II

El colegio de donde venía pasaba por bueno. Caserón prócer, muros desplomados; sobre el dintel armas en berroqueña, suelo de guijas en el zaguán, oscuras salas cuadrilongas, húmedas, a los haces del patio ensombrecido por la pompa rumorosa de laureles y cinamomos. En el estrado, a la diestra del director, sucinta diputación del reino mineral, en un armario. Y a la mano siniestra, en cierta alacena, retortas con telarañas, probetas y tubos de ensayo en sus espeteras, desportillados, y cantidad de tarros con substancias desusadas y temibles, que de primera intención parecían cosa de botica. Profesor de física, un médico, por venir de facultad contigua a las ciencias experimentales; profesor de aritmética y geometría, un capitán retirado, ducho como militar en ciencias exactas. Pasantes famélicos, irrisión de la gente menuda cuando exorables, o azote funesto si las cóleras fermentadas en el lapso de su vida les tornaban con arrebato la cabeza. Las lecciones, por tandas; los estudios en común, y a voces, para meter por los oídos en los desvanes de la memoria, a favor de un raudal de sones cadenciosos, las materias de no fácil recordación. Borrascas de lapos y cachetinas imbuían en los torpes la sintaxis del latín: más lágrimas he visto correr sobre el texto de los Comentarios que sangre vertió el propio César en el suelo de las Galias. Colegio bueno: confusión de voces, de torpezas, de resabios. En los Escolapios pegaban con vara; en el nuestro, quien más, atrapaba media docena de correazos. «Dios castiga, pero sin palo»; tal es el introito de la sabiduría infantil. Era patente que los maestros seglares se acercaban más que los eclesiásticos al poder de Dios.

Aridez, turbulenta grosería en el colegio; lóbrega orfandad en casa. Un espíritu tierno, como de niño, ambicioso de amor, empieza luego a tejer un capullo donde encerrarse con lo mejor de su vida, con todas esas apetencias, generosas o no pero fervientes, que el mundo desconoce o pisotea. En esa edad, por el corazón se vive tan sólo. ¿Qué me importaban a mí los romanos ni la noción de lo sublime ni las luchas del Pontificado con el Imperio? Heroísmo, el mío; emociones, no la naturaleza exterior ni el estudio de los modelos, sino el divagar por la selva del alma me las brindaba; y en secreto, siempre. Los maestros preguntan de historia, de física, de agronomía…; pero de ese laberinto en que el mozo se aventura a tientas, con pavor y codicia del misterio, nunca. Larva de funcionario que será por vocación padre de familia en cuanto se libre de quintas: así reza el cartel que a uno le cuelgan del pescuezo. Y entonces empieza el amarse a sí mismo con monstruoso amor, macerado en la soledad, y el zambullirse, culpable la conciencia, en el deleite de los ensueños. Porque toda la maleza que en tal sazón vamos viendo crecer y tupirse es sin duda el desorden, es el mal, es lo prohibido, lo vergonzoso y recóndito de que no se debe hablar. O acaso los demás no están dañados y uno es el caso insólito: un monstruo. ¡Qué fardo ha creído uno llevar o más bien ha llevado realmente sobre sí en la que llaman edad dichosa! Menester es aceptarse; no hay opción. ¡Pero aceptarse así, a escondidas, creyendo cometer un crimen, y asomarse con remordimiento y pavor a los veneros que en el fondo de nuestra humanidad bullen y nos fascinan…! Cuanto me ha reconciliado con la vida: el amor o el arte, el afán de saber o la amistad, el apego a la acción por la acción misma, y el estímulo de añadir al mundo moral alguna criatura de mis manos no son sino las formas en que ha buscado empleo y saciedad aquella pujanza juvenil que entonces me puso miedo creyéndola ponzoñosa, y que todos, todos parecían ignorar no sólo en mí, pero en el ser humano. Con más cordura, sumiso al orden, la hubiera destruido. La defendí; fui un rebeldillo, un enemigo, prestando al orden la aquiescencia mínima. Vivía para mí solo. Amaba mucho las cosas; casi nada a los prójimos. Amaba las cosas en torno mío; amaba los objetos triviales de mi pertenencia, porque eran dóciles y sugerentes y andaba en ellos algo de mi persona. Amaba mis libros, y el aposento en que leía, y su luz, su olor. Amaba la casa, tan temerosa en los anochecidos, rondada por las sombras de los muertos, llena a mi parecer del eco de ciertas voces extinguidas por siempre jamás. Y el patio, y un conato de jardín entre escombros, donde las tardes de la canícula, apenas puesto el sol, atendía a los furiosos giros de los vencejos en torno al chapitel del convento contiguo, a las campanadas del rosario, a las voces de las mujeres que iban a coger agua en la fuente del hospital, y a otros rumores del pueblo desgarrado por la congoja vespertina. Amaba poco a las personas. Se me antojaba hostil su proceder. La más entrañable estaba casi tres cuartos de siglo distante de mí. Pero iban otros héroes y heroínas de mi talla a una plazuela sepulcral, pegada a los muros de San Bernardo —cedros y tilos entre acacias y un estanque a par del suelo ceñido de laureles rosa—, que oyó en las noches del verano las efusiones de nuestro delirio.

