; la proporción de las alegrías y de las penas se hace armoniosa. Si un oscuro destino universal ha decretado que tú pertenecerás al grupo de las víctimas, marcharás a lo largo de tus días pisoteando la pizca de paraíso que escondías dentro de ti, y el poco ímpetu que apuntaba en tus miradas y en tus sueños se emporcará ante la impureza del tiempo, de la materia y de los hombres. Como pedestal tendrás un muladar y como tribuna unos pertrechos de tortura. No serás digno más que de una gloria leprosa y de una corona de baba. ¿Intentar avanzar junto a esos a quienes todo es debido, para quien todos los caminos son libres? Pero el polvo y la misma ceniza se erguirán para atajarte los escapes del tiempo y las salidas del sueño. Sea cual fuere la dirección en que te encamines, tus pasos se enlodarán, tus voces no clamarán más que los himnos del fango y, sobre tu cabeza inclinada hacia el corazón, donde sólo habita la piedad por ti mismo, pasará apenas el hálito de los bienaventurados, juguetes benditos de una ironía sin nombre; y tan poco culpables como tú mismo.
Me aparté de la filosofía en el momento en que se hizo imposible descubrir en Kant ninguna debilidad humana, ningún acento de verdadera tristeza; ni en Kant ni en ninguno de los demás filósofos. Frente a la música, la mística y la poesía, la actividad filosófica proviene de una savia disminuida y de una profundidad sospechosa, que no guardan prestigios más que para los tímidos y los tibios. Por otra parte, la filosofía —inquietud impersonal, refugio junto a ideas anémicas— es el recurso de los que esquivan la exuberancia corruptora de la vida. Poco más o menos todos los filósofos han acabado bien: es el argumento supremo contra la filosofía. El fin del mismo Sócrates no tiene nada de trágico: es un malentendido, el fin de un pedagogo, y si Nietzsche se hundió fue como poeta y visionario; expió sus éxtasis y no sus razonamientos.
No se puede eludir la existencia con explicaciones, no se puede sino soportarla, amarla u odiarla, adorarla o temerla, en esa alternancia de felicidad y horror que expresa el ritmo mismo del ser, sus oscilaciones, sus disonancias, sus vehemencias amargas o alegres.
¿Quién no está expuesto, por sorpresa o por necesidad, a un desconcierto irrefutable, quién no levanta entonces las manos en oración para dejarlas caer a continuación más vacías aún que las respuestas de la filosofía? Se diría que su misión es protegernos en tanto que la inadvertencia de la suerte nos deja caminar más acá del desquiciamiento y abandonarnos en cuanto somos obligados a zambullirnos en él. Y ¿cómo podría ser de otra manera, cuando se ve qué pocos de los sufrimientos de la humanidad han pasado a su filosofía? El ejercicio filosófico no es fecundo, sólo honorable. Se es siempre impunemente filósofo: un oficio sin destino que llena de pensamientos voluminosos las horas neutras y vacantes, las horas refractarias al Antiguo Testamento, a Bach y a Shakespeare. Y ¿acaso esos pensamientos se han materializado en una sola página equivalente a una exclamación de Job, a un terror de Macbeth o a una cantata? El universo no se discute; se expresa. Y la filosofía no lo expresa. Los verdaderos problemas no comienzan sino después de haberla recorrido o agotado, después del último capítulo de un inmenso tomo que pone el punto final en signo de abdicación ante lo desconocido, donde se enraizan todos nuestros instantes, y con el que nos es preciso luchar porque es naturalmente más inmediato, más importante que el pan cotidiano. Aquí el filósofo nos abandona: enemigo del desastre, es tan sensato como la razón y tan prudente como ella. Y quedamos en compañía de un anciano apestado, de un poeta instruido en todos los delirios y de un músico cuya sublimidad trasciende la esfera del corazón. No comenzamos a vivir realmente más que al final de la filosofía, sobre sus ruinas, cuando hemos comprendido su terrible nulidad, y que era inútil recurrir a ella, que no iba a sernos de ninguna ayuda.
(Los grandes sistemas no son en el fondo más que brillantes tautologías. ¿Qué ventaja hay en saber que la naturaleza del ser consiste en la «voluntad de vivir», en la «idea», o en la fantasía de Dios o de la Química? Simple proliferación de palabras, sutiles desplazamientos de sentidos. Lo que es repele el abrazo verbal y la experiencia íntima no nos revela nada fuera del instante privilegiado e inexpresable. Por otro lado, el ser mismo no es más que una pretensión de la Nada.
Sólo se define por desesperación. Hace falta una fórmula; incluso hacen falta muchas, no fuera más que por dar justificación al espíritu y una fachada a la nada.
Ni el concepto ni el éxtasis son operativos. Cuando la música nos sumerge hasta las «intimidades» del ser, volvemos a salir rápidamente a la superficie: los efectos de la ilusión se disipan y el saber se declara nulo.
Las cosas que tocamos y las que concebimos son tan improbables como nuestros sentidos y nuestra razón; sólo estamos seguros en nuestro universo verbal, manejable a placer, e ineficaz. El ser es mudo y el espíritu charlatán. Eso se llama conocer.
La originalidad de los filósofos se reduce a inventar términos. Como no hay más que tres o cuatro actitudes ante el mundo —y poco más o menos otras tantas maneras de morir— los matices que las diversifican y las multiplican sólo dependen de la elección de vocablos, desprovistos de todo alcance metafísico.
Estamos abismados en un universo pleonástico, en el que las interrogaciones y las réplicas se equivalen).
La burla lo ha rebajado todo al rango de pretexto, salvo el Soy y la Esperanza, salvo las dos condiciones de la vida: el astro del mundo y el astro del corazón, el uno deslumbrante, el otro invisible. Un esqueleto, calentándose al sol y esperando, sería más vigoroso que un Hércules desesperado y cansado de luz; un ser, totalmente permeable a la Esperanza, sería más poderoso que Dios y más vivo que la Vida.
Macbeth, «aweary of the sun», es la última de las criaturas, pues la verdadera muerte no es la podredumbre, sino el asco de toda irradiación, la repulsión por todo lo que es germen, por todo lo que florece bajo el calor de la ilusión.
El hombre ha profanado las cosas que nacen y mueren bajo el sol, salvo el sol; las cosas que nacen y mueren en la esperanza, salvo la esperanza. No habiéndose atrevido a ir más lejos, ha puesto límites a su cinismo. Y es que un cínico, que se pretende consecuente, sólo lo es en palabras; sus gestos hacen de él el ser más contradictorio: nadie podría vivir después de haber diezmado sus supersticiones. Para llegar al cinismo total, sería preciso un esfuerzo inverso al de la santidad y al menos igualmente considerable; o, si no, imaginar un santo que, llegado a la cumbre de su purificación descubriera la vanidad del trabajo que se ha tomado y el ridículo de Dios…
Tal monstruo de clarividencia cambiaría las coordenadas de la vida: tendría fuerza y autoridad para poner en cuestión las condiciones mismas de su existencia; ya no correría el riesgo de contradecirse; ningún desfallecimiento humano debilitaría ya sus osadías; habiendo perdido el respeto religioso que tributamos, pese a nosotros, a nuestras últimas ilusiones, se burlaría de su corazón y del sol…
Si la filosofía no hubiera hecho ningún progreso desde los presocráticos, no habría ninguna razón para quejarse. Hartos del fárrago de los conceptos, acabamos por advertir que nuestra vida se agita siempre en los elementos con los que ellos constituían el mundo, que son la tierra, el agua, el fuego y el aire los que nos condicionan, que esta física rudimentaria delimita el marco de nuestras pruebas y el principio de nuestros tormentos. Al haber complicado estos datos elementales hemos perdido —fascinados por el decorado y el edificio de las teorías— la comprensión del Destino, el cual, sin embargo, inmutable, es el mismo que en los primeros días del mundo. Nuestra existencia, reducida a su esencia, continúa siendo un combate contra los elementos de siempre, combate que nuestro saber no suaviza de ninguna manera.
Los héroes de cualquier época no son menos desdichados que los de Homero y, si han llegado a ser personajes, es que han disminuido de aliento y de grandeza. ¿Cómo podrían los resultados de la ciencia cambiar la posición metafísica del hombre? Y ¿qué representan los sondeos en la materia, los atisbos y los frutos del análisis junto a los himnos védicos y a esas tristezas de la aurora histórica deslizadas en la poesía anónima?
Mientras que las decadencias más elocuentes no nos elevan más sobre la desdicha que los balbuceos de un pastor, y que a fin de cuentas hay más sabiduría en la risotada de un idiota que en la investigación de los laboratorios, ¿no es entonces locura perseguir la verdad por los caminos del tiempo o en los libros? Lao-tzé, reducido a unas cuantas lecturas, no es más ingenuo que nosotros, que lo hemos leído todo. La profundidad es independiente del saber. Traducimos a otros planos las revelaciones de las edades pasadas, o explotamos las intuiciones originales con las últimas adquisiciones del pensamiento. Así, Hegel es un Heráclito que ha leído a Kant; y nuestro Hastío, un eleatismo afectivo, la ficción de la diversidad desenmascarada y revelada al corazón…
Los únicos que sacan las últimas consecuencias son los que viven fuera del arte. El suicidio, la santidad, el vicio: otras tantas formas de falta de talento. Directa o camuflada, la confesión por la palabra, el sonido o el color detiene la aglomeración de fuerzas interiores y las debilita expulsándolas hacia el mundo exterior. Es una disminución salvadora que hace de todo acto de creación un factor de fuga. Pero el que acumula energías vive bajo presión, esclavo de sus propios excesos; nada le impide naufragar en lo absoluto…
La verdadera existencia trágica no se encuentra casi nunca entre los que saben manejar las potencias secretas que les abruman; ¿a fuerza de debilitar su alma con su obra de dónde sacarían la energía para alcanzar la extremosidad de los actos? Tal héroe se realizó en una modalidad soberbia del morir porque le faltaba la facultad de extinguirse progresivamente en los versos. Todo heroísmo expía —por el genio del corazón— una carencia de talento, todo héroe es un ser sin talento. Y es esta deficiencia lo que le proyecta hacia delante y le enriquece, mientras que los que han empobrecido con la creación su fortuna de indecible son rechazados, en tanto que existencias, a un segundo plano, aunque su espíritu pudiera elevarse por encima de todos los otros.
Aquél se elimina del estamento de sus semejantes por el convento o por algún otro artificio: por la morfina, el onanismo o el aperitivo, mientras que una forma de expresión hubiera podido salvarle. Pero, presente siempre a sí mismo, perfecto posesor de sus reservas y de sus decepciones, acarreando la suma de su vida sin poder disminuirla con los pretextos del arte, invadido por sí mismo, no puede ser más que total en sus gestos y resoluciones, sólo puede sacar una conclusión que le afecte enteramente; no sabría probar los extremos: se ahoga en ellos; y se ahoga realmente en el vicio, en Dios o en su propia sangre, mientras que las cobardías de la expresión le hubieran hecho retroceder ante lo supremo. Quien se expresa no obra contra sí mismo; sólo conoce la tentación de las últimas consecuencias. Y el desertor no es quien las saca, sino el que se disipa y se divulga por miedo a que, entregado a sí mismo, se pierda y se desplome.
En el comienzo, creemos avanzar hacia la luz; después, fatigados por una marcha sin fin, nos dejamos deslizar: la tierra, progresivamente menos firme, no nos soporta ya: se abre. En vano buscaríamos perseguir un trayecto hacia un fin soleado, las tinieblas se dilatan alrededor y por debajo nuestro. Ninguna luz para alumbrarnos en nuestro deslizamiento: el abismo nos llama y nosotros le escuchamos. Encima permanece todavía todo lo que queríamos ser, toso lo que no ha tenido el poder de elevarnos más alto. Y, enamorados otrora de las cumbres, decepcionados por ellas después, acabamos por venerar nuestra caída, nos apresuramos a cumplirla, instrumentos de una ejecución extraña, fascinados por la ilusión de tocar los confines de las tinieblas, las fronteras de nuestro destino nocturno. Una vez el miedo del vacío transformado en voluptuosidad, ¡qué suerte evolucionar en el lado opuesto al sol! Infinito al revés, dios que comienza bajo nuestros talones, éxtasis ante las resquebrajaduras del ser y sed de una aureola negra, el Vacío es un sueño invertido en el que nos hundimos.
