Volví por tierra a Grecia. El viaje fue largo. Tenía razones para pensar que aquélla sería mi última gira oficial por Oriente, y quería más que nunca verlo todo por mis propios ojos. Antioquía, donde me detuve algunas semanas, se me apareció bajo una nueva luz; ya no era tan sensible como antaño a los prestigios de los teatros, las fiestas, las delicias de los jardines de Dafné, el amontonamiento abigarrado de las multitudes. Advertía con mayor fuerza la eterna ligereza de aquel pueblo maldiciente y burlón, que me recordaba al de Alejandría, la necedad de los pretendidos ejercicios intelectuales, el trivial despliegue de lujo de los ricos. Casi ninguno de aquellos notables comprendía la totalidad de mis programas de obras y reformas en Asia; se contentaban con aprovecharse de ellos para su ciudad, y sobre todo para su propio beneficio. Me encantaba la idea de trasladar la capital de la provincia a Esmirna o Pérgamo, pero los defectos de Antioquía eran los de cualquier gran metrópolis; no hay ciudad de esa importancia que no los tenga. Mi repugnancia hacia la vida urbana me indujo a consagrarme aún más a las reformas agrarias; completé la larga y compleja reorganización de los dominios imperiales en Asia Menor, por la cual los campesinos lograron mejoras y el Estado también. En Tracia fui a visitar Andrinópolis, donde los veteranos de las campañas dacias y sármatas se habían congregado atraídos por donaciones de tierras y reducciones de impuestos. Un plan análogo debería aplicarse en Antínoe. Hacia mucho que había concedido exenciones análogas a los médicos y profesores de todas partes, con la esperanza de favorecer el mantenimiento y el desarrollo de una clase media seria e instruida. Conozco sus defectos, pero un Estado sólo se mantiene gracias a ella.

Atenas seguía siendo la etapa preferida; me maravillaba que su belleza dependiera tan poco de los recuerdos, ya fueran míos o históricos; la ciudad parecía nueva cada mañana. Esta vez me instalé en casa de Arriano. Iniciado como yo en Eleusis, había sido adoptado luego de ello por una de las grandes familias sacerdotales del territorio ático, la de los Kerikés, tal como yo fuera adoptado por la de los Eumólpidas. Se había casado con una joven ateniense, fina y orgullosa. Ambos me rodeaban de discretos cuidados. Su casa se hallaba situada a pocos pasos de la nueva biblioteca que yo había donado a Atenas y en la que no faltaba nada de lo que puede ayudar a la meditación o al reposo que la precede: asientos cómodos, calefacción adecuada durante los inviernos con frecuencia rigurosos, escaleras para llegar a las galerías donde se guardan los libros, el alabastro y el oro de un lujo discreto y sereno. La elección y el emplazamiento de las lámparas habían sido objeto de particular cuidado. Cada vez sentía mayor necesidad de recopilar y conservar los volúmenes antiguos, y encargar a escribas concienzudos de que hicieran copias nuevas. Tan bella tarea no me parecía menos urgente que la ayuda a los veteranos o los subsidios a las familias prolíficas y pobres; me decía que bastarían algunas guerras, con la miseria que las acompaña, y un período de grosería o salvajismo bajo el reinado de algún príncipe perverso, para que los pensamientos conservados con ayuda de aquellos frágiles objetos de fibras y de tinta perecieran para siempre. Todo hombre lo bastante afortunado para beneficiarse en mayor o menor medida de aquel legado cultural se me antoja responsable de él, su fideicomisario ante el género humano.

Mucho leí durante aquel periodo. Había convencido a Flegón para que compusiera, con el nombre de Olimpíadas, una serie de crónicas que continuarían las Helénicas de Jenofonte y que terminarían en mi reino; plan atrevido, en cuanto convertía la inmensa historia de Roma en una simple continuación de la de Grecia. El estilo de Flegón es enojosamente seco, pero de todas maneras vale la pena reunir y dejar sentados los hechos. El proyecto me despertó el deseo de releer a los historiadores de antaño. Su obra, comentada por mi propia experiencia, me llenó de ideas sombrías. La energía y buena voluntad de cada estadista parecían poca cosa frente a ese acaecer fortuito y fatal a la vez, ese torrente de sucesos demasiado confusos para admitir una previsión, una dirección o un juicio. También me atraían los poetas; amaba evocar desde un lejano pasado esas pocas voces plenas y puras. Llegué a sentirme amigo de Teognis, el aristócrata, el exiliado, el observador sin ilusión ni indulgencia de las acciones humanas, siempre pronto a denunciar esos errores y esas faltas que llamamos nuestros males. Aquel hombre tan lúcido había saboreado las punzantes delicias del amor; a pesar de las sospechas, los celos, los agravios recíprocos, su relación con Cirno se prolongó hasta la vejez del uno y la edad madura del otro; la inmortalidad que prometía al joven de Megara era algo más que una palabra vana, puesto que su recuerdo llegaba hasta mí desde más allá de seis siglos. De todos los poetas antiguos, Antímaco fue empero el que más me atrajo; estimaba ese estilo oscuro y denso, las frases amplias y a la vez condensadas al máximo, grandes copas de bronce llenas de un vino espeso. Prefería su relato del periplo de Jasón a los Argonautas de Apolonio. Antímaco había comprendido mejor el misterio de los horizontes y los viajes, la sombra que proyecta el hombre efímero sobre los paisajes eternos. Había llorado apasionadamente a su esposa Lydyé, dando el nombre de la muerta a un extenso poema donde figuraban todas las leyendas de dolor y de duelo. Lydyé, a quien quizá yo no habría mirado en vida, se me convertía en una figurilla familiar, más querida que muchos personajes femeninos de mi propia existencia. Aquellos poemas, casi olvidados sin embargo, me devolvían poco a poco la confianza en la inmortalidad.

Revisé mis propias obras: los poemas de amor, los de circunstancias, la oda a la memoria de Plotina. Llegaría el día en que alguien tuviera deseos de leer todo eso. Un grupo de versos obscenos me hizo vacilar, pero acabé por incluirlos. Nuestros poetas más honestos los escriben parecidos. Para ellos son un juego; yo hubiera preferido que los míos fuesen otra cosa, la exacta imagen de una verdad desnuda. Pero ahí, como en todo, los lugares comunes nos encarcelan; empezaba a comprender que la audacia del espíritu no basta para librarse de ellos y que el poeta sólo triunfa de las rutinas y sólo impone su pensamiento a las palabras gracias a esfuerzos tan prolongados y asiduos como mis tareas de emperador. Por mi parte no podía pretender más que a la buena suerte del aficionado; demasiado sería ya si de todo aquel fárrago subsistían dos o tres versos. Por aquel entonces, sin embargo, tuve intención de escribir una obra asaz ambiciosa, parte en prosa y parte en verso, donde quería hacer entrar a la vez lo serio y lo irónico, los hechos curiosos observados a lo largo de mi vida, mis meditaciones, algunos sueños. Todo ello hubiera sido enlazado con un hilo muy fino y habría servido para exponer una filosofía que era ya la mía, la idea heraclitiana del cambio y el retorno. Pero he acabado dejando de lado un proyecto tan vasto.

Ese mismo año sostuve varias conversaciones con la sacerdotisa que me había iniciado antaño en Eleusis y cuyo nombre debe permanecer secreto; las modalidades del culto de Antínoo fueron establecidas una por una. Los grandes símbolos elusinos seguían destilando para mí una virtud calmante; acaso el mundo carece de sentido, pero si tiene alguno en Eleusis está expresado más sabia y noblemente que en cualquier otra parte. Bajo la influencia de aquella mujer decidí trazar las divisiones administrativas de Antínoe, sus demos, sus calles, sus bloques urbanos, plano del mundo divino a la vez que imagen transfigurada de mi propia vida. Todo tenía allí participación, Hestia y Baco, los dioses del hogar y los de la orgía, las divinidades celestes y las de ultratumba. Incorporé a mis antepasados imperiales, Trajano y Nerva, para que fueran parte integrante de aquel sistema de símbolos. Plotina también estaba allí; la bondadosa Matidia quedaba asimilada a Deméter; y mi mujer, con la cual mantenía en esa época relaciones bastante cordiales, figuraba en el cortejo de personas divinas. Meses más tarde di el nombre de mi hermana Paulina a uno de los barrios de Antínoe. Había acabado querellándome con la esposa de Serviano pero, después de muerta, Paulina recobraba en aquella ciudad del recuerdo su lugar único de hermana. El triste sitio se convertía en paraje ideal de reuniones y recuerdos, Campos Elíseos de una vida donde las contradicciones se resuelven, donde todo, en su plano, es igualmente sagrado.

De pie junto a una ventana de la casa de Arriano, frente a la noche sembrada de astros, meditaba en la frase que los sacerdotes egipcios habían hecho grabar en el ataúd de Antínoo: Obedeció la orden del cielo. ¿Sería posible que el cielo nos intimidara sus órdenes y que los mejores de entre nosotros las escucharan allí donde el resto de los hombres sólo percibe un silencio aplastante? La sacerdotisa eleusina y Chabrias lo creían así. Hubiera querido poder darles la razón. Volvía a ver con el pensamiento aquella palma de la mano alisada por la muerte, tal como la había contemplado por última vez la mañana del embalsamamiento; las líneas que antaño me inquietaran ya no se veían; ocurría con ellas lo que con las tabletas de cera en las cuales se borra la orden cumplida. Pero esas afirmaciones de lo alto iluminan sin infundir calor, como la luz de las estrellas, y la noche en torno es aún más sombría. Si el sacrificio de Antínoo había sido pesado a mi favor en alguna balanza divina, los resultados de aquel horrible don de sí mismo no se manifestaban todavía; sus beneficios no eran los de la vida, y ni siquiera los de la inmortalidad. Apenas me atrevía a buscarles un nombre. A veces, a raros intervalos, un débil resplandor palpitaba fríamente en el horizonte de mi cielo, sin embellecer al mundo ni a mí mismo; seguía sintiéndome más lacerado que salvado.

Por aquel entonces Cuadrato, obispo de los cristianos, me envió una apología de su fe. Había yo tenido por principio mantener frente a esa secta la línea de conducta estrictamente equitativa que siguiera Trajano en sus mejores días; acababa de recordar a los gobernadores de provincia que la protección de las leyes se extiende a todos los ciudadanos, y que los difamadores de los cristianos serían castigados en caso de que los acusaran sin pruebas. Pero toda tolerancia acordada a los fanáticos los mueve inmediatamente a creer que su causa merece simpatía. Me cuesta creer que Cuadrato confiara en convertirme en cristiano; sea como fuese, se obstinó en probarme la excelencia de su doctrina, y sobre todo su inocuidad para el Estado. Leí su obra; mi curiosidad llegó al punto de pedir a Flegón que reuniera noticias sobre la vida del joven profeta Jesús, fundador de la secta, que murió víctima de la intolerancia judía hace unos cien años. Aquel joven sabio parece haber dejado preceptos muy parecidos a los de Orfeo, con quien suelen compararlo sus discípulos. A través de la monocorde prosa de Cuadrato, no dejaba de saborear el encanto enternecedor de esas virtudes de gente sencilla, su dulzura, su ingenuidad, la forma en que se aman los unos a los otros; todo eso se parecía mucho a las hermandades que los esclavos o los pobres fundan por doquiera para honrar a nuestros dioses en los barrios populosos de las ciudades. En el seno de un mundo que, pese a todos nuestros esfuerzos, sigue mostrándose duro e indiferente a las penas y a las esperanzas de los hombres, esas pequeñas sociedades de ayuda mutua ofrecen a los desventurados un punto de apoyo y una confrontación. Pero no dejaba por ello de advertir ciertos peligros. La glorificación de las virtudes de los niños y los esclavos se cumplía a expensas de cualidades más viriles y más lúcidas. Bajo esta inocencia recatada y desvaída adivinaba la feroz intransigencia del sectario frente a formas de vida y de pensamiento que no son las suyas, el insolente orgullo que lo mueve a preferirse al resto de los hombres y su visión voluntariamente deformada. No tardé en cansarme de los argumentos capciosos de Cuadrato y de esos retazos de filosofía torpemente extraídos de los escritos de nuestros sabios. Chabrias, siempre preocupado por el culto que debe ofrecerse a los dioses, se inquietaba ante los progresos de esa clase de sectas en el populacho de las grandes ciudades; temía por nuestras antiguas religiones, que no imponen al hombre el yugo de ningún dogma, se prestan a interpretaciones tan variadas como la naturaleza misma y dejan que los corazones austeros inventen si así les parece una moral más elevada, sin someter a las masas a preceptos demasiado estrictos que en seguida engendran la sujeción y la hipocresía. Arriano compartía estos puntos de vista; pasamos toda una noche discutiendo el mandamiento que exige amar al prójimo como a uno mismo; yo lo encontraba demasiado opuesto a la naturaleza humana como para que fuese obedecido por el vulgo, que nunca amará a otro que a sí mismo, y tampoco se aplicaba al sabio, que está lejos de amarse a sí mismo.

