XVII

Mi rebelión personal sobrevino en la buena compañía de las letras, alzándose el rencor fermentado en cuatro años de renuncia al mundo libre. Debo a la brusquedad de la ruptura el desplacer de haberme creído, en el uso primero de mi albedrío civil, ingrato. Me reprocharon, apenas con palabras, la altanería, el despego; el tesoro en que me hicieron partícipe; el ejemplo, en vías de frustrarse, de su virtud. No me acusé yo menos. Discordia del corazón renegado, propuesto a no servir, y la conciencia premiosa en el cambio, regida por el hábito de ciertos móviles, segura de cierto auxilio, que de súbito mira inoperantes los móviles, suspenso el auxilio: tal fue mi trance. Permanecían los datos inteligibles, el juicio redundaba en su antigua destreza. Aquel perenne testigo, renqueante en pos de mí —sin que acertase yo a esquivarlo— conocedor de mis huellas, que las seguía como un perro, como un pordiosero, tan pronto insolente, o burlón, tan pronto amigable —si no es más viejo que yo ¿dónde ha robado su experiencia?—; aquel cínico observador me denunciaba la mortal consunción del sentimiento, antaño caudaloso, que maduró mi espíritu. Sumisa la mente, habría yo confesado cuanto mandasen confesar; el corazón apóstata aborrecía su práctica más suave. ¿No es bueno que pude conllevar en esta crisis la impiedad y la creencia? Entonces juzgué remanecida el ansia de liberarme: no era sino facultad ya vieja, en busca de uso nuevo. Había gozado en el colegio de libertad interior omnímoda; ningún deber, ninguna vocación me echaban su argolla. La potencia sensible padeció toda intemperie, a lo salvaje, y pudo ahitarse en lo natural y en el más íntimo reino, recién descubierto. La coerción externa, lejos de ser gravosa, me confinaba en tierras vírgenes, pasto de mi codicia. El áspero compañerismo abonaba mi propensión a sublimar las cosas: un árbol, el mejor camarada, y más amable; la mejor sociedad, el bosque. No rayaba en vicio la lectura, sola comunicación tranquila con el prójimo. Vida de Robinsón, solaces de un náufrago perdido en otra ínsula, tal vez remanentes en la poca necesidad que tengo de divertirme; aquél fue mi uso de libertad. Aprendí a refinar el egoísmo, a no fundar esperanza en la compasión: a maltraer un poquito cualquier deseo, lo que baste si exacerbado se logra para crecer el gozo, para loar la cautela si la abstención lo consume. Tracé sobre el futuro una perspectiva deleitable a mi soberbia, donde pudiese cumplir a mis anchas el viaje de la vida: incógnito, sin nombre ni estado, en esquivez taciturna ¡oh regazo amoroso! por no desollarme en el comercio humano. El pobre —decía entre mi— quiere la ostentación más que el rico.

