El retorno puntual de la cigüeña nos valía la tarde de huelga que con la Candelaria y San Blas inauguraba febrero. Como señal de fiesta la llegada del ave sólo cedía en importancia al asueto de las Candelas, no al de San Blas, a quien de año en año se respetaba menos. Puedo decir que he visto desvanecerse una tradición escolar pura. ¿Sería San Blas uno de los santos coevos del arte románico que, como San Millán, San Martín, San Facundo, tuvieron clientela hace ocho o diez siglos y hoy apenas conservan alguna? ¿O será más bien un santo de cabeza de partido, un prestigio local? Me inclino a este parecer. San Blas fue un diosecillo rústico, un dios-límite entre heredades, erigido cabe una haza candeal, en tierra abierta y reseca, y sin tacto con los húmedos genios forestales; áspero como el cascabillo del trigo, y tozudo —de que es buen testimonio el proverbio—. Los labriegos de teatro llamáronse Blas; y todo Blas se asfixia donde no llegue el olor del ajo crudo. En el colegio, los nacidos en tierras cereales, que es decir sin ensueños, sabíamos quién fue San Blas, pero los cortesanos, los montañeses y los ribereños del mar ignoraban su virtud y hasta se reían de su nombre, de suerte que los procuradores de su fiesta tradicional hablaban un lenguaje incomprensible para los otros. Yo era observante, lo confieso. Del pingüe patrimonio universitario de Alcalá todavía formaba parte principalísima en mi tiempo la festividad de San Blas, guardada en escuelas y colegios por herencia de las aulas ildefonsinas; otros rastros menos profundos habrán dejado tras de sí. Los editores de la Políglota fueron a buscar ciencia lejos, pero en los usos se amoldaron el rito local. Instaurar la vacación de San Blas en los claustros alcalaínos fue contagio dimanante de la gran villa de Meco, que a simple vista levanta la mole de su iglesia al borde del alcor y se asoma al valle donde el Henares decrépito, carraspea y dormita. En Meco tuvo San Blas culto solemne y romería y de ella nos llegaba a los mozalbetes alcalaínos unas rosquillas coruscantes, de enrevesada estructura, sacada tal vez con mazo y escoplo de una tabla de pino barnizada. Procedíamos como si el santo fuese natural, quién sabe si vecino, de aquella villa; yo tenía una representación concreta del personaje por una imagen suya venerada en casa de mi abuelo, imagen de talla en madera, embadurnada de almagre, rostro de simple, cabellos lacios sobredorados, rozagante vestidura, y por pupilas dos abalorios negros. La imagen me sirvió para personificar las historias sobrenaturales aprendidas en la niñez y de blanco en mi rebeldía cuando, sin ser gigantes, otros mocitos y yo hicimos la primera tentativa de escalar el cielo: barrenamos al santo por el ombligo, le pegamos a los labios un cigarrillo de papel y le vaciamos los ojos. Nos espantó sobremanera ver el desacato impune.
Febrero, pues comenzaba bajo auspicios tan prósperos, era clemente: la cigüeña abría a picotazos un desgarrón en el toldo parduzco que nos velaba el cielo; prendidos en los riscos quedaban rebocillos de bruma que marzo no tardaría en barrer. Gustosa paz la de esos primeros días de calma, días que ya entretienen el paso y se demoran en el llano antes de morir, dejando a El Escorial en la quietud sollozante de sus tardos crepúsculos: los picachos sin su oro, las pizarras apagadas, la Herrería en sombra, mientras arde en la raya del horizonte la pira bermeja del caserío de Madrid. Don Carnal y doña Cuaresma disputábanse nuestras horas; mejor aún: libraban en nuestro corazón su batalla sin término. Cebo único de nuestros ensueños era el remedo de los holgorios distantes; pero las fiestas del colegio, tan pueriles, apenas podían servir de asidero. Cuantos se hallaban, a los quince años, propensos a estar tristes sin motivos, iban a naufragar en el oficio de vísperas, hora en que la basílica nos recibía con insólita suavidad y sin confortarnos adulaba al ánimo atribulado por deseos sin nombre.