XV

Octubre, sin desnudarse los pámpanos, me devolvía al colegio, frustrando la semejanza de libertad, la suave carencia de estímulo en que consiste una vacación de escolares. Yo usaba lo más de mis ocios en lecturas sin tino, por simple codicia de leer. Declinante el estío, los términos de la Alcarria y la Campiña brindaban profusión de liviandades —las ferias, la caza, las romerías— vencedoras de mi despego. En tal coyuntura el señorito cabalga y arrostra de pueblo en pueblo la hospitalidad temible de los lugareños. La familia del señorito es poderosa, con clientela. El señorito será mucho en el mundo: esos labradores que le agasajan predicen a su amigo una carrera triunfal, según el patrón de arribismo cortado de los periódicos y la idea que se forman de la alta política. Se hospeda en la mejor casa del pueblo. Guárdese de herir el orgullo picajoso de sus huéspedes, dolido cuando menos lo espere. El arte se formula mejor que se cumple. Hablarles en su lengua de lo que el señorito no entiende: el trigo, la viña, las mulas, las ovejas; tentar con delicado pulso el enredijo de sus amistades y enemistades y asumirlas ciegamente; comer cuanto le sirven, beber cuanto le brindan, fumar cuanto le ofrecen, bailar si bailan, jugar si juegan, no parecer hipócrita cortesano. Llaneza, sin darse por familiar: pedir el trato ordinario agravaría al huésped. Es menester que despliegue su lujo y pille la despensa, el corral, la bodega. Alabar, no demasiado. ¿Alaba el señorito la abundancia, el esmero, y se confunde por el obsequio? «Lo que hay se ofrece de corazón», replica el dueño. El ademán descubre su lealtad y una pizca de recelo. Lo que hay podrá no ser bueno: líbrate de juzgarlo y considera el ánimo liberal. La etiqueta del rico de Daganzo, de Brihuega, de Anchuelo, grave y prolija como la del real palacio, la excede en finura, mirado el objeto de la hospitalidad, porque no significa reverencia al señor de la casa sino al viajero, y se propone aturdirlo con deleites. Por fortuna ha llegado a perderse sin que el labrador lo entienda la antigua ceremonia del rey Perion, que aderezaba en su propia alcoba lecho a los caballeros andantes no más de por hacerles cortesía y honrarlos. De otros alicientes que pudieran ser de alcoba no hablo. La hermosa Quiteria no aguarda en su aldea un galán poeta y pobre, sino el riquísimo Camacho que la instale por sus trámites en Madrid, donde son las buenas funciones de teatro y de iglesia.

En la sazón que digo, cursaba yo los usos aldeanos. Datan de aquella edad mis correrías por entrambas riberas del Henares: la Alcarria, bermeja y torreada, abundante en historias que suspiran por un narrador, y la Campiña, tan árida que un girasol la decora, ven cumplirse en el comienzo del otoño un rito muy antiguo, bajo diverso nombre asociado de religión en religión al disfrute de los campos. La lluvia lenitiva de septiembre restaura la blandura y cobra el suelo alegre paz y amenidad muy suave, Apuntan flores en los raros jardines. Brota el pasto nuevo. Las semillas caídas se esponjan, se abren, dan olor. La tierra es habitable. Cristos y vírgenes dejan la sede parroquial y van por nueve días a recibir homenaje en las ermitas del campo, tal vez levantadas en la margen, el recuesto y el gollizo donde el romano civilizador fabricó un puente, abrió una capilla, captó una fontana. Luego incide la vendimia. Los naturales se alegran sin razón. El amo apura la ganancia; mas la gente, sumisa al dictamen de la sangre, vieja como el terruño, corta y acarrea las uvas en estilo de fiesta y se alboroza sin mirar que trabaja en provecho ajeno, como labran y melifican para otro bueyes y abejas. Está concedido al labrador holgar un día en la edad viril del año. «Primero —dice afanado en su agosto— recoger lo que da Dios». Guardado el esquilmo es justo elevar a los genios terrícolas preces de gratitud, no ya de esperanza cual los rezos de primavera. El labrador, grave en la misa, en la capea bárbaro, se prepara un desquite. No atino a ponderar el ardimiento de esos pueblos cuando se entregan al placer anual. El carpetano rústico, espaciando el goce lo acrecienta. Revuelve piedad y algazara, pitanza y religión. El día del Cristo o de la Virgen adora su propio vientre y sacrifica —es idólatra— cien toros a Moloch. Sangre de la hecatombe y vino, alias «sangre de Cristo» por manera de admiración y respeto, tiñen la plaza. No fluye tan caudalosa como quieren decir los filántropos la sangre humana.

