Más allá del espanto, abordé en una tristeza grave, gastada la primera turbulencia de la pasión en ejercicios cotidianos, dispuestos para desbravarla. Fue también discernimiento, no sé si diga astucia; de fijo, un adelanto en mi aprendizaje, pues vine a enfrenar el abandono. Restañé el afán de tocar en lo absoluto: ver enfriarse la generosidad, me dio lástima. Aprendí que mi desbarajuste se correspondía con otras experiencias, muy añejas, disecadas ya, articuladas en ideas; como si en el hervor de la vida me careasen con mi esqueleto. En fin, los albores de paz trajeron visos de desengaño; abdicaba una pesadumbre grandiosa, como si toda magnificencia me estuviese vedada, en el temor o en la esperanza, por mi flaqueza.
No me precio de haber devorado en lo religioso una vida excepcional pero sí violenta en su cortedad y prematura; aún no desdeñaba los juegos infantiles cuando el susto de ver que me convertía me aterró. Mi originalidad en lo religioso es poca, o nula. He ido por donde el vulgo y a remolque de las circunstancias, o dígase de otras pasiones, que acaso hayan vivido a expensas de mi capacidad religiosa. Ni estoy muy instruido en esa esfera; si comparo el número, la calidad de mis experiencias con los ámbitos sin fin que otros exploran, conozco lo incompletas que son. La indolencia expectante con que suelo mirar las cosas del mundo y que en todo me retiene, quizá me ha privado en lo religioso de una estofa rica y tupida, dejándome en desgarradora soledad para el combate con un dios personal, sin la presencia difusa de lo divino y su perenne auxilio, que otros describen. Por indolente me arrebató de sorpresa en su remolino un delirio religioso, una manera de persecución apasionada del más allá y de preverlo en formas sensibles, sin poder evadirme de su contemplación ni de la angustia sofocante de contemplarlo; esa pasión me golpeó, me machacó, tomándome sin defensa, antes de saber yo siquiera que tal pasión existía ni cuáles eran sus síntomas ni su cebo.
Tenía yo en Alcalá un confesor elegante que me saludaba en el confesionario con palabras corteses, me daba tironcitos de orejas y tras de gastar algunas cuchufletas, concluía por recomendarme que al volver a casa besase la mano a mis mayores. ¡No le habían quemado los labios con un ascua a este levita! Ni se pudría por los yerros de los hombres. Lo que atase y desatase en la tierra sería cuando más lazos de seda. Gracias a él no me ponían miedo las cosas de iglesia. Adquiridas no sé cómo ni dónde —entre faldas acaso— las nociones fundamentales, era capaz de repetirlas y de fijo las repetía en siendo menester, pero no tenían sobre mí más imperio que la geografía asiática o la lista de reyes visigodos; no habían pasado de la memoria. Llegaron misiones al pueblo. Estando en el gran colegio alcalaíno, vimos entrar en la sala de estudio dos curas, dos jesuitas, con sendos crucifijos en el pecho. La clase se puso en pie. Venían con el director a exhortarnos que asistiésemos a la misión aquella tarde; el director prometió por todos que asistiríamos. Temeridad mayor no la he cometido. Los mismos que nos prohibían salir solos y vigilaban nuestras lecturas o nuestros coloquios, nos dieron suelta donde soplaba el vendaval de las misiones, sin mirar que podía troncharnos. Estaba la Magistral tenebrosa; en las esquinas del sarcófago del gran cardenal, guarnecido de paños de luto, cuatro luces cadavéricas llameaban en lo alto de unos mástiles vestidos también de paños plegados, negros. No más alumbrado, fuera de las lámparas en las capillas. La turba anhelosa se apretujaba al pie del púlpito. En el raudal caliente de las palabras, en los acentos patéticos, reconocí al jesuita que nos había exhortado en el colegio. Predicaba del infierno. Amontonaba imágenes que al punto se encendían y fulguraban, como quien saca de una leñera haces de sarmientos para meterlos en la lumbre. De las gradas de la capilla mayor se despeñó un prójimo voceando «¡Eso es mentira!». Repuesto de la sorpresa el jesuita atacó al incrédulo; descargaba tajos de retórica tremebunda, a todo evento y al montón, ya que no era posible hacer puntería en lo obscuro. Con sus denuestos acalló los gritos y sollozos de las mujeres y se remontó victorioso, cerniéndose sobre el auditorio impregnado de su emoción misma. De pronto sentí que todo eso iba conmigo por modo personal y exclusivamente; el jesuita vociferaba mi historia secreta. Una mano saldría de las tinieblas y asiéndome por los cabellos me levantaría en alto, para que todos supieran de quién se hablaba. El horror venía sobre mí. Algo iba a ocurrir que yo no quería que fuese. Me resistía. ¡Oh! ¡Si cerrar los ojos hubiese bastado! Busqué asidero; quise durar más en la vida de entonces —¿no era aquello irse muriendo?—. No pude; rodé al precipicio; lo que no podía dejar de haber sido, fue. «¡Que Dios os toque en el corazón!», clamaba el jesuita. No lo pidió en vano. Con un vuelco de las entrañas me deshice en tantas lágrimas, que al volver a casa me escondí porque no advirtiesen las huellas del llanto.
