XVIII

Unas gotas de sangre corrieron por el hombro de su madre y Kemal las lamió. Observó que se reunían más gotas y se preguntó si su sangre ya lo sabía, si notaba que la muerte había llegado. Había trasladado el cuerpo a la antigua habitación, pero había rasgado un trozo cuando cortaba el vestido para quitárselo. Llenó de agua un cubo de madera y cogió gasas limpias de una caja en un rincón, y lavó los brazos, el pecho y las piernas de su madre. Después de lavarla, le puso su otro vestido bueno. La giró hacia el lado de la cama que había ocupado su padre y echó periódicos donde había estado, para empapar el agua. Cogió su gaita pero no la tocó. Se tumbó sobre los periódicos, sujetando la gaita, y pensó que el aliento de su madre la había llenado un poco. Extendió los dedos y los observó. Cuanto más los miraba, más le parecían los dedos de otra chica. Los notaba prestados, fríos, hinchados, y hacían gaitas espantosas. Dijo su viejo nombre —Kemal— y, cuanto más lo repetía, más fluía sobre sí mismo, más profundamente se mordía la cola. Repitió su nuevo nombre, Vyara, y siguió repitiendo: el viejo nombre, el nuevo nombre, hasta que uno devoró al otro. Hasta que los dos le parecían extraños.

Su cuerpo no era su cuerpo. Su nombre no era el suyo.