La fase de mi educación sentimental que prometía sacar un nuevo Alceste, tuvo tiempo de agotarse y se agotó a puro cansancio de la facultad sensible. Religión y paisaje dejaron de prestarse a mi capricho de inventor, no me sostuvieron más, obrando su fuerza ascensional en el ánimo leve, no vi más sobre ellos la proyección de mi sombra, como el picacho tiende su disforme silueta por la Herrería en el atardecer de invierno. Religión y paisaje se tornaron hostiles. La creencia dictaba un catecismo: rehusé gobernarme por la idea, si alentar la emoción que le dio fuerza, reenchirla, era intento vano. Al degradarse los sentimientos, el antiguo fervor pavoroso me indujo a repulsión. Apenas el orgullo descubrió que obedecía, se negó a obedecer más. La exasperante evidencia de mi razón contra todos quebró la base de la disciplina, antepuso la absurdidad del colegio, su orden inhumano, concebido por abstracción del caso personal, que lo proscribe, y si ocurre lo sofoca ¡oh impavidez de verdugo! bajándolo al nivel pertinente al tamaño mediocre. La mengua de mi lógica sentimental, obcecada en rasar apetitos y modos, me abrevó de injusticia. El egoísmo adolescente lloró por vez primera en el suplicio de su incurable amor, no lágrimas de mozo desvalido, goloso de su llanto, pero lágrimas acerbas, de iracundia viril. Me juré soltar aquellos lazos, no padecer martirio. ¿Los años en flor vendrían a marchitarse, dejándome el recuerdo de humildes soliloquios murmurados en la Galería sola, abierta sobre el jardín, teatro de un drama de la esperanza? Me iba yo de tarde a pedir al sol en la Galería la limosna de su tibieza. El ventarrón soberbio arrufaba en la Lonja, preso en cárceles de granito. ¿Qué pieza cazaba el viento echando su masa, formidable de aúllo y clamor, contra el rincón de la torre y la Galería? A salvo de su embate le oía yo darse de testarazos —monstruo desatinado— en la piedra, mientras los ojos imploraban del jardín, de la campiña —todo en calma— un ritmo más célere. La vibración de la luz insiste en los cuerpos, se trasfunde a mis venas. Ráfagas ardiendo, girar de ondas, efusión de esplendores, y un derretirse en remolinos transparentes la virtud enérgica del sol, incitan al cadáver de la tierra a cobrar vida. Se aguarda por instantes un gran bullicio. Algo es inminente en respuesta al vértigo luminoso que no admite espera: un cataclismo que enganche por fin la tierra al móvil de la luz. Es aguardar en vano. La tierra no resucita. Arabescos de boj, bojes cortados en prismas, en esferas, un destello azulino en la balsa distante, mendrugos de roca dentellados por la intemperie famélica, oponen al hervor fluente de los cielos la quietud de un rostro muerto. La profusa caricia solar resbala sobre el gran bulto inerte. Acaso palpita un anhelo, torturado por falta de expresión, bajo esa apariencia. La tierra, de cuerpo presente, quisiera florecer y no puede: es invierno. Y la torre, manca, rígida en sus líneas, querría volverse a la cantera, ser otra vez monte. Nada se le antoja al árbol, que no puede —perdidas todas— mover una hoja. ¡Y el silencio vasto como el éter a cada respiro del viento! Y soledad tan grande —mis pasos apagan el eco muy antiguo de otros pasos—, que mi presencia se inscribe en las memorias de esta Galería, se sale del tiempo actual y me enlaza a las sombras que vinieron y las que vengan aún a lamentar su esperanza cautiva. Contra esa ilación, recayente en mi persona, entre el ayer esquilmado y el mañana, formé voto de libertad. El fuego fatuo de una podredumbre de siglos no me induciría más con su prestigio a recibir, prestándoles algo propio, los afectos caducos de otras almas: que rondan en procesión dolorosa junto a los vivos implorando el renacer: porque remita la pena del tiempo irrevocable y a nuestra costa logren sus deseos una vida precaria. ¿Qué me querían la tierra impregnada de añejos designios, sus fantasmas opresores? Leí en el horizonte —neblinas de rosa, borrones de humo negro, chispazos del caserío— señales de Madrid. Allá era el comienzo de la vida. Barruntaba el mayor hechizo. En tal punto las promesas juveniles alardearon, tan fastuosas y bellas que excedían al ensueño. Magnifiqué el secreto guardado para mi edad. Todo sería descubrimiento y creación. Me adelanté a vivir en un relámpago fugaz, profundo, la juventud cabal, de suerte que la experiencia corroborase mi previsión instantánea, sacándola verdadera, sin agotarla nunca. ¡Oh fascinante apocalipsis! ¡Oh posesión anticipada! ¡Qué insolente clarinazo pregona el reto de la mocedad al borrascoso futuro! Mocedad injuriosa para el prójimo, cómo venciste a la simpatía, y ardiendo —a tu entender— en heroísmo maltrataste a la justicia. Triunfé de la compasión, de la piedad. ¿Qué valdría el dolor, no sintiéndolo yo, o un acabamiento, si yo empezaba? Allá, los que hubieran marrado el blanco de la vida, los que el tiempo troncharía delante de mí, abriéndome plaza, cuantos reciben el sol de espaldas: la madurez entrecana, la senectud aprensiva de la muerte, buscasen en su importante gravedad consuelo de no ser jóvenes. Merecían sólo desprecio. Ni siquiera les fue dado columbrar la tierra de promisión: llegando en la plenitud de los tiempos, me tocaba dominarla. ¿Alguien arrostraría mi fuerza poniéndose a caer del balcón al mar?

