A partir de entonces, Kemal se encargó de su madre. Cuando caía la noche, saltaba la valla de los vecinos y ordeñaba la leche que quedara en sus cabras: medio vaso, a veces un vaso. No sentía remordimientos por robar. Ningún vecino se había pasado a preguntar cómo se las arreglaba Kemal, ahora que se habían llevado a su padre. Ni cómo estaba su madre. Así que cocinaba unas grumosas gachas de maíz o popara, y, aunque su madre se negaba a comer, Kemal la obligaba: veinte cucharadas en la cena y diez a la hora de comer.
Esperaban a que el coche de la milicia trajera de vuelta al padre de Kemal.
—¿Eso que oigo es un motor? —preguntaba a menudo su madre.
Kemal llevó a la ducha la silla de tres patas para que su madre se sentara. No soportaba ver a su madre desnuda: lo delgados que estaban sus brazos y sus piernas, lo hinchadas que estaban sus rodillas, el brillo de su cráneo y el agujero en su vientre al que estaba conectada la bolsa.
—Realmente me ha venido bien —le dijo su madre—. Estoy mucho mejor.
Kemal ya no podía soportar ver su propio cráneo en el espejo. Así que se dejó el pelo largo: al principio espeso y espinoso, como cerdas, luego mucho más suave. No le gustaba la forma en que el pelo le hacía cosquillas en el cuello, los párpados, pero le gustaba pasar los dedos por los rizos y juguetear con ellos. Su madre le había dado un peine viejo y cada mañana Kemal se peinaba durante una hora ante la puerta.
—Déjame tocarte el pelo —le pedía su madre a veces, pero nunca se atrevía a levantar la mano para tocarla. Sólo alisaba una arruga en la manta—. Un pelo hermoso, Kemal. Hasta la cintura. ¿Te acuerdas?
A veces Kemal se llevaba la gaita y subía a la montaña, más arriba del pueblo, para tocar con el eco. En una ocasión vio coches en la carretera que había debajo, parachoques tras parachoques, con colchones, sillas, cunas de madera atadas al techo: coches azules, verdes, amarillos y rojos que se alejaban de la montaña. Había oído a hombres hablar de huir a Turquía, así que intentó imaginarse a sí misma en un coche rojo: el coche aceleraba y delante de ellos sólo estaba la carretera: limpia, lisa, infinita. Su padre conducía, su madre iba a su lado y detrás Kemal tocaba su canción preferida.
En la ladera, vio a gente de las aldeas más altas que ataba sus hogares a la espalda, como si fueran camellos. Hombres, mujeres y niños cargados. Observó cómo una mujer tropezaba y todas las cosas que llevaba atadas a la espalda se soltaban y rodaban por la pendiente con su cuerpo. Sartenes, ollas, cucharas, cazos y platos de metal brincaron por los aires como locos, reflejando el sol como monedas de oro. Así que Kemal tocó la canción con la gaita: Una pequeña piedra rodaba por la montaña, reuniendo a sus hermanas. Abajo, en el valle, Stoyan cuidaba de cien ovejas blancas. «No ruedes, pequeña piedra —le rogó Stoyan—. No reúnas a tus hermanos. Te daré a mis dos hijos, pequeña piedra, pero no mates mis ovejas blancas.