Pasé en el Asia Menor el verano que siguió a mi encuentro con Osroes, deteniéndome en Bitinia para vigilar personalmente la tala de los bosques del Estado. En Nicomedia, ciudad clara, civil, sapiente, me instalé en casa del procurador de la provincia, Cneio Pompeyo Próculo, que habitaba en la antigua residencia del rey Nicomedes, llena de los recuerdos voluptuosos del joven Julio César. Las brisas de la Propóntida ventilaban aquellas salas frescas y sombrías. Próculo, hombre refinado, organizó reuniones literarias en mi honor. Sofistas de paso, pequeños grupos de estudiantes y aficionados a la literatura, se reunían en los jardines, al borde de una fuente consagrada a Pan. De tiempo en tiempo, un servidor sumergía en ella una jarra de arcilla porosa; los cristales más límpidos parecían opacos comparados con aquella agua pura.
Aquella noche se leía una obra asaz abstrusa de Licofrón, a quien admiro por sus alocadas yuxtaposiciones de sonidos, alusiones e imágenes, su complejo sistema de reflejos y de ecos. Algo apartado, un muchacho escuchaba las difíciles estrofas con una atención a la vez ausente y pensativa, que me hizo pensar inmediatamente en un pastor en el hondo de los bosques, vagamente atento a algún oscuro reclamo de pájaro. No había traído ni tabletas ni estilo. Sentado al borde de la taza de la fuente, mojaba los dedos en la bella superficie lisa. Supe que su padre había ocupado un puesto secundario en la administración de los vastos dominios imperiales; como quedara de niño a cargo de su abuelo, éste lo había enviado a casa de un amigo de sus padres, armador en Nicomedia, que pasaba por rico a ojos de aquella pobre familia. Hice que se quedara cuando se marcharon los demás. Era poco instruido, lleno de ignorancias, reflexivo y crédulo. Conocía yo Claudiópolis, su ciudad natal; logré hacerlo hablar de su casa familiar, al borde de los grandes bosques de pinos que proporcionan los mástiles de nuestros navíos, del templo de Atis situado en la colina, cuyas estridentes músicas amaba, de los hermosos caballos de su país y de sus extraños dioses. Aquella voz algo velada pronunciaba el griego con acento asiático. De pronto, sabiéndose escuchado o quizás contemplado, se turbó enrojeciendo, y recayó en uno de esos obstinados silencios a los que acabé por habituarme. Así habría de nacer una intimidad. A partir de entonces me acompañó en todos mis viajes, y comenzaron algunos años fabulosos.
Antínoo era griego; remonté en los recuerdos de aquella familia antigua y oscura, hasta la época de los primeros colonos arcadios a orillas de la Propóntida. Pero en aquella sangre algo acre el Asia había producido el efecto de la gota de miel que altera y perfuma un vino puro. Volvía a encontrar en él las supersticiones de un discípulo de Apolonio, el culto monárquico de un súbdito oriental del Gran Rey. Su presencia era extraordinariamente silenciosa; me siguió en la vida como un animal o como un genio familiar. De un cachorro tenía la infinita capacidad para la alegría y la indolencia, así como el salvajismo y la confianza. Aquel hermoso lebrel ávido de caricias y de órdenes se tendió sobre mi vida. Yo admiraba esa indiferencia casi altanera para todo lo que no fuese su delicia o su culto; en él reemplazaba al desinterés, a la escrupulosidad, a todas las virtudes estudiadas y austeras. Me maravillaba de su dura suavidad, de esa sombría abnegación que comprometía su entero ser. Y sin embargo aquella sumisión no era ciega; los párpados, tantas veces bajados en señal de aquiescencia o de ensueño, volvían a alzarse; los ojos más atentos del mundo me miraban en la cara; me sentía juzgado. Pero lo era como lo es un dios por uno de sus fieles; mi severidad, mis accesos de desconfianza (pues los tuve más tarde), eran pacientes, gravemente aceptados. Sólo una vez he sido amo absoluto; y lo fui de un solo ser.
Si aún no he dicho nada de una belleza tan visible, no hay que ver en ello la reticencia de un hombre completamente conquistado. Pero los rostros que buscamos desesperadamente nos escapan; apenas si un instante… Vuelvo a ver una cabeza inclinada bajo una cabellera nocturna, ojos que el alargamiento de los párpados hacían parecer oblicuos, una cara joven y ancha. Aquel cuerpo delicado se modificó continuamente, a la manera de una planta, y algunas de sus alteraciones son imputables al tiempo. El niño cambiaba, crecía. Una semana de indolencia bastaba para ablandarlo; una tarde de caza le devolvía su firmeza, su atlética rapidez. Una hora de sol lo hacía pasar del color del jazmín al de la miel. Las piernas algo pesadas del potrillo se alargaron; la mejilla perdió su delicada redondez infantil, ahondándose un poco bajo el pómulo saliente; el tórax henchido de aire del joven corredor asumió las curvas lisas y pulidas de una garganta de bacante. El mohín petulante de los labios se cargó de una ardiente amargura, de una triste saciedad. Sí, aquel rostro cambiaba como si yo lo esculpiera noche y día.
Cuando considero estos años, creo encontrar en ellos la Edad de Oro. Todo era fácil; los esfuerzos de antaño se veían recompensados por una facilidad casi divina. Viajar era un juego: placer controlado, conocido, puesto hábilmente en acción. El trabajo incesante no era más que una forma de voluptuosidad. Mi vida, a la que todo llegaba tarde, el poder y aun la felicidad, adquiría un esplendor cenital, el brillo de las horas de la siesta en que todo se sume en una atmósfera de oro, los objetos del aposento y el cuerpo tendido a nuestro lado. La pasión colmada posee su inocencia, casi tan frágil como las otras; el resto de la belleza humana pasaba a ser espectáculo, no era ya la presa que yo había perseguido como cazador. Aquella aventura, tan trivial en su comienzo, enriquecía pero también simplificaba mi vida; el porvenir ya no me importaba. Dejé de hacer preguntas a los oráculos; las estrellas no fueron más que admirables diseños en la bóveda del cielo. Nunca había observado con tanto deleite la palidez del alba en el horizonte de las islas, la frescura de las grutas consagradas a las Ninfas y llenas de aves de paso, el pesado vuelo de las codornices en el crepúsculo. Releí a los poetas; algunos me parecieron mejores que antes, y la mayoría peores. Escribí versos que me dieron la impresión de ser menos insuficientes que de costumbre.
Tuvimos el mar de los árboles, las florestas de alcornoques y los pinares de Bitinia; el pabellón de caza, con sus galerías iluminadas en las que el niño, abandonándose al ambiente de su país natal, se despojaba al azar de sus flechas, su daga, su cinturón de oro, y se revolcaba con los perros sobre los divanes de cuero. Las planicies habían acumulado el calor del prolongado verano; el vapor subía de las praderas a orillas del Sangarios, donde galopaban tropillas de caballos salvajes; al amanecer bajábamos a bañarnos a la ribera, rozando al pasar las altas hierbas empapadas de rocío nocturno, bajo un cielo en el cual estaba suspendida la delgada luna en cuarto creciente que sirve de emblema a Bitinia. Aquel país fue colmado de favores, y hasta asumió mi nombre. Hicimos una bella travesía del Bósforo, bajo la tormenta; hubo cabalgatas en la selva tracia, con el viento agrio que se engolfaba en los pliegues de los mantos, el innumerable tamborilear de la lluvia en el follaje y en el techo de la tienda, el alto en el campamento de trabajadores donde habría de alzarse Andrinópolis, las ovaciones de los veteranos de las guerras dacias, la blanda tierra de donde pronto surgirían murallas y torres. Una visita a las guarniciones del Danubio me llevó hasta la próspera población que hoy es Sarmizegetusa; el adolescente bitinio llevaba en la muñeca un brazalete del rey Decebalo. Volvimos a Grecia por el norte; me demoré unos días en el valle de Tempe, salpicado de aguas vivas; la rubia Eubea precedió al Ática color de vino rosado. Apenas permanecimos en Atenas; pero en Eleusis, durante mi iniciación en los Misterios, pasamos tres días participando con la multitud del baño de mar ritual, de los sacrificios y las carreras de antorchas.
Llevé a Antínoo a la Arcadia de sus antepasados; sus bosques seguían tan impenetrables como en los tiempos de aquellos antiguos cazadores de lobos. A veces un jinete asustaba a una víbora con un latigazo; en las cimas pedregosas el sol llameaba como en lo más vivo del verano; el adolescente se adormecía contra las rocas, caída la cabeza sobre el pecho, los cabellos acariciados por el viento como un Endimión de pleno día. Una liebre que mi joven cazador había domesticado con gran trabajo fue destrozada por los perros; nuestros días sin sombras no tuvieron más desgracias que ésa. Los habitantes de Mantinea se descubrieron lazos de parentesco con la familia de colonos bitinios, hasta entonces desconocidos; la ciudad, donde el niño tuvo más tarde sus templos, fue enriquecida y adornada por mí. El inmemorial santuario de Neptuno, casi arruinado, era tan venerable, que su entrada estaba prohibida a todos; tras de sus puertas siempre cerradas se perpetuaban misterios más antiguos que la raza humana. Construí un nuevo templo, mucho más vasto, dentro del cual el vetusto edificio yace desde entonces como el hueso en el centro del fruto. No lejos de Mantinea, sobre el camino, hice embellecer la tumba donde Epaminondas, muerto en plena batalla, reposa junto a un joven camarada caído a su lado; una columna donde está grabado un poema se alzó para conmemorar el recuerdo de un tiempo en el que todo, visto desde lejos, parece haber sido noble y sencillo: la ternura, la gloria y la muerte. Los juegos ístmicos se celebraron en Acaya con un esplendor que no se veía desde antiguos tiempos; al restablecer aquellas grandes fiestas helénicas confiaba en devolver a Grecia una viviente unidad. Las cacerías nos llevaron al valle de Helicón, dorado por las últimas lumbres del otoño; hicimos alto al borde de la fuente de Narciso, junto al santuario del Amor, y ofrecimos a este dios, el más sabio de todos, los despojos de una osezna, trofeo suspendido con clavos de oro en la pared del templo.
La barca que el mercader Erasto de Éfeso me prestaba para navegar por el archipiélago fondeó en la bahía de Falera, y me instalé en Atenas como un hombre que vuelve al hogar. Me atrevía a tocar aquella belleza, trataba de convertir una ciudad admirable en una ciudad perfecta. Por primera vez Atenas se repoblaba, empezaba a crecer después de un largo período de decadencia. Doblé su extensión; preví, a lo largo del Iliso, una nueva Atenas, la ciudad de Adriano después de la de Teseo. Había que disponerlo y construirlo todo. Seis siglos antes, la construcción del gran templo consagrado a Zeus Olímpico había quedado interrumpida. Mis obreros se pusieron a la tarea; Atenas conoció otra vez la exaltación jubilosa de las grandes empresas, que no había saboreado desde los días de Pendes. La inspección de los trabajos requirió ir y venir diariamente en un laberinto de máquinas, de complicadas poleas, fustes semilevantados y bloques blancos negligentemente apilados bajo el cielo azul. Volvía a encontrar allí algo de la excitación de los astilleros navales; un navío aparejaba rumbo al porvenir. Por la noche, la arquitectura cedía el lugar a la música, esa construcción invisible. He practicado un poco todas las artes, pero sólo me he ejercitado constantemente en el de los sonidos, donde me reconozco con cierta excelencia. En Roma disimulaba esa afición, a la que podía entregarme discretamente en Atenas. Los músicos se reunían en el patio donde había un ciprés, al pie de una estatua de Hermes. Seis o siete solamente: una orquesta de flautas y liras, a la que a veces se agregaba un virtuoso de la cítara. Casi siempre tocaba yo la flauta travesera. Ejecutábamos melodías antiguas, casi olvidadas, y también nuevas melodías compuestas para mí. Amaba la viril austeridad de los aires dorios, pero no me desagradaban las melodías voluptuosas o apasionadas, las modulaciones patéticas o artificiosas, que las personas graves, cuya virtud consiste en tenerlo todo, rechazan por considerarlas trastornadoras de los sentidos o del corazón. A través de las cuerdas entreveía el perfil de mi joven camarada, atentamente ocupado en cumplir su parte en el conjunto, y sus dedos que corrían a lo largo de los hilos tendidos. Aquel hermoso invierno fue rico en frecuentaciones amistosas; el opulento Ático, cuyo banco costeaba mis trabajos edilicios no sin obtener provecho, me invitó a sus jardines de Kefisia, donde vivía rodeado de una corte de improvisadores y escritores de moda; su hijo, el joven Herodes, era un conservador arrebatador y sutil a la vez, que se convirtió en el comensal indispensable de mis cenas atenienses. Había perdido por completo la timidez que lo hiciera quedarse corto en mi presencia, en la época en que la efebía ateniense lo envió a la frontera sármata para felicitarme por mi advenimiento, pero su creciente vanidad me parecía divertidamente ridícula. El retórico Polemón, famoso en Laodicea, que rivalizaba con Herodes en elocuencia y sobre todo en riqueza, me encantó por su estilo asiático, amplio y centelleante como las olas de un Pactolo; aquel hábil ajustador de palabras vivía como hablaba, con fasto. Pero el más precioso de los encuentros fue el de Arriano de Nicomedia, mi mejor amigo. Doce años menor que yo, había comenzado la bella carrera política y militar en la cual continúa honrándose y sirviendo. Su experiencia de los grandes negocios, su conocimiento de los caballos, los perros y todos los ejercicios corporales, lo ponían infinitamente por encima de los simples hacedores de frases. En su juventud había sido presa de una de esas extrañas pasiones del espíritu sin las cuales no hay quizá verdadera sabiduría ni verdadera grandeza: dos años de su vida habían transcurrido en Nicópolis, en Epiro, habitando el cuchitril frío y desnudo donde agonizaba Epicteto; se había impuesto la tarea de recoger y transcribir palabra por palabra los últimos pensamientos del anciano filósofo enfermo. Aquel periodo de entusiasmo lo marcó para siempre; conservaba de él admirables disciplinas morales y una especie de grave candor. Practicaba en secreto una vida austera de la que nadie tenía idea. Pero el largo aprendizaje del deber estoico no lo había endurecido en una actitud de falsa sabiduría; era demasiado fino como para no haberse apercibido de que los extremos de la virtud se asemejan a los del amor en que su mérito proviene precisamente de su rareza, de su condición de obra maestra única, de hermoso exceso. La inteligencia serena, la perfecta honradez de Jenofonte le servían desde entonces de modelo. Escribía la historia de Bitinia, su país. Había yo colocado a esta provincia, largo tiempo mal administrada por los procónsules, bajo mi jurisdicción personal; Arriano me aconsejó en mis planes de reforma. Lector asiduo de los diálogos socráticos, no ignoraba nada de las reservas de heroísmo, abnegación y a veces sapiencia con que Grecia ha sabido ennoblecer la pasión por el amigo; así, trataba a mi joven favorito con una tierna deferencia. Los dos bitinios hablaban ese dulce dialecto de la Jonia, lleno de desinencias casi homéricas, en el cual convencí más tarde a Arriano de que escribiera sus obras.
