En noche de invierno un colegial oyó golpes débiles en el tabique de su cuarto. Se arrojó de la cama, a medio vestir pasó a la celda contigua, que era la de un fraile. Halló al padre incorporado en el lecho, envuelto el tronco en una manta. Sobre la colcha yacía un libro abierto. Con voz mustia el padre le dijo:
—Socórrame, por Dios. Me he quedado frío leyendo y no puedo desdoblarme.
Le ayudó a estirarse. Llamaron al enfermero. Fray Marcelino, lucio y sonriente, acudió con unas friegas y el padre cobró un poco del calor que le negaba su pobre sangre. No fue corta nuestra algazara cuando al día siguiente, en cátedra, el mismo fraile nos contó su apuro. Era, en efecto, de inverosímil flaqueza, macilento de color y de ánimo, y más de una vez creímos que moriría así, destruido por clima tan rudo. La sonrisa amarga que de tarde en cuando se desperezaba por entre sus barbas densas de cuatro días, y aquel mirar de carnero triste con que acompañaba la relación de su penuria, le hacían, más que lastimoso, repulsivo. Tenía un pronto desapacible, agrio quizá; antojábase hombre de rigor y esquinado; en el fondo sólo era exánime. A este fraile en cecina llamábasele en el colegio «la Pescada». No sé si vive o está muerto. Es probable que el ventarrón de El Escorial lo haya arrebatado, y se halle, nuevo Elías, vivo en otra esfera.
Dos años arreo me tuvo ese fraile bajo su laxa férula. El achaque de sus dolencias servíale para escurrir el bulto como un estudiantillo disipado. Todavía al profesar el derecho canónico, el peso de su reputación propia le obligaba a contenerse. Teníanle sus correligionarios en opinión de canonista de muchísimos quilates: nunca le oí sino parvas glosas de un texto raquítico; pero era asiduo y grave, y se echaba de ver que había leído unos libros mucho más gruesos que nuestros pobres libros. Premioso en el discurso, no más suelto de lengua, al empezar a salirle de la boca los períodos, despacio, reptantes, entablillados con muletillas y apoyaturas, parecía como si se le volviesen hacia dentro, y los mascullaba, tornando a proferirlos entre náuseas, mientras movía la mano flaca que le colgaba con desmayo de la muñeca, como un trapo pendiente de un asta. Usaba sin tino de los adverbios de modo: «El Concilio de Nicea, que generalmente se celebró el año de tantos…», solía decir. Entre su saber incomunicable y nuestra desgana, quedaba una zona muerta que ninguno intentó salvar. Andábase por ella el padre musitando cánones con respeto, con unción y poseído de religioso temor ante una materia de tan augustas concomitancias.
Sellamos pacto de alianza con el fraile al curso siguiente, cuando vino sin pensarlo a regentar otra cátedra. El pobre, al pisar terreno nuevo, no supo dónde dar con sus huesos: se pasó a nuestro bando. Los simoníacos, Prisciliano, Trento, Letrán… son grandes nombres; pero la ley de Minas, las Diputaciones provinciales, lo Contencioso, entes de que sólo se trata en las oficinas públicas. Un mismo asco invencible nos unió, y puesto que habíamos de correr juntos aquella mala fortuna, resolvimos adoptar la postura más cómoda: la decisión tácita fue que nos ocuparíamos del derecho administrativo tanto como de las lluvias de antaño. Suspendimos el uso de bajar a las aulas, que eran muy frías: el padre nos convocaba en su celda, y haciéndonos sentar en torno de la mesa abría el libro de texto por el capítulo de tanda. Los alumnos proseguíamos a media voz el coloquio comenzado en los pasillos, o lo abríamos gravemente dejando caer en los silencios bien medidos alguna palabra dicha por la intención del fraile, que no dejaba de acudir al señuelo y la conversación revivía al punto por más de una hora. Nuestros temas, graduados en función de su poder aliciente, eran el tiempo, la política, la insurrección de Filipinas. La historia anecdótica de El Escorial, las glorias agustinianas y algún cuentecillo o chuscada traídos de Madrid por los escolares mismos, componían el picante sainete. Cuando por raro caso, ni la lluvia, ni el viento, ni la nieve, ni el calor o el frío, ni Sagasta, ni Cánovas, ni Don Carlos, ni los republicanos, ni «el compañero Iglesias», ni otros cebos apetecibles daban con su virtud en tierra, nos bastaba pronunciar a manera de ensalmo alguna palabra de éstas: Rizal, Polavieja, Ymus; o bien: masones, prisioneros, autonomía, para que el padre se despabilara y clavándonos la mirada mortecina inquiriese: «¿Qué? ¿Pasa algo nuevo? ¿Qué dicen?». A veces la campana que nos llamaba a comer rompía el coloquio.
