XIII

Iban por las setenta gaitas cuando el coche de la milicia volvió al taller. Tres hombres y el sargento al que Kemal había dado agua del pozo.

—Ahora escucha, camarada —le dijo el sargento a su padre—. Los pastores han llamado de los campos para decir que les han robado algunas cabras. Hemos seguido el rastro de lana, si me permites la expresión, y adivina adónde nos ha llevado. Ten la amabilidad de enseñarnos las facturas de las pieles que has comprado.

—Las he perdido.

—¿Y tu pasaporte?

—A lo mejor lo he quemado.

—Losho, drugaryu —le dijo el sargento—. Eso es una pena, camarada. —Caminó entre las cajas, pateándolas suavemente, y Kemal observó cómo las lengüetas y los punteros se desperdigaban por el suelo. Se inclinó un poco para mirarla de cerca, después se lamió el pulgar y le limpió la sangre seca de su labio partido—. ¿Por qué tienes el labio partido? —le preguntó, y le cogió las manos y le examinó los dedos—. ¿Y por qué te sangran los dedos? ¿Tu padre intenta ganar dinero fácil? —El sargento siguió dando vueltas y contando las gaitas. Después sugirió que su padre fuera a la comisaría para tomar un café —incluso unas delicias turcas— y hablar del asunto. Dio un par de esposas al padre de Kemal y le pidió, amablemente, que las cerrara en torno a sus propias muñecas.