XI

Creo haber maltratado mis sentimientos al descubrir en las soledades de la celda la tibieza del corazón delante del estímulo piadoso. Tan recio solía ser el tiro de esos afectos, que bastaron para llevarse tras de sí los apetitos divergentes de mi vida y absorber en uno todo erotismo y las quimeras nobles. Despacio perdieron su virtud. Firme como nunca en las creencias, no entendí al pronto por qué me emocionaban menos y anduve buscando remedio a la frialdad de la pasión. Culpa nueva se me antojaba la algidez; en su engaño, la conciencia se acusaba de descreimiento. Apegado a la unidad interior, aun ganándola por rutas tormentosas, me apetecía recaer en el deleite casi mortal del acto de abnegación, que es llevar de grado al suplicio, en el ara del misterio impasible, la voluntad de poseer profundamente la vida. Ese acabamiento repetido, esa postración, frutos de un ejercicio donde se amaestra la actividad total del espíritu, suplían por otras efusiones y me dejaban el contento de no ignorar nada de mí. Cuando la unidad vino a romperse y la llama, por barruntar otros cebos, vagó desprendida del tema religioso que hasta allí estuvo entreteniéndola, creí perderlo todo: la caridad y la fe. Quise perdurar en el amor furibundo y me acribillé a espolazos. Hurgué en el origen de la pasión mortecina: ido el espanto, ninguna contemplación me sacó de la apatía. Remonté el surco de los años, agité mis memorias: los amantes refrescan con las suyas los apetitos estragados. Repasé por el trance de la conversión, por las ansias posteriores, y me enternecía mi corta ventura, que tan temprano me sacó de la impiedad inocente. Me engañó esa emoción viciosa: pensando restaurar en su empleo la pujanza original, devoradora de experiencias, me fui con el bajo aliciente de la conmiseración de mí mismo, a echarme en el regazo de la degradación sentimental.