Por lo demás el pensamiento de nuestros filósofos me parecía igualmente limitado, confuso o estéril. Tres cuartas partes de nuestros ejercicios intelectuales no pasan de bordados en el vacío; me preguntaba si esa creciente vacuidad se debería a una disminución de la inteligencia o a una decadencia del carácter; sea como fuere, la mediocridad espiritual aparecía acompañada en casi todas partes por una asombrosa bajeza del alma. Había encargado a Herodes Ático que vigilara la construcción de una red de acueductos en la Tróade; se valió de ello para derrochar vergonzosamente los denarios públicos. Llamado a rendir cuentas, respondió con insolencia que era lo bastante rico para cubrir el déficit; su riqueza misma era un escándalo. Su padre, muerto poco antes, se había arreglado para desheredarlo discretamente, multiplicando las dádivas a los ciudadanos de Atenas; Herodes rehusó redondamente pagar los legados paternos, de donde resultó un proceso que dura todavía.

En Esmirna, Polemón, mi familiar de antaño, se permitió arrojar a la calle a una diputación de senadores romanos que había creído poder contar con su hospitalidad. Tu padre Antonino, el más bondadoso de los hombres, perdió la paciencia; el estadista y el sofista acabaron yéndose a las manos; aquel pugilato indigno de un futuro emperador lo era aún más de un filósofo griego. Favorino, el ávido enano a quien había colmado de dinero y honores, repartía por todas partes epigramas a mi costa. De hacerle caso, las treinta legiones que mandaba eran mis únicos argumentos válidos en las justas filosóficas que tenía la vanidad de sostener, y donde él se cuidaba de dejar la última palabra al emperador. Con ello me tachaba a la vez de presunción y de tontería, presumiendo por su parte de una rara cobardía. Pero los pedantes se irritan siempre de que conozcamos tan bien como ellos su mezquino oficio. Todo servía de pretexto a sus malignas observaciones. Había hecho yo incluir en los programas escolares las obras demasiado olvidadas de Hesíodo y de Ennio; los espíritus rutinarios me atribuyeron inmediatamente el deseo de destronar a Homero y al límpido Virgilio, a quien sin embargo citaba sin cesar. Con gentes así no se podía hacer nada.

Arriano valía más. Me gustaba hablar con él de cualquier cosa. Había guardado un recuerdo deslumbrado y grave del adolescente de Bitinia. Yo le agradecía que colocara aquel amor, del que había sido testigo, al nivel de las grandes pasiones recíprocas de antaño. Hablábamos de él algunas veces, pero nunca jamás se dijera una mentira, tenía a veces la impresión de que nuestras palabras se teñían de una cierta falsedad; la verdad desaparecía bajo lo sublime. También Chabrias terminó por decepcionarme; había tenido por Antínoo la ciega abnegación de un anciano esclavo por su joven amo, pero tanto lo ocupaba el culto del nuevo dios, que parecía haber perdido casi por completo el recuerdo del ser viviente. Por lo menos Euforión, mi servidor negro, lo había visto todo de más cerca. Arriano y Chabrias me eran muy queridos y no me sentía en nada superior a esos dos hombres tan honrados, pero a veces me parecía ser el único que se esforzaba por seguir teniendo los ojos abiertos.

Sí, Atenas era siempre bella, y no lamentaba haber impuesto disciplinas griegas a mi vida. Todo lo que poseemos de humano, de ordenado y lúcido, a ellas se lo debemos. Pero a veces me decía que la seriedad algo pesada de Roma, su sentido de la continuidad y su gusto por lo concreto habían sido necesarios para transformar en realidad lo que en Grecia seguía siendo una admirable concepción del espíritu, un bello impulso del alma. Platón había escrito La República y glorificado la idea de lo Justo, pero sólo nosotros, instruidos por nuestros propios errores, nos esforzábamos penosamente por hacer del Estado una máquina capaz de servir a los hombres, con el menor riesgo posible de triturarlos. Griega es la palabra filantropía, pero el legista Salvio Juliano y yo trabajamos para mejorar la miserable condición del esclavo. La asiduidad, la seriedad, la aplicación en el detalle que corrige la audacia de las concepciones generales, habían sido para mi virtudes aprendidas en Roma. Me ocurría también encontrar en lo más hondo de mí mismo los paisajes melancólicos de Virgilio, sus crepúsculos velados de lágrimas. Iba aún más allá: reconocía otra vez la ardiente tristeza de España y su árida violencia, pensaba en las gotas de sangre celta, ibera, quizá púnica, que habían debido de infiltrarse en las venas de los colonos romanos del municipio de Itálica: me acordaba de que mi padre había sido llamado el Africano. Grecia me había ayudado a valorar esos elementos no griegos. Lo mismo ocurría con Antínoo, de quien había hecho la imagen misma de ese país apasionado por la belleza y del cual sería acaso el último dios. Y sin embargo la Persia refinada y la salvaje Tracia se habían aliado en Bitinia con los pastores de la antigua Arcadia; aquel perfil delicadamente curvo recordaba el de los pajes de Osroes; el ancho rostro de pómulos salientes era el de los jinetes tracios que galopan a orillas del Bósforo y que prorrumpen al anochecer en roncos cantos tristes. Ninguna fórmula era lo bastante completa para contenerlo todo.

Terminé aquel año la revisión de la constitución ateniense, comenzada mucho antes. En la medida de lo posible volvía a las viejas leyes democráticas de Clístenes. La reducción del número de funcionarios aliviaba las cargas del Estado. Me opuse al desastroso sistema de impuesto que por desgracia se sigue aplicando aquí y allá en las administraciones locales. Las fundaciones universitarias, establecidas en la misma época, ayudaron a Atenas a convertirse otra vez en un importante centro de estudios. Los gustadores de belleza, que afluyeran a la ciudad antes que yo, se habían contentado con admirar sus monumentos sin inquietarse de la creciente penuria de sus habitantes. Habíame esforzado, en cambio, por multiplicar los recursos de aquella tierra pobre. Uno de los grandes proyectos de mi reinado culminó poco tiempo antes de mi partida: la creación de embajadas anuales, gracias a las cuales los problemas del mundo griego se tratarían desde entonces en Atenas, devolvió a aquella ciudad modesta y perfecta su categoría de metrópoli. El plan sólo había podido materializarse luego de espinosas negociaciones con las ciudades celosas de la supremacía de Atenas, o que alimentaban rencores seculares y anticuados; poco a poco, empero, la razón y hasta el entusiasmo lograron ventaja. La primera de aquellas asambleas coincidió con la apertura del Olimpión al culto público; el templo se convertía, más que nunca, en el símbolo de una Grecia renovada.

La ocasión fue celebrada con una serie de espectáculos muy bien realizados, que tuvieron lugar en el teatro de Dionisos. Asistí a ellos, ocupando un sitial apenas más elevado que el del hierofante; el sacerdote de Antínoo tenía ya su lugar entre los notables y el clero. Había hecho agrandar el escenario, adornado con nuevos bajorrelieves; en uno de ellos, mi joven bitinio recibía de las diosas eleusinas algo así como un derecho de ciudad eterno. En el estadio de las Panateneas, convertido durante algunas horas en el bosque de la fábula, organicé una cacería en la que figuraron mil animales salvajes, reanimando así en el breve tiempo de una fiesta la ciudad agreste y salvaje de Hipólito, servidor de Diana, y de Teseo, compañero de Hércules. Pocos días después abandoné Atenas. Desde entonces no he vuelto a ella.

La administración de Italia, abandonada durante siglos a la voluntad de los pretores, no había sido nunca codificada definitivamente. El Edicto perpetuo, que la fija de una vez por todas, data de esta época de mi vida; llevaba años manteniendo correspondencia con Salvio Juliano acerca de las reformas, y mi retorno a Roma aceleró su realización. No se trataba de privar de sus libertades a las ciudades italianas; por el contrario, allí como en cualquier parte teníamos el máximo interés en no imponer por la fuerza una unidad ficticia; me asombra incluso que esos municipios, algunos de ellos más antiguos que Roma, estén tan dispuestos a renunciar a sus costumbres; a veces muy sabias, para asimilarse en un todo a la capital. Mi propósito era tan sólo el de reducir la frondosa masa de contradicciones y abusos que acaban por convertir el derecho y los procedimientos en un matorral donde las gentes honestas no se animan a aventurarse, mientras los bandidos prosperan a su abrigo. Estas tareas me obligaron a viajar mucho por el interior de la península. Residí varias veces en Bayas, en la antigua villa de Cicerón que había comprado al comienzo de mi principado; me interesaba la provincia de Campania, que me recordaba a Grecia. A orillas del Adriático, en la pequeña ciudad de Adria de donde cuatro siglos atrás mis antepasados habían emigrado a España, recibí los honores de las más altas funciones municipales; junto al mar tempestuoso cuyo nombre llevo, volví a encontrar las urnas familiares en un columbario en ruinas. Pensaba en aquellos hombres de quienes no sabía casi nada, pero de los cuales había salido; su raza terminaba en mí.

En Roma se ocupaban de agrandar mi colosal mausoleo, cuyos planos habían sido hábilmente modificados por Decriano; aun hoy siguen trabajando en él. Egipto me inspiraba esas galerías circulares, esas rampas que se deslizan hacia salas subterráneas. Había concebido la idea de un palacio de la muerte que no quedara exclusivamente reservado para mí o mis sucesores inmediatos, sino al cual vendrían a descansar los emperadores futuros, separados de nosotros por una perspectiva de siglos; así, príncipes aún no nacidos tienen ya señalado su lugar en la tumba. Me ocupaba también de adornar el cenotafio elevado en el Campo de Marte en memoria de Antínoo, para el cual un navío de fondo plano había desembarcado obeliscos y esfinges procedentes de Alejandría. Un nuevo proyecto me absorbió largamente, y aún me preocupa: el Odeón, biblioteca modelo, provista de salas de clase y de conferencias, que constituiría un centro de cultura griega en Roma. Le di menos esplendor que a la nueva biblioteca de Éfeso, construida tres o cuatro años atrás, y menos elegancia amable que a la de Atenas. Quería hacer de esta fundación una émula, ya que no la igual del Museo de Alejandría; su desarrollo futuro será de tu incumbencia. Mientras me ocupo de ella, suelo pensar en la hermosa inscripción que Plotina había hecho grabar en el umbral de la biblioteca creada por sus afanes en pleno foro de Trajano: Hospital del alma.

La Villa estaba lo bastante terminada como para que pudiera hacer trasladar a ella mis colecciones, mis instrumentos de música y los millares de libros comprados aquí y donde todo había sido cuidadosamente dispuesto, desde los platos hasta la lista bastante restringida de mis convidados. Quería que todo se acordara con la apacible belleza de los jardines y las salas; que los frutos fueran tan exquisitos como los conciertos, y la disposición de los servicios tan precisa como el cincelado de las bandejas de plata. Por primera vez me interesé por la elección de los platos; ordené que las ostras fueran traídas del Lucrino, mientras los cangrejos deberían venir de los ríos galos. Enemigo de la pomposa negligencia que caracteriza con frecuencia la mesa imperial, fijé como regla que cada plato me sería mostrado antes de ser servido al más insignificante de mis invitados; insistía en verificar personalmente las cuentas de los cocineros y hosteleros; recordaba, a veces, que mi abuelo había sido avaro. El pequeño teatro griego de la Villa, y el teatro latino apenas más grande, no estaban aún terminados, pero a pesar de ello hice representar algunas obras, tragedias y pantomimas, dramas musicales y atelanas. Me gustaba sobre todo la gimnástica sutil de las danzas; descubrí que sentía cierta debilidad por las danzarinas de crótalos, que me recordaban la comarca de Gades, los primeros espectáculos a que había asistido de niño. Amaba ese ruido seco, los brazos levantados, el despliegue o el repliegue de los velos, la bailarina que deja de ser mujer para convertirse en nube o en pájaro, en ola o en trirreme. Llegué a aficionarme pasajeramente a una de aquellas criaturas. Las perreras y las caballerizas no habían sido descuidadas en mi ausencia; volví a encontrar el pelaje duro de los sabuesos, la sedosa piel de los caballos, las hermosas jaurías con sus sirvientes. Organicé algunas partidas de caza en la Umbría, a orillas del lago Trasimeno, y también cerca de Roma, en los bosques de Alba. El placer había recobrado su lugar en mi vida; mi secretario Onésimo me servia de proveedor. Sabía cuándo era preciso evitar ciertos parecidos, o cuándo debía buscarlos. Pero aquel amante presuroso y distraído no era amado. Aquí y allá daba con algún ser más tierno o más fino que los demás, alguien que valía la pena escuchar y quizá volver a ver. Aquellas felices ocasiones eran escasas, probablemente por culpa mía. Por lo regular me contentaba con satisfacer o engañar mis apetitos. En otros momentos sentía frente a esos juegos una indiferencia de viejo.