Si el vértigo se convierte en nuestra ley, llevemos un nimbo subterráneo, una corona en nuestra caída. Destronados de este mundo, llevémonos el cetro para honrar la noche con un fasto nuevo.
(Y, sin embargo, esta caída —ciertos instantes de petulancia aparte— dista mucho de ser solemne y lírica. Habitualmente nos hundimos en un fango nocturno, en una oscuridad tan mediocre como la luz… La vida no es más que un sopor en el claroscuro, una inercia entre luces y sombras, una caricatura de ese sol interior que nos hace creer ilegítimamente en nuestra excelencia sobre el resto de la materia. Nada prueba que seamos más que nada. Para sentir constantemente esta dilatación en la que rivalizamos con los dioses, en la que nuestras fiebres triunfan sobre nuestros espantos, sería preciso mantenernos en una temperatura tan elevada que acabaría con nosotros en pocos días. Pero nuestros relámpagos son instantáneos; las caídas son nuestra regla. La vida es lo que se descompone en todo momento; es una pérdida monótona de luz, una disolución insípida en la noche, sin cetros, sin aureolas, sin nimbos).
Ayer, hoy, mañana: categorías para uso de criados. Para el ocioso suntuosamente instalado en el Desconsuelo, y al que todo instante aflige, pasado, presente y futuro no son más que apariencias variables del mismo mal, idéntico en su sustancia, inexorable en su insinuación y monótono en su persistencia. Y ese mal es coextensivo con el ser, es el ser mismo.
Fui, soy o seré, es cuestión de gramática y no de existencia. El destino —en tanto que carnaval temporal— se presta a ser conjugado, pero desprovisto de sus máscaras, se muestra tan inmóvil y tan desnudo como un epitafio. ¿Cómo se puede conceder más importancia a la hora que es que a la que fue o será? El error en el que viven los criados —y todo hombre que se apegue al tiempo es un criado— representa un verdadero estado de gracia, un oscurecimiento embrujado; y este error —como un velo sobrenatural— cubre la perdición a la que se expone todo acto engendrado por el deseo. Pero para el ocioso desengañado, el puro hecho de vivir, el vivir puro de todo hacer, es una faena tan extenuante, que soportar la existencia sin más le parece un oficio pesado, una carrera agotadora, y todo gesto suplementario, impracticable y nulo.
Aunque el problema de la libertad sea insoluble, podemos siempre discutir sobre él, ponernos del lado de la contingencia o de la necesidad… Nuestros temperamentos y nuestros prejuicios nos facilitan una opción que zanja y simplifica el problema sin resolverlo. Aunque ninguna construcción teórica logra volvérnosle sensible, hacernos experimentar su realidad frondosa y contradictoria, una intuición privilegiada nos instala en el corazón mismo de la libertad, a despecho de todos los argumentos inventados contra ella. Y tenemos miedo; tenemos miedo de la inmensidad de lo posible, no estando preparados para una revelación tan vasta y tan súbita, a ese bien peligroso al que aspiramos y ante el cual retrocedemos. ¿Qué vamos a hacer, habituados a las cadenas y a las leyes, frente a un infinito de iniciativas, a una orgía de resoluciones? La seducción de lo arbitrario nos espanta. Si podemos comenzar cualquier acto, si no hay límites para la inspiración y los caprichos, ¿cómo evitar nuestra pérdida en la embriaguez de tanto poder?
La conciencia, conmovida por esta revelación, se interroga y estremece. ¿Quién, en un mundo en el que puede disponer de todo, no ha sido presa del vértigo? El asesino hace un uso ilimitado de su libertad y no puede resistir a la idea de su poder. Está dentro de las posibilidades de cada uno de nosotros el arrebatar la vida a otro. Si todos los que hemos matado con el pensamiento desaparecieran de verdad, la tierra no tendría ya habitantes. Llevamos en nosotros un verdugo reticente, un criminal irrealizado. Y los que no tienen la audacia de confesarse sus tendencias homicidas, asesinan en sueños, pueblan de cadáveres sus pesadillas. Ante un tribunal absoluto, sólo los ángeles serían absueltos. Pues nunca hubo ser que no desease —al menos inconscientemente— la muerte de otro ser. Cada cual arrastra tras de sí un cementerio de amigos y enemigos; importa poco que ese cementerio sea relegado a los abismos del corazón o proyectado a la superficie de los deseos.
La libertad, concebida en sus implicaciones últimas, plantea la cuestión de nuestra vida o de la de los otros; comporta la doble posibilidad de salvarnos o de perdernos.
Pero no nos sentimos libres, no comprendemos nuestras oportunidades y nuestros peligros, más que en ciertos sobresaltos. Y es la intermitencia de esos sobresaltos, su rareza, lo que explica por qué este mundo no es más que un matadero mediocre y un paraíso ficticio. Disertar sobre la libertad no lleva a ninguna consecuencia, ni para bien ni para mal; pero sólo tenemos instantes para darnos cuenta de que todo depende de nosotros…
La libertad es un principio ético de esencia demoníaca.
Si pudiésemos conservar la energía que prodigamos en esa sucesión de sueños realizados nocturnamente, la profundidad y sutileza del espíritu alcanzaría proporciones insospechables. El argumento de una pesadilla exige un derroche nervioso más extenuante que la construcción teórica mejor articulada. ¿Cómo, tras el despertar, recomenzar la tarea de alinear ideas cuando, en la inconsciencia, estábamos inmersos en espectáculos grotescos y maravillosos, y deambulábamos a través de las esferas sin el obstáculo de la antipoética Causalidad? Durante horas fuimos semejantes a dioses ebrios y, súbitamente, cuando los ojos abiertos suprimen el infinito nocturno, tenemos que volver a enfrentarnos, bajo la mediocridad del día, con un hartazgo de problemas incoloros, sin que nos ayude ninguno de los fantasmas de la noche. La fantasmagoría gloriosa y nefasta habrá sido pues inútil; el sueño nos ha agotado en vano. Al despertar, otro tipo de cansancio nos espera; tras haber tenido escasamente tiempo para olvidar el de la tarde, henos aquí enfrentados con el del alba. Nos hemos esforzado horas y horas en la inmovilidad horizontal sin que el cerebro aprovechase absolutamente nada de su absurda actividad. Un imbécil que no fuera víctima de este derroche, que acumulara todas sus reservas sin disiparlas en sueños, podría, posesor de una vigilia ideal, desintrincar todos los repliegues de las mentiras metafísicas o iniciarse en las más abstrusas dificultades matemáticas.
Después de cada noche estamos más vacíos: nuestros misterios, como nuestros pesares, han fluido en nuestros sueños. Así la labor del sueño no sólo disminuye la fuerza de nuestro pensamiento, sino también la de nuestros secretos…
Puesto que la vida no puede realizarse más que en la individuación —fundamento último de la soledad— cada ser está necesariamente sólo por el hecho de que es individuo. Sin embargo, todos los individuos no están solos de la misma manera ni con la misma intensidad: cada uno se coloca en un grado diferente en la jerarquía de la soledad; en el extremo se sitúa el traidor: lleva su calidad de individuo hasta la exasperación. En este sentido, Judas es el ser más solitario de la historia del Cristianismo, pero no en la de la soledad. No ha traicionado más que a un dios; ha sabido a quién traicionaba; ha entregado a alguien, como otros entregan algo: una patria o otros pretextos más o menos colectivos. La traición que apunta un objetivo preciso, aunque traiga el deshonor y la muerte, no es misteriosa: se tiene siempre la imagen de lo que se ha querido destruir; la culpabilidad está clara, se la admita o se la niegue. Los otros te rechazan; y tú te resignas al presidio o a la guillotina…
Pero existe una modalidad mucho más compleja de traicionar; sin referencia inmediata, sin relación a un objeto o una persona. Así: abandonarlo todo sin saber que representa ese todo; aislarse de su medio propio; repeler —por un divorcio metafísico— la sustancia que os ha amasado, que os rodea y que os sustenta.
¿Quién, y por qué desafío, podría provocar a la existencia impunemente? ¿Quién, y con qué esfuerzos, podría desembocar en una liquidación del principio mismo de su propia respiración? Sin embargo, la voluntad de minar el fundamento de todo lo que existe produce un deseo de eficacia negativa, poderoso e inaprensible como un relente de remordimientos corrompiendo la joven vitalidad de una esperanza…
Cuando se ha traicionado al ser, uno no lleva consigo más que un malestar indefinido, ninguna imagen viene a apoyar con su precisión el objeto que suscita la sensación de infamia. Nadie os tira la piedra; se es un ciudadano respetable como antes; se goza de los honores de la ciudad, de la consideración de los semejantes; las leyes os protegen; se es tan estimable como cualquiera y sin embargo nadie ve que vivís de antemano vuestros funerales y que vuestra muerte no sabría añadir nada a vuestra condición irremediablemente establecida. Es que el traidor a la existencia sólo tiene que rendirse cuentas a sí mismo. ¿Qué otro podría pedírselas? Si no difamas ni a un hombre ni a una institución, no corres ningún riesgo; ninguna ley defiende a lo Real, pero todas castigan el menor perjuicio ocasionado a sus apariencias. Tienes derecho a zapar el ser mismo, pero ningún ser concreto; puedes lícitamente demoler las bases de todo lo que es, pero la prisión o la muerte os esperan al menor atentado a las fuerzas individuales.
Nada garantiza la Existencia: no hay proceso contra los traidores metafísicos, contra los Budas que rehúsan la salvación, pues éstos no son juzgados traidores más que a su propia vida. Sin embargo, de entre todos los malhechores, éstos son los más dañosos: no atacan los frutos, sino la savia, la savia misma del universo. Su castigo, sólo lo conocen ellos…
Puede que en todo traidor haya una sed de oprobio y que la elección que hace de un modo de traición dependa del grado de soledad al que aspira. ¿Quién no ha sentido el deseo de perpetrar una fechoría incomparable que le excluyese del número de los humanos? ¿Quién no ha deseado la ignominia, para cortar para siempre los lazos que le ataban a los otros, para sufrir una condena inapelable y llegar así a la quietud del abismo? Y cuando se rompe con el universo, ¿no es para hallar la paz de una falta imprescriptible? Un Judas con el alma de Buda: ¡qué modelo para una humanidad futura y agonizante!
«He soñado primaveras lejanas, un sol que no alumbraba más que la espuma de las olas y el olvido de mi nacimiento, un sol enemigo del sol y de ese mal de no encontrar en todas partes más que el deseo de estar en otro sitio. ¿Quién nos ha infligido la suerte terrestre, quién nos ha encadenado a esta materia morosa, lágrima petrificada contra la cual —nacidos del tiempo— nuestros llantos se estrellan, mientras que ella, inmemorial, cayó de un primer estremecimiento de Dios?
He detestado los mediodías y las medianoches del planeta, he languidecido por un mundo sin clima, sin las horas y este miedo que las hincha, he odiado los suspiros de los mortales bajo el volumen de las edades. ¿Dónde está el instante sin fin y sin deseo, y esa vacación, primordial, insensible a los presentimientos de las caídas y de la vida?
He buscado la geografía de la Nada, de los mares desconocidos, y otro sol, puro del escándalo de los rayos fecundos; he buscado el acunamiento de un océano escéptico donde se ahogarían los axiomas y las islas, el inmenso líquido narcótico y suave y cansado del saber.
¡Esta tierra, pecado del Creador! Pero no quiero expiar las faltas de los otros. Quiero curar de mi nacimiento en una agonía fuera de los continentes, en un desierto fluido, en un naufragio impersonal».
No es la irrupción de un mal definido lo que nos recuerda nuestra fragilidad: advertencias más vagas, pero más turbadoras aparecen para señalarnos la inminente excomunión del seno temporal. La cercanía del asco, de esa sensación que nos separa fisiológicamente del mundo, nos revela cuán destructible es la solidez de nuestros instintos o la consistencia de nuestros amarres. En la salud, nuestra carne sirve de eco a la pulsación universal y nuestra sangre reproduce su cadencia; en el asco, que nos acecha como un infierno virtual para atraparnos después súbitamente, estamos tan aislados en el todo como un monstruo imaginado por una teratología de la soledad.