—¿Tienen alguna dificultad en la lección de hoy? —preguntaba el padre.
—No, señor; ninguna.
—Entonces, para mañana la siguiente.
Este maestro gélido gustaba de sacar al sol su pereza. En los días de primavera precoz que suele traer febrero, nos llevaba a pasar la hora de clase en el jardín de los frailes. Salíamos tras él de la Universidad como a hurtadillas, y por las galerías que cierran la Lonja del lado de los Alamillos, ganábamos la de Convalecientes y luego el jardín, íbamos desde la oquedad fría de nuestros corredores, desde la desnudez agria de las paredes blancas, desde los ruidos tristes del colegio, a batirnos en el aire azul de un ámbito vaporoso, sin límite, protegidos por el silencio fluido de uno de los lugares deleitables del mundo, donde reina el egoísmo certero de las lagartijas. Estos animalillos se dejaban difícilmente sorprender por nuestra saña. Despatarradas en la barbacana, sobre el voluptuoso lecho de líquenes viejos que vegetan en el granito, en sintiéndonos llegar se arrojaban de golpe en las madrigueras. Allí las íbamos a buscar hurgando en los intersticios de los sillares. Algunas nos dejaban entre los dedos su apéndice caudal; nuestra cultura era ya demasiado fuerte para creer que los quiebros y meneos de los rabillos cercenados fuesen —como nos enseñaron en la infancia— maldiciones. El hechizo del jardín a tales horas era un sosiego gozoso, una paz —paz sin melancolía ni barruntos, paz toda en sazón y fluente— que nos devolvía el alma a la externa quietud dominical, donde se mece en la holgura que dejan las normas cotidianas abolidas. El sol reverberaba en las pizarras, en los cristales, en la haz del estanque: el lienzo de granito entre las torres, hiriente e impasible y sin fondo por lo común, se arropaba en una atmósfera más densa, suave, donde temblaba la luz. Y en el aire cargado del efluvio de los bojes, había ya un esplendor, promesa del regocijo de la Pascua. ¡Qué bueno el sol, metiéndose por las ventanas en las celdas de los frailucos, llevándoles tanta alegría y esta paz! Uno asoma su bulto negro, estáse mirándonos muy quieto y de pronto ha desaparecido. Otro se ensaña en arrancar al violín vagidos discordes. Estarán todos en sus celdas, quien leyendo o meditando, quien paseándose arriba y abajo con el breviario registrado en la mano, farfullando el rezo. Y el padre Víctor en la sala prioral mostrará el caserío de Madrid a unos visitantes forasteros, con aquel catalejo puesto en un trípode. De pronto una campana voltea, voltea dentro del monasterio. Los frailes salen de sus celdas, siguen los claustros lóbregos, cruzan por el lucernario donde está una fuente que surte agua por cuatro caños en un pilón de granito, y entran en el refectorio, tan frío, hediente a condumios. Nuestras horas son otras. Nos quedamos en el jardín. Me gusta echarme en la barbacana, cara al cielo, con las manos bajo la nuca, inmóvil por no despeinarme a la huerta. El hortelano sorrapea el suelo, suelo blando, vahante; se oye el tintineo de la azada al chocar en las pedrezuelas. La galería y el árbol, la torre y la montaña periclitan; uno está como suspenso en el aire y le sale al encuentro la cigüeña, que se alza ensanchando sus giros y lleva en el pico broza para rehacer su casa en la chimenea y en la garra un palitroque.