—Una noche, cuando mi tatarabuela va a dar de mamar al bebé, la tierra empieza a temblar. Todavía falta una hora para que se ponga el sol y Alí sigue fuera con el rebaño. Mi tatarabuela, con el bebé en brazos, corre hacia el campo.
»Una ola negra devora las colinas lejanas y se acerca rápidamente. Conforme se acerca, mi tatarabuela se da cuenta de que los soldados avanzan hacia ella. Cinco mil jenízaros, encabezados por el gran sultán, que monta tres caballos atados con cuerdas de oro, para soportar su enorme peso. Y en un caballo delante del sultán, ve a Alí Ibrahim, desfigurado, golpeado casi hasta la muerte. Lleva las manos atadas, y lágrimas de sangre fluyen de sus ojos cegados.
»El pánico se apodera de mi tatarabuela. El bebé duerme en sus brazos temblorosos y sólo gime quedamente de cuando en cuando. El bosque, las cumbres, los barrancos, todo está demasiado lejos; el campo se extiende bajo el cielo nublado. Mi tatarabuela sabe que nunca podrá ser más rápida que los soldados, así que, de nuevo en la casa, deja al bebé en la cuna y le da un beso de despedida. Abre los siete cerrojos que cierran el cofre y saca la espada de Alí. De nuevo el escalofrío, los gritos de dolor. Justo entonces, Alí la llama desde el campo.
»—¡Corre a la Montaña! —grita—. ¡Coge al bebé y corre!
»Ligera como la niebla de la mañana, mi tatarabuela sale de la cabaña. Está ante el sultán, ante cinco mil soldados, ante Alí, que ha caído del caballo y ahora llora de dolor. La hierba alta le llega a la cintura, las nubes oscuras cubren el cielo, el viento huele a polvo.
»Mi tatarabuela planta el yatagán en el suelo, después se recoge el pelo y lo ata, de modo que su rostro queda descubierto.
»—‘Az bez boy se ne daban —le dice al sultán—. No me entregaré sin luchar. —Coge de nuevo la empuñadura de la espada con las dos manos y levanta el arma. Instantáneamente, el sultán ordena a los soldados que tomen su premio. Pero lo soldados no pueden moverse. Han visto el rostro de mi tatarabuela y ahora piras de lujuria los queman por dentro.
»Cinco mil hombres, todos locamente enamorados. Tanto deseo acumulado en un solo lugar convierte las nubes en rocas, y éstas caen sobre el ejército en trozos sólidos, cristalinos. Cuando todas las nubes han caído, el silencio desciende sobre el campo.
»Alí gime ante los caballos del sultán. Aunque la mayoría de los jenízaros han muerto aplastados, todavía quedan los suficientes para llevarse a mi tatarabuela.
»—¡Atrapadla! —grita el sultán, y da una patada a uno de los hombres, un jenízaro. El hombre tropieza, respira pesadamente, el sudor le corre por las mejillas. Mi tatarabuela agarra el yatagán con fuerza y la punta baila en el aire con cada temblor de sus brazos. El jenízaro se acerca, casi toca su túnica, y después cae a sus pies.
»Mi tatarabuela levanta la espada. Mátalo, susurra, sedienta. Pero entonces otra voz susurra: Es tu sangre la que derramarás si lo matas. Sangre búlgara. Mi tatarabuela se pone de rodillas. Finalmente dos soldados atónitos la cogen entre los gritos locos del sultán:
»—¡Traedme a mi pájaro! —grita—. ¡Traedme a mi pájaro, mi trofeo, mi novia!
»Entonces la Montaña se despierta.
»El viento deja de soplar. Los soldados tiran con fuerza de mi tatarabuela pero no pueden moverla: está fijada al suelo. La Montaña la retiene. Nuevos y flexibles tallos de hierba se han enredado entre sí, en cadenas vivientes que se retuercen en torno a sus pies y su cintura, su pecho y sus hombros.
»—¡Dame mi premio! —grita el sultán. Con gran esfuerzo desmonta de sus caballos. Pero cuando tira de mi tatarabuela, la Montaña tira a su vez. Tira con fuerza. La montaña tira con más fuerza. El sultán coge la espada de Alí y corta las cadenas vivientes. Cuando termina, coge a mi tatarabuela y se la echa al hombro. Pasa sobre Alí, en el polvo, y escupe en su rostro cubierto de sangre, después pone a mi tatarabuela en el caballo sin jinete.
»—Vamos a ver cómo es la mujer más hermosa del mundo —dice el sultán, apartándole el pelo, de nuevo suelto.
»Dos ojos vacíos lo miran desde un rostro pálido y vacío. Los labios no tienen color, las mejillas han perdido su tono rosado. La Montaña se ha bebido su belleza, para preservarla.
»—¿Tanto ruido para esto? —gruñe el sultán. Se sube a sus tres caballos y con ayuda los espolea—. Llevadla a palacio —ordena—. Bañadla en agua de rosas y leche. Después la miraré otra vez.
* * *
—Nadie sabe por qué los soldados nunca prendieron fuego a la casa. He oído alguna vez que lo intentaron. Sin embargo, cada vez que llevaban una tea ardiendo al tejado de paja, llegaba un viento fuerte, surgido de ninguna parte, que apagaba las llamas.
»Dejan a Alí Ibraham tendido, destrozado, delante de la cabaña, una presa fácil para los lobos y un banquete para los cuervos. El bebé llora frenéticamente en el interior, pero los soldados también lo abandonan.
»Después el silencio cae sobre la Montaña. Durante un rato, ni siquiera se puede oír el ladrido de los perros: las casas más cercanas están a más de un día de distancia. Cuando el sol desaparece detrás de las cumbres, el bebé empieza a llorar otra vez. Alí repta hasta el campo. Manchas brillantes se retuercen ante sus ojos cegados; el perfume de su mujer amada permanece en el aire. En el umbral deja caer la cabeza en el pecho. Siente la muerte en los labios.
»Las ovejas empiezan a balar. Sus cencerros resuenan en la noche y la hierba alta cruje bajo pasos ligeros. Un cántaro salpica: alguien ha ordeñado una oveja y lleva la leche hacia la cabaña. Susurros lejanos. Sombras que bailan. Una mano fría descansa sobre el hombro de Alí.
»—Vamos, mi niño. Vamos, cariño mío. Entremos. El bebé tiene hambre.
* * *
—Y así acaba esta historia. Muchos la han contado antes y muchos la han cantado. Está en el aire y en el agua, en los valles y en las empinadas colinas. Y en la Montaña todavía se oye esa nana: la voz de una mujer que consuela a sus hijos en tiempos de desesperación, en tiempos de oscuridad.