a G.F.
Este libro fue concebido y después escrito, en su totalidad o en parte, bajo diversas formas, en el lapso que va de 1924 a 1929, entre mis veinte y mis veinticinco años de edad. Todos esos manuscritos fueron destruidos y merecieron serlo.
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Encontrada de nuevo en un volumen de la correspondencia de Flaubert, releída y subrayada por mí hacia 1927, la frase inolvidable: «Cuando los dioses ya no existían y Cristo no había aparecido aún, hubo un momento único, desde Cicerón hasta Marco Aurelio, en que sólo estuvo el hombre». Gran parte de mi vida transcurriría en el intento de definir, después de retratar, a este hombre solo y al mismo tiempo vinculado con todo.
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Trabajos vueltos a emprender en 1934; largas investigaciones; unas quince páginas escritas y consideradas definitivas; proyecto retomado y abandonado muchas veces entre 1934 y 1937.
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Durante mucho tiempo imaginé la obra como una serie de diálogos donde se hicieran oír todas las voces del tiempo. Pero a pesar de todos mis intentos, el detalle prevalecía sobre el conjunto; las partes comprometían el equilibrio del todo; la voz de Adriano se perdía en medio de todos esos gritos. Yo no acertaba a organizar ese mundo visto y oído por un hombre.
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La única frase que subsiste de la redacción de 1934: «Empiezo a percibir el perfil de mi muerte». Como un pintor instalado frente al horizonte y que desplaza sin cesar su caballete a derecha y a izquierda, al fin encontré el punto de vista del libro.
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Tomar una vida conocida, concluida, fijada por la Historia (en la medida en que puede ser una vida), de modo tal que sea posible abarcar su curva por completo; más aún, elegir el momento en el que el hombre que vivió esa existencia la evalúa, la examina, es por un instante capaz de juzgarla. Hacerlo de manera que ese hombre se encuentre ante su propia vida en la misma posición que nosotros.
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Mañanas en la Villa Adriana; innumerables noches pasadas en los cafés que bordean el Olimpión; incesante ir y venir por los mares griegos; caminos de Asia Menor. Para que pudiera utilizar esos recuerdos, que son míos, fue necesario que se alejaran tanto de mí como el siglo II.
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Experiencia con el tiempo: dieciocho días, dieciocho meses, dieciocho años, dieciocho siglos. Inmóvil permanencia de las estatuas que, como la cabeza de Antínoo Mondragón en el Louvre, viven aún en el interior de ese tiempo muerto. El mismo problema considerado en términos de generaciones humanas: dos docenas de pares de manos descarnadas, unos veinticinco ancianos bastarían para establecer un contacto ininterrumpido entre Adriano y nosotros.
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En 1937, durante mi primera residencia en los Estados Unidos, hice una serie de lecturas para este libro en la Universidad de Yale; escribí la visita al médico y el pasaje sobre la renunciación a los ejercicios del cuerpo. Estos fragmentos subsisten, modificados, en la versión actual.
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En todo caso, yo era demasiado joven. Hay libros a los que no hay que atreverse hasta no haber cumplido los cuarenta años. Se corre el riesgo, antes de haber alcanzado esa edad, de desconocer la existencia de grandes fronteras naturales que separan, de persona a persona, de siglo a siglo, la infinita variedad de los seres; o por el contrario, de dar demasiada importancia a las simples divisiones administrativas, a los puestos de aduana, o a las garitas de los guardias. Me hicieron falta esos años para aprender a calcular exactamente las distancias entre el emperador y yo.
Dejo de trabajar en este libro (salvo durante algunos días, en París) en 1937 y 1939.
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Surge el recuerdo de T.E. Lawrence, que se superpone en Asia Menor al de Adriano. Pero el trasfondo de Adriano no es el desierto, sino las colinas de Atenas. Cuanto más pensaba en esto, tanto más la aventura de un hombre que niega (y que en primer término se niega) me inspiraba el deseo de presentar a través de Adriano el punto de vista de alguien que no renuncia, o que renuncia en un lugar para aceptar en otra parte. Por lo demás, es evidente que ese ascetismo y ese hedonismo son actitudes intercambiables.
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En octubre de 1939, dejé el manuscrito en Europa con la mayor parte de las notas; pero llevé a los Estados Unidos los resúmenes hechos antes en Yale, un mapa del Imperio Romano en la época de la muerte de Trajano que llevaba conmigo desde hacía años y el perfil del Antínoo del Museo Arqueológico de Florencia, que compré allí en 1926, y que lo muestra joven, grave y dulce.
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Proyecto abandonado desde 1939 hasta 1948. A veces volvía sobre él, pero siempre con sumo desaliento, casi con indiferencia, como si se hubiera tratado de algo imposible. Y hasta avergonzada por haber intentado alguna vez semejante cosa.
