VII

Sentado de espaldas al jardín en la baranda de la Galería de Convalecientes, el padre V. decoraba con ruda prosodia versos abundantes en aparecidos, cánticos penitenciales, procesiones de esqueletos y otros arbitrios de ultratumba. Lugareño era, encendido de color, atlético; la voz cavernosa, el mirar tranquilo, los modales poco adelantados en sus pretensiones de finura; el porte encogido, de mozo trasplantado en sociedad mejor que la suya, con cierta vergüenza honesta o quizá despecho de verse orondo en la flor de los años, lejos del tipo de fraile macerado por el ayuno. Su modestia soportaba con apuro el don de la salud rebosante y de las buenas carnes y hubiera preferido recatar esas gracias excesivas que rompían el canon monástico y eran piedra de escándalo —hipócrita escándalo— de los libertinos. Los colegiales le zaherían con alusiones tocantes a la bucólica; llamaradas de fuego le abrasaban la faz, de por sí ruborosa. Dolíanle esas burlas, no por certeras sino por injustas, y se esforzaba en demostrar que no vivía esclavo de su vientre. Sólo trataba cosas graves. Parco en palabras, temeroso de comprometer su autoridad, las que decía decíalas puestos los ojos en el suelo, con el púdico embarazo de un novicio. Sin la desenvoltura de algunos ni la llaneza de casi todos sus correligionarios, descollaba por tímido, ya lo fuese de verdad, ya lo pareciese no siéndolo, por el contraste entre su mónita y lo que prometía su estampa: siempre creía uno estar viéndole arrojar los hábitos y acudir en mangas de camisa, con desaforados ademanes y voces, a tirar a la barra en la plaza del pueblo, o, restituido a su aldea, en la fuga de la trilla, arrear con blasfemias robustas a las mulas. Encerrábase en tal corpacho un alma impresionable: en la sazón que digo, el padre V., al recitar versos sepulcrales, traducía con medios de prestado sus emociones del momento. Sobrecogido de pavor vespertino, elevaba los brazos, agitaba las manos, fruncía las cejas, violaba el ritmo de los versos arrastrando las cadencias sonoras, pero no se atrevía a levantar la voz. Aún nos asaltaban el sentido restos vagorosos del mundo en trance de extinguirse. Del jardín quedaba el aroma de los bojes, del convento el fulgor que exhalaban las celdas, del estanque un destello sin foco. Sensaciones dislocadas, tenues, residuos del naufragio del día en el mar del silencio. A tales horas, en las cocinas del pueblo del padre Y, se habla de ajusticiados, de apariciones de muertos. De lo mismo trataba el fraile. Daba a su recitado acento misterioso; al conjuro de su voz amortiguada, la fábrica de San Lorenzo se poblaba de sudarios fosforescentes, de clamores del purgatorio. Pero las ánimas que aducía el padre eran de muchas campanillas: ánimas de emperador, de reyes, de teólogos. El padre recitaba en la Galería de Convalecientes el Miserere de Núñez de Arce. El influjo de la noche, el del convento, la aprensión de la muerte, desataban sus emociones y no pudiendo ya meterlas en los cauces de aquellas consejas gustadas en la niñez, se acogía a formas poéticas más altas, pertenecientes a su espíritu enriquecido por la clericatura.