El punto crítico de la vitalidad no es la enfermedad —que es lucha—, sino ese horror impreciso que rechaza todas las cosas y quita a los deseos la fuerza de procrear errores frescos. Los sentidos pierden su savia, las venas se secan y los órganos no perciben ya el intervalo que los separa de sus propias funciones. Todo pierde su sabor: alimentos y sueños. No hay ya aroma en la materia ni enigma en los pensamientos; gastronomía y metafísica se convierten igualmente en víctimas de nuestra inapetencia.
Permanecemos durante horas esperando otras horas, esperando instantes que no huyesen ya del tiempo, instantes fieles que nos reinstalasen de nuevo en la mediocridad de la salud… y en el olvido de sus escollos.
(Avidez del espacio, ambición inconsciente del futuro, la salud nos descubre cuán superficial es el nivel de la vida como tal, y hasta qué punto el equilibrio orgánico es incompatible con la profundidad interior.
El espíritu, en su ímpetu, procede de nuestras funciones comprometidas: remonta su vuelo a medida que el vacío se dilata en nuestros órganos. Sólo es sano en nosotros aquello por lo que no somos específicamente nosotros mismos: son nuestros ascos los que nos individualizan; nuestras tristezas las que nos conceden un nombre; nuestras pérdidas las que nos hacen posesores de nuestro yo. Sólo somos nosotros mismos por la suma de nuestros fracasos).
Podemos incluso penetrar el error de un ser, desvelarle la inanidad de sus designios y de sus empresas; pero ¿cómo arrancarle a su encarnizado apego al tiempo, cuando esconde un fanatismo tan inveterado como sus instintos, tan antiguo como sus prejuicios? Llevamos en nosotros, como un tesoro irrecusable un fárrago de creencias y de certezas indignas. Incluso quien llega a desembarazarse de ellas y a vencerlas permanece, en el desierto de su lucidez, todavía fanático: de sí mismo, de su propia existencia; ha humillado todas sus obsesiones, salvo el terreno en el que afloran; ha perdido todos sus puntos fijos, salvo la fijeza de la que provienen. La vida tiene dogmas más inmutables que la teología, pues cada existencia está anclada en infalibilidades que hacen palidecer las elucubraciones de la demencia y de la fe. El escéptico mismo, enamorado de sus dudas, se muestra fanático del escepticismo. El hombre es el ser dogmático por excelencia; y sus dogmas son tanto más profundos cuando no los formula, cuando los ignora y los sigue.
Todos creemos en muchas más cosas de las que pensamos, abrigamos intolerancias, cuidamos prevenciones sangrantes y, defendiendo nuestras ideas con medios extremos, recorremos el mundo como fortalezas ambulantes e irrefragables. Cada uno es para sí mismo un dogma supremo; ninguna teología protege a su dios como nosotros protegemos a nuestro yo; y este yo, si le asediamos con dudas y le ponemos en cuestión, no es más que por una falsa elegancia de nuestro orgullo: la causa está ganada de antemano.
¿Cómo escapar al absoluto de uno mismo? Habría que imaginar un ser desprovisto de instintos, que no llevara ningún nombre y a quien fuese desconocida su propia imagen.
Pero todo en el mundo nos repite nuestros rasgos; y la misma noche nunca es bastante espesa para impedir que nos miremos. Demasiado presentes a nosotros mismos, nuestra inexistencia antes del nacimiento y después de la muerte no influye sobre nosotros más que como idea y sólo unos pocos instantes; sentimos la fiebre de nuestra duración como una eternidad falsificada, pero que sin embargo permanece inagotable en su principio.
Está todavía por nacer quien no se adore a sí mismo. Todo lo que vive se aprecia; de otro modo, ¿de dónde provendría el espanto que hace estragos en las profundidades y en las superficies de la vida? Cada uno es para sí el único punto fijo en el universo. Y si alguien muere por una idea, es porque es su idea, y su idea es su vida.
Ninguna crítica de ninguna razón despertará al hombre de su «sueño dogmático».
Podrá quebrantar las certezas irreflexivas que abundan en la filosofía y sustituir las afirmaciones rígidas por otras más flexibles, pero ¿cómo, por un método racional, logrará sacudir a la criatura, adormecida sobre sus propios dogmas, sin hacerla perecer?
Hay una vulgaridad que nos hace admitir cualquier cosa de este mundo, pero que no es lo bastante poderosa para hacernos admitir el mundo mismo. Así podemos soportar los males de la vida repudiando la Vida, dejarnos arrastrar por las efusiones del deseo rechazando el Deseo. En el asentimiento a la existencia existe una especie de bajeza, a la cual escapamos gracias a nuestros orgullos y a nuestros pesares, pero sobre todo gracias a la melancolía que nos preserva de un deslizamiento hacia una afirmación final, arrancada a nuestra cobardía. ¿Hay cosa más vil que decir sí al mundo? Y sin embargo multiplicamos sin cesar ese consentimiento, esa trivial repetición, ese juramento de fidelidad a la vida, negado solamente por todo lo que en nosotros rehúsa la vulgaridad.
Podemos vivir como los otros viven y sin embargo esconder un no más grande que el mundo: es la infinitud de la melancolía…
(Sólo se puede amar a los seres que no superan el mínimo de vulgaridad indispensable para vivir. Sin embargo, sería difícil delimitar la cantidad de esta vulgaridad, tanto más cuanto que ningún acto se dispensa de ella. Todos los desechados de la vida prueban que fueron insuficientemente sórdidos… Quien triunfa en un conflicto con su prójimo surge de un muladar; y quien es vencido paga por una pureza que no ha querido ensuciar. En todo hombre, nada es más existente y verídico que su propia vulgaridad, fuente de todo lo que es elementalmente vivo. Pero, por otra parte, cuanto más establecido se está en la vida, tanto más despreciable se es. Quien no esparce a su alrededor una vaga irradiación fúnebre, y no deja al pasar un rastro de melancolía venida de mundos lejanos, ese pertenece a la sub-zoología y, más específicamente, a la historia humana.
La oposición entre la vulgaridad y la melancolía es tan irreductible que al lado de ella todas las demás parecen invenciones del espíritu, arbitrarias y placenteras; incluso las más cortantes antinomias se embotan ante esta oposición en la que se afrontan —siguiendo una dosificación predestinada— nuestros bajos fondos y nuestra hiel pensativa).
Se acuerda de haber nacido en algún sitio, de haber creído en los errores natales, propuesto principios y propugnado tonterías inflamadas. Enrojece…, y se encarniza en abjurar de su pasado, de sus patrias reales o soñadas, de las verdades surgidas de su médula. No encontrará la paz más que después de haber aniquilado en él el último reflejo de ciudadano y los entusiasmos heredados. ¿Cómo podrían encadenarle todavía las costumbres del corazón, cuando quiere emanciparse de las genealogías y cuando el ideal mismo del sabio antiguo, denigrador de todas las ciudades, le parece una transacción? Quien no puede tomar partido, porque todos los hombres tienen necesariamente razón y sinrazón, porque todo está justificado y es irrazonable juntamente, ése debe renunciar a su propio nombre, pisotear su identidad y volver a comenzar una nueva vida en la impasibilidad o la desesperanza. O, si no, inventar otro tipo de soledad; expatriarse en el vacío y seguir —al azar de los exilios— las etapas del desarraigo. Liberado de todos los prejuicios, se convierte en el hombre inutilizable por excelencia, al cual nadie recurre y a quien nadie teme, porque lo admite y lo repudia todo con el mismo desapego. Menos peligroso que un insecto distraído, es sin embargo un azote para la Vida, pues ella ha desaparecido de su vocabulario, junto con los siete días de la Creación. Y la Vida le perdonaría si al menos tomase gusto por el Caos, en el que ella comenzó. Pero él reniega los orígenes febriles, empezando por el suyo, sin conservar del mundo más que una memoria fría y un pesar cortés.
(De reniego en reniego, su existencia disminuye: más vago y más irreal que un silogismo de suspiros, ¿cómo será todavía un ser de carne y hueso? Exangüe, rivaliza con la idea; se ha abstraído de sus antepasados, de sus amigos, de todas las almas y de sí mismo; en sus venas, antaño turbulentas, reposa una luz de otro mundo.
Emancipado de lo que ha vivido, desinteresado de lo que vivirá, demuele los mojones de todas sus carreteras y se sustrae a las referencias de todos los tiempos. ¿Nunca me volveré a encontrar conmigo?, se dice, feliz de volver su último odio contra sí mismo, más feliz todavía al aniquilar —con su perdón— los seres y las cosas).
Podemos imaginar un tiempo en el que lo habremos superado todo, incluso la música, incluso la poesía, en el cual, detractores de nuestras tradiciones y nuestros ardores, alcanzaremos tal retractación de nosotros mismos que, cansados de una tumba archisabida, pasaremos los días en una mortaja raída. Cuando un soneto, cuyo rigor eleva el mundo verbal por encima de un cosmos soberbiamente imaginado, cuando un soneto cese de ser para nosotros una tentación de lágrimas y cuando en medio de una sonata nuestros bostezos triunfen sobre nuestra emoción, entonces ya no nos querrán ni los cementerios, que no acogen más que cadáveres recientes, penetrados todavía de un poco de calor y de un recuerdo de vida.
Antes de nuestra vejez vendrá un tiempo en el que, retractándonos de nuestros ardores y doblados bajo las palinodias de la carne, avanzaremos mitad carroñas, mitad espectros. Habremos reprimido —por miedo de complicidad con la ilusión— toda palpitación en nosotros. Por no haber sabido desencarnar nuestra vida en un soneto, arrastraremos los andrajos de nuestra podredumbre y, por haber ido más lejos que la música o la muerte, trompicaremos, ciegos, hacia una fúnebre inmortalidad…
Mientras el hombre está protegido por la demencia, actúa y prospera; pero cuando se libra de la tiranía fecunda de las ideas fijas, se pierde y se arruina. Comienza a aceptarlo todo, a envolver en su tolerancia no solamente los abusos menores, sino también los crímenes y las monstruosidades, los vicios y las aberraciones: todo vale lo mismo para él. Su indulgencia destructora de sí misma, se extiende al conjunto de los culpables, a las víctimas y a los verdugos; es de todos los partidos porque comparte todas las opiniones; gelatinoso, contaminado por el infinito, ha perdido su «carácter» a falta de un punto de referencia o de una obsesión. La vista universal funda las cosas en la indistinción, quien las distingue todavía, sin ser ni su amigo ni su enemigo, lleva en él un corazón de cera que se moldea indiferentemente sobre los objetos o sobre los seres. Su piedad se orienta a la existencia entera y su caridad es la de la duda y no la del amor; es una caridad escéptica, consecuencia del conocimiento y que excusa todas las anomalías. Pero quien toma partido, quien vive en la locura de la decisión y de la elección, nunca es caritativo; inepto para abarcar todos los puntos de vista, confinado en el horizonte de sus deseos y de sus principios, se hunde en una hipnosis de lo finito.
Es que las criaturas no florecen más que dando la espalda a lo universal… Ser algo —sin condiciones— es siempre una forma de demencia cuya vida —flor de las ideas fijas— no se libera más que para marchitarse.
No puede saberse lo que un hombre debe perder por tener el valor de pisotear todas las convenciones, no puede saberse lo que Diógenes ha perdido por llegar a ser el hombre que se lo permite todo, que ha traducido en actos sus pensamientos más íntimos con una insolencia sobrenatural como lo haría un dios del conocimiento, a la vez libidinoso y puro. Nadie fue más franco; caso límite de sinceridad y lucidez al mismo tiempo que ejemplo de lo que podríamos llegar a ser si la educación y la hipocresía no refrenasen nuestros deseos y nuestros gestos.
«Un día un hombre le hizo entrar en una casa ricamente amueblada y le dijo: "Sobre todo no escupas en el suelo". Diógenes, que tenía ganas de escupir, le lanzó el lapo a la cara, gritándole que era el único sitio sucio que había encontrado para poder hacerlo». (Diógenes Laercio).
¿Quién, después de haber sido recibido por un rico, no ha lamentado no disponer de océanos de saliva para verterlos sobre todos los propietarios de la tierra? Y, ¿quién no ha vuelto a tragarse su pequeño escupitinajo por miedo a lanzarlo a la cara de un ladrón respetado y barrigón?
