XII

Decía con frase acerada el padre Miguélez: «No es necesario que el septentrión los lance; ¡los bárbaros están en España!».

Debo a El Escorial —a sus escuelas— el apresto necesario para entender esa máxima impregnada de españolismo y recibirla en espíritu y verdad; y a la percepción cabal de su sentido —decadencia del estado glorioso preexistente—, una timidez egoísta, un recelo que me impedían avanzar por la ruta abierta a mis sentimientos españolísimos. Me atollaba sin saberlo en un desbarajuste raro; la pasión nacional encandilada por muchos cebos, quería encabritarse y alzaba la cerviz soberbia: puro goce de dar suelta al orgullo y henchir con su viento el énfasis, la hipérbole y otras capacidades donde asiste el desenfreno. El ánimo se lanzaba en tal orgía por engreírse a sus anchas una vez siquiera: érale permitida toda licencia, en razón del objeto sublime. Pero buscaba saciedad apacible, que no martirios nuevos. Al desmandarse, la pasión nacional embestía con el cimiento histórico de nuestra noción de España y replegaba maltrecha las alas.

Tarde comencé a ser español. De mozo me criaba en un españolismo edénico, sin acepción de bienes y veía en el mapa las lindes de una España, pero éste era nombre sin faz; moralmente, no advertía sus límites ni sospechaba que los hubiese. Las anécdotas colegidas bajo el rótulo de Historia general no vivían más que un libro de estampas. Acaso me deslumbró el gran fuego de nuestro hogar alcalaíno. Restos de la tradición literaria complutense aleteaban en mí pueblo al declinar el siglo diecinueve. Juristas viejos, imbuidos de humanidades; algún hidalgo desvencijado, sin dos adarmes de meollos, recitador de Horacio; labradores ricos que empezaran en su mocedad a cursar «estudios mayores»; escribas de la curia toledana, que a poco más hubieran alcanzado a Flórez embanastado en su celda de San Agustín; y un canónigo, el último catedrático de la Universidad, que murió de un atracón de sandía…, mantuvieron en Alcalá el culto fervoroso de los antepasados. No vivían en su tiempo; el mundo no rodaba desde el día mismo que la Universidad de Cisneros se cerró; las prensas dejaron de parir en cuanto los tórculos alcalaínos se enmohecieron. En sus rancios libros, en sus buenos libros —hechos trizas luego, cuando sus bibliotecas dilapidadas fueron a parar en las droguerías—, se empapaban de erudición anodina. Sabían los aniversarios, las idas y venidas de los héroes, sus posadas, sus sepulturas. Eran tercos, grandilocuentes. Daban guardia a la cuna de Cervantes, defendiéndola de los manchegos rapaces venidos por hurtarla. Cisneros llamábase siempre «el conquistador de Orán»; Cervantes, «el príncipe de los ingenios», «el manco de Lepanto», «el cautivo de Argel», «el manco sano», con otras perífrasis no usadas. Juntábanse y se rejuntaban para proferir discursos, loas poéticas, vejámenes, ditirambos; glosas «al libro inmortal», loores del conde de Lemos, denuestos venenosos contra Avellaneda el sacrílego. Nadie más odiado que el supuesto Avellaneda, después de Judas. He necesitado llegar al ápice de la cordura para caer en la cuenta de que nada malo me ha hecho el misterioso personaje, ni estoy ofendido con él, ni he de vengar en su memoria agravio alguno. Los patriotas alcalaínos alborotaban el manso cotarro de su lugar con profusión de veladas, lápidas, iluminaciones, catafalcos; pero su patriotismo era local. Nos persuadían la grandeza única de Alcalá, no la de España. Es verosímil que el suelo, el aire o el agua de la ciudad poseen una virtud predisponente para la gloria y no se sabe quién otorga más a quién: el genio a la ciudad, si el hado propicio le encamina a ver en ella la luz, o la ciudad al genio, amasándolo con ingredientes nada comunes. Esta opinión es la más probable. El buen alcalaíno créese no menos que copartícipe en el Quijote e incluso generador alícuota de la persona de Cervantes. Nacer en Alcalá fue el acierto de ese ingenio; si aparece en otro pueblo no le habrían mentado, como no mientan a otros varones excelentes, salvo que un rayito del sol alcalaíno los alumbre. Dios mismo, que obra milagros dondequiera, ha hecho en Alcalá prodigios desaforados. En suma: es pueblo elegido, colaborador en los designios de la Providencia. La historia era inteligible si podíamos prestarle rostro y acento complutenses; cuando no, caía en las tinieblas exteriores. Participábamos en ella como en hijuela repartida entre el común de vecinos. La actitud, de pasmo; el tono, ponderativo; el temple, gozoso; y como ejercicio —que suple a los impulsos abordados—, el hábito de alabarse por méritos del prójimo y el mirar como prendas propias lo más incomunicable y azariento de las obras ajenas: la inspiración personal o las mercedes gratuitas, ya las dispensase Dios por modo directo, ya sus representantes en el reino de Toledo, los señores arzobispos.

