V

El rapto del espíritu en lo bello natural era un modo de arribar súbitamente a cierta felicidad donde cesaba la pugna entre la inclinación y la ley. Por vez primera el antagonismo se resolvía en mi favor. Triunfaba de todo límite, y al aprender a evadirme así de aquella vida estrecha, no cesé de alabar el tesón con que había mantenido mis esperanzas. ¿Vendrían gentes al mundo con sobrada capacidad de sentir, no más de para guardarla incólume en alguna mazmorra y gozarse solitariamente en ella, como el avaro recuenta sus riquezas estériles? La coerción externa, el comercio humano habían empezado a enseñarme quién era yo y a podar y mondar de sus brotes espontáneos mis impulsos. Privación dolorosa, pero interina; yo lo sabía. Tras de comparar la generosidad de mis sentimientos, tan bien medidos con las solicitaciones bellas del mundo, y la cautela o la álgida apatía de los bárbaros, lo que deduje no fue mi impotencia sino la indignidad ajena. A otros les convendría esquivar el dolor a fuerza de estar quietos y proclamar unas máximas destiladas de la cobardía y los desengaños; mas yo no quería admitir que hablasen en mi nombre las conciencias escarmentadas. El auge de mi vida sentimental era fenómeno nuevo. No pertenecía a ninguna experiencia anterior. Y esa fuerza pura, inorientada, yo sabría emplearla con el fausto y la dignidad pertenecientes a su grandeza y agotarla sin más norma que mi arbitrio… Pero antes sería menester sofocar las voces del miedo. Decían tanto mal de mi demonio interior que si me sorprendía a mí mismo contemplándolo y deleitándome en sus promesas, el pavor me congelaba la raíz del pelo, como si estuviese ya cautivo de un infortunio irrevocable. Eran de calidad vil los motivos que me determinaban, pues en último caso reducíanse a temer o no los resultados que me trajese la conducta. La razón más persuasiva que el antagonista acertaba a insinuar en mi conciencia era la del «amargor de los frutos de las pasiones», incitándome mansamente a precaver el chasco postrimero con no apartarme de la vida descansada en que consiste la ventura asequible. Mas no importa el sinsabor de los frutos, sino alcanzarlos en sazón. Me repugnaba inmolar la vida al remordimiento. Y la renuncia, tan alabada, y el desvío cerca de las emociones proscritas, no me aportaban tampoco la sedación ni la paz que me prometieran. Yo no tenía espíritu de sacrificio, ni humildad, ni el don de lágrimas; no podía zambullirme en el deleite de mi abnegación, que es un modo de consuelo, ni admirar mi heroísmo y suputar el premio; la acritud del corazón me forzaba a ser sincero: mi inhibición era el despego soberbioso de quien no se arriesga a sufrir chafaduras en el amor propio. En estos coloquios recatados, que abrieron sin notarlo yo el surco por donde ahora puedo remontar a los albores de mi vida moral, solía prestar a mi contradictor interno el asentimiento bastante para eximirme de su acoso; pero aunque no la nombrase, llevaba yo bien guardada la certidumbre de que todas estas cárceles se derrumbarían; y si aquel miedo infuso me dejaba, la alarma venía a sobrecogerme ante el rápido discurso de las horas, que pasaban sobre mí con levedad, sin dejar rastro.