Somos todos ridículamente prudentes y tímidos: el cinismo no se aprende en la escuela. El orgullo, tampoco.
«Menipo, en su libro titulado La virtud de Diógenes, cuenta que fue hecho prisionero y vendido y que le preguntaron qué sabía hacer. Respondió: "Mandar", y gritó al heraldo: "Pregunta quién quiere comprar un amo".» El hombre que se enfrentaba con Alejandro y con Platón, que se masturbaba en la plaza pública («Pluguiere al cielo que bastase también frotarse el vientre para no tener ya hambre»), el hombre del célebre tonel y de la famosa linterna, y que en su juventud fue falsificador de moneda (¿hay dignidad más hermosa para un cínico?), ¿qué experiencia debió tener de sus semejantes? Ciertamente la de todos nosotros, pero con la diferencia de que el hombre fue el único tema de su reflexión y de su desprecio. Sin sufrir las falsificaciones de ninguna moral ni de ninguna metafísica, se dedicó a desnudarle para mostrárnosle más despojado y más abominable que lo hicieron las comedias y los apocalipsis.
«Sócrates enloquecido», le llamaba Platón. «Sócrates sincero», así debía haberle llamado. Sócrates renunciando al Bien, a las fórmulas y a la Ciudad, convertido al fin en psicólogo únicamente. Pero Sócrates —incluso sublime— es aún convencional; permanece siendo maestro, modelo edificante. Sólo Diógenes no propone nada; el fondo de su actitud y la esencia del cinismo, está determinado por un horror testicular del ridículo de ser hombre.
El pensador que reflexiona sin ilusión sobre la realidad humana, si quiere permanecer en el interior del mundo y elimina la mística como escapatoria, desemboca en una visión en la que se mezclan la sabiduría, la amargura y la farsa; y, si escoge la plaza pública como espacio de su soledad, despliega su facundia burlándose de sus «semejantes» o paseando su asco, asco que hoy, con el cristianismo y la policía, no podríamos ya permitirnos. Dos mil años de sermones y de códigos han edulcorado nuestra hiel; por otra parte, en un mundo con prisas, ¿quién se detendría para responder a nuestras insolencias o para deleitarse con nuestros ladridos?
Que el mayor conocedor de los humanos haya sido motejado de perro prueba que en ninguna época el hombre ha tenido el valor de aceptar su verdadera imagen y que siempre ha reprobado las verdades sin miramientos. Diógenes ha suprimido en él la fachenda. ¡Qué monstruo a los ojos de los otros! Para tener un lugar honorable en la filosofía, hay que ser comediante, respetar el juego de las ideas y excitarse con falsos problemas. En ningún caso el hombre tal cual es debe ser vuestra tarea. Siempre según Diógenes Laercio:
«En los juegos olímpicos, habiendo proclamado el heraldo: "Dioxipo ha vencido a los hombres", Diógenes respondió: "Sólo ha vencido a esclavos, los hombres son asunto mío".»
Y, en efecto, los venció como ningún otro, con armas más temibles que las de los conquistadores; él, que no poseía más que una alforja, el menos propietario de los mendigos, verdadero santo de la risotada.
Tenemos que agradecer el azar que le hizo nacer antes de la llegada de la Cruz.
¿Quién sabe si, injertada en su desapego, una malsana tentación de aventura extrahumana le hubiera inducido a llegar a ser un asceta cualquiera, canonizado más tarde y perdido en la masa de los bienaventurados y del calendario? Entonces es cuando se hubiera vuelto loco, él, el ser más profundamente normal, porque estaba alejado de toda enseñanza y toda doctrina. Fue el único que nos reveló el rostro repugnante del hombre. Los méritos del cinismo fueron empañados y pisoteados por una religión enemiga de la evidencia. Pero ha llegado el momento de oponer a las verdades del Hijo de Dios las de este «perro celestial» como le llamó un poeta de su tiempo.
Toda inspiración procede de una facultad de exageración: el lirismo —y el mundo entero de la metáfora— sería una excitación lamentable sin esa fogosidad que hincha las palabras hasta hacerlas estallar. Cuando los elementos o las dimensiones del cosmos parecen demasiado reducidos para servir de términos de comparación a nuestros estados, la poesía no espera —para superar su fase de virtualidad y de inminencia— más que un poco de claridad en las emociones que la prefiguran y la hacen nacer. No hay verdadera inspiración que no surja de la anomalía de un alma más vasta que el mundo… En el incendio verbal de un Shakespeare y de un Shelley sentimos la ceniza de las palabras, desecho y relente de la imposible demiurgia. Los vocablos se incrustan los unos en los otros, como si ninguno pudiera alcanzar el equivalente de la dilatación interior; es la hernia de la imagen, la ruptura trascendente de las pobres palabras, nacidas del uso cotidiano y ascendidas milagrosamente a las alturas del corazón. Las verdades de la belleza se nutren de exageraciones que, ante un poco de análisis, se revelan monstruosas y ridículas. La poesía: divagación cosmogónica del vocabulario… ¿Se ha combinado alguna vez más eficazmente el charlatanismo y el éxtasis? ¡La mentira, fuente de las lágrimas!, ésta es la impostura del genio y el secreto del arte. ¡Naderías infladas hasta el cielo; lo improbable, generador de universos! Es que en todo genio coexiste un marsellés y un Dios.
Todo lo que construimos más allá de la existencia bruta, todas las fuerzas múltiples que dan una fisonomía al mundo, las debemos a la Desdicha, arquitecto de la diversidad, factor inteligible de nuestras acciones. Lo que su esfera no engloba, nos supera: ¿qué sentido podría tener para nosotros un acontecimiento que no nos aplastase? El Futuro nos espera para inmolarnos: el espíritu no registra más que la fractura de la existencia y los sentidos sólo vibran aun en la expectativa del mal… Así, pues, ¿cómo no inclinarse sobre el destino de Lucila de Chateaubriand o de la Günderode, y no repetir con la primera: «Me dormiría con un sueño de muerte sobre mi destino», o no embriagarse con la desesperación que hundió el puñal en el corazón de la otra? Con excepción de ciertos ejemplos de melancolía exhaustiva y de ciertos suicidios no vulgares, los hombres no son más que fantoches atiborrados de glóbulos rojos para prohijar la historia y sus muecas.
Cuando, idólatras de la desdicha, hacemos de ella el agente y la sustancia del devenir, nos bañamos en la limpidez de la suerte prescrita, en una aurora de desastres, en una gehena fecunda… Pero cuando, creyendo haberla agotado, tememos sobrevivirla, la existencia se oscurece y ya no deviene. Y tenemos miedo de readaptarnos a la Esperanza…, de traicionar nuestra desdicha, de traicionarnos…
Ahí está, en el brasero de la sangre, en la amargura de cada célula, en el estremecimiento de los nervios, en esas oraciones al revés que exhala el odio, por doquiera que hace del horror, su confort. ¿Le dejaré socavar mis horas, cuando podría, cómplice meticuloso de mi destrucción, vomitar mis esperanzas y desistir de mí mismo? Comparte —inquilino criminal— mi posada, mis olvidos y mis vigilias; para perderle, me es necesario perderme. Y cuando sólo se tiene un cuerpo y un alma, el uno demasiado pesado y la otra demasiado oscura, ¿cómo sobrellevar aún un suplemento de peso y de tinieblas? ¿Cómo arrastrar nuestros pasos en un tiempo negro? Sueño con un minuto dorado, fuera del devenir, con un minuto soleado, trascendente al tormento de los órganos y a la melodía de su descomposición.
¿Escuchar los lamentos de agonía y de gozo del Mal que se retuerce en tus pensamientos y no estrangular a tal intruso? Pero si le golpeas, sólo será por una complacencia inútil contigo mismo. Es ya tu seudónimo; no sabrías hacerle violencia impunemente. ¿Por qué torcerse cuando se acerca el último acto? ¿Por qué no ensañarte con tu propio nombre?
(Sería enteramente falso creer que la «revelación» demoníaca es una presencia inseparable de nuestra duración; sin embargo, cuando se apodera de nosotros, no podemos imaginar la cantidad de instantes neutros que hemos vivido antes. Invocar al diablo es colorear con un resto de teología una excitación equívoca, que nuestro orgullo rehúsa aceptar como tal. Pero ¿quién desconoce esos temores, en los cuales uno se encuentra frente al Príncipe de las Tinieblas? Nuestro orgullo precisa de un nombre, de un gran nombre para bautizar una angustia, que sería lastimosa si no emanase más que de la filosofía. La explicación tradicional nos parece más halagadora; un residuo metafísico sienta bien al espíritu…
Es así como para velar nuestro mal demasiado inmediato, recurrimos a entidades elegantes, aunque ya en desuso. ¿Cómo admitir que nuestros vértigos más misteriosos no proceden más que de malestares nerviosos, mientras que nos basta pensar en el Demonio en nosotros o fuera de nosotros, para erguirnos inmediatamente? De nuestros ancestros nos viene esta propensión a objetivar nuestros males íntimos; la mitología ha impregnado nuestra sangre y la literatura ha cultivado en nosotros el gusto por los efectos…)
Clavados a nosotros mismos, carecemos de la facultad de apartarnos del camino inscrito en la inanidad de nuestra desesperación. ¿Exceptuarnos de la vida porque no constituye nuestro elemento? Nadie expide certificados de inexistencia. Nos vemos obligados a perseverar en la respiración, a sentir el aire quemar nuestros labios, a acumular pesares en el corazón de una realidad que no hemos deseado y renunciar a dar una explicación al Mal que cultiva nuestra perdición. Cuando cada momento del tiempo se precipita sobre nosotros como un puñal y nuestra carne, instigada por los deseos, rehúsa petrificarse, ¿cómo afrontar un solo instante añadido a nuestra suerte?
¿Con ayuda de qué artificios encontraríamos la fuerza de ilusión suficiente para ir en busca de otra vida, de una nueva vida?
Y es que todos los hombres que lanzan una mirada sobre sus ruinas pasadas se imaginan —para evitar las ruinas futuras— que está en su mano iniciar otra vez algo radicalmente nuevo. Se hacen una promesa solemne y esperan un milagro que les sacaría de ese abismo mediocre en el que el destino les ha hundido. Pero nada sucede.
Todos continúan siendo los mismos, modificados únicamente por la acentuación de esa tendencia a decaer que es su distintivo. No vemos en torno a nosotros sino inspiraciones y ardores degradados: todo hombre lo promete todo, pero todo hombre vive para conocer la fragilidad de su destello y la falta de genialidad de la vida. La autenticidad de una existencia consiste en su propia ruina. El florecimiento de nuestro porvenir: camino de apariencia gloriosa y que conduce a un fracaso; la realización de nuestros dones: camuflaje de nuestra gangrena… Bajo el Sol triunfa una primavera de carroñas. La Belleza misma no es más que la muerte pavoneándose en los capullos…
No he conocido ninguna «nueva» vida que no fuese ilusoria y estuviese amenazada en sus raíces. He visto a cada hombre avanzar en el tiempo para aislarse en una rumia angustiada y recaer en sí mismo, a guisa de renovación, la mueca imprevista de sus propias esperanzas.
El espíritu descubre la Identidad; el alma, el Hastío; el cuerpo; la Pereza. Es un mismo principio de invariabilidad, expresado diferentemente bajo las tres formas del bostezo universal.
La monotonía de la existencia justifica la tesis racionalista; nos revela un universo legal, donde todo está previsto y ajustado; la barbarie de alguna sorpresa no viene a turbar su armonía.
Si el mismo espíritu descubre la Contradicción, la misma alma, el Delirio, el mismo cuerpo, el Frenesí, es para dar a luz nuevas irrealidades, para escapar a un universo demasiado manifiestamente invariable; y es la tesis anti-racionalista la que triunfa. La eflorescencia de absurdos descubre una existencia ante la cual toda claridad de visión se muestra de una indigencia irrisoria. Es la agresión perpetua de lo Imprevisible.
Entre estas dos tendencias, el hombre despliega su equívoco: al no encontrar su lugar en la vida, ni en la Idea, se cree predestinado a lo Arbitrario; sin embargo, la embriaguez de su libertad no es más que un zarandeo en el interior de una fatalidad, pues la forma de su destino no está menos determinada que la de un soneto o la de un astro.