Alcalá dicta lecciones incomparables a las del campo. La vena popular se esconde en la vieja Compluto ante las obras magistrales de la razón. Preside la urbana mesura impuesta desde el origen por el constructor del foro, del pretorio, del frontón sobre aquella surgente ribereña que pregona una victoria del César. El romano acertó para siempre a condensar la virtud de esa tierra que tan fácilmente se ordena, parcela natural de un imperio de juristas y labradores. Aluviones sotierran la obra antigua: el gañán labra un terreno más moderno que la era de los mártires. Tirando hacia levante, la ciudad se ha rehecho según la propensión a eternizar —por armonías severas, razonables y claras— ambiciones que desdeñan lo pintoresco local y se emplazan en la historia. El civismo romano sembró sin querer otro germen en el agro alcalaíno. Un procónsul degolló a dos inocentes confesores de Jesús. Las rodillas de los mártires impusieron su molde en la piedra, y ungida con sangre de tan rara virtud, rezuma un humor prodigioso que embeben las devotas en su lenzuelo. Imán del favor celeste, la piedra vale por otro cimiento de la ciudad: sus hijos reciben con el patrocinio de los niños degollados y la memoria de un fallecimiento glorioso, la imagen de la infancia sonriente en el suplicio, vencedora de la vida inmortal. Desde entonces, la ciudad asediada de rastrojos se es-fuerza en desprenderse del hábito campesino, subyuga lo espontáneo, se acendra, depura y magnífica por obra del estilo. Cuanto ha sido o persiste en Alcalá se engendra de la gracia amaestrada y la elegante sabiduría valedora de un propósito trascendental. El intelecto secunda la tesis romana: la fe absorbe y quema en su pábilo la substancia popular, desbasta el sentimiento y lo somete a disciplina. Grandeza y ascetismo se reparten el señorío. Histórico semeja el ente de la ciudad y en la historia se enraíza la emoción que difunde. El venero poético del realismo ingenuo, a ras de pueblo, se extenúa desde hace siglos y corre tan delgado que nadie lo presiente. No es menos admirable la nulidad de su fantasía. La imaginación rural señoreada por la vida urbana, pierde en ciudad tan prestigiosa el arte de crear: aplica su fuerza a los milagros sancionados: no vuela; no es agorera ni temerosa: nada inventa. Una escarda feroz ha pasado sobre ella. Las «Brujas» que nombran un barranco fueron exorcizadas. Lo que es gigantes, de uno solo hay noticias, el gigante Muzaraque, enterrado en la gran cuesta Zulema. Debió de ser un pobre gigante, muerto de nostalgia en la emigración. Nombre hay de Cueva de los gigantones. Murciélagos la habitan. Los alcalaínos que por todo esculpen lápidas Y se afanan en loores onomásticos, no han rebautizado plaza alguna en honra de Muzaraque, ni buscan su gran fosa, ni celebran su centenario. Por ventura aciertan. Los geólogos salen ahora diciendo que el terreno es anterior a la edad de los gigantes. Tortugas fósiles sí han encontrado; huesos de gigante, ninguno. La ciudad urbaniza los milagros campestres. Se aparece la Virgen a un pastor y Alcalá se la apropia. Una imagen de María se reveló en las alamedas del Henares. Llevada a la Magistral, la imagen huyó al sitio de su epifanía. Traída de nuevo, volvió a fugarse. Leyeron los intérpretes la voluntad de nuestra Señora: tener culto en la floresta donde se había manifestado: eso quería. La ciudad urdió una componenda: fabricó la ermita y puso en ella un traslado de la imagen aparecida. Las potestades celestes no insistieron: aceptan ese arbitrio del espíritu legista, herencia de Roma.

