La primera vez que oí hablar de los Schlegel fue en El Escorial de Arriba, una tarde de otoño, hace ya veintitantos años. No eran pasto de la murmuración del vecindario de San Lorenzo: se hablaba de ellos en una sala baja, fría, donde un par de docenas de adolescentes, de codos en los pupitres de pino todavía pegajosos de barniz, sufríamos la iniciación literaria. Encaramado en la tribuna, un fraile joven, quebrado de color, escuálido, de boca rasgada y dientes desiguales, nariz aguileña y ojos saltones entreverados de sangre, daba suelta a su elocución caudalosa. De voz insegura, tan pronto ronquilla y velada como chillona y metálica, entre gallos y rociadas de saliva, con el tropel de palabras que le salía de la boca se trompicaba. Era el padre Blanco, uno de los brotes más lozanos que ha dado en nuestra época el añoso tronco agustino. En el aula hostil, la luz cenizosa de noviembre pesaba en los párpados. A tales horas ya nos rendía el cansancio cotidiano. Esforzábamos la atención para no sucumbir al tedio o al sueño. La lección del padre Blanco era, no obstante, soportable como ninguna porque hablaba de cosas inteligibles y amenas cuya inserción con nuestra sensibilidad personal veíamos patente. Teníanle los suyos por crítico literario de primer orden y ponderaban su arremetida contra «Clarín», para los frailes arquetipo del impío. Dentro y fuera de clase era el padre Blanco parlanchín y burlón. Los estudiantes le llamábamos fray Sátira. Andaba casi a brincos; cada ademán, una sacudida. Empezaba a toser; ardía en sus pupilas la calentura. Murió algunos años después, creo que en Jauja. Su «Historia», que nunca nos dieron a leer, no vale tanto como pensaban.
Nuestra preparación de bachilleres, si juzgo por la mía, era modesta. El que más, recitaba de coro páginas del Campillo, Yo había cursado ese librito en mi colegio de Alcalá y conservaba en la memoria algunas nociones más sólidas: «¿Qué son tropos? Formas figuradas de hablar». O bien: «Criticar es aplicar los juicios de la sana razón a las obras literarias y artísticas». Campillo fue uno de esos catedráticos zumbones, amigos de ensañarse con los alumnos haciendo chistes a su costa. Era exigente y, como decían, clerófobo; al verlo en la comisión de exámenes, los alumnos del colegio de segunda enseñanza se helaban de espanto. Pero los frailes lo amansaban a fuerza de comidas pantagruélicas y vino sin tasa. Tomábase don Narciso licencias increíbles. Una tarde, sentado en el tribunal, como le doliese un callo, se quitó una bota, la puso sobre la mesa, ex10 trajo del bolsillo una navaja y recortado un pedazo de cuero en la parte que le laceraba, se calzó tan campante. Andando el tiempo, alcancé a Campillo en el Ateneo, donde tuvo apestosa fama. Era un andaluz procaz, de ingenio pronto, fecundo en chocarrerías. En la biblioteca de la casa hubo un ejemplar de La Regenta, famoso por las notas que don Narciso le puso al margen. El ejemplar desapareció, ni sé si por decreto de un bibliotecario pudibundo o porque algún bibliómano curioso lo haya guardado para sí. Dos hijos que don Narciso tenía no heredaron la vocación literaria de su padre: tal vez los reverendos Escolapios de Alcalá, en cuyas aulas fueron a cursar la segunda enseñanza, suscitaron en ellos otras inclinaciones y se dedicaron a barristas.
Mis condiscípulos, sin tener más afición que yo, no estaban mejor preparados. Ignoro si llevaría alguno en el coleto el mismo fárrago de lecturas desordenadas que perturbó los albores de mi adolescencia. Sólo sé que estudiar leyes me parecía el suicidio de mi vocación. El tiempo sólo a medias me ha desmentido. Las novelas de Verne, de Reid, de Cooper, devoradas en la melancólica soledad de una casona de pueblo ensombrecída por tantas muertes, despertaron en mí una sed de aventuras furiosa. Amaba apasionadamente el mar. Soñaba una vida errante. La primera vez que me asomé al Cantábrico y vi un barco de verdad, casi desfallecí de gozo. Me sucedía lo que a los niños de ahora les ocurre con el cine: ellos quieren ser Fantomas como yo quise ser el capitán Nemo. Esa enfermedad se pasó pronto; me libré de ser pirata; no ha habido disciplina ni conveniencia capaces de doblegarme a ser jurista. Leía, pues, sín previa censura. Devoré con manifiesto estrago de mi paz interior cuantos libros de imaginación hallé guardados en la librería de mi abuelo: Scott, Dumas, Sue, Chateaubriand, algo de Hugo, traducidos, y sus secuaces españoles. Recuerdo haber vivido entonces en un mundo prodigioso. De esa prueba, que me sirvió para entender la locura de Don Quijote, salió encandilada mi afición precoz a leer de todo. El padre Blanco la conocía. Quiso enmendar mí gusto y me dio a leer a Pereda. Era lectura lícita y la alternábamos con los folletines de Rocambole recibidos a escondidas. Dióme más adelante Pepita Jiménez. Me aburrió.