En aquella época Atenas tenía su filósofo de la vida frugal: en una cabaña de la aldea de Colona, Demonax vivía una existencia ejemplar y alegre. No era Sócrates: le faltaban la sutileza y el ardor, pero me gustaba su burlona llaneza. El actor cómico Aristómenes, que interpretaba con brío la antigua comedia ática, fue otro de mis amigos de corazón sencillo. Le llamaba mi perdiz griega; pequeño, gordo, alegre como un niño o un pájaro, sabía más que nadie sobre los ritos, la poesía y las recetas culinarias de antaño. Me divirtió y me instruyó mucho tiempo. Por aquel entonces Antínoo se encariñó con el filósofo Chabrias, platónico con ribetes de orfismo, el más inocente de los hombres, que consagró al adolescente una fidelidad de perro guardián, transmitida a mí más tarde. Once años de vida palaciega no lo han cambiado; es siempre el mismo ser cándido, devoto, castamente ocupado de ensueños, ciego a las intrigas y sordo a los rumores. A veces me aburre, pero sólo la muerte me separará de él.
Mis relaciones con el filósofo estoico Éufrates fueron más breves. Habíase retirado a Atenas, luego de brillantes triunfos en Roma. Lo tomé como lector, pero los sufrimientos ocasionados por un absceso al hígado, y la debilidad consiguiente, lo persuadieron de que su vida no le ofrecía ya nada digno de ser vivido. Me pidió que lo autorizara a abandonar mi servicio y suicidarse. Jamás he sido enemigo de la desaparición voluntaria; había pensado en ella como posible final en la hora de la crisis que precedió a la muerte de Trajano. El problema del suicidio, que habría de obsesionarme más tarde, me parecía entonces de fácil solución. Éufrates recibió el permiso que reclamaba; se lo hice llegar por mano de mi joven bitinio, quizá porque me hubiera gustado recibir de un mensajero semejante la respuesta suprema. El filósofo se presentó aquella noche al palacio, para mantener una conversación que en nada difería de las anteriores, y se suicidó a la mañana siguiente. Hablamos muchas veces de ese episodio, que tuvo taciturno a Antínoo durante muchos días. Aquel hermoso ser sensual miraba con horror la muerte, y yo no me daba cuenta de que pensaba ya mucho en ella. Por mi parte, apenas comprendía que pudiera abandonarse un mundo que me parecía hermoso, y que no se agotara hasta el límite, pese a todos los males, la última posibilidad de pensamiento, de contacto y hasta de mirada. Mucho he cambiado desde entonces.
Las fechas se mezclan; mi memoria compone un solo fresco donde se acumulan los incidentes y los viajes de diversas temporadas. La lujosa barca del comerciante Erasto de Éfeso puso proa a Oriente, luego al sur y por fin rumbo a Italia, que para mí significaba el Occidente. Tocamos Rodas dos veces; Delos, encenguecedora de blancura, nos recibió una mañana de abril y más tarde bajo la luna llena del solsticio; el mal tiempo en la costa de Epiro me permitió prolongar mi visita a Dodona. En Sicilia nos demoramos unos días en Siracusa para explorar el misterio de las fuentes: Aretusa, Ciadné, hermosas ninfas azules. Me acordaba de Licinio Sura, que antaño consagraba sus ocios de estadista a estudiar las maravillas de las aguas. Había oído hablar de las sorprendentes irisaciones de la aurora sobre el mar Jónico cuando se la contempla desde la cima del Etna. Decidí emprender la ascensión de la montaña, pasamos de la región de los viñedos a la de la lava, y por fin a la de la nieve. El adolescente de piernas danzantes corría por las pendientes escarpadas; los hombres de ciencia que me acompañaban subían a lomo de mula. En la cresta habían levantado un abrigo que nos permitiría esperar el alba. Amaneció: un inmenso velo de Iris se desplegó de uno a otro horizonte; extraños fuegos brillaron en los hielos de la cima; el espacio terrestre y marino se abría a la mirada hasta el África visible y la Grecia adivinada. Fue una de las cumbres de mi vida. No faltó nada en ella, ni la franja dorada de una nube, ni las águilas, ni el escanciador de inmortalidad.
Días alciónicos, solsticio de mi vida… Lejos de embellecer mi dicha distante, tengo que luchar para no empalidecer su imagen; hasta su recuerdo es ya demasiado fuerte para mí. Más sincero que la mayoría de los hombres, confieso sin ambages las causas secretas de esa felicidad; aquella calma tan propicia para los trabajos y las disciplinas del espíritu se me antoja uno de los efectos más bellos del amor. Y me asombra que esas alegrías tan precarias, tan raramente perfectas a lo largo de una vida humana —bajo cualquier aspecto con que las hayamos buscado o recibido—, sean objeto de tanta desconfianza por quienes se creen sabios, temen el hábito y el exceso de esas alegrías en vez de temer su falta y su pérdida, y gastan en tiranizar sus sentidos un tiempo que estaría mejor empleado en ordenar o embellecer su alma. En aquella época ponía yo en acendrar mi felicidad, en saborearla, y también en juzgarla, esa constante atención que siempre concedí a los menores detalles de mis actos; ¿y qué es la voluptuosidad sino un momento de apasionada atención del cuerpo? Toda dicha es una obra maestra: el menor error la falsea, la menor vacilación la altera, la menor pesadez la desluce, la menor tontería la envilece. La mía no es responsable de ninguna de las imprudencias que más tarde la quebraron; mientras obré a su favor fui sensato. Creo todavía que un hombre más sensato que yo hubiera podido ser dichoso hasta su muerte.
Tiempo después, en Frigia, en los confines donde Grecia y Asia se entremezclan, tuve la imagen más completa y más lúcida de esa dicha. Acampábamos en un lugar desierto y salvaje, en el emplazamiento de la tumba de Alcibíades, muerto allí víctima de las maquinaciones de los sátrapas. En la tumba abandonada desde siglos atrás había hecho emplazar una estatua de mármol de Paros, con la efigie de ese hombre a quien Grecia amó como a pocos. Había ordenado asimismo que todos los años se celebraran ciertos ritos conmemorativos; los habitantes de la aldea vecina se habían reunido con los hombres de mi escolta para la ceremonia inaugural. Se sacrificó un novillo, reservándose parte de su carne para el festín nocturno. En la llanura se improvisó una carrera de caballos, y danzas en las cuales el adolescente bitinio participó con una gracia fogosa; algo después, junto a la última hoguera, cantó con su hermosa cabeza echada hacia atrás. Amo tenderme junto a los muertos para medirme a mí mismo; aquella noche comparé mi vida con la del gran gozador envejecido, que cayera acribillado de flechas en aquel lugar, defendido por un joven amigo y llorado por una cortesana ateniense. Mi juventud no había pretendido los prestigios de la de Alcibíades, pero mi diversidad igualaba o superaba la suya. Yo había gozado tanto como él, reflexionado más, trabajado mucho más; como él, tenía la extraña felicidad de ser amado. Alcibíades lo ha seducido todo, hasta la Historia, y sin embargo deja tras él los montones de muertos atenienses abandonados en las canteras de Siracusa, una patria tambaleante, los dioses de las encrucijadas tontamente mutilados por su mano. Yo había gobernado un mundo infinitamente más vasto que aquel donde viviera el ateniense; había mantenido la paz en él, aparejándolo como a un bello navío para un viaje que durará siglos; había luchado lo mejor posible para favorecer el sentido de lo divino en el hombre, sin sacrificar lo humano. Mi felicidad era una retribución.
Roma estaba ahí. Pero ya no me veía forzado a contemporizar, a dar seguridades, a complacer. La obra del principado se imponía; las puertas del templo de Jano, que se abren en tiempo de guerra, seguían cerradas. Las intenciones daban su fruto; la prosperidad de las provincias refluía sobre la metrópolis. Acepté por fin el título de Padre de la Patria que me había sido propuesto en la época de mi advenimiento.
Plotina había muerto. Durante una estadía anterior en la capital había visto por última vez a aquella mujer que sonreía fatigada y que la nomenclatura oficial me asignaba por madre, aunque era mucho más que eso: mi única amiga. Esta vez sólo encontré de ella una pequeña urna depositada bajo la Columna Trajana. Asistí en persona a las ceremonias de la apoteosis; contrariando los usos imperiales, llevé luto durante nueve días. Pero la muerte no cambiaba gran cosa en esa intimidad que desde hacía muchos años prescindía de la presencia. La emperatriz seguía siendo lo que siempre había sido para mí: un espíritu, un pensamiento al cual estaba unido el mío.
Algunas de las grandes construcciones llegaban a su término. El Coliseo, reparado y lavado de los recuerdos de Nerón que aún duraban en él, había sido adornado, en reemplazo de la imagen de aquel emperador, con una efigie colosal del Sol, Helios-Rey, aludiendo a mi gentilicio Elio. Se estaba terminando el templo de Venus y de Roma, situado en el emplazamiento de la escandalosa Casa Áurea en la que Nerón había desplegado con pésimo gusto un mal adquirido. Roma, Amor: la divinidad de la Ciudad Eterna se identificaba por primera vez con la Madre del Amor, inspiradora de toda alegría. Era una de las ideas de mi vida. La potencia romana adquiría así ese carácter cósmico y sagrado, esa forma pacífica y tutelar que ambicionaba darle. Se me ocurría a veces asimilar la emperatriz difunta a aquella Venus sapiente, consejera divina.
Cada vez más, todas las deidades se me aparecían como misteriosamente fundidas en un Todo, emanaciones infinitamente variadas, manifestaciones iguales de una misma fuerza; sus contradicciones no eran otra cosa que una modalidad de su acuerdo. Me obsesionaba la idea de construir un templo a todos los dioses, un Panteón. Había elegido el emplazamiento sobre los restos de antiguos baños públicos ofrecidos al pueblo romano por Agripa, el yerno de Augusto. Del viejo edificio no quedaba más que un pórtico y la placa de mármol conteniendo una dedicatoria al pueblo de Roma: esta última fue cuidadosamente reinstalada en el frontón del nuevo templo. Poco me importaba que mi nombre no figurara en esa obra, que era mi pensamiento. En cambio me agradaba que una inscripción, de más de un siglo de antigüedad, la asociara con los comienzos del imperio, con el pacífico reinado de Augusto. Aun allí donde innovaba quería sentirme ante todo un continuador. Más allá de Trajano y de Nerva, convertidos oficialmente en mi padre y mi abuelo, me vinculaba con aquellos doce césares tan maltratados por Suetonio; la lucidez y no la dureza de Tiberio, la erudición y no la debilidad de Claudio, el sentido artístico y no la estúpida vanidad de Nerón, la bondad y no la insipidez de Tito, la economía y no la ridícula tacañería de Vespasiano, eran otros tantos ejemplos que me proponía a mí mismo. Aquellos príncipes habían desempeñado su papel en los negocios humanos; ahora me incumbía a mí elegir de entre sus actos aquellos que importaba continuar, consolidando los mejores corrigiendo los peores, hasta el día en que otros hombres, más o menos calificados pero igualmente responsables, se encargaran de hacer otro tanto con los míos.