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Hundimiento en la desesperación de un escritor que no escribe.
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En los peores momentos de desaliento y de atonía, iba a ver en el hermoso Museo de Hartford (Connecticut) una hermosa tela romana de Canaletto: el Panteón ocre y dorado recortándose contra un cielo azul, al final de una tarde de verano. Después de contemplarla, me sentía más serena y reconfortada.
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Hacia 1941 descubrí por casualidad, en la tienda de un comerciante neoyorquino, cuatro grabados de Piranesi, que G… y yo compramos. En uno de ellos, una vista de la Villa Adriana que me era desconocida hasta entonces, aparece la capilla Canope, de donde fueron tomados en el siglo XVII el Antínoo de estilo egipcio y las estatuas de sacerdotisas de basalto que hoy se ven en el Vaticano. Estructura redonda, pulida como un cráneo, de donde penden algunas malezas como mechones. El genio casi mediúmnico de Piranesi ha intuido la alucinación, las extensas rutinas del recuerdo, la arquitectura trágica de un mundo interior. Durante muchos años me detuve a contemplar esta imagen casi todos los días, sin por ello volver sobre mi antiguo proyecto, al que creía haber renunciado. Tales son los curiosos subterfugios de lo que se llama olvido.
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En la primavera de 1947, ordenando papeles, quemé los apuntes tomados en Yale: me parecían ya definitivamente inútiles.
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Sin embargo, el nombre de Adriano figura en un ensayo sobre el mito de Grecia, que redacté en 1943 y que Caillois publicó en Les lettres françaises de Buenos Aires. En 1945, la imagen de Antínoo, anegada y arrastrada de alguna manera por esa corriente de olvido, vuelve a salir a flote en un ensayo aún inédito, Cántico del alma libre, escrito en vísperas de una grave enfermedad.
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Decirse constantemente que todo lo que yo aquí cuento está desmentido por lo que no cuento; esas notas sólo enmarcan una laguna. No se refieren a lo que yo hacia durante esos años difíciles, como tampoco a mis pensamientos, mis trabajos, mis angustias, mis alegrías, la inmensa repercusión de los hechos exteriores, la constante prueba de mí misma en la piedra de toque de los hechos. Y callo también las experiencias que me deparó la enfermedad y otras, más secretas, que se vinculan con ellas, y la perpetua presencia o busca del amor.
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No tiene importancia: tal vez fuera necesaria esa solución de continuidad, esa ruptura, esa noche del alma que tantos de nosotros hemos padecido en aquella época, cada uno a su manera, y muy frecuentemente de modo más trágico y más definitivo que yo, para obligarme a tratar de colmar no sólo la distancia que me separaba de Adriano, sino sobre todo la que me separaba de mí misma.
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Utilidad de todo lo que hacemos por nosotros mismos, sin pensar en el provecho. Durante los años de destierro, frecuenté la lectura de los autores antiguos: los volúmenes de tapa roja o verde de la edición Loeb-Heinemann llegaron a ser una patria para mí. Una de las mejores formas de recrear el pensamiento de un hombre: reconstruir su biblioteca. Durante años, y sin saberlo, yo me había empeñado en repoblar las calles de Tíbur. No me quedaba más que imaginar las manos hinchadas de un enfermo sobre los manuscritos desplegados.
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Reconstruir desde adentro lo que los arqueólogos del siglo XIX han hecho desde afuera.
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En diciembre de 1948 recibí de Suiza, donde la había dejado durante la guerra, una maleta llena de papeles familiares y cartas de más de diez años de antigüedad. Me senté junto al fuego para acabar con esa especie de horrible inventario de cosas muertas; me pasé varias noches en soledad ocupada en eso. Deshacía atados de cartas; releía, antes de destruirlo, ese montón de correspondencia con personas olvidadas y que me habían olvidado, algunas vivas, otras muertas. Algunos de esos papeles databan de una generación anterior a la mía; los nombres mismos no me decían nada. Arrojaba mecánicamente al fuego ese intercambio de frases muertas con Marías, Franciscos y Pablos desaparecidos. Desplegué cuatro o cinco hojas dactilografiadas; el papel estaba amarillento. Leí el encabezamiento: «Querido Marco…» Marco… ¿De qué amigo, de qué amante, de qué pariente lejano se trataba? No advertí de inmediato a quién se refería el nombre. Al cabo de unos instantes, recordé de pronto que ese Marco no era otro que Marco Aurelio, y supe que tenía en mis manos un fragmento del manuscrito perdido. Desde ese momento, me propuse reescribir ese libro costara lo que costare.