En las horas de insomnio andaba por los corredores de la Villa, errando de sala en sala, turbando a veces a un artesano que trabajaba para colocar un mosaico en su sitio. Estudiaba al pasar un sátiro de Praxiteles, y me detenía ante las efigies del muerto. Cada habitación tenía la suya, así como cada pórtico. Con la mano protegía la llama de mi lámpara, mientras rozaba con un dedo aquel pecho de piedra. Las confrontaciones complicaban la tarea de la memoria; desechaba, como quien aparta una cortina, la blancura del mármol de Paros o del Penélico, remontando lo mejor posible de los contornos inmovilizados a la forma viviente, de la piedra dura a la carne. Continuaba luego mi ronda; la estatua interrogada volvía a sumirse en la noche, mientras mi lámpara me mostraba una nueva imagen a pocos pasos; aquellas grandes figuras blancas no diferían en nada de los fantasmas. Pensaba amargamente en los pases con los cuales los sacerdotes egipcios habían atraído el alma del muerto al interior de los simulacros de madera que emplean para su culto. Yo había hecho como ellos, hechizando piedras que a su vez me habían hechizado. Nunca más escaparía a ese silencio, a esa frialdad más próxima a mí desde entonces que el calor y la voz de los vivos; contemplaba rencorosamente aquel rostro peligroso, de huyente sonrisa. Y sin embargo, horas después, mientras yacía tendido en mi lecho, decidía ordenar una nueva estatua a Pappas de Afrodisia; le exigiría un modelo más exacto de las mejillas. Allí donde se ahondan apenas bajo la sien, una inclinación más suave del cuello hacia el hombro; a las coronas de pámpanos o a los nudos de piedras preciosas, sucedería el esplendor de los rizos desnudos. Jamás dejaba de hacer ahuecar aquellos bajorrelieves o aquellos bustos para rebajar su peso y facilitar su transporte. Los que guardaban mayor semejanza me han acompañado por doquier; ya ni siquiera me importa que sean hermosas o no.

Aparentemente mi vida era la cordura misma. Me aplicaba con mayor firmeza que nunca a mi oficio de emperador, mostrando más discernimiento allí donde quizá faltaba algo de ardor de otros tiempos. Había perdido en parte mi gusto por las ideas y las relaciones nuevas, así como la flexibilidad intelectual que me permitía asociarme al pensamiento ajeno y aprovecharme de él a la vez que lo jugaba. Mi curiosidad, que antaño me había parecido el resorte mismo de mi pensar, y uno de los fundamentos de mi método, sólo se ejercía ahora en las cosas más fútiles; abría las cartas destinadas a mis amigos, que acababan ofendiéndose; aquella ojeada a sus amores y a sus querellas conyugales me divirtió cierto tiempo. En mi actitud se mezclaba además una parte de sospecha; durante varios días me dominó el terror al veneno, terror atroz que antaño había visto en la mirada de Trajano enfermo, y que un príncipe no se atreve a confesar pues parece grotesco hasta que los acontecimientos lo justifican. Semejante obsesión asombra en un hombre que se ha sumido en la meditación de la muerte, mas no pretendo ser más consecuente que los demás. Secretos furores, impaciencias salvajes, me dominaban ante las menores fruslerías y las bajezas más triviales, así como una repugnancia de la cual no me exceptuaba a mí mismo. Juvenal se atrevió a insultar en una de sus Sátiras al mismo Paris, que me placía. Estaba harto de ese poeta engreído y gruñón; me incomodaba su grosero desprecio por el Oriente y Grecia, su gusto afectado por la supuesta sencillez de nuestros padres y esa mezcla de detalladas descripciones del vicio y virtuosas declamaciones, que excita los sentidos del lector a la vez que tranquiliza su hipocresía. Sin embargo, dada su calidad de hombre de letras, tenía derecho a ciertas contemplaciones; lo mandé llamar a Tíbur para notificarle personalmente su sentencia de destierro. El denigrador del lujo y los placeres de Roma podrían estudiar sobre el terreno las costumbres provincianas; sus insultos al bello Paris señalaban el fin de su propia obra. También en esa época Favorino se instaló en su cómodo exilio de Chios, donde no me desagradaría por mi parte vivir; desde allí su agria voz ya no podría alcanzarme. Y también en aquellos días hice expulsar ignominiosamente de una sala de festines a un mercader de sabiduría, un cínico roñoso que se quejaba de morirse de hambre como si semejante basura mereciera otra cosa. Grande fue mi placer cuando vi a aquel charlatán, doblado en dos por el espanto, desaparecer en medio del ladrido de los perros y la risa burlona de los pajes; la canalla filosófica y letrada no me inspiraba ya el menor respeto.

Las menores equivocaciones de la vida política me exasperaban, así como en la Villa me irritaba la más pequeña irregularidad de un pavimento, la menor mancha de cera en el mármol de una mesa, el más insignificante defecto de un objeto que hubiera querido sin imperfección y sin tacha. Un informe de Arriano, recientemente nombrado gobernador de Capadocia, me puso en guardia contra Farasmanés, quien en su pequeño reino a orillas del Mar Caspio continuaba el doble juego que tan caro nos había costado en tiempos de Trajano. El reyezuelo lanzaba solapadamente contra nuestras fronteras a las hordas de bárbaros alanos, y sus querellas con Armenia comprometían la paz en Oriente. Llamado a Roma, se negó a presentarse, tal como se había negado cuatro años atrás a asistir a la conferencia de Samosata. A guisa de excusa me envió un regalo de trescientos ropajes de oro; ordené que los vistieran otros tantos criminales entregados a las fieras del circo. Esta decisión poco prudente me satisfizo como el gesto de un hombre que se rasca hasta hacerse sangre.

Tenía un secretario, personaje mediocre a quien conservaba porque estaba al tanto de los procedimientos de la cancillería, pero que me impacientaba por su suficiencia regañona y de cortos alcances, su negativa a aplicar métodos nuevos, su obstinación en argüir interminablemente sobre detalles inútiles. Aquel imbécil me irritó cierto día más que de costumbre. Alcé la mano para golpearlo; desgraciadamente tenía entre los dedos un estilo, que le vació el ojo derecho. Jamás olvidaré el aullido de dolor, el brazo torpemente recogido para atajar otro golpe, el rostro convulso de donde saltaba la sangre. Mandé llamar inmediatamente a Hermógenes, que se ocupó de los primeros cuidados; se consultó luego al oculista Capito, pero en vano: el ojo estaba perdido. Días más tarde, con el rostro vendado, el secretario reanudó sus tareas. Lo mandé llamar y le pedí humildemente que fijara por sí mismo la compensación a que tenía derecho. Con una sonrisa maligna, respondió que sólo me pedía otro ojo. Terminó sin embargo por aceptar una pensión. Lo guardé a mi servicio; su presencia me sirve de advertencia, quizá de castigo. No había querido dejar tuerto a aquel miserable. Pero tampoco había querido que un niño que me amaba muriera a los veinte años.

Los asuntos judíos iban de mal en peor. Los trabajos llegaban a su fin en Jerusalén, a pesar de la violenta oposición de los grupos zelotes. Habíase cometido cierto número de errores, reparables en si mismos pero que los factores de agitación supieron aprovechar de inmediato. La Décima Legión Expedicionaria tiene por emblema un jabalí. La insignia fue colocada en las puertas de la ciudad, como es costumbre hacerlo. El populacho, poco habituado a las imágenes pintadas o esculpidas, de las cuales la priva desde hace siglos una superstición harto desfavorable para el progreso de las artes, tomó la imagen por la de un cerdo y vio en aquel hecho insignificante un insulto a las costumbres de Israel. Las fiestas del año nuevo judío, celebradas con gran algarabía de trompetas y cuernos, daban lugar cada vez a riñas sangrientas. Nuestras autoridades prohibieron la lectura pública de cierto relato legendario consagrado a las hazañas de una heroína judía, que valiéndose de un falso nombre llegó a ser la concubina de un rey de Persia e hizo matar salvajemente a los enemigos del pueblo despreciado y perseguido del que era oriunda. Los rabinos se las ingeniaron para leer de noche lo que el gobernador Tineo Rufo les prohibía leer de día; aquella feroz historia, donde los persas y los judíos rivalizaban en atrocidad, excitaba hasta la locura el nacionalismo de los zelotes. Finalmente el mismo Tineo Rufo, hombre muy sensato y que no dejaba de sentir interés por las fábulas y tradiciones de Israel, decidió hacer extensivas a la práctica judía de la circuncisión las severas penalidades que yo había promulgado poco antes contra la castración, que se referían sobre todo a las sevicias perpetradas en jóvenes esclavos con fines de lucro o de libertinaje. Confiaba así en suprimir uno de los signos por los cuales Israel pretende distinguirse del resto del género humano. Por mi parte no alcancé a darme cuenta del peligro de aquella medida, máxime cuando me había enterado de que muchos judíos ilustrados y ricos que viven en Alejandría y Roma no someten ya a sus hijos a una práctica que los vuelve ridículos en los baños públicos y en los gimnasios, y que llegan incluso a disimular las marcas de su propio cuerpo. Ignoraba hasta qué punto aquellos banqueros coleccionistas de vasos mirrinos diferían de la verdadera Israel.

Ya lo he dicho: nada de todo eso era irreparable, pero sí lo eran el odio, el desprecio recíproco, el rencor. En principio el judaísmo ocupa su lugar entre las religiones del imperio; de hecho, Israel se niega desde hace siglos a no ser sino un pueblo entre los pueblos, poseedor de un dios entre los dioses. Los más salvajes dacios no ignoran que su Zalmoxis se llama Júpiter en Roma; el Baal púnico del monte Casio ha sido identificado sin trabajo con el Padre que sostiene en su mano a la Victoria, y del cual ha nacido la Sabiduría; los egipcios, tan orgullosos sin embargo de sus fábulas diez veces seculares, consienten ver en Osiris a un Baco cargado de atributos fúnebres; el áspero Mitra se sabe hermano de Apolo. Ningún pueblo, salvo Israel, tiene la arrogancia de encerrar toda la verdad en los estrechos límites de una sola concepción divina, insultando así la multiplicidad del Dios que todo lo contiene; ningún otro dios ha inspirado a sus adoradores el desprecio y el odio hacia los que ruegan en altares diferentes. Por eso, más que nunca, quería hacer de Jerusalén una ciudad como las demás, donde diversas razas y diversos cultos pudieran existir pacíficamente; olvidaba que en todo combate entre el fanatismo y el sentido común, pocas veces logra este último imponerse. La apertura de las escuelas donde se enseñaban las letras griegas escandalizó al clero de la antigua ciudad. El rabino Josuá, hombre agradable e instruido con quien había yo hablado muchas veces en Atenas, pero que buscaba hacerse perdonar su cultura extranjera y sus relaciones con nosotros, ordenó a sus discípulos que sólo se consagraran a aquellos estudios profanos si encontraban una hora que no correspondiera ni al día ni a la noche, puesto que la Ley judía debía ser estudiada noche y día. Ismael, miembro conspicuo del Sanedrín, y que pasaba por aliado de la causa romana, dejó morir a su sobrino Ben-Dama antes que aceptar los servicios del cirujano griego que le había enviado Tineo Rufo. Mientras en Tíbur buscábamos aún los medios de conciliar las voluntades sin dar la impresión de ceder a las exigencias de los fanáticos, en Oriente ocurrió lo peor; una asonada de los zelotes tuvo éxito en Jerusalén.

Un aventurero surgido de la hez del pueblo, un tal Simeón, que se hacía llamar Bar-Koshba, Hijo de la Estrella, desempeñó en la revuelta el papel de tea inflamada o de espejo incendiario. Sólo puedo juzgar a dicho Simeón por lo que de él se decía; sólo lo vi una vez cara a cara, el día en que un centurión me trajo su cabeza cortada. Pero estoy pronto a reconocerle esa chispa genial que siempre se requiere para ascender tan pronto y tan alto en los destinos públicos; nadie se impone en esa forma si no posee por lo menos cierta habilidad. Los judíos moderados fueron los primeros en acusar al pretendido Hijo de la Estrella de trapacería e impostura; por mi parte creo que aquel espíritu inculto era de los que se dejan atrapar por sus propias mentiras, y que el fanatismo corría en él parejo con la astucia. Simeón se hizo pasar por el héroe que el pueblo judío espera desde hace siglos para saciar sus ambiciones y sus odios; aquel demagogo se proclamó Mesías y el rey de Israel. El viejo Akiba, que había perdido la cabeza, paseó al aventurero por las calles de Jerusalén, llevando a su caballo de la rienda. El sumo sacerdote Eleazar consagró nuevamente el templo, considerándolo profanado por la entrada de visitantes incircuncisos; montones de armas, enterradas desde hacia cerca de veinte años, fueron distribuidas a los rebeldes por obra de los agentes del Hijo de la Estrella; lo mismo hicieron con las armas defectuosas fabricadas intencionalmente por los obreros judíos en nuestros arsenales, y que intendencia había rechazado. Los grupos zelotes atacaron las guarniciones romanas aisladas, matando a nuestros soldados con refinamientos de crueldad que recordaban los peores episodios de la sublevación judía en tiempos de Trajano. Jerusalén cayó finalmente en manos de los insurgentes, y los barrios nuevos de Elia Capitolina ardieron como una antorcha. Los primeros destacamentos de la Vigésima Segunda Legión Dejotariana, enviada desde Egipto con toda urgencia a las órdenes del legado de Siria, Publio Marcelo, fueron derrotados por bandas diez veces superiores en número. La revuelta se había convertido en guerra, una guerra inexpiable.

