IX

De los solaces profanos que aportaba Carnaval, el más relevante era el teatro, concesión al espíritu del siglo reiterada en otros días de marca: el santo del rector y la Conversión de San Agustín veían también alzarse el tinglado en la sala del billar o en el claustro bajo, que entonces el templo de la musa aún no había echado raíces en el colegio. Sólo un año vi conmemorar a Santa Mónica con toros embolados: dos becerros de muerte lidiamos que, contra todas las previsiones, en efecto murieron; desastradamente, pero murieron. El suceso de la corrida, desaprobado por los frailes más rígidos, no se repitió. Por venir sin sangre ni estrépito, el teatro parecía inocuo contra la disciplina; no derogaba el orden. Una laxitud gustosa sobrecogía por momentos a los entrometidos en esas fiestas sin sabor, donde todo pasaba en emblema y por símil, decente pero vana cautela contra los desmanes de la imaginación. En este Saint-Cyr para donceles, puesto como el de la Maintenon devota bajo un patrocinio egregio, Carlos Arniches suplía a Racine. No supimos de «Esther» ni de «Athalie». Íbamos con el gusto callejero, que no se templa en lo sublime, porque en su día nos fuese menos agrio el descenso al mundo donde nos destinaban a brillar. Rehicimos el repertorio de Apolo y otros teatros de su jaez. Sin retoques, apenas. Nos permitían simular en las tablas la diferencia de sexos, franquicia nunca gozada por los impúberos del colegio de segunda enseñanza. Muchas veces vi a esos desventurados representar zarzuelas en boga; mudábanse en hermanos los amantes y los coloquios de amor en epístolas de dudoso sentido, repugnante insensatez de que sacaba provecho burdamente nuestra malicia. En la Universidad no sufríamos tanto desdoro. Había jovenzuelos esbeltos y pizpiretos especialmente aptos para los papeles de primera tiple; y quien juntaba a la crasitud precoz una dicción reposada, hallábase en potencia de advenir a dama de carácter. La recluta del coro hacíase por leva de chillones. Metidos en el aula del piano, tratábase de concertar lo mejor posible el desacordado vocerío de tanta laringe virginal. El pianista era un estudiante pontevedrés, zumbón, sentimental, cacique de una pandilla de colegiales, a quien acertó a inocular la morriña galaica. Muchas tardes del curso, acabadas las clases, daba pábulo a su mansa tristeza arrancando al piano hora tras hora muñeiras y alboradas. Tres o cuatro de sus compinches le asistíamos en el rito. La música lánguida y el acento quejumbroso de las canciones, que eran como unos lamentos y unos ayes, nos metían el corazón en un puño. Mirábamos por las rejas a la Lonja, árida, sola; venía del monasterio el clamor de las campanas, sufragio por algún rey podrido en los sótanos; nos enternecían añoranzas vagas. ¿Añoranzas de qué? De otros días sin saciedad, de otras prisiones, de otros deseos marchitos sin arribar a colmo. O era más bien que el albedrío, agazapado en lo obscuro del alma, donde vivía sumiso pero en rebelión latente, empollando la irrefrenable voluntad del desquite futuro, se quejaba. ¡Nos prometíamos ser tan felices en saliendo de allí! Y con abandonar a la coerción externa del colegio lo más de nuestra vida, sólo vivíamos realmente por los tesoros de soberbia que acertábamos a poner en salvo en aquel figurado escondrijo.

No sé qué día entró en el aula del piano el padre Florencio. El galleguito dejó de tocar y cantar. Todos se pusieron en pie. Yo leía el Madrid Cómico, junto a la ventana. El padre Florencio me pidió el periódico y hojeándolo paró la atención en un artículo; apenas leyó las primeras líneas, una sonrisa acerba le descubrió los dientes amarillos y grandes como los de una mula y con saña rasgó el papel en cachitos, diciendo al despedazarlo: «¡El señor Sinesio…! ¡El señor Sinesio…!». Para un mozo que se creía superior al padre Florencio, e incluso (ya he mentado nuestra soberbia) al «señor Sinesio», la humillación fue terrible. Además, me indujo a error; tardé algún tiempo en descubrir que ese ingenio no era el vicario de Satanás en la tierra.

Maestro concertador era el padre Rafael, ahijado de Euterpe, de quien recibió en la cuna un violín famoso. Muerto el padre Aróstegui, un vasco que por las hopalandas negras, la talla ingente, la sonrisa enigmática y el casco blanco de la pelambrera se parecía a Merlín el encantador, rasurado, el padre Rafael se alzó por decirlo así con la monarquía de la música en el colegio. Era en la ejecución poderoso brazo. El violinista Monasterio nos visitó cierto día. Reunidos en la rectoral frailes y alumnos, pedímosle que tocase alguna cosa. Trajeron el violín del padre Rafael; Monasterio nos regaló con una pieza superferolítica, ¡Adiós a la Alambra!, que nos dejó pasmados. (Algunos frailes propalaban que Sarasate era mejor ejecutante porque tenía los dedos muy largos, pero que Monasterio tocaba con más sentimiento). El maestro, al terminar, parecía sudoroso, y soltando el violín exclamó:

—¡Es un violín de coracero!

El padre Rafael sonreía, cortado. Era angelical, suave. Se le ha de ver en el Empíreo entre las Dominaciones y los Tronos arrancar a brazo partido de su violín de hierro los láudes del Señor.