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Esa noche reabrí dos volúmenes que me habían enviado, restos de una biblioteca dispersa. Uno era Dion Casio en la hermosa impresión de Henri Estienne, y el otro un tomo de una edición corriente de la Historia Augusta: las dos fuentes principales de la vida de Adriano, que adquirí en la época en que me había propuesto escribir este libro. Todo lo que el mundo y yo habíamos atravesado entre tanto, enriquecía esas crónicas con la experiencia de un tiempo convulso, proyectaba sobre esa existencia imperial otras luces, otras sombras. En aquel entonces, yo había pensado en el letrado, en el viajero, en el poeta, en el amante y sin que ninguno de esos aspectos perdiera su importancia, veía por primera vez dibujarse con extrema nitidez, entre todos ellos, el más oficial y a la vez más secreto, el del emperador. Haber vivido en un mundo que se deshace me mostró la importancia del Príncipe.
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Me complací en hacer y rehacer el retrato de un hombre que casi llegó a la sabiduría.
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Tan sólo otra figura histórica me ha tentado con una insistencia similar. Omar Khayam, poeta astrónomo. Pero la vida de Khayam es la del contemplador, la del contemplador puro: el mundo de la acción le fue ajeno por completo. Por lo demás, no conozco Persia ni su lengua.
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Imposibilidad, también, de tomar como figura central un personaje femenino; de elegir, por ejemplo, como eje de mi relato, a Plotina en lugar de Adriano. La vida de las mujeres es más limitada, o demasiado secreta. Basta con que una mujer cuente sobre sí misma para que de inmediato se le reproche que ya no sea mujer. Y ya bastante difícil es poner alguna verdad en boca de un hombre.
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Partí para Taos, en Nuevo México. Llevaba conmigo las hojas en blanco para recomenzar este libro: nadador que se arroja al agua sin saber si alcanzará la otra orilla. Muy tarde en la noche, trabajé en él entre Nueva York y Chicago, encerrada en mi camarote como en un hipogeo. Después, durante todo el día siguiente, continué en el restaurante de una estación de Chicago, donde tuve que esperar a un tren detenido por una tormenta de nieve. Enseguida, de nuevo hasta el alba, sola en el coche del expreso de Santa Fe, rodeada por las oscuras cimas de las montañas del Colorado y por el eterno transcurso de los astros. Escribí sin interrupción los pasajes sobre la infancia, el amor, el sueño y el conocimiento del hombre. No recuerdo día más ardiente ni noches más lúcidas.
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Paso lo más rápido posible sobre tres años de investigaciones, que no interesan más que a los especialistas, y sobre la elaboración de un método de delirio que no interesaría más que a los insensatos. Esta última frase hace demasiadas concesiones al romanticismo: hablemos más bien de una participación constante, y la más clarividente posible, en lo que sucedió.
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Con un pie en la erudición, otro en la magia, o más exactamente y sin metáfora, sobre esa magia simpática que consiste en transportarse mentalmente al interior de otro.
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Retrato de una voz. Si decidí escribir estas Memorias de Adriano en primera persona, fue para evitar en lo posible cualquier intermediario, inclusive yo misma. Adriano podría hablar de su vida con más firmeza y más sutileza que yo.
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Los que consideran la novela histórica como una categoría diferente, olvidan que el novelista no hace más que interpretar, mediante los procedimientos de su época, cierto número de hechos pasados, de recuerdos conscientes o no, personales o no, tramados de la misma manera que la Historia. Como Guerra y Paz, la obra de Proust es la reconstrucción de un pasado perdido. La novela histórica de 1830 cae, es cierto, en el melodrama y el folletín de capa y espada; no más que la sublime Duquesa de Langeais o la asombrosa Niña de los ojos de oro. Flaubert reconstruye laboriosamente el palacio de Amílcar con ayuda de centenares de pequeños detalles; del mismo modo procede con Yonville. En nuestra época, la novela histórica, o la que puede denominarse así por casualidad, ha de desarrollarse en un tiempo recobrado, toma de posesión de un mundo interior.
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El tiempo no cuenta. Siempre me sorprende que mis contemporáneos, que creen haber conquistado y transformado el espacio, ignoren que la distancia de los siglos puede reducirse a nuestro antojo.
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Todo se nos escapa, y todos, y hasta nosotros mismos. La vida de mi padre me es tan desconocida como la de Adriano. Mi propia existencia, si tuviera que escribirla, tendría que ser reconstruida desde fuera, penosamente, como la de otra persona; debería remitirme a ciertas cartas, a los recuerdos de otro, para fijar esas imágenes flotantes. No son más que muros en ruinas, paredes en sombra. Ingeniármelas para que las lagunas de nuestros textos, en lo que concierne a la vida de Adriano, coincidan con lo que hubieran podido ser sus propios olvidos.
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Lo cual no significa, como se dice con demasiada frecuencia, que la verdad histórica sea siempre y en todo inasible. Es propio de esta verdad lo de todas las otras: el margen de error es mayor o menor.
