Es viernes por la tarde y John Martin me lleva a casa de mi mujer. Vamos a recoger a mi hija para el fin de semana y no quiero volver a llegar tarde. Estoy cansado de que mi mujer ponga los ojos en blanco, con los brazos cruzados sobre ese pecho celestial, y golpee con los pies con un ritmo enloquecedor que sólo ella puede oír. Estoy cansado de hacer que su nuevo marido parezca bueno comparado conmigo.
Alargo el cuello para ver lo rápido que vamos y le digo a John que pise el acelerador.
—¿Quieres velocidad? —dice John Martin—. Cómprate un maldito coche.
Y sube la calefacción. Hay cuarenta grados ahí fuera y la camioneta de John, la misma que compró al volver de Vietnam, se calienta. A veces, cuando me lleva al WalMart, se echa a un lado de la carretera, abre el capó y, como supervivientes de un naufragio en una balsa en un día sin brisa, esperamos a que el viento enfríe el motor. Pero ahora no tenemos tiempo para el viento.
—¿En qué ayuda esto, exactamente? —digo, y extiendo la mano contra la corriente de aire caliente.
—Es ciencia aplicada —dice John Martin—. No lo entenderías. —Su ceja se arquea, aunque el resto de su cara está en calma, e interpreto el gesto como el pie para seguir presionando.
—Vaya solución, John.
Por la ventanilla bajada veo una delgada franja de tierra tejana quemada y hierba amarilla. El resto es cielo, tan grande e insulso que me enfado con sólo mirarlo. Me miro la muñeca, una vieja costumbre de cuando todavía tenía reloj, después miro la muñeca de John Martin. Ahí es donde está mi reloj: un Seiko original que, hace mucho tiempo, cuando estudiaba Filología Inglesa en Sofía, le compré a un compañero argelino a cambio de una garrafa de rakia y un palé de tomates en conserva de mi madre. Le vendí el reloj a John Martin y con el dinero llevé a Elli a Six Flags; una gran experiencia, si no fuera por todo el autoestop que tuvimos que hacer. Cuando volvimos a casa, John Martin había tirado mi cama en el jardín y había amontonado toda mi ropa encima. Había dejado una nota desdeñosa en el montón, por si el mensaje no era lo bastante claro. «Paga el alquiler, rojo». Así que mandé a Elli para que le derritiera el corazón con unas palabras dulces sobre lo mucho que había significado para ella el tiempo de creación de vínculos que habíamos pasado juntos en la cola del Judge Roy Scream en Goodtimes Square. Después me dijo que John Martin lloró cuando ella hablaba: así de afectado estaba.
Ahora inclino la cabeza para ver mejor la hora. Como esperaba, ya llevamos diez minutos de retraso.
—Maldita sea, John. Este coche es una basura.
John Martin da un frenazo. Nos deslizamos sobre la gravilla y, cuando finalmente nos paramos, el polvo que hemos levantado nos alcanza en una nube espesa. Intento subir la ventanilla, pero no sirve. Ya estoy lleno de polvo, lo noto en la cara, el pelo y la camisa.
—Comunista de mierda —dice John Martin. Me mira fijamente y no puedo apartar los ojos de su ceja epiléptica. Hago esfuerzos para no reírme—. Esta camioneta es una camioneta estadounidense —dice, por si acaso lo he dudado alguna vez. Esa simple declaración pretende refutar que el vehículo sea una mierda y poner punto final a cualquier discusión posterior—. Como si alguna vez hubieras conducido algo tan bueno en Rusia.
—Conduje un tanque, John —digo—. Y sabes que no soy ruso.
—Para mí sois todos iguales.
—Tranquilo, John —digo—, Dios está mirando. —Señalo la cruz que cuelga del espejo retrovisor: un diminuto crucifijo de madera en una cuerda negra, que a John Martin le regaló la viuda mexicana cincuentona de su iglesia de la que está enamorado.
Agarra la cruz y la besa.
—Debería darte vergüenza —dice.