Adiviné al rango de español por dos caminos; ensanchando hasta el confín de la Península el área plantada de laureles y robando a mi propensión admirativa su inoperante candor. Temblé con emociones menos suaves; descubrí un antagonismo; milité contra las fuerzas agresivas, dotadas de significancia moral opuesta a la que ministraban los frailes. Mis sentimientos españolistas ganaron en violencia lo que perdían de libertad, y retrayéndose a su origen, oprimidos, zumbaron amenazas sordas, como nube de pedrisco a punto de desgajarse. No me bastó, llanamente, engrosar el caudal de las cosas que sabía ni seguir la inclinación del instinto, para verme de pronto roído por el despecho, abrasado de malquerencias, o presa de abatimiento rencoroso, como quien viene lisiado al mundo, o enfermo incurable, o desposeído sin justicia de alguna cualidad común al mayor número de gente: en el pasto de que iba nutriéndose mi opinión de español, debieron de echar cierta levadura que se agrió. Padecíamos en cuanto españoles la suerte de Abel. Nuestra virtud, la superior comprensión del plan eterno, suscitaron la liga de los bárbaros con el espíritu del mal. Es el español semidiós derrocado; su generosidad pertenece a otro siglo. De tal manera, descubrir nuestra posición en el mundo —el crimen contra España, escándalo de la Historia— y quedar emponzoñados, viendo frustrarse en la raíz las esperanzas naturales, era todo uno. A quién aborrecíamos más: si al extranjero envidioso o a los españoles apóstatas —los bárbaros del padre Miguélez—, no lo recuerdo.