Dos legiones, la Segunda Fulminante y la Sexta, la Legión de Hierro, reforzaron de inmediato los efectivos emplazados en Judea; Julio Severo, que pacificara antaño las regiones montañosas del norte de Bretaña, tomó meses más tarde el mando de las operaciones militares; traía consigo algunos pequeños contingentes de auxiliares británicos acostumbrados a combatir en terrenos difíciles. Nuestras tropas pesadamente equipadas, nuestros oficiales habituados a la formación en cuadro o en falange de las batallas en masa, se veían en dificultades para adaptarse a aquella guerra de escaramuzas y sorpresas, que conservaba en campo raso los procedimientos del motín. Simeón, gran hombre a su manera, había dividido a sus partidarios en centenares de escuadrones apostados en las crestas montañosas, emboscados en lo hondo de cavernas y canteras abandonadas, ocultos entre los pobladores de los suburbios populosos. Severo no tardó en comprender que aquel enemigo inasible podía ser exterminado pero no vencido, y se resignó a una guerra de desgaste. Fanatizados o aterrorizados por Simeón, los campesinos hicieron causa común con los zelotes; cada roca se convirtió en un bastión, cada viñedo en una trinchera: las alquerías debieron ser reducidas por hambre o tomadas por asalto. Sólo a comienzo del tercer año fue reconquistada Jerusalén, luego de fracasar las últimas tentativas de negociación; lo poco que se había salvado de la ciudad judía después del incendio de Tito fue aniquilado. Severo decidió cerrar los ojos por largo tiempo a la flagrante complicidad de las otras ciudades importantes; convertidas en las últimas fortalezas del enemigo, fueron más tarde atacadas y reconquistadas calle por calle y ruina por ruina. En aquellos momentos difíciles mi lugar estaba en el campamento, en Judea. Tenía la mayor confianza en mis dos tenientes, pero por eso mismo era necesario que estuviera en el terreno para compartir la responsabilidad de las decisiones, que todo hacía prever atroces. Al terminar el segundo verano de la campaña inicié amargamente mis preparativos de viaje; Euforión empaquetó una vez más el estuche que contenía mis útiles de tocador, algo abollado por el uso, y que era obra de un artesano de Esmirna, la caja con libros y cartas, la estatuilla de marfil del Genio Imperial y su lámpara de plata; a comienzos del otoño desembarqué en Sidón.

El ejército es mi oficio más antiguo; jamás me he entregado de nuevo a él sin que sus exigencias me fueran pagadas con ciertas compensaciones interiores; no lamento haber pasado los dos últimos años de mi vida activa compartiendo con las legiones la aspereza, la desolación de la campaña de Palestina. Había vuelto a ser ese hombre vestido de cuero y de hierro que dejaba de lado todo lo que no fuera inmediato, sostenido por las sencillas rutinas de una vida dura, un poco más lento que antaño para montar o desmontar, un poco más taciturno, quizá más sombrío, rodeado como siempre (sólo los dioses saben por qué) de la devoción a la vez idólatra y fraternal de la tropa. Durante aquella última permanencia en el ejército tuve un encuentro inestimable: tomé como ayuda de campo a un joven tribuno llamado Celer, a quien cobré mucho afecto. Tú lo conoces, pues no me ha abandonado. Admiraba su hermoso rostro de Minerva con casco, pero en ese afecto la parte de los sentidos fue todo lo pequeña que puede serlo en esta vida. Te recomiendo a Celer; posee esas cualidades que convienen a un oficial colocado en segundo plano, e incluso sus mismas virtudes le impedirán pasar al primero. Una vez más, y en circunstancias algo diferentes de las de antaño, había vuelto a encontrar a uno de esos seres cuyo destino es consagrarse, amar y servir. Desde que lo conocí, Celer no ha tenido jamás un pensamiento que no concerniera a mi bienestar o a mi seguridad; aún sigo apoyándome en esos fuertes hombros.

En la primavera del tercer año de campaña, el ejército puso sitio a la ciudadela de Bethar, nido de águilas donde Simeón y sus partidarios resistieron más de un año a las lentas torturas del hambre, la sed y la desesperación, y donde el Hijo de la Estrella vio perecer uno a uno a sus fieles sin aceptar rendirse. Nuestro ejército sufría casi tanto como los rebeldes, pues éstos, al retirarse, habían quemado los huertos, devastado los campos, degollado el ganado, a la vez que contaminaban las cisternas arrojando en ellas a nuestros muertos. Aquellos métodos salvajes resultaban abominables aplicados a una tierra naturalmente árida, carcomida ya hasta el hueso por largos siglos de locura y furor. El verano fue ardiente y malsano; la fiebre y la disentería diezmaron nuestras tropas. Una admirable disciplina seguía reinando en aquellas legiones obligadas simultáneamente a la inacción y al estado de alerta; hostigado y enfermo, el ejército se sostenía gracias a una especie de rabia silenciosa que se me había comunicado. Mi cuerpo ya no soportaba como antes las fatigas de una campaña, los días tórridos, las noches sofocantes o heladas, el áspero viento y el polvo. Solía dejar en mi escudilla el tocino y las lentejas hervidas del rancho común, y quedarme con hambre. Desde mucho antes del verano venía arrastrando una tos maligna, y no era el único en sufrirla. En mi correspondencia con el Senado suprimí la fórmula que encabeza obligatoriamente los comunicados oficiales: El emperador y el ejército están bien. Por el contrario, el emperador y el ejército estaban peligrosamente fatigados. Por la noche, luego de la última conversación con Severo, la última audiencia a los tránsfugas, el último correo de Roma, el último mensaje de Publio Marcelo, encargado de limpiar los aledaños de Jerusalén, Euforión medía parsimoniosamente el agua de mi baño en una cuba de tela embreada. Me tendía en mi lecho; trataba de pensar.

No lo niego: la guerra de Judea era uno de mis fracasos. No tenía la culpa de los crímenes de Simeón ni de la locura de Akiba, pero me reprochaba haber estado ciego en Jerusalén, distraído en Alejandría, impaciente en Roma. No había sabido encontrar las palabras capaces de prevenir, o al menos retardar, aquella crisis de furor de un pueblo; no había sabido ser lo bastante flexible o lo bastante firme a tiempo. Verdad es que no teníamos razones para sentirnos inquietos, y mucho menos desesperados; el error y las faltas recaían solamente en nuestras relaciones con Israel; fuera de allí, en todas partes, cosechábamos en aquel tiempo de crisis el fruto de dieciséis años de generosidad en el Oriente. Simeón había creído poder contar con una rebelión del mundo árabe, semejante a la que había marcado los últimos y sombríos años del reinado de Trajano; lo que es más, se había atrevido a esperar ayuda de los partos. Su error le costaba la muerte lenta en la ciudadela sitiada de Bethar; las tribus árabes no se solidarizaban con las comunidades judías; los partos seguían fieles a los tratados. Aun las sinagogas de las grandes ciudades sirias se mostraban indecisas o tibias; las más entusiastas se Contentaban con remitir algún dinero a los zelotes. La población judía de Alejandría, tan turbulenta por lo regular, manteníase en calma; el absceso judío se localizaba en la árida zona que se tiende entre el Jordán y el mar; podíamos cauterizar o amputar sin peligro ese dedo enfermo. Pero no obstante todo eso, y en cierto sentido, los días nefastos precedentes a mi reinado parecían recomenzar. En aquellos tiempos Quieto había incendiado Cirene, ejecutado a los notables de Laodicea, reconquistado a Edesa en ruinas… El correo nocturno acababa de informarme de que habíamos tomado posesión del montón de escombros que yo llamaba Elia Capitolina y que los judíos seguían llamando Jerusalén; acabábamos de incendiar Ascalón; había sido necesario ejecutar en masa a los rebeldes de Gaza… Si dieciséis años de reinado de un príncipe apasionado por la paz culminaban con la campaña de Palestina, las perspectivas pacíficas del mundo del futuro no se presentaban muy favorables.

Me incorporé apoyándome en el codo, incómodo en mi estrecha cama de campaña. Verdad era que por lo menos algunos judíos habían escapado al contagio de los zelotes; aún en Jerusalén los fariseos escupían al paso de Akiba, tratando de viejo loco a ese fanático que reducía a la nada las sólidas ventajas de la paz romana y gritándole que la hierba le crecería en la boca antes de que se cumpliera en la tierra la victoria de Israel. Pero yo prefería a los falsos profetas antes que a esos hombres amantes del orden que nos despreciaban a todos y contaban con nosotros para proteger de las exacciones de Simeón su dinero colocado en los bancos sirios y en sus granjas de Galilea. Pensaba en los tránsfugas que pocas horas antes se habían sentado bajo esta misma tienda, humildes, conciliadores y serviles, pero arreglándose siempre para dar la espalda a la imagen de mi Genio. Nuestro mejor agente, Elías Ben-Abayad, que nos servía de informante y de espía, era justamente despreciado por ambos bandos; el más inteligente del grupo tenía un espíritu liberal y un corazón enfermo, vivía desgarrado entre su amor por su pueblo y su afición a nuestras letras y a nosotros; también él, por lo demás, sólo pensaba en Israel. Josué Ben-Kisma, que predicaba la pacificación, era una especie de Akiba más tímido o más hipócrita; en cuanto al rabino Josuá, que había sido mucho tiempo mi consejero en cuestiones judías, yo había advertido que por debajo de su flexibilidad y su deseo de agradar se escondían diferencias irreconciliables, ese punto en el que dos pensamientos de especie diferente sólo se encuentran para combatirse. Nuestros territorios se extendían a lo largo de centenares de leguas, millares de estadios, más allá de aquel seco horizonte de colinas, pero la roca de Bethar era nuestra frontera. Podíamos aniquilar los macizos muros de la ciudadela donde Simeón consumaba frenéticamente su suicidio, pero no podíamos impedir que aquella raza siguiera diciéndonos no.

Zumbaba un mosquito; Euforión, que se estaba poniendo viejo, no había cerrado del todo las finas cortinas de gasa; los libros, los mapas tirados por tierra, se movían crujiendo a causa del viento que entraba bajo la tela de la tienda. Sentándome en el lecho me calzaba los borceguíes, buscaba a tientas mi túnica, mi cinturón y mi daga; salía luego a respirar el aire nocturno. Recorría las grandes calles regulares del campamento, vacías a aquella hora avanzada, iluminadas como las de las ciudades. Los soldados de facción me saludaban solemnemente al verme pasar; mientras flanqueaba la barraca que servía de hospital, respiraba el hedor de los enfermos de disentería. Me acercaba al terraplén que nos separaba del precipicio y del enemigo. Un centinela marchaba a largos pasos regulares por aquel camino de ronda y la luna lo recortaba peligrosamente; en aquel ir y venir reconocía el movimiento de un engranaje de la inmensa máquina cuyo eje era yo mismo. Por un instante me emocionaba el espectáculo de aquella silueta solitaria, de esa llama efímera ardiendo en el pecho de un hombre en medio de un mundo de peligros. Silbaba una flecha, apenas más importuna que el mosquito que me fastidiara en mi tienda; me acodaba a los sacos de arena del parapeto.

Desde hace algunos años se supone que gozo de una extraña clarividencia, que conozco sublimes secretos. Es un error, pues nada sé. Pero no es menos cierto que en aquellas noches de Bethar vi pasar ante mis ojos inquietantes fantasmas. Las perspectivas que se abrían al espíritu en lo alto de las colinas desnudas eran menos majestuosas que las del Janículo, menos doradas que las del Sunión; eran su reverso, su nadir. Me repetía que era vano esperar para Atenas y para Roma esa eternidad que no ha sido acordada a los hombres ni a las cosas, y que los más sabios de entre nosotros niegan incluso a los dioses. Esas formas sapientes y complicadas de la vida, esas civilizaciones satisfechas de sus refinamientos del arte y la felicidad, esa libertad espiritual que se informa y que juzga, dependen de probabilidades tan innumerables como raras, de condiciones casi imposibles de reunir y cuya duración no cabe esperar. Destruiríamos a Simeón; Arriano sabría proteger a Armenia de las invasiones alanas. Pero otras hordas vendrían después, y otros falsos profetas. Nuestros débiles esfuerzos por mejorar la condición humana serían proseguidos sin mayor entusiasmo por nuestros sucesores; la semilla del error y la ruina, contenida hasta en el bien, crecería en cambio monstruosamente a lo largo de los siglos. Cansado de nosotros, el mundo se buscaría otros amos; lo que nos había parecido sensato resultaría insípido, y abominable lo que considerábamos hermoso. Como el iniciado en el culto de Mitra, la raza humana necesita quizás el baño de sangre y el pasaje periódico por la fosa fúnebre. Veía volver los códigos salvajes, los dioses implacables, el despotismo incontestado de los príncipes bárbaros, el mundo fragmentado en naciones enemigas, eternamente inseguras. Otros centinelas amenazados por las flechas irían y vendrían por los caminos de ronda de las ciudades futuras; continuaría el juego estúpido, obsceno y cruel, y la especie, envejecida, le incorporaría sin duda nuevos refinamientos de horror. Nuestra época, cuyas insuficiencias y taras conocía quizá mejor que nadie, llegaría a ser considerada por contraste como una de las edades de oro de la humanidad.