El tronco viejo retoña vicioso en los suburbios. Posaderos y herradores de la Puerta del Vado, que guardan los refranes de la antigua sabiduría y están en sus poyos al socaire de la posada y de la fragua profiriendo como de limosna, por palabras adustas, los fallos de su prudencia; matarifes de la calle de la Pescadería, desgastadores de vino; gruesas putas del Carmen Descalzo, tábanos de la soldadesca; ventrudos esquiladores de la Puerta de Madrid (aciales y tijeras insertos en el cincho de cordobán), sin tilde de gitanismo, que hablan a las bestias mientras las esquilan, como habla el barbero a su parroquiano bípedo; el barbero mismo, oficial malicioso, cazador furtivo, y su pareja el cura de escopeta y perro, heredero del manso hurón de don Diego Miranda; el bigardo que tiende en el río las artes de pescar (la caña, la nasa, el esparabel), y tantos pegados al suelo como el olmo y la cepa, esparcen en los bordes de una ciudad cargada de representaciones onerosas el sabor genuino de pueblo. Huele su barrio a lumbre de leña. Computan el tiempo por las fiestas solemnes. Guardan la ropa en cofres montados sobre zancas de pino. Conservan el nombre de las cosas. Su religión se cifra en la cofradía: tomar el cetro en la del Carmen o de las Mercedes no es menor caso que meter mano en quintas. Nada se les representa allende la muerte con más fuerza que las ánimas del Purgatorio. Reprueban los modales y habla forasteros de que alberga ejemplos la posada: tejeros de Valencia, segadores gallegos, mondejanos que portean aceite, y los hijos trashumantes de Maranchón, propuestos a la reventa de mulas. El pan de flor, el vino sin malicia aventajan su tierra sobre las del mundo y proveen al regalo de su incurable sensatez en el transcurso de la cuna a la sepultura.

La ralea aldeana no participa en los fastos complutenses. ¿Qué lugar tendría en esa pompa rozagante sino el de patán gracioso? En la historia no le reparten papel. Es generación bastarda. Yo mismo vine a conocerla muy despacio. Antes de aprender la diferencia de clase, parecíamos iguales en la escuela. ¡Qué rumbos divergentes luego! Avezarme a la disputa en forma, rebatir maniqueos y donatistas, persuadirme vanidades y en mérito de ellas adscribir me a las clases que llaman directoras, en tanto el camarada puesto a oficio, es carpintero, viñador, mozo de pala. Hallé un verano al chico más despierto de la escuela mudado en jayán. Dentro el taller fuliginoso un mocito tiraba del fuelle, ladeándose —ritmo de cojo— a un costado y promovía el resuello intermitente de la fragua. Chorros de blanca luz escupía el fuego iracundo, entre ronquidos y silbos de pecho asmático. El bulto del herrero surgía en resplandores: el rostro pizmiento, el torso bermejo, y los brazos, uno a la tenaza que volvía y revolvía sobre el yunque un ascua de metal, otro martillando: golpes sordos en el hierro candente, golpe campanil en la bigornia, repicado por los brincos del martillo. El cíclope —mi amigo de la escuela forjaba callos para un buey descalzo. Dejada la herramienta se enjugó la frente con un brazo, las palmas con el mandil y se adelantó a mi encuentro. Apenas pudimos conversar.

—¿Has acabado la carrera? —dijo. (Era lo importante).

—Ya ves, chico —repuso a mis preguntas—, trabajando.

Esbozó una sonrisa humilde. «¿Qué puedo hacer yo?», quería significar. Así me adulaba. Percibí lo forzado de su humildad. Me esforcé a la llaneza, a no hacerle de menos. Que fuese orden natural nuestro suceso desde la escuela no lo dudamos: acaso mi amigo estuviese más lejos que yo de la duda. Esa convicción nos apartó. «¿Qué venía yo buscando?», me dije al salir de la fragua. Quise explicarme un malestar. ¿Será una pifia esta visita con sabor a desengaño? El herrero, más experto, recelaba del señorito, le volvía a su rango. Sin recelar de nadie proseguía yo en espíritu la igualdad confusa de la escuela. Me dolí de no ser creído. Por vez primera contemplé en el juicio ajeno la imagen que daba mi condición, no mi persona. Preso en los atributos de un género se esperaba de mí la conducta pertinente.