Los frailes hubieran podido someternos a dos férulas: jurídica e histórica, y elevar el tono de nuestro carácter, no ya formarnos la inteligencia. El estudio del derecho —sin la infección de bajo y estéril profesionalismo que desde el origen lo daña— habría servido no sólo para lograr la destreza formal del juicio y aguzarlo, mas para insertar la noción de la ley en las apetencias profundas de nuestra vida moral, si le hubiese precedido una explanación seria de la idea de justicia. La materia de la historia no habría sólo mejorado nuestra capacidad de discurso, poniéndonos como críticos a escudriñar el valor de los testimonios, pero nos hubiese abierto ese horizonte ventilado y puesto en esa altura para la observación donde la frivolidad perece. Los frailes, que admitían el Derecho Natural, no sospechaban una historia natural de los móviles humanos. Íbamos de los recovecos legistas a las abstracciones intencionadas. Aprender derecho era andar al estricote con fórmulas hueras; la historia, proselitismo. Difícil es que un mozo se amolde a decorar los capítulos del Fuero Real; si el celo del maestro choca con la desgana del alumno, éste es quien acierta. Viéndonos rebeldes a su disciplina, el padre Rafael nos gritó un día: «Mañana os tomaré la lección con puntos y comas». Llegado esa mañana empezó alguien a decir gravemente: «Lección novena, “punto”. Rota en mil pedazos la unidad nacional, “coma” se rompe también la unidad legal, “punto”». La indignación del fraile y nuestra algazara probaban de qué parte estaba el ridículo. Repaso ahora el gusto con que las inteligencias deformadas por tan mala postura se habrían avezado a conocer los seres naturales, las piedras, las plantas, a poseer lo concreto mediante la observación, siempre inactiva. Disecar un arbusto, pesar una piedra, notar su forma, su color, palpar los contornos, aprehender con los sentidos; sacar el mundo de aquella su representación polémica, del torbellino oratorio donde lo veíamos girando y restituirlo en su reposo, en su bulto, ¡qué alivio! Tal como respirar el aire húmedo campestre tras una encerrona en atmósfera viciada y seca. Un apetito del mismo orden me movía acaso en la diversión de poblar el escenario de El Escorial con figuras sacadas de los libros de historia. No me jacto de haber puesto a prueba en esa porción de mi cultura de entonces, mi sagacidad crítica. El primer año me plantearon esta dificultad: «¿Fueron los concilios de Toledo verdaderas Cortes?». Hecho alarde de las opiniones contradictorias, como eran de peso igual, la cuestión quedó indecisa. Al año siguiente, de nuevo tropecé con ella; el tiempo no la había esclarecido. Desde entonces no vi texto ni me encaré con profesor que no me la propusiesen. Y el día venturoso en que, dentro de la zahurda maloliente de la Universidad de Madrid, me preparaba a cortar del árbol académico la valiosa borla doctoral, un sacerdote valetudinario, parapetado detrás de una mesa, me espetó después de interrogarme sobre Simón Mago el insoluble enigma: «¿Fueron los concilios de Toledo verdaderas Cortes?». Todavía es esta la hora en que no lo sé.

Más que por insuficiencia crítica, advertida apenas, la historia me fatigaba por su aridez inhumana. Con estar incorporada sucintamente en unas docenas de personajes grandiosos, la catadura de estos héroes no era de hombre. Habían llegado al mundo con el encargo de recitar un papel aprendido de memoria y colmar los decretos providenciales. No aprendíamos nosotros lo que ellos hicieron; más parecía que ellos se adelantaron a cumplir lo escrito. Quien debía salir sobresaliente en los exámenes no éramos los estudiantes, aprendiéndonos la lección de los Reyes Católicos, sino los Reyes Católicos mismos que sin olvidar punto ni coma (ni la conquista de Granada, ni el descubrimiento de América, ni la expulsión de los judíos, en fin, nada), respondieron muy bien a todas las preguntas que les concernían en el Gran Programa. La historia se ahilaba en la longura del tiempo, perdía corporeidad, densidad; diferencias insondables separaban las edades; lo inmanente era la venganza de Dios. Por ventura presentía yo el rumor lejano de un caudal de emociones retrospectivas, y en modos pueriles tanteaba su invención, poblando la tierra que alcanzaban a ver mis ojos con gentes de los siglos esquilmados. Habríame dicho: «Aquí estamos los de siempre» si hubiese sido capaz de pensarlo. Me sorprende la magnitud del esfuerzo que necesitaba para mantener presente esta idea: que los peones de la historia no son seres fantasmales ni conceptos de la escuela: otros hombres, amortajados hoy en los libros, gravitaron sobre esta tierra misma, se esparcieron en esta naturaleza; aunque hallándome muy apoderado de ella, se me antojase proyección enteramente mía. Abrazándome con lo sensible, me representaba la perennidad de sus formas y al punto surgían del paisaje, también con trazos perennes, los seres vivos, tributarios del mismo sol. Sobre el material humano resucitado podía echar el color histórico que me conviniese. El llano y la montaña, la luz, prestaban un fondo invariable; el reguerillo que corría por el aula de historia se mudaba en catarata, nacida en mis sensaciones, en mis deseos. Atroné los términos de El Escorial con batallas, desfiles, cacerías: mis representaciones de la historia eran de movimiento, fúlgidas, sonoras; mas no pasé de ahí, de la cáscara. Pasiones, no las había, no acerté yo a prestárselas a los héroes; su resorte era la vanidad ostentosa, el saber que alguien estaba mirándolos: mis reyes cabalgaban siempre con manto rozagante y estoque en el puño. Me humilla esa incapacidad para la invención verdadera: ya las tocase con el morrión del Cid o con la boina carlista, tantas figuras venían a ser una sola, como una voz sola repetía las arengas que les achacaban los textos.