Habiendo vivido y verificado todos los argumentos contra la vida, la he despojado de sus sabores y, enfangado en sus heces, he sentido su desnudez. He conocido la metafísica postsexual, el vacío del universo inútilmente procreado y esa disipación de sudor que nos hunde en un frío inmemorial, anterior a los furores de la materia. Y he querido ser fiel a mi saber, constreñir los instintos a amodorrarse y he constatado que no sirve de nada manejar las armas de la Nada si uno no puede volverlas contra sí mismo. Pues la irrupción de los deseos, en medio de nuestros conocimientos que los invalida, crea un conflicto temible entre nuestro espíritu enemigo de la creación y el trasfondo irracional que nos une a ella.
Cada deseo humilla la suma de nuestras verdades y nos obliga a reconsiderar nuestras negaciones. Sufrimos una derrota en la práctica; sin embargo, nuestros principios permanecen inalterables… Esperábamos no ser ya hijos de este mundo y henos aquí sometidos a los apetitos como ascetas equívocos, dueños del tiempo y enfeudados en las glándulas. Pero este juego no tiene límite: cada uno de nuestros deseos recrea el mundo y cada uno de nuestros pensamientos lo aniquila… En la vida de todos los días alternan la cosmogonía y el apocalipsis: creadores y demoledores cotidianos, practicamos a una escala infinitesimal los mitos eternos; y cada uno de nuestros instantes reproduce y prefigura el destino de semen y de ceniza adjudicado al Infinito.
Nadie ejecutaría el acto más ínfimo sin el sentimiento de que ese acto es la sola y única realidad. Esta ceguera es el fundamento absoluto, el principio indiscutible de todo lo que existe. El que lo discute prueba solamente que él existe menos, que la duda ha socavado su vigor… Pero incluso en medio de sus dudas tiene que sentir la importancia de su encaminamiento hacia la negación. Saber que nada vale la pena se convierte implícitamente en una creencia, por ende en una posibilidad de acto; sucede que incluso una pizca de existencia presupone una fe inconfesada; un simple paso —aunque sólo fuera hacia una apariencia de realidad— es una apostasía respecto a la nada; la misma respiración procede de un fanatismo en germen, como toda participación en el movimiento…
Desde salir a dar una vuelta hasta la matanza, el hombre no recorre la gama de los actos más que porque no percibe su sinsentido: todo lo que se hace sobre la tierra emana de una ilusión de plenitud en el vacío, de un misterio de la Nada…
Fuera de la Creación y de la Destrucción del mundo, todas las empresas son igualmente nulas.
Ideas neutras como ojos secos; miradas lúgubres que quitan a las cosas todo relieve; autoauscultaciones que reducen los sentimientos a fenómenos de atención; vida vaporosa, sin llantos ni risas, ¿cómo inculcaros una savia, una vulgaridad primaveral?
¿Y cómo soportar ese corazón dimisionario y ese tiempo demasiado embotado para transmitir aún a sus propias estaciones el fermento del crecimiento y la disolución?
Cuando has visto en toda convicción una deshonra y en todo apegamiento una profanación, ya no tienes derecho a esperar, ni en este mundo ni en el otro, un destino modificado por la esperanza. Se te hace preciso elegir un promontorio ideal, ridículamente solitario, o una estrella farsante, rebelde a las constelaciones.
Irresponsable por tristeza, tu vida ha ridiculizado sus instantes; pero la vida es la piedad de la duración, el sentimiento de una eternidad danzarina, el tiempo que se sobrepasa y rivaliza con el sol…
Este estancamiento de los órganos, este embotamiento de las facultades, esa sonrisa petrificada, ¿no te recuerdan a menudo el hastío de los claustros, los corazones desiertos de Dios, la sequedad y la idiotez de monjes execrándose en el arrebato extático de la masturbación? No eres más que un monje, sin hipótesis divinas y sin el orgullo del vicio solitario.
La tierra, el cielo, son las paredes de tu celda y, en el aire que ningún hálito agita, sólo reina la ausencia de la oración. Prometido a las horas huecas de la eternidad, a la periferia de los estremecimientos y a los deseos enmohecidos que se pudren al acercarse la salvación, te bamboleas hacia un Juicio sin fasto y sin trompetas, aunque tus pensamientos, por toda solemnidad, no han imaginado más que la procesión irreal de las esperanzas.
A favor de las esperanzas, las almas se lanzaban otrora hacia las bóvedas; tú chocas contra ellas. Y vuelves a caer en el mundo como en una Trapa sin fe, arrastrándote por el bulevar, Orden de las mujeres públicas y de tu perdición.
Tener miedo es pensar continuamente en sí mismo y no poder imaginar un curso objetivo de las cosas. La sensación de lo terrible, la sensación de que todo ocurre contra uno, supone un mundo concebido sin peligros indiferentes. El miedoso —víctima de una subjetividad exagerada— se cree, en mayor medida que el resto de los humanos, el blanco de acontecimientos hostiles. En este error se aproxima al valiente, que en las antípodas no vislumbra por todas partes más que invulnerabilidad. Los dos han alcanzado el punto álgido de una conciencia infatuada de sí misma: contra el uno, todo conspira; para el otro, todo es favorable. (El valeroso no es sino un fanfarrón que abraza la amenaza, que huye hacia el peligro). El uno se instala negativamente en el centro del mundo, el otro positivamente; pero su ilusión es la misma, pues su conocimiento tiene un punto de partida idéntico: el precio claro con respecto a las cosas, lo refieren todo a ellos, están demasiado agitados (y todo el mal en el mundo viene de un exceso de agitación, de las ficciones dinámicas de la bravura y la cobardía). Así, esos ejemplares antinómicos y parejos son los agentes de todos los disturbios, los perturbadores de la marcha del tiempo; colorean afectivamente el menor esbozo de suceso y proyectan sus designios enfebrecidos sobre un universo que —a menos de un abandono a tranquilos ascos— es degradante e intolerable. Valor y miedo, dos polos de una misma enfermedad consistente en conceder abusivamente un significado y una gravedad a la vida… Es la falta de amargura perezosa la que hace de los hombres bestias sectarias: los crímenes más matizados tanto como los más groseros son perpetrados por los que se toman las cosas en serio. Sólo el dilettante no tiene gusto por la sangre, sólo él no es criminal…
Las preocupaciones no misteriosas de los seres se dibujan tan claramente como el contorno de esta página… ¿Qué inscribir ahí sino el asco de las generaciones que se encadenan como proposiciones en la fatalidad estéril de un silogismo?
La aventura humana tendrá ciertamente un término, que puede concebirse sin ser contemporáneo de él. Cuando se ha consumado en uno mismo el divorcio con la historia es enteramente superfluo asistir a su clausura. No hay más que mirar al hombre cara a cara para apartarse de ella y no echar de menos sus supercherías.
Millares de años de sufrimientos, que hubieran enternecido a las piedras, no hicieron más que insensibilizar a este efímero de acero, ejemplo monstruoso de evanescencia y de endurecimiento, agitado por una locura insípida, por una voluntad de existir inaprehensible e impúdica juntamente. Cuando uno se apercibe de que ningún motivo humano es compatible con el infinito y que ningún gesto vale la pena de ser esbozado, el corazón, con sus latidos, no puede ocultar ya su vacuidad. Los hombres se confunden en un azar uniforme y vano como sucede, para una mirada indiferente, con los astros o las cruces de un cementerio militar. De todos los fines propuestos a la existencia, ¿cuál, sometido al análisis, escapa al sainete o al depósito de cadáveres?
¿Cuál no se nos revela fútil o siniestro? ¿Hay algún sortilegio que pueda engañarnos todavía?
(Cuando se está excluido de las prescripciones visibles se hace uno, como el diablo, metafísicamente ilegal; se ha salido del orden del mundo: al no encontrar ya lugar en él, se le mira sin reconocerle; la estupefacción se regulariza en reflejo, mientras que el asombro plañidero, falto de objeto, permanece por siempre clavado en el Vacío. Se padecen sensaciones que no responden ya a las cosas porque nada las irrita ya; se supera así el sueño mismo del ángel de la melancolía y se lamenta que Durero no haya languidecido por ojos aún más lejanos…
Cuando todo parece demasiado concreto, demasiado existente, hasta la más noble visión y se suspira por algo Indefinido que no proviniese ni de la vida ni de la muerte, cuando todo contacto con el ser es una violación para el alma, ésta se excluye de la jurisdicción universal y no teniendo ya que dar cuentas ni que infringir leyes, rivaliza —por la tristeza— con la omnipotencia divina).
No odio a nadie; pero el odio ennegrece mi sangre y quema esta piel que los años fueron incapaces de curtir. ¿Cómo domar, bajo juicios tiernos o rigurosos, una espeluznante tristeza y un grito de despellejado?
Quise amar la tierra y el cielo, sus hazañas y sus fiebres, y no encontré nada que no me recordase la muerte: ¡flores, astros, rostros, símbolos de marchitamiento, losas virtuales de todas las tumbas posibles! Lo que se crea en la vida, y la ennoblece, se encamina hacia un fin macabro o vulgar. La efervescencia de los corazones ha provocado desastres que ningún demonio se hubiera atrevido a concebir. En cuanto veáis un espíritu inflamado, podéis estar seguros de que acabaréis por ser víctimas suyas. Los que creen en su verdad —los únicos de los que la memoria de los hombres guarda huella— dejan tras ellos el suelo sembrado de cadáveres. Las religiones cuentan en su balance más crímenes de los que tienen en su activo las más sangrientas tiranías y aquellos a quien la humanidad ha divinizado superan de lejos a los asesinos más concienzudos en su sed de sangre.
El que propone una fe nueva es perseguido, en espera de que llegue a ser a su vez perseguidor: las verdades empiezan por un conflicto con la policía y terminan por apoyarse en ella; pues todo absurdo por el que se ha sufrido degenera en legalidad, como todo martirio desemboca en los párrafos de un código, en la sosera del calendario o en la nomenclatura de las calles. En este mundo, hasta el mismo cielo llega a ser autoridad; y se han visto períodos que sólo vivieron para él, Medievos más pródigos en guerras que las épocas más disolutas, cruzadas bestiales, falsamente teñidas de sublimidad, ante las cuales las invasiones de los hunos parecen travesuras de hordas decadentes.
Las hazañas inmaculadas se degradan en empresa pública; la consagración oscurece el nimbo más aéreo. Un ángel protegido por un guardia civil: así mueren las verdades y expiran los entusiasmos. Basta que una revuelta tenga razón y que cree entusiastas, que una revelación se propague y una institución la confisque para que los estremecimientos otrora solitarios —caídos en suerte a unos cuantos neófitos pensativos— se emporquen en una existencia prostituida. Que se me señale en este mundo una sola cosa que comenzase bien y que no haya acabado mal. Las palpitaciones más orgullosas se hunden en una alcantarilla, donde dejan de latir, como llegadas a su término natural: esta decadencia constituye el drama del corazón y el sentido negativo de la historia. Cada «ideal» alimentado, en los comienzos, con sangre de sus sectarios se aja y se desvanece cuando lo adopta la masa. He ahí la pila de agua bendita transformada en escupidera: es el ritmo ineluctable del «progreso»…
En estas condiciones, ¿sobre quién volcar el odio? Nadie es responsable de ser y aún menos de ser lo que es. Aquejado de existencia, cada uno sufre como un animal las consecuencias que de ello se derivan. Así es como en un mundo en el que todo es odioso, el odio llega a ser más vasto que el mundo y por haber superado su objeto, se anula.
(No son las fatigas sospechosas, ni los trastornos precisos de los órganos los que nos revelan el punto bajo de nuestra vitalidad; no son tampoco nuestras perplejidades o las variaciones del termómetro; pero nos basta con sentir esos accesos de odio y de piedad sin motivos, esas fiebres no mensurables, para comprender que nuestro equilibrio está amenazado. Odiarlo todo y odiarse en un desenfreno de rabia caníbal; tener piedad de todo el mundo y apiadarse de uno mismo: movimientos en apariencia contradictorios, pero originariamente idénticos; pues no es posible apiadarse más que sobre lo que se quisiera hacer desaparecer, sobre lo que no merece existir. Y en estas convulsiones, el que las sufre y el universo al que se dirigen están abocados al mismo furor destructivo y enternecido. Cuando, súbitamente, uno es presa de compasión sin saber por quién, es que una laxitud de los órganos presagia un deslizamiento peligroso; y cuando esta compasión vaga y universal se vuelve hacia uno mismo, se está en la condición del último de los hombres. Es de una inmensa debilidad física de la que emana esta solidaridad negativa que, en el odio o la piedad, nos une a las cosas.