La consagración del templo de Venus y de Roma fue una especie de triunfo acompañado de carreras de carros, espectáculos públicos, distribuciones de especias y perfumes. Los veinticuatro elefantes que habían arrastrado hasta el lugar de la erección de aquellos enormes bloques, reduciendo así el trabajo forzado de los esclavos, figuraban como monolitos vivientes en el cortejo. La fecha elegida para la fiesta era el aniversario del nacimiento de Roma, el octavo día siguiente a los idus de abril del año ochocientos ochenta y dos de la fundación de la ciudad. Jamás la primavera romana había sido más dulce, más violenta, más azul. El mismo día, con una solemnidad más recogida y como en una sordina, tuvo lugar en el interior del Panteón una ceremonia consagratoria. Había yo corregido personalmente los planes excesivamente tímidos del arquitecto Apolodoro. Utilizando las artes griegas como simple ornamentación, lujo agregado, me había remontado para la estructura misma del edificio a los tiempos primitivos y fabulosos de Roma, a los templos circulares de la antigua Etruria. Había querido que el santuario de Todos los Dioses reprodujera la forma del globo terrestre y de la esfera estelar, del globo donde se concentran las simientes del fuego eterno, de la esfera hueca que todo lo contiene. Era también la forma de aquellas chozas ancestrales de donde el humo de los más arcaicos hogares humanos se escapaba por un orificio practicado en lo alto. La cúpula, construida con una lava dura y liviana que parecía participar todavía del movimiento ascendente de las llamas, comunicaba con el cielo por un gran agujero alternativamente negro y azul. El templo, abierto y secreto, estaba concebido como un cuadrante solar. Las hojas girarían en el centro del pavimento cuidadosamente pulido por artesanos griegos; el disco del día reposaría allí como un escudo de oro; la lluvia depositaría un charco puro; la plegaria escaparía como una humareda hacia ese vacío donde situamos a los dioses. La fiesta fue para mí una de esas horas a las que todo converge. De pie en el fondo de aquel pozo de claridad, tenía a mi lado a los integrantes de mi principado, los materiales que componían mi destino de hombre maduro, edificado más que a medias. Reconocía la austera energía de Marcio Turbo, servidor fiel; la dignidad gruñona de Serviano, cuyas críticas bisbisadas con voz cada vez más sorda ya no me alcanzaban; la elegancia real de Lucio Ceyonio, y, algo aparte, en esa clara penumbra que conviene a las apariciones divinas, el rostro soñador del joven griego en quien había encarnado mi fortuna. Mi mujer, también presente, acababa de recibir el título de emperatriz.
Hacía ya largo tiempo que prefería las fábulas sobre los amores y las querellas de los dioses a los torpes comentarios de los filósofos acerca de la naturaleza divina; aceptaba ser la imagen terrestre de Júpiter en la medida en que éste es hombre, sostén del mundo, justicia encarnada, orden de las cosas, amante de los Ganimedes y las Europas, esposo negligente de la acerba Juno. Mi espíritu, dispuesto este día a verlo todo a plena luz, durante una reciente visita a Argos, había consagrado un pavo real de oro ornado de piedras preciosas. Hubiera podido divorciarme para quedar libre de aquella mujer a quien no amaba; como simple ciudadano, no había vacilado en hacerlo. Pero me incomodaba poco, y nada en su conducta justificaba un insulto tan público. Siendo joven esposa la habían ofuscado mis desvíos, pero un poco como a su tío lo irritaban mis deudas. Ahora asistía, sin aparentar darse cuenta, a las manifestaciones de una pasión que se anunciaba duradera. Como muchas mujeres poco sensibles al amor, no comprendía bien su poder; su ignorancia excluía a la vez la indulgencia y los celos. Sólo se hubiera inquietado en caso de que sus títulos o su seguridad se vieran amenazados, lo que no era el caso. Ya no le quedaba nada de la gracia de adolescente que antaño me hubiera interesado por un momento; aquella española prematuramente envejecida se mostraba grave y dura. Agradecía a su frialdad que no hubiera tomado un amante; me complacía que llevara dignamente sus velos de matrona, que eran casi velos de viuda. Me gustaba que en las monedas romanas figurara un perfil de emperatriz, llevando en el reverso una inscripción dedicada al Pudor o a la Tranquilidad. Solía pensar en ese matrimonio ficticio que, la noche de las fiestas de Eleusis, tiene lugar entre la gran sacerdotisa y el hierofante, matrimonio que no es una unión, ni siquiera un contacto, pero sí un rito, y como tal sagrado.
La noche que siguió a estas celebraciones vi arder a Roma desde lo alto de una terraza. Aquellos fuegos jubilosos reemplazaban los incendios ordenados por Nerón, y eran casi tan terribles. Roma, crisol, pero también la hoguera y el metal hirviente; martillo; pero también el yunque, prueba visible de los cambios y de los recomienzos de la historia; Roma, uno de los lugares del mundo donde el hombre ha vivido más tumultuosamente. La conflagración de Troya, de donde había escapado un hombre llevando a su anciano padre, su joven hijo y sus Lares, culminaba aquella noche en esas altas llamaradas de fiesta. Pensaba también, con una especie de terror sagrado, en los incendios del futuro. Esos millones de vidas pasadas, presentes y futuras, esos edificios recientes nacidos de edificios antiguos y seguidos de edificios por nacer, parecían sucederse como olas en el tiempo; el azar hacía que aquellas olas vinieran esa noche a romper a mis pies. Nada he de decir sobre esos momentos de delirio en que la púrpura imperial, la tela santa que tan pocas veces aceptaba vestir, fue puesta en los hombros de la criatura que se convertía en mi Genio; sí, me convenía oponer ese rojo profundo al oro pálido de una nuca, pero sobre todo obligar a mi Dicha, a mi Fortuna, entidades inciertas y vagas, a que se encarnaran en esa forma tan terrestre, a que adquirieran el calor y el peso tranquilizador de la carne. Los espesos muros del Palatino, donde vivía poco pero que acababa de hacer reconstruir, oscilaban como los flancos de una barca; las colgaduras, apartadas para dejar entrar la noche romana, eran las de un pabellón de popa; los gritos de la muchedumbre sonaban como el ruido del viento en el cordaje. El enorme escollo que se percibía a lo lejos en la sombra, los cimientos gigantescos de mi tumba que empezaba a alzarse al borde del Tíber, no me inspiraban ni terror, ni nostalgia, ni vana meditación sobre la brevedad de la vida.
La luz fue cambiando poco a poco. Desde hacía dos años, el paso del tiempo se marcaba en los progresos de una juventud que se formaba, dorándose, ascendiendo a su cenit; la voz, grave, se habituaba a gritar órdenes a los pilotos y a los monteros; el corredor corría más lejos, las piernas del jinete dominaban con mayor pericia la cabalgadura; el escolar que en Claudiópolis había aprendido de memoria largos fragmentos de Homero, se apasionaba ahora por la poesía voluptuosa y sapiente, entusiasmándose con ciertos pasajes de Platón. Mi joven pastor se convertía en un joven príncipe. No era ya el niño diligente que en los altos se arrojaba del caballo para ofrecerme, en el cuenco de sus manos, el agua de la fuente; el donante conocía ahora el inmenso valor de sus dones. En el curso de las cacerías organizadas en los dominios de Lucio, en Toscana, me había complacido en mezclar ese rostro perfecto con las caras opacas o preocupadas de los altos dignatarios, los perfiles agudos de los orientales, los espesos hocicos de los monteros bárbaros, obligando al bienamado a desempeñar el difícil papel del amigo. En Roma, las intrigas se habían anudado en torno a su juvenil cabeza, con innobles esfuerzos por ganar su influencia o sustituirla por otra. El vivir absorbido en un pensamiento único dotaba a aquel joven de dieciocho años de un poder de indiferencia que falta en los más probados; había sabido desdeñarlo o ignorarlo todo. Pero su hermosa boca había asumido un amargo pliegue que los escultores advertían.
Ofrezco aquí a los moralistas una fácil oportunidad de triunfar sobre mí. Mis censores se aprestan a mostrar en mi desgracia las consecuencias de un extravío, el resultado de un exceso; tanto más difícil me es contradecirlos cuanto que apenas veo en qué consiste el extravío y dónde se sitúa el exceso. Me esfuerzo por reducir mi crimen, si lo hubo, a sus justas proporciones; me digo que el suicidio no es infrecuente, y nada raro morir a los veinte años. Sólo para mí la muerte de Antínoo es un problema y una catástrofe. Puede que ese desastre haya sido inseparable de un exceso de júbilo, un colmo de experiencia, de los que no habría consentido en privarme ni privar a mi compañero de peligro. Aun mis remordimientos se han convertido poco a poco en una amarga forma de posesión, una manera de asegurarme de que fui hasta el fin el triste amo de su destino. Pero no ignoro que hay que tener en cuenta las decisiones de ese bello extranjero que sigue siendo, a pesar de todo, cada ser que amamos. Al hacer recaer toda la falta sobre mí, reduzco su joven figura a las proporciones de una estatuilla de cera que, luego de plasmada, hubiera aplastado entre mis dedos. No tengo derecho a disminuir la singular obra maestra que fue su partida; debo dejar a ese niño el mérito de su propia muerte.
De más está decir que no incrimino la preferencia sensual, nada importante, que determinaba mi elección en el amor. Otras pasiones parecidas habían cruzado con frecuencia por mi vida; aquellos amores varios no me habían costado hasta entonces más que un mínimo de promesas, de mentiras y de males. Mi breve apasionamiento por Lucio sólo me indujo a algunas locuras reparables. Nada impedía que ocurriera lo mismo en esa suprema ternura; nada, salvo precisamente la cualidad única que la distinguía de las otras. La costumbre nos hubiera llevado a ese fin sin gloria pero también sin desastres que la vida procura a los que no rehúsan su dulce embotamiento por el uso. Hubiera visto cambiarse la pasión en amistad, como lo quieren los moralistas, o en indiferencia, que es lo más frecuente. Un ser joven se hubiera apartado de mí en el momento en que nuestros lazos comenzaran a pesarme; otras rutinas sensuales, o las mismas con diferentes formas, habríanse establecido en mi vida; el porvenir hubiera incluido un matrimonio ni mejor ni peor que tantos otros, un puesto en la administración provincial, la gestión de un dominio rural en Bitinia; también podía ser la inercia, la vida palaciega proseguida en alguna posición subalterna; en el peor de los casos, una de esas carreras de favoritos caídos que terminan en confidentes o en proxenetas. Si algo entiendo de eso, la sensatez consiste en no ignorar nada de esos azares, que son la vida misma, esforzándose a la vez por evitar los peores. Pero ni aquel adolescente ni yo éramos sensatos.
No había esperado la presencia de Antínoo para sentirme dios. El éxito, sin embargo, multiplicaba en torno a mí las ocasiones de abandonarme a ese vértigo; cada estación parecía colaborar con los poetas y los músicos de mi séquito para convertir nuestra existencia en una fiesta olímpica. El día de mi llegada a Cartago terminó una sequía de cinco años; delirante bajo la lluvia, la multitud me aclamó como el dispensador de los beneficios del cielo; los grandes trabajos realizados en África no fueron luego más que una manera de canalizar aquella prodigalidad celeste. Poco antes, mientras hacíamos escala en Cerdeña, una tormenta nos obligó a buscar refugio en la cabaña de unos campesinos. Antínoo ayudó a nuestro huésped a asar dos trozos de atún sobre las brasas; me creí Zeus visitando a Filemón en compañía de Hermes. El adolescente sentado en una cama, con las piernas cruzadas, era ese mismo Hermes que desataba sus sandalias; Baco cortaba el racimo, o saboreaba por mí una copa de vino rosado; aquellos dedos endurecidos por el arco eran los de Eros. En medio de tantas máscaras, en el seno de tantos prestigios, terminé olvidando a la persona humana, al niño que se esforzaba vanamente por aprender el latín, que rogaba al ingeniero Decriano que le diera lecciones de matemáticas, terminando por renunciar a ellas, y que al menor reproche se enfurruñaba y se iba a la proa del navío para contemplar el mar.
El viaje por África terminó bajo el sol de julio en los nuevos cuarteles de Lambesa. Mi compañero se puso la coraza y la túnica militar con pueril alegría; durante unos días fui un Marte desnudo y con casco que participaba de los ejercicios del campamento, el Hércules atlético embriagado por el sentimiento de vigor todavía joven. Pese al calor y a los duros trabajos de nivelación cumplidos antes de mi llegada, el ejército funcionó como todo el resto con una facilidad divina; imposible hubiera sido obligar a un corredor a que saltara otro obstáculo más, o exigir de un jinete otro volteo, sin malograr la eficacia de aquellas maniobras quebrando en alguna parte el justo equilibrio de fuerzas que constituían su belleza. No tuve que señalar a los oficiales más que un error imperceptible —un grupo de caballos que quedaban en descubierto durante el simulacro de ataque en campo raso—; mi prefecto Corneliano me satisfizo en todo. Un orden inteligente regía aquellas masas de hombres, de animales de tiro, de mujeres bárbaras acompañadas de robustos niños que se agolpaban en las inmediaciones del pretorio para besarme las manos. Aquella obediencia no era servil; su ímpetu salvaje se aplicaba a sostener mi programa de seguridad; nada había costado demasiado caro, nada había sido descuidado. Hubiera querido que Arriano escribiera un tratado de táctica, exacto como un cuerpo bien construido.