Me propuse ser algo en religión cabalmente al apagarse mi actividad espontánea, punto en que, cohibida la inteligencia, la convicción era más honda y el entusiasmo cedía. No me propuse ser mártir, ni santo, ni siquiera fraile o devoto, pero acompasar los sentimientos con las creencias. Si mi sobresalto de neófito se calmó al aprisionarlo la doctrina, que organiza lo sobrenatural y lo resume en nociones al alcance de la mente, tampoco iba a soportar una verdad rigurosa, áspera, donde no hallase esparcimiento la vena sensible. Pugnaba por regir mi inspiración e introducir cierto orden voluntario, poco patente, que deja a las emociones levantarse y revolotear, pero atándoles un hilo en la patita; y cuando, al parecer, van más sueltas, la sagacidad las ha cazado y las expresa. A ese equilibrio no supe llegar. Veía la disociación presente, y si no acerté con el motivo, menos con el remedio; en el fondo, apuros del aprendiz en sus tanteos. Aspiraba a concluir una obra que no por relegarse en los limbos de la vida secreta dejaba de aparecer de bulto ante mis ojos. Consistía en impregnar de amor las creencias, y si me avasallaban sin yo quererlo, trajéranme al menos la paz y, placiéndose en ellas, arribasen a colmo las inclinaciones generosas del ánimo. Trenzar las ideas con el sentimiento motor no me fue posible, como si escribiendo este libro no acudieran a rellenar su trama los vocablos expresivos pertenecientes. La marea levantada de improviso por la revelación del más allá, en lugar de echarse como antes sobre mí y anegarme, refluía. Quise correr tras ella. Aceché su retorno. Solicité ocasiones —fuera de las que incluía adrede el horario conventual— en el roce de alguna sensación propicia, pues en granjear la complicidad del mundo exterior para sonsacar al ánimo su querencia recóndita, cualquiera, desde niño, es hábil. La celda curaba de suscitar mis soliloquios. Los cuatro muros que en las horas de sol me aislaban del colegio, después de anochecido cobraban levedad y cierto género de imaginada transparencia, como si la materia se atenuase, e iban reculando hasta el confín del silencio, dejándome en el centro de un ámbito frío, solo. Entonces nada había fuera de mí. La celda, abolidos sus límites, era tan vasta como el mundo, y el mundo estaba muerto. Es indecible la acerbidad de este gusto: sentirse único —principio y fin— y afrontar la verdad pura, la verdad absoluta, confundida con uno mismo; uno mismo es toda la verdad. La idea de aniquilamiento entraba en mí al punto: quería zozobrar en el silencio. Suspensa la atención, me zambullía en ese agua insondable, que me expulsaba como el mar devuelve los cuerpos… El tronco de luz amarilla reanudaba la cadena de mis sensaciones. Por incapacidad de deslimitarme y perecer, volvía en demanda de voces amigables que rompiesen esta soledad interior. En vano. La invención y los deseos, la fronda viciosa en que solía perderme se frustraban. En abstrayendo las representaciones carnales, la reflexión sólo encontraba el vacío del alma: seca, agostada toda, rasa. Vergüenza me daba la esterilidad, traída por las luces nuevas de la mente, enseñada ya a tasar en su precio justo los fines de la vida. ¿Cómo podía ser que nada me conmoviese? Pues así era. El alma como un secarral, y vigilante sobre ella, una atención agudísima, en acecho del más leve temblor. Ingrato es guardar una viña vendimiada. El hastío de esa quietud me inducía a buscar el parasismo en las plegarias, y no sabiendo inventarlas, en las plegarias de encargo, ofrecidas por el repertorio de rezos. De haber tenido medios propios de expresión, a borbotones hubiesen manado de mis labios, no súplicas, improperios. Profería, atenido a la pauta de un librito, jaculatorias blanduchas, estomagantes, de tantos ayes y suspirillos como traían: querellas no inflamadas por la emoción de nadie. Pero en el libro, un pasaje desgarrador —el único: una oración en la muerte, tan inverosímil como cruel— impetraba misericordia acoplando sus antífonas a los pasos de la agonía, escandidos lentamente. El cuerpo iba muriéndose poquito a poco en el curso de las preces, y asistía uno al apagamiento de los sentidos como a la extinción de un árbol de pólvora. Al apagarse cada bengala de esas, reaparecía más urgente la súplica, acercándose la obscuridad postrera. La plegaria horrible no dejaba de estremecerme con repeluznos de miedo, entreverado de amor hacia el tercer enemigo del alma, pues el rezo mismo obligaba a considerarlo aherrojado por la muerte, y fuerza era despedirse de él y de sus promesas. Me arredraba en el umbral de la contemplación prohibida.

Advierto en ese propósito descaminado de rescatar el amor a viva fuerza, el yerro de un espíritu todavía, informe, pidiendo a la religión complacencias sensuales incomunicables. Del hechizo inmediato de la iglesia me había evadido pronto. Los juegos de la luz y de la música, el incienso y otras suavidades del altar, no me trajeron saciedad alguna; donde muchos caen en arrobamiento y por el deleite de la vista o del olfato suben al empíreo, yo me mantuve reacio, escatimando la atención al lenguaje de la liturgia, que ya me había inoculado por sorpresa emociones sospechosas, turbulentas, poco placenteras. En la afición de los sentidos, mejor pábulo era el campo. Un día de sol, las formas de los montes, la sonoridad de la Herrería, no Me forzaban a concluir en nada; no me amenazaba lo natural con intenciones segundas y acabó por derrotar a las sensaciones maceradas en la iglesia. Más tarde topé con esa insuficiencia del fervor religioso —anduviese refrenado y doméstico, o siquiera bravío— para llevarme al punto donde el ánimo, fuera de sí, aspira a disolverse y se disuelve a veces en otro aliento de más amplio giro; pasmo ya gustado en la invención de lo bello natural, por el corte momentáneo en la insoportable continuidad de mi presencia. Al contrario, la religión me constreñía; me apretujaba contra el centro moral de mi persona; todos los dardos centrífugos los metía en un cíngulo de acero; iba esculpiéndome ¡con qué cincel inclemente! y me dotaba de límites cada vez más distintos y sensibles. La religión me oponía no sólo a las demás personas pero al Universo. Ya no estaba esbozado en él; y siendo insoportable la cárcel, quería romperla, divagar fuera. Casos de unión estática con lo divino pululaban en las lecturas religiosas y en los ejemplos puestos por los frailes. Ese vuelo en alas del amor, premiado con el olvido, con la suspensión del pensamiento ¿iba a negárseme si estaba advertido del rebullicio del corazón en columbrando la enseña religiosa? Entonces probé una y mil veces a dar ese brinco, como tengo dicho. Fui el explorador más atolondrado de los caminos místicos. No adelanté un paso ni me alcé del suelo una pulgada. Tamaña ambición de sublimarse no se ha visto pagada nunca con más irritante servidumbre a lo presente y contiguo. De esos fracasos salía la percepción aguzada, más capaz y alerta, y los sentidos más voraces. Si era en la celda, me quedaba el resto de las horas inmóvil delante de los libros, filtrando gota a gota la represa enorme del tiempo. El tañido del reloj del monasterio, al caer las ocho, levantaba al colegio de su sepulcro. Portazos, voces, pasos de gentes. La atención se distendía. ¡A cuántas esperas angustiosas no habrán puesto fin aquellas campanadas!