El padre V, con sentimientos tan simples, abundaba en la interpretación del monasterio más accesible, por venir urdida en ideas que entendíamos muy bien: muerte, expiación, eternidad. Esas nociones tocaban tan en lo íntimo de nuestra vida y nos acompañaban ya desde tanto tiempo y de continuo, que no nos parecía haberlas adquirido siendo de alguna edad, sino con la existencia misma. Ellas prestaban a nuestros pensamientos y acciones resonancias profundas. Ellas nos hacían entender la repercusión del acto personal en lo infinito. Sobre todo por la certeza del castigo, la conciencia advenía a dignidad mayor, temible, pues hallándonos adolescentes aún, casi niños, con responsabilidad reducida ante el mundo que en mil modos nos amparaba, en el fuero íntimo era menester soportar aquella voz tonante, que no sé de dónde venía, y estar así solos, sin refugio posible. La formación de una conciencia culpable nos emancipaba; envejecía el alma, adelantándonos en la vida más de lo que aparentaba la edad, y nos consagraba internamente hombres. Copioso repertorio de Imágenes teníamos para representar la marchitez del alma: reducíanse todas al intento de figurar la vejez prematura. Arribar el espíritu a súbita madurez por la experiencia personal de la caída, daba espanto; fuera mejor desandar lo andado, detenerse en la puericia. ¡Ah! ¡La melancolía del mozo si se persuade que ha mancillado el ampo de su vida! Imagínase haberla consumido en un instante; quédale por hijuela la pesadumbre de echar de menos lo que pudo ser y no fue; padece la pena de sentirse personalmente arrojado del Paraíso. Pero en la insinuación de la culpa, signo de hombría, cobrábamos grandeza; más de una vez, dejándome adoctrinar pensé: «¿Cómo puedo yo hacer tanto mal?». Esta magnífica tentación me revelaba el reducto, inexpugnable por el castigo, donde asisten el desquite y la fatigada gloria del rebelde que se aferra en su daño y nunca pide perdón. Conocía yo muy bien el número que tiene la soberbia en la tabla de los pecados capitales; conocía sus facciones. En viéndola asomar, me humillaba: «¡Si eso puedes, no es por ti, es por Él!». Renunciaba a saber, y al exhortarme a acatar un poder infinito, cerraba de grado los ojos temiendo descubrir en el fondo del corazón fibras inquebrantables. A otros, la capacidad para el mal los enloquecía. Estaban como en carne viva; un soplo les hacía chillar. «De judas a mí, ¿qué diferencia? —venía a decirme un triste, abrasado de remordimientos—. ¡Un grano menos de desesperación!». Desesperado y todo, vivía, sin osar fugarse por las puertas de la muerte, llevando presente el suplicio irrescatable que le destinaban más allá.

Hallé corazones cerrados a los terrores de la vida religiosa no sólo entre los incrédulos, pocos en suma, y entre los creyentes tibios (lo éramos casi todos), pero entre ciertos devotos que cumplían los deberes más impresionantes, con fría puntualidad: almas cuidadosas, tranquilas porque estaban en regla y se creían inscritas en el padrón de los elegidos. Los incrédulos no podían motivar seriamente su impiedad: no conocían lo bastante el hebreo ni el griego, el siriaco ni el arameo para criticar las fuentes de la tradición cristiana; su infidelidad, sin base filosófica ni filológica, era espontánea, selvática: «Verdaderos paganos —decían los frailes— como si Cristo no hubiese venido aún a padecer por ellos». Alguno entre esos pocos era sacrílego declarado, caso ejemplar, como la Providencia los escoge para hacer en su cabeza escarmientos milagrosos. Las profanaciones de que se jactaba producían más extrañeza que escándalo; tal vez por eso el milagro no vino, o por no desacreditar el colegio, o porque otros, ardiendo en creencias vivas, rescataban sus desmanes. El fervor religioso adquiría fácilmente en nuestra edad y con nuestros hábitos, giro de padecimiento. Por de pronto, nadie lo apetecía. A ninguno vi acogerse a las creencias en busca de reposo y de paz o de consuelo. Fuese lento el contagio o fulminante, la actividad religiosa procedía de una sorpresa de la sensibilidad subyugada por la evidencia aflictiva de las realidades de ultratumba. El poseído de esta visión echaba a su pesar por un sendero de ascuas y se incorporaba a la caravana lastimosa que iba numerando cuantos pasos la acercaban a la boca del infierno. Sin escapatoria posible: rondaba el pensamiento de la muerte, que a lanzazos metía en vereda a los fugitivos. El espanto tronaba en el umbral de nuestra vida religiosa: miedo de la carne a las penas de sentido con que nos amenazaba el azar imprevisible llamado a jugarse en nuestra última hora. Lo que es yo, para pensar en la muerte tenía el solo signo del perecimiento corporal, ya lo impregnase de dolor físico, ya lo adornase voluptuosamente con cándidas galas de víctima humilde, arregostada al sacrificio, y me gozase en merecer la conmiseración ajena; dulce anestesia contra un dolor imaginario. Mas nunca la muerte era acabamiento. Empezaba allí otro vivir, distinto del presente en dos modos: en carecer de libertad, en ser invariable. En este mundo terreno mi albedrío iba a entrar a saco; con tener fijos en él los sentidos, apenas presentía sus tesoros; descubrirlos era la promesa esencial de esta vida. No así en la otra. Y si nos representábamos la muerte a fuerza de apilar imágenes cadavéricas y apariencias lúgubres, de la vida futura sólo podíamos formar una perspectiva figurándonos sus tormentos. El puro concepto de lo divino era inabordable. Dios, en cuanto dejaba de ser el Señor bondadoso, de barbas níveas, que nos tuvo de su mano durante la infancia, se transmutaba en un triángulo con un ojo en medio. Del Paraíso estaban desterradas las complacencias sensuales, aunque no lo estuviesen del infierno las privaciones y los desabrimientos de igual orden. Lo más comprensible de cuantos motivos fundaban el deber religioso y que ponía en movimiento los mismos resortes impulsores de otras acciones en la vida, era el miedo al dolor. Sobre él soplaba vigorosamente la palabra catequista.