Deploro haber gateado por las ramas de una historia con segundas intenciones, ponzoña del amor natural a la tierra, y desdeñado el tronco que sufre sin perecer tales injertos. Mi afición vino a enmendarse con mejores letras. Provisto yo de tantas que me parecían invenciones literarias, percibí —en tratos de feria, en fortunas de caza, o huésped de algún parador— gravitar en torno mío, cobrar cuerpo, henchirse de sangre los graciosos fantasmas descubiertos en los libros: pude adscribir a su modelo cada ejemplar. Lo pintoresco ni las formas del lenguaje no me hechizaron: mágico era el signo de hermandad, acento inefable. Descubrí esa cantera, figurada —coincidencia biográfica— en el suburbio alcalaíno, y la exploré, habiéndola despreciado por antihistórica. Los personajes populares del Quijote bullen en la Puerta del Vado. No sé yo la deuda con su tierra, pobre en lo imaginativo, que tenga Cervantes, inventor maravilloso; la otra faz no menos rara de su genio, faz pulida en la experiencia, donde la increíble sorna y el plano buen sentido destellan a pura maestría con las luces del mejor lirismo, corresponde a un modo de rechifla vernacular y apura un carácter de su país, que no entiende de locos. Esa faz me declara lo perenne del hombre popular, labriego o artesano, sin edad política; destruye el valor representativo de la gran procesión histórica; reduce a categoría de accidentes la hechura formidable de tal siglo, la pujanza de estotra religión, usurpadoras de un valor típico en lo hispano. La acción de trasmutar en arquetipos ilustres lo natural presente y modelarlo por obra anticipada del estilo se me cumplió en la baja ralea. Otras castas permanecieron de carne momia. La solemne historia, donde me habían enseñado a buscar mi progenie, entraba en la custodia de un museo, pasto a la aplicación subalterna del curioso. Sentimientos y designios quedaban fuera de mi uso, como el manto de aquel emperador, el morrión de este guerrero. El énfasis normativo mostraba su oquedad terrible, almacén de aire para la ortodoxia grandilocuente. Me reveló lo necesario de España el arte alimentado de experiencias particulares que sube con intuición poderosa a lo universal y genérico. El ser de español reside en las artes, que no en obras políticas. ¿Qué es chapurrar una y otra grandeza, aducir las emparejadas a formar un espíritu? Cervantes pone en labios de loco el discurso de las armas y las letras. Cervantes dejaría todas las victorias contra el turco imaginables en trueco del simple coloquio de Sancho y el narigudo Cecial en el umbrío bosque. Yo también las trocaría por el placer de leerlo, no ya por la gloria de haberlo escrito. Puede copiarse la planta de un imperio. César, Carlos Quinto, Bonaparte plagian miserablemente un catafalco imperial reducido por uno y otro siglo a polvo. La gloria de Octaviano, el poder de Luis XIV pueden tratarse a lo bufo. Felipe II, alabado como Dios (creyentes hay para todo), maldecido como demonio (quedan protestantes asustadizos), me inspira un regocijo inextinguible. Se concibe una parodia gigantesca que ilumine la faz, sombría hasta el presente, del rey, y le otorgue el primer puesto en el orbe de los mitos hilarantes. Quien exalta el designio personal y se gradúa de intérprete del plan divino, no pide otra fama que la burlesca. Las obras del orgullo, del espíritu mesiánico, los planes del fanatismo arrastran una comicidad dolorosa, patente en la ineluctable voltereta final que los derrumba. La comicidad proviene de estar preso el engreído en su mismo engreimiento. No elude la férula cómica el ambicioso dominador, aunque se entrevere de un granuja. En corte imperial, la criatura inteligente sería el bufón, nuncio de la posteridad: el bufón sabe que al papel de emperador pretende quien no sirve para otra cosa. Adoctrinar la ambición es vil empleo. Triste personaje en el teatro universal se me antoja Maquiavelo, que malgasta su ingenio sobre necios fines y le pudren rencores del patriotismo. El más cargante en castellano, ese taimado Gracián, baturro jesuita, loco de vanidad porque tiene talento ¡caso inaudito!, que plantea el propósito de hacerse valer en la vida sobre expedientes de astucia. Risible astucia. Las fábulas se mofan de la zorra, que incorpora la astucia en cuatro pies. Y al hombre más astuto, sentencia el poeta, le nacen canas.