Tres meses más tarde, en Atenas, la consagración del Olimpión dio lugar a fiestas que recordaban las solemnidades romanas, pero lo que en Roma había acontecido en tierra se situaba allá en pleno cielo. Una clara tarde de otoño ocupé mi puesto bajo aquel pórtico concebido a la escala sobrehumana de Zeus; el templo de mármol, erigido en el lugar donde Deucalión vio cesar el diluvio, parecía perder su peso, flotar como una espesa nube blanca; mis vestiduras rituales se acordaban con los tonos del anochecer en el cercano Himeto. Había encargado a Polemón el discurso inaugural. Ese día Grecia me discernió aquellos títulos divinos donde yo veía a la vez una fuente de prestigio y el fin más secreto de las tareas de mi vida: Evergeta, Olímpico, Epifanio, Amo del Todo. Y el título más hermoso, el más difícil de merecer: Jonio, Filoheleno. Había en Polemón mucho de actor, pero el juego fisonómico de un gran comediante traduce a veces una emoción de la cual participa toda una multitud, todo un siglo. Alzó la mirada, se recogió antes del exordio, pareciendo concentrar en él todos los dones contenidos en aquel instante. Yo había colaborado con los tiempos, con la vida griega misma; la autoridad que ejercía no era tanto un poder como una potencia misteriosa, superior al hombre, pero que sólo obraba eficazmente por intermedio de una persona humana; la unión de Roma y Atenas quedaba consumada; el pasado recobraba un semblante de porvenir; Grecia reiniciaba la marcha como un navío largo tiempo inmovilizado por la calma chicha y que siente otra vez en sus velas el impulso del viento. Entonces una melancolía fugitiva me apretó el corazón; pensé que las palabras de culminación, de perfección, contienen en sí mismas la palabra fin; quizá no había hecho otra cosa que ofrecer una presa más al Tiempo devorador.
Entramos luego en el templo, donde los escultores trabajaban todavía; la inmensa estatua de Zeus, de oro y marfil, iluminaba vagamente la penumbra; al pie de los andamios, el gran pitón que había mandado traer de la India para consagrarlo en el santuario griego descansaba ya en su cesta de filigrana, animal divino, emblema rampante del espíritu de la Tierra, asociado desde siempre al joven desnudo que simboliza el Genio de emperador. Antínoo, asumiendo cada vez más ese papel, sirvió personalmente al monstruo su ración de abejarucos con las alas cortadas. Luego, alzando los brazos, oró. Yo sabía que aquella plegaria, hecha para mí, sólo a mí se dirigía, pero no era lo bastante dios para adivinar su sentido ni para saber si alguna vez sería o no escuchada. Me alivió salir de aquel silencio, el resplandor azulado, y encontrarme de nuevo en las calles de Atenas donde ya se encendían las lámparas, envuelto en la familiaridad de las gentes sencillas y los gritos en el aire polvoriento del anochecer. La joven fisonomía, que bien pronto habría de embellecer tantas monedas del mundo griego, se convertía para la multitud en una presencia amistosa, en un signo.
No amaba menos, sino al contrario. Pero el peso del amor, como el de un brazo tiernamente posado sobre un pecho, se hacía cada vez más difícil de soportar. Reaparecían las comparsas: recuerdo a aquel adolescente duro y fino que me acompañó durante una estadía en Mileto, pero al cual renuncié. Vuelvo a ver aquella velada en Sardes, cuando el poeta Estratón nos llevó de un lugar equívoco a otro, rodeados de dudosas conquistas. Estratón, que había preferido la oscura libertad de las tabernas asiáticas a mi corte, era un hombre exquisito y burlón, ansioso de probar lo inane de todo lo que no sea el placer mismo, quizá para excusarse de haberle sacrificado el resto. Y hubo también aquella noche de Esmirna en que obligué al bienamado a soportar la presencia de una cortesana. La idea que se hacía el adolescente del amor continuaba siendo austera, porque era exclusiva; su repugnancia llegó a la náusea. Más tarde se habituó. Aquellas vanas tentativas se explican pasablemente por la afición al libertinaje; se mezclaba en ellas la esperanza de inventar una nueva intimidad en la que el compañero de placer no dejara de ser el bienamado y el amigo, el deseo de instruirlo, de someter su juventud a las experiencias por las que había pasado la mía, y quizá, más inconfesadamente, la intención de rebajarlo poco a poco al nivel de las delicias triviales que en nada comprometen.
Había mucho de angustia en mi necesidad de herir aquella sombría ternura que amenazaba complicar mi vida. En el curso de un viaje por la Tróade, visitamos la llanura del Escamandro bajo un verde cielo de catástrofe; la inundación, cuyos daños había venido a inspeccionar sobre el terreno, convertía en islotes los túmulos de las tumbas antiguas. Dediqué unos instantes a recogerme junto a la tumba de Héctor; Antínoo fue a soñar a la de Patroclo. No supe reconocer en el cervatillo que me acompañaba el émulo del camarada de Aquiles y me burlé de aquellas fidelidades apasionadas que florecen sobre todo en los libros. Insultado, Antínoo enrojeció violentamente. La franqueza era la única virtud a la que me ceñía cada vez más; me daba cuenta de que entre nosotros las disciplinas heroicas con que Grecia rodeaba el afecto de un hombre maduro por un camarada más joven suelen no pasar de un simulacro hipócrita. Más sensible de lo que me había imaginado a los prejuicios de Roma, recordaba que éstos conceden su parte al placer, pero sólo ven en el amor una manía vergonzosa; otra vez me ganaba el violento deseo de no depender exclusivamente de nadie. Me exasperaban esos caprichos propios de la juventud, y como tales inseparables de mi elección; acababa por encontrar en aquella pasión diferente todo lo que me había irritado en mis amantes romanas; los perfumes, los aderezos, el frío lujo de los ornatos, recobraban su lugar en mi vida. Entre tanto, en aquel corazón sombrío penetraban temores casi injustificados: lo he visto inquietarse porque pronto cumpliría diecinueve años. Caprichos peligrosos, cóleras que agitaban en su frente obstinada los rizos de Medusa, alternaban con una melancolía semejante al estupor, con una dulzura cada vez más quebrada. Llegué a golpearlo: me acordaré siempre de sus ojos espantados. Pero el ídolo abofeteado seguía siendo el ídolo, y comenzaban los sacrificios expiatorios.
Todos los Misterios asiáticos acudían a reforzar este voluptuoso desorden con sus músicas estridentes. Los tiempos de Eleusis habían llegado a su fin. Las iniciaciones en los cultos secretos o extraños, prácticas más toleradas que permitidas y que el legislador que había en mi observaba con desconfianza, se adecuaban a ese momento de la vida en que la danza se convierte en vértigo, en que el canto culmina en grito. En la isla de Samotracia había sido iniciado en los misterios de los Cabires, antiguos y obscenos, sagrados como la carne y la sangre; las serpientes ahítas de leche del antro de Trofonio se frotaron en mis tobillos; las fiestas tracias de Orfeo dieron lugar a salvajes ritos de fraternidad. El estadista que había prohibido bajo las penas más severas todas las formas de mutilación consintió en asistir a las orgías de la Diosa Siria; allí vi el horrible torbellino de las danzas sangrientas; fascinado como un cabrito frente a un reptil, mi joven camarada contemplaba aterrado a aquellos hombres que elegían dar a las exigencias de la edad y del sexo una respuesta tan definitiva como la de la muerte, y quizá todavía más atroz. Pero el horror culminó durante una estadía en Palmira, donde el comerciante árabe Melés Agripa nos albergó tres semanas en el seno de un lujo bárbaro y espléndido. Un día en que habíamos estado bebiendo, Melés, alto dignatario del culto de Mitra, que tomaba poco en serio sus deberes de pastóforo, propuso a Antínoo que participara del tauróbolo. Sabedor de que yo me había sometido antaño a una ceremonia del mismo género, el joven se ofreció ardorosamente. No creí oportuno oponerme a su fantasía, para cuyo cumplimiento sólo se requería un mínimo de purificaciones y abstinencias. Acepté ser un asistente, junto con Marco Ulpio Castoras, mi secretario en lengua árabe. A la hora indicada bajamos a la caverna sagrada; el joven bitinio se tendió para recibir la sangrienta aspersión. Pero cuando vi surgir de la profundidad aquel cuerpo estriado de rojo, la cabellera apelmazada por un lodo pegajoso, el rostro salpicado de manchas que estaba vedado lavar y que debían borrarse por sí mismas, sentí que el asco me ganaba la garganta, y con él el horror de aquellos ambiguos cultos subterráneos. Días después prohibí a las tropas acantonadas en Emesa la entrada al negro santuario de Mitra.
También yo tuve mis presagios; como Marco Antonio antes de su última batalla, oí en plena noche alejarse la música del relevo de los dioses protectores que se marchan… La escuchaba sin prestar atención. Mi seguridad era como la del jinete a quien un talismán protege de las caídas. Un congreso de reyezuelos de Oriente tuvo lugar bajo mis auspicios en Samosata; durante las cacerías en la montaña, Abgar, rey de Osroene, me enseñó personalmente el arte del halconero; batidas, preparadas como escenas teatrales, precipitaban manadas enteras de antílopes en redes de púrpura; Antínoo se curvaba con todas sus fuerzas para frenar el impulso de una pareja de panteras que tiraban de sus pesados collares de oro. A cubierto de esos esplendores selláronse los acuerdos; las negociaciones me fueron invariablemente favorables, seguí siendo el jugador que gana todas las manos. El invierno transcurrió en aquel palacio de Antioquía donde antaño había pedido a los hechiceros que me iluminaran el porvenir. Pero el porvenir ya no podía darme nada, o por lo menos nada que pasara por un don. Mis vendimias estaban hechas; el mosto de la vida llenaba la cuba. Verdad es que había dejado de ordenar mi propio destino, pero las disciplinas cuidadosamente elaboradas de antaño sólo me parecían ahora la primera etapa de una vocación humana; con ellas pasaba lo que con las cadenas de que un bailarín se carga a fin de saltar mejor cuando las arroja. En ciertos puntos mi austeridad se mantenía; seguía prohibiendo que sirvieran vino antes de la segunda guardia nocturna; me acordaba de haber visto, sobre esas mismas mesas de madera pulida, la mano temblorosa de Trajano. Pero hay otras formas de embriaguez. Ninguna sombra se perfilaba sobre mis días, ni la muerte, ni la derrota —aun esa más sutil que nos infligimos a nosotros mismos—, ni la vejez que sin embargo acabaría por llegar. Pero me apresuraba, como si cada una de esas horas fuese a la vez la más bella y la última.
Mis frecuentes estadías en Asia Menor me habían puesto en contacto con un pequeño grupo de hombres dedicados seriamente a las artes mágicas. Cada siglo tiene sus audacias; los espíritus más excelsos del nuestro, cansados de una filosofía que se va reduciendo a las declamaciones escolares, terminan por rondar esas fronteras prohibidas al hombre. En Tiro, Filón de Biblos me había revelado ciertos secretos de la antigua magia fenicia; me acompañó ahora a Antioquía. Numenio interpretaba tímidamente los mitos de Platón sobre la naturaleza del alma, pero sus ideas hubieran llevado lejos a un espíritu más osado que el suyo. Sus discípulos evocaban los demonios: aquello fue un juego como tantos otros. Extrañas figuras que parecían hechas con la médula misma de mis ensueños se me aparecieron en el humo del styrax, oscilaron, se fundieron, dejándome tan sólo la sensación de una semejanza con Un rostro conocido y viviente. Quizá todo aquello no pasaba de un simple truco de saltimbanqui; si lo era, el saltimbanqui conocía su oficio. Me puse a estudiar otra vez anatomía, como en mi juventud, pero ya no lo hacía para considerar la estructura del cuerpo. Habíase despertado en mi la curiosidad por esas regiones intermedias donde el alma y la carne se confunden, donde el sueño responde a la realidad y a veces se le adelanta, donde vida y muerte intercambian sus atributos y sus máscaras. Hermógenes, mi médico, desaprobaba esos experimentos, pero acabó haciéndome conocer a ciertos colegas que se ocupaban de esas cosas. A su lado traté de localizar el asiento del alma, de hallar los lazos que la atan al cuerpo, midiendo el tiempo que tarda en desprenderse de ellos. Algunos animales fueron sacrificados en esas investigaciones. El cirujano Sátiro me llevó a su clínica para que asistiera a la agonía de los moribundos. Soñábamos en voz alta: ¿Será el alma la culminación suprema del cuerpo, frágil manifestación del dolor y el placer de existir? ¿O bien, por el contrario, es más antigua que ese cuerpo modelado a su imagen y que le sirve bien o mal de instrumento momentáneo? ¿Es válido imaginarla en el interior de la carne, establecer entre ambas esa estrecha unión, esa combustión que llamamos vida? Si las almas poseen identidad propia, ¿pueden intercambiarse, ir de un ser a otro como el bocado de fruta, el trago de vino que dos amantes se pasan en un beso? Sobre estas cosas, todo estudioso cambia veinte veces por año de opinión; en mí el escepticismo luchaba con el deseo de saber, y el entusiasmo con la ironía. Pero estaba convencido de que nuestra inteligencia sólo deja filtrar hasta nosotros un magro residuo de los hechos; de más en más me interesaba el mundo oscuro de la sensación, negra noche donde fulguran y ruedan soles enceguecedores. En aquel entonces, Flegón, que coleccionaba historias de fantasmas, nos contó una noche la de la novia de Corinto, asegurándonos que era auténtica. Aquella aventura, en la que el amor devuelve un alma a la tierra y le da temporariamente un cuerpo, nos emocionó a todos, aunque de manera más o menos profunda. Muchos intentaron una experiencia análoga: Sátiro se esforzó por evocar a su maestro Aspasio, que había hecho con él uno de esos pactos jamás cumplidos por los cuales los que mueren prometen dar noticias a los vivientes. Antínoo me hizo una promesa del mismo género, que tomé a la ligera pues nada me llevaba a suponer que aquel niño no me sobreviviría. Filón se esforzó por hacer aparecer a su esposa muerta. Permití que se pronunciaran los nombres de mi padre y mi madre, pero una especie de pudor me impidió evocar a Plotina. Ninguna de esas tentativas tuvo éxito; pero habíamos abierto puertas extrañas.