Los frailes, haciéndome buen cristiano, no pudieron contagiarme la tercera virtud, la más entrañable. Una sola poesía cabal. Nombré caridad a ciertos sentimientos de rara bajeza. La ternura, la efusión de convertido, fueron no más espanto de bestezuela acoquinada por la evidencia de su infortunio. Me poseyó la emoción del riesgo; el egoísmo asustadizo dio suelta a su temblor. Domado el alboroto primero, quedome una verdad fría grabada en la mente y troqué la inspiración interna por la disciplina recibida de fuera. No más alzamiento explosivo de los afectos, pero una pauta angosta para encajonar la vida sin aquiescencia libre. La verdad religiosa me subyugaba —por razón de autoridad y del consenso ajeno— con el vigor de las verdades prácticas sacadas de la observación personal. También era verdad que arrojándome por la ventana me estrellaría o que me ahogaría si me tiraba al estanque; fuera insensatez no atemperar a tales verdades la conducta. Me sometí, renca la voluntad, a contrapelo del gusto. La inteligencia, esclava; las pasiones, segadas en verde; observante, por prudencia humana: tal fue mi arte. Aceptar el credo por molicie me sabía a corrupción. De ahí mi aborrecimiento de las amplificaciones sentimentales y de las digresiones poéticas de algunos libros edificantes. En el refectorio, viniendo del silencio de la celda, acaso me tocaba leer desde el púlpito unas páginas de El Genio del Cristianismo (sin René), cuando no eran de Fabiola o, caso peor, de Las ruinas de mi convento. Tolerables los romanos de Wiseman, por caer yo de nuevas en esas evocaciones pintorescas, Paxot, el lacrimoso, me daba náuseas y mucha fatiga como rodeo sin término la amenidad de Chateaubriand. Las campanas…; el peregrino que retorna a su aldea y halla rejuvenecido a su padre…; la elegancia de las ruinas… ¡Si se hubiera tratado de eso! Placentero arbitrio ¡pedir inspiración católica a los robles! Chateaubriand se quedaba lejos del foco de la creencia y de su hálito candente como el solano que asura las mieses.

La escisión se consumó; viví a lo hipócrita, administrándome la seguridad falsa de haber extirpado lo inconfesable. En ese punto tan bajo de la depresión, no es posible estimarse menos. Falta valor para mirar cara a cara los designios solapados que se van superponiendo y, mezclando, y acaba uno por no saber dónde está la mentira ni la verdad. Es vivir en una suspensión cuaresmal harto triste y prepararse no sé a qué: acaso a perdurar en la timidez, en la reserva. Pero la insinuación primaveral, el simple descuido de ser joven llegan irresistibles. En el refugio vespertino de la basílica —el altar sin pompa, sin devoción el alma—, el llamamiento atronador del coro rebota en las bóvedas; nos doblega. El puro azul asoma en las vidrieras altas de la cúpula. ¿Qué sugiere? ¿No es mejor renunciar, que hagan de nuestras vidas a su antojo, estar en paz siempre…?

Al salir de la basílica, por deprisa que fuésemos, el azul, sorbido por la noche, ya no estaba.