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Las reglas del juego: aprenderlo todo, leerlo todo, informarse de todo, y, simultáneamente, adaptar a nuestro fin los Ejercicios de Ignacio de Loyola o el método del asceta hindú que se esfuerza, a lo largo de años, en visualizar con un poco más de exactitud la imagen que construye en su imaginación. Rastrear a través de millares de fichas la actualidad de los hechos; tratar de reintegrar a esos rostros de piedra su movilidad, su flexibilidad viviente. Cuando dos textos, dos afirmaciones, dos ideas se oponen, esforzarse en conciliarlas más que en anular la una por medio de la otra; ver en ellas dos facetas diferentes, dos estados sucesivos del mismo hecho, una realidad convincente porque es compleja, humana porque es múltiple. Tratar de leer un texto del siglo II con los ojos, el alma y los sentimientos del siglo II; bañarlo en esa agua-madre que son los hechos contemporáneos; separar, si es posible, todas las ideas, todos los sentimientos acumulados en estratos sucesivos entre aquellas gentes y nosotros. Servirse, no obstante, pero prudentemente, a título de estudios preparatorios, de las posibilidades de acercamiento o de comprobación, de perspectivas nuevas elaboradas poco a poco por tantos siglos o acontecimientos que nos separan de ese texto, de ese suceso, de ese hombre; utilizarlos en alguna manera como hitos en la ruta de regreso hacia un momento determinado en el tiempo. Deshacerse de las sombras que se llevan con uno mismo, impedir que el vaho de un aliento empañe la superficie del espejo; atender sólo a lo más duradero, a lo más esencial que hay en nosotros, en las emociones de los sentidos o en las operaciones del espíritu, como puntos de contacto con esos hombres que, como nosotros, comieron aceitunas, bebieron vino, se embadurnaron los dedos con miel, lucharon contra el viento despiadado y la lluvia enceguecedora y buscaron en verano la sombra de un plátano y gozaron, pensaron, envejecieron y murieron.
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Hice revisar por médicos varias veces los breves pasajes de las crónicas que se refieren a la enfermedad de Adriano. No muy diferentes, en general, de las descripciones clínicas de la muerte de Balzac.
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Para comprender mejor utilizar un comienzo de enfermedad del corazón.
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¿Qué es Hécuba para él?, se pregunta Hamlet en presencia del actor ambulante que llora por Hécuba. Y Hamlet no tiene más remedio que reconocer que ese comediante que derrama lágrimas auténticas ha logrado establecer con esa muerte tres veces milenaria una comunicación más profunda que la de él mismo con su padre enterrado la víspera, pero cuya desdicha no siente del todo por estar dispuesto a vengarlo sin demora.
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La sustancia, la estructura humana apenas cambian. Nada más estable que la curva de una clavícula, el lugar de un tendón o la forma de un dedo del pie. Pero hay épocas en las que el calzado deforma menos. En el siglo del que hablo, estamos aún muy cerca de la libre verdad del pie descalzo.
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Al atribuir a Adriano dotes de visionario, me instalaba en el terreno de lo plausible, aun cuando esas posibilidades fuesen vagas. El analista imparcial de los hechos humanos se equivoca por lo común bastante poco sobre el desarrollo ulterior de los acontecimientos; y al contrario, acumula errores cuando se trata de prever su manera de suceder, sus detalles y sus características. Napoleón profetizó en Santa Elena que un siglo después de su muerte Europa sería revolucionaria o cosaca; distinguió muy bien las dos posibilidades de la alternativa; no podía imaginar que se superpondrían la una a la otra. Pero en general, sólo es por orgullo, por grosera ignorancia o por negligencia, como nos negamos a ver en el presente los lineamientos de las épocas futuras. Esos sabios libres del mundo antiguo pensaban como nosotros en términos de física o de fisiología universal: consideraban posible el fin del hombre y la muerte del mundo. Plutarco y Marco Aurelio no ignoraban que los dioses y las civilizaciones pasan y mueren. No somos los únicos que miramos cara a cara un inexorable porvenir ante nosotros.
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Esta clarividencia que atribuyo a Adriano no era, por lo demás, sino la forma de hacer resaltar el elemento casi fáustico del personaje, tal como se ve, por ejemplo, en los Cantos Sibilinos, en los escritos de Elio Arístides, o en el retrato de Adriano anciano hecho por Frontón. Con razón o sin ella, se le atribuían a ese moribundo virtudes más que humanas.
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Si ese hombre no hubiera mantenido la paz del mundo y no hubiera renovado la economía del imperio, sus venturas y desventuras personales interesarían menos.
