VI

Ya no llueve tanto, pero se ha levantado un temporal de viento. Echo a Elli a un lado y la tapo. Se mueve en sueños, pero no se despierta. Beso su suave frente. Escucho el viento, que estrella la lluvia contra el cristal, y el aparato de aire acondicionado que oscila justo bajo mi ventana. Un coche pasa zumbando en la oscuridad y sus llantas aúllan cuando apartan agua de la carretera.

No me importaría que, como en una película mala con un giro argumental, resultase que John Martin es un producto de mi imaginación. Que la camioneta fuese mía y yo condujera solo, un maniaco hablando solo de un lado para otro por las carreteras de Texas; que, en algún lugar de esas carreteras, hubiera perdido la cabeza por el dolor y por la envidia. No me importaría recibir un poco de ayuda de fantasmas y sombras: supongo que es eso es todo. Como en los cuentos de hadas que le leo a Elli.

Y no me importaría que estuviéramos en la carretera otra vez, ella y yo solos, en la camioneta de John Martin. Yendo hacia el mar, o incluso hacia México. Conseguiríamos cruzar la frontera de alguna manera, en El Paso. Compraríamos billetes para uno de esos cruceros gigantescos y navegaríamos por el Atlántico.

Cuando fuimos a Estados Unidos nuestra idea era ahorrar algo de dinero, comprar una casa y después, cuando hubiéramos obtenido la ciudadanía estadounidense, traer a nuestros padres para que tuvieran una vida mejor: Coca-Cola light y quimbobó frito, y pausas comerciales de cinco minutos cada diez minutos en la tele. Para entonces estarían jubilados y cuidarían tranquilamente de Elli mientras Maya y yo íbamos a trabajar. Le enseñarían un buen búlgaro, a leer y escribir. Evitarían que se marchitasen sus raíces. Pero era demasiado caro incluso tener teléfono y escribíamos cartas. A las cartas les costaba dos meses llegar a Bulgaria, y desde Estados Unidos —si el sobre era demasiado grueso, si parecía que podía haber dólares metidos dentro— las cartas nunca llegaban. Así que escribíamos notas más breves. Y el contenido de las cartas se adelgazaba. Sí, una nota de tu hermana siempre es algo valioso, pero esas notas no nos decían nada de sustancia, sólo los grandes acontecimientos, que nunca pueden ofrecer una imagen viva. ¿Qué importa que la familia vaya pasar las vacaciones en el mar? ¿Que el otro día, cuando fue a comprar lechuga, mi madre se encontrara con un viejo amigo que me manda recuerdos? ¿Que haya nacido mi sobrina? Ahora estoy aquí, tan lejos que no puedo saber lo caliente que estaba el agua del mar, si mi madre compró la lechuga a buen precio, si nevó el día en que mi sobrina respiró por primera vez. No sé quién sostuvo el paraguas para que mi hermana no se mojase cuando llevaba el bebé al coche. Sé que no era yo, y a veces eso es todo lo que necesito saber.

Es algo natural, dijo el primo de Maya, el que vivía debajo de nosotros en el Bronx. Hazte un favor, dijo, y mata las cosas que tiran de ti. No había tenido noticias de sus hermanos en tres años y míralo: era un ser humano perfectamente feliz. Menos cargas que llevar, se podría decir. Hacia delante y hacia arriba. Sin mirar atrás. Mirar hacia atrás nunca ha producido nada bueno. O te conviertes en estatua de sal o pierdes a tu amada en el Hades. Él también era profesor, el pobre, y ahora un estupendo taxista en Nueva York.

Estoy en la cama y miro el viento, cuyos aullidos son tan fuertes que se convierten en formas, y no puedo oír la respiración de Elli sobre el aleteo de sus alas. Después mis pensamientos se vuelven un poco confusos. Estoy en una calle de Sofía comprando pipas de girasol a un viejo sin dientes porque quiero dar de comer a las palomas, una masa densa y negra en la plaza que hay detrás de nosotros. Pero el viejo no me da las semillas por las que he pagado. No, no, me dice. No has pagado. Sostiene unos globos rojos y robo unos cuantos y grita ceceando: Fffimanie! Fffimanie! ¡Atención! Y después estoy en un desfile, con niños que caminan y agitan banderas de papel y una sirena, una sirena de guerra ruidosa y fea, se abre paso en la lluvia, por Chernóbil, quizá, porque quieren que nos marchemos de las calles y llueve.

—Taté —oigo y alguien me agarra el hombro. Veo a Elli, pero es John Martin el que me agarra.

—Despierta, maldita sea —dice, y Elli lo repite—. Un tornado.