Natura deficit, fortuna mutatur, deus omnia cernit. La naturaleza nos traiciona, la fortuna cambia, un dios mira las cosas desde lo alto. Atormentaba con los dedos el engarce de un anillo en el cual, cierto día de amargura, había hecho grabar aquellas tristes palabras. Iba aún más allá en el desencanto y quizás en la blasfemia, y terminaba por encontrar natural, si no justo, que tuviéramos que perecer. Nuestra literatura se agota, nuestras artes se adormecen; Pancratés no es Homero, Arriano no es Jenofonte; cuando quise inmortalizar en la piedra la forma de Antínoo, no pude encontrar un Praxiteles. Nuestras ciencias están detenidas desde los días de Aristóteles y Arquímedes; los progresos técnicos no resistirían el desgaste de una guerra prolongada; hasta los más voluptuosos de entre nosotros sienten el hartazgo de la felicidad. Las costumbres menos rudas, el adelanto de las ideas durante el último siglo, son obra de una íntima minoría de gentes sensatas; la masa sigue siendo ignara, feroz cada vez que puede, en todo caso egoísta y limitada; bien se puede apostar a que lo seguirá siendo siempre. Demasiados procuradores y publicanos ávidos, senadores desconfiados y centuriones brutales han comprometido por adelantado nuestra obra; los imperios no tienen más tiempo que los hombres para instruirse a la luz de sus faltas. Allí donde un sastre remendaría su tela, donde un calculista hábil corregiría sus errores, donde el artista retocaría su obra maestra todavía imperfecta, la naturaleza prefiere volver a empezar desde la arcilla, desde el caos, y ese derroche es lo que llamamos el orden de las cosas.

Levanté la cabeza y me moví para desentumecerme. En lo alto de la ciudadela de Simeón nacían vagos resplandores que enrojecían el cielo, manifestaciones inexplicables de la vida nocturna del enemigo. El viento soplaba de Egipto; y una tromba de polvo pasaba como un espectro; los perfiles aplastados de las colinas me recordaban la cadena arábiga a la luz de la luna. Regresé lentamente, tapándome la boca con el borde de mi manto, irritado conmigo mismo por haber consagrado la noche a hueras meditaciones sobre el porvenir, cuando hubiera debido emplearla para preparar la jornada siguiente, o para dormir. La caída de Roma, si es que caía, era de la incumbencia de mis sucesores; en aquel año ochocientos ochenta y siete de la era romana, mi tarea consistía en sofocar la revuelta en Judea y devolver a la patria, sin demasiadas pérdidas, un ejército enfermo. Al atravesar la explanada, resbalaba a veces en la sangre de un rebelde ejecutado la víspera. Me acosté vestido; dos horas después me despertaron las trompetas del alba.

Durante toda mi vida me había entendido muy bien con mi cuerpo, contando implícitamente con su docilidad y con su fuerza. Aquella estrecha alianza empezaba a disolverse; mi cuerpo dejaba de formar una sola cosa con mi voluntad, con mi espíritu, con lo que torpemente me veo precisado a llamar mi alma; el inteligente camarada de antaño ya no era mas que un esclavo que pone mala cara al trabajo. Mi cuerpo me temía; continuamente notaba en el pecho la oscura presencia del miedo, una opresión que no era todavía dolor pero sí el primer paso hacia él. Desde mucho tiempo atrás estaba acostumbrado al insomnio, pero ahora el sueño era aún peor que su ausencia; apenas dormido, me despertaba horriblemente angustiado. Padecía de dolores de cabeza que Hermógenes achacaba al clima caluroso y al peso del casco. Por la noche, después de las prolongadas fatigas, me sentaba como quien se desploma; levantarme para recibir a Rufo o a Severo me demandaba un esfuerzo para el cual tenía que prepararme por adelantado. Mis codos me pesaban en los brazos del asiento, y me temblaban los muslos como los de un corredor exhausto. El menor gesto se convertía en una fatiga, y de esas fatigas estaba hecha la vida.

Un accidente casi ridículo, una indisposición de niño, reveló la enfermedad agazapada detrás de aquella fatiga atroz. Durante una reunión del estado mayor tuve una hemorragia nasal de la que me preocupé muy poco, pero que continuó durante la cena; en plena noche me desperté bañado en sangre. Llamé a Celer, que dormía en la tienda vecina y que avisó a su vez a Hermógenes; pero el horrible flujo tibio continuó. Las manos diligentes del joven oficial enjugaban el liquido que me manchaba la cara. Al amanecer fui presa de estremecimientos, como los condenados a muerte que se abren las venas en el baño. Con ayuda de mantas y afusiones hirvientes se buscó calentar en lo posible mi cuerpo que se helaba. Para detener la hemorragia, Hermógenes había recetado la aplicación de nieve. Como faltara en el campamento, Celer la hizo traer de las cimas del Hermón a costa de mil dificultades. Supe más tarde que habían desesperado de salvarme la vida; yo mismo me sentía retenido a su lado por un hilo delgadísimo, imperceptible como el pulso demasiado rápido que consternaba a mi médico. La inexplicable hemorragia acabó, sin embargo, por detenerse. Abandoné el lecho y traté de someterme a la misma vida de antes; no pude lograrlo. Una noche en que, apenas convaleciente, cometía la imprudencia de hacer un breve paseo a caballo, recibí un segundo aviso, más grave aún que el primero. Por espacio de un segundo sentí que los latidos de mi corazón se precipitaban, y que disminuían luego cada vez más hasta detenerse. Creí caer como una piedra en no sé qué pozo negro, que sin duda es la muerte. Si lo era, se engañan los que la creen silenciosa; me sentí arrastrado por cataratas, ensordecido como un buzo por el rugir de las aguas. No alcancé el fondo; sofocándome, ascendí a la superficie. En aquel instante que había creído el postrero, toda mi fuerza se concentró en mi mano crispada sobre el brazo de Celer, que se hallaba a mi lado; más tarde me hizo ver las huellas de mis dedos en su hombro. Pero aquella breve agonía no puede explicarse; como todas las experiencias del cuerpo, es indecible y mal que nos pese sigue siendo el secreto del hombre que la ha vivido. Más tarde he pasado por crisis análogas pero jamás idénticas; sin duda no se puede soportar dos veces semejante terror y semejante noche sin perecer. Hermógenes acabó por diagnosticar un comienzo de hidropesía del corazón; fue preciso aceptar las consignas que me imponía el mal, convertido de pronto en mi amo, y consentir en una larga temporada de inacción, ya que no de reposo, limitando por un tiempo las perspectivas de mi vida a las dimensiones de un lecho. Me sentía como avergonzado de aquella enfermedad interna, casi invisible, sin fiebre ni abscesos, sin dolores de entrañas y cuyos síntomas son una respiración algo más forzada y la marca lívida que deja en el pie hinchado la correa de la sandalia.

Un silencio extraordinario se hizo en torno a mi tienda; el entero campamento de Berthar parecía haberse convertido en una cámara de enfermo: el aceite aromático ardiendo a los pies de mi Genio adensaba aún más el aire encerrado en esa jaula de tela; el ruido de forja de mis arterias me hacia pensar vagamente en la isla de los Titanes al borde de la noche. En otros momentos aquel ruido insoportable se convertía en un galope sobre tierra blanda; mi espíritu, tan cuidadosamente contenido durante cerca de cincuenta años, emprendía la fuga; un pesado cuerpo flotaba a la deriva: yo aceptaba ser ese hombre fatigado que cuenta distraídamente las estrellas y los rombos de su manta. Miraba, en la sombra, la mancha blanca de mi busto; una cantilena en honor de Epona, diosa de los caballos, y que antaño cantaba en voz baja mi nodriza española, mujer corpulenta y sombría que parecía una Parca, remontaba del fondo de un abismo que tenía más de medio siglo. Los días y las noches parecían medidos por las gotas de color oscuro que Hermógenes contaba una a una sobre una taza de vidrio.

Por la noche reunía mis fuerzas para escuchar el informe de Rufo. La guerra tocaba a su fin, Akiba, que desde el comienzo de las hostilidades parecía haberse retirado de los negocios públicos, se consagraba a la enseñanza del derecho rabínico en la pequeña ciudad de Usfa, en Galilea. Sabíamos que su sala de conferencias era el centro de la resistencia de los zelotes. Aquellas manos nonagenarias cifraban y transmitían mensajes secretos a los secuaces de Simeón. Fue preciso emplear la fuerza para que los estudiantes fanatizados que rodeaban al anciano volvieran a sus hogares. Después de mucha vacilación, Rufo se decidió a prohibir por sedicioso el estudio de la ley judía. Días después Akiba desobedeció el decreto; fue arrestado y ejecutado. Nueve doctores de la ley, que formaban el alma del partido zelote, perecieron con él. Yo había aprobado aquellas medidas con un movimiento de cabeza. Akiba y sus fieles murieron persuadidos hasta el fin de ser los únicos inocentes y los únicos justos. Ninguno de ellos soñó siquiera en aceptar su parte de responsabilidad en las desgracias que agobiaban a su pueblo. Gentes así serían envidiables si se pudiera envidiar a los ciegos. No niego a aquellos diez desaforados el título de héroes; de todas maneras no eran gentes sensatas.

Tres meses después, una fría mañana de febrero, subí a sentarme en lo alto de una colina, contra el tronco de una higuera pelada, para asistir al asalto que precedió por pocas horas a la capitulación de Bethar. Vi asomar uno a uno los últimos defensores de la fortaleza, lívidos, descarnados, horribles y sin embargo bellos como todo lo indomable. A fines de ese mismo mes me hice llevar hasta un sitio conocido por el pozo de Jacob, donde los rebeldes apresados con las armas en la mano en las aglomeraciones urbanas habían sido concentrados y vendidos al mejor postor. Había allí niños de rostro burlón, ferozmente deformados ya por convicciones implacables, que se jactaban en voz alta de haber causado la muerte de decenas de legionarios, ancianos sumidos en un ensueño de sonámbulos, matronas de carnes fofas, y otras solemnes y sombrías como la Gran Madre de los cultos orientales. Todos ellos desfilaron bajo la fría mirada de los mercaderes de esclavos; aquella multitud pasó delante de mí como una nube de polvo. Josué Ben-Kisma, jefe de los supuestos moderados, que había fracasado lamentablemente en su papel de pacificador, murió por aquellos días luego de una larga enfermedad; sucumbió haciendo votos por la continuación de la guerra y el triunfo de los partos sobre nosotros. Por otra parte los judíos cristianizados, a quienes no habíamos molestado y que guardan rencor al resto del pueblo judío por haber perseguido a su profeta, vieron en nosotros el instrumento de la cólera divina. La larga serie de los delirios y los malentendidos continuaba.

Una inscripción emplazada en el lugar donde se había levantado Jerusalén prohibió bajo pena de muerte a los judíos que volvieran a instalarse en aquel montón de escombros; reproducía palabra por palabra la frase inscrita antaño en el portal del templo, por la cual se prohibía la entrada a los incircuncisos. Un día por año, el nueve del mes de Ab, los judíos tienen derecho a congregarse para llorar ante un muro en ruinas. Los más piadosos se negaron a abandonar su tierra natal y se establecieron lo mejor posible en las regiones poco devastadas por la guerra; los más fanáticos pasaron a territorio parto, mientras otros se encaminaban a Antioquía, a Alejandría y a Pérgamo; los más inteligentes se marcharon a Roma y allí prosperaron. Judea fue borrada del mapa y recibió, conforme a mis órdenes, el nombre de Palestina. Durante los cuatro años de guerra, cincuenta fortalezas y más de novecientas ciudades y aldeas habían sido saqueadas y destruidas; el enemigo había perdido casi seiscientos mil hombres; los combates, las fiebres endémicas y las epidemias nos costaban cerca de noventa mil. La reconstrucción del país siguió inmediatamente a la terminación de la guerra; Elia Capitolina fue erigida otra vez aunque en escala más modesta; siempre hay que volver a empezar.