Pocos días antes de partir de Antioquía, fui como antaño a sacrificar a la cima del monte Casio. La ascensión se cumplió de noche; como en el Etna, sólo llevé conmigo a un reducido número de amigos capaces de subir a pie firme. Mi objeto no era tan sólo cumplir un rito propiciatorio en aquel santuario más sagrado que otros; quería ver otra vez desde lo alto el fenómeno de la aurora, prodigio cotidiano que jamás he podido contemplar sin un secreto grito de alegría. Ya en la cumbre, el sol hace brillar los ornamentos de cobre del templo, y los rostros iluminados sonríen, cuando las llanuras asiáticas y el mar están todavía sumidos en la sombra; durante unos instantes, el hombre que ruega en el pináculo es el único beneficiario de la mañana. Preparóse lo necesario para el sacrificio, comenzamos a ascender a caballo, y luego a pie, las peligrosas sendas bordeadas de retama y lentiscos, que reconocíamos en plena noche por su perfume. El aire estaba pesado, la primavera ardía como en otras partes el verano. Por primera vez en la ascensión de una montaña me faltó el aliento; tuve que apoyarme un momento en el hombro del preferido. Una tormenta, prevista desde hacía rato por Hermógenes, entendido en meteorología, estalló a un centenar de pasos de la cumbre. Los sacerdotes salieron a recibirnos a la luz de los relámpagos; empapado hasta los huesos, el pequeño grupo se reunió junto al altar preparado para el sacrificio. En el momento de cumplirse, un rayo, estallando sobre nosotros, mató al mismo tiempo al victimario y a la víctima. Pasado el primer instante de horror, Hermógenes se inclinó con la curiosidad del médico sobre los fulminados; Chabrias y el sumo sacerdote lanzaban gritos de admiración: el hombre y el cervatillo sacrificados por aquella espada divina se unían a la eternidad de mi Genio: aquellas vidas sustituidas prolongaban la mía. Aferrado a mi brazo, Antínoo temblaba, no de terror como lo creía en ese momento, sino bajo la influencia de un pensamiento que comprendí más tarde. Espantado ante la idea de la decadencia, es decir de la vejez, había debido prometerse mucho tiempo atrás que moriría a la primera señal de declinación, y quizá antes. Hoy creo que esa promesa, que tantos nos hemos hecho sin cumplirla, remontaba en su caso a los primeros tiempos, a la época de Nicomedia y de nuestro encuentro al borde de la fuente. Ello explicaba su indolencia, su ardor en el placer, su tristeza, su total indiferencia a todo futuro. Pero hacía falta además que aquella partida no tuviera el aire de una rebelión y se cumpliera sin la menor queja. El rayo del monte Casio le mostraba una salida: la muerte podía convertirse en un supremo servir, un último don, el único que le quedaba. La iluminación de la aurora fue poca cosa al lado de la sonrisa que se alzó en aquel rostro conmovido. Días más tarde volví a ver esa sonrisa, pero más oculta, ambiguamente velada. Durante la cena, Polemón, que pretendía saber de quiromancia, quiso examinar la mano del joven, esa palma donde a mí mismo me asustaba una asombrosa caída de estrellas. El niño la retiró, cerrándola, con un gesto dulce y casi púdico. Quería guardar el secreto de su juego y el de su fin.
Hicimos alto en Jerusalén. Allí, sobre el terreno, estudié el proyecto de una nueva ciudad que tenía intención de construir en el emplazamiento de la ciudad judía arrasada por Tito. La buena administración de Judea y los progresos del comercio oriental requerían el desarrollo de una gran metrópolis en esa encrucijada de caminos. Imaginé la capital romana habitual: Elia Capitolina tendría sus templos, sus mercados, sus baños públicos, su santuario de Venus romana. Mis recientes preferencias por los cultos apasionados y sensibles me indujo a elegir en el monte Moriah el emplazamiento de una gruta donde se celebrarían las Adonías. Estos proyectos indignaron a la población judía; aquellos desheredados preferían sus ruinas a una gran ciudad donde tendrían todas las ventajas del dinero, el saber y los placeres. Los obreros que daban los primeros golpes de zapa a los muros agrietados fueron molestados por la multitud. Seguí adelante: Fido Aquila, que más tarde había de aplicar su genio de organizador a la construcción de Antínoe, se puso al frente de las obras de Jerusalén. Me negué a advertir, en aquel montón de escombros, el rápido crecimiento del odio. Un mes más tarde llegamos a Pelusio, donde me ocupé de restaurar la tumba de Pompeyo. Cuanto más me sumía en los negocios del Oriente, más admiraba el genio político de aquel eterno vencido del gran Julio. A veces me parecía que al esforzarse por poner orden en aquel incierto mundo asiático, Pompeyo había sido más útil a Roma que el mismo César. Los trabajos de refección fueron una de mis últimas ofrendas a los muertos de la historia; bien pronto tendría que ocuparme de otras tumbas.
Nuestra llegada a Alejandría se cumplió discretamente. La entrada triunfal quedaba postergada hasta el arribo de la emperatriz. Habían persuadido a mi mujer, poco amiga de viajar, que pasara el invierno en el clima más suave de Egipto; Lucio, apenas repuesto de una tos pertinaz, debía probar el mismo remedio. Congregábase una flotilla de barcas para un viaje por el Nilo, cuyo programa incluía una serie de inspecciones oficiales, fiestas, banquetes, que prometían ser tan fatigosos como los de una temporada en el Palatino. Yo mismo había organizado todo aquello; el lujo, el prestigio de una corte, tenían su valor en aquel viejo país habituado a los fastos reales.
Pero mi mayor deseo era el de dedicar a la caza las semanas precedentes a la llegada de mis huéspedes. En Palmira, Melés Agripa nos había preparado excursiones en el desierto, pero nunca nos internamos lo suficiente como para encontrar leones. Dos años antes, África me había ofrecido algunas hermosas cacerías de fieras. Sabiéndolo demasiado joven e inexperto, no había permitido a Antínoo que figurara en primera línea. Por él yo era capaz de cobardías que jamás me hubiera consentido cuando se trataba de mí mismo. Ahora, cediendo como siempre, le prometí el papel principal en la caza del león. No podía seguir tratándolo como a un niño, y estaba orgulloso de su fuerza juvenil.
Partimos rumbo al oasis de Amón, a algunos días de marcha de Alejandría; aquel lugar era el mismo donde Alejandro había sabido, por boca de los sacerdotes, el secreto de su nacimiento divino. Los indígenas habían señalado en esos parajes la presencia de una fiera extraordinariamente peligrosa, que atacaba con frecuencia al hombre. Por la noche, en torno a las hogueras del campamento, comparábamos alegremente nuestras futuras hazañas con las de Hércules. Pero lo único que nos proporcionaron los primeros días fueron algunas gacelas. Por fin, Antínoo y yo decidimos apostarnos cerca de una charca arenosa cubierta de juncos. Decíase que el león acudía allí a beber a la caída de la noche. Los negros estaban encargados de encaminarlo hacia nosotros con gran algarabía de tambores, címbalos y gritos; el resto de nuestra escolta permanecía a cierta distancia. El aire estaba pesado y tranquilo; no valía la pena preocuparse por la dirección del viento. Apenas había transcurrido la hora décima, pues Antínoo me hizo ver en el estanque los nenúfares rojos que seguían abiertos. Súbitamente la bestia real apareció entre un frotar de juncos y volvió hacia nosotros su cara tan hermosa como terrible, una de las fisonomías más divinas que puede asumir el peligro. Situado algo atrás, no tuve tiempo de retener a Antínoo que, dando imprudentemente rienda suelta a su caballo, lanzó su pica y sus dos jabalinas con suma destreza, pero demasiado cerca de la fiera. Herido en el cuello, el león se desplomó batiendo el suelo con la cola; la arena removida nos permitía apenas entrever una masa rugiente y confusa. De pronto el león se enderezó, concentrando sus fuerzas para saltar sobre el caballo y el caballero desarmados. Yo había previsto el riesgo, y por fortuna el caballo de Antínoo no se movió; nuestras cabalgaduras habían sido admirablemente adiestradas para esos juegos. Interpuse mi caballo, exponiendo el flanco derecho. Estaba habituado a tales ejercicios, y no me resultó difícil rematar a la bestia herida ya de muerte. Desplomóse por segunda vez; el hocico se hundió en el limo, mientras un hilo de sangre negra se mezclaba con el agua. El enorme gato color de desierto, miel y sol, expiró con una majestad más que humana. Antínoo desmontó de su caballo cubierto de espuma, que todavía temblaba; nuestros camaradas se nos reunieron; los negros arrastraron hasta el campamento la enorme víctima muerta.
Improvisóse una especie de festín; tendido boca abajo frente a una bandeja de cobre, Antínoo distribuyó con sus propias manos las porciones de cordero cocido en la ceniza. Bebimos vino de palmera en su honor. Su exaltación subía como un canto. Acaso exageraba el alcance del auxilio que yo le había prestado, olvidando que hubiera hecho lo mismo por cualquier otro cazador en peligro; pero sin embargo nos sentíamos devueltos a ese mundo heroico donde los amantes mueren el uno por el otro. La gratitud y el orgullo alternaban en su alegría como las estrofas de una oda. Los negros trabajaron a maravilla; por la noche, la piel del león se balanceaba bajo las estrellas, suspendida de dos estacas en la entrada de mi tienda. A pesar de los perfumes derramados profusamente, su olor a fiera nos obsesionó toda la noche. Por la mañana, luego de comer fruta, abandonamos el campamento; en el momento de partir vimos en un foso los restos de la bestia real de la víspera: una osamenta roja envuelta en una nube de moscas.
Volvimos a Alejandría unos días después. El poeta Pancratés me honró con una fiesta en el Museo, en cuya sala de música había reunido una colección de instrumentos preciosos. Las viejas liras dóricas, más pesadas y menos complicadas que las nuestras, alternaban con las cítaras curvas de Persia y Egipto, los caramillos frigios, agudos como voces de eunucos, y delicadas flautas indias cuyo nombre ignoro. Un etíope golpeó largamente sobre calabazas africanas. Una mujer cuya belleza algo fría me hubiera seducido, de no haber decidido simplificar mi vida reduciéndola a lo que para mí era esencial, tañó un arpa triangular de triste sonido. Mesomedés de Creta, mi músico favorito, acompañó en el órgano hidráulico la recitación de su poema La Esfinge, obra inquietante, sinuosa, huyente como la arena al viento. La sala de conciertos se abría a un patio interior; los nenúfares flotaban en el agua de su estanque, bajo el resplandor casi furioso de un atardecer a fines de agosto. Durante un intervalo, Pancratés nos hizo admirar de cerca aquellas flores de una variedad muy rara, rojas como sangre y que sólo florecen a fines del estío. Inmediatamente reconocimos nuestros nenúfares escarlatas del oasis de Amón. Pancratés se inflamó con la idea de la fiera herida expirando entre las flores. Me propuso versificar el episodio de caza; la sangre del león pasaría por haber teñido a los lirios acuáticos. La fórmula no era nueva, pero le encargué el poema. Pancratés, perfecto poeta cortesano, compuso de inmediato algunos agradables versos en honor de Antínoo: la rosa, el jacinto, la celidonia, eran sacrificadas a aquellas corolas de púrpura que llevarían desde entonces el nombre del preferido. Se ordenó a un esclavo que entrara en el estanque para recoger un ramo. Habituado a los homenajes, Antínoo aceptó gravemente las flores cerosas de tallos serpentinos y blandos, que se cerraron como párpados cuando cayó la noche.
