Hay que ser un bárbaro para complacerse en la camaradería estudiantil. Por punto general, entre escolares, los instintos bestiales salen al exterior en oleadas y so pretexto de compañerismo allanan las barreras que para hacer posible la vida en sociedad erige la educación. Una masa de estudiantes degenera velozmente en turba, ligada por la bajeza común. Y todo hombre que no esté atacado de futilidad incurable y aspire a formarse en el curso de la vida una conciencia noble, no hace sino emanciparse de aquella necedad primaria, que cuando más es, no rebasa el nivel de la licencia chabacana y sin sentido. Muchas gentes acarician las memorias de sus años estudiantiles, ponderan su dulzor y vuelven hacia ellos los ojos tiernamente, pensando que fueron la edad de oro de su vida. Es aberración del entendimiento, a no ser que los tales hayan arribado a situación más aflictiva, por ejemplo: a presidiarios, o rememoren en efecto la juventud que ya perdieron, sin discernir entre su esencia y los accidentes pintorescos.
No tengo por qué alabar la sociedad del colegio. El fastidio de tantas horas vacías devorado en común, la pesadumbre del encierro, la privación de afectos suaves y el ver frustrados los gustos individuales por el rasero de la disciplina uniforme, añadían no sé qué punto ácido a la mezcolanza de los modales e inclinaciones divergentes. Mundo en miniatura, gota de agua, donde era harto más difícil que en la charca en que me ha tocado vivir el uso de estos lenitivos contra la aspereza del trato humano: elección y soledad. Aislarse parecía sospechoso, o siquiera raro. Más lo parecían, por algunos escarmientos que hubo, las amistades particulares. Formábanse, con todo, asociaciones limitadas que en lo más sabroso y cordial de ellas eran secretas. Qué destino presidía en su nacimiento, yo no lo sé. Afinidades profundas y sólidas no serían, porque no he visto subsistir ninguna fuera de los muros del colegio, y las amistades que conservo desde tan lejos, no son sino amistades rehechas, injertas en el antiguo tronco, pero maduradas en otra sazón y tocadas con otro contraste. El brote de aquellas preferencias apasionadas era, pues, azariento; no venían determinadas por elección verdadera, y lo que se ponía en común era un sentimentalismo caedizo y fatuo, irritado por falta de empleo. Uníanse en piña cerrada un cabecilla y dos o tres secuaces. Mostrábanse juntos en el billar, en el gimnasio y demás recreos. Hacían rancho aparte en los holgorios campestres, cuando nos llevaban al Batán o a la Fuente de las Arenitas a comer la paella de reglamento. Tenían reuniones clandestinas en alguna celda, por la tarde, para jugar al monte y al tresillo y leer novelas, o bien, de raro en raro, por la noche hasta las altas horas, sobre todo en el buen tiempo, estándose de codos en la ventana en inocente contemplación, callados, para oír el concierto del álamo sonoro y del sapo flautista y embriagarse en el oreo voluptuoso de la Herrería. Y a la función de suplir por la intimidad de que el colegio hacía tabla rasa, estas alianzas acumulaban otra, puramente defensiva contra los desmanes ajenos.
La sociedad del colegio enseñaba a ser cauto. No había que fiar mucho en los arranques compasivos de los mozalbetes; por añadidura, se recriaba allí un enjambre de zánganos, de haraganes de café (recluidos en El Escorial para tentar fortuna en los exámenes al amparo de la supuesta influencia de los frailes), gente careada al vicio y no limpia de baratería, que se alzaba con la prerrogativa de e coger el hazmerreír del colegio. Proveían el cargo con ineptos, con tímidos, con algún afeminado o algún triste que anduviesen vagando entre filas sin haber hallado cobijo amistoso. La Universidad le reconocía por víctima; mas, con reírse de él a toda hora y mentarle con desprecio, no dejaba de advertir que una protección singular le amparaba, cubriéndole contra las agresiones de los estudiantillos de poco más o menos: era que cualquier Manifero o alguna pandilla de igual calaña se apropiaban del infeliz y le socorrían con la limosna de una tutela aparente a cambio de soportar en silencio burlas, denuestos y, por descuido, algunos golpes. Los más caían en tal servidumbre contra su voluntad, por falta de arrestos para concertar entre iguales aquellas ligas de protección. Pero otros mentecatos, a quienes hubieran debido poner en manos de los médicos, aceptaban de grado esa vida, la más torturante que a sus años podían llevar, por el aberrado gusto de hombrearse con los doctores del vicio y parecer uno de ellos.