Descansé algún tiempo en Sidón, donde un comerciante griego me prestó su casa y sus jardines. En marzo, los patios interiores estaban ya tapizados de rosas. Había recobrado las fuerzas y descubría sorprendentes posibilidades en mi cuerpo, tan postrado al comienzo por la violencia de aquella primera crisis. Nada se habrá comprendido de la enfermedad en tanto que no se reconozca su extraña semejanza con la guerra y el amor, sus compromisos, sus fintas, sus exigencias, esa amalgama tan extraña como única producida por la mezcla de un temperamento y un mal. Me sentía mejor, pero para ganar en astucia a mi cuerpo, para imponerle mi voluntad o ceder prudentemente a la suya, ponía tanto arte como el que aplicara antaño a ampliar y a ordenar mi universo, para construir mi propia persona y embellecer mi vida. Volví con moderación a los ejercicios del gimnasio; mi médico había cesado de prohibirme montar a caballo, pero sólo lo empleaba como medio de transporte, renunciando a los peligrosos volteos de otros tiempos. En todo trabajo y en todo placer, ni el uno ni el otro eran ya lo esencial; mi mayor cuidado consistía en no fatigarme demasiado con ellos. Mis amigos se maravillaban de un restablecimiento al parecer tan completo; se esforzaban por creer que la enfermedad se había debido tan sólo a los excesivos esfuerzos de aquellos años de guerra y que no se repetiría. Yo pensaba de otra manera, me acordaba de los grandes pinos de las florestas de Bitinia, que el leñador marca con una muesca al pasar, a fin de volver y derribarlos al año siguiente. Finalizaba la primavera cuando me embarqué rumbo a Italia en uno de los navíos de alto bordo de la flota; llevaba conmigo a Celer, que me era indispensable, y a Diótimo de Gadara, hermoso joven griego de origen servil, que había conocido a Sidón. La ruta del retorno atravesaba el archipiélago; por última vez en mi vida, sin duda asistía a los saltos de los delfines en las aguas azules; observaba, sin pensar demasiado en los posibles presagios, el largo vuelo regular de los pájaros migratorios, que a veces vienen a descansar amistosamente sobre el puente del navío; saboreaba el olor de sal y de sol en la piel humana, el perfume de lentisco y terebinto de las islas donde quiere uno vivir y donde sabe por adelantado que no habrá de detenerse. Diótimo ha recibido esa acabada instrucción literaria que suele impartirse, para acrecer su valor, a los jóvenes esclavos que se distinguen por su belleza física. A la hora del crepúsculo, acostado en la popa bajo una pequeña tienda de púrpura, lo escuchaba leer a los poetas de su país, hasta que la noche borraba tanto las líneas que describen la trágica incertidumbre de la vida humana como las que hablan de palomas, coronas de rosas y bocas besadas. Un aliento húmedo ascendía del mar; las estrellas subían una a una al lugar que les está asignado; balanceado por el viento, el navío corría hacia el oeste rasgado por una última franja roja; una estela fosforescente se tendía tras de nosotros, muy pronto cubierta por la masa negra de las olas. Y pensaba que sólo dos asuntos importantes me esperaban en Roma. Uno era la elección de mi sucesor, que concernía al imperio entero; la otra era mi muerte, que sólo me concernía a mí.

Roma me había preparado un triunfo, que esta vez acepté. Ya no luchaba contra costumbres al mismo tiempo venerables y vanas; todo lo que saca la luz el esfuerzo del hombre, aunque sea por un día, me parece saludable en un mundo tan dispuesto al olvido. No se trataba tan sólo de la represión de la revuelta judía; en un sentido más hondo, y que sólo yo conocía, había triunfado. Asocié a los honores el nombre de Arriano, quien acababa de infligir a las hordas alanas una serie de derrotas que por largo tiempo las contendrían en aquel oscuro rincón asiático del cual habían creído salir. Armenia estaba a salvo; el lector de Jenofonte se revelaba su émulo; aún no se había acabado esa raza de hombres de letras capaces de comandar y combatir cuando es necesario. Aquella noche, de regreso en mi casa de Tíbur, sentí mi corazón cansado pero sereno en el momento de recibir de manos de Diótimo el vino y el incienso del sacrificio cotidiano a mi Genio.

Simple particular, había empezado a comprar y a reunir aquellas tierras tendidas al pie de los contrafuertes del Soracto, al borde de las fuentes, con el paciente encarnizamiento de un campesino que completa su viñedo. Entre dos jiras imperiales, había sentado mis reales en los bosquecillos entregados ya a los albañiles y arquitectos, y cuya conservación me pedía piadosamente un adolescente imbuido de todas las supersticiones asiáticas. Al volver de mi largo viaje por el Oriente, había tratado de completar casi frenéticamente aquel inmenso decorado de una obra terminada ya en sus tres cuartas partes. Ahora retornaba a él para acabar allí mis días de la manera más decorosa posible. Todo estaba ordenado para facilitar tanto el trabajo como el placer: la cancillería, las salas de audiencias, el tribunal donde juzgaba en última instancia los procesos difíciles, me evitaban los fatigosos viajes entre Tíbur y Roma. Aquellos edificios tenían nombres que evocaban a Grecia: el Pecilo, la Academia, el Pritaneo. Sabía de sobra que el pequeño valle plantado de olivos no era el de Tempe, pero llegaba a la edad en que cada lugar hermoso nos recuerda otro aún más bello, donde cada delicia se carga con el recuerdo de las delicias pasadas. Aceptaba entregarme a esa nostalgia que llamamos melancolía del deseo. Había llegado a llamar Estigia a un rincón del parque especialmente sombrío, y Campos Elíseos a una pradera sembrada de anémonas; me preparaba así a ese otro mundo cuyos tormentos se parecen a los del nuestro, pero cuyas nebulosas alegrías no pueden compararse con las de la tierra. Lo que es más, había hecho construir en lo hondo de aquel retiro un refugio aún más aislado, un islote de mármol en medio de un estanque rodeado de columnatas, una cámara secreta que comunicaba con la orilla —o más bien se aislaba de ella— gracias a un liviano puentecillo giratorio que me basta tocar con una mano para que se deslice en sus ranuras. Mandé llevar a ese pabellón dos o tres estatuas amadas, y la pequeña imagen de Augusto niño que Suetonio me había regalado en los días de nuestra amistad. Iba allí a la hora de la siesta para dormir, soñar y leer. Tendido en el umbral, mi perro estiraba sus patas rígidas; un reflejo jugaba en el mármol; Diótimo apoyaba la mejilla en el liso flanco de un tazón de fuente para refrescarse. Yo pensaba en mi sucesor.

No tengo hijos, y no lo lamento. Verdad es que en esas horas de cansancio y debilidad en que uno reniega de sí mismo, me he reprochado a veces no haberme tomado el trabajo de engendrar un hijo que me hubiera sucedido. Pero esa vana nostalgia descansa en dos hipótesis igualmente dudosas: la de que un hijo nos sucede necesariamente y la de que esa extraña mezcla de bien y de mal, esa masa de particularidades ínfimas y extrañas que constituyen una persona, merezca tener sucesión. He empleado lo mejor posible mis virtudes, he sacado partido de mis vicios, pero no tengo especial interés en legarme a alguien. No, no es la sangre lo que establece la verdadera continuidad humana: el heredero directo de Alejandro es César, no el débil infante nacido de una princesa persa en una ciudadela del Asia; Epaminondas, al morir sin posteridad, se jactaba con razón de que sus victorias fueran sus hijas. La mayoría de los hombres notables de la historia tuvieron descendientes mediocres, por no decir peor, dando la impresión de que habían agotado en sí mismos los recursos de una raza. La ternura del padre se halla casi siempre en conflicto con los intereses del jefe. Y si no fuera así, el hijo del emperador tendría que sufrir además las desventajas de una educación de príncipe, la peor de todas para un futuro monarca. Afortunadamente, en la medida en que nuestro Estado ha sabido crearse una regla para la sucesión imperial, ésta se determina por la adopción; reconozco en ella la sabiduría de Roma. Conozco los peligros de la elección y sus posibles errores; no ignoro que la ceguera no es privativa de los afectos paternales; pero una decisión presidida por la inteligencia, o en la cual ésta toma por lo menos parte, me parecerá siempre infinitamente superior a las oscuras voluntades del azar y de la ciega naturaleza. El imperio debe pasar al más digno; bello es que un hombre que ha probado su competencia en el manejo de los negocios mundiales elija su reemplazante, y que una decisión de tan profundas consecuencias sea al mismo tiempo su último privilegio y su último servicio al Estado. Pero tan importante elección se me antoja más difícil que nunca.

Amargamente había reprochado a Trajano que vacilara durante veinte años antes de resolverse a adoptarme, y que sólo lo hiciera en su lecho de muerte. Pero ya habían transcurrido cerca de dieciocho años desde mi llegada al poder, y a pesar de los riesgos de una vida aventurera, también yo había aplazado para más tarde la elección de un sucesor. Circulaban mil rumores, casi todos ellos falsos; se habían aventurado mil hipótesis, pero lo que tomaban por mi secreto no era más que mi vacilación y mi duda. Cuando miraba en torno veía que los funcionarios honrados abundaban, pero ninguno tenía la envergadura necesaria. Cuarenta años de integridad abonaban en favor de Marcio Turbo, mi querido camarada de antaño, mi incomparable prefecto del pretorio, pero Marcio tenía mi edad, era demasiado viejo. Julio Severo, excelente general y buen administrador de Bretaña, no entendía gran cosa de los complejos asuntos de Oriente; Arriano había dado pruebas de todas las cualidades que se exigen a un estadista, pero era griego, y aún no ha llegado el tiempo de imponer un emperador griego a los prejuicios de Roma.

Serviano vivía aún; su longevidad daba la impresión de un largo cálculo, de una forma obstinada de la espera. Hacía sesenta años que esperaba. En tiempos de Nerva, la adopción de Trajano lo había alentado y decepcionado a la vez. Había esperado algo mejor, pero el arribo al poder de aquel primo ocupado continuamente en el ejército parecía asegurarle por lo menos una situación importante en el plano civil, y quizás el segundo lugar. También en eso se engañaba, pues apenas logró una magra porción de honores. Seguía esperando, en la época en que encargó a sus esclavos que me atacaran en un bosque de álamos a orillas del Mosela; el duelo a muerte entablado aquella mañana entre el joven y el quincuagenario duraba desde hacia veinte años. Serviano había predispuesto a Trajano contra mí, exagerando mis desvíos y aprovechando mis más mínimos errores. Semejante enemigo acaba por ser un excelente profesor de prudencia; después de todo Serviano me había enseñado muchísimo. Cuando asumí el poder mostró suficiente finura como para dar la impresión de que aceptaba lo inevitable; se había lavado las manos en la conjuración de los cuatro tenientes imperiales, y yo había preferido no reparar en las salpicaduras de aquellos dedos todavía sucios. Por su parte habíase contentado con protestar en voz baja y escandalizarse a puertas cerradas. Sostenido en el Senado por el pequeño y poderoso partido de los conservadores inamovibles, a quienes mis reformas incomodaban, vivía cómodamente instalado en ese papel de critico silencioso del reinado. Poco a poco me había malquistado con mi hermana Paulina. De ella sólo había tenido una hija, casada con un tal Salinator, hombre de noble cuna y a quien exalté a la dignidad consular, pero que murió joven de resultas de la tisis. Fusco, su único hijo, fue educado por su pernicioso abuelo en el odio hacia mi persona. Pero entre nosotros el odio conservaba el decoro; no negué a Serviano su parte en las funciones públicas, aunque evitaba figurar a su lado en las ceremonias donde su avanzada edad le hubiera valido un lugar de mayor privilegio que el del emperador. Cada vez que volvía a Roma aceptaba concurrir a una de esas comidas de familia en la que todos se mantienen a la defensiva; cambiábamos correspondencia y sus cartas no carecían de ingenio. Pero a la larga toda esa insípida impostura había terminado por repugnarme. La posibilidad de quitarse la máscara en todas las ocasiones es una de las raras ventajas que reconozco a la vejez; valiéndome de ella, me negué a asistir a los funerales de Paulina. En el campamento de Bethar, en las peores horas de miseria física y de desaliento, la suprema amargura había sido la de pensar que Serviano alcanzaría su objeto, y que lo alcanzaría por mi culpa. Aquel octogenario tan parsimonioso con sus fuerzas se las arreglaría para sobrevivir a un enfermo de cincuenta y siete años. Si yo moría intestado, sabría conseguir a la vez los sufragios de los descontentos y la aprobación de quienes pensarían seguir siéndome fieles al elegir a mi cuñado. Su mínimo parentesco le serviría para echar abajo mi obra. Me decía, tratando de calmarme, que el imperio podía encontrar amos peores; después de todo Serviano tenía sus virtudes y hasta el torpe Fusco sería quizá digno de reinar algún día. Pero todo lo que me quedaba de energía se rebelaba contra esa mentira y deseaba seguir viviendo para aplastar a aquella víbora.

