Estamos jugando a fútbol en el jardín de John Martin, aprovechando el último sol del día, mientras él grita en su mecedora: con una mano agarra una cerveza, con la otra mata mosquitos. La mecedora cruje de vez en cuando y después llega el sonido del metal aplastado, de sus botas golpeando las tablas, cuando se inclina para coger otra lata de la nevera.
Jugamos un partido rápido, que gano, diez a siete. Después, cuando está demasiado oscuro para jugar, le enseño a tirarse para provocar un penalti, a darse una patada en el talón y caer al suelo con un grito de dolor.
—Busca siempre el contacto —le explico—, pero, si no lo hay, tírate al suelo. Que sea una regla: debes tirarte para provocar un penalti al menos una vez por partido.
Escucha y, con entusiasmo, corre, se da una patada en el talón y rueda por el césped.
—Duele —dice, frotándose la rodilla.
—¿Qué se le va a hacer? —respondo—. Es la vida.
Después John Martin viene con su cerveza.
—No entiendo vuestro galimatías búlgaro —dice—, pero, maldita sea, princesa, ¿te está enseñando a hacer trampas?
—No, John —contesto—, le estoy enseñando a jugar.
—Vaya juego —dice, y golpea la pelota con la punta de sus botas vaqueras.
—John Martin —digo—, el fútbol americano no es para niñas.
—A mi hija le encantaba —dice—. Jugaba con mi hija todos los días, durante nueve años, y le encantaba. Vamos, princesa. Te enseñaré a lanzar.
Se tambalea de regreso a la casa y vuelve unos minutos después con un balón medio desinflado de fútbol americano en la mano. Me echo a un lado y abro una cerveza, mientras él sitúa a Elli en el lugar correcto y lanza la pelota tan lejos de ella que da vergüenza mirarlo.
—Estoy calentando las viejas articulaciones —dice, y agita los brazos, olvidando que lleva una cerveza en la mano. La cerveza le cae por encima—. Vamos princesa, tírala —grita, goteando, aplaudiendo, pisoteando el suelo con las botas.
Elli ríe tontamente y me mira para que le dé luz verde.
Me golpeo la nariz con un dedo unas cuantas veces.
—A la jeta —aclaro en búlgaro.
—¡Calla, rojo! —chilla John Martin—. Estamos jugando. Vamos, princesa. Lanza.
Cogiéndolo suavemente, como le he enseñado, Elli levanta el balón hasta la altura de la oreja, con los brazos paralelos al cuerpo de John y el pie izquierdo echado hacia delante. Después extiende el brazo hacia atrás elegantemente y, con un rápido semicírculo, girando el brazo para alcanzar la máxima velocidad, le lanza el balón directamente a la cara.
El balón lo tira de culo.
—Hostia —dice. Se queda jadeando y se limpia la nariz ensangrentada. Se echa a reír—. Hostia, eso era un cañón. No lo he visto venir.
Elli corre a la casa a buscar servilletas, yo ayudo a John a levantarse y le paso mi cerveza.
—Te he dicho que el fútbol americano no es para niñas —digo, y John niega con la cabeza.
—Es buena —dice—. Hostia. —Después decide que Elli no era la niña a la que yo me refería.
* * *
Después de comernos tres raciones de macarrones y queso para cenar, John Martin saca el tablero del Risk y luchamos por todos los continentes del mundo. Como siempre, John Martin conquista Asia. Amontona la mayor parte de sus tropas en Siam, ahora oficialmente corregido a Vietnam con un bolígrafo. Elli tiene América y yo extiendo el Gran Imperio Búlgaro.
—Cuidado, John Martin —le digo—. El Gran Imperio Búlgaro se está expandiendo.
—Acércalo, rojo —responde. Pone algunos de sus cañones en fila, como si eso fuera a ayudarle. Yo acaricio el mosquete de uno de mis soldados.
—Avtomat Kalashnikov —digo—. Fabricación búlgara.
Adelanta un soldado.
—Napalm, hijo de puta. Tan estadounidense como la tarta de manzana. —Después mira a Elli; su cara grande y cuadrada se pone roja por decir tacos.
Nunca hemos terminado una partida. Al cabo de una hora John Martin está demasiado borracho para seguir tirando los dados. Se retira a su sillón reclinable y nos observa un rato, gritando de vez en cuando «Machaca su culo comunista» o «Muy bien, chica». A veces coge el teléfono y lo acuna en su regazo. A veces lo acaricia hasta quedarse dormido.