Sólo es original la emoción poética, pena de no existir. Durable, la creación desinteresada, la hermosura que se realiza por alto entendimiento de la vida, ya se contemple el espíritu a sí mismo en la reflexión, ya se extasíe en lo natural corpóreo. Shakespeare o Cervantes son inmunes a la burla. No podré reírme de ellos, por ganas que tenga de reír. El genio exorable se levanta a su esfera sin valerse de mi sangre o mi sudor y me deja todavía su corazón en prenda. Pertenece a la sensibilidad monstruosa del genio arribar de golpe a lo esencial, expugnable por el arte. Tal poeta en una página me descubre de España más cosas que pudiera yo aprender en todo Simancas si polvorientamente lo leyese. No sólo otras cosas: las únicas que para mi objeto importan. Un poeta que cante las luces de esta sierra y el sabor de sus aguas enriscadas, empieza a influirme un ser de España perenne como el objeto y la virtud que lo caza, preferente a los designios estilizados en la fábrica de San Lorenzo. Mas de la vida moral sólo declara un valor semejante el poeta que raya en lo humano, allende las garambainas castizas. La sensibilidad no puede alzarse a noble rango si el aguijón mental no la estimula. Chusca vanidad es titularse poetas nacionales, porque se enfundan en un maniquí guarnecido de cintajos y plumas, y llueven palabras que no significan sentimientos de nadie. Secreto penoso, mi secreto desvío de las obras consagradas a poetizar la España, que incitan la capacidad sensible a percibir por imágenes un gran ser, manifestando lo bello de su carácter. Nada manifiestan. No me conmueven. ¿Mi corazón se endurece cuando se derriten otros? El carácter rehúsa dejarse aprisionar en atavíos de máscara, o a parecer por representaciones falsas amortajado en la cima de un túmulo.