Quien se encendía en esa pasión, hallaba en El Escorial cebo para alimentarla. San Lorenzo: tabernáculo de la muerte, recordatorio de la agonía, yerta cámara de difuntos: cuanto en El Escorial es mortuorio, pía recordación, ofrenda y desagravio, entraba a pie llano en el espíritu trabajado por iguales congojas. La pasión que lo levantó era esa misma; entonces podía hablar de ella, describirla en otra alma, como si me interrogaran acerca del sabor de mi sangre o acerca de la onda que corre densamente debajo de mi piel y mantiene el cuerpo transido de calor.

Con más fantasía, hubiésemos demolido el monasterio para ordenar en otra forma sus piedras; hubiésemos hecho un obelisco, un túmulo. Variada la estructura ¿perdíase algo mientras subsistiese el propósito? El valor de la obra se desleía en la intención piadosa. Más pesaban el rey fundador y el cuidado de su alma que el arquitecto y su genio. Destino regio, encararse con la muerte recomendado por tan formidable máquina, e instituir un colegio orante que siglo tras siglo derrame sus preces sobre una fosa siempre abierta. Para que el tránsito sea todos los días actual y nos enternezca un dolor presente. Creo haber otorgado al triste rey arrecido en la vastedad de su gran iglesia y a los muertos de su linaje que imploran con él la piedad de los fieles, la limosna de mi compasión. En la gloria del grupo de Leone oran sus bultos majestuosos, se prosternan con mesura; son de bronce, y los cirios arrancan a los mantos rayos de oro. Pero en el haz de la basílica, en torno del túmulo negro, sus almas doloridas temblequean en la llama de las hachas y exhalan súplicas de paz. La liturgia fúnebre, que apenas se interrumpe, retrae las almas al momento de partirse de este mundo, las evoca, diciéndoles aquellos pungentes improperios recibidos por vez primera cuando su cuerpo se acababa de enfriar. No reposan. Arrastran en las cavidades de El Escorial una vida endeble, interina, en espera del olvido eterno, moroso en llegar por el rango que tuvieron. Quítense los cuerpos de esos anaqueles donde los tienen insepultos, déseles tierra, y en cuanto la tierra se los coma se apaciguarán las almas; y que el cántico funeral en la basílica se apague.