Estos dos accesos, simultáneos o consecutivos, no son tanto síntomas inciertos como signos claros de una vitalidad en baja y a la que todo irrita, desde la existencia sin delineamiento hasta la precisión de nuestra propia persona.
Sin embargo, no debemos engañarnos: estos accesos son los más claros y los más inmoderados, pero en modo alguno los únicos: en diversos grados, todo es patología, salvo la Indiferencia).
¡Qué idea tan ridícula, construir círculos en el infierno, variar por compartimentos la intensidad de las llamas y jerarquizar los tormentos! Lo importante es estar allí: el resto, simples florituras o… quemaduras. En la ciudad de arriba —prefiguración más dulce de la de abajo, cortadas ambas por el mismo patrón—, lo esencial, igualmente, no es ser algo en concreto —rey, burgués, jornalero—, sino adherirse o sustraerse a ella.
Podéis sostener tal idea o tal otra, tener una posición o arrastraros; pero, desde el momento en que vuestros actos y vuestros pensamientos sirven a una especie de ciudad real o soñada, sois idólatras y prisioneros. El más tímido empleado como el anarquista más fogoso, llevados por intereses diferentes, viven en función de ella: son los dos interiormente ciudadanos, aunque el uno prefiera sus zapatillas y el otro su bomba. Los «círculos» de la ciudad terrestre, igual que los de la ciudad subterránea, encierran a los seres en una comunidad condenada y les arrastran a un mismo desfile de sufrimientos en el que sería ocioso buscar matices. Quien da su aquiescencia a los asuntos humanos —bajo cualquier forma, sea revolucionaria o conservadora— se consume en una delectación lamentable: mezcla sus noblezas y sus debilidades en la confusión del devenir…
Al que no consiente, de este lado o del otro de la ciudad; a quien le repugna intervenir en el curso de los grandes y de los pequeños sucesos, todas las modalidades de la vida en común le parecen igualmente despreciables. La historia no sabría presentar a sus ojos más que interés pálido de decepciones renovadas y de artificios previstos. Quien ha vivido entre los hombres y acecha todavía un solo acontecimiento inesperado, ése no ha comprendido nada y nunca comprenderá nada. Está maduro para la Ciudad: todo debe serle ofrecido, todos los puestos y todos los honores. Tal es el caso de todos los hombres y eso explica la longevidad de este infierno sublunar.
¿Cómo no amar la sabiduría otoñal de las civilizaciones blandas y pasadas? El horror del griego, como del romano tardío, ante la frescura y los reflejos hiperbóreos, emanaba de una repulsión por las auroras, por la barbarie desbordante de porvenir y por las tonterías de la salud. La resplandeciente corrupción de todo fin de temporada histórico se ensombrece por la proximidad del escita. Ninguna civilización logra apagarse en una agonía indefinida; alrededor merodean tribus, olfateando los efluvios de los cadáveres perfumados… Así, el entusiasta de los ponientes contempla el fracaso de todo refinamiento y el impúdico avance de la vitalidad. Sólo le queda por recoger, del conjunto del devenir, unas cuantas anécdotas… Un sistema de acontecimientos no prueba nada: las grandes hazañas han unido los cuentos de hadas y los manuales. Las empresas gloriosas del pasado; así como los hombres que las suscitaron, ya no interesan más que por las bonitas palabras que las coronaron. ¡Pobre del conquistador que no tenga ingenio! El mismo Jesús, aun siendo dictador indirecto desde hace dos milenios, no ha marcado el recuerdo de sus fieles y de sus detractores más que por los retazos de paradojas que jalonan su vida tan hábilmente escénica. ¿Cómo interesarse aún por un mártir si no profirió una frase adecuada a su sufrimiento? Sólo guardamos memoria de las víctimas pasadas o recientes si su verbo ha inmortalizado la sangre que les salpicó. Incluso los mismos verdugos no sobreviven más que en la medida en que fueron comediantes: Nerón hubiera sido olvidado hace mucho sin sus salidas de payaso sanguinario.
Cuando junto a un moribundo sus semejantes se inclinan hacia sus balbuceos, no es tanto para descifrar una última voluntad, sino más bien para recoger una frase ingeniosa que poder citar más tarde a fin de honrar su memoria. Si los historiadores romanos no omiten jamás describir la agonía de sus emperadores, es para poner en ella una sentencia o una exclamación que éstos pronunciaron o se reputa que pronunciaron. Esto es cierto para todas las agonías, incluso las más comunes. Que la vida no significa nada, todo el mundo lo sabe o lo presiente: ¡que se salve al menos por un giro verbal! Una frase en los momentos cruciales de la vida: he aquí poco más o menos todo lo que se pide a los grandes y a los pequeños. Si faltan a esta exigencia, a esta obligación, están perdidos para siempre; pues se perdona todo, hasta los crímenes, a condición de que estén exquisitamente comentados y acabados. Es la absolución que el hombre concede a la historia en su conjunto, cuando ningún otro criterio se muestra operante y válido, y él mismo, recapitulando la inanidad general, no se encuentra otra dignidad que la de un literato del fracaso y un esteta de la sangre.
En este mundo, donde los sufrimientos se confunden y borran, sólo reina la Fórmula.
El filósofo, de vuelta de los sistemas y las supersticiones, pero perseverante aún en los caminos del mundo, debería imitar el pirronismo de acera del que hace gala la criatura menos dogmática: la mujer pública. Desprendida de todo y abierta a todo; compartiendo el humor y las ideas del cliente; cambiando de tono y de rostro en cada ocasión; dispuesta a ser triste o alegre, permaneciendo indiferente; prodigando los suspiros por interés comercial; lanzando sobre los esfuerzos de su vecino superpuesto y sincero una mirada lúcida y falsa, propone al espíritu un modelo de comportamiento que rivaliza con el de los sabios. Carecer de convicciones respecto a los hombres y a uno mismo: tal es la elevada enseñanza de la prostitución, academia ambulante de lucidez, al margen de la sociedad, como la filosofía. «Todo lo que sé lo he aprendido en la escuela de las fulanas», debería exclamar el pensador que lo acepta todo y lo niega todo; cuando, a ejemplo suyo, se ha especializado en la sonrisa fatigada, cuando los hombres no son para él sino clientes, y las aceras del mundo, el mercado donde vende su amargura, como sus compañeras su cuerpo.
Cuando toda interrogación parece accidental y periférica, cuando el espíritu busca problemas más y más vastos, sucede que en su avance no tropieza ya con ningún objeto, sino con el obstáculo difuso del vacío. Desde ese punto, el impulso filosófico, exclusivamente vuelto hacia lo inaccesible, se expone a la quiebra. Cuando examina las cosas y los pretextos temporales, se impone preocupaciones saludables; pero si inquiere por un principio más y más general, se pierde y se anula en la vaguedad de lo Esencial.
Sólo prosperan en filosofía los que se detienen a propósito; los que aceptan la limitación y el confort de un estadio razonable de inquietud. Todo problema, si se toca el fondo, lleva a la bancarrota y deja el intelecto al descubierto: no hay ya ni preguntas ni respuestas en un espacio sin horizontes. Las interrogaciones se vuelven contra el espíritu que las concibió: se convierte en víctima suya. Todo le es hostil: su propia soledad, su propia audacia, el absoluto opaco, los dioses inverificables y la nada manifiesta: ¡Malhaya quien, llegado a un cierto momento de lo esencial, no hace alto!
La historia muestra que los pensadores que subieron hasta el final por la escala de las preguntas, que pusieron el pie en el último escalón, el del absurdo, no han legado a la posteridad más que un ejemplo de esterilidad, mientras que sus colegas, que se pararon a medio camino, han fecundado el curso del espíritu; han servido a sus semejantes, les han transmitido algún ídolo bien trabajado, algunas supersticiones corteses, algunos errores disfrazados de principios y un sistema de esperanzas. Si hubieran abrazado los peligros de un progreso excesivo, ese desdén de los errores caritativos les hubiera vuelto nocivos para los otros y para sí mismos; hubieran escrito su nombre en los confines del universo y del pensamiento, investigadores malsanos y réprobos áridos, gustadores de vértigos infructuosos, buscadores de sueños que no es lícito soñar…
Las ideas refractarias a lo Esencial son las únicas que tienen mordiente sobre los hombres. ¿Qué podrían hacer en una región del pensamiento donde periclita incluso quien aspira a instalarse en ella por inclinación natural o sed mórbida? No se puede respirar en un dominio ajeno a las dudas habituales. Y si ciertos espíritus se sitúan fuera de los interrogantes convenidos, es que un instinto enraizado en las profundidades de la materia o un vicio producido por una enfermedad cósmica, ha tomado posesión de ellos y les ha llevado a un orden de reflexiones tan exigente y tan vasto, que la misma muerte les parece sin importancia, los elementos del destino, soserías y el aparato de la metafísica, utilitario y sospechoso. Esta obsesión de una frontera última, este progreso en el vacío conllevan la forma más peligrosa de esterilidad al lado de la cual la nada parece una promesa de fecundidad. El que es difícil en lo que hace —en su tarea o en su aventura— no tiene más que trasplantar su exigencia de lo acabado al plano universal para no poder acabar su obra ni su vida.
La angustia metafísica se origina en la condición de un artesano supremamente escrupuloso, cuyo objeto no fuera otro que el ser. A fuerza de análisis llega a la imposibilidad de componer, de rematar una miniatura del universo. El artista que abandona su poema, exasperado por la indigencia de las palabras, prefigura el malestar del espíritu descontento en el conjunto de lo existente. La incapacidad de aliñar los elementos —tan desnudos de sentido y de sabor como las palabras que los expresan— lleva a la revelación del vacío. Por eso el versificador se retira al silencio o a los artificios impenetrables. Ante el universo, el espíritu demasiado exigente sufre una derrota semejante a la de Mallarmé frente al arte. Se trata del pánico ante un objeto que ya no es objeto, que ya no es posible manejar, pues —idealmente— se han rebasado sus límites. Los que no permanecen en el interior de la realidad que cultivan, los que trascienden el oficio de existir deben o pactar con lo inesencial, dar marcha atrás e integrarse en la eterna farsa, o aceptar todas las consecuencias de una condición separada y que es sobreabundancia o tragedia, según que se la mire o que se la padezca.
¿Hay delectación más sutilmente equívoca que asistir a la ruina de un mito? ¡Qué derroche de corazones para hacerlo nacer, qué excesos de intolerancia para hacerlo respetar, qué terror para los que no consienten y qué despilfarro de esperanzas para verle… expirar! La inteligencia sólo florece en las épocas en que las creencias se ajan, en las que sus artículos y sus preceptos se relajan, en las que sus reglas se hacen más flexibles. Todo fin de época es un paraíso para el espíritu, que no recupera su juego y sus caprichos más que en medio de un organismo en plena disolución. Quien tiene la desgracia de pertenecer a un período de creación y de fecundidad sufre sus limitaciones y su encarrilamiento; esclavo de una visión unilateral, está encerrado en un horizonte limitado. Los momentos históricos más fértiles fueron al mismo tiempo los más irrespirables; se imponían como una fatalidad, feliz para un espíritu ingenuo, mortal para un amante de los espacios intelectuales. La libertad sólo tiene amplitud entre los epígonos desengañados y estériles, entre las inteligencias de las épocas tardías, épocas cuyo estilo se desagrega y no inspira más que una complacencia irónica.