Por aquellos días arribó la emperatriz. El largo viaje la había afectado mucho; la encontré frágil, sin que hubiera perdido su dureza. Sus frecuentaciones políticas ya no me causaban inquietud, como en la época en que había alentado tontamente a Suetonio; ahora sólo se rodeaba de literatas inofensivas. La confidenta del momento, una tal Julia Balbila, escribía versos griegos bastante agradables. La emperatriz y su séquito se establecieron en el Liceo, del cual salían poco. Lucio, en cambio, se mostraba como siempre ávido de todos los placeres, comprendidos los de la inteligencia y los ojos. A los veintiséis años no había perdido casi nada de aquella sorprendente belleza que le valía ser aclamado en las calles por la juventud romana. Seguía siendo absurdo, irónico y alegre. Sus caprichos de antaño se habían convertido en manías. Jamás viajaba sin llevar a su cocinero; los jardineros le componían, aun a bordo, asombrosos arriates de flores raras; llevaba consigo su lecho, cuyo modelo había diseñado personalmente, y cuatro colchones rellenos con cuatro especies de sustancias aromáticas, sobre los cuales se acostaba rodeado de sus jóvenes amantes como de otras tantas almohadas. Sus pajes, empolvados y llenos de afeites, vestidos como los Céfiros y el Amor, hacían lo posible por adaptarse a sus caprichos muchas veces crueles; tuve que intervenir personalmente para impedir que el pequeño Bóreas, cuya delgadez admiraba Lucio, se dejara morir de hambre. Todo eso era más irritante que agradable. Visitamos juntos lo que hay para ver en Alejandría: el Faro, el mausoleo de Alejandro, el de Marco Antonio donde Cleopatra triunfa eternamente sobre Octavio, y no olvidamos los templos, los talleres, las fábricas y aun el barrio de los embalsamadores. El sacerdote del templo de Serapis me ofreció un servicio de cristalería opalina, que envié a Serviano, con el cual quería mantener relaciones cordiales por respeto hacia mi hermana Paulina. De aquellas giras asaz fastidiosas nacieron grandes proyectos edilicios.
En Alejandría las religiones son tan variadas como los negocios, pero la calidad del producto me parece más dudosa. Los cristianos, sobre todo, se distinguen por una abundancia inútil de sectas. Dos charlatanes, Valentino y Basílides, intrigaban el uno contra el otro, vigilados de cerca por la policía romana. La hez del pueblo egipcio aprovechaba cada observancia ritual para precipitarse garrote en mano sobre los extranjeros; la muerte del buey Apis provoca más motines en Alejandría que una sucesión imperial en Roma. Las gentes a la moda cambian allí de dios como en otras partes se cambia de médico, y no con mejor suerte. Pero su único ídolo es el oro: en ninguna parte he visto pedigüeños más desvergonzados. En todas partes surgían inscripciones pomposas para conmemorar mis beneficios, pero mi negativa a suprimir un impuesto que la población estaba en condiciones de pagar, no tardó en enajenarme la buena voluntad de aquella turba. Los dos jóvenes que me acompañaban fueron repetidamente insultados: a Lucio le reprochaban su lujo, por lo demás excesivo; a Antínoo, su origen oscuro, sobre el cual corrían absurdas historias; a ambos, el ascendiente que les atribuían sobre mi. Este último cargo era ridículo: Lucio, que juzgaba las cuestiones públicas con una sorprendente perspicacia, no tenía la menor influencia política, y Antínoo no se preocupaba por tenerla. El joven patricio, conocedor del mundo, se limitaba a reírse de los insultos; pero Antínoo sufrió.
Los judíos, aguijoneados por sus correligionarios de Judea, agriaban lo mejor posible aquella masa ya ácida. La sinagoga de Jerusalén delegó a su miembro más venerado, el nonagenario Akiba, para que me instara a renunciar a los proyectos en vía de realización en Jerusalén. Con ayuda de intérpretes, pues el anciano no sabía griego, sostuve varias conversaciones que le sirvieron de pretexto para monologar. En menos de una hora fui capaz de aprehender, ya que no de compartir, su pensamiento; él no hizo ningún esfuerzo por lo que se refiere al mío. Fanático, no tenía la menor idea de que pueda razonarse sobre premisas diferentes de las suyas. Ofrecía yo a aquel pueblo despreciado un lugar entre los que constituían la comunidad romana. Jerusalén, por boca de Akiba, me significaba su voluntad de seguir siendo hasta el fin la fortaleza de una raza y de un dios aislados del género humano. Aquellas ideas insensatas se expresaban con fatigante sutileza; tuve que soportar una larga hilera de razones, sabiamente deducidas unas de otras, que probaban la superioridad de Israel. Al cabo de ocho días, el obstinado negociador terminó por percatarse de que había tomado el camino equivocado, y anunció su partida. Odio la derrota, aun la ajena; me emociona sobre todo cuando el vencido es un anciano. La ignorancia de Akiba, su negativa a aceptar nada que no fueran sus libros santos y su pueblo, le confería una especie de íntima inocencia. Pero no era fácil enternecerse con el sectario. La longevidad parecía haberlo despojado de toda flexibilidad humana; su cuerpo descarnado y su espíritu reseco tenían un duro vigor de langosta. Parece ser que más tarde murió como un héroe defendiendo la causa de su pueblo, o más bien de su ley; cada cual se consagra a sus propios dioses.
Las distracciones de Alejandría empezaban a agostarse. Flegón, que conocía todas las curiosidades locales, la alcahueta o el hermafrodita célebre, nos propuso visitar a una maga. Aquella proxeneta de lo invisible habitaba en Canope. Acudimos de noche, en barca, siguiendo el canal de aguas espesas. El trayecto fue aburrido. Como siempre, una sorda hostilidad reinaba entre los dos jóvenes; la intimidad a la cual yo los forzaba no hacía más que aumentar su mutua aversión. Lucio ocultaba la suya bajo una condescendencia burlona; mi joven griego se encerraba en uno de sus accesos de humor sombrío. Por mi parte me sentía cansado; días antes, al volver de un paseo a pleno sol, había sufrido un breve síncope del que sólo fueron testigos Antínoo y Euforión, mi servidor negro. Ambos se habían alarmado excesivamente, pero los obligué a que guardaran el secreto.
Canope no es más que una decoración; la casa de la maga hallábase situada en la parte más sórdida de aquella ciudad de placer. Desembarcamos en una terraza semiderrumbada. La hechicera nos esperaba dentro, muñida de los sospechosos instrumentos de su oficio. Parecía competente y no había en ella nada de la nigromántica de teatro; ni siquiera era vieja.
Sus predicciones fueron siniestras. Hacía ya algún tiempo que los oráculos me anunciaban dificultades de toda suerte, trastornos políticos, intrigas palaciegas y enfermedades graves. Hoy me siento convencido de que en aquellas bocas de la sombra actuaban influencias muy humanas, a veces para prevenirme, casi siempre para infundirme miedo. La verdadera situación en una parte del Oriente se expresaba así más claramente que en los informes de mis procónsules. Yo recibía serenamente esas supuestas revelaciones, pues mi respeto por el mundo invisible no llegaba al punto de confiar en aquellos divinos parloteos. Diez años atrás, poco después de mi llegada al poder, había hecho cerrar el oráculo de Dafné, cerca de Antioquía, que me había vaticinado el poder, por miedo a que siguiera haciendo lo mismo con el primer pretendiente que lo consultara. Pero siempre es enojoso oír hablar de cosas tristes.
Después de habernos inquietado lo mejor posible, la adivinadora nos ofreció sus servicios; un sacrificio mágico, que constituye la especialidad de los hechiceros egipcios, bastaría para lograr un arreglo amistoso con el destino. Mis incursiones en la magia fenicia me habían llevado a comprender que el horror de esas prácticas prohibidas no radica tanto en lo que nos muestran como en lo que nos ocultan. Si mi odio a los sacrificios humanos no hubiera sido conocido, probablemente me habrían aconsejado inmolar a un esclavo. Pero se contentaron con hablar de un animal familiar.
Se requería que, en la medida de lo posible, la víctima me hubiera pertenecido; los perros quedaban descartados, pues la superstición egipcia los considera inmundos. Lo más conveniente era un pájaro, pero no viajo llevando una pajarera. Mi joven amo me ofreció su halcón. Las condiciones quedarían cumplidas: yo le había regalado el bello animal luego de recibirlo personalmente del rey de Osroene. El adolescente lo alimentaba con su propia mano, y era una de las raras posesiones con las cuales se había encariñado. Comencé por negarme, pero insistió gravemente; comprendí que atribuía una significación extraordinaria a su ofrenda, y acepté por bondad. Luego de recibir detalladas instrucciones, mi correo Menécrates partió en busca del ave, que se hallaba en nuestros aposentos del Serapeum. Aun al galope, el viaje exigiría más de dos horas. No era cuestión de pasarlas en la sucia covacha de la maga, y Lucio se quejaba de la humedad de la barca. Flegón encontró un medio, y nos instalamos como pudimos en casa de una proxeneta, después que ésta hubo alejado al personal de la casa. Lucio decidió dormir y yo aproveché del intervalo para dictar algunos mensajes; Antínoo se acostó a mis pies. El cálamo de Flegón chirriaba bajo la lámpara. Entrábamos en la última vigilia de la noche cuando Menécrates volvió con el ave, el guantelete, el capuchón y la cadena.
Retornamos a casa de la maga. Antínoo retiró el capuchón, y después de acariciar largamente la cabecita soñolienta y salvaje del halcón, lo entregó a la encantadora, que inició una serie de pases mágicos. Fascinada, el ave se durmió de nuevo. Era necesario que la víctima no se debatiera y que su muerte diese la impresión de ser natural. Ritualmente ungido de miel y esencia de rosa, el halcón fue metido en una cuba llena de agua del Nilo; el animal ahogado se asimilaba a Osiris llevado por la corriente del río; los años terrestres del ave se sumaban a los míos; la menuda alma solar se unía al Genio del hombre por quien se la sacrificaba; aquel Genio invisible podría aparecérseme y servirme desde entonces bajo esa forma. Las prolongadas manipulaciones que siguieron no eran más interesantes que una preparación culinaria.
Lucio bostezaba. Las ceremonias imitaron hasta el fin los funerales humanos, y las fumigaciones y las salmodias continuaron hasta el alba. El ave fue metida en un sarcófago lleno de sustancias aromáticas, que la maga enterró ante nosotros al borde del canal, en un cementerio abandonado. Acurrucóse luego bajo un árbol para contar, una a una, las monedas de oro que Flegón acababa de darle.
Volvimos en barca. Soplaba un viento extrañamente frío. Sentado junto a mí, Lucio levantaba con la punta de sus finos dedos las mantas de algodón bordado; por pura cortesía seguíamos cambiando frases sobre las noticias y los escándalos de Roma. Antínoo, tendido en el fondo de la barca, había apoyado la cabeza en mis rodillas; fingía dormir para aislarse de esa conversación que no lo incluía. Mi mano resbalaba por su nuca, bajo sus cabellos. Así, en los momentos más vanos o más apagados, tenía la sensación de mantenerme en contacto con los grandes objetos naturales, la espesura de los bosques, el lomo musculoso de las panteras, la pulsación regular de las fuentes. Pero ninguna caricia llega hasta el alma. Brillaba el sol cuando arribamos al Serapeum; los vendedores de sandías anunciaban su mercancía por las calles. Dormí hasta la hora de la sesión del Senado local, a la cual asistí. Más tarde supe que Antínoo había aprovechado de esa ausencia para persuadir a Chabrias de que lo acompañara a Canope. Una vez allí volvió a casa de la maga.
El primer día del mes de Atir, el segundo año de la CCXXVI Olimpíada… era el aniversario de la muerte de Osiris, dios de las agonías; a lo largo del río, agudas lamentaciones resonaban desde hacia tres días en todas las aldeas. Mis huéspedes romanos, menos habituados que yo a los misterios de Oriente, mostraban cierta curiosidad por esas ceremonias de una raza diferente. A mí me fatigaban. Había hecho amarrar mi barca a cierta distancia de las otras, lejos de todo lugar habitado. Pero un templo faraónico semi abandonado alzábase cerca de la ribera, y como conservaba aún su colegio de sacerdotes, no pude escapar del todo al resonar de las lamentaciones.
La noche anterior Lucio me había invitado a cenar en su barca. Me hice trasladar a ella a la caída del sol. Antínoo se negó a seguirme. Lo dejé en mi cabina de popa, tendido sobre su piel de león, ocupado en jugar a los dados con Chabrias. Media hora más tarde, ya cerraba la noche, cambió de parecer y mandó llamar una canoa. Ayudado por un solo remero, recorrió contra la corriente la distancia bastante considerable que nos separaba de las otras barcas. Su entrada en la tienda donde tenía lugar la cena interrumpió los aplausos provocados por las contorsiones de una bailarina. Llevaba una larga vestidura siria, tenue como la gasa, sembrada de flores y de quimeras. Para remar con más soltura había dejado caer la manga derecha; el sudor temblaba en aquel pecho liso. Lucio le lanzó una guirnalda que él atrapó al vuelo; su alegría casi estridente no cesó un solo instante, sostenida apenas por una copa de vino griego. Regresamos juntos con mi canoa de seis remeros, acompañados desde lo alto por la despedida mordaz de Lucio. La salvaje alegría continuó. Pero de mañana toqué por casualidad un rostro empapado en lágrimas. Le pregunté con impaciencia por qué lloraba; contestó humildemente, excusándose por la fatiga. Acepté aquella mentira y volví a dormirme. Su verdadera agonía se cumplió en ese lecho, junto a mí.