El catafalco imperial deslumbra. ¿No se oyó en mi mocedad a uno que pretendía explicarse España clamar delante de nosotros —los españoles más antiguos, los más rancios españoles nacidos hasta ahora— clamar por una descendencia española sin mestizaje, poniendo que está virgen la España natural y no ha criado en veinte siglos un retoño? Vemos desmontado el catafalco. Pasó la casa de Austria y en Daganzo gobiernan todavía los alcaldes que Cervantes vio elegir. Me consta; son mis amigos. Los alcaldes, Trifón el del alfar, el posadero de la Cruz Verde, entenderán la aventura del rebuzno sin desperdiciar su humor, darán nombre a los personajes y, acercándose a la observación del poeta, casa en alguna aldea, quizá en la gran Chiloeches, que urde tiras de pleita desde la aclimatación del esparto y en balde se llama cuna de las artes industriales de España. Lean aquéllos La devoción de la Cruz: no alcanzarán pizca de la idea inspiradora. Las obras del genio especulativo sacadas por deducción de conceptos generales, dramatizando en ellas bajo apariencia humana la contienda apologética, se ajaron al probarlas candorosamente en el ácido sentimiento popular. ¿Alientan con soplo vital si los conceptos se vacían y descaecen y el rumbo del pensar se muda? Bordean la avenida de las letras catafalcos mellizos del de orden Político. Los destruye la observación realista, por más que la deforme o exacerbe el designio burlesco. «Llegará día en que se are con maridos en Castilla», dice Quevedo. ¿Qué podrá ser «el médico de su honra»? Una entelequia funesta y sombría: discursos de cura célibe: cálculo aberrado de un corazón —distante del de Otelo— sin amor. Comprueba su derrota la experiencia y saca libre de infanda locura al pueblo. Los celos son hijos de la carne, tercer enemigo del alma; hijo del mundo, enemigo primero, es el honor, patrón de caballeros calderonianos. No hablo del demonio, suelto en el campo intelectual, que turba la fe argumentando a lo teólogo. Terca, poderosa criatura, y algo estúpida es el demonio calderoniano: insiste en persuadir la herejía a fuerza de silogismos y le vencen la caridad, la esperanza, que no un silogismo. El pueblo no pasa fatigas mentales sobre la fe, ni asesina fríamente por puntos de honra. Más cristiano parece que los héroes del gran poeta de la monarquía católica, siquiera por omisión nacida de laxitud, de abandono, de atemperarse al curso de la vida. La omisión —rareza del heroísmo— revelada al observador, delata la calidad falible de lo humano y nos aparta de los muñecos ejemplares. ¿Habrá de subyugarme un prototipo español férreo, apenas con carne sensible sobre los huesos, el intelecto ergotista y el alma fanática de un vate hebreo, que ignora la sonrisa, la sencillez, la gracia? Relega su grave melancolía a un camarín cortesano: paños de seda escarlata, suntuosa negrura del velludo, cintillos de oro. El auténtico sentir del compatriota, hombre sin sobrecejo ni pesadumbre, allegado a mí, corre por otro estilo. Movíamos al África en tal sazón una guerra desbaratada. Regían tópicos muy gratos a los frailes de El Escorial: misión histórica, glorias de la Cruz, traducidas al furor verboso, inane. El pueblo artesano y labriego andaba en su trabajo mansamente, sordo a la bélica fama, ajeno al odio, renegando en ocasiones de Marte y sus acólitos. ¿Sería un pueblo apático, corrupto despojo de otro pueblo consciente de su destino? Me respondió negando un texto preclaro. El buen ánimo cívico influye la despedida de Sancho y Ricote, españoles fraternos, inducidos vanamente a odiarse por empeños de la razón de Estado. Ricote, enemigo del rey que así lo estatuye, no lo es de Sancho, hijo de la misma tierra. «Do quiera que estamos —decía Ricote— lloramos por España, que en fin nacimos en ella, y es nuestra patria natural». El rey instalado a la diestra del Señor fulmina persecuciones en su nombre. Más religioso y aun cristiano que el rey se aparece Ricote, humilde ante lo divino: «Ruego siempre a Dios me abra los ojos del entendimiento y me dé a conocer cómo lo tengo de servir». Sancho piadoso entiende este lenguaje: no se le ve, ardiendo en ira, despedazar al infiel; encubre el delito de Ricote, empieza a ser culpable de traición. Parten el pan, beben de la misma bota. ¿Dónde paran, en el sabroso almuerzo del morisco y del cristiano, las rencillas de secta?

Los temas de opinión reciben del poeta especulativo hechura diferente. Declara el dogma político, gemelo del religioso: por contrario que sea a la experiencia y al común sentir, le subordina su arte. Calle el hombre natural, rinda sus sentimientos: harta paga es conferirle una hijuela en el acervo de gloria. Calderón desciende a propagandista. Del parte oficial de una batalla extrae una comedia, El sitio de Breda, y administra a los reacios compatriotas de Sancho y de Ricote la enfática lección del sol perenne sobre el imperio:

«¿Qué mucho, pues, que un monarca,

que a un tiempo tiene doscientos

mil hombres en la campaña,

peleando y defendiendo

la fe, pida a sus vasallos

que ayuden al justo celo,

sirvan a la acción piadosa

de tan religioso efecto?

El alma y la vida es poco;

que la hacienda de derecho

natural es suya; aunque

a su dilatado imperio

sirva de testigo el sol,

sin que le falte un momento».

¿Sería esta la razón española? ¿Tal figura hacemos? ¿Mi aversión naciente valdría por un reniego pecaminoso? ¿El corazón juvenil, en busca de clima bonancible, tendrá que desgarrarse del genio de la patria? Vino a consolarme la hombría natural del pueblo. Aboliendo falsos dioses, mis quejas ya no sonaron a blasfemias. Me puse —dicho en dos palabras— del lado de los patanes, enfrente de los caballeros. La vena popular me traía una imagen literaria acorde con la piedad. En virtud de aquel minero se han dicho en nuestra lengua las más suaves y deleitosas palabras y labrado las pocas figuras que merecen nuestro amor.