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No hay tarea tan apasionante como la de confrontar los textos. El poema del trofeo de caza de Tespies, consagrado por Adriano al Amor y a la Venus Uraniana «en las colinas de Helicón, junto a la fuente de Narciso», es del otoño de 124; el emperador fue por la misma época a Mantinea, donde nos cuenta Pausanias que hizo levantar la tumba de Epaminondas y que inscribió en ella un poema. La inscripción de Mantinea hoy se ha perdido, pero el gesto de Adriano quizá sólo cobra todo su sentido confrontado con un pasaje de las Moralia de Plutarco, que refiere que Epaminondas fue sepultado en aquel lugar entre dos jóvenes amigos muertos a su lado. Si se acepta para el encuentro entre Antínoo y el emperador la fecha 123-124 de su residencia en Asia Menor, que en todo caso es la fecha más plausible y mejor documentada por los hallazgos de los iconógrafos, esos dos poemas formarían parte de lo que podría llamarse el ciclo de Antínoo, inspirados ambos por esa misma Grecia idílica y herpica que Adriano evocaría más tarde, después de la muerte del favorito, cuando compare al muchacho con Patroclo.
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Cierto número de personajes cuyo retrato quisiera desarrollar: Plotina, Sabina, Arriano, Suetonio. Pero Adriano no podía verlos más que de sesgo. El propio Antínoo sólo puede verse por reflejo, a través de los recuerdos del emperador, es decir, con una minucia apasionada y algunos errores.
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Todo lo que podría decirse sobre el temperamento de Antínoo está inscrito en la menor de sus imágenes. Eager and impassioned tenderness, sullen effeminacy: Shelley, con el admirable candor de los poetas, dijo en seis palabras lo esencial, lo que los críticos de arte y los historiadores del siglo XIX no hicieron más que dilatar en declamaciones virtuosas, con mucho de idealización falsa o ambigua.
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Retratos de Antínoo: abundan, van de lo incomparable a lo mediocre. Todos, a pesar de las variaciones debidas al arte del escultor o a la edad del modelo, con la diferencia que existe entre los retratos hechos ante la imagen viva y los retratos ejecutados en honor del muerto, sorprenden por el increíble realismo de esa figura siempre reconocida de inmediato y sin embargo interpretada de maneras tan diversas, por ese ejemplo, único en la Antigüedad, de supervivencia y de multiplicación en la piedra de un rostro que no fue ni el de un hombre de Estado ni el de un filósofo, sino simplemente el de alguien que fue amado. Entre estas imágenes, las dos más hermosas son las menos conocidas: son también las únicas que llevan el nombre de un escultor. Una es el bajorrelieve firmado por Antoniano de Afrodisias y encontrado hace unos cincuenta años sobre el emplazamiento de un instituto agronómico, los Fundi Rusrici, en cuya sala del consejo de administración se halla hoy colocado. Como ningún guía de Roma señala su existencia en esta ciudad ya repleta de estatuas, los turistas la ignoran. El bajorrelieve de Antoniano está tallado en mármol italiano; seguramente fue hecho en Italia, y sin duda en Roma, por ese artista instalado desde mucho tiempo atrás en la Ciudad o llevado por Adriano en uno de sus viajes. La delicadeza de la pieza es admirable. Una greca de vid rodea con el más flexible de los arabescos al joven rostro melancólico e inclinado: se piensa irresistiblemente en las vendimias de la vida breve, en la atmósfera frutal de una tarde de otoño. La obra delata las huellas de los años pasados en un sótano durante la última guerra: la blancura del mármol ha desaparecido momentáneamente bajo manchas terrosas; faltan tres dedos de la mano izquierda. Así sufren los dioses la locura de los hombres.
[Nota de 1958. Las líneas precedentes aparecieron hace seis años; entre tanto, el bajorrelieve de Antoniano fue adquirido por un banquero romano, Arturo Osio, curioso personaje que hubiera interesado a Stendhal o a Balzac. Osio demuestra por esta reliquia la misma solicitud que por los animales que viven en libertad en una propiedad suya muy cerca de Roma, así como por los árboles que ha plantado por millares en su dominio de Orbetello. Rara virtud: «Los italianos detestan los árboles», dijo Stendhal en 1828, ¿y qué diría ahora cuando los especuladores de Roma matan echándoles agua caliente a los pinos demasiado hermosos, demasiado protegidos por los reglamentos urbanos, que les molestan para construir sus hormigueros? Lujo raro, también: ¿cuántos hombres ricos pueblan sus bosques y prados de animales en libertad, no por el placer de la caza, sino para reconstruir algo así como un admirable Edén? El amor hacia las estatuas antiguas, esos grandes objetos apacibles, duraderos y frágiles a la vez, es bastante poco común en los coleccionistas de nuestra época agitada y sin porvenir. Por consejo de los expertos, el nuevo poseedor del bajorrelieve de Antoniano acaba de someterlo a mano autorizada para la más delicada de las limpiezas; una lenta fricción con la yema de los dedos ha desembarazado el mármol de su herrumbre y su moho, devolviéndole su brillo natural de alabastro y marfil.]