El correo de Roma acababa de llegar; la jornada transcurrió en lecturas y respuestas. Como siempre, Antínoo iba y venía silenciosamente por la habitación; nunca sabré en qué momento aquel hermoso lebrel se alejó de mi vida. Hacia la duodécima hora se presentó Chabrias muy agitado. Contrariando todas las reglas, el joven había abandonado la barca sin especificar el objeto y la duración de su ausencia; ya habían pasado más de dos horas de su partida. Chabrias se acordaba de extrañas frases pronunciadas la víspera, y de una recomendación formulada esa misma mañana y que se refería a mí. Me confesó sus temores. Bajamos presurosamente a la ribera. El viejo pedagogo se encaminó instintivamente hacia una capilla situada junto al río, pequeño edificio aislado pero dependiente del templo, que Antínoo y él habían visitado juntos. En una mesa para las ofrendas, las cenizas de un sacrificio estaban todavía tibias. Cabrias hundió en ellas los dedos y extrajo unos rizos cortados.
No nos quedaba más que explorar el ribazo. Una serie de cisternas que habían debido de servir antaño para las ceremonias sagradas, comunicaban con un ensanchamiento del río. Al borde de la última, a la luz del crepúsculo que caía rápidamente, Chabrias percibió una vestidura plegada, unas sandalias. Bajé los resbaladizos peldaños: estaba tendido en el fondo, envuelto ya por el lodo del río. Con ayuda de Chabrias, conseguí levantar su cuerpo, que de pronto pesaba como de piedra. Chabrias llamó a los remeros, que improvisaron unas angarillas de tela. Reclamado con todo apuro, Hermógenes no pudo sino comprobar la muerte. Aquel cuerpo tan dócil se negaba a dejarse calentar, a revivir. Lo transportamos a bordo. Todo se venía abajo; todo pareció apagarse. Derrumbarse el Zeus Olímpico, el Amo del Todo, el Salvador del Mundo, y sólo quedó un hombre de cabellos grises sollozando en el puente de una barca.
Dos días después Hermógenes consiguió hacerme pensar en los funerales. Los ritos de sacrificio que Antínoo había elegido para rodear su muerte nos mostraban el camino a seguir; no por nada la hora y el día de aquel final coincidían con el momento en que Osiris baja a la tumba. Me trasladé a Hermópolis, en la otra orilla, donde vivían los embalsamadores. Había visto a los que trabajaban en Alejandría, y no ignoraba a qué ultrajes entregaría su cuerpo. Pero también es horrible el fuego, que asa y carboniza una carne que fue amada, y la tierra donde se pudren los muertos. La travesía fue breve; acurrucado en un rincón de la cabina de popa, Euforión plañía en voz baja no sé qué canto fúnebre africano; su ulular ahogado y ronco se me antojaba casi mi propio grito. Llevamos al muerto a una sala que acababan de lavar a baldes de agua, y que me recordó la clínica de Sátiro. Ayudé al amoldador, untando con aceite el rostro antes de que aplicara la cera. Todas las metáforas recobraban su sentido; sí, tuve ese corazón entre mis manos. Cuando me alejé, el cuerpo vacío no era más que una preparación de embalsamador, primer estado de una atroz obra maestra, sustancia preciosa tratada con sal y pasta de mirra, que el aire y el sol no volverían a tocar jamás.
De regreso visité el templo cerca del cual se había consumado el sacrificio, y hablé con los sacerdotes. Su santuario, renovado, se convertiría otra vez en centro de peregrinación para todo el Egipto; su colegio, enriquecido y aumentado, se consagraría en adelante al servicio de mi dios. Aun en los momentos más torpes, jamás había dudado de que aquella juventud fuese divina. Grecia y Asia lo venerarían a nuestra usanza, con juegos, danzas, ofrendas rituales al pie de una estatua blanca y desnuda. Egipto, que había asistido a la agonía, participaría también de la apoteosis. Su parte sería la más negra, la más secreta, la más dura: aquel país desempeñaría para él la función eterna de embalsamador. Durante siglos, los sacerdotes de cráneos rapados recitarían letanías donde figuraría su nombre, sin valor para ellos pero que todo lo contenía para mí. Año tras año, la barca sagrada pasearía aquella efigie por el río; el primer día del mes de Atir las plañideras marcharían por aquel ribazo donde yo había marchado. Toda hora tiene su deber inmediato, un mandamiento que domina a todo el resto; el mío, en ese momento, era el de defender contra la muerte lo poco que me quedaba. Flegón había reunido a orillas del río a los arquitectos e ingenieros de mi séquito; sostenido por una especie de embriaguez lúcida, los arrastré a lo largo de las colinas pedregosas, explicando mi plan; el desarrollo de los cuarenta y cinco estadios de la muralla del recinto; marqué en la arena el lugar del arco del triunfo y el de la tumba. Antínoo iba a nacer, era ya una victoria contra la muerte imponer a aquella tierra siniestra una ciudad enteramente griega, un bastión que mantendría a distancia a los nómadas de Eritrea, un nuevo mercado en la ruta de la India.
Alejandro había celebrado los funerales de Efestión con devastaciones y hecatombes. Más hermoso me parecía ofrecer al preferido una ciudad donde su culto se mezclaría para siempre con el ir y venir de la plaza pública, donde su nombre sería pronunciado en las conversaciones nocturnas, donde los jóvenes se lanzarían coronas a la hora de los banquetes. Pero mis ideas no estaban decididas en un punto. Me parecía imposible abandonar aquel cuerpo en suelo extranjero. Como un hombre que, inseguro sobre la etapa siguiente, reserva alojamiento en diversas posadas, ordené en Roma un monumento a orillas del Tíber, junto a mi tumba; pensé también en los oratorios egipcios que por capricho había hecho erigir en la Villa, y que de pronto se mostraban trágicamente útiles. Se fijó la fecha de los funerales, que se celebrarían al cabo de los meses exigidos por los embalsamadores. Encargué a Mesomedés que compusiera los coros fúnebres. Volví a bordo avanzada la noche; Hermógenes me preparó una poción para dormir.
Seguimos remontando el río, pero yo navegaba por la Estigia. En los campos de prisioneros, a orillas del Danubio, había visto antaño cómo algunos miserables, tendidos contra un muro, daban contra él la frente con un movimiento salvaje, insensato y dulce, repitiendo sin cesar el mismo nombre. En los sótanos del Coliseo me habían hecho ver leones que enflaquecían por la ausencia del perro con el cual los habían acostumbrado a vivir. Yo reunía mis pensamientos: Antínoo había muerto. De niño había clamado sobre el cadáver de Marulino, picoteado por las cornejas, pero mi clamor había sido semejante al de un animal privado de razón. Mi padre había muerto, pero el huérfano de doce años sólo había reparado en el desorden de la casa, el llanto de su madre y su propio terror; nada había sabido de las angustias por las que había pasado el moribundo. Mi madre había muerto mucho después, en tiempos de mi misión en Panonia; ya no me acordaba de la fecha exacta. Trajano era tan sólo un enfermo a quien se trata de convencer para que haga testamento. No había visto morir a Plotina. Atiano había muerto: era un anciano. Durante las guerras dacias había perdido camaradas a quienes creía amar ardientemente; pero éramos jóvenes, la vida y la muerte igualmente embriagadoras y fáciles. Antínoo había muerto. Me acordaba de los lugares comunes tantas veces escuchados: se muere a cualquier edad, los que mueren jóvenes son los amados de los dioses. Yo mismo había participado de ese infame abuso de las palabras, hablando de morirme de sueño, de morirme de hastío. Había empleado la palabra agonía, la palabra duelo, la palabra pérdida. Antínoo había muerto.
Amor, el más sabio de los dioses… Pero el amor no era responsable de esa negligencia, de esas durezas, de esa indiferencia mezclada a la pasión como la arena al oro que arrastra un río, de esa torpe inconsciencia del hombre demasiado dichoso y que envejece. ¿Cómo había podido sentirme tan ciegamente satisfecho? Antínoo había muerto. Lejos de haber amado con exceso, como Serviano lo estaría afirmando en ese momento en Roma, no había amado lo bastante para obligar al niño a que viviera. Chabrias, que como iniciado órfico consideraba que el suicidio era un crimen, insistía en el lado sacrificatorio de ese fin; yo mismo sentía una especie de horrible alegría cuando pensaba que aquella muerte era un don. Pero sólo yo podía medir cuánta actitud fermenta en lo hondo de la dulzura, qué desesperanza se oculta en la abnegación, cuánto odio se mezcla con el amor. Un ser insultado me arrojaba a la cara aquella prueba de devoción; un niño, temeroso de perderlo todo, había hallado el medio de atarme a él para siempre. Si había esperado protegerme mediante su sacrificio, debió pensar que yo lo amaba muy poco para no darse cuenta de que el peor de los males era el de perderlo.
Las lágrimas cesaron; los dignatarios que se me acercaban no tenían ya que desviar la mirada de mi rostro, como si llorar fuera obsceno. Se reanudaron las visitas a las granjas modelo y a los canales de irrigación; poco importaba la forma en que pasara mi tiempo. Mil rumores erróneos corrían a propósito de mi desgracia; hasta en las barcas que seguían a la mía circulaban atroces historias que me avergonzaban. Yo dejaba decir; la verdad no era de las que se pueden andar gritando. A su manera, las mentiras más maliciosas eran exactas; me acusaban de haberlo sacrificado, y en cierto sentido lo había hecho. Hermógenes, que me transmitía fielmente esos ecos del exterior, fue portador de algunos mensajes de la emperatriz. Su tono era digno, como ocurre casi siempre en presencia de la muerte. Aquella compasión descansaba en un malentendido: me compadecían, siempre y cuando me consolara pronto. Yo mismo me consideraba casi tranquilo, y me sonrojaba de sólo pensarlo. No sabía que el dolor contiene extraños laberintos por los cuales no había terminado de andar.
Todos buscaban distraerme. Pocos días después de nuestra llegada a Tebas, supe que la emperatriz y su séquito habían estado dos veces al pie del coloso de Memnón, con la esperanza de escuchar el misterioso sonido que brota de la piedra, famoso fenómeno que todos los viajeros desean presenciar. El prodigio no se había producido, y la superstición llevaba a suponer que ocurriría estando yo presente. Acepté acompañar a las mujeres al día siguiente; todos los medios eran buenos para acortar la interminable duración de las noches otoñales. Por la mañana, a la hora undécima, Euforión entró en mi cámara para avivar la lámpara y ayudar a vestirme. Subí a la cubierta; el cielo, aún negro, era el cielo de bronce de los poemas de Homero, indiferente a las alegrías y a los males de los hombres. Aquello había ocurrido hacía más de veinte días. Embarqué en la canoa; el corto viaje se cumplió con no pocos gritos y sustos de las mujeres.
Desembarcamos cerca del Coloso. Una franja rosada se tendía en el oriente; empezaba un nuevo día. El misterioso sonido se produjo tres veces y me recordó el de la cuerda de un arco al romperse. La inagotable Julia Balbila dio inmediatamente a luz varios poemas. Las mujeres se fueron a visitar los templos, y las acompañé un rato a lo largo de los muros acribillados de monótonos jeroglíficos. Me sentía abrumado por las colosales imágenes de reyes tan parecidos entre sí, sentados uno junto al otro con sus pies largos y chatos, y por esos bloques inertes donde nada hay de lo que para nosotros constituye la vida, ni dolor, ni voluptuosidad, ni el movimiento que libera los miembros, ni la reflexión que organiza el mundo en torno a una cabeza inclinada. Los sacerdotes que me guiaban parecían casi tan mal informados como yo sobre esas existencias aniquiladas; de tiempo en tiempo surgía una discusión a propósito de un nombre. Sabían vagamente que cada uno de estos monarcas había heredado un reino, gobernado su pueblo, procreado su sucesor; eso era todo. Aquellas oscuras dinastías se remontaban más allá de Roma, más allá de Atenas, más allá del día en que Aquiles murió bajo los muros de Troya, más allá del ciclo astronómico de cinco mil años calculado por Menón para Julio César. Fatigado, despedí a los sacerdotes y descansé un rato a la sombra del Coloso antes de volver a la barca. Sus piernas estaban cubiertas hasta las rodillas de inscripciones griegas trazadas por los viajeros: había nombres, fechas, una plegaria, un tal Servio Suavis, un tal Eumenes que había estado en ese mismo sitio seis siglos antes que yo, un cierto Panión que había visitado Tebas seis meses atrás. Seis meses atrás… Un capricho nació en mí, que no había sentido desde los tiempos de niño cuando grababa mi nombre en la corteza de los castaños, en un dominio español; el emperador que se negaba a hacer inscribir sus nombres y sus títulos en los monumentos que había erigido, desenvainó su daga y rasguñó en la dura piedra algunas letras griegas, una forma abreviada y familiar de su nombre: ADRIANO… Era, una vez más, luchar contra el tiempo: un hombre, una suma de vida cuyos elementos innumerables nadie computaría, una marca dejada por un hombre perdido en esa sucesión de siglos. Y de pronto me acordé que estábamos en el vigésimo séptimo día del mes de Atir, en el quinto día anterior a nuestras calendas de diciembre. Era el cumpleaños de Antínoo; de estar vivo, hubiera tenido ese día veinte años.