La historia guisada en pociones caseras por sus paternidades nutrió mi conciencia española. Adquiríamos un extracto del saber, resumido en conclusiones edificantes; los frailes las obtenían manipulando en el archivo de las cosas que ignorábamos y siempre habríamos de ignorar; no éramos llamados a saberlas. Alicortar la ambición intelectual parecía el supuesto de los estudios. No ya por coacción de la fe religiosa o del régimen que partía las lecturas en lícitas y prohibidas: la actitud humilde del estudiante en el colegio, como hoy puedo verla, tocaba en la vocación y en las capacidades del entendimiento, no menos que en la calidad de las materias por conocer. No la predicaban en parte alguna; los frailes se espantarían al descubrirles la entraña del sistema, pero es verdad: los mozos mirábamos las nociones serias, el saber a fondo, como selva inexplorable y tarea de gigantes, reservadas a los bríos de la casta que alumbra filósofos, escritores, catedráticos; sobre todo, catedráticos. No despreciábamos la sabiduría. Un temor pegadizo nos clavaba en la orilla de su tenebrosa vastedad; nadie soñaba en arrojarse dentro. Respeto natural era éste, sin dejos de privación. Como los pobres de buen conformar otorgan al ornato de la vida la admiración boba de lo inasequible y exclaman con retintín donde el orgullo se regodea: ¡Esto no es para nosotros! —así los colegiales descansábamos en la evidencia de nuestra inferioridad nativa para la cultura—. Los frailes nos contagiaban su modestia. O propendían a humillarse con ingenua reverencia de aldeanos ante los espíritus superiores de que alcanzaban noticia, o la aplicación docente no pasaba de ser —en los más cultivados— empleo subalterno de la vida. En los albores de la pubertad dejaban las aldeas leonesas o la montaña para ser novicios, pintado en el semblante anguloso y en los ojos atónitos el candor rústico. Virtudes, todas; y ánimo de perseverar en el sacrificio porque se enclaustraban. Ciencia, de misacantanos. Podían destinarlos a evangelizar paganos o a filosofar con los españolitos encerrados en su Universidad. Más arduo era salir airosos en el colegio que en las Indias. No bastaban la santa obediencia ni la vocación de mártires; no los amparaba el prestigio del castila. ¿Qué horizontes les iban a descubrir el seminario y la aldea? ¿Qué pesaba en su vida la curiosidad ni cómo encenderse en el ardor comunicativo del buen maestro? ¿En qué ambiente? ¿Por qué estímulos? No poseyéndolos, sería maravilloso si la enseñanza hubiese pasado de salvarnos en los apuros de junio. Tanto nos incitaba al cultivo superior del entendimiento como a subir a la luna. ¡Tremendo chasco, frailes de buena voluntad, asiduos en las lecciones, que por nuestro amor, pensando acertarla, abreviabais los libros tomándoos el trabajo de dictar súmulas para ahorrarnos la digestión e incluso la lectura de los textos! Muy escasos de jugo, todavía los libros universitarios guardaban el aparato técnico, el vocabulario, las alusiones a vivas realidades, evaporados en los extractillos. Los frailes concienzudos trabajaban al revés de su cometido recto: ponderar la dificultad del arte; no descorazonar ningún esfuerzo; provocarlo; ensanchar las cuestiones por la misma escala de las capacidades habría estado en su punto. Lo contrario hacíamos: el esfuerzo, suprimido; el arte, ingerido en píldoras o abreviaturas. Éramos inútiles para otros empeños. Tentar la curiosidad debía de parecer un despropósito: nunca nos soltaron entre colecciones de libros por observar siquiera nuestra conducta en ese paso: si los destrozábamos, o los robábamos (bibliomanía precoz), o nos poníamos a leer. En tres lugares de El Escorial pudo hacerse la prueba: la Biblioteca Real o como se llama el almacén de códices preciosos, de líbros raros; la librería de los frailes, dotada de teólogos y canonistas, baluarte contra maniqueos, y la sala de lectura de] colegio. Principal ornamento de la sala era una mesa guarnecida de hule, donde solía haber números de L’ Univers, La Croix y La Época; atrasados, por añadidura. En la gran Biblioteca, qué podíamos hacer nosotros, si entraba únicamente en ella de siglo a siglo algún estudioso extranjero; harto era mostrarnos el Códice Áureo y calcular por sospechas fabulosas su precio venal. Ni en la librería de] convento, atiborrada de ciencia eclesiástica, libros prohibidos y tratados espinosos sobre moral casuística «non cumplideros de leer», como el salaz jesuita de Córdoba a quien mentaban los frailes diciendo: «Si quieres saber más que el demonio, lee a Sánchez, De Matrimonio». Pero quedaban libros de humano interés —legibles en sentir de los mismos frailes sin aventurar la salvación—, que hubieran guarnecido muy bien nuestra sala de lectura y servido de cebo, dejando uno en el hule de la mesa a todo evento. En las horas de tedio, algunos estudiantes erraban solos, aborrecidos de las compañías forzosas, del abandono perpetuo en la celda. Los domingos, el colegio se antojaba desierto: huían todos a esconderse no sé dónde; hasta el billar estruendoso y el gimnasio estaban vacíos. Entonces era el buscar un cobijo discreto y no encontrarlo; el ir de una parte a otra, abrir cien veces las mismas puertas —también la del cuarto de lectura— en demanda de novedades y hallar donde quiera la nada. ¿Pudiera calmarnos la sociedad de un libro? Teniéndolo a mano habríase probado la fuerza de la desesperación para inducirnos a colmar dignamente el ocio.