La segunda de estas dos obras maestras es el ilustre sardónice que lleva el nombre de Gema Malborough por haber pertenecido a esa colección hoy dispersa. Durante más de treinta años se creyó que esa hermosa pieza estaba perdida o enterrada. Una venta pública en Londres la sacó a relucir en enero de 1952; el gusto refinado del gran coleccionista Giorgio Sangiorgi hizo que volviera a Roma. Debo a la benevolencia de Sangiorgi el haber visto y tocado esa pieza única. En el borde se lee, incompleta, una firma que se considera de Antoniano de Afrodisias. El artista encerró con tanta maestría ese perfil perfecto en el estrecho espacio de un sardónice, que ese trozo de piedra testimonia un gran arte perdido como lo haría una estatua o un bajorrelieve.
Las proporciones de la obra hacen olvidar las dimensiones del objeto. En la época bizantina el reverso de la obra maestra fue moldeado en una ganga del oro más puro. Fue así como pasó de coleccionista desconocido en coleccionista desconocido hasta llegar a Venecia, donde en el siglo XVI se señala su presencia en una gran colección; el célebre anticuario Gavin Hamilton la compró y la llevó a Inglaterra, de donde vuelve hoy a Roma, su lugar de origen. De todos los objetos existentes en la superficie de la tierra, es el único que podemos presumir con alguna certeza que haya pasado por las manos de Adriano.
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Es necesario sumergirse en los recovecos de un tema para descubrir las cosas más simples, y del interés literario más general. Fue sólo al estudiar a Flegón, secretario de Adriano, cuando supe que se debe a este personaje olvidado la primera y una de las más bellas historias de aparecidos, esa sombría y voluptuosa Novia de Corinto en la que se inspiraron Goethe y el Anatole France de las Bodas corintias. Flegón, además, escribía con la misma tinta y con la misma curiosidad desordenada por todo aquello que trascendiera los límites de lo humano absurdas historias de monstruos con dos cabezas, de hermafroditas en trance de parir. Tal vez, por lo menos en ciertos días, el tema de conversación en la mesa imperial.
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Los que hubieran preferido un Diario de Adriano a las Memorias de Adriano olvidan que el hombre de acción muy rara vez lleva un diario; no es sino mucho después, al llegar a un periodo de inactividad, cuando se pone a recordar, anota y por lo común se asombra.
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A falta de cualquier otro documento, la carta de Arriano al emperador Adriano acerca del viaje por el Mar Negro bastaría para recrear en líneas generales la figura imperial: minuciosa exactitud del dueño y señor que todo lo quiere saber; interés por los trabajos de la paz y de la guerra; gusto por las estatuas bien modeladas; pasión por los poemas y las leyendas antiguas. Y ese mundo, raro en cualquier época, y que habría de desaparecer por completo después de Marco Aurelio, en el cual, por sutiles que fueran los matices del protocolo y el respeto, el letrado y el administrador se dirigían aún al príncipe como a un amigo. Todo está allí: melancólico retorno al ideal de la Grecia antigua; discreta alusión a los amores perdidos y a las consolaciones místicas buscadas por el superviviente, añoranza de países desconocidos y de climas bárbaros. La evocación prerromántica de las regiones desiertas, pobladas de pájaros marinos hace pensar en el admirable vaso, encontrado en la Villa Adriana y que hoy puede verse en el Museo de las Termas, donde una bandada de garzas se esparce y alza vuelo en plena soledad por la nieve del mármol.
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Nota de 1949. Cuanto más me esfuerzo por lograr un retrato fiel, más me alejo del hombre y del libro que podrían agradar. Sólo podrán comprenderme algunos pocos que se apasionan por el destino humano.
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La novela devora hoy todas las formas: estamos casi obligados a pasar por ella; este estudio sobre la suerte de un hombre que se llamó Adriano hubiera sido una tragedia en el siglo XVII y un ensayo en el Renacimiento.
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Este libro es la condensación de una enorme tarea hecha sólo para mí. Me había habituado, todas las noches, a escribir de manera automática el resultado de mis paseos imaginarios por la intimidad de otras épocas. Registraba hasta las menores palabras, los menores gestos, los matices más imperceptibles; las escenas que en el libro ocurren en dos líneas, aparecían hasta en sus menores detalles y como en cámara lenta. Unidas las unas a las otras, esas especies de actas hubieran formado un volumen de millares de páginas. Pero quemaba por la mañana el trabajo de cada noche. Escribí así enorme cantidad de meditaciones muy abstrusas, y algunas descripciones bastante obscenas.
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El hombre más apasionado por la verdad, o al menos por la exactitud, es por lo común el más capaz de darse cuenta, como Pilato, de que la verdad no es pura. De ahí que las afirmaciones más directas vayan mezcladas con dudas, repliegues, rodeos que un espíritu más convencional no tendría. En ocasiones, aunque no a menudo, me asaltaba la impresión de que el emperador mentía. Y entonces tenía que dejarle mentir, como todos hacemos.
