Coloquio postrimero en el jardín
«¿El hijo pródigo? ¡Oh, no!»
Dos frailes peliblancos ambulan con pausa en la Galería, al dulce sol de febrero. El hervor de la fuente bajo los arcos señorea un trozo del jardín solitario, cubriéndolo de murmullos aquel borboteo presuroso, colérico a veces, otras burlón, cortado de gorjeos, de risas, de estridores sedeños, silbo de lienzo que se rasga. Por la fuente, en el ámbito que llena su ruido, vive el jardín. El agua rumorosa inyecta en la quietud perennal una vena de tiempo mensurable; en el silencio, su canción. Si el agua es jocunda (de algo se ríe el caudal), ¿por qué me acongoja su nacencia de ser vivo? La fuente gradúa esta soledad, este silencio en que más lejos recae el jardín, expuesto vanamente a la caricia de la luz creadora. Destellan vislumbres cobrizas los prismas de boj: arden las pizarras: las aristas se afilan en azul. Mas el jardín desfallece y se aterra bajo el sol incitante. La llama, el arrebato que la luz pretende no se alzará nunca. Queda el estanque, la tersa belleza desnuda de su haz, ofrecida a los cielos que la gocen. En otro tiempo, el estanque vacío nos dejaba en seco la imaginación.
Contemplo el andar pasicorto de los frailes en la Galería. ¿Serán de mis maestros? Sus canas me representan el tiempo corrido. Los frailes se paran. El uno vibra sobre su cabeza un dardo imaginario y deja por fin caer el brazo inerme. Ademán ensayado en el púlpito, que me revela el nombre de su autor: el padre Mariano acaba de proferir una sentencia, un vaticinio.
—¡Eh, padre Mariano! ¡Eh, padre Mariano! Aquí estoy. ¿No me recuerda usted?
Subo corriendo en su busca. Quizá el encuentro me depare la emoción que este día no hallo: los seres más amables ya no platican conmigo; me desconocen. Han cobrado independencia: se retraen: son como nunca objetos. Pues yo ¿no los inventé? ¿Qué distancia se interpone de ellos a mí y nos aísla? Soñado invento. Memorias de una creación aniquilada era este hechizo que el contraste de lo real disipa. Ningún aliciente subsiste de cuantos puse en la gran iglesia, en el jardín, en los álamos. El lienzo de San Mauricio me suspende en su ser de pintura, sin otra intención. Los álamos fraternos han envejecido menos que yo. El colegial que me sucede en la celda, a quien otorgo de gracia mi poder antiguo, se asienta en el alféizar de la ventana y toma el sol, punteando la bandurria: llevará de ensayo veinticinco años. Madreselva bien peinada cubre los muros del colegio: faltan la cretona, el «tea-room», un «golf», secuaces del reino de lo trivial. Conserva su hosquedad de nido amoroso desalquilado la Casita de arriba. Llamean cipreses nuevos, de angélica figura. En el estanque los peces concentran desde el fango sobre una miga de pan rayos de fuego: pellices rojas, de plata, de oro: el mayoral de los peces reviste cándida sobrepelliz de tul. Frailucos novicios miran, como yo, nadar los peces.
—También las aves se casan volando —exclama por resumen de su contemplación el novicio menos docto. Me alejo, sin desengañarlo, y recaigo en el jardín. La fuente se ha reído de mi chasco hora tras hora.
Encuentro al padre Mariano cargado de hombros, rugoso y flaco. Su semblante de viejo prematuro traduce un pensamiento solo, una aprensión grave: no sé qué pavor —mal refrenado— del propincuo más allá.
—Ya recibo el sol de espaldas —me ha dicho, sonriendo a mis cumplidos. La sonrisa descubre más pesadumbre y amor que desdén por la vida. Yo le veo en la fuerza de su edad y me comporto puerilmente. Disimulo a pesar mío lo acerbo de una historia viril. Rara alegría me invade —cuando esperaba tristeza, ternura— y el deseo de prorrumpir en descaros de colegial.
—¿Se acuerda del gran poema a Santa Mónica que quiso usted colgarme?
Nos reímos. El padre Mariano me devuelve la confianza y deja correr su antiguo afecto: le han interesado desde lejos mis azares, el rumbo de mi espíritu. ¡Me quería tanto! ¡Había puesto en mí esperanzas tales!