—Quiere llamar a su hija, ¿verdad? —pregunta Elli, y a veces supongo que eso es exactamente lo que quiere hacer. A su hija o a Ana María, la viuda mexicana. Con John Martin no hay forma de saberlo. Metemos el mapa y todos los soldados diminutos en su caja. Elli retira las apestosas botas de los pies de John Martin, y, mientras yo las saco al porche, ella lo cubre con una manta. Después Elli se ducha y se lava los dientes.
En mi cuarto leemos libros búlgaros, sobre todo cuentos de hadas de samodivi con hermosos vestidos, de hombres con escamas y alas de dragón, de vampiri, karakonjuli, talasumi. Pero hemos leído estos libros tantas veces que en sus historias no queda ninguna sorpresa, ningún corazón.
Así que a veces Elli me pide que le cuente un cuento. Y se lo cuento. Me invento cosas de los viejos kanes, de las batallas gloriosas. Le enseño nuestra Historia tal y como la recuerdo del colegio. Fechas importantes, momentos memorables: cómo hicieron el alfabeto cirílico, cómo derrotamos a los caballeros y mantuvimos a su emperador prisionero en nuestro castillo hasta que finalmente decidimos empujarlo desde la torre para que muriese como merecía.
—¿Has visto esa torre, taté? —me pregunta y le digo que por supuesto que sí. Todos los búlgaros lo han hecho, está ahí: es parte del castillo.
—¿Cuándo podré verla?
Y no sé qué decirle, porque, tal como mi mujer la está criando, tal como Colega dicta las cosas, no puedo imaginarlos volviendo a Bulgaria, ni de turistas. Por el amor de Dios, no le dejan que hable su propio idioma por miedo a que estropee su inglés. Creen que mi hija sólo es capaz de hablar un idioma.
Esta noche, Elli me pide otro cuento. Me pongo la camiseta para dormir y salto a la cama, pero ella recuerda algo y saca un teléfono móvil de sus vaqueros, que están sobre la silla. Teclea un rápido mensaje y veinte segundos después llega la respuesta. «Dulces sueños, ángel. XOXO».
—¿Qué demonios es «XO»? —pregunto—. ¿Para qué demonios es este teléfono?
—Para estar en contacto —dice, volviendo a meter el teléfono en los vaqueros—. Abrazos y besos.
—Acuérdate —le digo mientras vuelve a la cama—. Aunque no haya contacto…
—Te das una patada en el talón y te caes para provocar un penalti. Me acuerdo.
—Muy bien, niña —digo y nos reímos—. ¿Qué cuento quieres oír?
—Cualquiera. Algo bonito. De nuestra familia. En casa.
En casa. La beso en la frente.
—Vale —digo—. Respiro hondo, ella apoya la cabeza en mi pecho y se prepara para escuchar. —Y así esta historia, esta historia, también, empieza con sangre —sigo—. Y con sangre termina. La sangre une a los que participan en ella y la sangre los separa. Muchos han hablado de ella y muchos han cantado sobre ella, pero yo no la aprendí de ellos. Nací sabiéndola. Estaba en la tierra y en el agua, en el aire y en la leche de mi madre. Pero no estaba en la leche de tu madre y tampoco en tu aire, así que debes escuchar mientras te la cuento.
Noto su respiración, pequeña y cálida contra mi cuello. Dejo la mano en su pelo.
—Mira —digo— cómo el humo negro cubre el cielo de Klisura. Siente los fuegos que arden en las frágiles casas. Oye cómo grita a los niños y lloran sus madres. Alí Ibrahim convierte a los esclavos a la verdadera fe.
»—¿Quién más osará no ponerse un fez en la cabeza? —dice Ali, y su voz profunda corta el aire como una espada damascena. Está montado en su semental negro, no muy lejos del tronco donde se decapitaba, en un patio lleno de soldados y campesinos pobres. La sangre oscura ha empapado el tronco y sólo falta cortar cinco cabezas para que la sangre llegue a los pies del caballo de Alí Ibrahim.
»—¿Cuál será la siguiente cabeza en rodar? —pregunta Alí. El llanto se alza sobre la multitud. Una chica da un paso al frente. Se mueve lentamente; nada por encima del suelo. Lleva el pelo largo, tan largo que lo arrastra por la tierra que hay detrás de ella y ondea fuera del patio como un río. Campanillas de invierno coronan su cabeza y una túnica blanca la envuelve como un capullo fantasma. Sus ojos azules avanzan en la oscuridad en torno a Alí y buscan su rostro.
»Él observa cómo se acerca.
»—Mi pobre hermano —pregunta la chica—, ¿por qué has olvidado a los tuyos? Es tu sangre la que derramas cuando los matas, hermano. Es tu sangre la que viertes.