Demostrado por la historia en qué consiste el ser de un español, creábase en el mismo punto la ortodoxia españolista. Cómodos atajos, al soslayo de las rutas del discurso, nos llevaban desde la apariencia desdeñada de las cosas a la esfera moral en que se reflejan, suplantando la defensa de los sentimientos al logro de la verdad. Las formas del españolismo de colegio, placientes a la jactancia natural, al prurito alabancioso y a otros resabios que la educación extirpa o sofoca, incitaban a profesar en esa milicia, donde la constricción era en apariencia nula. No tardábamos en advertir la pesadumbre de la vocación española, incierta, temible como la del cristiano. La ortodoxia españolista nos imponía solapadamente una revelación segunda, chapurrada con la revelación religiosa. De los misterios cristianos sabíamos la ilicitud de juzgarlos; pero llamábamos crítica, frente a los sucesos históricos, al devaneo de apreciarlos según el refuerzo que aportan a una explicación previa, intencionada. La idea de mi cualidad nacional pedía para su contenido asenso obligatorio; en mi conciencia de español, el deber eminente era aceptarse como tal, abundar en las representaciones históricas, base de los valores morales que la constituyen. Esta es la semejanza del postulado españolista y la insinuación del dogma cristiano: iluminado el entendimiento, queda embebida la conducta. El dogma no enmascara su pretensión radical de abolir la crítica; nuestro credo de españoles, por el contrario, echábaselas de demostrable e hijo de la experiencia, alzándose luego a un seguro casi religioso en nombre de la cualidad misma que acababa de revelarnos. Cualidad espiritual ante todo. Lo que inspira el ser físico de España, cuanto en mi carácter viene de la sangre y me ata en la estirpe con tantas generaciones era nada para el rango de español. El toque está en participar de una tradición y esforzarse a restaurarla; en asumir el encargo a que estoy prometido. Prueba su temple la cualidad española en la adhesión a las formas que han incorporado históricamente el ser de España. No son formas emblemáticas ni trofeos memorables que puedan en rigor mudarse por otros; poseen virtud agente, sacramental, y adornan a quien las recibe con particulares gracias de estado. España es la monarquía católica del siglo dieciséis. Obra decretada desde la eternidad, halló entonces los robustos brazos capaces de levantarla; empresa guardada para el héroe español; su timbre único. Ganar batallas y con las batallas el cielo; echar una argolla al mundo y traer contento a Dios; desahogar en pro de las miras celestiales las pasiones todas ¡qué forja de hombres enterizos! Nos daba tan fuerte gozo el remedo de esa unidad interna, que los frailes no disponían de argumento más sutil para inculcarnos su españolismo. Con siglos de por medio, dilapidado el poder, tan diversos como parecen un enjambre de aventureros y una pollada de estudiantes reclusos, nos bastaba entrar en las proezas de los españoles truculentos para ver concordes nuestras creencias y lo que quisiéramos ser, nuestra obligación superior y los impulsos del ánimo bravo. Iguales en los pensamientos, no en las acciones, las reemplazábamos con el sabor de la gloria y esta persuasión tácita: que el heroísmo es en el español virtud inmanente aunque a ratos dormida, y reaparece en sazón cuando lo ha menester. Yo no sé si nacía de esa inmanente virtud la perennidad del esfuerzo español, que nunca era pasado, sino actual; y lo sentíamos inundar por decirlo así nuestro pecho, vivamente. Este es el mayor misterio del entusiasmo. Quitar de en medio las edades y hacernos ver los mitos, no disecados en el ejemplario nacional sino fluentes, reponiéndolos en su eficacia. Nuestro espíritu se inflamaba ante el vastísimo retablo donde los héroes todos asistían con presencia igual, respirando con el mismo latido. La gloria española lograba un vigor demostrativo, una utilidad increíble; podíamos detener una invasión con los pechos numantinos y enviar contra la América del Norte las naves de Lepanto. Digo que serían increíbles si los porrazos de estos molinos de viento no nos hubieran dejado cicatrices. Restauro en la memoria disposición tan singular merced a los ensalmos que conservo, tales como éste: «La infantería española es la mejor del mundo»; repitiéndolo en modo de jaculatoria, sin pensar en cosa alguna, pronto se pone a mi alcance entre tinieblas aquella figura de españolismo que he descrito. Perfecta es su unidad interior. Creencia y pasión nacional se traban tan estrechamente, los apetitos de dominación concurren tan a las claras a propagar el plan divino, que es posible y grato abandonarse a ellos sin reparos de caridad ni de humanidad. La causa de la religión católica es la causa española en este mundo; nadie la ha servido mejor que nosotros; a nadie ha sublimado como a nosotros. La contraprueba es fácil: España, si no campea por la Iglesia se destruye. Los luteranos desde fuera no la vencieron. Ha transigido con el espíritu del mal y dejándose inficionar el corazón por las doctrinas de los bárbaros: sus energías se amortiguan. Nada crea; sacrifica en balde su originalidad; sólo consigue malograr sus dones excelsos.