En Roma volví a encontrarme con Lucio. En otros tiempos había contraído con él ciertos compromisos, de esos que nadie se preocupa de cumplir pero que yo había recordado. Verdad es, por lo demás, que jamás le prometí la púrpura imperial; no se hacen cosas así. Pero durante quince años había pagado sus deudas, sofocado los escándalos y nunca dejé de contestar sus cartas, que eran deliciosas pero que terminaban siempre con pedidos de dinero para él o de ascensos para sus protegidos. Demasiado unido a mi vida estaba para que pudiera excluirlo de ella si se me antojaba, pero lejos me hallaba de querer tal cosa. Su conversación era deslumbrante; aquel joven a quien muchos consideraban trivial, había leído más y mejor que los literatos profesionales. Tenía el más exquisito gusto para todas las cosas; se tratara de personas, objetos, usos, o de la manera más justa de escandir un verso griego. En el Senado, donde tenía fama de hábil, había logrado celebridad como orador; sus discursos, concisos y ornados a la vez, servían de flamantes modelos a los profesores de elocuencia. Lo hice nombrar pretor, y más tarde cónsul, funciones que cumplió satisfactoriamente. Algunos años atrás lo había casado con la hija de Nigrino, uno de los tenientes imperiales ejecutados al comienzo de mi reino; aquella unión pasó a ser el emblema de mi política de pacificación. El matrimonio no fue muy feliz; la joven esposa se quejaba del abandono de Lucio, de quien tenía sin embargo tres hijos, uno de ellos varón. A sus quejas casi continuas, Lucio respondía con helada cortesía que uno se casa por su familia y no por sí mismo, y que un contrato tan grave no se aviene con los despreocupados juegos del amor. Su complicado sistema requería hermosas amantes para el espectáculo, y fáciles esclavos para la voluptuosidad. Se estaba matando a fuerza de placer, pero como un artista se mata realizando una obra de arte; y no soy yo quien he de reprochárselo.

Lo miraba vivir. Mi opinión sobre él se modificaba de continuo, cosa que sólo sucede con aquellos seres que nos tocan de cerca; a los demás nos contentamos con juzgarlos en general y de una vez por todas. A veces me inquietaba alguna estudiada insolencia, una dureza, una palabra fríamente frívola; pero casi siempre me dejaba arrastrar por aquel ingenio rápido y ligero, en el que una observación acerada permitía presentir bruscamente al estadista futuro. Hablaba de él a Marcio Turbo, quien una vez terminada su fatigosa jornada de prefecto del pretorio venía todas las noches a charlar sobre las cuestiones del momento y a jugar conmigo una partida de dados; juntos volvíamos a examinar minuciosamente las posibilidades que tenía Lucio de cumplir adecuadamente una carrera de emperador. Mis amigos se asombraban de mis escrúpulos, algunos encogiéndose de hombros, me aconsejaban tomar el partido que más me agradara; gentes así se imaginan que uno puede legar la mitad del mundo como si dejara una casa de campo. Durante la noche volvía a pensar en el asunto. Lucio tenía apenas treinta años. ¿Qué era César a los treinta años sino un hijo de buena familia, cubierto de deudas y manchado de escándalos? Como en los negros días de Antioquía, antes de ser adoptado por Trajano, pensaba con el corazón oprimido que nada es más lento que el verdadero nacimiento de un hombre; yo mismo había pasado los treinta años cuando la campaña de Panonia me abrió los ojos sobre las responsabilidades del porvenir; y a veces me parecía que Lucio era un hombre más cumplido que yo a esa edad.

A raíz de una crisis de sofocación más grave que las anteriores —aviso de que ya no había tiempo que perder— me decidí bruscamente y adopté a Lucio, quien tomó el nombre de Elio César. Su ambición era negligente; exigía sin avidez, habituado desde siempre a conseguirlo todo; por ello recibió con la mayor desenvoltura mi decisión. Cometí la imprudencia de decir que aquel príncipe rubio sería admirablemente hermoso vestido de púrpura; los maldicientes se apresuraron a sostener que yo pagaba con un imperio la voluptuosa intimidad de otrora. Aquello equivalía a no comprender la forma en que piensa un jefe, por poco que merezca su título y su puesto. Si consideraciones de esa especie hubieran desempeñado algún papel en la adopción, Lucio no era el único en quien podría haber fijado mi atención.

Mi mujer acababa de morir en su residencia del Palatino, que seguía prefiriendo a Tíbur y donde había vivido rodeada de una pequeña corte de amigos y parientes españoles, únicos que contaban para ella. Las consideraciones, las cortesías, las débiles tentativas de entendimiento habían cesado poco a poco entre nosotros, dejando al desnudo la irritación, el rencor y, por parte de ella, el odio. Fui a visitarla en sus últimos tiempos: la enfermedad había agriado aún más su carácter áspero y melancólico; la entrevista le dio ocasión de proferir violentas recriminaciones que la aliviaron y que tuvo la indiscreción de hacer ante testigos. Se felicitaba de morir sin hijos; pues mis hijos se hubieran parecido a mí y ella les hubiera mostrado la misma aversión que a su padre. Aquella frase en la que supura tanto rencor fue la única prueba de amor que me haya dado Sabina. A su muerte removí esos recuerdos tolerables que siempre deja algún ser cuando nos tomamos el trabajo de buscarlos; rememoraba una cesta de frutas que me enviara para mi cumpleaños, después de una querella; mientras pasaba en litera por las estrechas calles del municipio de Tíbur, frente a la modesta casa que había pertenecido a mi suegra Matidia evocaba con amargura algunas noches de un lejano estío, cuando vanamente había tratado de hallar placer junto a aquella joven esposa fría y dura. La muerte de mi mujer me conmovía menos que la de la buena Areté, intendenta de la Villa, a quien un acceso de fiebre arrebató ese mismo invierno. Como la letal enfermedad de la emperatriz, que los médicos no habían sido capaces de diagnosticar, le produjera hacia el fin atroces dolores de entrañas, se me acusó de haber empleado el veneno y aquel rumor insensato halló fácil crédito. De más está decir que un crimen tan superfluo no me había tentado nunca.

Quizá la muerte de mi mujer impulsó a Serviano a jugar el todo por el todo. La influencia que tenía Sabina en Roma favorecía su causa; con ella se derrumbaba uno de sus sostenes más respetables. Por otra parte Serviano acababa de cumplir noventa años, y tampoco él tenía tiempo que perder. Llevaba varios meses tratando de atraerse a pequeños grupos de oficiales de la guarda pretoriana; su atrevimiento llegó al punto de explotar el respeto supersticioso que inspira la edad avanzada, y hacerse tratar como emperador a puertas cerradas. Poco tiempo antes había yo reforzado la policía secreta militar, institución que me parece repugnante pero que en esta oportunidad probó su utilidad. Nada ignoraba de aquellos conciliábulos que parecían tan secretos, y en los cuales Serviano enseñaba a su nieto el arte de las conspiraciones. La adopción de Lucio no sorprendió al anciano, pues hacía mucho que tomaba mi incertidumbre por una decisión hábilmente disimulada, pero aprovechó para obrar el momento en que el acta de adopción era todavía materia de controversias en Roma. Su secretario Crescencio, cansado de cuarenta años de fidelidad mal retribuida, delató el proyecto, la fecha y el lugar de ejecución, y el nombre de los cómplices. Mis enemigos no habían desplegado mayor imaginación: se limitaban a copiar el atentado concebido en otros tiempos por Nigrino y Quieto. Debían matarme durante una ceremonia religiosa en el Capitolio; mi hijo adoptivo caería conmigo.

Aquella misma noche tomé mis precauciones. Nuestro enemigo había vivido demasiado, y yo quería dejar a Lucio una herencia libre de peligros. Alrededor de la duodécima hora, en un frío amanecer de febrero, un tribuno portador de la sentencia de muerte de Serviano y de su nieto se presentó en casa de mi cuñado; tenía la consigna de esperar en el vestíbulo hasta que la orden que llevaba fuese cumplida. Serviano mandó llamar a su médico y todo transcurrió decorosamente. Antes de morir, me deseó que expirara lentamente, atormentado por un mal incurable, sin gozar como él del privilegio de una breve agonía. Sus votos ya se han cumplido.

No había ordenado con alegría aquella doble ejecución, pero más tarde no sentí la menor lástima ni el menor remordimiento. Una vieja cuenta quedaba liquidada; eso era todo. Jamás he creído que la edad sea una excusa para la malignidad humana; antes bien, me parece una circunstancia agravante. La sentencia de Akiba y sus acólitos me había hecho vacilar mucho más; viejo por viejo, prefería el fanático al conspirador. En cuanto a Fusco, por mediocre que fuera y por más que su odioso abuelo lo hubiera prevenido contra mí, era el nieto de Paulina. Pero por más que se diga, los lazos de la sangre son harto débiles cuando no los refuerza el afecto; basta ver lo que ocurre entre las gentes cada vez que hay una herencia en litigio. Más lástima me daba la juventud de Fusco, que apenas tenía dieciocho años, pero el interés del Estado exigía ese desenlace que el viejo Serviano, se diría que con placer, había vuelto inevitable. Y yo me sentía demasiado próximo a mi propia muerte para ponerme a meditar sobre ese doble fin.

Durante algunos días Marcio Turbo redobló la vigilancia; los amigos de Serviano hubieran podido vengarlo. Pero nada ocurrió, ni atentado, ni sedición, ni protestas. Yo no era el recién llegado que busca atraerse la opinión pública luego de la ejecución de cuatro tenientes imperiales; diecinueve años de justicia decidían a mi favor. Mis enemigos eran execrados en masa, y la multitud aprobó que me hubiera desembarazado de un traidor. Lamentaron la muerte de Fusco, sin considerarlo por ello inocente. Sé que el Senado no me perdonaba haber fulminado una vez más a uno de sus miembros; pero callaba, y callaría hasta mi muerte. Al igual que antaño, una dosis de clemencia no tardó en mitigar la dosis de rigor: ninguno de los partidarios de Serviano fue molestado. Esta regla tuvo una sola excepción: el eminente Apolodoro, bilioso depositario de los secretos de mi cuñado, y que pereció con él. Hombre de talento, había sido el arquitecto favorito de mi predecesor y a él se debía la erección de la Columna Trajana. Entre nosotros no existía el menor afecto; en un tiempo se había burlado de mis torpes trabajos de aficionado, mis aplicadas naturalezas muertas con calabazas y zapallos. Por mi parte había criticado sus obras con presunción de muchacho. A su tiempo Apolodoro denigró las mías, pues todo lo ignoraba de las grandes épocas del arte griego; aquel lógico al ras del suelo me reprochaba haber poblado nuestros templos con estatuas tan colosales que, de levantarse, romperían con la frente la bóveda de sus santuarios; crítica estúpida, que ofende a Fidias más que a mí. Pero los dioses no se levantan; no se levantan para prevenimos, ni para protegernos, ni para recompensarnos, ni para castigarnos. No se levantaron aquella noche para salvar a Apolodoro.

Al llegar la primavera, la salud de Lucio empezó a preocuparme seriamente. Una mañana, en Tíbur, fuimos después del baño a la palestra donde Celer se ejercitaba en compañía de otros jóvenes. Alguien propuso disputar una de esas pruebas en la que cada participante corre armado de un escudo y una pica. Lucio se hizo a un lado como de costumbre, pero acabó por ceder a nuestras bromas amistosas. Mientras se equipaba, quejóse del peso del escudo; comparado con la sólida belleza de Celer, aquel esbelto cuerpo parecía frágil. Al cabo de unas pocas vueltas se detuvo privado de aliento y se desplomó vomitando sangre. El accidente no tuvo consecuencias, y Lucio se repuso pronto: Yo me había alarmado mucho; hubiera debido tranquilizarme menos rápidamente. A los primeros síntomas de la enfermedad de Lucio opuse la obtusa confianza de un hombre robusto, su implícita fe en las inagotables reservas de la juventud, en el excelente funcionamiento del cuerpo. También él se engañaba; lo sostenía un liviano ardor, y su vivacidad lo inducía a las mismas ilusiones que a nosotros. Mis mejores años habían transcurrido viajando, en los campamentos y las vanguardias; había apreciado personalmente las virtudes de una vida ruda, el efecto salubre de las regiones secas o heladas. Decidí nombrar a Lucio gobernador de aquella misma Panonia donde había hecho mi primera experiencia de jefe. La situación en esa frontera no tenía la gravedad de otrora; su tarea se limitaría a los sosegados trabajos del administrador civil o a inspecciones militares sin peligro. Pero aquel país lleno de dificultades lo curaría de la molicie romana; aprendería a conocer mejor el inmenso mundo que Roma gobierna y del cual depende. Lucio temía los climas bárbaros y no comprendía que pudiera gozarse de la vida en otro lugar que en Roma. Aceptó, sin embargo, con la habitual complacencia que demostraba toda vez que trataba de serme grato.

Durante el verano leí atentamente sus informes oficiales, así como otros secretos que me enviaba Domicio Rogato, hombre de confianza que había puesto junto a Lucio en calidad de secretario con el encargo de vigilarlo. Quedé satisfecho: Lucio demostró en Panonia esa seriedad que yo le exigía y que quizá hubiera perdido después de mi muerte. Por otra parte se condujo brillantemente en una serie de combates de caballería en los puestos avanzados. En la provincia, como en todas partes, su encanto no tardaba en imponerse, y su sequedad un poco mordiente no le perjudicaba; por lo menos no sería uno de esos príncipes bonachones que se dejan gobernar por una camarilla. A comienzos del otoño atrapó un enfriamiento. Pareció curarse en seguida, pero la tos no tardó en reaparecer; la fiebre persistía, hasta no abandonarlo más. A una mejoría pasajera siguió una grave recaída en la primavera siguiente. Los boletines de los médicos me aterraron; el correo público que acababa de establecer, con sus postas de caballos y vehículos a lo largo de inmensos territorios, parecía funcionar tan sólo para traerme lo más rápidamente posible, todas las mañanas, noticias del enfermo. No me perdonaba haberme mostrado inhumano con él por temor de ser o parecer demasiado indulgente. Tan pronto estuvo lo bastante repuesto como para soportar el viaje, lo hice volver a Italia.