»Alí saca su yatagán y salta del caballo para asestarle un tajo. Los asustados ojos de los habitantes del pueblo —cristianos que, según ha prometido al sultán, debe convertir al islam— lo siguen mientras blande la espada en el aire, intentando desesperadamente destruir la aparición. Pero, como de costumbre, la chica ha desaparecido. Ha vuelto a hundirse en la mente de Alí, sólo para regresar en alguna otra ocasión y en alguna otra forma.
Me detengo un momento para recobrar el aliento.
—¿Taté? —dice Elli—. ¿Qué tiene que ver nuestra familia con esta historia?
—Espera —digo—. Escucha. E intenta dormirte. Se hace tarde. Así que esta historia —digo— no empieza con Alí Ibrahim, en realidad, aunque termina con él. Empieza dieciocho años antes con el nacimiento de mi tatarabuela: la mujer más guapa que ha vivido nunca.
»Era bien sabido, incluso antes de que naciera, que mi tatarabuela sería la mujer más hermosa del mundo. Así que, el día en que respira por primera vez, hombres de todas partes acuden a rendirle homenaje. La cola delante de casa es tan larga que pasan doce años antes de que el último hombre caiga a sus pies y presente sus regalos.
»Debido a la suprema belleza de mi tatarabuela, las leyes de causa y efecto en el pueblo se interrumpen durante un tiempo. A un acontecimiento ya no le sigue su consecuencia habitual, sino que conduce a algo totalmente inesperado. Esto se observa por primera vez cuando algunos de los hombres que esperan ver a la recién nacida se ponen tan nerviosos que empiezan a arrojar piedras a la casa. De forma totalmente inesperada, las ventanas no se rompen, pero las hojas de los árboles cercanos se vuelven instantáneamente rojas y empiezan a caer como si el otoño hubiera llegado antes de tiempo. Cinco casas más abajo, una chica se enamora desesperadamente de su tío porque dos chicos intentan ahogar una bolsa de gatitos negros en el río, y un toro cornea a una vieja porque en el otro extremo del pueblo un ama de casa ha olvidado echar patatas al guiso.
»La noticia de que ha nacido la niña destinada a ser la mujer más hermosa del mundo se extiende rápidamente. Viaja desde las empinadas riberas del Danubio a las nevadas cumbres de la cordillera balcánica y los amplios valles de Kazanlak y el estrecho del Bósforo, hasta que finalmente llega a oídos del gran sultán de Estambul. Al oír a la gente hablar de ella, Su Majestad inmediatamente pierde el sueño por la belleza de mi tatarabuela. Durante días, convertido en una sombra desdichada, se sienta bajo las higueras suspirando por ella, y ya nada parece darle placer. El canto de los más exóticos canarios de Singapur no es más que un ruido horrible para sus oídos. Las caricias de la más hermosa de sus esposas le enfrían los huesos y le producen deseos de llorar en soledad. Comer es su única forma de escapar a su sufrimiento. Al amanecer, el sultán devora doce platos de baklava, cada uno más empapado en miel que el anterior. Al mediodía se come tres corderos asados con una guarnición de hígado de trucha y corazones de pájaro carpintero, y cuando el sol se pone tras el palacio busca consuelo en la carne de veinte patos y dos terneros. Toda esa comida lo hace tan obeso, tan absolutamente enorme, que nada en cien pasos escapa a su sombra.
—Es un gordo cabrón —dice Elli, y se echa a reír—. Como en la película.
—Exacto —digo—. «Gordo cabrón» lo describe perfectamente. Durante dieciocho largos años este gordo cabrón reza a Alá para que le dé buena salud, le pide vivir lo suficiente para estrechar a la más hermosa de las mujeres entre sus brazos. Una mañana neblinosa de primavera, después de casi dos decenios de sufrimiento, el sultán disuelve su harén y ordena a sus sirvientes que llamen al gran visir.
»—Es obvio que he perdido la cabeza por esa mujer —le dice el sultán—. He esperado lo suficiente para que crezca y ahora debería estrecharla por fin entre mis brazos. Dile al mejor costurero de seda que haga el mejor feredje negro. Después manda a nuestro jenízaro más inmisericorde con cien hombres para que se la lleve de su casa. Diles que le pongan el feredje como velo y que nunca la miren a la cara, porque castigaré con la ceguera a quien ponga la vista en mi pájaro.
»El visir rubrica un firman y estampa sobre él el sello rojo del sultán, se lo da al mejor jinete con el más veloz caballo árabe y le dice: «Corre día y noche hasta llegar al pueblo de Klisura, donde Alí Ibrahim convierte a los esclavos por la espada a la verdadera fe. Encuéntralo y dale este firman. Dile que obedezca cada palabra o perderá la cabeza. Vuelve en un mes y el sultán te dará tu peso en oro. Ven un día más tarde y tu cabeza rodará sobre la tierra».