Y pido disculpas inmediatamente. Le digo que no lo decía en serio, que en realidad sólo hablaba por hablar porque estoy nervioso por mi hija. Porque llegamos tarde. Su camioneta es estupenda, una estupenda camioneta estadounidense.
—Aquí —digo—. Paz. Y le doy una cerveza de la nevera que tengo a los pies. Miller High Life. La mejor de Estados Unidos. El Champán de las Cervezas.
Se pasa la botella por el cuello, las mejillas, la frente, y el sudor corre en arroyos sucios. Los dos sorbemos como cerdos y esperamos a que el coche se enfríe. Miro una bandada de cuervos tejanos que se posan a lo lejos en el campo y veo que sus cabezas se giran para picotear en la tierra muerta.
—Deberías llamarla esta noche —digo, refiriéndome a Ana María, la viuda de su iglesia—. Deberías tener una cita con ella. ¿En el Taco Bueno? O incluso en el Taco Bell.
—No sé —dice John Martin, y echa un buen trago de cerveza. Observa el indicador de la temperatura, todavía en rojo—. Igual es demasiado pronto.
—Nunca es demasiado pronto para ir al Taco Bell.
Aplasta la lata y la tira en la nevera.
—No tienes ni puta idea —dice. Golpea con los dedos el volante—. La última vez que miré —dice— a tu mujer se la estaba follando otro.
—Grandes palabras, John —digo. Y añado—: Dios está mirando. Además, estoy arreglando el problema. Es una cosa temporal. La estoy recuperando, paso a paso, incluso ahora, mientras hablamos.
—¿Paso a paso? —Niega con la cabeza—. Mírate. Por lo menos, aféitate esa jeta. Lleva una camisa que no esté llena de polvo. Así no se recupera a una mujer. Especialmente si está casada con un médico.
—¿Por qué sacas el tema de su trabajo? —pregunto. Y le digo que le iría bien escuchar menos tiempo a Delilah en la radio. Enciende el motor y estamos de nuevo en marcha. En el campo los cuervos también se levantan y se marchan en dirección opuesta, moviendo las alas caóticamente.
—Te lo juro, tío —responde John—, me das pena. Es la única razón por la que aguanto tus chorradas.
—Lo sabes —digo—, es Dios quien pone esa piedad en tu corazón, no lo olvides. Ama al prójimo. Amor, amor.
John Martin empezó a ir a la iglesia con la esperanza de encontrar una mujer. Eso es un hecho, me lo dijo. Para tener buen aspecto y ser un soltero aceptable, asumió el papel de un pío seguidor de la Biblia. Pronto se hizo con el papel y al final se convenció incluso a sí mismo. John Martin no es un hombre religioso, no es un creyente. Pero todavía no lo sabe y cuento precisamente con eso.
Paramos delante de la casa de mi mujer media hora tarde. Salgo y el calor parece fresco tras la sauna de la camioneta.
—Cinco minutos —dice John Martin.
Doy un trago de mi petaca, me la meto en el bolsillo trasero y él niega con la cabeza en un gesto de desaprobación. En la puerta me aliso el pelo, me paso la palma sudorosa por la cara. Y me meto un caramelo de menta en la boca y compruebo mi aliento.
Nadie responde al timbre en cinco minutos. Cuando miro hacia atrás, John Martin bebe cerveza apoyado en la camioneta, el capó abierto. Da unos golpecitos en mi reloj. Vuelvo a llamar al timbre y al final suena una voz al otro lado.
—Colega, colega —oigo: un denso, feo, estúpido acento búlgaro—. Siéntate. Buen chico.
Gira un cerrojo, luego otro, después cae una cadena.
El nuevo marido de mi mujer aparece delante de mí, ridículamente obeso bajo el marco de la puerta. Lleva chanclas, estadounidenses, una sola tira entre los dedos húmedos y rechonchos, pantalones cortos de los que gotea agua sobre el parqué y un teléfono móvil metido en el cinturón. No lleva camisa, y el pelo de su pecho, y el de sus piernas, está suavemente pegado a su cuerpo, una capa goteante sobre otra capa. A su lado hay un perro igualmente obeso y húmedo cuya raza nunca puedo recordar.