Me dispuse, pues, a la gran cabalgada; comenzaría fugándome por traza novelesca, aunque pudiese trasponer sin estorbo el umbral del colegio. Respondió a mi espera la supresión de valores plásticos que nos dejaba ciegos: diciembre turbio abolió formas y luces, embebiéndolos en pleguerías flotantes, húmedas. Pactaron tregua el día y la noche. Los días se remansaron, iguales todos, contenido por la bruma el fluir del tiempo. Claridad y tiniebla apenas se departieron. La noche efundía a bocanadas en mi celda su informe cuerpo gaseoso, oliente a la madera de los álamos desvanecidos, norteándose al fulgor de mi lámpara las vagas apariencias gris de plata perdidas en el ámbito donde solía estar la arboleda. La mañana descorría un solo párpado, mostrando un globo sin profundidad ni rayo, globo sin pupila, empañado de fluido amarillento. Una pareja monstruosa, dos bichos antediluvianos iban y venían calladamente, ingrávidas en la bruma, porteando piedra. El mundo saldría muy otro de aquel paréntesis oscuro. Salió blanco, tupido y relleno, más redondo. Ni quebrajas ni aristas. Áfono, de frialdad, y yo por ende sordo. Arrasó el cielo, y un sol impotente para subir al cenit jugaba, asomándose a las cumbres, en los iris congelados sobre el ramaje. Un árbol decrépito se desgajó. Aludes se derrumbaban de la techumbre de pizarra. Desertaron los últimos pobladores. A mujeriegas en sus blases las serranas —walkirias de un numen leñador—, rebozada la cabeza en la saya, cortaron en huida por los Alamillos, dando al eco paño de risas y voces y al ampo virgen un reguero sinuoso de huellas oscuras. ¿Yo no había de escaparme? A su hora, una columna flamígera me indicaba el viaje: la fogarada del tren jadeante en la noche por la linde de la Herrería.

Rompimos en calma; el apresto formal que dispuse salió inútil. Al empezar el curso, habíamos fundado un periódico, intento bienquisto de los frailes, gozosos de traer la educación en el pie más moderno. Caballos, teatro, velódromo, un frontón, el foot-ball naciente, en fin, la prensa: Eton no podría competir. Dieron a la redacción una celda vacía y a los redactores algunas dispensas en el horario. El material era famoso. Hojas de papel engrasado que el mejor calígrafo del grupo, meneando propiamente el estilo, arañaba con punzón; rodillo de entintar, plancha y bastidor para las copias: con tal pergeño salimos a luz. Me ensucié las manos y la ropa en el gobierno de las tiradas, pero no la conciencia literaria, todavía informe, escribiendo artículos. Preferí el trabajo de maquinista al esfuerzo de pasarme siquiera una hora delante de las cuartillas, indolencia que auguraba poco bien de mi fecundidad. En el fondo, me retuvieron de escribir el respeto casi religioso por las letras y una cobardía rara, la pavura de afrontar —previendo su seriedad— tan confusa inclinación, y de explicarme con ella para aceptarla o rechazarla, o como habría hecho cualquiera mejor enseñado, someterla a prueba. Eso me habría puesto en un conflicto superior a la energía de mi mocedad voluntariosa. Sin confesármelo, esquivé el conflicto. Nada sabía yo del arte. No veía el tránsito de la emoción y el ensueño deleitables a la obra conclusa, desprendida de la mente, y aunque tuviese a mi alcance la abundancia natural de la lengua hablada y las más de mis horas de colegio transcurriesen en escarceos imaginarios, tal vez delirantes, el primor de ordenarlos, la puntual docilidad de los vocablos viniendo de los últimos desvanes de la memoria a significar la fantasía, se me antojaron virtudes de orden poco menos que sobrenatural, y una contravención del reglamento el gusto de alucinarme. Un grande amor intimida. Prefiere que adivinen su reserva, pide la adivinación como justicia. Yo no osaba profanar un objeto cándido, pero es indecible cómo se estremecía mi vanidad si celando y todo esta inclinación, me contaban entre los alumnos calificados para las letras. Así en la fundación del periódico. Otros habrán padecido tamaña puerilidad, de la que es lícito burlarse benignamente (hollado un tanto aquel primero y virginal temor), en el punto y hora de sentar la cabeza. Un fraile zahorí (¿he de ocultar lo que me honra?) adivinó el secreto. Urdió una superchería inocente, y al asociarme en ella postulaba mi capacidad de escribir poemas. El padre me leyó cuatro pliegos de barba cubiertos de versos decasílabos.

—¿Qué te parece?

—Muy bueno.

—Vas a recitarlo en la velada de Santa Mónica. Dirás que es tuyo.

Fui con los pliegos al padre Blanco, intendente de las musas. Se dejó leer la obra. Por el agudo semblante del padre corrían remuzgos de burla. Yo pensé que debiera admirarse más, teniendo por míos los versos.

—¡Dámelos! —dijo—. Les va muy bien la música del himno de Riego.

Y escandiendo con la diestra, repitió:

Agustín en profundo silencio

ocultaba su llanto y veía

de su madre la dulce agonía

de su pecho la triste aflicción.

Picado, revelé el nombre del autor. El padre Blanco se rió más. En la velada no impresioné al vulgo, aunque me aplaudieron. Es menester que la fama despeje el camino a las obras.