—Es natural —dijo el padre—. Hay que estar muy versado en los místicos españoles.
Fuera de esos regalillos, en punto a lecturas nos tenían en seco. Reducíase la historia literaria a las páginas del libro de texto, grueso tomo con nociones preliminares de estética traducidas o adaptadas de Levéque: «La gota de rocío suspendida de los pétalos del lirio, el puro y casto andar de la doncella, la inmensa masa del océano agitado por la tempestad…», decía el libro para empezar a inculcarnos la noción de lo bello. El padre Blanco, oyéndonos decorar entre risas tales sandeces, se impacientaba. El mismo padre rigió aquel año la cátedra de Historia de España. Leíamos la obra de Ortega y Rubí, bondadoso señor, enemigo irreconciliable de Felipe II. No he olvidado algunos rasgos de su estilo: «Felipe II desembarcó en Inglaterra, bebió cerveza, fue galante con las damas y se captó las simpatías de los ingleses». Hablaba también de su «mano de hierro». El libro tenía entonces dos tomos; ahora, muchos más. O la materia o el saber del autor engrosaron con los años.
Para acabar de formarnos el espíritu estudiábamos un libro de filosofía, parto de un profesor de Barcelona, almacenista de bacalao que en los ratos de ocio producía metafísica. Ortodoxia pura.
—Vamos a ver, jóvenes —interrogaba el fraile—. ¿Qué es la verdad de conocimiento?
—«Adequatio intellectus et rei» —respondíamos con aplomo.
Nunca he vuelto a pisar terreno tan firme.
Cúpole iniciarnos en el tomismo a un padre montañés, de poca talla, locuaz en demasía, un tantico suspicaz y marrullero. Voz aguda, ojos claros, y en los labios finos, remuzgos fugaces de desdén o de ira. Listo como el hambre, el único fraile «señorito», a lo que creo, de seguro el más sociable. Tenía gracia para hablar a las señoras. Era mejor jinete que metafísico. Poseía el colegio una cuadra de seis u ocho caballos, picadero y guadarnés bastante bien puestos. Algunos estudiantes tenían montura propia. Cuadra, picadero y guadarnés entraban en la superintendencia del padre. Allí pasaba los grandes ratos cabalgando en la «Peonza», yegua alazana de pura sangre, nerviosa y fina, que a pocos se les podía confiar. Las tardes de paseo montaba en la yegua, y calada la teja, remangados los hábitos sobre el sillín, al viento la muceta y la cogulla, salía por las puertas falsas seguido de los alumnos de equitación, soberbio en el animal que se encabritaba, y se iban a galopar por las carreteras de Guadarrama o de Valdemorillo.
Comentarios sobre los méritos y gracias de la yegua entreveraban (no siempre ha de estar el arco tenso, recomienda Esopo) la clase de metafísica. Servía de comodín en la hermenéutica.
—Eso —explicaba el padre— es como sí pensásemos una «Peonza» con ocho patas… ¿entienden? Eso… ¿entienden…? Es como si yo les dijese: la «Peonza» es verde y amarilla…
El padre quedábase a lo mejor absorto, de codos en la mesa y el rostro entre las manos. No bastaba nuestra algazara para despabilarlo. Nos tiroteábamos con libros y boinas. Algunos encendían a hurtadillas un cigarro, batiendo el aire con furia para disipar el humo. Los días muy fríos, un pelirrojo del diablo solía bajar un frasquillo de alcohol, y derramándolo en la tarima entre dos filas de bancos, prendíalo fuego. Sus vecinos se apretujaban disputándose el sitio para acercar a la llama los dedos ateridos.