—¡Colega! —me grita en inglés—. ¿Qué pasa? Llegas tarde. Hemos estado esperando.
—El tráfico… —digo.
—Ah, no, colega. Aquí hablamos en inglés.
—El tráfico —repito—. Es una palabra internacional.
Aplasta un mosquito que tiene en el hombro con un golpe de su mano carnosa. Unas gotas me salpican en la cara.
—Bueno, entra —dice—. Deprisa, deprisa.
Apuesto a que está impaciente por volver a la piscina antes de que mi mujer lo vea dentro, todo mojado y con ese perro. Sé que se pondría furiosa si yo hiciera algo así. Así que me quedo donde estoy y le digo que todo va bien, que sólo he venido para recoger a Elli, que no quiero molestar. Sigo curioseando detrás de él, por difícil que sea, esperando a que mi mujer se presente, esperando a que el parqué quede bien empapado y empiece a pelarse. Incluso alargo la mano hacia el perro y mi corazón se derrite de alegría cuando el perro gruñe y agita su cola caída, lanzando agua sobre el mueble zapatero.
Finalmente mi mujer aparece detrás de Colega, con un bikini rojo y la piel bronceada cubierta de crema y brillante. Intenta secarse el pelo con una toalla, pero no es su pelo lo que estoy mirando. Consigue meterse entre Colega y el marco de la puerta e intenta pasarle un brazo por la cintura: en realidad, un gesto imposible.
—Estábamos esperando —dice, también en inglés.
No sé qué decir.
—Colega, eh, colega —dice Colega—. Mira aquí arriba —dice y chasquea los dedos—. ¿Sí? ¿Te gustan? Diez mil cada una. Se las pusieron en Dallas. La mejor inversión que he hecho en mi vida, ya me entiendes.
Quiero preguntarle por qué, pero ya están caminando por la casa. Hago un gesto a John Martin.
—¡Cinco minutos! —grita John, se chupa el dedo y se toca el hombro sudoroso con un gesto que pretende transmitir erotismo, entre otras cosas. Cuando empiezo a caminar hacia el salón mi mujer me ordena quitarme los zapatos y no ensuciar el suelo. Con los zapatos en la mano, los sigo hacia la piscina.
El jardín está lleno de gente: todos con bañadores, todos con copas, margaritas, martinis. Hay gente en sillas reclinables, en toallas extendidas sobre el césped, en el cemento que hay junto a la piscina. En un lateral una gran parrilla con hamburguesas y filetes. Todo el mundo se vuelve hacia mí y todas las conversaciones parecen quedar suspendidas en medio del calor, pero sólo durante un momento.
Mi mujer me trae un Dr. Pepper.
—Toma un Dr. Pepper —dice.
Preferiría no hacerlo, pero lo cojo.
—¿Qué se celebra? —pregunto.
Saca el pecho hacia delante, por si no lo había pillado. Lo pillo bien, pero me niego a mirar. En cambio, busco a Elli, que no aparece por ninguna parte, ni siquiera en la piscina, con los otros niños que salpican. Le pregunto adónde ha ido.
—Fue idea de Colega —dice mi mujer. Quizá no lo dice exactamente así, quizá lo llama Todor o como se llame de verdad, pero a mí me parece que dice «Colega».
—No deberías haberlo hecho —le digo—. Eran estupendas.
—¿Qué? No —responde—, no, esto fue idea mía, una cuestión de autoestima. Me refiero al equipo de buceo. Se le ocurrió a Colega. —Y entonces lo veo: en el agua cristalina, al fondo del extremo más profundo de la piscina, está mi hija con una pequeña bombona de oxígeno en la espalda.