La celda donde instalamos la redacción abrigó una pandilla de escritores en agraz, poco numerosa, que tuvo de profesional cuando menos el talante despectivo con la gente de fuera, a quien no dábamos parte en los cuchicheos de nuestro círculo. Ninguno he conocido tan estrecho ni que fragüe literatura más recóndita. Hubo redactores catecúmenos, aspirantes a entrar en el templo, y al fin algunos entraron —la amistad valía por mérito— a costa de novatadas insufribles. Pronto subían a los grados superiores de nuestro rito. Verlas venir, devastar copiosas meriendas, inspirarse en el alcohol metido de contrabando solía ser el oficio, rematado por cantares y efusiones de amistad grandiosas. Padecía el orden moral más que el literario.

En tal coyuntura nos sorprendió el padre inspector, la noche del rompimiento. Un colegial, camarada antiguo, se moría. Declaró el médico (era el «vaso más flaco» de que habla el texto: alguna vez el viento marcero le tiró patas arriba en la Lonja), fallidos los recursos de la ciencia. «No sabemos nada», decía al rector, saliendo del cuarto del enfermo, el liviano facultativo, secuaz de la Medicina Scéptica del doctor Martín Martínez. Se proveyó al trasiego de un ánima de este mundo al otro. En la galería baja hallé una procesión fúnebre. Dos hileras de cirios, un fraile portador del Sacramento, y alumnos en pelotón, graves. El fraile, entornados los párpados, iniciaba la jaculatoria:

—¡«Christus…»!

Seguíase un grueso mosconeo de rezo múltiple, adelgazado poco a poco hasta una sola voz que profería distintamente las últimas sílabas. En el claustro se atascaba el séquito: al andar con paso menos vivo que su emoción, arrastró los pies. Alumbraron los cirios en el lóbrego pasillo alto sombras fugitivas por los muros de cal, rostros bermejizos sobre una masa negra en movimiento. Entrado el Viático en la celda, recularon todos, arrodillándose. Silencio pasmoso en la estancia. Dos colegiales, en disputa por reencender un cirio, se agitaban. La mirada de un fraile les impuso paz. Doblaron la cabeza, se golpearon unánimes el pecho, en tanto que las preces, comenzando sumisas, luego recrecidas, prevenían al comulgante.

—… «in vitam aeternam amen» —se oyó decir clara y blandamente en la celda. Sintiendo correr la sangre por mis venas, todo yo fosco y reacio a la pompa circunstante, percibí horrorizado que mi aversión, al espesarse, apenas daba curso a un hilito de lástima hacia el moribundo, transpuesto ya a una esfera sobrehumana, donde no podían seguirle mis sentimientos. Allí le dejamos. La procesión se arremolinó en el hueco de la escalera, que fue engullendo luces y sombras. Los dos colegiales en la zaga ventilaban a empellones su disputa.

Anochecido, el fraile que iba llamándonos a confesar se quedó boquiabierto en el umbral de la redacción. El humo le hizo guiñar los ojos y toser.

—¿No habéis oído la campana?

Voces discordantes le respondieron con un estribillo de zarzuela, elevado al registro sobreagudo.

Miró las botellas vacías, el estrago en los muebles.

—¡Están todos borrachos!

—Todos no, padre.

—¡Padre sin hijos! El fraile enrojeció.

—¿No les da vergüenza? Mañana se ofrece una comunión porque se salve su compañero. Anden a confesar. ¡Qué modo de prepararse!

Salí el último.

—Ve a la capilla me dijo amistosamente.

—No me confieso.

—¿Qué te ocurre?

—¡Que no me confieso! El tono colérico de mi repulsa quería ser insultante. Retraído en la celda, levanté cuanto pude el temple de mi rencor. Preveía una escena difícil, violenta quizá, o patética, si algún fraile tomaba el caso por el modo tierno y persuasivo. «No me tratarán como a un chiquillo», dije entre mí. Puse en orden las mejores armas de la soberbia y acicalé algunas réplicas, para lanzarlas, como sentaba a mi altivez y a mi hombría, en el coloquio previsto. Alarde inútil. Nada me dijeron en los pocos días que aún me albergó el colegio. Quien más había curado de mi espíritu dejó parecer en sus ojos la compasión, el asombro. Debí de ser el garbanzo negro. Repaso ahora los modales, el porte, el acento que gasté en mis últimas jornadas de El Escorial y confieso haber puesto a prueba la humildad, la paciencia de sus paternidades. ¿Me habrían soportado de no serles yo prenda muy cara? La incidencia de la Pascua nos abrió la jaula. Me despedí, sabiendo unos y otros, sin decirlo nadie, que yo no volvería.