Acompañado por el viejo Rufo de Éfeso, especialista en tisis, fui personalmente a esperar al puerto de Bayas a mi frágil Elio César. Aunque el clima de Tíbur es mejor que el de Roma, no se presta sin embargo para las enfermedades pulmonares, por lo cual había resuelto hacerle pasar el otoño en esa región más favorable. El navío fondeó en pleno golfo; una pequeña embarcación trajo a tierra al enfermo y a su médico. Su rostro torturado parecía aún más flaco bajo la corta barba que le cubría las mejillas y que se dejaba para asemejarse a mí. Pero sus ojos habían conservado el duro brillo de las piedras preciosas. Su primera palabra fue para recordarme que sólo había vuelto obedeciendo a mis órdenes; su administración había sido irreprochable y me había obedecido en todo. Se portaba como un colegial que justifica el empleo del día. Lo instalé en la misma villa de Cicerón donde antaño, cuando tenía dieciocho años, había pasado conmigo una temporada; tuvo la elegancia de no referirse jamás a aquellos tiempos.

Los primeros días me dieron la impresión de una victoria sobre la enfermedad. En sí misma, la vuelta a Italia valía por un remedio; el país era de color púrpura y rosa en aquel momento del año. Pero vinieron las lluvias, y un viento húmedo sopló desde el mar gris; la vieja casa, construida durante la República, carecía de las comodidades más modernas de la villa de Tíbur; yo miraba a Lucio, que calentaba melancólicamente sobre el brasero sus largos dedos cargados de sortijas. Hermógenes había vuelto de Oriente, adonde lo enviara para renovar y completar su provisión de medicamentos. Ensayó en Lucio los efectos de un barro impregnado de potentes sales minerales; sus aplicaciones tenían fama de panacea, pero no fueron mejores para sus pulmones que para mis arterias.

La enfermedad dejaba al desnudo los peores aspectos de aquel carácter seco y ligero. Su mujer vino a visitarlo, y la entrevista acabó como siempre con palabras amargas; ella no volvió más. Le trajeron a su hijo, hermoso niño de siete años, llena de sonrisas la boca aún sin dientes; Lucio lo miró con indiferencia. Se informaba ávidamente de las noticias políticas de Roma; le interesaban como jugador, no como estadista. Pero su frivolidad seguía siendo una forma de valor; despertaba de largas tardes de sufrimiento o de sopor, para entregarse entero a una de esas deslumbrantes conversaciones de antaño; aquel rostro bañado en sudor sabía todavía sonreír; el descarnado cuerpo se alzaba con gracia para recibir al médico: Sería hasta el fin el príncipe de marfil y oro.

De noche, incapaz de dormir, me instalaba en el aposento del enfermo. Celer, que quería poco a Lucio pero que me es demasiado fiel para no servir solicito a quienes me son caros, aceptaba velar a mi lado; del lecho brotaba un continuo estertor. Me invadía una amargura profunda como el mar: Lucio no me había querido nunca, nuestras relaciones no habían tardado en convertirse en las del hijo pródigo y el padre condescendiente; aquella vida había transcurrido sin grandes proyectos, sin pensamientos graves, sin pasiones ardientes; había dilapidado sus años como un derrochador tira monedas de oro. Me había apoyado en un muro en ruinas; pensaba colérico en las enormes sumas gastadas para su adopción, en los trescientos millones de sextercios distribuidos a los soldados. En cierto modo mi triste suerte continuaba: había podido satisfacer mi antiguo deseo de dar a Lucio todo lo que puede darse. Pero el Estado no sufriría y yo no correría el riesgo de quedar deshonrado por mi elección. En lo más hondo de mí mismo llegaba a temer que mejorara; si por un azar se arrastraba todavía algunos años, ¿cómo legar el imperio a esa sombra? Sin hacerme jamás una pregunta, él parecía penetrar en mi pensamiento sobre este punto; sus ojos seguían ansiosos mis menores gestos. Lo había nombrado cónsul por segunda vez, y él se inquietaba al no poder cumplir con sus funciones; el temor de desagradarme lo empeoró. Tu marcellus eris… Me repetía a mí mismo los versos de Virgilio consagrados al sobrino de Augusto, también destinado al imperio y detenido en plena ruta por la muerte. Manibus date lilia plenis… Purpureos spargam flores… El enamorado de las flores sólo recibiría de mí los inanes ramos fúnebres.

Creyó sentirse mejor, y quiso volver a Roma. Los médicos que sólo disputaban ya acerca del tiempo que le quedaba por vivir, me aconsejaron que consintiera a su capricho; lo traje a la Villa en varias etapas cortas. Su presentación al Senado en calidad de heredero del imperio debía tener lugar en la primera sesión posterior al Año Nuevo; la costumbre quería que en esa oportunidad el elegido me dirigiera un discurso de agradecimiento. Aquel trozo de elocuencia lo preocupaba desde hacia meses, y revisábamos junto los pasajes difíciles. Trabajaba en él la mañana de las calendas de enero, cuando fue presa de un vómito de sangre. Perdiendo el sentido, se apoyó en el respaldo de su asiento y cerró los ojos. La muerte, para aquel liviano ser, no fue más que un aturdimiento. Era el día de Año Nuevo y no quise interrumpir las fiestas públicas y los festejos privados; mantuve en secreto la noticia de su muerte, que fue oficialmente anunciada al día siguiente. El entierro se cumplió discretamente en los jardines de su familia. La víspera de la ceremonia, el Senado me envió una delegación encargada de presentarme sus condolencias y ofrecer a Lucio los honores divinos, a los cuales tenía derecho en su calidad de hijo adoptivo del emperador. Rehusé los honores; aquel asunto había costado ya demasiado dinero al erario público. Me limité a hacer levantar algunas capillas funerarias y colocar estatuas en los diferentes lugares donde había vivido; mi pobre Lucio no era un dios.

Cada momento contaba ahora, mas yo había tenido tiempo de reflexionar a la cabecera del enfermo, y mis planes estaban trazados. En el Senado había tenido ocasión de reparar en un cierto Antonino, hombre de unos cincuenta años, descendiente de una familia provinciana lejanamente emparentada con la de Plotina. Me habían impresionado las atenciones deferentes y afectuosas al mismo tiempo que prodigaba a su suegro, anciano inválido que ocupaba el asiento contiguo al suyo. Releí su hoja de servicios; aquel hombre de bien había mostrado ser un funcionario irreprochable en todos los puestos. Mi elección recayó en él. A medida que frecuento a Antonino, mi estima por él tiende cada vez más a convertirse en respeto. Hombre sencillo, posee una virtud en la cual había pensado poco hasta ahora, aun cuando me ocurriera ponerla en práctica: la bondad. No está a salvo de los modestos defectos, de la cordura; su inteligencia, aplicada al cumplimiento minucioso de las tareas cotidianas, se ocupa más del presente que del porvenir; su experiencia del mundo está limitada por sus propias virtudes, y sus viajes se han reducido a unas pocas misiones oficiales, por lo demás bien cumplidas. Sabe poco de arte, y sólo acepta en último extremo las innovaciones. Las provincias, por ejemplo, jamás representarán para él las inmensas posibilidades de desarrollo que siempre he visto en ellas; más que ampliar mi obra la continuará, pero la continuará bien: el Estado tendrá en él un servidor honesto y un buen amo.

Una generación, sin embargo, me parece poca cosa cuando se trata de garantizar la seguridad del mundo; de ser posible querría prolongar más allá esa prudente filiación adoptiva y preparar para el imperio otra etapa en la ruta de los tiempos. Cada vez que volvía a Roma no dejaba de ir a saludar a mis viejos amigos Vero, españoles como yo y una de las familias más liberales de la alta magistratura. Te conocí desde la cuna, pequeño Annio Vero, que por obra mía te llamas hoy Marco Aurelio. En uno de los años más solares de mi vida, en la época marcada por la erección del Panteón, te hice ingresar, por amistad hacia los tuyos, en el santo colegio de los Hermanos Arvales, presidido por el emperador, que perpetúa piadosamente nuestras antiguas costumbres religiosas romanas. Te tuve de la mano durante el sacrificio que se ofreció aquel año a orillas del Tíber, y miré con afectuosa sonrisa tu figura de niño de cinco años, asustado por los chillidos del cerdo que inmolaban pero que trataba lo mejor posible de imitar la digna actitud de sus mayores.

Me preocupé de la educación de ese niño demasiado juicioso, y ayudé a tu padre a elegir los mejores maestros. Vero, el que dice la verdad: me gustaba jugar con tu nombre; tú eres quizá el único ser que jamás me ha mentido.

Te he visto leer apasionadamente los escritos de los filósofos, vestirte de áspera lana, dormir en el suelo, someter tu cuerpo algo frágil a las mortificaciones de los estoicos. En todo eso hay exceso, pero a los diecisiete años el exceso es una virtud. A veces me pregunto en qué escollo naufragará toda esa cordura, puesto que siempre naufragamos: ¿será una esposa, un hijo demasiado querido, una de esas trampas legitimas en que caen por fin los corazones timoratos y puros? ¿O será sencillamente la vejez, la enfermedad, la fatiga, el desengaño que nos dice que si todo es vano, la virtud también lo es? En lugar de tu cándido rostro de adolescente, imagino tu rostro cansado de la vejez. Siento lo que tu firmeza, tan bien aprendida, oculta de dulzura, y quizá de debilidad; adivino en ti la presencia de un genio que no es necesariamente el del estadista; y sin embargo el mundo habrá de mejorar seguramente por haber asociado alguna vez ese genio al poder supremo. He hecho lo necesario para que fueras adoptado por Antonino; bajo tu nuevo nombre, que se incorporará un día a la lista de los emperadores, eres desde ahora mi nieto. Creo dar a los hombres la única posibilidad que tendrán jamás de realizar el sueño de Platón: ver reinar sobre ellos a un filósofo de corazón puro. Aceptaste los honores con repugnancia. Tu jerarquía te obliga a vivir en palacio; Tíbur, donde seguiré reuniendo hasta el fin todo lo que la vida tiene de dulce, inquieta tu joven virtud. Te veo errar gravemente por las avenidas donde se entrelazan las rosas; sonrío al ver cómo te atraen los bellos seres de carne y hueso que encuentras a tu paso, cómo vacilas tiernamente entre Verónica y Teodora, hasta que de pronto renuncias a ambas en beneficio de tu austeridad, ese puro fantasma… No me has ocultado tu melancólico desdén por los esplendores efímeros, por esa corte que se dispersará con mi muerte. No me quieres; tu afecto va más bien hacia Antonino. Sospechas en mí una sabiduría opuesta a la que te enseñan tus maestros, ves en mi abandono a los sentidos un método de vida contrario a la severidad de la tuya, y sin embargo paralelo. No importa; no hace falta que me comprendas. Hay más de una sabiduría, y todas son necesarias al mundo; no está mal que se vayan alternando.

Ocho días después de la muerte de Lucio me hice llevar en litera al Senado. Pedí permiso para entrar así en la sala de deliberaciones y pronunciar acostado mi discurso, apoyándome en una pila de almohadones. Hablar me fatiga: rogué a los senadores que se agruparan en torno a mí, para no verme obligado a forzar la voz. Hice el elogio de Lucio; aquellas pocas líneas reemplazaron en el programa de la sesión el discurso que él hubiera debido pronunciar ese día. Anuncié luego mi decisión; nombré a Antonino, y pronuncié tu nombre. Había contado con una adhesión unánime, y la obtuve. Expresé entonces una última voluntad, que fue aceptada como las otras; pedí que Antonino adoptara asimismo al hijo de Lucio, que tendrá en esa forma a Marco Aurelio por hermano; los dos gobernaréis juntos, y cuento contigo para que tengas hacia él las atenciones de un hermano mayor. Quiero que el Estado conserve alguna cosa de Lucio.

Al volver a la Villa, y por primera vez en muchos días, sentí deseos de sonreír. Acababa de hacer una jugada maestra. Los partidarios de Severiano, los conservadores hostiles a mi obra, no habían capitulado; todas las cortesías que pudiera haber tenido con aquel cuerpo senatorial antiguo y caduco, no compensaban para ellos las dos o tres heridas que le había inferido. Sin duda aprovecharían mi muerte para tratar de anular mis actos. Pero mis peores enemigos no osarían oponerse al más integro de sus representantes y al hijo de uno de sus miembros más respetados. Mi tarea pública estaba cumplida; ahora podía volver a Tíbur, entrar en ese retiro que se llama enfermedad, experimentar con mis sufrimientos, sumergirme en lo que me restaba de delicias, reanudar en paz mi diálogo interrumpido con un fantasma. Mi herencia imperial quedaba a salvo en manos del pío Antonino y del grave Marco Aurelio; el mismo Lucio que sobrevivía en su hijo. Todo eso no estaba tan mal arreglado.