¿Qué sortilegio me echaban el aire y la luz para sus pender mis diálogos y elevar el alma a ese punto en que se borran la acepción de bien y de mal y los deseos? Virtud de la contemplación, que lleva al aniquilamiento si la caricia en los sentidos nos hechiza y el pábulo del pensar, derretido, se evapora, dejándonos en quietud transparente, sin contornos, deshecho el dualismo vital de hombre y mundo. En tal desleimiento de la persona consistía a mi entender la sumidad de la vida; era, por el contrario, un modo de perderla, de abolir la reflexión, de no parar los ojos en la historia de hombre que empezaba a grabarse con dolor en la conciencia. Narcótico era, manantial de placeres puros, esto es, sin mezcla. Por gozarlos busqué cada vez más el tacto con la naturaleza. Pedíale la exaltación sensual que me arrebatase al pasmo ya gustado. No la encontré sumisa a mis antojos. Se entregaba cuando menos podía yo esperarlo. A veces, las más, era inútil mi solicitud. En vano daba yo suelta al raudal emotivo que artificialmente acertaba a suscitar: no se producía aquella unión misteriosa. Era tanto como acariciar a una estatua. Entonces mi capacidad amatoria se atenía puramente a lo concreto: ponderaba las formas, los colores, la proporción, los aromas, los sonidos, sin pasar a más. De tales contención y sobriedad, por las que fui enumerando los objetos y sacándolos de la masa donde antes estaban empotrados, vino el liberarme de la pavorosa impresión de mi pequeñez con que el mundo hasta allí indiviso me agobiaba. Me desembaracé de algunos sentimientos, incorporándolos en las cosas. Empecé a poblar el mundo exterior con engendros de la fantasía. Reiné sobre los seres y dispuse de ellos como de material para mis juegos, que no eran ya de niño. Hice solio de la ventana de mi celda, que daba a los Alamillos, y desde allí fui metiendo en las fuerzas naturales la intención de que antes, estúpidamente, carecían. Echaba sobre los cerros cogullas de niebla, si estaba triste; apagaba los ruidos del mundo con mantas de nieve; dilataba los cóncavos cristales de la noche cuando era mayor mi aliento; y si el mal humor me infundía propósitos malignos desataba los vientos rabiosos, dejándolos noches y días enteros correr por las pizarras y desgarrarse las fauces con los aullidos. Mi inspiración peor deleitaba a las señoras, y más aún a las hijas de las señoras 38 que a la puesta del sol cruzaban por los Alamillos, de vuelta del Paseo de los Pinos. Componía un cuadro con luz de ocaso y brumas sutiles y resplandor de lumbres de pastores, lejos, y humaredas densas enredadas en los árboles, y unas puntas de ovejas que volvían de la Herrería al colgadizo de la huerta a dar de mamar a los recentales. Olor de leñas quemadas, vaho de hojas en putrefacción, balidos lastimeros: todo estaba a punto.

—¿Os gusta? —decía a las damiselas.

—¡Oh, sí! ¡Mucho! —y ponían lánguidamente los ojos en las ventanas del colegio. Pero a mí me cargaba su excesivo amaneramiento y apenas las novias habían dado la última vuelta por el jardín, de un empellón sumergía el cuadro en las tinieblas.

Por esos portillos empecé a salir de mí mismo, y tal es la deuda más grave que tengo con El Escorial, o mejor, con su campo: en la edad de ordenar por vez primera las emociones bellas, me sobrecogió el paisaje. La obra humana, el monasterio, quedaba aparte, ininteligible, no sé si diga hostil. O lo admirábamos a bulto, sin saber muy bien por qué (acaso por su grandor), o veíamos una obra extravagante, cargada de intenciones anacrónicas, que no hacía presa en nuestra sensibilidad ni acertábamos a explicar según los modos de que nuestra razón iba aprendiendo el uso. Vislumbro el origen de aquella tendencia a mirar el monasterio como un error grandioso, no sólo en que el intelecto, viniendo más tardío, era incapaz aún de penetrar el secreto de esta obra, superior en dignidad —como del ingenio humano— a las obras naturales y de menos fácil acceso al espíritu que las sugestiones patéticas del paisaje; pero además en el encargo de contemplar el monumento dentro de su representación histórica, sobreponiéndole un valor de orden moral, significante, que postergaba su valor plástico. Pienso que así quedaba desconocido el monasterio, llevándonos a medirlo por el mismo canon que la expedición de la Armada invencible.

¿Pero qué hacer de esas experiencias mías ni cómo emplear los hallazgos, por mínimos que fuesen, fruto de mi actividad personal? Yo no sabía si estaba enriqueciéndome o si, más bien, era el rico ocioso que despilfarra sus tesoros. Lo mejor de mi vida no era sino vagabundeo, holganza pura, indisciplina, visto que desde el campo donde solía merodear, al cercado de mis obligaciones no había tránsito prevenido. De cuantos deberes nos imponía el colegio los únicos que prendían en realidades presentes en nuestro espíritu eran los religiosos, ya los acatásemos devotamente, penetrados de temor cristiano, ya suscitasen en algún corazón rebelde angustias mortales. Pero un hombre no tiene sólo el alma para jugársela a cara o cruz con el demonio. Tan claro es esto, que aparentemente gastábamos lo más del día en trabajar por ornamentarla, salvo que ese trabajo carecía de conexión con la vida superior del espíritu. Yo había visto en el presidio de Alcalá a los penados tejiendo Pleita. No puedo representar mejor mi estado. Un ser sin cerebro, una máquina, hubieran dado cima a nuestras tareas con más puntualidad y no menor brillantez que nosotros. De manera que para aligerar el trabajo maquinal, era útil enseñarse a hacer trampas.