Formar parte de una iglesia incierta de su dios —después de haberlo impuesto antaño a sangre y fuego— debería ser el ideal de todo espíritu liberado. Cuando un mito se hace languideciente y diáfano, y la institución que le sustenta, clemente y comprehensiva, los problemas adquieren una elasticidad agradable. El punto de desfallecimiento de una fe, el grado disminuido de su vigor, instalan un vacío tierno en las almas y las hacen receptivas, pero sin permitirlas cegarse aun ante las supersticiones que acechan y ensombrecen el porvenir. Sólo acunan al espíritu esas agonías de la historia que preceden a la insania de toda aurora…
Si es cierto que Nerón exclamó: «Feliz Príamo, que viste la ruina de tu patria», reconozcámosle el mérito de haber alcanzado el más sublime desafío, la última hipóstasis del ademán hermoso y del énfasis lúgubre. Después de tal frase, tan maravillosamente apropiada en boca de un emperador, ya se tiene derecho a la banalidad; incluso se está obligado. ¿Quién podría aún aspirar a la extravagancia? Los mínimos accidentes de nuestra trivialidad nos fuerzan a admirar a ese César cruel e histrión (y esto tanto más porque su demencia ha conocido una gloria mayor que los suspiros de sus víctimas, pues la historia escrita es tan inhumana al menos como los acontecimientos que la suscitan). Todas las actitudes al lado de las suyas parecen remedos. Y si fuera cierto que hizo incendiar Roma por amor a la Iliada, ¿hubo nunca homenaje más sensible a una obra de arte? Es en todo caso el único ejemplo de crítica literaria en marcha, de un juicio estético activo.
El efecto que un libro ejerce sobre nosotros no es real más que si experimentamos el deseo de imitar su intriga, de matar si el héroe mata, de estar celoso si está celoso, de estar enfermo o moribundo si él sufre o se muere. Pero todo eso, para nosotros, permanece en estado virtual o se degrada a letra muerta; sólo Nerón se ofrece la literatura como espectáculo; sus reseñas las hace con las cenizas de sus contemporáneos y de su capital…
Tales palabras y tales actos debían ser al menos una vez proferidas y realizados. Un infame se encargó de ello. Esto puede consolarnos, debe incluso pues, si no, ¿cómo reanudaríamos nuestro ajetreo cotidiano y nuestras verdades hábiles y prudentes?
Todo acto le horroriza y se repite a sí mismo: «¡El movimiento, menuda tontería!» No son tanto los acontecimientos lo que le irrita, sino la idea de tomar parte en ellos; sólo se agita para apartarse de ellos. Sus sarcasmos han devastado la vida antes de que agotase su savia. Es un Eclesiastés de la encrucijada, que extrae de la universal insignificancia una excusa para sus derrotas. Deseoso de encontrarlo todo sin importancia, lo logra fácilmente, pues toda la multitud de las evidencias está ampliamente de su lado. En la batalla de los argumentos vence siempre, del mismo modo que es siempre vencido en la acción: tiene «razón», lo rechaza todo y todo le rechaza. Ha comprendido prematuramente lo que no se debe comprender para vivir y como su talento era demasiado lúcido respecto a sus propias funciones, lo ha desperdiciado por miedo a que fluyese en la bobería de una obra. Lleva la imagen de lo que hubiera podido ser como un estigma o una aureola, enrojece y se congratula de la excelencia de su esterilidad, por siempre extraño a las seducciones ingenuas, único liberto entre los ilotas del Tiempo. Extrae su libertad de la inmensidad de sus incumplimientos; es un dios infinito y lastimoso a quien ninguna creación limita, a quien ninguna criatura adora, y a quien nadie disculpa. El desprecio que derramó sobre los otros le es devuelto por éstos. Sólo expía los actos que no ha efectuado, cuyo número excede sin embargo el cálculo de su orgullo dolorido. Pero finalmente, a guisa de consolación, y al término de una vida sin títulos, lleva su inutilidad como una corona.
(«¿Para qué?», adagio del Fracasado, de un simpatizante de la muerte… ¡Qué estimulante, cuando se comienza a sufrir un acoso! Pues la muerte, antes de que hagamos excesivo hincapié en ella, nos enriquece, y nuestras fuerzas se acrecientan a su contacto; después, ejerce sobre nosotros su obra de destrucción. La evidencia de la inutilidad de todo esfuerzo, y esa sensación de cadáver futuro erigiéndose ya en el presente y llenando el horizonte del tiempo, acaban por embotar nuestras ideas, nuestras esperanzas y nuestros músculos, de tal suerte que el aumento de impulso suscitado por la recentísima obsesión se convierte, una vez implantada irrevocablemente en el espíritu, en un estancamiento de nuestra vitalidad. Así esta obsesión nos incita a llegar a serlo todo y nada. Normalmente, debería ponernos ante la única elección posible: el convento o el cabaret. Pero cuando no podemos huir de ella ni por la eternidad ni por los placeres, cuando, hostigados en medio de la vida, estamos igualmente lejanos del cielo y de la vulgaridad, nos transforma en esa especie de héroes descompuestos que lo prometen todo y no cumplen nada: ociosos desriñonándose en el Vacío; carroñas verticales, cuya única actividad se reduce a pensar que dejarán de ser…)
Si Jesús hubiera acabado su carrera en la cruz y no se hubiera comprometido a resucitar, ¡qué hermoso héroe de tragedia hubiese sido! Su vertiente divina ha hecho perder a la literatura un tema admirable. Comparte así la suerte, estéticamente mediocre, de todos los justos. Como todo lo que se perpetúa en el corazón de los hombres, como todo lo que se expone al culto y no muere irremediablemente, no se presta nada a esa visión de un fin total que marca un destino trágico. Para eso hubiese hecho falta que nadie le siguiese y que la transfiguración no viniese a elevarle a una ilícita aureola. ¡Nada más extraño a la tragedia que la idea de redención, salvación e inmortalidad! El héroe sucumbe bajo sus propios actos, sin que le sea dado escamotear su muerte por una gracia sobrenatural; no se prolonga —en tanto que existencia— de ningún modo, permanece distinto en la memoria de los hombres como un espectáculo de sufrimiento; al no tener discípulos, su destino infructuoso no fecunda nada salvo la imaginación de los otros. Macbeth se desploma sin esperanza de rescate: no hay extremaunción en la tragedia…
Lo propio de una fe, aunque deba fracasar, es eludir lo irreparable. (¿Qué hubiera podido hacer Shakespeare por un mártir?) El verdadero héroe combate y muere en nombre de su destino, no en nombre de una creencia. Su existencia elimina toda idea de escapatoria; los caminos que no le llevan a la muerte le resultan callejones sin salida; trabaja en su «biografía», cuida su desenlace y hace todo lo posible, instintivamente, para componerse acontecimientos funestos. Puesto que la fatalidad es su savia, cualquier escapatoria no podría ser más que una infidelidad a su perdición.
Por eso el hombre del destino no se convierte nunca a ninguna creencia, fuera la que fuese; equivocaría su fin. Y si estuviese inmovilizado sobre la cruz, no sería él quien levantase los ojos hacia el cielo: su propia historia es su único absoluto, como su voluntad de tragedia su único deseo…
Vivir significa: creer y esperar, mentir y mentirse. Por eso la imagen más verídica que se ha creado nunca del hombre sigue siendo la del caballero de la Triste Figura, ese caballero que se encuentra incluso en el sabio más cumplido. El episodio penoso en torno a la Cruz o ese otro más majestuoso coronado por el Nirvana participan de la misma irrealidad, aunque se les haya reconocido una calidad simbólica que fue rehusada después a las aventuras del pobre hidalgo. No todos los hombres pueden tener éxito: la fecundidad de sus mentiras varía… Tal engaño triunfa: resulta una rebelión, una doctrina o un mito y una muchedumbre de fieles; tal otro fracasa: no es entonces más que una divagación, una teoría o una ficción. Sólo las cosas inertes no añaden nada a lo que son: una piedra no miente: no interesa a nadie, mientras que la vida inventa sin cesar: la vida es la novela de la materia.
Polvo prendado de fantasmas, tal es el hombre: su imagen absoluta, de parecido ideal, se encarnaría en un Don Quijote visto por Esquilo…
(Si en la jerarquía de las mentiras la vida ocupa el primer puesto, el amor le sucede inmediatamente, mentira en la mentira. Expresión de nuestra posición híbrida, se rodea de un aparato de beatitudes y de tormentos gracias al cual encontramos en otro un sustituto de nosotros mismos. ¿Merced a qué superchería dos ojos nos apartan de nuestra soledad? ¿Hay quiebra más humillante para el espíritu? El amor adormece el conocimiento; el conocimiento despierto mata al amor. La irrealidad no puede triunfar indefinidamente, ni siquiera disfrazada con la apariencia de la más exaltante mentira. Y por otra parte, ¿quién tendría una ilusión tan firme como para encontrar en otro lo que ha buscado vanamente en sí mismo? ¿«Un retortijón de tripas nos dará lo que el universo entero no ha sabido ofrecernos? Y, sin embargo, ése es el fundamento de esta anomalía corriente y sobrenatural: resolver entre dos —o más bien, suspender— todos los enigmas; a favor de una impostura, olvidar esta ficción en que flota la vida; con un doble arrullo llenar la vacuidad general; y —parodia del éxtasis—, ahogarse, finalmente, en el sudor de un cómplice cualquiera…)
¡Cuánto debieron embotarse nuestros instintos y flexibilizarse su funcionamiento antes de que la conciencia extendiese su control sobre el conjunto de nuestros actos y nuestros pensamientos! La primera reacción natural refrenada comportó todos los aplazamientos de la actividad vital, todos nuestros fracasos en lo inmediato. El hombre —animal de deseos retardados— es una nada lúcida que lo engloba todo y no es englobado por nada, que vigila todos los objetos y no dispone de ninguno.
Comparados con la aparición de la conciencia, los demás acontecimientos son de una importancia mínima o nula. Pero esta aparición, en contradicción con los datos de la vida, constituye una irrupción peligrosa en el seno del mundo animado, un escándalo en la biología. Nada lo hacía prever: el automatismo natural no sugería la eventualidad de un animal que se lanzase más allá de la materia. Un gorila que perdió sus pelos y los reemplazó por ideales, un gorila con guantes, forjador de dioses, agravando sus muecas y adorando al cielo, ¡cuánto debió sufrir la naturaleza, cuánto sufrirá todavía, ante semejante caída! Es que la conciencia lleva lejos y lo permite todo. Para el animal, la vida es un absoluto; para el hombre, es un absoluto y un pretexto. En la evolución del universo, no hay fenómeno más importante que esta posibilidad que nos fue reservada de convertir todos los objetos en pretextos, de jugar con nuestras empresas cotidianas y nuestros fines últimos, de poner en el mismo plano, por la divinidad del capricho, un dios y una escoba.
Y el hombre no se desembarazará de sus ancestros —y de la naturaleza— más que cuando haya liquidado en él todos los vestigios de lo Incondicionado, cuando su vida y la de los otros le parezcan unos títeres de cuyos hilos tirará para reírse, una diversión de fin de los tiempos. Será entonces el ser puro. La conciencia habrá cumplido su papel…
Cuando se llega al límite del monólogo, a los confines de la soledad, se inventa —a falta de un interlocutor— a Dios, pretexto supremo del diálogo. Mientras Le nombras, tu demencia está bien disfrazada y… todo te está permitido. El verdadero creyente apenas se distingue del loco; pero su locura es legal, admitida; acabaría en un asilo si sus aberraciones estuviesen horras de toda fe. Pero Dios las cubre, las hace legítimas.
El orgullo de un conquistador palidece junto a la ostentación del devoto que se dirige al Creador. ¿Cómo se puede ser tan atrevido? Y ¿cómo podría ser la modestia una virtud de los templos, cuando una vieja decrépita que se imagina el Infinito a su alcance, se eleva por la oración a un nivel de audacia al que ningún tirano aspiró nunca?
Sacrificaría el imperio del mundo por un solo momento en el que mis manos juntas implorasen al gran responsable de nuestros enigmas y nuestras banalidades. Empero ese momento constituye la calidad corriente —y a modo de tiempo oficial— de cualquier creyente. Pero quien es verdaderamente modesto se repite a sí mismo: «demasiado humilde para rezar, demasiado inerte para franquear el umbral de una iglesia, me resigno a mi sombra y no quiero una capitulación de Dios ante mis oraciones». Y a los que le proponen la inmortalidad, les responde: «Mi orgullo no es inagotable: sus recursos son limitados. Vosotros pensáis, en nombre de la fe, vencer vuestro yo; en realidad, deseáis perpetuarlo en la eternidad, pues no os basta esta duración presente.