El padre Rafael profesaba principalmente Derecho Civil. El año que anduve gateando por esa robusta rama del árbol de las ciencias jurídicas, el buen padre, en vísperas de Carnaval, me administraba dos veces al día su magisterio: de mañana nos desojábamos sobre los códigos; por la tarde nos enseñaba de oído la música de Los Africanistas. Más numerosa caterva había de amaestrar el padre en los ensayos de la zarzuela que en la lección de derecho; pero con harto menos trabajo nos agenció en la escena laureles que se malograron en el aula. A su curso asistíamos seis o siete veteranos supervivientes de aquella generación que vio galopar a la yegua «Peonza» por el ámbito de la clase de metafísica. Ya la vida del colegio no tenía para nosotros secreto alguno. Afrontábamos los deberes y la agobiante rutina de cada día sin empacho ni alarma, sin premura, con el aplomo y el desembarazo pertenecientes a la madurez. Aunque tan mozos aún, en el orbe minúsculo, escolar y frailuno, de nuestra vida, hombres maduros éramos, en un todo al cabo de la calle. Desde el primer día el padre Rafael nos convocó en su celda. Sopesamos el libro de texto. No tardé en advertir que a todos nos aguardaban las mismas sorpresas. Nació entre el padre y nosotros una suerte de compañerismo con que se templó el respeto, encendiéndose más y más el primero y tierno afecto que por él sentíamos. Le quisimos fraternalmente; era un hermano mayor, sesudo y bueno, enriscado por las sendas escabrosas de la virtud y del estudio, mientras nosotros triscábamos en los pradecillos de la holganza. Vivo en los modales, atropellado en el habla a causa de un conato de tartamudez, era en la apariencia brusco, máscara de su corazón mansísimo. También nos quería entrañablemente. Y aunque de tarde en tarde arrojaba fogaradas de esa cólera estéril, tan divertida, con que los hombres mansuetos pretenden recuperar fuera de tiempo el predominio que se les escapa, harto se echaba de ver su desmaña en el enojo, movimiento desusado de su ánimo, y que le angustiaba y desolaba el enfadarse, como amarguísimo cáliz. En torno de la mesa de su celda disipamos en charlas amistosas la mayor parte de las mañanas de un invierno. Yo empleaba el ocio en darle tajos en la cabellera a la estatuilla de Schiller, de plomo, encaramada en la escribanía. Tesoros de paciencia monacal gastaron otros en cubrir de letreros y figuras el centro de la mesa. Quedaba margen amplio para el buen humor. En llegando a clase, alguien solía extraer del bolsillo una alcayata descomunal y un mazo y la clavaba donde le venía más a mano, fuese pared o estante, cerco de la ventana o marco del biombo. Luego colgaba gravemente la boina en la alcayata. El padre Rafael mirábale mohíno, acabando por encogerse de hombros. Cierto día llevé a clase una varita con la que de alguna manera debí de molestarle. Me ordenó tirarla y me amenazó. No obedecí. Volvió a amenazarme; volví a no hacerle caso. Se puso en pie y asiéndome por las muñecas me forzó a soltar la vara, arrojándola luego en pedazos a la carretera. Al otro día aparecimos con variedad de armas: un mazo de polo, un machete cubano, un revólver. Nos sentamos.

—¿A dónde vais con eso?

—Es para defensa de nuestros derechos, padre. Si vis pacem

Esa vez —la única— nos arrojó de clase. Por nuestra corta ventura, el tiempo, corriendo más veloz que nuestros estudios, nos abocó al final del curso sin haber hincado el diente a la mayor parte del texto se alarmó el padre. Luego de averiguar cuántos días laborables restaban, dividió por su número el de páginas del libro no leídas aún. Cúpole a cada jornada treinta y cuatro páginas. A paso gimnástico dimos con nuestros caletres en la que, parecía meta inasequible: «Fin del tomo cuarto y último», no sin vomitar a diario sobre la mesa de la celda leyes y escollos en jirones, restos indigeribles de la bazofia engullida en pocos minutos, y no sin que el fraile nos arrease también a diario con la misma seña: «Ya sabéis, jóvenes: para mañana, las treinta y cuatro páginas siguientes».

En la lección de música, el padre empuñaba una batuta de papel y juntos echábamos el bofe cantando al unísono la zarzuela de tanda. Quienes habían visto la función en Madrid, nos socorrían con advertimientos saludables. En un plazo también fatal era menester dejarlo todo a punto. Una tarde cortamos el ensayo para asistir al entierro de un niño que murió en el colegio de Alfonso XII. Llegamos ya anochecido al Campo Santo; pusieron el ataúd en el tumbillo y lo destaparon. Vimos al colegial muerto, aterido en la caja. Bien cantado le dimos tierra y a más andar tomamos la vuelta de la Universidad azuzados por el frío. Otra Vez en torno del piano —no se podía perder tiempo— nos pusimos a trabajar vorazmente; machacábamos con furia en un estribillo jacarandoso y nos sonaban en el oído desgarradores acentos. Nuestra música se enzarzaba con la salmodia de los curas. Repetíamos al borde de la fosa abierta de súbito en el comedio de nuestras fútiles diversiones un cantar chocarrero, impregnado ya en desconsuelo para siempre, como ya para siempre el pobre muerto no iba a tener otra manera de representarse en nuestro ánimo sino los oficios de un ritmo bufo con sus memorias del Campo Santo y del viento que azotaba las tapias llevándose a tiras el responso, y de una faz afilada, de una frente opaca bajo el remolino de cabellos negros donde se había helado el sudor, y del viso de una pupila empañada, en la hendidura de los párpados entreabiertos.