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Grosería de los que dicen: «Adriano es usted». Grosería quizás mayor de los que se sorprenden de que yo haya elegido un tema tan lejano y extraño. El hechicero que practica una incisión en su pulgar en el momento de evocar las sombras, sabe que ellas no sólo obedecerán esa llamada porque van a beber a su propia sangre. Sabe también, o debería saber, que las voces que le hablan son más sabias y más dignas de atención que sus propios gritos.
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Me di cuenta muy pronto de que estaba escribiendo la vida de un gran hombre. Por tanto, más respeto por la verdad, más cuidado, y, en cuanto a mí, más silencio.
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De alguna manera, toda vida narrada es ejemplar; se escribe para atacar o para defender un sistema del mundo, para definir un método que nos es propio. Y no es menos cierto que por la idealización o la destrucción deliberadas, por el detalle exagerado o prudentemente omitido, se descalifica casi toda biografía: el hombre así construido sustituye al hombre comprendido. No perder nunca de vista el diagrama de una vida humana, que no se compone, por más que se diga, de una horizontal y de dos perpendiculares, sino más bien de tres líneas sinuosas, perdidas hacia el infinito, constantemente próximas y divergentes: lo que un hombre ha creído ser, lo que ha querido ser, y lo que fue.
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Aunque sea obvio decirlo, siempre se erige un monumento de acuerdo con el gusto de cada uno. Y no es poco emplear sólo piedras auténticas.
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Todo ser que haya vivido la aventura humana vive en mí.
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El siglo II me interesa porque fue, durante mucho tiempo, el de los últimos hombres libres. En lo que a nosotros concierne, quizás estemos ya bastante lejos de aquel tiempo.
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El 26 de diciembre de 1926, en una noche glacial al borde el Atlántico, en el silencio casi polar de la isla de los Montes Desiertos, en los Estados Unidos, traté de revivir el calor, la sofocación de un día de julio de 138 en Bayas, el peso de su túnica en las piernas lentas y cansadas, el ruido casi imperceptible de un mar sin marea que bañaba a un hombre absorto en los rumores de su propia agonía. Traté de llegar hasta el último trago de agua, el último malestar, la última imagen. Al emperador sólo le quedaba morir.
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No he dedicado a nadie este libro. Tendría que habérselo dedicado a G.F. Y lo hubiera hecho si poner una dedicatoria personal al frente de una obra en la que yo pretendía pasar inadvertida no hubiera sido una suerte de indecencia. Pero aun la dedicatoria más extensa es una manera bastante incompleta y trivial de honrar una amistad fuera de lo común. Cuando trato de definir ese bien que me ha sido dado desde hace años, advierto que un privilegio semejante, por raro que sea, no puede ser único; que debe existir alguien, siquiera en el trasfondo, en la aventura de un libro bien llevado o en la vida de un escritor feliz, alguien que no deje pasar la frase inexacta o floja que no cambiamos por pereza; alguien que tome por nosotros los gruesos volúmenes de los anaqueles de una biblioteca para que encontremos alguna indicación útil y que se obstine en seguir consultándolos cuando ya hayamos renunciado a ello; alguien que nos apoye, nos aliente, a veces que nos oponga algo; alguien que comparta con nosotros, con igual fervor, los goces del arte y de la vida, sus tareas siempre pesadas, jamás fáciles; alguien que no sea ni nuestra sombra, ni nuestro reflejo, ni siquiera nuestro complemento, sino alguien por sí mismo; alguien que nos deje en completa libertad y que nos obligue, sin embargo, a ser plenamente lo que somos. Hospes Comesque.
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Supe en diciembre de 1951 de la reciente muerte del historiador alemán Wilhelm Weber, en abril de 1952 la del erudito Paul Graindor, cuyos trabajos me fueron muy útiles. Conversé estos días con dos personas. G.B… y J.F… que conocieron en Roma al grabador Pierre Gusman, sobre la época en la que él se dedicó a dibujar con pasión los lugares de la Villa. Sentimiento de pertenecer a una especie de Gens Elia, de formar parte del conjunto de secretarios del gran hombre, de participar en el relevo de la guardia imperial que montan los humanistas y los poetas relevándose en torno a un gran recuerdo. Así (y lo mismo ocurre sin duda con los especialistas en Napoleón y los amantes de Dante), un círculo de espíritus vinculados por las mismas simpatías y las mismas inquietudes se forma a través del tiempo.