El arquetipo español entronizado por los frailes venía al propósito de zurcir el ideal puro cristiano de perfección interior y de santificación por las obras, con la urgencia, más baja, de pertrechar a unos jóvenes para la vida civil. Cediendo en el rigor monástico, los frailes salían del aislamiento contemplativo a mezclarse en faenas útiles, tocantes con el siglo. Este rodeo equivale al giro que tomaba su educación; declara la amalgama en que consiste; la hace Posible; la representa. Los frailes sepultaban en los fondos cenagosos de nuestra alma un sillar, la fe católica, que se abría camino con su borde más afilado: el terror de la otra vida. Servía de fundamento a la persona moral, mas el colegio no era plantel de monjes ni los maestros piadosos nos catequizaban para correligionarios; una reserva decente amparaba su vocación y de paso la nuestra. Es lo más serio que hacían (en saliendo de los estudios se acababa lo frívolo): no jugaban a contagiarnos la abnegación y aunque vivían en comunidad donde —por ser todo lo mismo en todos—, parece que pudieran entrar infinitos más y echándoles encima la cogulla dejarlos empadronados para el cielo, se entendía que la uniforme vida en común era acatamiento externo, asaz lejano del ímpetu inicial, cobijado misteriosamente en los limbos impenetrables por la curiosidad; se colegía así de algún silencio, de cierto mirar… Destinados a ser buenos clientes de la Iglesia, pero en el mundo, nos era menester una moral que paliase la espada y la cruz guardándonos de rebelión, de martirio, no menos que del desvío, y brindase al César nuestro esfuerzo de caballeros cristianos. No hallábamos esa moral en la ruta de la piedad. En contra del mundo está la fe, que aparta de los negocios terrenales al creyente si de veras arde en creencias vivas; nada hay que le importe fuera de su eterno destino y se mira en horrenda soledad. La fe pura es insociable. No es útil en la república; ni robustece su potestad ni la defiende. El soldado cristiano prometido a los honores del triunfo, tan bizarro y glorioso como parece en sus armas, se desciñe alegremente la coraza y la espada para entregar el cuello al verdugo. Su gozo es mayor cuanto es más grande el sacrificio según el mundo; ninguna victoria iguala a la que alcanza sobre sí mismo; más le importa vencer a los enemigos de su alma que a los del Imperio. El simple cristiano, humilde y pobre, dechado de mansedumbre, no es ciudadano. La caridad va contra el Estado, opresor, soberbio. Entre las mallas puestas por la razón política, la caridad libérrima se escabulle, las rompe. El corazón cristiano, por entrar en los designios de Dios, anonada los móviles cívicos; ama al prójimo aunque milite en otras banderas. El mendicante, el ermitaño, ¿qué sociedad fundan? ¿Para qué empresa se cuenta con ellos? Es demoledor cualquier apostolado; la contemplación induce en esquivez y desplace al soberano como una injuria. De esa manera, los sentimientos primordiales en nuestra educación, exaltados por su propia virtud al tono sublime, habrían disuelto la vida civil de no templarlos y encauzarlos sin renegar de los principios la moral del patriotismo, que transportaba al orden político la fogosidad de las almas impacientes y secundaba la gloria de Díos a través del gobierno humano. Los frailes, con la mejor voluntad, daban entrada al patriotismo necesario para fijarnos en la tierra e introducir en la esfera de nuestros motivos el de la utilidad común, y solían irritarlo adrede dirigiéndolo sobre objetos que a su parecer brindaban con pertinente empleo; pero el concepto de España, del que sale la norma patriótica, sufría un expurgo previo, no fuesen a prender en él gérmenes dañinos o se acreditasen encubiertas por el nombre de la patria ideas de mala reputación Nuestro mundo interior descansaba, como globo de cristal en el cabo de una aguja sostenida por algún malabarista, en el libre albedrío: si al juglar le falla el pulso la bola se hace añicos; extinguirse la centella del libre arbitrio y hundirnos en cualquiera de los abismos bordeados por la ruta ortodoxa hubiese sido todo uno; abismos correspondientes con el infierno de la religión, como si abrieran un averno en la metafísica. Profesábamos el orden sacándolo del origen divino de la autoridad. Nuestra figura de España tenía apenas base física; en el sentimiento patriótico, lo instintivo animal, la querencia espontánea, cuanto pudiera introducir una sombra leve de necesidad se relegaba en lo obscuro; abstraer de la entidad de España sus facciones históricas para mirarla convencionalmente como una asociación de hombres libres estaba prohibido. Nos propinaban una patria militante por la fe; España es en cuanto realiza el plan católico. Las sugestiones todas de la pasión nacional aprovechaban al propósito divino. Usurpación temible.