Estímulos de esta índole preponderaban en la sociedad del colegio. Propensos a echárnoslas de hombres avezados, no había más cabal signo de hombría que el aventajarse en experiencia sexual. El erotismo exacerbado por el encierro atenazaba la imaginación, apartándola de todo otro cebo, y el colegio brincaba animalmente, azuzado por la brama. La insurrección de la carne alumbraba siempre aquel vivir, incluso cuando se triunfaba de ella: la conciencia religiosa se iba formando en esa lucha; lo que nos atosigaba no eran dudas teologales; y ciertas formas de religiosidad exaltada y duras penitencias y mortificaciones de que se tuvo noticia no estaban en lo hondo limpias de fermentos de lujuria. Casos de contagio fulminantes hubo muchos: ninguno más notable que el de un madrileñito de sangre azul que llegó de Inglaterra, donde se había educado, sin saber articular dos palabras en castellano y cándido como una paloma. Tenía dieciocho años. En muy pocos días aprendió a emborracharse y a blasfemar como el más terne y a jactarse de la suciedad de sus nuevas costumbres. Era una diversión oírle ensayar con lengua estropajosa el vocabulario que iba adquiriendo.
El retiro en la celda debiera haber sido el más gustoso remedio contra los sentimientos desapacibles que la perenne convivencia de tantos jovenzuelos no podía menos de fomentar. Encerrarse entre las cuatro paredes era salir a otro mundo, y al recuperar la posesión tranquila de sí mismo, se alejaba infinitamente aquel en que uno solía estar, como si el alma agigantada de súbito, lo perdiese de vista. Mas no todos podían soportar la soledad. Algunos hablaban con terror de las horas que por obligación habían de pasar en la celda: el aislamiento durante el estudio, ya de noche, era para los tales un suplicio. Se paseaban arriba y abajo en el aposento como fieras enjauladas, o leían en alta voz o canturreaban, porque al oírse se creían más acompañados. Conocíamos también una disposición del ánimo, una manera de tedio que en el aislamiento se enconaba, lejos de curarse. Era un descontento sin causa aparente, un aborrecimiento de sí, donde venían a condensarse el cotidiano desplacer de la personalidad en ciernes y los chascos por que ya se juzgaba acreedora de la vida. No nos apretaba la tristeza, sino el furor, o entrábamos cuando menos en una predisposición a la cólera muy peligrosa y pasábamos del abatimiento a la iracundia por la ocasión más fútil. Entonces el colegio parecía solitario, frígido y repelente como nunca. Entonces las Personas parecían más encastilladas, incomunicables.
Era este un acceso violento del mal que, atenuado, padecían todos: la pesadumbre del tiempo. El tiempo nos aplastaba y, corriendo tan vacío, era menester, para agobiarnos así, que llevásemos encima montañas de tiempo, masas de tiempo incalculable; hubiéramos querido volarlas, despedazarlas; hubiéramos querido asesinar el tiempo enemigo, interpuesto desde el momento presente sobre el mañana indeciso, en que la vida empezará a ser valiosa. El espíritu adquiría el hábito de no contar con el instante vivido y de proyectarse violentamente sobre un futuro sin fecha ni nombre, ni otro valor que el de una escapatoria abierta en el hoy. Todo en nuestra regla nos inducía a creernos en un punto de espera desdeñable: primero, el aparato formal y la razón de aquel vivir sujetos hasta que fuésemos hombres; después, la absoluta ociosidad de nuestro espíritu. Ello parecerá inverosímil a quien pretenda que a un mozo la disciplina del colegio le induce con firme suavidad al recogimiento. Yo no me he encontrado nunca, interiormente, menos dirigido. Iba como Don Quijote al surcar el Ebro, en una barca sin remos ni jarcia alguna; no es mucho que se despedazase. Todas las noches, antes de acostarnos, entrábamos en la capilla; un fraile nos exhortaba: «¡Pongámonos en la presencia de Dios y démosle gracias por los beneficios recibidos!». De haber tenido entonces el juicio más afilado y sobre todo más atento, hubiera hecho en aquel minuto de reflexión comprobaciones angustiosas.