—Es totalmente seguro —dice mi mujer—. Hemos contratado a un profesor de buceo. ¿Lo ves? Todo ha sido idea de Colega. —Y se ríe como si se le hubiera ocurrido un chiste genial. Eso, por lo que respecta a solucionar el problema. No tengo ganas de hablar con ella ahora. No le diré las pequeñas mentiras que había planeado decirle: que me han vuelto a declarar empleado del mes, que he encontrado un sitio estupendo y estoy pensando en mudarme. Lo único que quiero es recoger a Elli y largarme.
—Dile que estoy aquí —digo, y mi mujer me informa de que todavía quedan veinte minutos de la clase de buceo.
—Siéntate —dice—, tómate otro Dr. Pepper.
—John Martin —digo pero, como antes, ella ya se está alejando.
Encuentro una silla con una pata rota lejos de la piscina y echo un poco de vodka en la lata de soda. Después observo a Colega, dando la vuelta a filetes con una mano, mientras con la otra se lleva el teléfono móvil a la boca como si fuera un walkie-talkie. Echa un trozo de carne de hamburguesa al perro y el perro empuja el trozo con el hocico, lo lame y se niega a comerlo. Podría tomar una hamburguesa ahora mismo. Lo más probable es que John Martin, que sigue ahí fuera en la camioneta, también. Bebo y espero a que la clase termine, a que mi hija vuelva a emerger de las profundidades. Por fin lo hace. Mi mujer la ayuda a salir de la piscina y el profesor le quita la bombona de oxígeno de la espalda. Yo nunca le haría llevar algo tan pesado a mi hija. Después mi mujer le dice algo a Elli y Elli mira alrededor y me ve en un rincón. Corre hacia mí y, a cien palabras por minuto, me pregunta si la he visto bucear con una bombona y todo el equipo, ahí abajo en la piscina, respirando bajo el agua como una sirena, como una sirena de verdad, en la piscina.
—Elli, Elli, Elli —digo—. Despacio, cariño —digo—: Na bulgarski, taté. Cuéntamelo todo, pero en búlgaro.
Sigo bebiendo mientras Elli se cambia en su cuarto, mientras mi mujer le prepara una bolsa para el fin de semana, porque es muy difícil preparar la bolsa antes. Observo cómo el profesor de buceo le enseña a una mujer pecosa a tomar aire con un tubo. Después observo a Colega junto a la parrilla con sus chanclas: ahora está seco, su pelaje parece hecho de cerdas, coge carne con el tenedor, habla con el perro con su estúpido acento en inglés. Me siento tan totalmente fuera de lugar, tan aislado, que ni siquiera puedo odiarle como es debido. Ni siquiera puedo envidiarle de la forma adecuada por todas las cosas que él tiene y yo no. No es así como lo había imaginado. Esta vida. A veces, de noche, mucho después de que John Martin se haya ido a la cama, me siento en el porche trasero de su casa, me bebo sus cervezas, tiro latas vacías en la oscuridad y me pregunto… sobre todo esto. ¿Merece la pena quedarse?
Después sale Elli, con una bolsa en la mano.
—Estoy lista —dice. Colega viene a despedirse y ella lo besa en los labios. Me pregunta si quiero un filete y le digo que ya he tomado muchos filetes: para desayunar, para comer, para merendar; toda clase de filetes: poco hechos, al punto, muy hechos. Elli acaricia al perro, que le chupa los dedos mientras mi mujer le susurra algo al oído, observándome con una cara seria.
—Michael —me dice, aunque sabe que mi nombre no suena así—. Cuídala. —Como si necesitara esas instrucciones.
Cuando salimos, el sol se desliza tras la tierra quemada. John Martin sale de la camioneta, con una bota llena de polvo, y cierra el capó. Le digo a Elli que entre porque irá entre los dos, y cuando subo veo que John no ha tocado ninguna cerveza de la nevera, todas flotan como peces muertos en lo que antes era hielo.
—Joder, John —digo—. Siento mucho que hayas tenido que esperar.
—No pasa nada, tío —dice y cierra la puerta suavemente—. Hola, preciosa —le dice a Elli. Remueve su pelo húmedo—. Hola, princesa.