—¿Tú qué haces?
—Pasear por Madrid. En mi casa, fumo y contemplo las musarañas.
—Siempre fuiste perezoso.
Me disculpo de no ser diputado, ministro, embajador; de no abogar en los tribunales. Parece gran vergüenza que malgaste mi habilidad de señorito.
—¿No te has casado? Te lo prohíbe la Institución Libre de Enseñanza…
—Soy ajeno a la casa, ni creo que propugne la soltería. Ustedes han adelantado mucho, padre Mariano. En mi tiempo no se hablaba aquí de esos señores. Quizá eran ustedes menos militantes.
El padre Mariano se apiada de mi suerte; lo entreveo. Gustoso me serviría de lazarillo, si yo me confesase ciego. No me lastima: el orgullo se rinde junto al fraile a quien abarco fugazmente con sus adversos en un rapto de simpatía. Quisiera estrecharlo en mis brazos, reír mucho de todo, de nosotros primeramente.
—¡Ea, padre Mariano! —vengo a decirle—. ¿Seremos siempre amigos? ¡Todo aquello para tan lejos… tan lejos…! ¿No es ya la otra vida? ¡Más vale desleírse en la compasión, que nos alza a eternidad!
—¿Y nada te importa?
—Al contrario. El amor a la vida crece en fuerza y nobleza con la madurez del espíritu.
Cuanto más inventa y posee, tanto se desbasta la inclinación candorosa a tenerse en mucho y adviene a compasión el egoísmo juvenil de observarse tiernamente, de adorar las promesas atesoradas. Para una compasión universal el espíritu quisiera ser eterno, gozar la profundidad transparente del aire, donde surge toda cosa y las circunda, batir con el ansia del mar, que a todo perfil se amolda, tan surcado, y sin cicatrices. Si usted hubiera descubierto en mí tal estofa, yo no sería, padre Mariano, el infortunado que usted piensa. Sin reproche, sin rencor, padre Mariano. Tampoco a mí me sobra cordura. He desmochado lo frondoso de mi experiencia interior, cuanto no cabía en los signos generales preciados por la educación: la intimidad personal se me antojaba viciosa. Discurso férreo, esquema inflexible para mí y el mundo: es mi gobierno. Y ánimo de inquisidor o sectario contra las potencias rebeldes al despotismo de la mente: salvo que a nadie persigo, fuera de mí, aplicándome a sembrar de sal la tierra fértil.
—Tus palabras me afligen. La soberbia te ciega más que nunca.
—¿De qué modo?
—Dejar que la conciencia se disuelva en una vaguedad panteística es abolir por cobardía la disciplina moral cristiana. Es dura la disciplina del cristiano. Existe un Dios personal, hijo mío. Tú eres también una persona, con límite y responsabilidad. A tu esquema inflexible le falta para ser legítimo y obligatorio, no ya condenable y funesto como pretendes, referirse a la ley de Dios. Conservas, a pesar tuyo por lo que oigo, una forma intelectual y has desechado la sustancia. Aquí la recibiste. ¿No te acuerdas?
—Me queda un sabor de ceniza.
—¿Tienes paz?
—Casi siempre.
—Peor es eso.
—No estoy muerto, padre Mariano. La paz proviene de aquietarme en la experiencia. ¿Qué más sé yo?
—Es obligatorio rebasar la experiencia. El combate con el ángel te salvaría.
—Desde el nacer, me acompaña un personaje, que no debe de ser un ángel, rezongando de continuo, descontento de mí, como si yo pudiese darle mejor vida, sin acabar de decirme quién es ni qué pretende. Estoy, al cabo, aburrido de él. Matarlo sería un placer y no puedo. Lo empujo con el pie, y se revuelve como Segismundo en la torre antes de soñar su reino. Es un monstruo. Sólo se me alcanza ponerlo en ridículo.
—Dios haga que escuches al monstruo y seas un día nuestro hijo pródigo.
Se fue el padre Mariano.
Solo estoy en la punta del jardín, ya frío. Vagan tres frailes en el huerto prioral. Las delgadas siluetas negras, sin gravidez, accionan levemente; algo se dicen, miran al suelo. Se calan la cogulla: a ellos y a mí el cierzo nos hiere. Una cima se encumbra lejos, encapuchada de nieve y rosa.
En túmulos de escarlata
corta lutos el silencio.
Es el ocaso.