VIII

—Nos largamos de aquí —dice John Martin. Corta un trozo de mortadela, luego otro de pan, y empieza a hacer sándwiches en la encimera de la cocina. Elli envuelve los sándwiches en el montón de servilletas que nos llevamos del Dairy Queen y yo los miro trabajar en equipo un rato. En la tele dan una alerta tras otra, pero no puedo centrar la vista. Me han cogido en lo más profundo del sueño, y ahora ni siquiera esa sirena lobotomizadora parece ponerme la cabeza en su sitio.

Termino una lata de cerveza que había sobre la mesa, unos cuantos sorbos calientes que ahora saben casi tan mal como un Dr. Pepper.

—Oíd —les digo. Señalo la tele con la cabeza—. Sólo es una alerta. Relajaos.

—Ni de broma, tío —dice John Martin, y se limpia la navaja en los vaqueros, luego la cierra—. No voy a relajarme con esa sirena en marcha. Quédate si quieres, pero yo me voy.

Hincha una bolsa de Wal-Mart para asegurarse de que no tiene grandes agujeros y mete los sándwiches dentro. Llena de agua del grifo una botella vacía de un refresco de té y la mete también en la bolsa. La voz grabada de la televisión dice que hay alerta en el noroeste de Villacolega County, en Vistacolega County, en Villahijodecolega… y no sé si debo esperar o temer que mencionen la casa nueva de mi mujer. ¿Estoy aliviado por que no nombren la casa de John en las noticias, o agradecido por que lo hayan hecho? Porque ahora mismo, tal como van las cosas, un poco de destrucción total, algo de aniquilación completa, quizá no me viniera mal.

El tornado, oímos, ha tocado suelo a dos condados al norte de nosotros y lejos de mi mujer. Nos dirigiremos hacia el sur, nos dice John, diez o quince kilómetros, hasta la salida de la ciudad e iremos a un McDonald’s. Compraremos McGriddles, café, zumo de naranja para la princesa. Nos sentaremos y esperaremos a que todo esté en calma y en silencio. Después volveremos y limpiaremos las ramas y las hojas del jardín. Pero, por el amor de Dios, vámonos.

Cogemos la bolsa de Elli, tal como la preparó mi mujer. Yo no tengo nada que merezca la pena llevar y meter en una bolsa.

Empieza a amanecer. El cielo está extrañamente verde a esta hora de la mañana y el viento se ha detenido casi por completo. Huele mal, como una chinche en un frambueso, supongo que por el ozono. A lo lejos vemos relámpagos y oímos el estruendo de los truenos, apagado unas veces y más fuerte otras, con una dirección lejana y cambiante. Esperamos en el porche delantero mientras John Martin, con las dos bolsas en la mano, corre hacia la camioneta para prepararla. Entonces el teléfono de Elli empieza a sonar en mi bolsillo.

Ya he contestado antes de que Elli pueda preguntar por qué lo llevo.

—Elli, cariño, ¿estás bien? ¿Qué tiempo hace?

—Un sol terrible —digo, en un auténtico dialecto campesino búlgaro. Corremos por el jardín y John Martin abre la puerta de la valla. Elli salta en el medio y yo la sigo.

—Michael —dice mi mujer en voz tan alta que hasta John Martin da un respingo—, ¿qué pasa? ¿Estáis en el refugio?

—No tenemos refugio —digo—. Escucha. Estamos bien. No te preocupes por nosotros.

—Id al refugio —dice, y su voz se rompe por las interferencias y un acento espantoso—. Michael —dice, y pienso: siete años en Estados Unidos y ya está llamando a su marido por un nombre que no es el suyo. Y entonces me doy cuenta: no soy su marido. Y al principio esta idea me parece de otra persona.

—No se oye bien.

—Michael —dice ella—, ¿eso es un motor? ¿Estás conduciendo?

—Tenemos que bajar al refugio. Te paso a Elli. —Pero antes de hacerlo mi pulgar termina la llamada.

Elli grita a su madre, al teléfono muerto.

—Tenemos que llamar otra vez —dice—. Quiero hablar con mamá.

Escondo el teléfono en mi bolsillo y le digo que no hay cobertura. La ayudo a ponerse el cinturón y la abrazo fuerte.

—Pero estoy aquí. Estoy aquí, Elli.

—Quiero hablar con mamá —dice. Entonces, sin más, se echa a llorar. Y todo en inglés—. Quiero ir con mamá. Llévame con mamá.

—Shh, shh —digo. Intento besarla en la frente, pero me aparta de un empujón. Así que digo—: Maldita sea, John Martin, arranca la puta camioneta. —Y Elli comienza a llorar con más fuerza. Empiezo con la historia que le he ido contando, pero no escucha. Ni siquiera cuando John Martin se lo ruega. Sigue llorando, nuestra propia sirena en el coche. Es así como avanzamos, mientras el cielo verde se vuelve más verde sobre nosotros, cegador. Vuelve a llover.

—No mires atrás —le digo a John Martin cuando echa un vistazo a su casa por el espejo retrovisor. Hablo, por supuesto, de estatuas de sal.