Así, como la mujer de los pimientos, Kemal empezó a escribir cartas. Escribió con un lápiz de copiar y pegó notas por todo el pueblo, sobre todo delante del ayuntamiento. Querido Partido: un turco no puede volverse búlgaro. Devuélvenos nuestros antiguos nombres, para que podamos comer higos e ir a la Yanna.
Pero no pasó nada. Así que un día escribió una nueva nota y la clavó en el cubo del pozo, en la plaza de un pueblo cristiano. Querido Partido: se ha vertido una gran cantidad de veneno en el pozo. NO bebas agua y devuélvenos nuestros antiguos nombres.
De día, observó desde lo alto de la carretera que una multitud rodeaba el pozo. Un hombre echó dos cubos en el suelo y todos miraron el charco como si fuera un agujero profundo. Una mujer empezó a gemir. Al final llegaron dos Ladas de la milicia desde la ciudad, con jarras azules. Kemal no sabía si era la gente que se había llevado a su padre —no podía distinguirlos—, pero observó que se rascaban la cabeza bajo las gorras rojas y miraban fijamente el charco, como si pudieran ver el veneno.
Verlos tan confusos y estúpidos le alegró el ánimo. Escribiría más notas así.