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Los Blazios y los Vadios existen, y su primo Basilio aún vive. Una vez, sólo una vez, me encontré frente a ese conjunto de insultos y bromas de cuerpos de guardia, citas truncadas o deformadas con arte para infundir a nuestras frases una tontería que ellas no dicen, argumentos capciosos sostenidos por afirmaciones a la vez vagas y perentorias para ser tenidas en cuenta por el lector respetuoso del hombre con títulos y que no tiene tiempo ni deseos de consultar por su cuenta las fuentes. Todo esto caracteriza cierto género y cierta especie, felizmente poco comunes. Cuánta buena voluntad, al contrario, hay en tantos eruditos que podrían muy bien, en nuestra época de especialización forzosa, desdeñar en bloque todo esfuerzo literario de reconstrucción del pasado que parezca invadir sus territorios… Muchos de ellos se han ofrecido espontáneamente a rectificarme un error, a confirmarme un detalle, a sostener una hipótesis, a facilitar una nueva investigación; les quedo aquí sumamente agradecida. Todo libro reeditado debe alguna cosa a sus lectores honrados.
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Esforzarse en lo mejor. Volver a escribir. Retocar, siquiera imperceptiblemente, alguna corrección. «Es a mí mismo a quien corrijo —decía Yeats— al retocar mis obras».
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Ayer, en la Villa, pensé en los millares de vidas silenciosas, furtivas como las de los animales, irreflexivas como las de las plantas: que han vivido entre Adriano y nosotros: Bohemios del tiempo de Piranesi, saqueadores de ruinas, mendigos, cabreros, aldeanos refugiados entre escombros. Al borde de un olivar, en una senda antigua y con escombros, G… y yo nos encontramos ante el lecho de cañas de un campesino, ante el bulto de las ropas colocado entre dos bloques de cemento romano, ante las cenizas de su fuego recién apagado. Sensación de humilde intimidad bastante similar a la que se siente en el Louvre, después del cierre, a la hora en que los catres de tijera de los guardas aparecen entre las estatuas.
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(Nada que modificar, en 1958, en las líneas que anteceden; el portamantas del campesino, aunque no su lecho, aún sigue allá G… y yo volvimos a detenernos sobre la hierba de Tempe, entre las violetas, en aquel momento sagrado del año en que todo vuelve a comenzar a pesar de las amenazas que el hombre de nuestros días deja caer sobre el mundo y sobre él mismo. Pero la Villa ha sufrido, sin embargo, un insidioso cambio. No total, es cierto: no se altera tan rápidamente un lugar que los siglos han destruido y formado con lentitud. Pero por un defecto raro, en Italia, los «embellecimientos» peligrosos han venido a sumarse a las refacciones y a las consolidaciones necesarias. Los olivares han sido talados para dar lugar a una zona de estacionamiento de automóviles y a un quiosco de bebidas que transforman la noble soledad del lugar en una especie de feria. Los visitantes beben de una fuente de cemento el agua que surge a través de un mascarón de yeso que imita lo antiguo; otro mascarán, aún más inútil, ornamenta el frente de una piscina surcada hoy por una flotilla de patos. Se ha copiado, también en yeso, triviales estatuas de jardín grecorromanas halladas en excavaciones recientes, y que no merecían que se les tributara ni ese exceso de honor ni esa indignidad; estas réplicas en tal vil material esponjosa y blanda, dispuestas casi al azar en pedestales, dan a la melancolía Canope la apariencia de un rincón de estudio de cine para una película sobre los Césares. Nada más frágil que el equilibrio de los lugares hermosos. Nuestras fantasías de interpretación dejan intactos los textos mismos, que sobreviven a nuestros comentarios; pero la menor restauración imprudente infligida a las piedras, la menor carretera de asfalto que invade un campo donde creció la hierba durante siglos, determina para siempre lo irreparable. La belleza se aleja; la autenticidad también.)
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Lugares en los que se ha elegido vivir, residencias invisibles que uno se construye al margen del tiempo. Yo viví en Tíbur, tal vez allí muera, como Adriano en la Isla de Aquiles.
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No. He vuelto a visitar la Villa una vez más, con sus pabellones para la intimidad y el reposo, sus vestigios de un lujo sin fasto, lo menos imperial posible, de rico aficionado que se esfuerza por unir las delicias del arte a los placeres campestres; he buscado en el Panteón el lugar exacto al que llega un rayo de sol de la mañana del 21 de abril; he vuelto a transitar, a lo largo de los corredores del Mausoleo, la ruta fúnebre tan frecuentada por Chabrias, Celer y Diótimo, amigos de sus últimos días. Pero he dejado de sentir a esos seres, su inmediata presencia, esos hechos, esa actualidad; permanecen cerca de mí, pero desordenados, ni más ni menos como los recuerdos de mi propia vida. Nuestro intercambio con los demás no se produce más que por un cierto tiempo; se desvanece una vez lograda la satisfacción, la lección sabida, el servicio obtenido, la obra acabada. Lo que yo era capaz de decir ya está dicho; lo que hubiera podido aprender ya está aprendido. Ocupémonos ahora de otras cosas.