¿Me culparán si he malogrado la ocurrencia de instaurarlo todo en el patán, que pudo ser fecunda, de no embarazarme un patetismo frívolo? Del acto debí educir la doctrina, levantar la patanía a patanismo. El patán carece de memoria colectiva. Nadie se contempla más independiente: en su persona comienza el mundo y se acaba. No suscribe el pacto social. Su actitud —ni buena ni mala en sí misma— frente a la historia es vandálica. Pende su valor de la conciencia que acertemos a formar en el patán, del rumbo de su impulso historicida. Juan Jacobo discurrió la metafísica del patanismo, sin pasar al acto; Rusia brinda hogaño el raro festín del patanismo en acción forrado de filosofía. No siendo yo filósofo ni economista habría predicado la patanidad formal que ahormase el intelecto de mis patanes. Destrozos habríamos hecho con esa lógica, aplicable dondequiera. Raro será el trajinante, el mesonero, el labrador ducho en filosofía de la historia. Tabla rasa habrían sido. Su ignorancia y mi fatiga, viniendo a casarse, hubieran engendrado un héroe truculento, devastador del ayer prestigioso, un Caliban que tratase las creaciones históricas como Alarico a Roma. Lo actual es carapacho embarazoso y protector, no menos que el espaldar y el peto de Sancho la noche triste de Barataria: descortezado de lo actual mi héroe, llevaríale por cima de las barreras del tiempo a interrogar al español del Siglo L. Más lejos circula el planeta Marte y le hacen guiños los astrónomos.

Pensamos poco en el español del Siglo L. ¿Qué es andar la barba sobre el hombro espiando en el semblante imaginario del abolengo un signo de aprobación, si realmente el pasado comparece ante nosotros y, en tanto que posteridad, somos el juez y nos compete el fallo? Héroes que fuesen los antiguos, no pretendían intimidarnos. De nosotros penden. Imploran tolerancia, la necesitan. También nosotros viviremos cuanto el español futuro nos consienta vivir. Lejos de empeñarnos en determinar su vida, salvemos la propia. Pensar en el remoto compatricio hacia que vamos, es prudencia, si dejadas las ínfulas apostólicas se procura legarle una memoria honesta. Equivale a contemplar la resurrección de la carne en la asamblea universal del valle de Josafat. Cada día el sol alumbra un josafat: el vulgo, falto de imaginación, no se lo representa. Atribuye al pretérito la autoridad fundada en la sabiduría, olvidando que entre hacer las cosas y saber cómo se hicieron, el sabio es quien las aprende, no quien las hizo. Se le aparece el ayer a manera de río ya surcado; el mañana, como abismo donde se vierte a pico la catarata del río que navegamos. Es inimaginable el dilatado curso plano venidero. Lo español presente nos sostiene, al par que nos arrastra prosiguiendo su inadvertida carrera, y quita de pensar en los confines que esa inundación habrá cubierto, a fuerza de subir y derramarse, en el área inmensurable del tiempo. El español nacedero al cabo de treinta siglos, formado de nuestro limo, será, en cualquier altitud moral donde aparezca, mi compatriota, como yo lo soy de Indivil, y Mandonio, de Viriato. No entendemos la del Lacio. No guardará con Lepanto, Bailén y Zaragoza más obligaciones que yo guardo con Sagunto y los numantinos. Se habrá muerto el último papa. No regirá el Derecho Romano. ¿Qué abolengo podrá envanecer a un español de ese corte? ¿Qué fallo querrá pronunciar sobre nosotros, sus muertos sagrados? Aducidos a tal punto mis patanes, servíales yo de dragomán para entender a su centésimo netezuelo. La distancia a que unos se hallan, y el otro se ha de hallar, respecto de mi ambiente, les confiere un parecido de familia. El patán que me ojea las piezas en el monte, el que raja leños de encina y los carboniza en la lumbre sofocada del hormiguero, desconocen la Santidad romana, la Majestad católica, la Autoridad lingüística; atienden a El Escorial menos que yo a Cumas o Delfos; la forma de mi espíritu les cae tan peregrina como al español del Siglo L. Unos y otro concuerdan a través de la edad en no haber recibido la impregnación que facciona mi pensamiento: unos, de presente, la desconocen; otro, cuando venga, nacerá bajo signo diverso. Todos son mis compatriotas, o han de serlo, por más que postulen la destrucción del mundo moral donde respiro. Si el más ahincado sillar en que estriba humanamente es lúgubre barbarie, animal esfuerzo; si Atalante nos soporta para dejarnos caer en la nada, fuera bueno anticiparse a suscitar las fuerzas atroces de destrucción yacentes como el fuego en el pedernal, en la patanía. «Je me plonge stupidement dans le néant», profiere Montaigne enfrente de la muerte. No me aflijo. Sea al menos sin estupidez la zambullida. Muéstrese la juventud —pensé, a la desesperada— en abolir decretos del tiempo y trasponga propiamente a vida mejor, al encuentro de un cabezal muelle.