El régimen de El Escorial en las devociones captó esa vena, y fue sangrándola; cardó la pasión, dejándola presentable y dócil, de agreste que era. Al convertirme no di en beato, no me comía los santos ni rezaba apenas. ¡Qué más oración que esa llama y la resolución del alma implorante para entregarse en el momento actual, sin esperar al que sigue ni precaverse con sacrificios y preces! Quería forzar lo pasado, enmendarlo; escardar en la conciencia lo corrompido; y no pudiendo, desde la aspiración a crear un ser nuevo caía en aborrecer el antiguo. Los frailes me volvieron a la razón por sus pasos contados. Me explicaron mis creencias; me miré en otros ejemplos; supe lo que podía esperar y temer; algunas congojas se desvanecieron. La asistencia en tantas misas, rosarios, confesiones, los ayunos, las vigilias, me habituaron a la religión reconciliada con la vida, como parte de las costumbres que tiene su hora, su medida y su término. Efecto notable del hábito fue curarme de aquella niñería de la pureza absoluta, del rigor intransigente que pedía mi lógica destructora. Una criatura visitada por la gracia no podía menos de querer morirse al punto, y si la muerte no llegaba ir en su busca, como los niños mártires de Alcalá fueron a que los descabezasen. De ese pensamiento vino mi repugnancia por la medianía y el susto de un fraile oyéndome decir con heroísmo desesperado que prefería condenarme desde ahora a ir todos los meses, por reglamento, a confesar los mismos pecados. Entre el infierno del réprobo y la vocación del mártir admití la realidad humana de vivir a trancos, como se puede, cayendo aquí para levantarse allá; en fin, en un alma de niño despótico, inexorable, se insinuaba la misericordia. Mis creencias echaron raíz; la sensibilidad se irritó menos. La mente adquirió el concepto del deber; perdí la intuición dolorosa de haber marrado mi destino. Tuve más ideas, menos amor.
De dos estilos de apacentar almas que conocían los frailes —el uno terrorífico, opresor; calmante el otro—, acabé por abrazarme con el segundo. «Todavía ayer —contaba en una prédica el padre Uncilla—, un moribundo me preguntaba entre estertores: ¡Padre! ¡Padre! ¿Me salvaré?». Así corría el primer modo. El padre Uncilla, que lo usaba, era barítono, buen mozo, de nobles facciones y ojos grandes, tranquilos. Con ser muy benigno y apacible, en poniéndose a catequizar se templaba en el rigorismo desesperante. Algunos acentuaban con tal dureza la dificultad de llegar salvos a la otra banda, que nos persuadían sin proponérselo la desconfianza, y gran desmayo. Modo sedante, el del padre Valdés. Severo de sobra era el porte de este fraile, el más afrailado y temido de cuantos entendían en nuestro gobierno. Jamás fue familiar ni comunicativo siquiera; recuerdo su sonrisa como suceso notable por su rareza: sonreía a su pesar, violentando su gravedad, y no tardaban sus facciones poco graciosas en absorber y secar el rocío de la sonrisa. Era por ventura más inteligente o tenía más experiencia del corazón que sus cofrades. Riguroso en el aula y en los claustros, dulcificábase en la capilla. No escaldaba las almas con el terror ni las forzaba a optar entre el heroísmo y la perdición; pedía buena voluntad, no más; inculcaba la certidumbre de que el esfuerzo más humilde no quedaría estéril y sin pago. Pese a su frialdad, rendíase a la ternura delante de ciertas obras cumplidas por la religión. Un domingo de abril estábamos tres en el patio viendo los chorros gruesos de la fuente subir y descogerse en moños de plata, cuando el padre Valdés, que se paseaba leyendo en su breviario, se nos acercó. Veníamos de la capilla. El espíritu pudiera competir en fresca tersura y novedad con el día; el cuerpo estaba en la feliz desazón que engendra un apetito violento, a pique de saciarse: era inminente la llamada para el desayuno.
—¿Habéis confesado y comulgado? —nos preguntó.
Contestamos que sí y estuvo un rato mirándonos.
Clavándome los ojos me dio un golpecito en la mejilla y exclamó:
—¿Entonces estás en gracia…?
Se le saltaron las lágrimas y se alejó sin añadir palabra, volviendo despacio a sus rezos. Tras de esa efusión no me adherí más que antes a la persona del fraile, pero me aficioné a su templanza que me aliviaba del peso de lo irremediable y del espanto. Si hasta allí había buscado en vano la reparación descomunal que me restituyese la paz, comencé a gustarla en percibiendo que nada se restituye ni se restaura. Hice buenas migas con esta miseria: soslayar la tormenta en vez de arrostrarla, irme por caminos de travesía, acomodarme con deformidades morales apartadas de la rectitud absoluta en que consiste el deber. La etapa en que iba entrando me parecía un fraude, dadas mis fuerzas, bastantes para más; y una fuga, pues desoía las voces de lo alto. Arrollé esos reproches. Estaba rendido. Quise descansar en una paz de esclavo. Paz sin gloria, de esperanzas humildes, profundamente afligida. Aún zumbaba la resaca de mi conversión precoz.
Llegaba la declinación de una borrasca sentimental, punto gustoso: el ánimo al recobrar la serenidad se mira en la zozobra que va huyendo y en la paz que apenas llega y tasa con más juicio el propio valer, los vaivenes pasados. El hombre que exprime ese zumo de la madurez se alegra en su sosiego apacible; se alegra con moderación porque ha aumentado su sabiduría. Con calma podía yo mirar el espantable alboroto de mi conversión; pero mi madurez era sin humorismo. El lastre de las creencias pesaba demasiado. Mi pasión podía haber sido fuego fatuo, viento, nada. Mas no quedé libre al volver al suelo. Esta aventura no se ganó como la del Clavileño con sólo intentarla. Proseguiría hasta el fin, pero el fin, ¿dónde estaba?