»El jinete encuentra a Alí Ibrahim blandiendo su yatagán ante el tajo de las ejecuciones en el jardín lleno de campesinos y soldados. Le da a Alí el firman y espera a que lo lea.
»—Nunca me he sentido más humillado —dice Alí Ibrahim, y tira la carta a los pies del mensajero—. Debería al menos darme el placer de matarte por traerme la noticia. Vuelve a Su Majestad y dile que Alí Ibrahim le llevará la más hermosa de las mujeres. Pero, además, le dirás que Alí Ibrahim convertirá a todo el pueblo a la verdadera fe, porque Alí ha prometido revelar el rostro de Alá a los esclavos, no cazar prostitutas para el sultán.
»Tras estas palabras, salta sobre su semental negro y echa una última mirada al jardín teñido de rojo y a la multitud de rostros temblorosos. Ordena que la mitad de sus hombres continúen la conversión, mientras él lleva a los valles a los restantes cien soldados, en dirección al pueblo de mi tatarabuela, la mujer más hermosa del mundo.
La respiración de Elli es suave y regular, pero todavía no se ha dormido. Cabecea y vuelve a despertarse. Me quedo callado un tiempo hasta que de repente se despierta, sorprendida por haber cabeceado.
—Alí Ibrahim —dice—. ¿Quién es, taté? ¿Quién es Alí Ibrahim?
Le acaricio la mejilla y el pelo y le digo que se tumbe y cierre los ojos.
—Alí Ibrahim es un jenízaro —digo—. Por sus venas corre sangre búlgara. Por orden del sultán, cada cinco años los esclavos tienen que pagar su tributo de sangre: el devshirmeh. Nadie puede escapar al reclutamiento: se llevan a los chicos más capaces para que entren en el ejército imperial y los padres que intentan esconder a sus hijos son castigados con la muerte.
»A Alí lo separaron de su madre a los doce años, cuando todavía tenía su nombre búlgaro y creía en el poder de la Sagrada Cruz. Una mañana al alba, los soldados del reclutamiento bajaron como cuervos de la oscuridad y, cuando el sol moría tras los montes Balcanes, habían elegido a cuarenta de los chicos más sanos y fuertes del pueblo. Alí Ibrahim no estaba entre ellos. Pero su madre persiguió a los soldados y cayó a sus pies y les rogó que se lo llevaran. Era viuda y tenía buenas intenciones para su hijo: si seguía siendo un campesino, sabía, no tenía futuro, estaba destinado a morir como esclavo. Pero como soldado, como jenízaro, el mundo entero podía ser suyo. «Lleváoslo, Aga», gritó, y empujó al niño, y el niño no sabía por qué hacía eso su madre, no lo podía entender.
»Durante semanas, los chicos, vigilados por cincuenta soldados, recorrieron el camino a Estambul: hacia el sur por los montes Ródope, hacia el este por Edirne y después más hacia el este. En Estambul bañaron a los chicos, les cortaron el pelo y lo quemaron. Borraron los nombres de sus padres y les dieron buenos nombres musulmanes. Tras ellos no había ningún pasado: carecían de rostro en manos del sultán. Humildes siervos en el nombre del verdadero Dios.
»A Alí Ibrahim lo enviaron a un pequeño pueblo de Anatolia donde sirvió en la casa de un comerciante de telas. Un anciano, que había luchado con los siameses en Oriente. Allí Alí Ibrahim aprendió la lengua extranjera y la nueva fe. Allí le enseñaron a odiar todo lo que había amado.
»La mente de Alí Ibrahim está poblada de apariciones, Elli. La fuerza invisible de su corazón malvado es tan poderosa que ninguno de los que ha matado ha conseguido escapar. Atados a su cuerpo, los muertos lo siguen adondequiera que vaya. Una inacabable cadena de almas desdichadas se arrastra tras él y nadie más puede oír sus gritos. A sus espaldas, sus soldados lo llaman «Deli Ali», que en turco significa Alí el Loco, pero ninguno se atreve a decírselo a la cara, porque también lo llaman «Alí el Inmisericorde», ya que nunca duda en cobrar una cabeza. Algunos dicen que durante una conversión en su pueblo natal, entre los que se negaban a reconocer la grandeza de Alá, Alí mató a su propia hermana y a su propia madre.
Después me quedo callado mucho tiempo. Elli duerme sobre mi pecho y tengo que levantarme y apagar la luz. Pero no quiero levantarme. Sigo tumbado, pensando en mi madre, en que hace siete años que no la veo; en mi hermana, que tuvo un bebé la primavera pasada. Escucho la respiración de Elli y deseo cosas imposibles.