Vuestra soberbia excede en refinamiento todas las ambiciones del siglo. ¿Qué sueño de gloria, comparado con el vuestro, no se revela engaño y humo? Vuestra fe no es más que un delirio de grandeza tolerado por la comunidad, gracias a que utiliza caminos camuflados; pero vuestro polvo es vuestra única obsesión: golosos de lo intemporal, perseguís al tiempo que lo dispersa. Sólo el más allá es lo bastante espacioso para vuestras apetencias; la tierra y sus instantes os parecen demasiado frágiles. La megalomanía de los conventos supera todo lo que jamás imaginaron las fiebres suntuosas de los palacios. Quien no consiente su nada, es un enfermo mental. Y el creyente, entre todos, es el menos dispuesto a consentir. La voluntad de durar, llevada hasta tal punto, me espanta. Me niego a la seducción malsana de un Yo indefinido.
Quiero revolcarme en mi mortalidad. Quiero seguir siendo normal».
(Señor, dame la facultad de no rezar jamás, librarme de la insania de toda adoración, aleja de mí esa tentación de amor que me entregaría para siempre a Ti. ¡Que el vacío se extienda entre mi corazón y el cielo! No deseo ver mis desiertos poblados con Tu presencia, mis noches tiranizadas con Tu luz, mis Siberias fundidas bajo Tu sol. Más solitario que Tú, quiero mis manos puras, a diferencia de las tuyas, que se ensuciaron para siempre al modelar la tierra y al mezclarse en los asuntos del mundo. No pido a Tu estúpida omnipotencia más que respeto para mi soledad y mis tormentos. No tengo nada que hacer con tus palabras; y temo la locura que me las haría escuchar.
Dispénsame el milagro recoleto de antes del primer instante, la paz que Tú no pudiste tolerar y que te incitó a labrar una brecha en la nada para inaugurar esta feria de los tiempos, y para condenar así al universo, a la humillación y la vergüenza de existir).
¿Por qué no tienes la fuerza de sustraerte a la obligación de respirar? ¿Por qué aguantar todavía este aire solidificado que bloquea tus pulmones y se estrella contra tu carne? ¿Cómo vencer esas esperanzas opacas y esas ideas petrificadas, cuando, alternativamente, tú imitas la soledad de una roca, o el aislamiento de un esputo fijo en los bordes del mundo? Estás más alejado de ti mismo que de un planeta no descubierto, y tus órganos, vueltos hacia los cementerios, tienen celos de su dinamismo…
¿Abrirte las venas para inundar esta hoja que te irrita como te irritan las estaciones?
¡Ridícula tentativa! Tu sangre, decolorada por las noches en blanco, ha suspendido su curso… Nada despertará de nuevo en ti la sed de vivir y de morir, apagada por los años, por siempre alejada con repugnancia de esos manantiales sin murmullo ni prestigio en los que se abrevan los hombres. Aborto de labios mudos y secos, permanecerás más allá del ruido de la vida y de la muerte, incluso más allá del ruido de las lágrimas…
(La verdadera grandeza de los santos consiste en ese poder —insuperable entre todos— de vencer el Miedo al Ridículo. Nosotros no podríamos llorar sin avergonzarnos; ellos invocan «el don de las lágrimas». Una preocupación de honorabilidad en nuestras «sequedades» nos inmoviliza como espectadores de nuestro infinito amargo y comprimido, de nuestros anegamientos que no suceden. Sin embargo, la función de los ojos no es ver, sino llorar; y para ver realmente hay que cerrarlos: es la condición del éxtasis, de la única visión reveladora, mientras que la percepción se agota en el horror de lo ya visto, de lo irreparablemente sabido desde siempre.
Para el que ha presentido los desastres inútiles del mundo, y a quien el saber no ha traído sino la confirmación de un desencanto innato, los escrúpulos que le impiden llorar acentúan su predisposición a la tristeza. Y si está en cierta manera celoso de las hazañas de los santos, no es tanto por su asco de las apariencias o su apetito trascendente, sino más bien por su victoria sobre ese miedo del ridículo; al cual él no puede sustraerse y que le retiene más acá de la inconveniencia sobrenatural de las lágrimas).
Repetirse a uno mismo mil veces por día: «Nada tiene valor aquí abajo», encontrarse eternamente en el mismo punto y girar tontamente como un trompo… Pues no hay progreso en la idea de la vanidad de todo, ni desenlace; y, por más lejos que nos arriesguemos en tal meditación, nuestro conocimiento no crece en modo alguno: es en su momento presente tan rico y tan nulo como lo era en un principio. Es un alto en lo incurable, una lepra del espíritu, una revelación por el estupor. Un simple de espíritu, un idiota, que sufriese una iluminación y que se instalase en ella sin ningún medio de salir y recuperar su condición nebulosa y confortable, tal es el estado de quien se ha enrolado, a su pesar, en la percepción de la universal futilidad. Abandonado por sus noches, presa de una claridad que le ahoga, no sabe qué hacer de ese día que ya no acaba. ¿Cuándo cesará la luz de derramar sus rayos, funestos para el recuerdo de un mundo nocturno y anterior a todo lo que fue? ¡Qué acabado está el caos, sedante y tranquilo, antes de la terrible Creación, o, más dulce aún, el caos de la nada mental!
Si se pusiera en un platillo de la balanza el mal que los «puros» han derramado sobre el mundo y en el otro el mal proveniente de los hombres sin principios y sin escrúpulos, es el primer platillo el que inclinaría la balanza. En el espíritu que la propone, toda fórmula de salvación erige una guillotina… Los desastres de las épocas corrompidas tienen menos gravedad que los azotes causados por las épocas ardientes; el fango es más agradable; hay más suavidad en el vicio que en la virtud, más humanidad en la depravación que en el rigorismo. El hombre que reina y no cree en nada, he aquí el modelo de un paraíso de la decadencia, de una soberana solución de la historia. Los oportunistas han salvado a los pueblos: los héroes los han arruinado.
Hay que sentirse contemporáneo, no de la Revolución y Bonaparte, sino de Fouché y Talleyrand: no le ha faltado a la versatilidad de éstos más que un suplemento de tristeza para que nos sugirieran con sus actos un Arte de vivir.
A las épocas disolutas corresponde el mérito de haber puesto al desnudo la esencia de la vida, de habernos revelado que todo no es sino farsa o amargura, y que ningún acontecimiento merece ser emperifollado, puesto que es necesariamente execrable. La mentira tramada de las grandes épocas de tal siglo, de tal rey, de tal papa… La «verdad» sólo se vislumbra en los momentos en los que los espíritus, olvidados del delirio constructivo, se dejan arrastrar por la disolución de las morales, de los ideales y de las creencias. Conocer, es ver; no es ni esperar ni emprender.
La estupidez que caracteriza las cimas de la historia sólo tiene equivalente en la ineptitud de sus agentes. Si se llevan hasta el fin los actos y los pensamientos es por una falta de agudeza. A un espíritu liberado le repugnan la tragedia y la apoteosis: las desgracias y las palmas le exasperan no menos que la banalidad. Ir demasiado lejos, es dar infaliblemente una prueba de mal gusto. El esteta tiene horror a la sangre, a lo sublime y a los héroes… No aprecia ya más que a los bromistas…
El proceso de envejecimiento en el universo verbal sigue un ritmo de aceleración diferente al del mundo físico. Las palabras, demasiado repetidas, se extenúan y mueren, mientras que la monotonía constituye la ley de la materia: El espíritu necesitaría un diccionario infinito, pero sus medios se limitan a unos cuantos vocablos trivializados por el uso. Es así como lo nuevo, exigiendo combinaciones extrañas, obliga a las palabras a funciones inesperadas: la originalidad se reduce a la tortura del adjetivo y a una impropiedad sugestiva de la metáfora. Coloca las palabras en su sitio: el cementerio cotidiano de la Palabra. Lo sagrado en una lengua constituye la muerte: una palabra prevista es una palabra difunta; sólo su empleo artificial le inyecta un nuevo vigor, en espera de que el vulgo la adopte, la aje y la manche. El espíritu es preciosista o no es, en tanto que la naturaleza se huelga en la simplicidad de sus medios siempre iguales.
Lo que llamamos nuestra vida en relación a la vida sin más, es una creación incesante de modas con ayuda de la palabra artificialmente manejada; es una proliferación de futilidades, sin las cuales nos haría falta expirar en un bostezo que se tragaría la historia y la materia. Si el hombre inventa físicas nuevas, no es tanto para llegar a una explicación válida de la naturaleza como para escapar al hastío del universo conocido, habitual, vulgarmente irreductible, al cual atribuye arbitrariamente tantas dimensiones como adjetivos proyectamos sobre una cosa inerte que estamos cansados de ver y de sufrir como era vista y sufrida por la estupidez de nuestros ancestros o de nuestros antepasados próximos. ¡Malhaya quien, habiendo comprendido esta mascarada se aleja de ella! Habrá pisoteado el secreto de su vitalidad e irá a reunirse con la verdad inmóvil y sin atractivos de aquellos en los que las fuentes del Preciosismo se han secado, y cuyo espíritu se marchitó falto de artificio.
(Es completamente legítimo el momento en que la vida pasará de moda, cayendo en desuso como la luna o la tuberculosis después del abuso romántico: irá a coronar el anacronismo de los símbolos despojados y de las enfermedades desenmascaradas; volverá a ser ella misma: una dolencia sin prestigios, una fatalidad sin brillo. Y es fácilmente previsible el momento en el que ninguna esperanza surgirá ya de los corazones, en el que la tierra será tan glacial como las criaturas, en el que ningún sueño embellecerá la inmensidad estéril. La humanidad enrojecerá de procrear cuando vea las cosas como son. La vida sin la savia de los engaños y los errores, la vida pasada de moda, no encontrará ninguna clemencia ante el tribunal del espíritu. Pero, a fin de cuentas, ese mismo espíritu se desvanecerá: no es más que un pretexto en la nada, como la vida no es más que un prejuicio.
La historia se, sostiene mientras que por encima de las bogas transitorias, de las cuales los acontecimientos son la sombra, una moda más general planea como una invariante; pero cuando esta invariante se desvele a todos como un simple capricho, cuando la inteligencia del error de vivir llegue a ser un bien común y una verdad unánime, ¿de dónde sacaremos redaños para engendrar, o incluso para fingir el esbozo de un acto, el simulacro de un gesto? ¿Por qué arte sobrevivir a nuestros instintos clarividentes y a nuestros corazones lúcidos? ¿Qué prodigio reanimará un atentación futura en un universo anticuado?)
No quiero ya colaborar con la luz ni emplear la jerga de la vida. No volveré a decir:
«Yo soy» sin enrojecer. El impudor del aliento, el escándalo de la respiración están unidos al abuso de un verbo auxiliar…
Ya ha pasado el tiempo en que el hombre se pensaba en términos de aurora; en reposo sobre una materia anémica, helo aquí abierto a su verdadero deber, al deber de estudiar su perdición y de correr a ella… ¡está en el umbral de una nueva era: la de la Piedad de sí mismo. Y esta Piedad es su segunda caída, más neta y más humillante que la primera: es una caída sin rescate. En vano inspecciona los horizontes: mil y un salvadores se perfilan, salvadores de pega, ellos mismos desconsolados también. Se aparta de ellos para prepararse, en su alma excesivamente madura, a la dulzura de pudrirse… Llegado a lo más íntimo de su otoño, oscila entre la Apariencia y la Nada, entre la forma engañosa del ser y su ausencia: vibración entre dos irrealidades…
La conciencia ocupa el vacío que sigue a la erosión de la existencia por el espíritu. Se precisa la obnubilación de un creyente o de un idiota para integrarse a la «realidad», la cual se desvanece al acercarse la menor duda, cualquier sospecha de improbabilidad o un sobresalto de angustia, otros tantos rudimentos que prefiguran la conciencia y que, desarrollados, la engendran, la definen y la exasperan. Bajo el efecto de esta conciencia, de esta presencia incurable, el hombre accede a su más alto privilegio: el de perderse. Enfermo de honor de la naturaleza, corrompe la savia de ésta; vicio abstracto de los instintos, destruye su vigor. El universo se aja a su contacto y el tiempo hace las maletas… No podía realizarse —y descender la pendiente— más que sobre la ruina de los elementos. Una vez acabada su obra, ya está madura para desaparecer: ¿durante cuántos siglos todavía va a escucharse su estertor?