Subí a bordo. La herida, cerrada prematuramente, volvía a abrirse. Grité, hundida la cara en la almohada que Euforión había deslizado bajo mi cabeza. Aquel cadáver y yo partíamos a la deriva, llevados en sentido contrario por dos corrientes del tiempo. El quinto día anterior a las calendas de diciembre, el primero del mes de Atir: cada instante transcurrido hundía aún más ese cuerpo, tapaba ese fin. Yo remontaba la pendiente resbaladiza, sirviéndome de mis uñas para exhumar aquel día muerto. Flegón, sentado de frente al umbral, sólo recordaba un ir y venir en la cabina de popa, gracias al rayo luminoso que lo había molestado cada vez que una mano empujaba el batiente. Como un hombre acusado de un crimen, examinaba el empleo de mis horas: un dictado, una respuesta al Senado de Éfeso… ¿A qué grupo de palabras correspondía aquella agonía? Reconstruía la curvatura de la pasarela bajo los pies presurosos, el ribazo árido, el enlosado plano, el cuchillo que corta un bucle contra la sien; después, el cuerpo que se inclina, la pierna replegada para que la mano pueda desatar la sandalia; y esa manera única de entreabrir los labios, cerrando los ojos. Aquel excelente nadador había debido estar desesperadamente resuelto para asfixiarse en el negro lodo. Trataba de imaginar esa revolución por la cual todos habremos de pasar, el corazón que renuncia, el cerebro que se nubla, los pulmones que cesan de aspirar la vida. Yo sufriré una convulsión análoga; un día moriré. Pero cada agonía es diferente; mis esfuerzos por imaginar la suya culminaban en una fabricación sin valor; él había muerto solo.
Resistí. He luchado contra el dolor como contra una gangrena. Me acordaba de las obstinaciones, de las mentiras; me decía que hubiera cambiado, engordado, envejecido. Tiempo perdido: tal como un obrero concienzudo se agota copiando una obra maestra, así me encarnizaba exigiendo a mi memoria una insensata exactitud; recreaba aquel pecho alto y combado como un escudo. A veces la imagen brotaba por si misma, y una ola de ternura me arrebataba; volvía a ver un huerto de Tíbur, el efebo juntando las frutas otoñales en su túnica recogida a modo de cesta. Todo faltaba a la vez: el camarada de las fiestas nocturnas, el adolescente que se sentaba sobre los talones para ayudar a Euforión, rectificar los pliegues de mi toga. De creer a los sacerdotes, su sombra también sufría, añorando el cálido abrigo de su cuerpo, y rondaba plañidera los parajes familiares, lejana y tan próxima; demasiado débil momentáneamente para hacerme sentir su presencia. Si era cierto, entonces mi sordera era peor que la misma muerte. ¿Pero acaso había comprendido, aquella mañana, al joven viviente que sollozaba junto a mí? Chabrias me llamó una noche para mostrarme en la constelación del Águila una estrella, hasta entonces poco visible, que de pronto palpitaba como una gema, latía como un corazón. La convertí en su estrella, en su signo. Noche a noche me agotaba siguiendo su curso; vi extrañas figuras en aquella región del cielo. Me creyeron loco, pero no tenía importancia.
La muerte es horrorosa, pero también lo es la vida. Todo hacía muecas. La fundación de Antínoe era un juego irrisorio: una ciudad más, un refugio para los fraudes de los mercaderes, las exacciones de los funcionarios, las prostituciones, el desorden, y para los cobardes que lloran a sus muertos antes de olvidarlos. La apoteosis era vana; aquellos honores públicos sólo servirían para que el adolescente sirviera de pretexto a bajezas e ironías, para que fuera un objeto póstumo de deseo o escándalo, una de esas leyendas semi podridas que se amontonan en los recovecos de la historia. Mi duelo no pasaba de un exceso, de un grosero libertinaje; seguía siendo aquel que aprovecha, aquel que goza, aquel que experimenta; el bienamado me entregaba su muerte. Un hombre frustrado lloraba vuelto hacia sí mismo. Las ideas rechinaban, las palabras se llenaban de vacío, las voces hacían sus ruidos de langostas en el desierto o de moscas en un montón de basura; nuestras barcas, con las velas hinchadas como buches de palomas, servían de vehículo a la intriga y a la mentira; la estupidez estaba estampada en la frente de los hombres. La muerte asomaba por doquier en forma de decrepitud o de podredumbre: la mancha en un fruto, la rotura imperceptible en el orillo de una colgadura, una carroña en la ribera, las pústulas de un rostro, la señal de los azotes en la espalda de un marinero. Sentía que mis manos estaban siempre algo sucias. A la hora del baño, mientras abandonaba a los esclavos mis piernas para que las depilaran, miraba con asco ese cuerpo sólido, esa máquina casi indestructible que digería, andaba, era capaz de dormir, y que volvería a acostumbrarse un día a las rutinas del amor. Sólo toleraba la presencia de algunos servidores que se acordaban del muerto; ellos lo habían amado a su manera. Mi duelo hallaba eco en el dolor algo tonto de un masajista o del viejo negro encargado de las lámparas. Pero su pena no les impedía reír suavemente entre ellos, mientras tomaban el fresco a orilla del río. Una mañana, apoyado en las jarcias, vi en el sector reservado a las cocinas que un esclavo destripaba uno de esos pollos que los egipcios hacen nacer por millares en sucios hornos; tomando con ambas manos el pegajoso montón de entrañas, las tiró al agua. Apenas tuve tiempo de volver la cabeza para vomitar. En Filaé, durante una fiesta, ofrecida por el gobernador, a un niño de tres años, oscuro como el bronce, hijo de un portero nubio, se deslizó hasta las galerías del primer piso para contemplar los bailes, precipitándose desde lo alto. Se hizo todo lo posible por ocultar el incidente; el portero contenía sus sollozos para no molestar a los huéspedes de su amo. Lo hicieron salir con el cadáver por la puerta de las cocinas, pero a pesar de todo alcancé a ver sus hombros que se levantaban y bajaban convulsivamente como si lo azotaran. Yo me sentía asumiendo aquel dolor de padre, como había asumido el de Hércules, el de Alejandro, el de Platón, que lloraban a sus amigos muertos. Hice que dieran algunas monedas de oro al miserable; ¿qué más podía hacer? Volví a verlo dos días más tarde: tendido al sol, en el umbral, se despiojaba beatíficamente.
Afluían los mensajes. Pancratés me envió su poema, por fin terminado. No pasaba de un mediocre centón de hexámetros homéricos, pero el nombre que se repetía casi a cada línea lo tornaba más conmovedor para mí que muchas obras maestras. Numenio me hizo llegar una Consolación escrita conforme a las reglas del género, cuya lectura me llevó toda una noche; no faltaba en ella ninguno de los esperados lugares comunes. Aquellas débiles defensas alzadas por el hombre contra la muerte se desarrollaban conforme a dos líneas de argumentos. La primera consistía en presentarla como a un mal inevitable, recordándonos que ni la belleza, ni la juventud, ni el amor, escapan a la podredumbre, y a probarnos por fin que la vida y su cortejo de males son todavía más horribles que la muerte, por lo cual es preferible perecer que llegar a viejo. Estas verdades están destinadas a movernos a la resignación, pero lo que realmente justifican es la desesperación. La segunda línea de argumentos contradice la primera, pero nuestros filósofos no miran las cosas demasiado cerca; ahora ya no se trata de resignarse a la muerte, sino de negarla. El tratado sostenía que sólo el alma contaba; arrogantemente daba por sentada la inmortalidad de esa vaga entidad que jamás hemos visto funcionar en ausencia del cuerpo, antes de tomarse el trabajo de probar su existencia. Yo no estaba tan seguro; si la sonrisa, la mirada, la voz, esas realidades imponderables, habían sido aniquiladas, ¿por qué no el alma? No me parecía ésta más inmaterial que el calor del cuerpo. Me apartaba de los restos donde ya no habitaba esa alma; sin embargo era la única cosa que me quedaba, mi única prueba de que ese ser viviente había existido. La inmortalidad de la raza se consideraba como un paliativo de la muerte de cada hombre, pero poco me importaba que las generaciones de los bitinios se sucedieran hasta el final de los tiempos al borde del Sangarios. Se hablaba de gloria, bella palabra que dilata el corazón, pero con miras a establecer entre ella y la inmortalidad una confusión falaz, como si la huella de un ser fuese lo mismo que su presencia. En lugar del cadáver me mostraban al dios deslumbrante; yo mismo había hecho ese dios, creía a mi manera en él, pero el más luminoso de los destinos póstumos en lo hondo de las esferas estelares no compensaba aquella breve vida; el dios no me pagaba al viviente perdido. Me indignaba el apasionamiento que pone el hombre en desdeñar los hechos en beneficio de las hipótesis y en no reconocer sus sueños como sueños. Entendía de otro modo mis obligaciones de sobreviviente. Aquella muerte sería vana si yo no tenía el coraje de mirarla cara a acara, de abrazar esas realidades del frío, del silencio, de la sangre coagulada, de los miembros inertes, que el hombre cubre tan pronto de tierra y de hipocresía; me parecía mejor andar a tientas en las tinieblas sin el socorro de lámparas vacilantes. Sentía que en torno a mí empezaban a ofuscarse frente a un dolor tan prolongado; su violencia causaba mayor escándalo que su causa. Si me hubiera abandonado a las mismas lamentaciones por la muerte de un hermano o de un hijo, lo mismo me hubieran reprochado que llorara como una mujer. La memoria de la mayoría de los hombres es un cementerio abandonado donde yacen los muertos que aquéllos han dejado de honrar y de querer. Todo dolor prolongado es un insulto a ese olvido. Las barcas nos trajeron otra vez al lugar donde empezaba a levantarse Antínoe. Eran menos numerosas que a la partida; Lucio, a quien había visto muy poco, se volvía a Roma, donde su joven esposa acababa de dar a luz a un niño. Su partida me libraba de no pocos curiosos e importunos. Los trabajos de construcción alteraban la forma del ribazo; el plano de los futuros edificios se esbozaba entre montones de tierra removida. Pero ya no pude reconocer el lugar exacto del sacrificio. Los embalsamadores entregaron su obra; el delgado ataúd de cedro fue puesto en un sarcófago de pórfido, de pie en la sala más secreta del templo. Me acerqué tímidamente al muerto. Parecía disfrazado; el rígido tocado egipcio cubría los cabellos. Las piernas, ceñidas por las vendas, no eran más que un paquete blanco, pero el perfil del joven halcón no había cambiado; las pestañas vertían sobre las mejillas pintadas una sombra que reconocí. Antes de terminar el vendaje de las manos, quisieron que admirase las uñas de oro. Empezaron las letanías; por boca de los sacerdotes, el muerto declaraba haber sido perpetuamente veraz, perpetuamente casto, perpetuamente compasivo y justo, jactándose de virtudes que, de haberlas practicado, lo hubieran puesto al margen de sus semejantes para siempre. El rancio olor del incienso llenaba la sala; a través de una nube trataba de lograr la ilusión de una sonrisa; el hermoso rostro inmóvil parecía temblar. Asistí a los pases mágicos mediante los cuales los sacerdotes obligan al alma del muerto a encarnar una parcela de sí misma en el interior de las estatuas que conservarán su memoria; asistí a otros exorcismos aún más extraños. Cuando todo hubo terminado, ajustaron la máscara de oro moldeada sobre la mascarilla de cera que coincidía exactamente con las facciones. Aquella hermosa superficie incorruptible no tardaría en reabsorber sus posibilidades de irradiación y de calor, yaciendo para siempre en la caja herméticamente cerrada, símbolo inerte de inmortalidad. Pusieron sobre su pecho un ramillete de acacias. Doce hombres colocaron en su sitio la pesada tapa. Pero yo vacilaba todavía acerca del emplazamiento de la tumba. Recordaba que al ordenar por doquiera las fiestas apoteósicas, los juegos fúnebres, la acuñación de monedas, las estatuas en las plazas públicas, había hecho una excepción con Roma, temiendo aumentar la animosidad que en mayor o menor grado rodea siempre a un favorito extranjero. Me dije que no siempre estaría allí para proteger su sepultura. El monumento previsto en las puertas de Antínoe me parecía igualmente demasiado público, y por tanto poco seguro. Acepté el consejo de los sacerdotes. Me indicaron, en el flanco de una montaña de la cadena arábiga, a unas tres leguas de la ciudad, una de las cavernas que los reyes de Egipto utilizaban antaño como pozos funerarios. Un tiro de bueyes arrastró el sarcófago por la pendiente. Con ayuda de cuerdas se lo hizo resbalar por los corredores subterráneos, hasta dejarlo apoyado contra la pared de roca. El niño de Claudiópolis descendía a la tumba como un faraón, como un Ptolomeo. Lo dejamos solo. Entraba en esa duración sin aire, sin luz, sin estaciones y sin fin, frente a la cual toda vida parece efímera; había alcanzado la estabilidad, quizá la calma. Los siglos contenidos en el seno opaco del tiempo pasarían por millares sobre esa tumba sin devolverle la existencia, pero sin agregar nada a la muerte, sin poder impedir que un día hubiera sido. Hermógenes me tomó el brazo para ayudarme a remontar el aire libre; sentí casi alegría al volver a la superficie, al ver de nuevo el frío cielo azul entre dos filos de rocas rojizas. El resto del viaje fue breve. En Alejandría, la emperatriz se embarcó rumbo a Roma.