La imagen del español remoto se levantó en mi horizonte a modo de cometa, prometiendo ruina. Le recibí con aplauso. Clamando por salir de entre los muertos tendíale mis brazos. Arbitrio del pavor, invención de la fatiga. Sugestiones de lectura demasiado fuerte, inflamaban la tela sensible y me valían una presencia interior muy áspera. La noche —noche de agosto: olmos tremantes, negra procesión de cipreses mecida en fulgores de plata, resuello desmañado del silencio— desamparaba mi nulidad. El intelecto y el sentido servíanme con demasiado vigor temas indominables: su muchedumbre me indujo al escondite de un vago nihilismo. Vivir fue pavoroso, se entiende vivir en disciplina, limitado, por renuncia voluntaria aunque no libre a la enmienda universal que el juicio concibe. ¡Innúmeras cosas de urgencia declarada en el entendimiento, y apenas me sería dable tantear alguna! Percibí en bosquejo un drama personal: la razón apura calidades (como no es de nadie), sacándome del suelo donde arraiga mi ser propio; el arte crítico se acicala desollándome el carácter. Aborrecido de mí, si ofusco los claros dictámenes; peregrino, si los prosigo, en todos los hospitales. Vida de Quijote no es posible, si hay cordura y se sabe que los rebaños de ovejas son tales rebaños y verdaderos molinos de viento los gigantes. Vendría el suplicio de perecer destroncado a la cola de dos caballos. Solución del drama, si en rigor la tuviese, pretendió ser el suicidio figurado en el emblema del español venidero, en cuya vida quise desleír la propia. Se columbra que el mítico español yacerá en su cepo: ignoro todavía cuál podrá ser: no representarme su malestar fue, para envidiarlo, como si ninguno le amenazase. Envidioso provoqué en mi horizonte tamaña alucinación, cifra del raro pavor a la vida responsable que me asaltó una noche de estío.

Séame disculpa que en tal edad yo no había filosofado bastante. Advengo a reflexión, a la paciencia. No sé qué alas le nacen al hombre paciente. Gran merced: al par que soy más juicioso el cometa funesto alarga su carrera y tarda en reaparecer bajo los cielos. He aprendido a soldar en armonías agradables la escisión dolorosa de mi mocedad. Agradables para mí, quise haber dicho; ellas aportan el placer estético. Gran obra es que pueda surtir limpiamente la emoción de lo bello, enturbiada en su origen por el patetismo trascendental, calificado de frívolo, como pudiera de cursi y filisteo. Arrojado de la plaza, el patetismo se embosca en mi ruta, me acecha, a traición me asalta. Por su culpa he querido tales veces oponerme al tiempo ¡Mi único aliado! y volcarme a empresario de reconstrucciones —delante de esa ruina, de aquella memoria— cuando la menguada educación deposita sus fines parásitos en el puro goce de contemplar y pretende regir su vuelo.

Algún fraile pensó mal en mi ocurrencia. Volviendo a El Escorial en fin de las últimas vacaciones, respondí al padre Blanco que exploraba mis devaneos:

—He soñado destruir todo este mundo.

La malicia chispeó en sus ojos. Se contrajo su rostro. Todo él se crispó, en acecho. Temblaban sus labios, queriendo dispararme una agudeza; ninguna le acudió, de regocijo que sentía. Yo comencé a explicarme y el padre se recobró.

—Es una tentación impropia de tus años.

Posó con descuido amigable una mano en mí hombro. Recuerdo las hebras sanguinosas perdidas en sus ojos calenturientos, y en el rasgo de la boca —salivaba mucho— glóbulos de espuma.

—Pecado contra la Providencia. ¿No eres cristiano? ¿Dudas de la Providencia? Debes decírselo al confesor.