Mirándolo bien ¡qué vida regalona nos proponían! El español bueno no tiene que devanarse los sesos; ser castizo le basta. Todo está inventado, puestas las normas: gobernar como Cisneros; escribir como Cervantes; y hallándose frente al mundo en actitud de litigante desposeído por la fuerza del bien que le pertenece, meterse en un rincón a devorar el reconcomio, no tratarse con nadie, pedir para los émulos victoriosos el mayor mal posible. Su deber es imitar, conservar, en espera de tiempos mejores o que fallado el último juicio, confundidas las potestades diabólicas, la misión española se justifique. Holgorio del caletre preparado para cortas fatigas y de la reacia voluntad era esa pauta; pero el sentimiento de la injusticia universal nos penetraba de amargura. Creíamos inadmisible nuestra virtud; no podíamos negar la ruina del poder; la oposición entre los méritos que alcanzábamos y su paga nos volvía el mundo en un valle de lágrimas; estábamos más tristes cuanto más convencidos de nuestra capacidad, de nuestro derecho. En poco tiempo la crítica soliviantada por escarmientos ruidosos acreditó otra opinión: la ruina española es aborto de una raza incapaz. Desabrido fallo, no muy lejano psicológicamente de la ilusión antigua. Me pago de haber sabido por uno de los más listos intérpretes de los oráculos este aforismo:

