Una noche, la madre de Kemal la llamó.
—Escucha Kemal, pronto estaré delante del Misericordioso, así que hazme un favor. Tráeme una gaita. Quiero soplarla.
Cuando Kemal llevó su propia gaita, su madre acunó el fuelle como si fuera un bebé y tocó con los labios la boquilla. Un aliento frágil salió de ella y el fuelle se expandió, sólo un poco.
—¿Te he contado como conocí a tu padre, Kemal? Sólo era una niña, tenía dieciséis años, pero mi padre ya me había prometido en matrimonio. Iba a casarme con un vecino, que me doblaba la edad pero era rico: tenía cinco campos y había viajado a La Meca. Bueno, una tarde de verano fui a las fuentes, había fuentes, Kemal, a las afueras de mi pueblo, donde el agua era más clara, y empecé a llenar cubos. Oí pasos detrás de mí, y cuando me vuelvo veo a tu padre. Con la camisa desabrochada, el pelo revuelto y la cara sudorosa y cubierta de serrín. En los brazos, dos gaitas.
»—Soy un fabricante de gaitas —dice—. Hincha una y yo hincharé la otra. Quiero oír cómo suenan juntas.
»Así que hincho una gaita y él hincha la otra. En dos soplidos: así de rápido lo hizo.
»—¿Has visto a algún hombre que hinche una gaita más deprisa? —dice.
»—Mi marido sólo necesita soplar una vez —respondí.
»—Yo seré tu marido —dice y hace que las gaitas empiecen a gritar. Sujeta una en cada brazo, aprieta y baila.
»Y yo no podía parar de reír. Pero me paré cuando vi que mis hermanos corrían hacia nosotros. Volvían de los campos de tabaco. Habían visto a tu padre cortejándome y no necesitaban ver más. Le dieron una buena paliza. Rompieron las gaitas, le rasgaron el cinturón. Esa noche, una piedra golpeó nuestra ventana.
»—Voy a robarte —dice tu padre cuando me reúno con él en el cobertizo— y mañana nos casamos.
»Zeynep, Zeynep —me digo a mí misma—, eres una novia prometida y tu padre te matará. Pero, si vives, tu vida será una canción con ese hombre, un hombre alegre, un fabricante de gaitas.
Después, con un movimiento brusco, su madre tiró la gaita al suelo.
—Llévame a su taller, Kemal —dijo—. En quince años, nunca me dejó poner los pies allí.
Y Kemal la llevó.
—Cuántas pieles —dijo su madre—, cuántos punteros. Cien gaitas, me dijo tu padre antes de que se lo llevaran. —Después miró a Kemal y sus ojos se nublaron justo lo suficiente—. ¿Crees que quizá…?
Por la mañana, Kemal trasladó la cama de su madre al taller. Y empezó a hacer gaitas. Pero rompía los trozos de madera, hacía agujeros demasiado grandes en las pieles de cabra. Ninguna de las gaitas que construyó podía hacer música. Sólo producían un chirrido ronco y feo.