A la mañana siguiente, envolvió a su madre en sábanas blancas. Arrastró el fardo al patio y luego al carro de dos ruedas que habían usado para llevar pieles sin curar de los campos. Todavía había pieles en el carro, así que las extendió para hacer una especie de cojín. Puso una pala junto al cuerpo y tiró del carro. No pesaba mucho.
Veía formas detrás de cortinas, fantasmas sin nombres ni honor. Cuando llegó al cementerio, el sol estaba en lo más alto. Cuando terminó el agujero, el sol se ponía. Echó pieles de cabra en el fondo, para que su madre no tuviera demasiado frío. Manchó las sábanas cuando la envolvió; al cavar se había hecho ampollas en las manos.
Kemal la tendió en la tumba de aquel niño. Pero no podía dejar que el niño descansara junto a ella. Así que, más tarde, después de apilar otro montón de tierra negra, Kemal tiró los huesos del chico al sol, para que alimentaran su ardor un poco más.