—En España escasea lo ario, ¡eso es lo espantoso!

Preguntaban si la casta española se avendría con la civilización y la respuesta diferida tantos siglos era adversa: mala ralea, poco rejo; las calaveras lo prueban, dejándose medir. ¡Pesado infortunio! Pero el encantamiento quedó al descubierto. Fuese por excelencia en la virtud y consecuente inquina del mundo o por tacha del linaje, la culpa no es personalmente nuestra; inútil sería revolverse 104 contra el destino. En los años de colegio, cuando la persuasión de pertenecer a un pueblo corrupto, retoño enclenque de un tronco viejo, no había podrido la raíz de mi españolismo, nuestra protesta sentimental contra el despojo era aferrarnos en lo que poseíamos, adorar lo que nadie podría quitarnos, caer pasmados ante los emblemas. Después de la religión, en nada nos mirábamos como en la literatura del Siglo de Oro. Más ortodoxia que guardar. Habíamos sacado el arte y el idioma de la nada o los había puesto Dios en nuestra alma como puso al primer hombre en el paraíso. Bien que no pudieran arrebatarnos esa prenda, tras de las Américas, no era floja tarea conservarla pura. Los frailes nos excitaban a perseverar.

—¡Los tengo aquí, todos, todos…! —decía el padre Miguélez tirándose del lóbulo de la oreja.

Se refería a los galicismos.

El aspecto de los soldados, si entraba en El Escorial una manga de ellos, nos enardecía. Subiendo por la carretera dos filas de jinetes, tan altos, con plumeros blancos y recias hombreras de metal, sable en mano, al paso cadencioso de los fuertes caballos, una tarde de entierro queríamos escaramuzar con dos colegiales norteamericanos. Los jinetes daban escolta al cuerpo de una infanta vieja que poco antes de morir nos visitó, quizá por serle urgente recabar sepultura. El banquete que le dieron en un comedor donde preside el «Choricero» de Goya, acabó impensadamente con mal presagio. Tres estudiantes desmandados, introduciéndose a hurtadillas, cuando levantaban los manteles, en el comedor, devastaron cantidad de viandas y de mosto. Salieron claustro adelante por el palacio, pasaron al coro de la basílica y con horrísonas blasfemias, inéditas en la mansión del Rey Prudente, ahuyentaron a la comunidad que estaba en sus rezos; danzaron una danza báquica en torno del grandioso facistol y dándole a la lámpara vertieron por el suelo a chorros el aceite y el agua. Los manes del lugar debieron de irritarse. Ello es que la Infanta murió enseguida, aunque la pobre no tuvo culpa en el sacrilegio. De la pompa con que la enterraban era tan fascinante el séquito militar que decíamos a los camaradas ultramarinos, señalando a los coraceros:

—¡Eh! ¿Qué tal? ¡Con éstos entramos en Nueva York!