En noches tales me acostaba feliz. De pronto, desde la alcoba tocante con la mía me gritaban:

—¿Te has dormido?

—¡Aún no!

—¿Qué haces? Reza el Señor mío Jesucristo. ¡Si te murieras ahora caerías en el infierno! ¡Arder, arder siempre! ¡Por toda la eternidad!

Era pavoroso ¡y tan injusto! Devoraba la injusticia, del mismo sabor que mis lágrimas. Digo que paladeaba su amargura. Llevaba el corazón henchido de orgullo: teniendo razón contra todos, era su víctima.

—Tú vas a ir con los frailucos, nieto —me dijeron al acabarse aquel verano.

Fue más grande la sorpresa que el disgusto. Frailes, yo no los había visto. Alcalá fue en otros tiempos copioso vivero de insignes religiones. En los míos era un pueblo secularizado, abundante en canónigos pobres y sin demasiado celo proselitista, adscritos a la nómina, que iban a ganarse el sueldo cantando en el coro de la Magistral: «Deus in adjutorium meum intende»… como otros empleados iban a la Administración subalterna o al Archivo. Había capellanes de escopeta y perro, o que imitaban al pie de la tierra la vocación de los apóstoles pescando barbos en el Henares; curas de rebotica y algunos goliardos. De los frailes quedaban los conventos reducidos al cascarón, el nombre de los pagos más fértiles, que suyos fueron, y las memorias frescas aún de sus luchas por el rey neto en la era fernandina. Para la gente moza el fraile era un tipo corpulento, con barbas y sayal, rasurado el cráneo, que lo mismo asestaba un trabuco contra franceses que azuzaba a los voluntarios realistas contra los «negros». ¿Y una caterva tan brava abría escuelas? ¡Dura cárcel me prometían! Pero el llanto era al desprenderme del orbe estrecho en que solía imperar; dónde fuese a dar con mis huesos me importaba menos.

Los parientes me dijeron adiós como si emprendiera la exploración del Amazonas. O tiraban a consolarme de aquel a su entender ilustre infortunio: «Es por tu bien. ¡Cuando seas hombre lo agradecerás!».

—¡Si tu abuelo levantara la cabeza…! —murmuró uno, acordándose de la ejecutoria doceañista de mis mayores.

Llevé por viático ósculos de monja. Me besó la provecta Superiora, quien con tanto taparse y arroparse daba a su faz pachucha, asomada al marco redondo que le ponían los cañones almidonados de la toca, no sé qué calidad de carne indecente, de obscena desnudez. Las buenas madres me sonreían tiernamente. Mostraban prendido en el pecho un corazón de trapo vomitando llamas. No su fuego, sino el tamiz de las cortinas bermejas vertía en el locutorio vislumbres de púrpura. Y con despedirme de las cosas, por parecerme que en faltando yo unos meses nunca volvería a verlas (aún no había aprendido cómo nos vence su permanencia), amanecí en El Escorial, donde no tuve otra impresión el primer día que la de entrar en un país de insólitas magnitudes. Me recibió el padre Valdés, y alzándose las gafas hasta la frente, mirándome con los ojillos entornados, me preguntó:

—Tú, ¿por qué estudias? ¿Por convicción?

Respondí con risas y encogimiento de hombros. Me dejé llevar a mi celda y luego me Incorporé a cuatro bigardos que estaban en el patio oyendo contar historias de mujeres. El narrador era un andaluz granujiento que escupía por el colmillo y apestaba a yodoformo.